Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



ArribaAbajo

Capítulo XXXVI

Segovia jura a la reina doña Juana. -El rey don Fernando se casa con doña Germana. -El rey don Felipe viene a España y muere. -Alboroto grande en Segovia. -El rey don Fernando vuelve a gobernar a Castilla. Don Fadrique de Portugal y don Diego de Ribera, obispos de Segovia. Traslación de las monjas de Santo Domingo. -Muerte del rey don Fernando.

     I. Luego que la reina doña Isabel espiró, hizo el rey levantar en Medina estandartes por su hija la reina doña Juana, propietaria de estos reinos, y por el rey don Felipe su marido; admirable imitación de su abuelo el infante don Fernando, intitulándose, como él, gobernador. En llegando a nuestra ciudad el aviso de la muerte fue admirable el sentimiento, luto y llanto aun de los niños; tan escesivo era el amor que a su reina tenían. El corregidor Diego Ruiz de Montalvo, y su alcalde el licenciado Rodrigo Ronquillo, por orden que para ello tuvieron del rey, juntaron la nobleza de nuestra ciudad; hallándose en ella al presente los siguientes. Nómbranse por el orden que están las firmas en el instrumento que de esto hemos visto autorizado.

     Antonio de Avendaño: Diego de Heredia: Sancho de Contreras: Gonzalo del Rio: Diego de Peralta: Juan de la Hoz: Manuel Gómez de Porras: Juan de Avendaño: Fernando del Rio: Francisco de Tordesillas: Antonio de la Hoz: Rodrigo de Contreras: Pedro Arias: Rodrigo de Peñalosa: Alonso Dávila: Jerónimo Soria: Juan de la Hoz: Gabriel de Contreras: Gómez de Heredia: Licenciado Peralta: Antonio de Mesa: Francisco de Avendaño: Francisco de Contreras: Seaeño: Diego López de Samaniego: Hernando de Virués: Francisco Arias: Martín Alonso de Peralta: Gonzalo de Herrera.

     Todos hicieron pleito homenaje de tener y defender la ciudad por la reina doña Juana; y miércoles cuatro de diciembre se levantaron los estandartes: domingo y lunes siguiente celebró la ciudad en la iglesia mayor los funerales por la reina difunta con gran aparato y mayor sentimiento.

     Estaba el rey don Fernando cuidadoso de que las cosas de Castilla no se alterasen, y, para prevenir el daño, instaba a los nuevos reyes don Felipe y doña Juana que con brevedad viniesen a estos reinos. Quisiera don Felipe, antes de partir de Flandes, entablar las cosas a su provecho, y aun venir sin la reina con escusa de su mala salud. Respondíasele:

     Confiase de quien por él se habia bajado de rey á gobernador. Y en cuanto á venir sin la reina, advirtiese que habia de reinar por ella: como don Fernando por doña Isabel, coronada por reina de Castilla en Segovia, quando su marido estaba en Aragon. Y que si la agravaba la enfermedad, mejor se podia esperar la mejoria en el clima natural de España, que en el estraño de Flandes.

     II. Por orden que la reina difunta había dejado, se- convocaron Cortes en Toro, que se comenzaron sábado once de enero de mil y quinientos y cinco años. El siguiente día domingo se presentaron en ellos por procuradores de nuestra ciudad Juan de Solier, y el licenciado Andrés López del Espinar, regidores. En ellas fueron jurados los nuevos reyes (aunque ausentes) y publicadas las leyes que hoy se nombran de Toro, que en vida de la reina estaban decretadas. Atenta la indisposición (ya pública) de la reina, fue nombrado gobernador de los reinos de Castilla el rey don Fernando. El cual, cuidadoso de cumplir el testamento de la reina, envió a Rodrigo de Tordesillas la cédula siguiente que original permanece en poder de su rebisnieto.

     EL REY. Rodrigo de Tordesillas sabed, que en el testamento de la Sereníssima Reyna mi muy cara, y muy amada muger, que aya santa gloria, está una clausula fecha en esta guisa. E para cumplir, é pagar las deudas, é cosas susodichas, é las otras mandas, é cosas en este mi testamento contenidas, mando que mis testamentarios tomen luego, é distribuyan en todas las cosas que yo tengo en los Alcazares de la ciudad de Segouia, é todas las otras ropas, é joyas, é otras cosas de mi cámara, é de mi persona: é de qualesquier otros bienes muebles que yo tengo, donde pudieren ser auidos; salvo los ornamentos de mi capilla sin las cosas de oro, é plata, que quiero é mando que sean lleuados é dados á la Iglesia de la ciudad de Granada. Pero suplico al rey mi Señor se quiera servir de todas las dichas cosas, é joyas, ó de las que á su Señoria más agradaren, porque veyendolas pueda aver mas continua memoria del singular amor que á su Señoria siempre tuve. E aun porque siempre se acuerde que á de morir: é que lo espero en el otro siglo. E con esta memoria pueda mas santa, é justamente vivir. E agora sabed, que yo, é los otros testamentarios de su Señoria avemos acordado de mandar traher á esta Corte todas las cosas que quedaron de vuestro cargo en los Alcazares desa Ciudad para que se haga de ellos lo que su Señoria por la dicha clausula mandó. Por ende yo vos mando que luego, que esta cédula vieredes trayais á esta dicha Corte todas las dichas cosas de vuestro cargo que están en el dicho Alcazar, assi de tapizeria, como joyas, é vestiduras, é otras qualesquier cosas de qualquier calidad que sean, que están á vuestro cargo. Y Martin Sanchez de Oñate que esta linea dará el recaudo de dineros que será menester para ello: Y trahedlo todo á buen recaudo, é venid vos con ello: que acá se vos dará para vuestro descargo el recaudo que fuere menester. En lo qual ponez toda diligencia porque assi cumple al descargo del alma de su Señoria. E non fagadés en de al. Fecha en la ciudad de Toro á diez dias del mes de Abril de mil y quinientos y cinco años: YO EL REY. Por mandado del Rey, Administrador y Gouernador Iuan Lopez.

     III. Disueltas las Cortes, partió el rey a Arévalo; y de allí por mayo a nuestra ciudad a pasar los ardores del verano, y los sentimientos de tal viudez.

     Toda Europa era un apostema, sin haber en toda ella rastro de buen humor. En Castilla renacían los malos humores de Enrique cuarto. Italia, como siempre, estrañaba la paz. En el reino de Nápoles Gonzalo Fernández de Córdoba, gran capitán, y su conquistador, vencía tentaciones del papa y del césar; y sobre todo sospechas injustas de su rey, vencimiento mayor que el de las batallas, por ser de propia virtud sin parte de la fortuna; Maximiliano y Felipe, padre e hijo, disponían de todo como dueños, hasta de Nápoles. El rey de Francia de tantas desavenencias esperaba su provecho. Tanta alteración causó la falta de una mujer. El rey viudo, determinado a no desistir del gobierno de Castilla, después de muchos lances y embajadas que este verano tuvo en nuestra ciudad, capituló casamiento con madama Germana de Fox, sobrina del rey de Francia: resolución de más provecho presente que futuro; con indecencia no pequeña de su crédito, pues confesó más de una vez que había sido por fuerza, entiéndese, del mucho aprieto, no de la poca edad, pues pasaba de cincuenta y dos años: con esto quedó Francia declarada por el aragonés; y los alemanes se hallaron inferiores, cuando se imaginaban dueños de todo.

     Llegó a nuestra ciudad el capitán Pedro Navarro, célebre en aquel tiempo, que traía del Gran Capitán consultas y quejas. Recibióle el rey con gusto, haciéndole merced del condado de Olivito, y después le remitió con satisfacciones del príncipe más estadista, que asegurado; pues se dijo que llevó orden secreta de prenderle. El rey archiduque disponía su venida a Castilla con la reina su mujer. Aunque el francés le había requerido no viniese sin asentar primero las cosas con su suegro: que lunes seis de otubre partió de nuestra ciudad al bosque de Valsaín a divertirse en la caza, aunque no poco cuidadoso de las máquinas que algunos grandes de Castilla, deseosos de mudanza, trazaban para escluirle del gobierno, y gustar la fruta nueva de príncipe nuevo. Lunes veinte de otubre salió del bosque para Salamanca, donde se pregonó la paz y casamiento de Francia: y se capitularon entre suegro y yerno, Fernando y Felipe, capítulos de concordia imposible entre dos reyes de un reino.

     IV. En veinte y ocho de abril de mil y quinientos y seis años desembarcaron los reyes don Felipe y doña Juana en La Coruña, puerto de Galicia; alejándose cuanto podían del rey don Fernando, que caminaba a recibirles en Laredo. En sabiendo su llegada, los más de los grandes llegaron a ofrecerse por suyos. Don Fernando procuraba verse con sus hijos; estorbábalo don Juan Manuel, muy dueño de las acciones del rey archiduque. En fin los dos reyes se vieron sábado veinte de junio en una ermita entre Sanabria y Asturianos, donde llegaron el rey archiduque con poco menos que ejército formado; y el católico con hasta docientos de a mula. La plática entre los dos solos dentro de la ermita duró dos horas, que el suegro gastó en prudentes consejos al yerno, que mostraba dejarse gobernar por otros, sin tratarle de la reina su hija, ni recordarlo el marido; mucha detención de padre y sequedad de yerno, con que salieron más desabridos que entraron, efecto ordinario de vistas de reyes, aunque sean padres e hijos, cuanto más suegro y yerno. Hecha en fin una concordia poco concorde, y habiéndose visto segunda vez en Renedo, junto a Valladolid, ingratitudes y estrañezas obligaron al Rey Católico a dejar a su yerno en manos de los grandes, y a esos en manos de sus mismas competencias, partiendo a Aragón, y de allí a Nápoles, sin haber visto a la reina su hija, ni haber hablado en ello; conjetura de que no iba sin intento de volver a verla.

     V. Aun antes que el rey saliese de Castilla se quitaron tenencias y plazas a confidentes suyos. Y entre otras la alcaidía de nuestros alcázares a don Andrés de Cabrera, y se dio al nuevo valido don Juan Manuel; el cual al principio de agosto envió a don Juan de Castilla con algunas compañías de alemanes, que se apoderasen del alcázar, y puertas de la ciudad. Hallábase dentro el alcaide con su mujer doña Beatriz de Bobadilla, no sin recelos de la novedad: y sin hacer la entrega respondía: Quería suplicar a su alteza de aquella injusticia; pues su alcaidía estaba perpetuada, y no le podían amover sin culpa o causa, y oyéndole primero. Nuestra ciudad estrañaba la nueva milicia, y aun insolencia y glotonería de los alemanes, en tiempo de la mayor falta de mantenimientos que en aquellos años padeció Castilla. Don Juan Manuel, industrioso y prevenido, había granjeado algunos émulos del alcaide, que nunca faltan al medrado. Éstos, amparando los estranjeros y acriminando la inobediencia de no entregar los alcázares a su rey, soplaban el fuego, que ya centelleaba.

     Supieron los reyes en Valladolid el estado de nuestra ciudad, y partieron luego a reparar el rompimiento, y mala consecuencia que esto haría para cuantos amovían de tenencias y cargos, sin dejar ninguno de los antiguos, con pretesto de averiguar servicios y confidencias. Detuviéronse algo en el camino con un embajador que tuvieron del rey católico, y antes de llegar supieron que el alcaide, obedeciendo más al tiempo que al mandato, había dejado el alcázar y la ciudad.

     En veinte de agosto falleció en nuestra ciudad don Gutierre de Toledo, obispo de Plasencia; fue sepultado en la capilla mayor de San Francisco, entierro de los de la Lama.

     VI. Los reyes, sin llegar a nuestra ciudad, pasaron a Burgos, donde asaltó al rey una fiebre tan pestilente, que, sin reparo de tanta grandeza ni remedio humano, en nueve días dio fin a su vida en veinte y cinco de setiembre poco después de mediodía, en veinte y ocho años de edad. ¡Oh muerte, cuánto recuerdas tu olvido! ¡Oh cuántas máquinas deshizo, cuántos intentos torció este fin tan impensado! Nunca reino pasó tan repentinamente de tanta gloria a tanta confusión. La reina, más perturbada con tal suceso, sólo atendía a acompañar el cadáver de su marido. Los grandes, puesto que conocían que sólo el Rey Católico podía reparar tal infortunio, se hallaban cargados de ingratitudes que habían usado con aquel príncipe. El cual, avisado del arzobispo de Toledo don fray Francisco Ximénez, su gran confidente, y de muchos grandes que le tenían no poco disgustado, respondió apacible, prometiendo volver, como le pedían, a reparar los daños de Castilla: mostrando en todo una real grandeza, superior a todas desigualdades de fortuna. La Corte, y reino todo era alboroto. Los grandes se juntaban cada día a tratar del aumento propio, más que del sosiego común. Los desposeídos que pedían restitución eran muchos, y por no revolver humores se asentaba que nada se alterase. El duque de Alburquerque, don Francisco Fernández de la Cueva, hacía grandes instancias para que el alcázar de nuestra ciudad se restituyese a don Andrés de Cabrera, tan injusta, y violentamente desposeído. Todos lo contradecían por la singularidad y consecuencia. Y a la verdad, era romper la presa para los demás. Pero tanto instó el duque, que resolvieron, En que Segovia quedase fuera de la concordia, y los unos la pudiesen entrar; y los otros defender. Increíble resolución. ¿Cuál reino desamparó ciudad a la crueldad de la guerra tan injustamente?

     VII. Sabiendo los marqueses de Moya el estado, y turbación de las cosas, volvieron con sus gentes a nuestra ciudad al principio de noviembre. Aposentáronse en sus casas a la puerta de San Juan, de la cual se apoderaron luego, y juntando parciales y gente a sueldo, una noche se apoderaron de la puerta de Santiago. Al siguiente día entró el duque de Alburquerque con sus gentes a favorecer al marqués. El cual, ganadas todas las puertas de la ciudad, apretaba con gente el alcázar, guardando con gente los caminos porque no les entrase socorro.

     Enfermó en estos días nuestro obispo don Juan Ruiz de Medina en sus casas; y en veinte y tres de enero de mil quinientos y siete años otorgó testamento, cuya cláusula dice: Mandamos que nuestro cuerpo sea sepultado en la nuestra capilla que hacemos, y edificamos en la Iglesia Colegial de Santo Antolín de la villa de Medina del Campo ante las gradas del altar mayor, en medio de la dicha capilla. Y es nuestra voluntad, que no nos hagan sepultura alta de piedra, ni monumento que ocupe el servicio de la dicha capilla. Salvo que nos pongan encima de nuestra sepultura una piedra llana de las de Toledo, con sus letras, para que se sepa quién está allí sepultado: e los que la vieren se conviden a rogar a Dios por mi ánima. Falleció en treinta de enero, y fue llevado a sepultar a su patria, según había dispuesto; aunque algunos han escrito que fue sepultado en nuestra Iglesia, en la cual dejó algunas fundaciones. Cierto es que nuestra ciudad sintió mucho la falta de su pastor en tiempos tan revueltos y miserables. Y verdaderamente las mayores calamidades que ha padecido nuestra república han sucedido en vacante o ausencia de sus obispos. Triste del rebaño sin pastor.

     VIII. Nuestra ciudad todo era bandos, odios, guerras y muertes. Los marqueses tenían de su parte casi todo el Cabildo, los Contreras, Cáceres, Hoces, Ríos, y otros nobles. La parte de don Juan Manuel seguían los Peraltas, principalmente Diego de Peralta, y su hijo el licenciado Sebastián de Peralta, los Arias, los Heredias, los Lamas, los Mesas, los Barros, y otros. Cada día venían a las manos. El corregidor Sancho Martínez de Leiva, y su alcalde el bachiller Osorio, procuraban sosegarlo; mas qué aprovechan las varas entre espaldas y escopetas. Reducido por los marqueses, mandó que el licenciado Peralta saliese de la ciudad a tiempo que Pedro Arias se había salido a Villacastín a recoger gente y volver con ella a la ciudad; y Diego de Heredia a Perales. Era el licenciado, aunque letrado de profesión y buenos estudios, muy guerrero de ánimo, consultó el caso con sus parciales, que instaron en que no se ausentase, sino que se retrajese a la iglesia de San Román, su parroquia; como lo hizo con parte de su hacienda y libros, y muchas armas defensivas y ofensivas de acero y pólvora. Carteábase con don Juan Manuel y algunos grandes consejeros, que les animaban a la resistencia. Después de muchos debates, en veinte y cuatro de febrero, fiesta de Santo Matía, por la mañana, don Juan de Cabrera, hijo mayor de los marqueses, con gente armada, llegó a la iglesia a hablar con el licenciado; llegaron a palabras pesadas, y de allí a las manos. Sobrevino mucha gente armada en favor de don Juan; Peralta se hallaba con solas catorce personas, y entre ellos Frutos de Fonseca, su cuñado, Diego de Barros, Diego Monte, y el bachiller Alonso de Guadalajara, que con porfía, y valor defendieron la entrada del templo más de tres horas; los de fuera echaron dentro diez o doce ollas de pólvora, y tras ellas muchas ascuas, que encendiendo la pólvora, que quebradas las ollas se había derramado por el suelo, encendió todo el templo, abrasando algunos de dentro, y muchos más de los de fuera. En esta confusión rompieron la puerta del norte, fronteriza a las casas que entonces poseía Antón Arias, y hoy sus descendientes. Diego de Mampaso y Hernando de Cáceres a voces decían a los retraídos que tratasen partido. Entró a tratarlo Hernando de Cáceres, que sacó al licenciado Peralta para llevarle a su casa. Pero conociéndole los de fuera, lastimados de los muchos muertos y heridos que había, le acometieron furiosos; retiróse acompañándole Hernando de Cáceres a la calleja entre la casa de Antón Arias, y de doña Catalina Pacheco, que hoy posee don Carlos de Arellano, cabeza del mayorazgo de los Guevaras. Defendiéronle sus buenas armas y manos, aunque con muchas heridas en rostro y piernas. Llegó a las casas de Hernando de Cáceres, donde fue curado. Al siguiente día fue llevado en forma de preso a las casas de los marqueses, que asistiéndole en la cura de sus heridas y enfermedad, procuraron reducirle; mas era duro y porfiado y nada aprovechaba.

     IX. El consejo, que con la reina estaba en Burgos, y pretendía gobernar, envió algunos pesquisidores a nuestra ciudad, que averiguasen y castigasen tantos insultos; pero ni eran obedecidos ni aun admitidos; que la guerra conforma mal con la justicia, y el nombramiento era de solo el consejo, cuyo gobierno aún no estaba determinado. La reina, puesto que mostraba gustar de que los marqueses recobrasen su tenencia, porque aborrecía a don Juan Manuel, nunca quiso escribir una letra para que se les entregase, con que nuestros ciudadanos se sosegaran y se escusara tanta sangre como se derramó, entendiendo cada uno que servía a su rey. Particularmente los del Consejo sentían mal del desacato hecho con los pesquisidores; y estuvieron resueltos a enviar gente de guerra contra el marqués; si el arzobispo de Toledo no lo estorbara, advirtiéndole: No pasasen tan inadvertidamente de la tela de juicio a la de las armas; pues sin reparar la consecuencia habían desamparado esta Ciudad al estrago de la guerra, fácil de encender como el fuego, y trabajoso de apagar. Remediase el daño con más prudencia que le había causado. Sobre esto procuró asentar con el marqués, que si dentro de diez días no ganaba el alcázar, dejase las armas, y lo siguiese por justicia.

     X. La reina desde Burgos había ido a Torquemada; donde en catorce de enero había parido a la infanta doña Catalina, que después, fue reina de Portugal. Los grandes, desavenidos sobre los sucesos de nuestra ciudad y alcázar, estuvieron a pique de romper. El almirante, marqués de Villena, conde de Benavente, y otros del bando de don Juan Manuel, juntos en Villalón, trataron de venir con gente a socorrer los cercados de nuestro alcázar. El duque de Alburquerque envió por nueva gente para asistir al marqués. El condestable, duque de Alva, y don Antonio de Fonseca, le enviaron socorro de gente; con que el cerco se apretaba mucho. Los cercados, que no pasaban de cuarenta soldados, se hallaban demasiadamente afligidos y desvelados. Hiciéronse dos minas. Una se comenzó por el lado del norte, por encima del postigo, que estaba arrimado a la cava sobre la que hoy es huerta del rey; por el cual, como dejamos advertido, bajaban de la iglesia mayor, y alcázar a la puente Castellana. La mayor parte de esta mina se abrió en peña viva, y lo demás se continuó por el corazón del muro que llegaba al primer cubo del alcázar, de ésta se sacaron otras tres minas para dividir los cercados y fatigarlos por más partes. La otra mina se labró por la parte de mediodía, por lo macizo de la pared o muro que salía de las casas que aún nombraban del obispo, sobre el postigo que hoy nombran del Alcázar. Esta mina continuada por lo macizo del muro salió al cubo fronterizo, con que se reforzó el cerco: y mediado abril se dio un esforzado combate. Ganóse por el marqués la primera bóveda del cubo; y tentóse la barrera que caía debajo de la casa del tesoro; donde los cercados tenían cavas y palizadas, que se ganaron con trabajo y peligro, abrasándolas al punto.

     XI. Aunque el esfuerzo de los cercadores era tanto, el tesón de los cercados era igual. Hasta que picado el muro de la barrera se abrieron tres postigos: no bastando los pocos cercados a la defensa de tantas entradas y enemigos, desampararon lo principal del alcázar alto y bajo, y la torre que nombran del rey don Juan, retirándose a la del homenaje, habiendo perdido quince hombres hasta postrero de abril. El alcaide y Diego de Peralta que ya estaba con él, considerándose perdidos asentaron con el marqués, por medio de don Juan de Cabrera, su hijo, y de don Antonio de la Cueva que si dentro de quince días no fuesen socorridos entregarían la torre, quedando en rehenes Diego de Peralta y cinco de los principales. Entregóse en fin conforme a lo asentado en quince de mayo la torre del Homenaje y resto del alcázar. Este día, el marqués con el duque de Alburquerque y sus hermanos, y Fernán Gómez de Ávila, y los capitanes y gentes del condestable, duque de Alva, y Antonio de Fonseca, con el Cabildo, y regimiento, y muchos caballeros salieron en acompañamiento por la ciudad. Llevaba el pendón real don Antonio de Bobadilla, sobrino de la marquesa; apellidando en la plaza y otras partes públicas, Castilla, Castilla por la reina doña Juana. Renovándose en este día y acción la memoria del servicio que nuestra ciudad había hecho treinta y tres años antes, aclamando la primera por reyes de Castilla a don Fernando y a doña Isabel. Advirtiendo por blasón de la casa de Cabrera, que una misma persona fuese autor de ambas acciones, entrega y restauración del alcázar. Estimando la reina doña Juana este servicio por el mayor que había recibido desde que reinaba, como advirtió Zurita.

     XII. El Rey Católico queriendo más pleitear en Castilla que reinar en Aragón (tanto puede un afecto), habiendo desembarcado en Valencia donde quedó la reina Germana por gobernadora, pasó a Castilla; y sábado veinte y ocho de agosto se vio en Tórtoles, aldea de Aranda de Duero, con la reina su hija, que viéndole se arrojó a sus pies con demostración de besarlos. El rey, puesto los brazos para recibirla, casi puso la rodilla en el suelo. En estas vistas asentó el rey su gobernación en estos reinos; quedando los grandes unos rendidos, otros granjeados, y todos convencidos.

     Estorbaba el corregidor de nuestra ciudad Juan Vázquez de Coronado, vecino de Salamanca, que el alguacil del obispo trajese vara. Salieron a la defensa deán y Cabildo por estar en sede vacante; y obtuvieron sentencia del Consejo y provisión de la reina para que la trajese conforme a la costumbre antigua, con casquillo de plata; permanece la sentencia original en el archivo Catredal, despachada en Burgos en veinte y ocho de febrero de mil y quinientos y ocho años, diciendo en ella: lo cual se a visto en el mi consejo, e con el Rey mi Señor e Padre consultado. El cual, prevenido siempre a lo futuro, instaba a Maximiliano su consuegro, que el príncipe don Carlos, nieto de ambos, que desde su nacimiento se criaba en Flandes, viniese a España y se criase en el reino que había de heredar y gobernar, para conocer y ser conocido de sus vasallos, causa del amor recíproco tan conveniente entre vasallos y señor. Nególo el alemán, atento a propios intereses, inadvertencia que después puso a Castilla en ocasión de perderse, y dio bien a entender que sólo Fernando procuraba el bien del reino. El cual pasó a Andalucía a castigar y sosegar los grandes de aquella provincia, que sentidos de que no se les hubiese dado parte en la disposición de cosas tan grandes, mostraban inquietud. Sosegada la provincia, volvió a Castilla, cuyos grandes no pisaban llano: sólo la gran prudencia de este rey pudo enfrenar tantos ánimos inquietos.

     XIII. Vaco nuestro obispado, por la muerte de don Juan Ruiz de Medina, nombró el rey por obispo nuestro a don Fadrique de Portugal, obispo que al presente era de Calahorra, hijo tercero de don Alonso de Portugal, conde de Faro, y de doña María de Noroña, condesa de Odemira, causa de que algunos le nombren don Fadrique de Faro, y otros de Noroña. Fue estimado de la reina católica, y asistió a su testamento, en que firmó como testigo.

     El rey hallando a la reina su hija en Arcos, aldea de Aranda de Duero, maltratada del tiempo y de la enfermedad, la llevó por febrero de mil y quinientos y nueve años a Tordesillas; donde vivió sin salir cuarenta y siete años con nombre de reina y sin juicio: mirad con quién y sin quién.

     El siguiente mes de mayo se ejecutó por el arzobispo de Toledo ya presbítero cardenal del título de Santa Balbina, y por el conde Pedro Navarro, la espedición de Orán, que viernes después de la Ascensión se conquistó con vitoria milagrosa; hallándose en ella por cabo de las escuadras de Segovia y Toledo, nuestro segoviano Pedro Arias de Ávila, nombrado el Justador, uno de los más valientes capitanes de su tiempo. Del cual escribiremos en nuestros claros varones como de su padre Pedro Arias de Ávila, nombrado el Valiente, hijo y nieto del contador Diego Arias. Al fin del año se concluyó la concordia entre el emperador y Rey Católico, que quedó pacífico gobernador de Castilla por la vida de la reina su hija, acudiendo con algún dinero y gente al emperador, y con treinta mil ducados por año al príncipe don Carlos, hasta que se casase; y después más, y si quisiese venir a España enviarle armada en que viniese; y en tal caso remitir a Flandes al infante don Fernando, al cual amaba tiernamente y criaba junto a sí. Con esta concordia se allanaron los ánimos discordes de los grandes de Castilla, más deseosos de guerras entonces que ahora.

     XIV. Aunque importa siempre a la paz de las repúblicas entresacar la gente inquieta y holgazana ocupándola en guerra estranjera; en este tiempo lo juzgaba el Rey Católico por más importante para sosegar las inquietudes pasadas, y reparar las futuras. Con este intento prosiguiendo la guerra de África, envió al conde Pedro Navarro contra Bugia, que conquistó domingo fiesta de los reyes de mil y quinientos y diez años. En esta conquista nuestro segoviano Pedro Arias de Ávila, coronel de la infantería española, fue el primero que escalando la muralla y matando un alférez moro, enarboló bandera cristiana en los adarves. Y defendiendo después el castillo con solos catorce cristianos, y los nueve enfermos de pestilencia de muchedumbre grande de moros les ganó siete escalas, las cuales con la bandera y ocho castillos le dio el rey por blasón, y armas en campo de sangre, por la mucha que derramó de los moros; como refiere el privilegio de la merced, despachado en Burgos en doce de agosto de mil y quinientos y doce años. A la reputación de estas vitorias se rindieron Argel, Tremecén y Mostagán. Y se ganó Trípol de Berbería.

     XV. Nuestro obispo don Fadrique de Portugal y su Cabildo, considerando su templo Catredal arruinado en gran parte por su antigüedad y continuas guerras, y sobre todo la mala vecindad del alcázar, inquietando y estorbando cada día, cada hora, con sus ordinarios alborotos, el silencio y la quietud de las horas y oficios divinos, deseaban mudarse a la plaza, al sitio que habían dejado las monjas de Santa Clara; edificando allí templo conveniente, estinguiendo el parroquial de San Miguel, que estaba muy viejo, y embarazaba la plaza, y uniendo aquella parroquia a la Catredal, intentos muy convenientes, y que como tales habían deseado ejecutar el rey don Enrique cuarto y la reina doña Isabel. Propusiéronlo así al rey don Fernando, que despachó a nuestra ciudad la cédula siguiente que original permanece en su archivo:

     EL REY. Concejo, Iusticia, Regidores, Cavalleros, Escuderos, Oficiales y Homes buenos de la Ciudad de Segovia, el Reverendo in Christo Padre obispo de la Iglesia desa Ciudad me á dicho como él, y el Cabildo de su Iglesia án hablado en que seria bien que la Iglesia mayor se mudasse a la plaza desa dicha Ciudad en el sitio de Santa Clara: y que se quitasse la Iglesia de San Miguel de la plaza, y se incorporase en la Iglesia mayor: porque por estar la dicha Iglesia en parte donde mas puedan gozar de los oficios divinos, que en ella se dizen, seria nuestro Señor muy servido: y la gente recibiria mucho beneficio: y essa Ciudad muy enoblecida, y que querrian procurar como assi se hiziesse. Lo cual me á parecido bien. E porque yo deseo el ennoblecimiento, é bien, é pró comun dessa Ciudad, por la mucha lealtad, é servicios que siempre se án hallado, y hallan en ella. Por ende yo vos mando, y encargo que luego vos junteis con el dicho obispo, o su Provisor, é Cabildo de la dicha Iglesia, y todos platiqueis en esto; y veais muy bien lo que mejor será para el bien dessa Ciudad. Y assi mismo en la ayuda que para ello essa dicha Ciudad podrá hazer. Y platicado me inbieis la informacion de todo con vuestro parecer sobre ello: para que yo la mande ver, é se provea lo que más á servicio de nuestro Señor, y al bien de esa ciudad cumpla. Fecha en Madrid á dos dias de Otubre de quinientos y diez años. YO EL REY. Por mandato de Su Alteza, Lope Conchillos.

     XVI. Las revoluciones del tiempo estorbaron intento tan importante hasta que la necesidad obligó a ejecutarle. Celebró por estos días el rey Cortes a los castellanos en Madrid. De allí partió a Andalucía a disponer la guerra de África, que determinaba hacer en persona, para satisfacerse del daño que en los Gelves había recibido su ejército, muriendo la flor de Castilla. Desbaratóse esta determinación por la ocasión siguiente. Por inducción del rey de Francia, y consentimiento del emperador, algunos cardenales desavenidos con el pontífice Julio segundo, intentaban congregar concilio o conciliábulo en Pisa, entrado el año mil y quinientos y once. Era entre ellos el cardenal don Bernardino Caravajal; español y obispo de Sigüenza. El pontífice, convocando legítimo concilio para San Juan de Letrán en Roma, procedió a condenar los cardenales cismáticos, en privación de todas preeminencias y dignidades: vacando por esto el obispado de Sigüenza; el Rey Católico, determinado a seguir y defender al papa, nombró por obispo de Sigüenza a nuestro obispo don Fadrique de Portugal. Entró en aquella iglesia en doce de marzo, fiesta de San Gregorio, de mil y quinientos y doce años. Y en ocho de junio se halló en Guipúzcoa a recibir y asistir a la armada inglesa, que venía contra Francia. Vuelto a Sigüenza, hizo en aquel obispado cosas grandes. Trasladó el cuerpo de Santa Librada, su patrona, a una suntuosa capilla que labró a su costa; adornándola de ornamentos, lámparas y joyas. Fabricó en su iglesia Catredal una hermosa torre, en correspondencia de otra, dando perfección y hermosura a la fábrica, en que se muestran su nombre y armas. Fue adelante virrey de Cataluña y después arzobispo de Zaragoza, murió en fin en Barcelona, siendo arzobispo y virrey en seis de enero de mil y quinientos y treinta y nueve años. Fue sepultado en la Catredal de Sigüenza, en su capilla de Santa Librada; donde dotó muchos aniversarios por el descanso de su alma. Y en su testamento mandó a nuestra Iglesia de Segovia quinientos ducados.

     XVII. Por su promoción, fue obispo nuestro don Diego de Ribera, natural de Toledo, hijo de don Juan de Silva y Ribera, señor de Montemayor, y doña Juana de Toledo su mujer. Estudió en Salamanca, donde fue retor año mil y quinientos y seis. Otorgó poder de su provisor a don Rodrigo de León, arcediano de Carvalleda, en la Iglesia de Astorga y canónigo de Segovia, en quince de marzo de este año, estando en Burgos con el rey, que había ido a aquella ciudad a disponer la guerra contra Navarra; cuyos reyes, don Juan de Labrit y doña Catalina de Fox, señora propietaria de aquella corona, declarados por el papa por cismáticos, por seguir la parcialidad y cisma de Luis doceno rey de Francia, fueron despojados por el Rey Católico: entrando en Pamplona, cabeza de aquel reino, don Fadrique de Toledo, duque de Alva, general de aquella empresa en veinte y cinco de julio, fiesta de nuestro patrón Santiago, de este año, continuándose la vitoria hasta los pueblos de Francia. Que si bien el navarro con ayuda de los franceses quiso restaurar la pérdida; don Fernando se cebó tanto en la empresa que convocó los caballeros de acostamiento de Castilla; y entre los demás, los de nuestra ciudad, con la cédula siguiente, que original permanece en su archivo, cuyo sobrescrito dice:

     A los cavalleros de acostamiento de nuestra ciudad de Segovia.

EL REY:

     Diego Lopez de Samaniego, y Pedro de Peralta, y Rodrigo de Peñalosa, y Antonio de Mesa, y Gomez Fernandez, y Iuan de Solier, y Iuan de Villafañe, Regidores de la Ciudad de Segovia, y Francisco de Tordesillas, y Manuel de Porras, y Antonio de Mendaño y Pedro Ladron, y Alonso Mexia, ya sabeis como teneis asiento en los libros del acostamiento de la Serenísima Reyna, é Princesa mi mui cara, y muy amada hija, para que siendo llamados vengais á servir bien aderezados á punto de guerra. E porque ahora ai necesidad de gente é yo mediante la ayuda de Dios nuestro señor é acordado de salir en campo poderosamente en persona, para ir á resistir a los Franceses enemigos de la Iglesia, que por esta parte han entrado en España. Por ende yo vos mando, y encargo que luego en recibiendo la presente, vengais aqui en persona a vos juntar conmigo bien aderezados á punto de guerra, que asi venidos, yo vos mandaré recibir y pagar. E por mi servicio que esto hagais con diligencia y sin dilacion. De Logroño á seis dias del mes de Noviembre de mil y quinientos y doce años.

YO EL REY.

     Por mandado de Su Alteza, Miguel Perez de la Maza.

     Acudieron nuestros segovianos; y la guerra se atacó con tanto brío de Castilla, que el navarro se volvió a Francia, donde a pocos días murió desposeído advirtiendo al mundo el cuidado con que ha de vivir el flaco entre los poderosos, pues apenas perdió su reino, cuando francés y castellano asentaron paces, que el dolor ajeno penetra poco.

     XVIII. Las monjas dominicas que desde los tiempos del rey don Alonso habitaban fuera de nuestra ciudad a la parte oriental, donde ahora habitan los franciscanos descalzos, y por eso se nombraba el monasterio Santo Domingo de los barbechos, sentían la soledad, que siempre en las mujeres tiene más de peligro que de contemplación. Habían procurado comprar dentro de la ciudad sitio conveniente; pero faltaba con qué, hasta que doña Juana de Luna, viuda de Luis Mejía de Virués, con tres hijas, doña María, doña Mayor y doña Catalina, llamadas del cielo a vida religiosa, la profesaron en aquel convento, que enriquecieron con su hacienda, y mucho más con su virtud, y gobierno, porque siendo doña Mayor priora, compró a Juan Arias de la Hoz la fortaleza y casa nombrada antiguamente de Hércules, por fundación suya, como al principio escribimos. Y pareciendo que aún no era bastante, compró otra casa a Diego de Peralta (ambas están entre las iglesias parroquiales de la Santísima Trinidad y de San Quílez). Y dispuestas en forma conventual en trece de junio, fiesta de San Antonio de Padua, de mil y quinientos y trece años, se pasaron las monjas con solemne procesión y aplauso, donde siempre han vivido en número de treinta a cuarenta religiosas con mucho ejemplo de religión.

     XIX. Concluidas las cosas de Navarra, quería el rey acudir a Andalucía, que se alborotaba sobre la sucesión de los estados del duque de Medina Sidonia difunto. Entre tantos cuidados le asaltó en Medina del Campo una pesada enfermedad, originada según todos escriben de una bebida que le dio la reina, deseosa de concebir quien sucediera en las coronas de Aragón: deseo justo, pero mal ejecutado y peor sucedido; pues quitó las fuerzas y después la vida que procuraban darle: tales fines causan malos medios. Por mayo del año siguiente mil y quinientos y catorce vino el rey a nuestra ciudad, donde en quince de este mes le presentó don Juan Tabera, que después fue arzobispo de Toledo y cardenal, la visita que por su orden había hecho de la Chancillería de Valladolid. Cargado en fin de dolores y cuidados deseaba sosegar su vejez. Convocó Cortes en Aragón, donde fue a presidir la reina; y el rey quedó en Burgos, donde estaban convocadas Cortes de Castilla por mayo de mil y quinientos y quince años. En ellas, advirtiendo el reino los sucesivos y continuos gastos, sirvió con ciento y cincuenta cuentos. Cada cuento monta mil veces mil maravedís; que entonces no conocía ni contaba España los ducados por suma tan cuantiosa que hoy tributa y nombra Millones, y cada uno monta mil veces mil ducados; reduciendo la codicia inmortal de los mortales a primera unidad suma y tesoro tan escesivo.

     XX. Unióse en estas cortes el reino de Navarra a la corona de Castilla, que fue desesperar a Francia de su restauración. Aquí tuvo el rey aviso que las de Aragón se embarazaban por los señores que pretendían absoluto poder sobre sus vasallos sin recurso al rey; disoluta tiranía. Envió a llamar a algunos de ellos y vino a nuestra ciudad; donde llegó lunes veinte y siete de agosto y se aposentó en el convento de Santa Cruz. Poco descansó aquí, porque avisado que en Aragón era necesaria su persona, partió sábado quince de setiembre, doliente y presuroso; dejando en nuestra ciudad al cardenal arzobispo y Consejo Real que representaban la corte. Mal compuestas las cosas de Aragón, se puso en camino para Andalucía, y apretado de la enfermedad declarada ya en hidropesia, falleció en Madrigalejo, aldea de Trujillo, miércoles a las dos de la mañana veinte y tres de enero de mil y quinientos y diez y seis años. En el año climatérico de su edad, príncipe el más prudente en la paz y sagaz en la guerra que tuvieron aquellos siglos. Pues aunque le calumnian de que puso su crédito en su interés, lo cierto es que los príncipes concurrentes le enseñaban la dotrina; y él a ellos la práctica: previniendo con prudencia y sagacidad sus designios y el reparo a la suerte contraria, con que fundó en compañía de la gran Reina Católica la mayor monarquía que hasta ahora ha visto el mundo después de Adán su universal señor. Con que divertidos nuestros monarcas a gobiernos tan estendidos, será forzoso recoger nuestra historia a los límites de nuestra ciudad y asunto; advirtiendo que aquí dieron fin a sus corónicas los tres famosos coronistas de España: Esteban de Garibay, Jerónimo de Zurita y Juan de Mariana.

Arriba