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Capítulo XXXVII

Venida del rey don Carlos primero a España. -Electo emperador vuelve a Alemania. -Alboroto de las comunidades de Castilla. -Muerte del regidor Rodrigo de Tordesillas. -Venida del alcalde Ronquillo contra Segovia.

     I. El difunto rey fue llevado a sepultar a Granada; y juntos en Guadalupe el infante don Fernando, algunos grandes, y el Consejo Real que por orden del rey había partido de nuestra ciudad y caminaba a Sevilla; abierto el testamento de Fernando quedaron por gobernadores el cardenal arzobispo de Toledo nombrado en él; y Adriano Florencio, deán de Lovaina, maestro del príncipe don Carlos, de quien mostró poderes para gobernar estos reinos en caso que falleciese su abuelo. Hecho esto, partieron a Madrid infante, Consejo y gobernadores, ejerciendo el deán solo el título y el cardenal la potestad, con tanto dominio que porque los grandes no se sujetaban como él quisiera, mandó levantar en los pueblos una milicia, nombrada Ordenanza; tan contra los grandes que Valladolid por inducción de algunos se puso en armas y punto de matar al capitán Gabriel de Tapia, segoviano nuestro, que con orden del cardenal gobernador había ido a capitanear la ordenanza o milicia de aquella villa.

     Las cosas amenazaban ruina; los gobernadores y el Consejo, por cartas y mensajeros, suplicaban con instancia al príncipe viniese a estos reinos, que con su presencia se consolarían. Respondía dando esperanzas de su venida y muestras de intitularse rey. Los castellanos más reparaban en la ausencia que en el título, pues en las obras lo había de ser por la indisposición de su madre. Y así domingo veinte y siete de abril levantó nuestra ciudad con aplauso y fiestas los estandartes por el príncipe don Carlos, rey de Castilla, con su madre la reina doña Juana.

     II. Afuerza de instancias partió de Flandes el nuevo rey Carlos, primero de este nombre en los reyes de Castilla y León. Desembarcó en Villaviciosa, puerto de Asturias en España domingo diez y nueve de setiembre de mil y quinientos y diez y siete. Pasó a Tordesillas a visitar a su madre, que se alegró mucho con su vista. De allí partió a Valladolid. Yendo a visitarle el cardenal arzobispo de Toledo enfermó y viejo y descontento murió en Roa domingo ocho de diciembre.

     A principio del año siguiente mil y quinientos y diez y ocho se convocaron en Valladolid Cortes de los reinos de León y Castilla, que sobre manera sentían ser gobernados por estranjeros, Guillermo de Croy, más conocido por el nombre de Xevres, ayo y valido del rey; Juan Salvax, mayordomo mayor; Carlos de Lanoy, caballerizo; y otros, que todos ignoraban la lengua y calidad de los naturales; pero no el modo de recoger su oro y plata: faltando entre tantos quien aconsejase al nuevo rey imitase a sus prudentes abuelos en el gobierno de España. Apresuradas las Cortes de Valladolid, pasó a Aranda, de donde por el mes de abril envió a Flandes a su hermano el infante don Fernando, disgustado de mudar la naturaleza de Castilla, como Carlos la flamenca; tanto inclina la crianza y tanto mueve la razón de estado. De allí pasó a tener Cortes a las coronas de Aragón.

     III. En catorce de otubre de este año otorgó testamento Pedro López de Medina, ciudadano nuestro, que murió al siguiente día; mandando, en conformidad de la voluntad de su mujer Catalina de Barros, por no tener hijos, que se fundase un hospital con advocación de Nuestra Señora de la Concepción, en las casas de su vivienda en la parroquia de San Martín; nombrando por patrón a deán y Cabildo, a cuya voluntad y disposición quedó el empleo; el cual, después de muchos años que se gastaron en pleitos y diligencias de la hacienda; considerando la necesaria obligación que toda buena república tiene de socorrer a sus viejos ciudadanos, decretó que el hospital fuese para sustentar los pobres ancianos, que impedidos de la vejez no pudiesen ganar el sustento. Púsose en ser y ejecución año mil y quinientos y ochenta y ocho, como allí acordaremos.

     En Barcelona tuvo aviso el rey don Carlos de que el emperador Maximiliano primero, su abuelo paterno, había fallecido en Belsis, en doce de enero de mil y quinientos y diez y nueve años: y que los electores le habían elegido emperador de Alemania y esperaban con presteza. Previno con esto su vuelta por Castilla, que se hallaba inquieta, porque los arrendadores de las rentas reales, perniciosos zánganos de las repúblicas, pujaban las rentas y eran bien oídos, porque socorrían de presente con gran suma de dinero. Toledo, Ávila y nuestra ciudad determinaron suplicar al rey fuese servido de que se continuasen los encabezamientos assentados y jurados, por los señores Reyes Católicos: y no permitiese que los arrendadores por su interés alterasen las repúblicas. También el estado eclesiástico se hallaba sentido con una nueva imposición nombrada Décima: y el Cabildo de Toledo, como cabeza, escribió con sus comisarios al rey que ya se intitulaba emperador; el cual remitió la determinación de uno y otro a las Cortes, que convocaba para Santiago de Galicia, con general sentimiento de Castilla.

     IV. Por Burgos pasó a Valladolid; donde lunes cinco de marzo de mil y quinientos veinte años los procuradores de Toledo y Salamanca instaron en suplicarle, No saliesse de España, desacostumbrada a padecer ausencias de sus reyes con pesados exenplos: las dignidades, y oficios se diesen a naturales por mas práticos, y beneméritos: los estrangeros no sacasen el oro, y plata de España tan en daño común de Rey, y Reyno. Proposiciones tan justas, que en su cumplimiento, el vulgo, estremado siempre en sus movimientos, se puso con armas a estorbar la salida del emperador: mas, atropellados de las guardas, pasó a Tordesillas; y despidiéndose de la reina su madre, pasó a Galicia. En la ciudad de Santiago lunes día dos de abril, se abrieron las Cortes presidiendo en ellas Hernando de Vega; y asistiendo procuradores de nuestra ciudad Juan Vázquez del Espinar, y Rodrigo de Tordesillas. Propuso el mismo emperador en la sala La obligación forzosa de su partida a coronarse; la necesidad de dineros para tanto gasto, y la confianza que llevaba de tan leales vasallos. Los ánimos, ya resentidos del proceder de los ministros, protestaron los daños con alguna resolución: y enfadado, se retiró, dejando los vasallos en manos de ministros que comenzaron a usar de torcedores, sin reparar que la ausencia del príncipe pedía disimulada blandura, y no desabrimientos rigurosos.

     V. Por estos mismos días, en veinte y uno de marzo, fiesta de San Benito, un devoto ciudadano nuestro, nombrado Antonio de la Jardina, ensayador de la casa de la Moneda, puso a su costa la imagen de piedra de Nuestra Señora, en el hueco o nicho de la puente que mira al mediodía; y la de San Sebastián en el nicho que mira al norte: acción religiosa que merece esta memoria. De esto se prueba que ya faltaban de allí las estatuas para que se hicieron los nichos; o fuesen de Hércules, como dicen memorias antiguas, o de otros. Sábado de Casimodo, catorce de abril, se pasaron el emperador y las Cortes a La Coruña, puerto de mar en Galicia; donde martes ocho de mayo llegaron avisos que la comunidad de Toledo se había amotinado, quitando las varas al corregidor y ministros, dándoselas a comuneros. Los grandes de Castilla aconsejaban al emperador partiese, aunque fuese por la posta, a apagar aquella centella, antes que brotase fuego; y más con su ausencia. Estuvo en hacerlo; mas los flamencos lo estorbaron, y en particular Monsiur de Xevres, deseosos de verse libres con la presa. Siguió esta resolución; y concedido por las Cortes servicio de docientos cuentos en tres años; y nombrado gobernador Adriano Florencio, ya cardenal, con sentimiento común por ser estranjero, aunque santo varón, se embarcó para Flandes, domingo veinte de mayo, torciendo el rostro a las desdichas de Castilla, cuyos pueblos, libres con la ausencia de su príncipe, se amotinaron casi en un día, impelidos de alguna infeliz constelación.

     VI. Entre tantos alborotos escribiremos los de nuestra ciudad; tomando de lo general sólo el contesto con el intento, y modo que hasta aquí para ejemplo y consecuencia futura. Publicada la partida del emperador rompió el ímpetu popular el freno; y habiéndose juntado el común de nuestra república, martes de Espíritu Santo, que este año fue en veinte y nueve de mayo, en el templo de Corpus Christi, que entonces no era convento, a elegir sus procuradores del común como hasta hoy acostumbran, y no a tratar de las rentas de la iglesia como inadvertidamente dijo un coronista. Habiendo conferido entre sí los sentimientos comunes que en el reino se platicaban, se levantó a hablar uno, que en la proposición y el modo (sin que le nombremos) se conocerá su intención y su caudal. Éste pues en voz alta dijo:

     Señores ya sabeis como es Corregidor de esta ciudad don Juan de Acuña: y que nunca ha puesto los pies en ella. Y no contento de tenernos en poco, tiene aqui unos oficiales, que tratan mas de robarnos, que de administrar justicia. Fuera de esto sabeis que tiene aqui puesto un alguacil, más loco que esforzado, que no le bastan desafueros que hace de dia; sino que trae un perro con que prende los hombres de noche. Y lo que acerca de esto á mi parece, es que si alguno hiciere cosa que no deba, que le prendan en casa como á cristiano, y no le busquen con perros en la sierra, como á moro: porque un hombre honrado más siente el prenderle en la plaza, que las prisiones que le echan en la cárcel.

     VII. Siguió a esta bárbara proposición un confuso murmurar de todos los ministros, culpándoles de muchos desafueros, motivo común de los alborotos. Hallábase en la junta un Hernán López Melón, hombre de mucha edad, la cual había gastado en ser criado de los alguaciles (nómbranse corchetes), y pues en tal oficio y en aquel tiempo había llegado a viejo, no debía de ser muy malo, aunque aborrecido por el ministerio. Éste pues con más celo de justicia que prudencia, se levantó a replicar diciendo:

     En verdad, señores, que no me parece bien lo que ese hombre ha dicho, y peor me parece que gente tan honrada como aqui hay le den oidos. Porque el que hubiere de decir en público de los ministros de la justicia ha de hablar con moderación y templanza en la lengua. Pues en el oficial del rey no se ha de mirar á la persona, sino á lo que por la vara representa. A lo que dice del perro que nuestro alguacil trae consigo, como es mozo, más le trae para tomar placer de día, que para prender de noche. Y si asi no fuese, no me tengo yo por tan ruin que no hubiera dado cuenta al pueblo: porque al fin estoy más obligado á mis amigos y vecinos, que no á los estraños. Si los alcaldes ó alguaciles hacen alguna cosa contra derecho ó justicia, lo que hasta ahora no han hecho, en ley de cristianos estamos obligados á avisarles y á reprenderles en secreto, antes que les difamemos en público. Si esto que ahora os digo no os parece bien, podrá ser que de lo que aqui resultare os parezca peor: porque las malas palabras que inconsideradamente se dicen, alguna vez con mucho acuerdo se pagan.

     VIII. Apenas pronunció la amenaza Melón, cuando el fuego, hasta entonces lento, levantó llama; y con ímpetu furioso comenzaron algunos a vocear que era un traidor, enemigo del bien común; y queriendo huir le asieron y comenzaron a gritar: muera, muera; y sacándole de la iglesia le echaron una soga a la garganta. Y teniendo tan cerca la picota, que entonces estaba en la plaza porque la gente considerada no estorbase su crueldad le llevaron fuera de la ciudad a la parte oriental, que nombran Cruz del Mercado. Y haciendo en el campo instantáneamente una horca de la madera que allí hay siempre del pinar de Valsaín, le colgaron en ella, ya muerto con los golpes que en el camino le habían dado. Aunque de la iglesia del Corpus Christi no salieron cien personas con el pobre Melón, cuando llegaron al fin de la ciudad iban más de dos mil que había congregado el alboroto; todo hez de vulgo, que en nuestra república aún es peor que en otra alguna, gente advenediza, inquieta, atraída de la facilidad de los oficios de la lana; sin que jamás haya alguno de los naturales de la misma ciudad empleados en la percha o carda.

     IX. Volvía pues esta furiosa turba muy ufana de su cruel ejecución: y en el Azoguejo alcanzaron a ver otro corchete, nombrado Roque Portal, a quien uno de aquellos dijo: Portalejo, tu compañero Melón se te encomienda, que queda ahí en la horca; y dice que te espera en ella. El corchete con bríos respondió: Mantengan Dios al rey mi señor y a su justicia, que algún día os arrepentiréis. Esta amenaza y verle con papel y pluma que parecía escribir los nombres de algunos, enfureció tanto aquella canalla, que gritando muera, muera, con el mismo furor que a Melón le llevaron, sin poder detenerlos algunos religiosos y ciudadanos que lo intentaron con prudentes medios y razones, al mismo lugar y horca, en la cual le colgaron de los pies; quedando nuestra ciudad en gran confusión, la nobleza retirada, los ciudadanos oprimidos y el vulgo furioso, ya empeñado en desafueros. Faltaban las dos cabezas del gobierno: nuestro obispo don Diego de Ribera estaba, según hemos entendido, en Toledo su patria, asistiendo a sus hermanos don Juan de Rivera y don Fernando de Silva, perseguidos de aquella comunidad. El corregidor don Juan de Acuña, dilatando su venida, había enviado por teniente al licenciado Ternero, persona de menos espediente y autoridad que requería tanto escándalo: Así la desdicha corría sin reparo.

     X. Los procuradores, que volvían de las Cortes de La Coruña, supieron el suceso en Santa María de Nieva este mismo día; tanto vuela el mal. Pidió Juan Vázquez a Rodrigo de Tordesillas se fuesen al Espinar, donde él tenía su casa y familia, y de allí atendiesen al espediente que las cosas tomaban, sin empeñarse con un vulgo ya desenfrenado. Era Tordesillas recién casado de segundo matrimonio, y llevado de esto, y de la seguridad a su parecer de su conciencia se resolvió en venir a su casa, donde en llegando, aunque era muy noche, dieron recias aldabadas, y dijeron en voz alta: Digan al señor Rodrigo de Tordesillas que no vaya mañana a Ayuntamiento, si no quiere que le suceda una desgracia. Despreciando estos avisos partió al siguiente día de sus casas junto a San Nicolás, en una mula vestido de terciopelo negro con tabardo carmesí y gorra de terciopelo morado, autoridad y gala mucha de aquel tiempo. Al camino, entre la iglesia de la Trinidad y convento de Santo Domingo, salió Pedro de Segovia, cura de San Miguel, a pedirle con muchos ruegos no fuese a Ayuntamiento, antes se retirase de secreto a un convento, y no empeñase la ciudad en alguna desdicha: considerando que el ímpetu de un vulgo furioso y ciego, y ya empeñado en las culpas pasadas, había de atropellar razones y respetos. Y en ocasión tan revuelta, toda la reputación consistía en la prudencia. Nada le detuvo a que más brioso que prudente no entrase en Ayuntamiento; que entonces (como hemos dicho) se convocaba en la tribuna de la iglesia de San Miguel, que estaba casi en medio de lo que hoy es plaza Mayor.

     XI. En breve rato concurrió tanto vulgo a la plaza, que los porteros de Ayuntamiento, sintiendo el alboroto, cerraron las puertas de la iglesia. Cercóla el vulgo voceando: Salga fuera Tordesillas: o romperemos puertas y paredes. Y diciendo y haciendo, intentaban romper las puertas. Mandó que las abriesen y salió al cementerio con la gorra en la mano, diciendo: Vuesas mercedes se sosieguen, que yo he venido a dar cuenta en Ayuntamiento de mi procuración y encargo, y de lo que en las Cortes he hecho en servicio del rey y de la Ciudad: y se la daré a vuesas mercedes siendo servidos de oírme. El vulgo, que en nada guardaba modo, aun cuando más sosegado, levantó una vocería tan confusa que nada se entendía: unos que le oyesen, otros que le llevasen a Santa Olalla; otros a la cárcel, otros que le matasen por enemigo de los pobres, uno de los más cercanos y facinerosos dijo furioso: Tordesillas, dad acá los capítulos de lo que habéis hecho. Sacó un memorial y diole: y al punto sin leerle le hicieron pedazos, y sentido del desacato con brío demasiado dijo, Esa es demasiada sinrazón y descompostura. Con que impelidos del furor le arrebataron, y con vocería y grita llevaron hasta la cárcel; y no hallándola abierta tan a punto como llegaron, comenzaron a vocear: Muera, muera, venga una soga y vaya a la horca. ¡Oh ímpetu furioso de vulgo! Al punto trajo la soga un cardador, mozo desalmado que a pocos días murió en la horca. Echáronsela a la garganta, y dando con él en tierra comenzaron a llevarle arrastrando.

     XII. Dice el coronista don fray Prudencio de Sandoval que salieron el deán y canónigos revestidos y con el Santísimo Sacramento a detenerlos; lo cierto es que el caso fue tan arrebatado, y la iglesia mayor estaba entonces tan lejos, que no dieron lugar a poderlo hacer la brevedad del tiempo, ni la confusión del alboroto. Bien que muchas personas eclesiásticas y seglares procuraron con razones y ruegos estorbar tal crueldad; pero ni la muchedumbre ni el furor del vulgo estaban capaces de razón. Adelantándose algunos hicieron que los religiosos de San Francisco, por donde habían de pasar, saliesen con el Santísimo Sacramento; y sacábale fray Juan de Arévalo, guardián del convento y hermano del mismo regidor Tordesillas, circunstancia bien lastimosa. Pedíanles los religiosos de rodillas, por aquel Dios criador y redentor del mundo, que no matasen así aquel caballero; o por lo menos le dejasen confesar, pues lo iba pidiendo, y se debía hacer, aunque fuera Judas. Era tanta la confusión voceando unos que le confesasen y otros que aquel Señor les mandaba que le ahorcasen, que sólo pudo uno de los religiosos llegarse a él y oírle algunas palabras de confesión entre unos maderos, que acaso estaban en la misma placeta de San Francisco. A pocas palabras sospechando que el confesor le quitaba la soga (y dicen que lo intentó) tiraron de él impetuosamente multiplicando voces y confusión. Llegaron a Santa Olalla, donde también los clérigos habían sacado el Santísimo Sacramento, y las rodillas en el suelo pedían con lágrimas piedad a aquellos bárbaros que furiosos les atropellaban. Aquí, algunos ciudadanos viendo que buenos medios no bastaban, quisieron atemorizarlos con amenazas de prisión y castigo, llegando a desnudar las espadas; pero cargaron tantos, y tan furiosos con lanzones, espadas y piedras, que a no retirarse al templo, libraran mal. Llegó, pues, la turba con el pobre caballero a la horca, en la cual aún pendían los dos corchetes; y por haber ya espirado, le colgaron de los pies entre los dos; donde estuvieron algunos días, sin que alguno se atreviese a sepultarlos aun de noche: tan enfurecido estaba el vulgo y tan flaca la justicia. De allí, furiosos, acudieron a la casa del regidor y la saquearon y pusieron fuego, quemando gran parte de ella con muchos papeles.

     XIII. Envió luego el teniente un correo al gobernador Adriano, avisando de los sucesos, que dieron harto cuidado, y más llegando juntos avisos de muchas ciudades alteradas, principios de mucho pesar y peso. Los regidores y caballeros de nuestra ciudad, considerando sin remedio lo hecho, y sin modo de castigar los culpados, porque todos, o los más, como gente sin raíz, habían huido, enviaron sus mensajeros al gobernador y Consejo con informaciones auténticas de lo sucedido. Por ellas constaba no haberse hallado en el alboroto, no sólo persona noble, pero ni aun ciudadano de mediano porte: Sobre esto suplicaban, se mirase el caso con atención de no castigar los muchos por los pocos: infamando lo noble por lo plebeyo, y agraviando lo público por lo particular: faltando a la prudencia, y aún a la justicia. Oyó el cardenal la proposición y súplica con advertencia; mas el presidente don Antonio de Rojas, arzobispo de Granada, sobradamente colérico y apasionado, respondió a los mensajeros con aspereza amenazando rigores. Y en junta de gobierno en cinco de julio, Exageró el delito, cargando las culpas y desórdenes de la héz de un vulgo, a lo venerable de toda una ciudad; juzgando fácil que los nobles y ciudadanos, impedidos del amor de sus familias y haziendas, reparasen el furor repentino de mil o dos mil pelaires y cardadores, cuyo respeto está en sus manos, y cuya hazienda está en sus pies. Y, en fin fundando la paz del reino en el castigo riguroso de inocentes y culpados. A este parecer se opuso don Alonso Tellez Girón, señor de la Puebla de Montalván: Advirtiendo cuán cierto era que entre los culpados no había persona aún de mediano estado: cuán cierta y segura era la fuga de los delincuentes: y cuán escandalosa sería a las ciudades comarcanas, ya inquietas: cuán indecente intentar el castigo; y no poder executarle: cuán peligroso, por demasia de justicia, causar una guerra civil, sin fuerzas, ni autoridad. Y sin estos riesgos, cuán justo seria el sentimiento de una ciudad tan principal, viéndose infamada por un vulgo de foragidos: y el poco inconveniente que habia en dilatar el castigo, y executarle por medio de un corregidor bien instruido; y no de un alcalde sanguinolento (como se trataba) que con pesadas manos enconasse la llaga.

     XIV. Todos aprobaban este cuerdo parecer de don Alonso, pero el cardenal siguió el riguroso del presidente, por mal sufrido, más que por bien pensado. Diose orden al alcalde Rodrigo Ronquillo, que con la más gente que pudiese partiese luego a Segovia: y a los capitanes don Luis de la Cueva y Ruiz Díaz de Rojas, que le acompañasen con mil caballos, mucho aparato para justicia, y poco para guerra. La nueva de la provisión de Ronquillo, que siendo alcalde en nuestra ciudad, con el corregidor Diego Ruiz de Montalvo, como escribimos año 1504, había procedido demasiadamente riguroso, y salido no bien quisto, porque presumiendo de gran juez, estiraba la justicia al sumo rigor de castigos criminales; dio a los culpados ánimo en vez de temor, advirtiendo que la causa particular se hacía defensa común. Comenzaron a discurrir en numerosas cuadrillas por la ciudad voceando, Viva el Rey, y la comunidad: y mueran malos ministros. A la apariencia de la aclamación aumentaban gente y fuerzas. Nombraron diputados de la comunidad, que comenzaron a llamar Santa: y quitando las varas a los tenientes, nombraron alcaldes ordinarios al modo antiguo. Comenzaron a hablar en que se pidiese al conde de Chinchón, don Fernando de Bobadilla y Cabrera, que se hallaba en la ciudad, fuese caudillo y general a guerra. Llegó la plática a noticia del conde, y recogiendo parientes y criados, se fortaleció en el alcázar desamparando su misma casa y las puertas de la ciudad, de que a punto se apoderaron los comuneros, cercando el alcázar, poniendo guardas y rondas, levantando barreras, y palenques; abriendo fosos y encadenando calles. Casi las más ciudades del reino se pusieron en armas con voz de defensa natural y remedio de la república. En esto paró el despego del príncipe y la codicia de ministros estranjeros que causaron el daño, llevándose el provecho.

     XV. En nuestra ciudad cargaba el daño en nobles y ciudadanos hacendados, pues en no declarándose comuneros, peligraban dentro vidas y haciendas; y fuera padecían infamia igual con los que lo eran, por el rigor de quien por igual procedía contra leales y desleales. Muchos huyeron desamparando casas y haciendas que al punto eran saqueadas. Otros deseando el remedio y sosiego común, procuraron que los prelados de los conventos fray Pedro Lozano, prior de Santa Cruz, fray Martín de Acuña, comendador de la Merced, y fray Tomás de la Trinidad, prior del Parral, fuesen a Valladolid y en nombre de la ciudad suplicasen al gobernador y concejo, considerasen el caso en segunda instancia: pues vedaban las leyes proceder en juicio criminal contra república, en voz de universidad inculpable en derecho: y más con aparatos que parecian y eran más exército que tribunal: llenando de temores no solo nuestra ciudad, pero las mas del reino, que naturalmente se habían de prevenir contratanto amago. Y cuando nada de las culpas se remitiese a la muchedumbre, se juzgasen en grado de apelación de la justicia a la misericordia, perdonando un vulgo y sosegando un reino. Fueron los prelados bien oídos al principio del cardenal gobernador, que con celo prudente y santo deseaba el remedio; y muchos juzgaban este medio por el más conveniente, mas el consejo, donde algunos habían hecho empeño del rigor, resolvió que procediese el alcalde.

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