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Don Alonso de Ercilla y Zúñiga126, caballero del Orden de Santiago y gentilhombre de la cámara del emperador Rodulfo II, nació en Madrid127, el 7 de agosto de 1533128. Fue su padre Fortún García de Ercilla, caballero de la misma Orden, señor del antiguo castillo y solar de Ercilla, gran jurista que por sus obras y raro ingenio fue llamado por los extranjeros el sutil español; y su madre doña Leonor Zúñiga, señora de Bobadilla hasta la muerte —2→ de su marido, y durante viuda, guardadamas de la emperatriz doña Isabel. Su abuelo Martín Ruiz de Ercilla fue también persona muy distinguida, y tan autorizados, en general, los Ercillas en la corte que un hermano de Alonso llamado don Juan sirvió de limosnero mayor a la reina Ana de Austria y de maestro al príncipe Fernando129.
Constaba la familia del poeta de tres hermanas y otros tantos varones, el menor de los cuales era Alonso, que a la muerte de su padre contaba apenas poco más de un año.
No tuvo mucho que sufrir doña Leonor con la pérdida de su esposo, pues quedaba en una situación holgada, y mediante las influencias de su puesto no tardó en hacer paje del monarca que debía llamarse Felipe II a su hijo menor que a la fecha, sin embargo, no pasaba de ser un niño. Llegaba escasamente a los catorce años cuando le tocó acompañar a su señor en el viaje que hizo a los estados de Flandes a tomar posesión del ducado de Brabante, alternando en ocasión de tanto brillo entre espectáculos y festejos y rozándose con los personajes de más nota.
Desde entonces demostró cierto despejo y una notable inclinación a inquirir lo que no sabía. El año 1551 en que regresaba a España después de haber recorrido varias veces lo mejor de Alemania, Francia e Inglaterra, contaba solo veintiún años: había alcanzado a algunos de los contemporáneos de Colón y tratado a no pocos de los conquistadores de Méjico y el Perú; llevaba solo dos años a don García Hurtado de Mendoza y le conocía ya desde París y Londres.
Asistía el joven Alonso en esta ciudad con el rey Felipe cuando llegaron nuevas de la sublevación de los indios araucanos que costara la muerte a Pedro de Valdivia y que prometía dar cuenta de todo lo conquistado hasta entonces.
Se encontraba a la sazón en la corte Jerónimo de Alderete, nombrado capitán y adelantado con cargo de pacificar el rebelde suelo de Chile: partió con él Ercilla, empuñando por primera vez —3→ la espada, y después que la expedición se desorganizó con la muerte del jefe ocurrida en Taboga, siguió su viaje hasta llegar a Lima.
Tan «romántica resolución», como dice Ticknor, era demasiado trascendental para los destinos de nuestro hombre para que se hubiese olvidado de recordarla en su Araucana, y en efecto, en el canto XIII habla de ella en estos términos;
...Estando en Inglaterra en el oficio | |||
que aún la espada no me era permitida, | |||
llegó allí la maldad en deservicio. | |||
Vuestro, por los de Arauco cometida, | |||
y la gran desvergüenza de la gente | |||
a la real corona inobediente. | |||
Y con vuestra licencia, en compañía | |||
del nuevo capitán y adelantado | |||
caminé desde Londres hasta el día | |||
que le dejé en Taboga sepultado; | |||
de donde, con trabajos, y porfía | |||
de la Fortuna y vientos, arrojado | |||
llegué a tiempo que pude juntamente | |||
salir con tan lucida y buena gente. |
Se refería el autor con estas últimas palabras al socorro que el virrey del Perú despachaba al mando de su hijo don García Hurtado de Mendoza, y como era natural, no trepidó en embarcarse para el país que iba a satisfacer su espíritu de aventuras, darle ocasión de combatir por su rey y acaso olvidar en una muerte gloriosamente recibida las penas que es de creer amargaban entonces su corazón de joven.
Cuando pisó la playa de Talcahuano se encontró con la comarca toda revuelta; juzgose, en consecuencia, necesario resguardarse en un fuerte, que hubo que construir mientras venía la ocasión de tomar la ofensiva con los refuerzos que venían caminando de Santiago; mereciendo elogios la conducta del soldado novel por su actividad y comportamiento en aquella operación130.
Desde el primer ataque de los indios, que no se hizo esperar, y en el cual don Alonso logró que se dijese de él «que había —4→ hecho con la espada aún más de lo que hizo con la pluma»131, sintió el poeta en su interior que esos guerreros toscos pero valientes y esforzados no era fácil reducirle, y que la noble empresa en que se hallaban empeñados era digna de celebrarse y de trasmitirse a la posteridad. Y si esto debió ocurrirsele sin esfuerzo, por lo mismo no se olvidó de consignarlo al frente del poema, que sin duda desde el primer momento concibió su espíritu, despertando su instinto poético y haciéndole pensar en una distracción tan grata como provechosa.
Fue, pues, en balde que intentase cantar solo las hazañas de sus compatriotas, porque ahí estaban los araucanos con su denuedo, con su patriotismo y su constancia para distraer su atención y llevarla por la fuerza a celebrar la heroicidad de acciones que, aún cerrando los ojos, no habría podido menos de mentir; mucho más si se toma en cuenta la hidalguía de su carácter altamente imparcial, justiciero y humanitario.
Por lo tanto, el Arauco y sus pobladores, las empresas realizadas en ese estrecho pedazo de tierra, fueron las que despertaron el genio poético de Ercilla e influenciaron completa y decididamente las tendencias de su obra. A no haberse tratado más que de los españoles o de otros enemigos que los araucanos, es muy probable que jamás hubiese intentado hacer resonar la trompa épica en otras soledades que no fuesen las de Puren. De aquí por qué la Araucana es eminentemente chilena y debe ocupar un lugar en nuestra literatura; siendo digno de notarse que no sucedía en Ercilla lo que en algunos de sus compatriotas que desde sus primeros años demostraron decidida inclinación a versificar, de tal modo que ella habría germinado en cualquier lugar y ocasión que fuese. Nuestro poeta no contaba más bagaje literario en esta época que cierta «Glosa» conservada en el Parnaso español y que más tarde tendremos oportunidad de examinar.
Otros escritores, como los que sucedieron a Ercilla, pudieron recibir sus inspiraciones de fuentes muy heterogéneas, de sus propias —5→ impresiones, de sus lecturas, de la imaginación; pero Ercilla solo a sí mismo y a los paisajes que le rodeaban y a los actores entre los cuales se movía, debe única y exclusivamente la mejor producción de su talento y su timbre inmortal de gloria. Comenzó a rolar entre aquellos jefes indios de un valor que los acercaba a los antiguos héroes de la mitología, de resistencia incontrastable, entre los Caupolicán, Rengo, Tu capel, etc., a quienes conoció desde el día mismo de su llegada puede decirse, y no le fue posible excusarse de salvar del olvido hechos memorables, hechos reales y verdaderos y que sin embargo se prestaban a la entonación de la poesía épica. Tendrá, pues, ante sí una historia y una epopeya y lejos de amedrentarse por ello, cobrará ánimos, luchará contra la escasez de recursos materiales y de tiempo ¡y la obra estará hecha! Y cuando en ella llegó ya a la parte en que realmente le correspondía un papel activo, después de haber relatado la historia precedente del país hasta su arribo, a fuer de imparcial y sincero, el mismo tiempo que tiene cuidado de expresarlo, demuestra sus propósitos ulteriores, los móviles a que obedece, la intervención que en los lances que se van a seguirle ha cabido:
Canto XII |
Según esto, la historia de don Alonso de Ercilla en Chile será la misma Araucana estudiada paso a paso, encuentro por encuentro, lance por lance, pues como repite en otra parte hablando de sus compañeros:
Yo con ellos también que vez ninguna | |||
dejé de dar un tiento a la fortuna. |
Si, en consecuencia, podemos omitir muchos detalles, no debemos silenciar algunos de los especiales recuerdos del poeta en esta campaña sembrada de penurias y peligros y de extrañas extraordinarias aventuras.
Sea uno la batalla de Millarapue. Después de referir don Alonso el comienzo de la refriega y los prodigios de valor intentados por —7→ uno y otro bando, expresa que los indios iban ya en retirada y se metían por un bosque, cuando llegando Rengo en su auxilio
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Canto XXVI |
Este episodio que muestra el arrojo del poeta no será tampoco el último en que veamos en esta historia lucir en compasión para con enemigos inermes, pues sin ir más lejos, la muerte de Caupolicán va luego a presentarle ocasión de oponerse a otra bárbara crueldad.
Poco después del hecho de armas referido, los indios dieron un asalto a los cristianos en las quebradas de Puren, en que
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Canto XXVIII |
Pero el acontecimiento que el poeta refiere verdaderamente complacido y que deja traslucir muy bien sus inclinaciones y espíritu aventurero, es aquella famosa expedición a Chiloé, que vamos a relatar en seguida.
El joven Hurtado de Mendoza había llegado en el territorio chileno hasta «do nadie jamás pasado había», y deseoso aún de conocer y certificarse de lo que más allá existiera, dio permiso a sus soldados para que sin demora plantasen sus pisadas en aquella región desconocida, acaso un nuevo orbe cuajado de riquezas y glorias.
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Canto XXXV |
Caminaron así los expedicionarios por espacio de algunos días, abriéndose paso trabajosamente por entre la espesura de bosques —11→ vírgenes, sin más guía que el sol cuando se mostraba; subiéndose a veces a lo alto de las montañas y corriendo por entre peligrosísimos despeñaderos o perdidos en lo hondo de quebradas casi privadas de la luz; hasta que al bajar de un collado, dice Ercilla,
Vimos salir diez indios de repente | |||
por entre un arcabuco y breña espesa, | |||
desnudos, en montón, trotando apriesa. |
¡Era Tunconobal y sus compañeros que venían a disuadir a los expedicionarios de su proyectada aventura! No hagáis tal, les dijo, de pasar adelante: si buscáis riquezas apenas hallareis un país miserable que escasamente produce un grosero alimento a sus habitantes. Además, la senda se hace cada vez más áspera y fragosa y de seguro que ninguno de ustedes dará la vuelta. Agrega entonces el poeta:
Pero visto nuestro ánimo ambicioso, | |||
que era de proseguir siempre adelante, | |||
y que el fingido aviso malicioso | |||
a volvernos atrás no era bastante, | |||
con un afecto tierno y amoroso, | |||
mostrando en lo exterior triste semblante, | |||
puesto un rato a pensar, afirmó cierto | |||
haber cerca otro paso más abierto. |
Al fin de otros cuatros días de camino siempre por sendas peligrosas, huyose el guía que llevaba la columna, pero todavía incontrastables en su ánimo de dar fin al proyectado descubrimiento, siguieron y siguieron. Comenzó a atormentarlos la lluvia continua de las regiones australes, las nubes les ocultaron el cielo, los pantanos los detenían a cada paso, las breñas y rosales los tenían lastimados. Todavía la falta de provisiones vino a aquejarlos con el hambre;
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Desde allí divisaban el archipiélago que cruzaban las piraguas de isla en isla; ¡era un pueblo el que nacía del mar! Arrodillados en las alturas del que hoy se llama seno de Reloncaví, llenos de gozo y de ternura, dieron esos valientes a Dios las gracias porque así había querido escaparlos de tantos peligros, terminando sus fatigas y regalando a su ambición nuevas conquistas y a la religión nuevos prosélitos.
Aquella gente que por primera vez se ofrecía a sus miradas, era bondadosa y sencilla;
Daban bien a entender que la codicia | |||
aún no había penetrado a aquellas tierras; | |||
ni la maldad, el robo y la injusticia, | |||
alimento ordinario de las guerras, | |||
entrada en esta parte habían hallado, | |||
ni la ley natural inficionado. |
Salían a verlos al camino, suspensos y admirados, como cosa milagrosa; a porfía les ofrecían sus pobres regalos; los invitaban a que se quedasen en sus posesiones, y sobre todo no se cansaban de mirar a los caballos y de espantarse del fiero estruendo de la pólvora. Caminaban ellos siempre al sur, costeando la «torcida ribera», y descubriendo numerosas y pobladas islas que se ensanchaban y crecían más y más a la distancia. Yo, dice Ercilla,
Yo, que fui siempre amigo e inclinado | |||
a inquirir y saber lo no sabido, | |||
que por tanto trabajo arrastrado | |||
la fuerza de mi estrella me ha traído, | |||
de alguna gente moza acompañado, | |||
en una presta góndola metido, | |||
pasé a la principal isla cercana, | |||
al parecer, de tierra y gente llana. | |||
[...] | |||
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Pues otro día que al campo caminaba, | |||
que de nuestro viaje fue el tercero, | |||
habiendo ya tres horas que marchaba, | |||
hallamos por remate y fin postrero | |||
que el gran lago en el mar se desaguaba | |||
por un hondo y veloz desaguadero, | |||
que su corriente y ancha travesía | |||
el paso por allí nos impedía. |
Una gran tristeza se apoderó entonces de todos. ¡No podían pasar a nado la corriente los caballos, las piraguas no podían soportar peso tan grande, volver atrás era la muerte! Visto el apuro en que se hallaban, un joven indio se ofreció alegre a volverlos por otro camino mejor que el que habían traído, trayendo con la nueva la alegría a los semblantes y la esperanza de un próximo regreso, porque ya señales manifiestas anunciaban el crudo invierno de esas regiones.
El poeta añade aquí:
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Canto XXXVI |
Pero de cuantas aventuras le acontecieron al poeta en Chile, ninguna que merezca llamar tanto la atención como la que le ocurrió con el mismo gobernador don García Hurtado de Mendoza, a cuyas órdenes servía. Desde luego, ella influenció grandemente en los destinos de Ercilla conduciéndolo a Europa, y sobre todo, hizo nacer en la literatura referente a Chile y en torno de la —15→ Araucana una serie de escritos destinados a contraponerse los unos a los otros, como se habían opuesto entre sí las personas de don García y don Alonso.
Como se recibiese en Chile a la entrada del verano de 1558 la noticia del advenimiento al trono de España del rey Felipe II, dispuso don García que en la Imperial, donde se hallaba, se celebrara el feliz suceso con fuegos de sortijas, cañas y estafermo.
Al decir del cronista contemporáneo Góngora Marmolejo, en uno de esos días destinados a las fiestas, se le ocurrió al gobernador salir por una puerta falsa de su posada, disfrazado con una máscara, «a correr ciertas lanzas en una sortija». Iban delante muchos hombres principales y más cerca de su persona Ercilla y Pedro Olmos de Aguilera, cuando otro caballero llamado Juan de Pineda pretendió meterse entre los dos. Don Alonso que advirtió el intento, revolvió hacia a él echando mano a la espada, haciendo don Juan otro tanto. «Don García que vio aquella desenvoltura, tomó una maza que llevaba colgando del arzón de la silla y arremetiendo el caballo hacia don Alonso, como contra hombre que se había revuelto, le dio un gran golpe de maza en un hombro, y tras de aquel otro. Ellos huyeron a la iglesia de nuestra Señora y se metieron dentro»134.
Un cronista de la religión agustina en América, el padre Bernardo de Torres, refiere el incidente de modo muy diverso. Según él, cuando la comitiva de caballeros se hallaba en la iglesia Mayor de la Imperial, ya para celebrarse los divinos oficios, Pineda y Ercilla tuvieron cierto altercado respecto a la precedencia en los lugares, acalorándose con las palabras y echando luego mano a la espada. El concurso sin más se dividió en dos bandos y allí mismo se armó una verdadera pendencia que no podían contener ni los sacerdotes ni el gobernador135.
Don Pedro Mariño de Lovera hace estribar también la discordia —16→ de los dos capitanes sobre quién había de ir en mejor lugar a las fiestas dispuestas por don García; pretendiendo que por haber éste divisado a Ercilla sacar primero la espada, «recelándose no fuese alguna traición de las que en estos lances se han experimentado en las Indias... cargó luego sobre él, y dándole en las espaldas un furioso golpe con una maza de armas que tenía en la mano, le partió del caballo abajo y mandó al capitán de la guardia le llevase preso a buen recaudo»136.
Por último, el doctor Suárez de Figueroa da lugar al hecho de que tratamos en estos términos:
«...Hubo entre otros regocijos, estafermo a que salieron muchos armados. Sobre quién había herido en mejor lugar, hubo diferencia entre don Juan de Pineda y don Alonso de Ercilla, pasando tan adelante, que pusieron mano a las espadas. Desenvaináronse en un instante infinitas de los de a pie, que sin saber la parte que habían de seguir, se confundían unos con otros, creciendo el alboroto en extremo»137.
Cualquiera de estas relaciones que se adopte138 (puesto que la del poeta es tan vaga) todos están conformes en atestiguar que los dos campeones fueron sacados de la iglesia en que se habían asilado para ser llevados a degollar públicamente, de orden del severo e implacable gobernador, y como dice Ercilla,
...cuando estuvo en el tapete ya entregado | |||
al agudo cuchillo la garganta, |
se obtuvo la revocación de la fatal sentencia. Don García presintió muy bien que hacía en este caso alarde de una rigidez extremada por un hecho de poca importancia y sin ulteriores consecuencias; pronto supo el clamor general que se levantaba en el pueblo —17→ contra sus órdenes, y por no verse obligado a usar de condescendencia con las súplicas que iban a lloverle, se encerró con llave en su aposento, sin permitir que nadie se le acercase.
Pero tantas eran las simpatías con que los dos jóvenes y desgraciados caballeros contaban en la ciudad que, al decir de un autor, las damas en persona escalando la morada de don García por una ventana fueron a arrancarle el perdón de los reos.
Tan críticos fueron en verdad los extremos a que los presos llegaron que el buen padre Torres nada creyó más oportuno que suponer en el caso la intervención divina, refiriendo con gran seriedad que San Agustín en persona inspiró al gobernador su última resolución, movido del voto que le hizo Pineda de vestir el hábito a su religión.
Lo cierto del caso fue que por más que los apologistas de Hurtado de Mendoza intentaron más tarde excusarlo de su proceder, cuando vieron el gran nombre que el autor de la Araucana se había conquistado, cargando la culpa a su teniente Luis de Toledo, jamás consiguieron desvanecer el reproche de injusto y de «mozo capitán acelerado» que el poeta le diera en un momento imperecedero.
Al fin, los dos jóvenes caballeros salieron desterrados, yendo Pineda a morir a Lima139 de fraile agustino y en opinión de gran religioso, y preparándose ya Ercilla para pasar a España. En la obra en que trabajaba desde entonces solo tuvo dos palabras para su mal juez; pero al paso que el poeta se ceñía con ella los lauros de la inmortalidad, el magnate solo procuraba escapar al olvido y vindicarse de tan desdeñoso silencio: con eso Ercilla estaba vengado y algunos sinsabores, sin embargo, debió acarrearle posteriormente un lance tan en mala hora acontecido: algunos años después había de verse defraudado en sus pretensiones por influjos de la poderosa familia a quien dejaba resentida, y escritores —18→ asalariados hubieron más tarde de tratar de ridiculizarlo en las tablas; pero...
Calló su esfuerzo el Araucana; | |||
tuya, marqués, la culpa fue aquel día | |||
de oscurecer tu gloria soberana: | |||
pites con tan raro autor así te hubiste | |||
que su sublime voz enmudeciste140. |
Durante el tiempo que el poeta permaneció todavía en Chile estuvo constantemente preocupado del agravio que recibiera, hasta que, como él dice,
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Cuando Ercilla llegó a España vino a saber que su madre había muerto en Viena, por cuya razón tuvo que marchar a Alemania en busca de su hermana Magdalena, dama de la reina que estaba para casarse; no sin haber impuesto antes al rey Felipe de las penalidades y aventuras que había corrido en el Nuevo Mundo.
Cuando volvió, a principios de 1564, hizo el viaje por los cantones suizos y el Languedoc, viéndose detenido por las nieves en el puerto de San Adrián, en Mondragón y otros pueblos, donde es probable conociese al historiador Garibay que habló de él en sus Genealogías.
Ya en su patria se dedicó a poner en orden sus papeles y a preparar los materiales para la Primera parte de la Araucana, que vio la luz por vez primera en 1570.
A principios de este mismo año había contraído matrimonio con doña María de Bazán, dama de ilustre prosapia, que le proporcionó no interrumpida ventura hasta el fin de sus días. Fueron padrinos de la boda la reina doña Isabel de la Paz y el emperador —20→ Rodulfo, pero otros dicen142 que la madrina debió ser doña Ana de Austria porque Isabel había fallecido en 1568.
No nacieron hijos de esta unión, aunque Ercilla los había tenido antes de casarse: uno de ellos, don Diego, vino al mundo en 1566, y otro, María Margarita de Zúñiga, dama de la emperatriz María, casó muy ventajosamente con don Fadrique de Portugal.
En 1571 Felipe II le dio el hábito de Santiago, y en el aniversario de la batalla de Millarapue decidida por su arrojo, lo armó caballero el que después fue duque de Lerma.
Aún por tres años continuó todavía en el favor real; y sin duda que debió perderlo inmerecidamente cuando más tarde jamás quiso llamarse gentilhombre de Felipe II y sí de Rodulfo. Pasó, después a Nápoles de donde debía salir a combatir a los turcos que sitiaban a Túnez; pero a su llegada supo que los sitiados habían sucumbido. Fuese entonces a Roma, siendo presentado en 6 de abril de 1575 al papa Gregorio XIII que había conocido al padre del poeta. Mucho agradaron a Su Santidad las aventuras y que Ercilla le relató, especialmente las que se referían al estrecho de Magallanes, despidiéndolo colmado de indulgencias.
Cuarta vez pasó don Alonso a Alemania, siendo graciosamente acogido por el emperador Maximiliano y por la reina María, a quien sirviera en otro tiempo doña Leonor de Zúñiga. En setiembre de 1575 asistió a la coronación de Rodulfo, su padrino, por rey de Bohemia, y en Ratisbona, a su elección de rey de los romanos; antes le había creado ya su gentilhombre y cúpole en esas ceremonias, como su camarero que era, llevarle la falda...
Visitó esta vez la Estiria, Corintia y Croacia, regresando a España por Italia en 1577. Este mismo año fue a Ucles a profesar de caballero de Santiago en manos del prior Diego Aponte de Quiñones, posteriormente obispo de Oviedo.
Sin ánimo de salir de Madrid, se dedicó en 1578 a la impresión de la Segunda parte de su Araucana143; pero a poco se le dio —21→ comisión de ir a recibir a Barcelona al duque y duquesa de Branevich con cargo de dar cuenta de su cometido al rey, donde quiera que se hallase, por cuya razón tuvo que avanzar hasta Zaragoza. Prodigios de ingenio debió Ercilla desplegar esta vez para impedir que sus huéspedes, se penetrasen de que el monarca no deseaba verlos, porque así era la voluntad real.
Por esta época quiso el antiguo soldado de la guerra de Arauco ir a pelear a Portugal, merced; tal vez a las influencias de Hurtado de Mendoza que no carecía de valimiento en el ejército.
Vivió desde entonces retirado en su casa, gozando de las consideraciones debidas a su clase y renombre y con el empleo de examinador de libros, para el cual le había designado el Consejo de Castilla.
En 1588, su hijo Diego que se había educado en la casa del marqués de Santa Cruz y que pasaba ya de los veinte años, pereció ahogado en el desastre de la invencible armada, suceso que afligió grandemente al poeta y que dejó traslucir en la Tercera parte de su obra, publicada el año siguiente144.
Continuó desempeñando su oficio de examinador, y por cartas suyas que se conservan, se ve qué a los sesenta años no había perdido aún su habitual jovialidad; aunque él mismo reconoce que se había vuelto viejo y perezoso. Se sabe también que en diciembre de 1593 tuvo que guardar cama a causa de la estación fría de las nieblas. Cristóbal Mosquera de Figueroa145 refiere que Ercilla se ocupaba en sus últimos años de escribir un poema sobre —22→ las victorias del marqués de Santa Cruz; pero nada más se sabe de esta promesa.
El último acto que de él se conserva es la aprobación que en 1594 prestó a las Navas de Tolosa, poema heroico de Cristóbal de Mesa. En 24 de noviembre de este año se encontraba gravemente enfermo, sin poderse, confesar ni hacer testamento, que al fin por autorización suya vino a otorgar su esposa, a quien instituía de heredera universal, dejando además legados a sus sobrinos, a sus pajes y a ciertos monasterios. El 29 del mes, día martes, había pasado a mejor vida. Sus restos fueron trasladados al año completo hasta Ocaña y después a Madrid, donde yacen146.
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La Araucana, como hemos tenido oportunidad de notarlo, está dividida en tres partes que los críticos han insinuado la conveniencia de distinguir, ya que las dos últimas se resienten de notables diferencias respecto de la primera, dejando traslucir muy a las claras las diversas modificaciones que el espíritu del autor iba experimentando a medida que avanzaba en la redacción de un trabajo continuado por largos años y entre peripecias más o menos notables.
Todas tres comprenden treinta y siete cantos, cuyo argumento, en lo pertinente, puede decirse que está reducido a contar la historia de Chile desde su descubrimiento hasta casi los fines del gobierno de don García Hurtado de Mendoza. El hecho capital e histórico que cierra el poema es manifiestamente el suplicio de Caupolicán, pues las otras incidencias posteriores que aparecen añadidas en la obra, o son personales al poeta o contienen sucesos que de ninguna manera hacen al fondo de la relación, como ser las ideas proclamadas por el autor respecto a la guerra considerada bajo el punto de vista del derecho de gentes.
En la parte primera, exclusivamente histórica, y en los hechos referidos en ella, no tuvo Ercilla participación de ningún género, —24→ consignándolos según los había sabido tanto de boca de los españoles sus compañeros, como de los indios sus enemigos. Publicados estos primeros cantos del poema en 1569, cuando el autor los repasó más tarde se persuadió de que estaban así demasiado áridos y que, en consecuencia, la amenidad exigía que en adelante se mezclase con la relación de sucesos verídicos algunas incidencias que distrajesen agradablemente el ánimo; y como buen español, nada vio más adecuado, a este objeto, (porque al mismo tiempo era halagador para el orgullo nacional) que contar algunas de las famosas empresas en que su patria, entonces que era poderosa, estaba empeñada en Europa, y se fijó en la batalla de San Quintín dada por Carlos V a los franceses.
Más tarde y solo cinco cantos más adelante, siempre sin salir de la parte segunda, insertó todavía la relación de los grandes hechos de armas de que con justicia podía lisonjearse la España, la batalla de Lepanto, sobre todo, que había ahuyentado para siempre a los turcos de las aguas europeas.
Como estos incidentes eran completamente extraños al asunto que tenía entre manos, para ingerirlos en el tronco de la obra no tuvo más recurso que apelar a la ficción, introduciendo así en ella cierta especie de máquina o algo parecido a lo que los preceptistas dan por tal en una epopeya. Supuso, pues, que Belona se le apareció cierta noche, y lo animó a que llevase su musa a un campo más extensor y de más gloria que aquel que estaba recorriendo; con cuyo fin lo trasportó a un altísimo collado de donde vio a lo lejos, aunque con toda claridad, lo que sucedía, o más bien dicho, lo que había de verificarse años después.
Para el otro episodio se vale de un medio de ficción distinto, dando a entender que perdido una vez en unas quebradas por donde iba persiguiendo a una corcilla, se encontró con un viejo llamado Guaticolo que le ofreció llevarlo a casa de su tío el mágico Fitón.
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Canto XXIII |
Cuando Ercilla llega donde el hechicero, éste se presta a descubrirle el porvenir, merced a la intervención de su guía Guaticolo; y al efecto lo hace asomarse a una esfera que representa el mundo, y cuya fábrica al decir del mágico le había costado cuarenta años de estudio, donde podría divisar fácilmente cuanto ocurría a la distancia, en cualquier tiempo y lugar que fuese. De este modo, asiste el poeta a la jornada de Lepanto, describiéndola con alguna prolijidad y con harta complacencia en el canto XXIV de su obra.
A poco andar supone que se encuentra otra vez con el mágico por las soledades de Arauco, entrevista que aprovecha para entretenerse en describir muchas provincias y ciudades famosas por la —26→ naturaleza o por sus hechos de armas: incidente de pésimo gusto, completamente extraño al asunto y cuya congruencia no se divisa de modo alguno.
Por último, entre los episodios tratados por el autor de la Araucana se halla la historia de la reina Dido, contada al gusto del paladar español, según veremos más adelante.
Pero aparte de estos desvíos, muy conformes con la intemperancia ordinaria de la imaginación española, según lo dice con mucha exactitud el ameno Baret, hay todavía otros que se rozan mucho más directamente con el argumento del poema, más agradables de leer y que nada deslucen del marco en que están colocados, los cuales pertenecen en su totalidad a la historia del amor conyugal entre los indígenas. Pronto llegará también el caso de recorrerlos.
Impuestos ya de la trabazón de la obra de Ercilla, creemos oportuno mencionar una cuestión largamente debatida por los críticos, a saber, si reúne o no las condiciones de un poema épico; y antes de entrar en ella conviene que tomemos nota de dos circunstancias: que la Araucana está escrita en verso, octavas reales, y que su autor más que otra cosa, tal vez lo único que se propuso en un principio fue la ordenación de los sucesos históricos acontecidos en Chile hasta su salida del país.
En muchos pasajes de su libro insiste Ercilla en este hecho, expresando desde un principio que su labor
en relación sin corromper, sacada | |||
de la verdad cortada a su medida; |
y aunque él no lo dijera, la posteridad acepta como histórico cuanto Ercilla refirió como tal. Aún entre los mismos historiadores chilenos de la colonia, que tan poco indulgentes se mostraron con los poetas que contaran sucesos del país, podemos escoger a este efecto el respetable testimonio y aprobación de Ovalle que declaraba (como decíamos) que, «abstrayendo las hipérboles y encarecimientos propios del arte poético, todo lo histórico es muy conforme a la verdad, y el autor (Ercilla) por ser un caballero de tanta suerte —27→ y haber visto casi todo lo que escribió por sus ojos, es digno de todo crédito...»147.
Los pareceres de los literatos se hallan divididos acerca de la cuestión (en verdad de poca trascendencia) que llevamos entre manos, siendo mucho el caudal que se ha hecho de un tema que de por sí se prestaba a la controversia.
«Poema verdaderamente épico ninguno existe en nuestra literatura, expresa Quintana muy redondamente, agregando con exageración que esto «es una verdad innegable demostrada por todos los críticos, y que por lo mismo no necesita de nuevas pruebas»148.
Martínez de la Rosa, resumiendo su sentir sobre el particular no acierta a mirar como epopeya a la Araucana, fundándose en que la acción sobre que está basada no es realmente grande; opinión que el inolvidable rector de nuestra Universidad don Andrés Bello combate muy juiciosamente en estos términos: «No estamos dispuestos a admitir que una empresa, para que sea digna del canto épico, deba ser grande en el sentido que dan a esta palabra los críticos de la escuela clásica, porque no creemos que el interés con que se lee la epopeya, se mida por la extensión de leguas cuadradas que ocupa la escena y por el número de jefes y naciones que figuran en la comparsa. Toda acción que sea capaz de excitar emociones vivas y de mantener agradablemente suspensa la atención, es digna de la epopeya, o para que no disputemos sobre palabras, puede ser el sujeto de una narración poética interesante»149.
Don Antonio Ferrer del Río se contrae a otra de las condiciones que se indican como anexas al poema épico, la cuestión del maravilloso y indicando que «salvo raras excepciones, debidas a una dichosa contradicción, en la epopeya española se le excluye casi siempre o se le presenta con singulares pretensiones. ¿Ercilla quiere contar una cosa increíble, extraordinaria? Se autoriza con las afirmaciones de todo un pueblo, y parece no dejar escapar de su imaginación la pintura del milagro sino con una prudencia extrema, —28→ después de haberlo hecho pasar por la criba de la crítica más minuciosa. Lo que ante todo desean exponer estos tímidos relatores son los hechos, es la verdad que los atrae por su grandeza heroica, y sin duda que Lucano, su poeta favorito, ha inspirado o enfriado con sus ejemplos la epopeya española»150.
M. Alexandre Nicolás, entusiasta admirador de Ercilla, expresa en opinión sobre la materia en la forma algo redundante y enfática que acostumbra: «¿La entonación celeste alumbra el desarrollo de la obra o no es realmente más que un tejido de hazañas guerreras? Aquí está para nosotros el nudo de la controversia si queremos llegar a la conclusión de que la obra española es realmente una epopeya, bajo el punto, de vista tan justo y elevado de E. Quinet y de Ozanan... Todo esto maravilloso testifica en favor del genio poético e inventiva de Ercilla. Comprendía que la acción humana no bastaba, por más heroica y grandiosa que fuese, para llenar el cuadro ideal de la epopeya. Ha querido mezclar en su narración los prodigios que la Edad Media había hecho nacer, las ficciones del mundo de las hadas, que formaban de algún modo una segunda mitología aceptada por los poetas y por la inmensa mayoría de los espíritus, y que tendían a reemplazar diariamente más y más los graciosos sueños del paganismo... Todo este mundo de ficciones sobrenaturales empleado por Ercilla, aunque con mucha discreción, nos deja ver muy bien cuán indispensable le parecía en las creaciones de la epopeya la intervención de los caracteres divinos, la influencia divina; y bajo este punto de vista, la Araucana estaría justificada, en cierto modo, a los ojos de los teóricos que exigen de los poetas épicos la presencia de lo maravilloso, de una acción superior a la nuestra dirigiendo y dominando la existencia y la voluntad de los mortales. La Araucana es, pues, un poema épico en sus condiciones más severas. Nos presenta la relación de un hecho heroico, acciones de guerra de un incontestable interés donde brillan la bravura y la magnanimidad de los héroes. Es la imagen viva y pintoresca del siglo mismo en —29→ el cual se han desarrollado los acontecimientos, y donde estaba situada la cuna del escritor. La unidad de conducta es notable; y todos los incidentes se agrupan con habilidad bajo la dependencia de un carácter principal que provoca nuestro apego y nuestra admiración. Otros caracteres en gran número, dibujados con exactitud y fieles a él mismos, forman en el poema contrastes conducidos con arte. La intervención celeste, el maravilloso en su lugar, bien que minorado y guiado por un falso principio de literatura y bajo la dominación del inflamiento nacional heredado de Lucano, numerosos episodios y casi todos ligados a la acción heroica, al pensamiento inspirador del poeta, embellecen esta concepción de un genio feliz; y si algún reproche puede dirigírsele por el desenlace de su obra, esta imperfección tiene para nosotros su explicación. La Araucana es un poema que no se concluyó jamás. Pero, tal cual es, este poema interrumpido por el sufrimiento y el dolor, puede con justo título considerársele como una de las glorias literarias de España y forma una legítima, una invencible objeción a los árbitros de la fama, bastante exigentes para rehusar a la nación española el honor de haber producido una verdadera epopeya»151.
La seriedad inglesa, por el contrario, cae en otra exageración por boca de Ticknor152 al suponer que «la primera parte de la Araucana no es otra cosa que una historia en verso del principio de la guerra que tiene toda la exactitud geográfica y estadística que puede apetecerse; en una palabra, es obra que se debe leer con un mapa al lado, puesto que lo que al autor más ocupa es el orden sucesivo de los acontecimientos. Es claro, agrega más adelante, que una obra de esta especie no es, estrictamente hablando, una epopeya; es más bien un poema histórico a la manera de Silio Itálico, en que se trata, con todo, de imitar las rápidas transiciones y el estilo fácil de los maestros italianos, y se lucha desventajosamente por acomodar a las diferentes partes de —30→ su estructura algo de la maquinaria sobrenatural de Homero y de Virgilio».
Ferrer del Río ha resumido muy bien las condiciones que contribuyen a realzar a la Araucana sobre otras obras españolas semejantes, cuando ha dicho: que «el carácter heroico del poema, el reflejo vivo del siglo XVI, el espíritu que lo anima y lo inspira, la unidad del plan del autor, el elemento maravilloso que se mezcla a sus ficciones, son las condiciones esenciales que se encuentran, pero con un brillo nuevo en cuanto a lo último, en Ercilla»153. En resumen, como se ha visto, la resolución del punto discutido pende más que de la realidad, del modo de observación bajo el cual se le considere.
En verdad sea dicho, sin embargo, que ni los que defienden a la Araucana en sus condiciones de poema épico según lo que se ha convenido en llamar por tal, ni los que por un espíritu de apocamiento la deprimen hasta un extremo opuesto, se colocan en el terreno de una neta imparcialidad. Según esto, hablando con precisión, la Araucana no es un poema épico, porque ni pudo serlo, ni menos se intentó; pero evidentemente es el mejor tipo del género que haya producido en tiempo alguno el ingenio español, de por el poco sujeto a reglas, caprichoso, desordenado, amigo de lo imposible. La obra de Ercilla nada pierde con esta resolución, y por el contrario, tiene para el pueblo chileno, como también lo decía Bello, el gran mérito de haber hecho de él el único hasta ahora de las naciones modernas, cuya fundación haya sido inmortalizada con un trabajo semejante; y como agrega Quinet refiriéndose a Chile, Ercilla es su poeta.
Sea como quiera, nadie ha negado que la Araucana contiene bellezas de primer orden. La gran figura de los araucanos se destaca del fondo del cuadro apenas se le ve, y natural es entonces que principiemos por ellos nuestro análisis.
Partiendo de la base de que la obra de Ercilla estaba destinada desde sus principios a celebrar las acciones de los españoles —31→ en Chile y que se trataba, por consiguiente de una epopeya propiamente nacional, circunstancia que, como vimos desde el principio, no está en manera alguna de acuerdo con el plan que el poeta se propuso, se le ha reprochado como un defecto el que en ella se celebre a los enemigos; aunque justo es agregar que quienes así proceden se apresuran a declarar que si esto redunda en contra de la propiedad literaria de la obra, demuestra muy claramente y de un modo honroso la buena fe del poeta. Dice a este respecto un crítico español que «si el autor de la Araucana inspira, cierta simpatía y cariño no puede provenir más que del carácter de ingenuidad y nobleza que le adornaba en vida y que trasladó íntegro a su obra. Uno de los mayores defectos que en este poema se censuran, a saber el realce que respecto de los españoles se da a las figuras de los bárbaros, prueba la candorosa honradez y la sensibilidad poética de Ercilla. Los españoles, feroces como todo conquistador a quien impacienta la resistencia, repugnaban con su crueldad al alma joven, noble, valiente y generosa del poeta que, siendo español también hubiera querido ver limpios de toda mancha a sus compatriotas; al paso que los araucanos, víctimas al fin de una suerte veneranda, defendían su religión y su libertad, y esta aspiración los engrandecía a los ojos del poeta que en una mano llevaba la espada para defenderse de ellos y en otra la lira para celebrar, tal vez exagerándolas, sus hazañas»154.
Desde luego al tratar de los araucanos tenía el poeta una ventaja nada despreciable, cual era que «por lejanos e ignorados se prestaban más a la voluntad de la fantasía y podían recibir las proporciones y el color de personajes verdaderamente poéticos, mientras que los jefes españoles, conocidos de todos y vivos aún algunos de ellos, no podían, so pena de hacerlos ridículos, ser presentados en otra forma que la que tenían, esto es, prosaica, histórica y común»155.
—32→Además, Ercilla dio pruebas en más de una ocasión de la nobleza y generosidad de su alma lastimada en presencia de las crueldades que se cometían contra esos indios que eligiera merecidamente por héroes de su epopeya. Y en verdad, como dice uno de sus traductores, «la tenaz defensa de sus estériles (!) y peligrosas montañas contra adversarios ilustrados en los dos mundos, la firmeza del valor de los rebeldes y su astuta audacia, la misma inferioridad de las armaduras que oponían a la artillería de los invasores, todo contribuye a conciliar a estos salvajes casi desconocidos, confinados en la otra extremidad del globo, pero que saben luchar con tales antagonistas, una simpatía verdadera y que el mismo escritor parece dividir con cada uno de nosotros»156.
Sea desde luego el viejo Colocolo el tipo que se nos presenta; veámoslo cómo manifiesta su prudencia y buen juicio, no opuestos al valor, en el consejo celebrado por los jefes para la elección de capitán general. De los indios, cada uno engreído hasta no más, pretendía para sí el mando, y lo confesaban sin rebozo; nadie quería reconocer superioridad en los demás, y como eran no bien decidores cuanto hombres de acción, llegando a poco a las manos, la junta prometía acabar muy mal. Levántase entonces el anciano y les habla así:
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Canto II |
Hemos citado poco menos que íntegra esta arenga porque, realmente, merece ser conocida después de los elogios que Voltaire le prodigó tan a manos llenas. Este hombre célebre contribuyó a difundir con ellos en Europa el poema de Ercilla; pero, como dice Sismondi, la obligación es hasta cierto punto recíproca: pues «quizá la lectura de la Araucana sugirió al poeta francés la bella creación de Alzira; quizá le hizo sentir cuántas emociones profundas podría exitar su genio poniendo a nuestra vista la sangrienta lucha del antiguo y del nuevo mundo, oponiendo la libertad antigua de los americanos al fanatismo de —34→ los españoles»157. Voltaire, establece primeramente la analogía que en el discurso de Colocolo se encuentra, compárandolo con el de Néstor en la disputa de Aquiles y Agamenón, y al dar la preferencia a Ercilla sobre Homero, agrega: «Considerad por una parte la destreza con que el bárbaro se insinúa en el ánimo de los caciques, la respetuosa dulzura con que calma su animosidad, la ternura majestuosa de sus palabras, cuánto le anima el amor de su país, cuánto penetran su corazón los sentimientos de la verdadera gloria, con qué prudencia alaba su valentía reprimiendo su furor; con qué arte no da la superioridad a ninguno: es un censor, un panegirista hábil; así todos se someten a sus razones, confesando la fuerza de su elocuencia, no por vanas alabanzas, sino por una pronta obediencia»158.
Si Colocolo es el modelo de un hombre sensato y de experiencia, lo que los hebreos habrían llamado el anciano de la tribu, destituido ya de la fuerza física y viviendo de sus acciones en el pasado, pero renovándolas, puede decirse, en mayor escala con sus acertados pareceres y consejos, guiadores del ardor y entusiasmo de la juventud, véase también en Lautaro, retratado en sus palabras, la serenidad del indio en el combate, su amor a la patria, el arte con que afeando a sus compatriotas ya próximos a la fuga la acción que van a cometer y presentándoles las probabilidades de la victoria en el cansancio de los enemigos, hace renacer en ellos nuevos e irresistibles bríos:
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Canto III |
Pero más que las figuras anteriores merece llamar en primera línea la atención Caupolicán, el vencedor en las justas propuestas por Colocolo para la designación del jefe que había de llevarlos al combate contra los invasores.
Era este noble mozo de alto hecho, | |||
varón de autoridad, grave y severo, | |||
amigo de guardar todo derecho, | |||
áspero, riguroso, justiciero, | |||
de cuerpo grande y relevado pecho, | |||
hábil, diestro, fortísimo y ligero | |||
sabio, astuto, sagaz, determinado | |||
y en casos de repente reportado. | |||
...Tenía un ojo sin luz de nacimiento, | |||
como un fino granate colorado; | |||
pero lo que en la vista lo faltaba | |||
en la fuerza y esfuerzo le sobraba... |
Este fue el hombre que en tantas ocasiones supo resistir incontrastable con su valor y los recursos de su ingenio siempre fecundo, el empuje de las armas extrañas; que se vio vencido a veces y solo abatido al presentir, ya prisionero, que su estrella iba a eclipsarse para siempre. Aún después de encadenado, cuando ofrece a sus carceleros la subyugación del estado araucano en premio de su —36→ libertad, todavía su fisonomía es noble y grande, y un cierto sentimiento de pena cae involuntariamente sobre nosotros al ver al esforzado guerrero de otro tiempo en la desgracia preocuparse ya solo de su vida. No resistiremos al deseo de deseo aquí las circunstancias de la muerte del héroe, porque además de ser dramáticas e interesantes, es la mejor manifestación que pudiera hacerse de su carácter y del corazón honrado y humanitario del poeta.
Decía a Reinoso el prisionero:
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Canto XXXV |
¡Qué bien se trasluce la nobleza del indio cuando se indigna —39→ de la clase de muerte y del verdugo que le han destinado! ¡Cuánto su valor al ver la serena entereza con que él mismo se ofrece al horrible suplicio; cuánto lo brillante de sus acciones y la majestad de su valor sobreviviendo aún a la muerte en las líneas de su rostro! En verdad que el poeta para ser tal en esta ocasión no tenía más que contar lo que había pasado; y para conmovernos decirlo como lo ha hecho, simple y honradamente. Razón tuvo Quintana para exclamar después de este inhumano sacrificio elevado por el jefe cristiano a sus resentimientos de enemigo y a la dureza de su alma: «En medio de aquel campo en que solo se veía la agitación de la independencia, los esfuerzos de la indignación y los gritos de rabia de parte de los indios, y de la de sus dominadores irritados, el orgullo de su fuerza, el desprecio hacia los salvajes, y los rigores de una autoridad ofendida y desairada, Ercilla es el solo que en su conducta y sus versos aparece como un hombre entre aquellos tigres feroces, oyendo las voces de la clemencia y de la compasión y siguiendo los máximas de la equidad y justicia».
Muchas otras figuras de indios podríamos presentar, Tu capel, Rengo, Galbarino; pero bástenos con expresar aquí con el autor que acabamos de citar, que en todas ellas «débese admirar la natural expresión y graduación conveniente de los caracteres dibujados a manera de Homero, tan semejantes al parecer entre sí y en realidad tan distintos... Tenían además los indios los motivos morales y sentimientos que los animan, con los cuales simpatiza siempre el corazón humano en todas las edades de la vida y en todos los parajes del mando y que junto con un espectáculo tan nuevo en poesía de hombres y países venían a aumentar el interés que ofrecía el asunto de la obra de Ercilla. Si los araucanos eran unos salvajes oscuros, sus adversarios los españoles eran harto conocidos en uno y otro hemisferio, teniendo asombrado y agitado el antiguo con su ambición y su poder, y con su osadía descubierto y subyugado el nuevo. La duración y tenacidad de la lucha entre fuerzas tan desiguales, la oposición de caracteres y de costumbres, daban por sí mismas un realce casi maravilloso a la —40→ pintura, sin que la imaginación del poeta tuviese que esforzarse mucho por darle interés y añadirle solemnidad».
Sin duda que el arte del poeta y su buen gusto son bien notables en los discursos que atribuye a los indómitos y salvajes araucanos, simples adornos literarios destinados a hermosear la obra, pero, como es fácil de creer, de ninguna verdad.
El mismo artificio es también de primer orden en la descripción de las batallas, pues además de que, como dice Quintana, «el arte de contar, arte más difícil de lo que se piensa, está llevado a un punto de perfección a que ningún libro de entonces pudo llegar ni aún de lejos», el fuego que en ellas despliega, según la expresión de Voltaire, la animación y brillo que presta su pluma a cada uno de los combatientes y la variedad de peripecias con que las reviste, siguiendo los sucesos en su conjunto y en sus menores detalles, no contribuyen por poco a hermosear la Araucana. Es inútil que presentemos aquí un ejemplo, porque son ellas tan frecuentes en la obra que basta abrirla en cualquiera parte para posesionarse de esta verdad. Pero, véase siquiera como en este orden de ideas sabe usar de su talento descriptivo haciendo palpitar de ansiedad el corazón por la suerte de los españoles vencidos que huyen con todo el temor de hombres amedrentados:
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Canto VI |
La inspiración no lo abandona, ora trate de pintar una reunión de los araucanos, (bien notables de por sí, sin más que las arengas atribuidas a los oradores); ora una de esas fiestas guerreras tan comunes entre ellos, en que cada cual hace alarde de su fuerza y destreza; a cuyo efecto citaremos como ejemplo solo estas tres estrofas que ponen a nuestra vista lo obrado por un guerrero y la admiración que produce:
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Canto X. |
—42→
En una sola estrofa describe la vuelta del día que llega a despertar con su luz en el campo a los labradores:
Ya la rosada aurora comenzaba | |||
las nubes a bordar de mil labores, | |||
y a la usada labranza dispertaba | |||
la miserable gente y labradores: | |||
ya a los marchitos campos restauraba | |||
la frescura perdida y sus colores, | |||
aclarando aquel valle la luz nueva, | |||
cuando Caupolicán viene a la prueba; |
o la llegada del invierno con todo el colorido local y las circunstancias que lo acompañan en la guerra de Arauco:
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Canto IX |
—43→
El amor en otros poetas.- Por qué Ercilla no habla de amor en su poema.- Antecedente literario.- Cuestión de crítica.- Costumbres españolas.- Testimonio de la Araucana.- De qué amores habla Ercilla.- Episodios.- Dido.- Guacolda.- Tegualda.- Glaura.
Una de las particularidades que indudablemente llama a primera vista la atención en el poema de Ercilla, es la voluntaria prescindencia que quiso imponerse en cosas de amor, y que desde un principio formalmente expresó:
Venus y Amor aquí no alcanzan parte | |||
solo domina el iracundo Marte. |
Al emprender la tarea de cantar la guerra de los araucanos en la defensa de sus hogares invadidos, quiso así que desde que el lector tomase el libro, supiese ya de lo que se trataba y lo que él ofrecía: declaración tanto más necesaria cuanto que esta circunstancia, cabalmente, era una de las diferencias capitales de su epopeya, y que por mucho contribuiría a su originalidad de entre las demás producciones literarias de su especie.
Desde que el poema épico ocupó un lugar en la literatura, esto es, desde que el género mismo literario tuvo un modelo en Homero, todos los que habían seguido sus huellas daban un lugar preferente en sus cantos a las divinidades que Ercilla iba a excluir —44→ de las acciones de sus héroes. Sin duda alguna, «el amor es la pasión que los poetas han explotado con más complacencia en todos los siglos y en todos los países», dice M. Mennechet. Por lo tanto, era muy natural y justificada la declaración que el poeta presentaba al lector desde sus primeras líneas, para evitarle la sorpresa que tarde o temprano había de experimentar cuando viese la ninguna parte que concedía el amor en sus versos. En la antigüedad, tal prescindencia jamás tuvo lugar, pues desde el cantor griego que basaba la acción de su poema en el rapto de Helena por Paris, y que había de constituir el pretexto para la invasión de los griegos al Asia en busca de la venganza del honor de un marido ultrajado, siempre la imaginación dio un vasto campo al amor, bien sea como pasión, o simplemente como moral aparente de la intriga que sostenía el interés, o inspiraba a sus héroes; de ahí habían de nacer todos los episodios de los combates al frente de la ciudad sitiada, la destrucción e incendio de Troya, las aventuras de Ulises y sus compañeros de expedición.
Virgilio, siguiendo las huellas de Homero, como su fiel imitador, iba a prestar a la Eneida uno de sus mejores cantos dedicándolo a la pasión amorosa de Dido y al abandono de Eneas. Lucano mezclaba a la pintura de las luchas civiles la histórica figura de Cleopatra, llena de ambiciones pero no excluyendo de sus empresas al amor, al cual asociaba por mucho en su muerte. Jasón, yendo en busca del vellocino de oro, iba a detenerse en la Cólquida el tiempo suficiente para que Medea ardiese de amor por él; de cuya pasión utilizándola en beneficio de la fácil realización de su empresa, nacería al asesinato de su padre y más tarde la muerte cruel de sus hijos y la infelicidad del seductor.
En general, en todos sus predecesores, encontraba Ercilla al amor como inspirador de grandes acciones y de hechos ruines, siempre amoldado a la naturaleza humana de los héroes y de los dioses, que no podían pasarse sin contribuir por su parte a realizarlo y que una divinidad superior había puesto en el fondo de sus corazones desde la primavera hasta el invierno de la vida; afecciones de la primera edad cuya ley es ser hijas del entusiasmo —45→ de la pasión, tranquilos sentimientos de una época más avanzada en que los dulces afectos del hogar y de la familia vienen a reemplazar los ardientes arrebatos de la juventud: por todas partes la misma ley suprema y generadora, instinto en los animales, inclinación en el ser cuya herencia es la razón.
Aquellos poetas vieron también que entraba por mucho en el agrado del lector la sucesión de risueños cuadros a las borrascosas escenas de disturbios civiles y a los grandes hechos de los cuales nacían la destrucción de unos pueblos o la formación de otros, y que era imposible lograr del todo su instrucción y entretenimiento, sin aquella alternada sucesión que ellos notaban, por otra parte, perfectamente demarcada en la naturaleza y a la cual debían conformarse para ser verdaderos y para ser amenos. Esta regla primordial de composición y buen gusto, no era posible que pasase desapercibida para Ercilla, y él mismo ha tenido cuidado de declararlo así. Yo sé dice,
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Canto XV |
Aún más: tan distante estaba nuestro autor de abrigar dudas a este respecto que, ya por un espíritu de exagerado sistema, sostenía que cuanto bueno existe es obra del amor, y que los poetas han debido siempre las mejores producciones de su pluma a los dictados de una pasión amorosa. Poco antes de los versos trascritos ha principiado el canto en que se hallan con los siguientes:
—46→
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Estas palabras demuestran claramente cuán penetrado se hallaba del realce que una obra puede encontrar en sí misma y en el ánimo de los demás a quienes su autor sabe interesar con la relación de sus propios sentimientos. Patente se halla ahí representado el espíritu del compatriota de Santa Teresa y las opiniones de los autores modernos que tan decididamente sostienen la influencia del amor que regenera al hombre de perversas inclinaciones y de malas costumbres y que hace de las mediocridades, héroes en las batallas, mártires en los sufrimientos y modelos de constancia en las diarias luchas de la vida. ¿Cómo es entonces que con tales antecedentes, Ercilla no entra de lleno en ese camino sembrado de flores por las orillas y poblado con las seductoras creaciones de las heroínas de todos los tiempos, Hero, Virginia, Graziella? ¿Por qué conociendo cuanto podría ganar su historia con el enlace de agradables ficciones que en nada irían a perturbar su fidelidad, lejos de adornarla, sigue un camino diverso al de todos sus antecesores y hasta no teme desafiar la monotonía? Nosotros no podemos admitir la disculpa que el poeta nos da, porque ello significaría buscar su absolución en las pruebas que él mismo alega y admitir como justificación de su proceder un propósito que nunca fue tarde para enmendar. Ercilla conocía todo esto muy bien antes de poner mano a su obra, y al dar la primera pincelada iba ya haciendo alarde de sus propósitos y manifestando que obedecía a un plan concebido de antemano. Conocía que —47→ iba a luchar con tradiciones respetables y constantes, y tanto más dignas de imitarse cuanto que ellas tenían por fundamento el estudio del corazón que él desde mucho tiempo atrás había realizado.
Es necesario, por consiguiente, que busquemos en otra fuente la explicación de una conducta cuando menos singular, si no queremos inculpar al poeta una falta que rechaza naturalmente el deseo que cada autor se forma de hacer su obra lo menos imperfecta que posible le sea. Hemos insinuado en otra parte que acaso es probable contribuyese por mucho en su determinación de pasar a América, el anhelo de olvidar en las aventuras, en los largos viajes, en las impresiones de un mundo nuevo, los recuerdos de un amor desgraciado. No desconocemos que pueda tal vez tacharse de antojadiza y avanzada tal suposición; pero es también innegable que esa creencia no parecerá del todo destituida de fundamento si se observan con atención ciertas particularidades que se notan en el poema, la inconsecuencia misma de que acabamos de hablar entre el buen gusto del autor que lo lleva a reconocer aquel proceder como aceptado por la buena crítica y la estética, y su decidida resolución de separarse de esos principios; lo que no es otra cosa que las huellas que el hombre deja de sí en su camino, (como si dijéramos) cual las chispas de los cohetes que se encumbran o el humo de la locomotora en los caminos. En el estudio de esta parte de las obras y de la vida de Ercilla, debemos declararlo desde luego, vamos a llegar a encontrar la explicación buscada, única aceptable a nuestro juicio, esto es, que los contratiempos e infortunios que en su juventud primera debió al amor, le obligaron en su poema, como en desquite, a silenciar completamente todo lo que se refería a las relaciones de los dos sexos en cuanto precursoras de un enlace eterno, o como simples brillantes y rápidas estrellas fugitivas de los primeros años, ya felices o desgraciados, de imperecederos recuerdos o de tristes memorias.
Es preciso suponer que en su determinación de pasar a Chile haya habido una causa bien poderosa, más que el simple deseo de aventuras y el atractivo de lo desconocido, para dejar aquella vida en la cual respiraba como en su nativo elemento. —48→ Educado en la corte, lleno de afecciones por su rey, no es fácil explicarse una determinación tan opuesta a su modo, de ser habitual y al cual lo ligaban todas las expectativas de su carrera. No es posible ocultarse que el espíritu de aventuras dominaba en él, que al cabo era joven y de esa escuela de conquistadores y osados aventureros que por su audacia y con solo su espada y su valor regalaron a su patria los más opulentos imperios de América; pero, a no atribuir a nuestro personaje un tardío arrepentimiento, difícil de explicarse con la precoz madurez de sus años, es necesario que convengamos en que ni el continuo azar de la vida que llevaba en los campamentos de Arauco ni las fatigas de la guerra a la cual se entregó con extremado ardor, no perdiendo encuentro, ni emboscada, ni correría contra el enemigo, pudieron conseguir apagar las aspiraciones que siempre divisaban su campo en las guerras de Europa y al lado de su rey. En esas escenas se figura siempre colocado en sus sueños, en medio de franceses, españole y alemanes, entre bellezas de corte, adornado de los lujosos atavíos de los caballeros, y no en aquella que sus ojos lo presentaban diariamente entre guerreros feroces y desnudas beldades. Si lo hubiese conducido únicamente su espíritu de aventuras, no habría tenido para qué tender la vista lejos de sí, pues el peligro diario y las interminables fatigas y los nuevos descubrimientos en una tierra completamente desconocida o que asumía todos los caracteres de la leyenda, habría bastado para satisfacer las más encumbradas exigencias. No el desengaño tampoco de la pobreza de un suelo del cual jamás pudo esperar obtener riquezas, tanto más cuanto que dejaba a sus espaldas el Perú, la tierra del oro y de las fabulosas fortunas; la codicia siempre estuvo lejos de sí, y este móvil tan poderoso y muchas veces exclusivo, en los más de los españoles que pasaron en aquel entonces a América, no debió entrar para nada en sus planes: el oro no era para él más que un «vil metal» que no podía obtenerse sino mediante al sacrificio inhumano de sus semejantes (y que después de todo jamás bastaba para acallar los sufrimientos que podían aquejar a su poseedor), y cuya adquisición no valía la pena de procurarse a costa de los —49→ gritos de una conciencia delicada que en la hora de la muerte, que nunca olvidó, debía forzosamente enrostrárselo.
Entre las cosas que dejaba a su espalda al partir, una de las que más sentía era no hallarse al lado de Felipe II, que asumía para él todos los caracteres de un ser privilegiado y al cual, como buen hidalgo español, había hecho el ídolo de su veneración y el representante, de Dios en la tierra para regir a sus reinos. Ya que no le era dado desde la distancia encontrarse a su lado, su fantasía, ocurría a todos los recursos de la magia para dar una realización a sus deseos, aunque fuese siquiera en sueños. Esta afección que supo resistir a todas las ingratitudes del monarca, siempre la conservó hasta el último de sus días, y madurada ya al tiempo de su partida, debemos pensar qué grande debió ser la fuerza que lo impulsaba a separarse de lo que había llegado a ser una necesidad para sus afecciones de súbdito. Ésta es una de las líneas prominentes de su carácter, que luego tendremos oportunidad de bosquejar, y solo entonces podremos apreciar por completo cuánto debió costarle separarse del lado de su monarca en cuyo servicio, es cierto, todavía desde una inmensa distancia, en medios de las selvas de Puren, había de ofrecerle el homenaje de su espada en la conquista del pueblo más belicoso de la tierra.
Es un hecho, hemos visto ya, que el poeta en su obra ha convertido algunas reminiscencias de sus afectos de joven durante su permanencia primera en Europa, y es asimismo indiscutible que consignó allí sus propias hazañas, en medio de las acciones que cuenta de la guerra de Arauco, de sus ulteriores propósitos y de su norma de conducta para sus últimos años, retirado ya de las agitaciones de una vida de aventuras.
Nadie ha puesto en duda la veracidad, no solo del fondo del relato, que tiene los caracteres de la historia, sino de cuanto se refiere al autor mismo, que nos entretiene y atrae nuestra compasión hacia sus desgracias y miseria. Siendo ello así, si queremos ser consecuentes y conformarnos con las deducciones de la única lógica rigurosa, o aceptamos como cierto cuanto el poeta nos dice, o si por el contrario no damos asenso a su palabra, debemos también —50→ rechazarlo todo. Conformes en que son verdaderamente fieles las relaciones de la parte de su vida activa o de sus últimos pasos, reconocemos por lo mismo que es exacto cuanto nos dice de los años anteriores a su estadía en América; y, por lo tanto, debemos creer existió para él esa pasión cuyos efectos nos describe en su obra como de penosos recuerdos. Es, por consiguiente, un hecho que sufrió de amor en su primera juventud; quedando así establecida esa clave que buscábamos de una conducta que tan poderosamente influyó tanto en su carrera literaria como en su carrera pública. Sin aquellos sufrimientos que lo condujeron al destierro y acaso a buscar una muerte esperada, que no le sería difícil encontrar en medio de tantos peligros en los cuales se iba a lanzar, no habríamos tenido la Araucana y ella no hubiera sido concebida bajo el plan en que se llevó a término; y en lugar del poeta que cantaba en las selvas y escribía a la luz de las estrellas después de las fatigas y azares del combate, solo habríamos tenido probablemente alguno de tantos personajes que se hacían matar entre hermanos en las guerras que la ambición o la política de sus reyes encendían entonces en Europa.
La historia de su vida estaba demasiado ligada a los acontecimientos que celebraba en su poema para que hubiera podido excusarse de hablar de sí: actor y testigo en esos mismos sucesos debía figurar precisamente al lado del resultado de un combate el nombre del que había asistido a él, o el modo como había llegado a noticia del que lo relataba, porque, como se expresa M. Bancel, «todo poema, no es más que un eco de las ideas, de las pasiones de su tiempo. El poeta es el metal sonoro, el timbre de oro, de plata o de cobre, sobre el cual golpea la historia. Pero, ¿basta al poeta este rol pasivo? Debe mezclar al espíritu de las cosas su propio espíritu. Sin esta comunión, sin este augusto himeneo por el cual se fecundan el uno y el otro espíritu, la poesía no sería más que el registro armonioso y estéril de los acontecimientos humanos»159.
—51→Erigido por la mano que guiaba su pluma el monumento en que había figurado con la espada, eran dos cosas inseparables la guerra de Arauco y uno de los capitanes del ejército enemigo; y aún al lado de la obra histórica era forzoso que su autor asentase en el ánimo del lector la veracidad de sus palabras con la declaración de las fuentes a que había ocurrido antes de consignar en el papel lo que daba como cierto a la posteridad: de nuevo, el testigo debía figurar al lado de su deposición para el juicio de las generaciones venideras. Mas, Ercilla que había perseverado en realizar en medio de obstáculos de todo género, la conclusión de su obra, se veía en ella interesado de dos maneras poderosas para hablar de sí y para permitirse algunos recuerdos de ese tiempo: era la una, el placer que hallaba cuando divisaba lejos de él los acontecimientos que muchos años después dulcificaba con la armonía de sus versos; y por el necesario encadenamiento de los hechos, la relación de una de las peripecias forzosamente le acarreaba lo que había preparado a la última; y así, poco a poco, fue consignando los rasgos más prominentes de su carácter. Por lo demás, en los escritores de esos tiempos, y sobre todo en la literatura de Chile, nada más común, ni más natural tampoco, que nos hablen de sí, como de algo a que tenían derecho por la obra que emprendían y por la necesidad de colacionar los acontecimientos en que muchas veces habían sido actores principales.
La otra debemos deducirla de la estrecha indisolubilidad a que el poeta debía mirar ligada la suerte de su obra y la de su propia vida. Si aquella debía ser duradera, si no había de naufragar en el océano del olvido, debió embarcarse en el bajel que con su genio levantaba a sus héroes y a su nombre; era natural entonces echarse al mar con los efectos de más valor que podía presentar y llevar a su lado para anclar con él en el puerto de salvación, la historia de sus sentimientos, sus sufrimientos, sus alegrías, sus inclinaciones, la compañera de su vida. De este modo se explica que en una relación continua de guerras, única prometida, figuren sus propias reminiscencias y sus esperanzas. Ya que en el campo de su acción no le era lícito ni posible celebrar las victorias de su —52→ país, el triunfo de la cruz sobre el mahometismo, las hazañas de los ejércitos de su rey, los lugares que había recorrido, ocurría a la ficción y pedía a sus sueños para que le presentasen lo que más amaba y esperaba. El bajel no habría ido así en un día de paseo, en que solo banderolas flamearan en sus bordes, surcando las ondas con toda su gallardía; mas en un día de naufragio y por la propia conservación de lo que constituía el círculo de sus afecciones, nada importaba que el andar disminuyese, menos galanura, si al fin podían todos escapar.
Hemos dicho que la carrera literaria de nuestro autor no contaba como precursor de su poema más título que simple glosa que Sedano nos ha conservado en la página 200 del tomo XI de su Parnaso Español, que dice como sigue:
Glosa de Alonso de Ercilla | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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—53→ | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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He ahí, pues, como el poeta pinta el dolor de sus desengaños, la tristeza de sus sufrimientos y la amargura que para siempre había de encerrar su alma impresionable, generosa y caballeresca. Era tal su abatimiento que nada podría ya contra él ni el mayor daño: su desesperación involuntariamente le llevaba a reconocer como que nada era posible más allá de su dolor. En vano procuraba él mismo estimularse, estando corrido del extremo a que se dejaba llevar; excitaba a su alma a que se moviese, o que volviese, de nuevo a la vida, saliendo del sepulcro en que se consumía, y ella, sorda, le respondía siempre ¡no puedo!
Su juventud combatida y experimentada por la fortuna y un amor desgraciado a un mismo tiempo, demostraría cuanta tensión alcanza el alma del hombre en sus angustias; pero atacada en sus fuentes y cuando las fibras del corazón no se endurecen todavía con el conocimiento que los años acarrean, quedaría agotada para siempre y nunca una flor podría brotar en un campo que de por sí no era infecundo, pero al cual un violento cataclismo acarreara la esterilidad.
Bien, dirá alguien: esas estrofas revelan sentimiento, los entusiasmos de un poeta novel; pero ¿por qué creer que indican ellas la expresión del estado moral de su autor? ¿Acaso no vemos todos los días que los ingenios alegres son los cultivadores del género lúgubre y que los caracteres sombríos producen en muchas ocasiones las más jocosas composiciones? ¿De cuándo acá el que compone versos queda responsable de las pasiones que ellos expresan? No procuramos disminuir la fuerza que pueda darse a esta objeción, y así trascribimos en seguida algunos pasajes de M. de Saint Marc Girardin que al mismo tiempo que resume la historia de este proceder se manifiesta su más decidido campeón. —54→ Y esto porque abrigamos la persuasión de que en el caso actual pesarán más en la balanza de un sano criterio las consideraciones que luego nos haremos un deber de exponer.
Girardin se pregunta si los celos de Alcestes en el Misántropo deben su enérgica e inimitable pintura a la situación en que Molière se encontraba entonces respecto de su mujer, de la cual estaba celoso, y según él mismo lo había confesado a un amigo en una relación íntima, o si acaso el genio del poeta bastó para dominar completamente la situación, y después de hacer hablar al hombre en Molière, prosigue así: «¡Cuán cerca estamos, al verlo, de Alcestes y de Celimena! Pero qué ¿acaso es necesario experimentar todas las pasiones que se quiere pintar? ¿El genio está condenado a sufrir por sí mismo para procurar la emoción a los demás? Imaginémonos por un instante la singular condición en que colocaríamos al poeta dramático, al novelista, aún al pintor, a cualquiera que representa las pasiones humanas. Como no se trata en el drama de pintar una sola pasión sino varias, seria preciso que el poeta estuviese enamorado como el Cid, celoso como Alcestes u Otelo, que fuese ambicioso como César, patriota como Bruto, hipócrita como Tartufo, crédulo como Orgon. Qué se yol Seria menester que abrígase en su alma todas las virtudes y todos los vicios de la humanidad.
«La idea de atribuir o de imponer al poeta todos los sentimientos que representa, ha cobrado gran crédito en nuestros dios durante la primera mitad de nuestro siglo, y esto por la misma pretensión de algunos poetas o de algunos escritores a quienes parecía bien se confundiese en ellos al poeta con el hombre, viéndose en su persona el original o el rival de los héroes que pintaban. Ésta ha sido principalmente la manía de Lord Byron, y ésta manía del maestro se ha esparcido entre los discípulos [...] No, los autores no tienen necesidad de ser los actores de sus dramas, y la experiencia que deben tener para pintar bien las pasiones del hombre no debe venirles del sufrimiento, sino de la observación»160.
—55→Así, el crítico citado reconoce que el cómico francés al poner en escena y dibujar con colores maestros al tipo completo del celoso, estaba él mismo dominado de los celos; y nada más natural entonces que las mismas impresiones de su corazón hayan contribuido por mucho en la demarcación de un personaje cuyos rasgos dominantes los veía y los sentía en su interior. La creación no será toda copiada de la realidad personal, pero a ello habrá contribuido por mucho los acentos de su alma perturbada por una idéntica pasión. Razón tiene también al creer que los héroes soñados por los poetas, puestos en acción por el novelista, o representados en el drama, son más los tipos imaginados de lo que los autores querrían ser, que no ellos mismos. Mas en el caso de Ercilla ¿qué habría querido darnos a entender al pintarnos las desgracias amorosas de un joven, que con ellas ve solo nubes opacas en el horizonte de su vida? ¿Dónde estaría la personalidad imaginada del héroe, dónde el ideal de sus aspiraciones? Por eso es necesario concluir con M. Villemain que «no se puede, no se debe separar al hombre del escritor. Esta naturaleza original en la vida común, esta independencia caprichosa, rebelde a todo yugo, habrá sin duda, dejado alguna cosa suya en las obras las más artificiales del poeta161; o como dice A. Bossert, que «no es más natural separar al hombre del escritor, al poeta de su obra, que al árbol de sus frutos»162.
Los impugnadores de la doctrina de los que ven en los personajes literarios la representación de los sentimientos del autor, podrán decir todavía que cuando Petrarca celebraba la belleza de Lauro, por ejemplo, o cuando sus canciones estaban llenas de sus sentimientos o de su nombre, debemos referirlas a ella; que sin duda el Dante eligiendo a Beatriz bajada del cielo para guiarlo a los infiernos, o conservando en sus cantos la memoria de su nombre, al cual lo ligaban las primeras impresiones de sus años juveniles, no podríamos aplicarlos a otra. Pero ¿por qué creer que —56→ los versos de Ercilla simbolicen los desencantos de un amor desgraciado y fatal?
Es cierto, contestamos, que no podríamos producir con ello la certidumbre moral o material de nuestra hipótesis; pero ¿no es verdad también que así como en ocasiones la expresión de un acento nada significa cuando el contexto, el tono general y nuestra propia impresión nos dicen, no es cierto; así también, las vivas emociones expresadas de un modo conforme a lo que todos sentimos, para nada necesitan esa palabra que ninguna mayor animación vendría a dar a la frase y cuya falta no notamos porque dominados de antemano hemos seguido el arranque del poeta? Pues bien, eso es lo que la glosa traduce, es toda ella el grito desgarrador de una alma herida pero resignada que, en un rapto de dolor, ha creído desahogarse confiando al papel la causa de su infortunio. Lope de Vega tan lo comprendió así, o tan bien lo sabía, que no quiso sino insinuarlo como uno de los perfiles que caracterizaban a Ercilla, al decir de él en su Laurel de Apolo:
Don Alonso de Ercilla | |||
tan ricas Indias en su ingenio tiene, | |||
que desde Chile viene | |||
a enriquecer la musa de Castilla; | |||
pues del opuesto polo | |||
trajo el oro en la frente como Apolo, | |||
porque después del grave Garcilaso | |||
fue Colón de las Indias del Parnaso, | |||
y más cuando en el único instrumento | |||
cantaba en tiernos años lastimado: | |||
«Que ya mis desventuras han hallado | |||
el término que tiene el sufrimiento.» |
Las palabras estampadas sobre aquellos pliegos reemplazan muchas veces para el lector la declamación del artista cuyos cuadros en la tela, cuyos ademanes y entonación en la escena nos impresionan por lo mismo que reconocemos en ellos la verdad; sin esa condición, en ambos pasos, en lugar, del efecto buscado, se obtiene el que más distante estuvo de la mente del autor.
Es necesario todavía no olvidar un rasgo del carácter español de esa época, que concurre por mucho en favor de nuestras presunciones. Entre los recuerdos tradicionales más gratos al pueblo —57→ español, porque tienen mucho de caballeresco y de la poesía meridional, se encuentra aquella curiosa costumbre de los estudiantes que con la espada al cinto y la guitarra bajo los pliegues de la capa, iban por las noches a entonar al pie de conocidos balcones en alguna solitaria calle de Sevilla, esas tiernas endechas impregnadas del fuego de la raza de los árabes. Ya celebraban los encantos y anhelos de la pasión que espera, o ya, acompañándose de su favorito instrumento, entonaban la barcarola de costumbre que había de abrir la reja tras la cual asomaba alguna beldad de ojos negros condolida de la quejas de un amante rendido. El conde de Almaviva cantando a los balcones de Rosina es un personaje de un colorido sorprendente y que no deriva su figura de la imaginación del poeta sino de la observación que éste hizo de lo que a cada momento podía verse en algunas ciudades de España. Esos nocturnos trovadores no iban a celebrar las hazañas de algún señor feudal o a apropiarse las canciones que otros por su profesión o por gusto habían compuesto alguna vez: ellos se interrogaban a sí mismos y en el fondo de sus corazones entusiastas siempre sabían encontrar ardientes palabras que tradujesen fielmente su pasión, razón por la cual esos versos además de expresar los sentimientos propios del cantor, algún tanto exagerados si se quiere, eran siempre conmovedores, porque no hacían más que representar una situación que hallaban en sí mismos y que era hija de la naturaleza. De ahí los rasgos distintivos de esa poesía encantadora. La verdad del estado moral de sus autores y lo común que era en aquella época en que la juventud amante del peligro y de lo misterioso, y debemos decirlo, forzada también de la necesidad a que los obligaba el ceño adusto del tutor o el justo temor de un padre hacía necesaria la declaración de esos sentimientos en la forma en que se realizaba.
Con el tiempo, se olvidaron los poetas de cantar sus versos; pero no dejaron esas inclinaciones de encontrar siempre el lenguaje sonoro que su genio heredado de las naciones orientales les dictaba, persistiendo todavía en hacer de los versos el intérprete de sus amorosos sentimientos. Aún en este siglo XIX se —58→ conservan restos de ese modo de expresión, y es cosa averiguada que, hoy como entonces, el poeta más grande es aquel que en sí mismo encuentra la fuente de inspiración, que arrastra al lector, lo seduce por la verdad y exactitud de sus pinturas y lo hace preguntarse si es posible refiera así lo que no se siente. Nada, pues, más natural que las endechas de Ercilla traduzcan una pasión verdadera, porque a ello conspiran las costumbres de su tiempo y la ingenuidad de sus conceptos que dejan traslucir lo cierto del dolor de su corazón.
Esa es la impresión que la lectura de la glosa de Ercilla deja en nuestro ánimo; impresión que cobra tanta mayor fuerza si se la relaciona con las palabras que en su Araucana dejó una vez escapar.
Apenas había concluido de referir la historia de Tegualda, que era también una desgraciada, comienza su canto VII con estas palabras:
Pérfido amor tirano, ¿qué provecho | |||
piensas sacar de mi desasosiego? | |||
[...] | |||
¡Ay que ya siento en mi cuidoso pocho | |||
labrarme poco a poco un nuevo fuego! | |||
[...] | |||
Que así de tal manera me fatiga | |||
tu importuna memoria en cada parte, | |||
déjeme ya; [...] | |||
Al último rincón vas a buscarme, | |||
y allí pones tú fuerza en aquejarme. |
De ninguna manera puede objetarse que estos versos no sean la manifestación de la verdad, siendo que no había para qué expresarlos, y ya que también si admitimos que en la Araucana hay algo suyo, debemos asentir en el mismo grado a todo lo demás que con él se relaciona. Pues bien, esos versos carecen de sentido y son del todo importunos sin nos apartamos del punto de vista que venimos tomando en consideración. ¿Qué significado podrían tener esas palabras en que se queja del desasosiego que el recuerdo de un amor le produce; qué aquel deseo de no verse aquejado por tales ideas? Mas si tenemos presente que una vez él también —59→ amó y que por una causa o por otra su pasión le acarreó crueles sufrimientos, nos explicamos perfectamente tanto el sentido de sus expresiones, como la oportunidad con que las pronuncia. Tegualda refiriendo los pesares que un amor cortado por la muerte de su esposo le producía, refiriéndoselos a quien como ella había conocido esos sufrimientos, era natural se los trajese a la memoria para desear en seguida no viniesen a importunarlo; y esta semejanza de situación es también la que materialmente nos explica la simpatía y la compasión de Ercilla por aquella mujer.
Esto todavía nos demuestra cuanta razón y cuanta verdad había en la glosa al lamentarse de su situación: los años habían pasado, se encontraba en medio de las aventuras guerreras que a cada paso comprometían su vida, y todo eso, y más, no habían conseguido aún borrar de su memoria lo que debemos creer fue grande y sincero cuando con la volubilidad de sus años y el cambio total de su existencia no había podido olvidarlo. Si hubiese consultado un poco la naturaleza del hombre, luego habría podido convencerse de que los remedios que buscaba a su mal, no los iba a hallar donde creía; porque es un hecho que cuando en sí propio se lleva el germen de inquietud e intranquilidad, será inútil buscar en otras tierras y horizontes remedios de males que de antemano tienen un curso prefijado.
Pero es preciso que no creamos que la prescindencia de Ercilla en lo que al amor se refiere fue absoluta, a tal punto que ni una escena de ternezas nos presente o no nos haga oír allá en las noches los suspiros de sus indómitos amantes. Lo que únicamente Ercilla pensó excluir de su poema, como lo hemos ya dicho, fue el amor que no ha sido consagrado por el matrimonio. A esa alternativa lo llevó acaso la voz de su corazón, que en ella le había hecho ver lo perecedero de esas relaciones, las que, por lo demás, no se armonizaban con su estado, en el cual le habrían faltado colores para pintarlo. La misma seriedad de su carácter y el distintivo de una relación histórica como era la que emprendía, tendían también cada una por su parte a disuadirlo de una empresa cuyas seducciones veía perfectamente y de las cuales sabría prescindir. En —60→ la unión consagrada de dos almas notaba muy bien que salía del terreno de la novela y de lo que alguien miraría como ficción, para entrar de lleno en un campo no tan ameno, pero que tendría la ventaja de presentar a sus heroínas conspirando con sus maridos en la grande y gloriosa empresa en que estaban empeñados, la lucha con los extranjeros invasores que había de acarrear la independencia de su caro suelo:
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Canto X |
Así podía, sin faltar a su propósito, presentarnos las relaciones de los dos sexos, pero no come el fondo mismo del cuadro, por aislado que fuese, sino únicamente como uno de aquellos lejanos grupos que se divisan en lontananza para contribuir al mejor efecto de la perspectiva que el pintor se propuso. Sin duda que en esas mujeres no iremos a admirar el candor, la sencillez, el sacrificio, hijo únicamente de la pasión; pero sí a la mujer araucana que ve en la causa de su marido la misma de la patria. Habrá menos suavidad en los colores, menos belleza en los tiente, pero la paleta revelará la energía de la mano que los trazó y la armonía en que se hallan respecto del conjunto, sombrío como la opresión, incontrastable como el valor.
Muy luego procuraremos dibujar alguno de esos caracteres en que se detuvo con más complacencia y que, ¡cosa singular! ha sabido mediante su talento y luchando contra toda corriente, hacer que nos interesemos por ellos. En verdad que a esto contribuye en mucho nuestra propia razón y sentimiento que, olvidando el irresistible pero pasajero encanto de la pintura de los amores primeros, nos dice que hay algo que vale más que eso: la manifestación de la intimidad del hogar en la unión del alma de —61→ los esposos, conspirando al mismo fin de la felicidad de la familia.
Nada revela mejor la transformación que su carácter había sufrido en pro de sus nuevos sentimientos. Al paso que procura alejar de su mente todo recuerdo de sus amores de joven, se detiene con cierta grave y circunspecta complacencia en presentarnos a la que fue su esposa en medio de las demás damas de la corte que había visto pasar ante sus ojos en una visión. Ella, sin duda, fue la que le hizo olvidar sus pasados pesares, que una vez llegó a creer irremediables, y en su seno fue a buscar una tranquilidad que jamás pensé alcanzar en sus momentos de desesperación. He aquí los términos en que se expresa acerca de su esposa:
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DEL TRONCO DE BAZÁN DOÑA MARÍA. Canto XVIII |
Nada más significativo y delicado que este modo de terminar su sueño: las sangrientas guerras habían comenzado en él por llamarle, como siempre, su atención, y poco a poco va dulcificando su entonación hasta parar en las hermosas de la corte, entre las cuales solo una atrajo sus miradas. Su despertar debió serle dulce y al restregarse los ojos debió sentirse con más fuerza para proseguir la tarea en que se hallaba comprometido.
En estas pinturas del hogar doméstico, en que es verdad solo figuran los jefes, y que nunca han hallado un lugar en el drama o la novela, que ordinariamente se detienen en este umbral, como —62→ si la vida no comenzase solamente entonces, completo ya el hombre en su ser y asociado para continuar en una senda que hermosean sentimientos comunes e idénticos fines, con todas las peripecias de una lucha más llevadera por lo mismo que hay dos que se aman para compartir sus penas y alegrías y cuyos lazos creen han obtenido una consagración del mismo Dios; Ercilla supo desentenderse de toda rutina y desafiar, valientemente la opinión de un público que hallaba sus delicias en lo mismo que sus hábitos y gustos habían consagrado; pero firme en la santidad de sus propósitos y seguro de que tal innovación sería aprobada por la gente de un seso maduro, supo seguir impertérrito la tentativa empezada. Además, el mismo lugar de sus escenas y la verdad histórica que respetaba en principio, justificarían perfectamente su proceder; tomando sus cuadros de entre salvajes menos inhumanos que sus civilizados conquistadores, podría dar al mundo una lección de doctrina cristiana, predicando la inviolabilidad de la fe que los esposos se habían jurado, los tiernos sacrificios del amor conyugal y el innato amor a la patria que unidos llevaba al campo de batalla a hombres y mujeres.
Ese respeto de Ercilla por el matrimonio, ha sido inculcado por él en cada uno de los cuadros que ha presentado a nuestra vista, y ora observemos a Guacolda, Tegualda o Glaura, siempre veremos en ellas ir junto con el amor patrio el respetuoso cariño al marido y aún algunas veces sobreponerse el primero al segundo. Así, mientras Caupolicán fue por su valor el digno elegido de sus compatriotas para rechazar al extranjero, Fresia fue su inseparable compañera; cuando abatido por su desgracia se deja doblegar hasta pedir el perdón, su mujer ya no le conoce, y sin querer que de él quede ni el hijo que no había ya de ser el heredero de un nombre que ha deslustrado con su última acción, lo sacrifica destrozándolo contra las piedras a vista de su padre.
«Una de las originalidades más seductoras del siglo XVI y que la Araucana refleja con una singular fidelidad, dice con razón uno de sus traductores, es ese sentimiento noble y desinteresado, ese orgulloso afecto, ese culto respetuoso a la mujer que parecían —63→ condensar la antigua caballería, y del cual están fuertemente impregnadas las costumbres españolas»163. Muy luego, en el examen que haremos de sus heroínas, tendremos oportunidad de ver realizado el ideal de nuestro Ercilla; mas, antes, en su comprobación, debemos ocuparnos de uno de los más curiosos episodios del poema inspirado por las mismas ideas: queremos hablar de la historia de Dido.
Nada más extraño en apariencia que la admisión de una historia semejante en un poema como la Araucana, cuya acción pasa en América y cuyos actores pertenecen todos a la historia moderna de la conquista de los españoles en el Nuevo Mundo. Ni la índole del relato, ni sus personajes puede sostenerse que tengan la menor cabida en una epopeya destinada a celebrar las guerras de los bárbaros de Chile, allí donde jamás se había oído hablar de Troya y sus destructores, del robo de Helena y de las expediciones de los griegos. Virgilio celebrando a Eneas y refiriendo las aventuras de los troyanos después de la destrucción de su patria, estaba en su derecho, y el asunto se prestaba de por sí a colocar entre esas aventuras la residencia de su héroe en Cartago y la pasión que por él concibió la reina Dido. Por otra parte, su voz armoniosa había prestado a su lira sus más bellos acordes en la relación de aquellos ardientes sentimientos, y el canto que casualmente en su poema parecía irretocable, fue ¡cosa curiosa! el elegido por Ercilla para modificarlo completamente, apartándose aún ya que no de la historia, al menos de lo que la tradición uniforme y largas generaciones aceptaban como un hecho inconcuso, y cuyo trastorno había de resonar desagradablemente en los oídos de los lectores a quienes la Eneida y las conquistas de Roma eran familiares.
No pretendemos, sin duda, ni justificar la oportunidad del episodio en cualquiera parte del poema que lo supongamos, ni sostener su bondad intrínseca o el parangón con el poeta de Mantua. Porque, en efecto, ¿cómo es posible que la heroína africana, la —64→ fundadora de Cartago, rival de Roma, pueda tolerarse en un asunto destinado a celebrar las guerras de los araucanos? Hay en una obra de largo aliento circunstancias que disculpan y que, aún en ocasiones hacen necesaria la colocación de los incidentes para evitar se fatigue el lector con la continuada narración de un asunto, algunas veces de por sí poco ameno; y de ahí nace entonces la discreción y buen gusto del autor para injertar en el tronco episodios de una naturaleza diversa de la principal, pero que a ella se relacionan con alguna circunstancia, como la corteza y el injerto que, siendo en sí mismos diversos, vienen a verse armonizados por la misma savia que a ambos debe animar. Mas, cuando el jardinero ignorante quiere formar alianza entre elementos de por sí heterogéneos, no los ve fructificar, pierde su trabajo y ya para otra vez se cuida de incurrir en semejante despropósito. Los episodios, por lo tanto, (y esto todo el mundo lo sabe) no deben ser tan lejanos que olvidemos el asunto principal; y el autor que de esta manera no proceda, aunque el incidente sea una obra maestra, mal colocado, además de perder su mérito intrínseco, deslustra el marco en que figura. El oasis perdido en el desierto, estando apartado del camino, lejos de contribuir a dulcificar la ruta, solo aumenta sus fatigas con la seguridad del viajero que no ha de llegar hasta él. Ercilla no se situó absolutamente en este punto de vista, y por eso nada bastará a disculparlo, pero puede legítimamente buscarse qué fue lo que tuvo en mira al intercalar la narración de la muerte e historia de Dido entre las figuras de Lautaro Rengo y Caupolicán; y ese fin no fue otro que su apología del matrimonio o la exclusión de los amores fáciles o no santificados por la religión. Veamos ese episodio.
De nuevo, pues, viene a encontrarse a Ercilla en un dilema sin salida, y en el cual, debemos sin duda confesarlo, cualquiera que sea la solución que se le dé, ha de serle precisamente desfavorable. Al atreverse a modificar lo que en el mundo literario pasaba como un modelo en su especie, debemos creer que obedeció su ánimo a muy poderosos influjos para determinarlo a —65→ cometer tal profanación. Y aunque su talento hubiese sido grande en la audaz modificación que emprendía, muy grandes los recursos de su imaginación, muy feliz la concepción del episodio y muy de admirar, por último, las inspiraciones de su musa, todo eso no habría podido pasar contra la opinión de verdad o de ilusión que el poeta latino se había creado con sus versos. ¿Fue por tanto el mal gusto del poeta español, algún sentimiento de secreta rivalidad intelectual los que lo llevaron a modificar una creación anterior, o el ingenio estragado de su siglo? Sin duda que no. Contra lo primero, ahí están sus declaraciones y su obra misma; contra lo segundo, nada habría podido el temple de su alma incapaz de abrigar ideas de ese género y su misma admiración por la literatura latina, en la cual, especialmente en Lucano, había ido a buscar sus modelos y cuya superioridad era para él un hecho incuestionable; y no tampoco las tendencias de un siglo que casualmente iba a inaugurar el más bello período que jamás hayan tenido las letras españolas. Así como respecto de la exclusión de los amores en su poema, hemos procurado investigar el móvil que lo condujo a ese extremo, también en esta dificultad hemos anunciado ya, debemos esforzarnos por buscarle una explicación que, podemos engañarnos mucho, mas que vemos la única aceptable, si no queremos admitir en nuestro poeta uno de aquellos lunares que de mucho tiempo atrás se le vienen reprochando y cuya materialidad a todos ha atraído, sin darse el trabajo de encontrar esa solución que ahora perseguimos.
«La memoria de la reina Dido -dice Ticknor hablando de la Crónica general de España-, ha sido siempre defendida por los cronistas y poetas más populares de España, contra las imputaciones de Virgilio». Y en una nota puesta a este pasaje agrega Gayangos: «La historia de Dido merece verse, y especialmente por aquellos que han leído las extrañas alusiones de Ercilla, Lope de Vega y otros poetas populares, los cuales no están por cierto muy conformes con la versión romana dada por Virgilio. Encuéntrase este pasaje en la Crónica de España (parte I, cap. 51-57) concluyendo con una carta verdaderamente heroica de la —66→ reina a Eneas. La relación de la Crónica española está tomada de la Historia universal de Justino. 16. 18. cap. 4».
«Es digno de averiguarse, continúan los traductores de Ticknor, qué motivos pudo haber para que los poetas españoles, entre los cuales no fue el primero Ercilla, se apartasen de la tradición histórica conservada por Virgilio y se hiciesen partidarios celosos de la reina Dido, o Elisa Dido, como la llaman. Apenas conocemos uno de cuantos han tratado el asunto, que no haya pintado a Eneas bajo los más negros colores y echádole en cara su alevosa perfidia y negra ingratitud. Quizá el origen de tan marcada simpatía haya de buscarse en la manera harto romántica y a guisa de libro de caballerías con que el asunto está tratado en la Crónica del rey Sabio. Un poeta del tiempo de Felipe IV, el padre maestro fray Tomás de Avellaneda, escribió un poema burlesco y en extremo gracioso, con el título de Fábula de Dido y Eneas, en el que injirió trozos de antiguos romances y canciones, en todas las cuales se acusa a Eneas de aleve y traidor. Henríquez de Calatayud, que tradujo en octavas el poema de Carlos Dolce, dice en su dedicatoria a Felipe III, que Virgilio acusándole la conciencia de haber levantado un falso testimonio a Eneas, mandó en su testamento quemar la Eneida, pero que Augusto no lo quiso nunca consentir»164.
Después de contar Ercilla como dejó a Lauca en camino de su casa, hallado el cuerpo de su marido que había ido a buscar al campamento español, retornando ya al fuerte, dice:
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Canto XXXII |
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A estas palabras, un soldado joven que iba en la compañía y al cual no le era desconocida la Eneida, interrumpió diciéndole que sus palabras estaban muy distantes de hallarse de acuerdo con lo que de esa reina refería el poema latino. No, le contestó Ercilla: Virgilio levantó en eso una calumnia al honor y castidad de Dido por lisonjear a Augusto que pretendía descender de Eneas y al cual, por consiguiente, quiso el poeta hermosear como al héroe de una aventura amorosa. Pero ya que no tenemos otra cosa de que hablar (y acortaremos así el camino) les contaré la historia verdadera de esa reina:
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Canto XXXII |
Como se ve por las dos estrofas citadas, el medio de que se ha valido el autor para hacer entrar su cuento, no es ingenioso ni oportuno: en lugar de entretenernos con esa historia, hubiera podido hacerlo con cualquiera otra. Pero ella demuestra claramente el natural del poeta castellano que ya que no puede desenvainar su tizona por defender el honor de una dama muerta siglos ha, pone sin embargo, a contribución su talento y sus estrofas para purificarla de toda mancha. Y no puede negarse que en verdad sus dos últimos versos son hijos de una naturaleza religiosa e inspirada en las más puras fuentes de la moral y de una conducta cristiana. Así, mientras el gusto literario desaprueba el episodio, el hombre de bien aplaude la invención de Ercilla, en cuanto ella está conforme con la verdad.
—68→Para no alargarnos inútilmente con lo que nuestros lectores pueden ver en el original, baste decir que la mujer que nosotros conocimos como un modelo de amor apasionado y como el tipo de uno mal correspondido, que busca su remedio en el olvido de la muerte, desesperada de alcanzar el que los hombres y el mundo pueden darle, desaparece completamente en el poema del conquistador de Arauco. Dido, es verdad, atravesado su corazón con el puñal que su mano empuña serena, muere en la hoguera, desde la cual Virgilio la hace asistir a la partida de la armada de su amante, que distante por el mar corre a velas desplegadas; pero lejos de sacrificarse a la pasión, a su orgullo humillado y a su despecho, es solo víctima de su fanatismo por la fe que cree debida a la memoria de un esposo muerto. En efecto, una vez fallecido Siqueo, Yarbas, un rey de las cercanías de Cartago, solicita la mano de Dido, y al mismo tiempo que encarga a sus emisarios de un mensaje que, llevado a feliz término, colmaría sus deseos, los autoriza para que en caso contrario ofrezcan su inmediata declaración de guerra a ese pueblo que recién se levantaba a impulsos de una hábil administradora y del carillo de sus súbditos. He aquí una cruel alternativa para Dido: ¿cómo aceptar una alianza que destruiría el respeto que su corazón conserva a la memoria del que fue su esposo? ¿Cómo rehusarla cuando de ello pende la conservación de su pueblo? Pues bien, se dice a sí misma, ya que estaba crítica situación no puede salvarse sino muriendo yo, estoy pronta a ello, y así satisfaceré al cielo y a la tierra,
Pues muero por mi pueblo y guardo entera | |||
con inviolable amor la fe primera. |
El día señalado para la respuesta que debía darse a los embajadores del pretendiente se mostró la reina lujosamente ataviada bajo un dosel a cuyos pies estaba la pira para los sacrificios de costumbre, y ahí en una exhortación a su pueblo en que le manifestó la razón que la obligaba a dejarlo para siempre,
Se abrió con un puñal el casto pecho, | |||
dejándose caer de golpe luego | |||
sobre las llamas del ardiente fuego. |
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No tenemos para qué entrar en la comparación de lo que cada uno de los autores imaginó, ya que en las escuelas aprendimos a conocer el armonioso estilo que el antiguo poeta emplea en la narración de la aventura. En la Dido de Virgilio, es más fácil explicarse esa muerte, y sin duda que su tinte general tiene cierto aire de romanticismo que agrada más a la imaginación que la de la esposa de Siqueo en Ercilla, cuyos móviles son tan aceptables como se quiera en una mujer antigua, a la cual las religiones del Oriente aún imponen como un deber el sacrificar, de la vida en los umbrales de la tumba del marido, pero que cuando largas generaciones de por medio nos apartan de esos remotos tiempos y costumbres, ya el colorido local, diremos así, desaparece mucho para el interés que se requiere y el cual solo puede suplirse por la influencia de los sentimientos generales de la humanidad que nunca tienen su época y que en el primero como en el último día de un siglo son siempre los mismos. He aquí como el poeta español ha sacrificado todo a su pensamiento dominante: ni respeto por las tradiciones, ni observación de la verdad en la historia o de lo recibido como tal en la imaginación de los pueblos, ninguna consideración ha bastado a detenerlo para reivindicar un honor que quería; emplear en beneficio de un pensamiento al cual dedicaba todos sus fuerzas. Noble fin, sin duda; mas ¿el buen gusto literario aceptará el cambio de papeles empleado como medio en la defensa de una causa bastante buena para triunfar por sí misma?
Siguiendo a Ercilla en la realización de su plan, procuraremos bosquejar algunos de los caracteres de sus heroínas, principiando por Guacolda, mujer de Lautaro. Es un hecho que en todos esos diseños, muchos de ellos simples bocetos, nunca hallaremos el amor entusiasta y si solo el afecto tranquilo de los esposos. Ercilla dejaba cuantos arrebatos imaginó la pasión para un campo que no es la arena de los combates, sino el dosel del triunfo, o había puesto a la vista del lector, no una pareja obrando a la vez, sino en las más de las ocasiones a la mujer inspirada por el recuerdo del cariño a uno que fue. Por otra parte, sus escenas no han sido tomadas, como a ello se presta el amor conyugal, del —70→ interior del hogar o del cambio de afecciones realizadas en una esfera que se acerca mucho a la prosa de la vida, pero que es más duradera, porque es menos ficticia e hija menos del impulso del momento que de la reflexión y de una compañía que se ha prolongado o deberá prolongarse por años, por toda una eternidad. La situación en que coloca a sus heroínas no es una de esas serenas que los poetas se complacen en pintarnos como realizadas en la hermosura de las tardes del otoño, bajo el techo de la casa que cubren las sombras de los árboles o que abriga el fuego que arde en la chimenea, preparando la cena del esposo que retorna de sus faenas o hilando el vestido que ha de cubrir a los hijos. En la Araucana nada de esa poesía sentimental o del reflejo de la vida patriarcal: solo escenas de guerra y exterminio en que a la mujer no le es dado desempeñar otro papel que el de celebrar el triunfo del ejército en que su marido combate, o ir a llorar en la tumba que ha de encerrarlas cenizas de un ser querido.
He aquí por que esas pinturas no pueden ser completas: el movimiento de la guerra arrastra en sus remolinos y en sus vueltas vertiginosas todo acontecimiento que no sea bastante notable para influir en los destinos de las batallas o en la suerte del país. En el poema esos sucesos son como las pequeñas detenciones que el viajero fatigado por las largas marchas le es dado hacer en las postas del camino, en que apenas se le concede el tiempo necesario para un ligero descanso, mientras de nuevo alistan las cabalgaduras. Con todo, esos episodios, especialmente el de Glaura, ponen una vez más de manifiesto las ideas y propósitos del autor. Mas no adelantemos y volvamos a Guacolda.
Lautaro en la embriaguez de sus primeros triunfos y en los mirajes de su imaginación exaltada por sus encumbrados propósitos de nuevas victorias, acampaba cerca de Santiago, procurando cumplir la promesa que había hecho al general en jefe de desalojar a los españoles de sus últimos baluartes en el territorio de Chile. Su campamento descuidado velaba precisamente en los momentos en que el enemigo, conducido por guías seguros, esperaba el momento oportuno para sorprenderlo.
—71→El araucano se había despojado por un momento de las pesadas armaduras de la guerra. Esa noche, después de muchas otras de fatiga, era la primera en que le era dado descansar un momento buscando en los brazos de su Guacolda nuevos bríos y reposo. Pronto un sueño pesado se apodera de él,
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Canto XIV |
Contesta Guacolda:
Soñaba yo lo mismo y ¡triste de mí! veo ya llegada la hora en que, concluyendo tu suerte, ha de terminar también mi ventura; y aunque el hado
Trabajo por mostrárseme terrible | |||
y del tálamo alegre derribarme; | |||
que si revuelve y hace lo posible, | |||
de ti no es poderoso de apartarme: | |||
aunque el golpe que espero es insufrible, | |||
podré con otro luego remediarme; | |||
que no caerá tu cuerpo en tierra frío | |||
cuando estará en el suelo muerto el mío. |
Así aparece el guerrero de Arauco con todo el orgullo de los de su raza. ¿Qué importa que esté desarmado cuando vengan los enemigos si en brazo ha bastado para quitarles todo lo que se extiende hacia el sur y estrecharlos como se hallan? En medio de la seguridad de en arrogancia, sin embargo, su esposa por uno de esos presentimientos que el alma sensible de la mujer, como delicado instrumento, adivina en su corazón cuando aún no llega la terrible realidad, le dice que nada importa el valor y la potencia de su brazo cuando muerto, él su desventura no ha de hallar otro término —72→ que en el día en que una misma sepultura los reúna. Y así fue en realidad. Al venir la aurora se descolgaron los españoles sobre el campo araucano y apenas si uno escapó con vida. Lautaro había caído de los primeros, herido de una flecha.
Sin duda que en las palabras del salvaje hay mucho de ficticio, una cultura, una prodigalidad de expresiones amaneradas y de costumbres de andantes caballeros que está muy distante de armonizarse con la rudeza y hasta brutalidad (diremos) de unos indios sin educación y sin más conocimientos que los que las continuadas guerras habían podido darles. Pero al lado de esos concetti están las palabras y las inspiraciones de Guacolda que son verdaderas, porque son hijas del corazón, cuyo lenguaje de amor es siempre el mismo: iguales acentos puede hallar y tener en esas circunstancias la dama de alta alcurnia y la dueño de palacios que la pobre hija de un pescador, María Antonieta puede ser en esa ocasión tan sublime como Graziella.
No debemos ocultarnos que estas pinturas ofrecidas a países de una civilización adelantada, como realizadas en un tosco teatro de un pueblo salvaje y desconocido, por héroes que apenas conocen otro lenguaje que el de los instintos y el de su astucia, colocan al poeta en una situación verdaderamente embarazosa. ¿Cómo retratar la verdad en absoluto y cómo agradar a la vez a los lectores? Es ir de Scila a Caribdis y por escapar de un escollo caer en otro. Si el araucano fuese menos pulido en su expresión y maneras, aparecería a nuestros ojos como grosero y lo haríamos a un lado; si se conserva tal como se halla, traspira demasiado a ficción para que pueda, proporcionarnos un placer. No queda más recurso que acudir un poco a nuestra propia imaginación y sacrificar algo de lo uno a algo de lo otro. Sucede aquí lo que en los romances pastoriles en que se supone siempre a los héroes ocupados en cuidar de sus ganados y en mudar sus tiendas de cuando en cuando debajo de la sombra de los árboles, o yendo a abrevar el rebaño a orilla de los cristalinos arroyuelos que corren, por entre el verde césped; esas pinturas siempre idénticas nos fastidian, y por eso, reconociéndose cuanto de ficticio tiene tal género literario, cada día —73→ cae en más descrédito, especialmente en nuestro siglo que tan poco sacrifica al idealismo de los poetas y soñadores y tanto a las ideas prácticas y a lo positivo.
Pronto tendremos ocasión de volver al carácter general atribuido por Ercilla a los araucanos en sus relaciones sociales; mas, desde luego, dejaremos establecido que el lenguaje de Lautaro, que debió tener más naturalidad, pudo también, sin pecar de grosero, ser admisible en un pasaje tal como el que se nos presenta, a condición de ser más sentido y menos locuaz, de lo cual, nace casualmente que sea también ficticio un idioma destinado a pintar sentimientos imaginarios. ¡Tan cierto es que todo lo que se aparta de lo natural, es por lo menos defectuoso, pues una copia en desacuerdo con el modelo, es forzoso que sea, asimismo despreciable!
Hemos visto en lo anterior que el poeta acompaña a su heroína únicamente hasta el momento en que todo es placer y felicidad, amargada cuando más de vagos presentimientos: papel hasta cierto punto fácil y que encuentra en las literaturas de todos los países repetidos modelos; mas, en la descripción de la aventura de Tegualda el poeta ha salido de lo común y ha caracterizado a la mujer fiel a la memoria de su marido.
Cuando don García desembarcó en Arauco, su primer cuidado fue la construcción de un reducto que resistiese los violentos ataques de los bárbaros ensoberbecidos con sus anteriores victorias. Parapetados tras de las murallas, sus soldados apenas habían podido contrarrestar los golpes de los araucanos que, a la voz de Caupolicán y guiados por sus más denodados jefes, emprendieron derribar el fuerte. La lucha había sido sangrienta, atroz; y la luna que oscurecida se levantó en el horizonte, vino a alumbrar esa noche el foso del castillo cegado con los cadáveres de los asaltantes. A pesar del desastre que habían experimentado los indios, el jefe español temía todavía un nuevo ataque, y los centinelas desde lo alto, vigilantes, se relevaban por sus turnos. Ercilla, a quien le cupo el cuarto de prima, velaba «en un bajo recuesto junto al fuerte». En otra parte hemos relatado ya las penurias que había sufrido en la —74→ campaña y que ahí, en esas horas de fatiga recordaba su mente. La noche estaba oscurísima. Era imposible distinguir los muertos tendidos en la llanura y solo el viento dejaba oír gas susurros misteriosos azotando contra las murallas de las fortificaciones. A veces traía en su aliento un ruido singular, como un sollozo, un suspiro, que partiendo de entre los cadáveres venía a morir donde el centinela. Ya venía de un lado, ya de otro, vagando cual los fuegos fatuos de allá para acá. El soldado estaba inquieto y atemorizado. ¿Qué sería aquello? ¿algún espía, quizá algún fantasma, el alma de algún muerto que se lamentaba? Sin más vacilaciones, picado de la curiosidad, y alentado por el cumplimiento de su deber, se encaminó despacio, caminando inclinado sobre el pasto, hacia el lugar en que se oía el ruido misterioso. Muy pronto pudo distinguir un bulto que en cuatro pies circulaba por entre los cadáveres. Poco satisfecho de tal reconocimiento, empuñando la espada, afirmando la rodela e invocando a Dios, aguijó luego sobre él; mas, a este movimiento una mujer se paso de pie,
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Canto XX |
Dudoso todavía, nada le contestaba; al fin, convenciéndose que era verdad lo que le decían,
Y que el pérfido amor ingrato y ciego | |||
en busca del marido la traía, |
la llevó en su compañía para su puesto de guardia, deseando le contara cual era la historia que a tales horas la llevaba a buscar el cadáver de un hombre al campo de batalla.
¿Cómo habría podido resistirse Ercilla a aquella súplica tan humilde, a un pedido dirigido acaso a lo que podía tener más fuerza en su corazón? A él que había amado, que también había sufrido —75→ pero que conservaba el culto de una religión muerta ya para su alma debieron presentársele en ese instante todas las imágenes que acababa de abandonar; en medio de tan extraños acontecimientos en un paraje tan singular, en un cementerio, debieron ser para don Alonso, como una nueva aparición la imagen de la mujer que amó, los sitios en que la vio, toda la historia de su amor. ¡Este amor muerto ya venía de nuevo a aparecérsele al borde de una tumba; al usar para la pobre mujer de una clemencia que siempre estaba dispuesto a dispensar no hacía más que emplearla también para con sus propios recuerdos!
Yo soy Tegualda, le cuenta, hija desdichada del infortunado cacique Bracol. ¡Fue para mí un tiempo en que libre de cuidados mis días se deslizaban tranquilos y jamás un pesar turbaba la calma de mis noches o empañaba la felicidad de mi alma! ¡No amaba! Un día la fortuna, celosa de mi alegría, airada por mi libertad, quiso poner fin a un estado que hasta entonces había constituido las delicias de mis años. En balde numerosos pretendientes asediaban a mi padre, que me rogaba me decidiese por alguien: tales ruegos eran para mí importunos y nunca podía explicarme la pasión que los llevaba a cometer locuras semejantes. Llegó un día, sin embargo, en que ese mal que no temía, amargó mi dicha, y ahogome el dolor que hoy causa mi muerte.
Mis amantes habían dispuesto fiestas para obsequiarme y a ellas debía concurrir. A orillas del claro y apacible Gualebo, junto al lugar en que después de correr por fértiles y anchurosos campos entrega su corriente al ancho Itata, allí debían tener lugar las fiestas. El trayecto, adornado con verdes ramas de los árboles entretejidos de flores que al sol ocultaban mi hermosura, conducía a un bien compuesto y levantado asiento;
El agua clara en torno murmuraba; | |||
los árboles movidos por el viento | |||
hacían un movimiento y ruido | |||
que alegraban la vista y el oído. |
En la arena había muchos jóvenes apuestos que parecían prontos a luchar en mi honor; mas yo en nada me fijaba, dejando a —76→ mi pensamiento vagase en libertad. Alzose repentinamente un gran murmullo en la asamblea y al preguntar lo que era me dijeron: ¿No has visto como aquel joven ha dado en tierra con Mareguano el vencedor de los demás? Éste no se da por vencido y solicita ensayar otro partido; pero como las leyes del juego se oponen, vienen ahora donde vos, a fin de que se les permita combatir de nuevo. En esto llegó el tropel hasta donde yo estaba, y después de pedirme licencia de un modo respetuoso y lleno de cortesía, Crepino (que así se llamaba el joven)
. . . . . . . . . . . . . . .con baja reverencia | |||
la respuesta mirándome esperaba; | |||
mas yo, que sin recato y advertencia | |||
escuchándole atenta lo miraba; | |||
no solo concederle la licencia, | |||
pero ya que venciese deseaba; | |||
y así le respondí: «Si yo algo puedo | |||
libre y graciosamente lo concedo». |
Trabose de nuevo el combate, y de nuevo salió vencedor.
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Canto XX |
—77→
Ya no fue entonces en mí aquella despreocupación que me hacía indiferente a lo que pasaba a mi rededor, y muy pronto mis ojos siguieron por doquiera las pisadas del mancebo que me había cautivado. ¡Cuál fue mi placer al verlo de nuevo triunfar en la carrera y con cuánto gozo no le entregué otra vez el anillo, premio del vencedor. ¡Juntamente le había dado mi libertad!... Él, aceptándolo, me lo ofreció, diciéndome que si era pequeño el don, grande era la voluntad, y
Yo por usar de toda cortesía, | |||
le dijo que el anillo recibía | |||
y más la voluntad de tal persona. |
Por tres semanas callé mi dolencia. Al fin, acordándome de las instancias de mi padre, le manifesté que estaba ya hecha mi elección. Mi mano había de ser de Crepino. Mi padre aceptó gustoso, y hoy ¡dura suerte! un mes se enteró cabal a que se celebró el triste casamiento.
¡Éste es, pues, el proceso, ésta es la historia, | |||
y el fin tan cierto de la dulce vida: | |||
he aquí mi libertad y breve gloria | |||
en eterna amargura convertida! |
Al llegar aquí se deshizo en llanto, exigiendo la seguridad de que se le permitiría enterrar a su marido.
Al día siguiente, cuando la infeliz amante dio con el cadáver de Crepino, pálido y desfigurado por la muerte, le besaba la boca y las heridas, procurando con su aliento devolverle la vida que una mano cruel le había arrebatado.
Tomando una angarilla con tablones, pusiéronlo sobre ella, y la india acompañada de sus sirvientes se encaminó a su tierra, escoltada por Ercilla hasta una altura inmediata, de donde se despidió llena de reconocimiento.
Hay en la relación anterior cierto entusiasmo varonil y cierta dulzura de sentimientos que hacen de este episodio de Ercilla, el mejor de su poema, a no dudarlo. La energía de su pincel y la suavidad de sus colores están felizmente combinados, contribuyendo mutuamente a su buen efecto. Sin duda que los personajes son algo —78→ pulidos para la escena en que se les representa; pero la galantería no pasa en él de los límites del buen gusto y de la verosimilitud, y aún nuestro propio placer viene en apoyo del proceder de Ercilla. Aquí, como en todas partes, la vida inquieta del amor solo merece reproches del poeta, quien cuando más la acepta como un mal necesario que no tiene otra compensación que la afección que más tarde puede llevar a los esposos a realizar grandes cosas al uno en favor del otro. Es siempre el desgraciado preliminar de un drama que no recibe aplausos de los espectadores sino en vista de los buenos sentimientos que despierta, la apacibilidad que lleva a las almas agitadas y la felicidad del desenlace. Los desencantos de la primera edad, el desengaño de lo conocido lo llevaban a fundar mejores cosas en el porvenir con la fe de sus pocos años, esperando que el sacramento tuviese para él las que no había realizado la pasión. Las expectativas no le salieron fallidas, y ya en el tercer canto de su poema pudo recordar la belleza y encantos de su esposa, que fue para él una fiel y digna compañera de su suerte.
Glaura y Cariolano figuraron en un círculo demasiado estrecho para que hayan podido tener un desarrollo las pasiones de que el poeta los supone animados; puede decirse con exactitud que la historia de su pasión es un relámpago que brilla en medio de tempestuosas nubes, pero que se extingue al desvanecerse su resplandor. La exposición de sus sentimientos, es, además, tan súbita e inesperada, que si le presta ocasión al autor para mostrarnos nobles y elevadas acciones, en cambio perjudica mucho a la verosimilitud, a pesar de los rasgos primordiales y externos del episodio en los cuales Ercilla tomó parte y que se nos dan con todos los caracteres de la historia.
Glaura era una de esas muchachas robustas, alegres, de ojos grandes y risueños, que a la sombra de sus bosques y del pajizo techo de las chozas de los salvajes, conservaba toda la frescura de la juventud. Su padre Quilacura, uno de los más notables y poderosos caciques de la tierra, la había visto crecer en el regalo de su afecto, dueña de su voluntad y respetada por su lenguaje y hermosura. Fresolano, su amigo y pariente, había llegado a hospedarse —79→ bajo su techo. Junto con la hospitalidad había encontrado allí al amor «turbador del sosiego». Las frecuentes ocasiones que una común habitación y la protección del padre le ofrecían, procuraba encaminarlas a obtener una correspondencia de sus declaraciones a la joven; pero ésta siempre los había rechazado con desdén y dignidad. Una vez una partida enemiga llegó hasta el patio de la casa. Fresolano, despreciado en su afecto, buscó la muerte en la punta de las lanzas españolas. En la turbación producida por la llegada de los enemigos, Glaura se escondió en un monte inmediato, a tiempo para ver, sin embargo, morir a su padre, que al bullicio había salido a informarse de lo que acontecía y que había caído allí atravesado de una lanza. Despavorida, echó a correr sin dirección por la montaña, detenida a cada paso por los zarzales, lastimada por las espinas y desgarrada por los abrojos. En su camino se encontró con dos negros que luego la despojaron de cuanto llevaba; conservando aún intactos su honor y castidad, solo merced a las lastimeras voces que daba, hasta que aparece un joven guerrero que poniéndose de su lado acomete a los cobardes asaltantes, mata al primero, atraviesa de un flechazo a otro y lo última a puñaladas tendiéndole en el suelo.
En seguida Cariolano, vase donde Glaura, la cual cuenta como terminó para ella la aventura, en los versos siguientes:
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Canto XXVIII |
Muy luego se perdieron en las espesuras de un bosque por el cual anduvieron gran trecho errantes, para salir, por último, a orillas del Lauquen,
Por do venía una escuadra de cristianos | |||
con diez indios, atrás presas las manos. |
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¡Atrás! les gritaron, y ante un encuentro tan inesperado, Cariolano hizo que Glaura se entrase de nuevo por el bosque inmediato, mientras él resistía a los enemigos.
Luego el temor a trastornar bastante | |||
una flaca mujer inadvertida, | |||
me persuadió, poniéndome delante | |||
la horrenda muerte y la estimada vida; | |||
¡Así, cobarde, tímida, inconstante | |||
a los primeros ímpetus rendida | |||
me entré!. . . . . . . . . . . . . . . . . . |
Escondida en el hueco del tronco de un árbol, pudo oír desde la distancia ruido de gentes que corrían, armas que se entrechocaban y tropel de hombres,
Como que combatiesen fuertemente. | |||
Aquel rumor y grita que se oía, | |||
cuando la obligación ya calentando | |||
la sangre que el temor helado había, | |||
revolví sobre mí, considerando | |||
la maldad y traición que cometía | |||
en no correr con mi marido a una | |||
un peligro, una muerte, una fortuna. |
Sin embargo, cuando la joven india asomó a lo llano, nada se veía, ni un caballo ni un enemigo, ¡ni un polvo levantándose del camino! ¡Su desesperación exaltándose entonces con la falta que creía haber cometido la hacía correr en todas direcciones, dando gritos y llamando a su marido; pero nadie le respondía y solo sus ecos le devolvían las montañas! Llena de pena y confusión, combatida por la duda, resuelta a pasar por todo para dar con las huellas de su marido, se dirige al campo español, escondiéndose en los lugares cercanos y rondando por las noches. En esas circunstancias la sorprendió Ercilla.
Lamentaba la bella bárbara sus aventuras y desgracias cuando un yanacona del servicio del poeta se acercó a decirle que huyese a toda prisa si no quería caer en manos de una gruesa emboscada que se acercaba.
Ercilla se había dado vuelta para dar las gracias al indio, cuando ve a su cautiva que prorrumpe en exclamaciones de sorpresa y de alegría, y que se acerca a Cariolano, que paso a paso iba —81→ siguiéndolos. El guerrero español era quien venía con sus compañeros cuando llegaron al Lauquen Glaura y su marido. Cariolano había resistido valientemente el primer ataque, y el poeta viendo su denuedo, había conseguido que no se le matase. Cuando de nuevo los vio reunidos, no quiso retardar por más tiempo el concederles la dicha que estaba en su mano otorgar y los dejó ir, diciéndoles:
Amigos, adiós; y lo que puedo | |||
que es concederos libertad, yo os la concedo. |
En este relato destinado a celebrar los sacrificios del amor y cuyos héroes se dicen inspirados por él, apenas le concede en su pintura unas cuantas frases. Colocado en medio de sangrientas contiendas y destinado a endulzar las feroces pasiones, hijas de la guerra, no le ha sido posible al autor borrar completamente de su pluma el rastro de la sangre con que había sido salpicada en el encarnizamiento de los combatientes, y por eso, esta parte se resiente de la inspiración que lo dominaba al celebrar las hazañas de sus guerreros, pues es como el reflejo de los móviles a que obedecía. Hay en ella rasgos sobresalientes de nobles pasiones, de caballerescos sentimientos, pero revisten la altiveza del soldado y no el sentimiento del amante. Cariolano defendiendo el honor en peligro de Glaura al ser asaltada por los negros, es una figura simpática, que asume los colores de la grandeza y del heroísmo cuando de nuevo por protegerla desafía solo el empuje de la partida de españoles que los sorprenden a orillas del Lauquen. A su lado es justo que coloquemos a Ercilla, oponiéndose a su muerte nada más que por el valor que demuestra el indio al verse atacado y la bella acción que ejecuta al dejarlos en libertad, diciéndoles: ¡sed felices! Pero si vemos en esto al caballero, y si hallamos los nobles instintos del valor y la generosidad en Cariolano, ¿dónde está el amante?...
Glaura resistiendo con dignidad las seducciones del amor de Fresolano, arrepintiéndose de su cobardía al abandonar a su marido, que pone en peligro su vida por procurar librarla de la deshonra, —82→ son también bellos rasgos de poesía; pero bajo este ropaje se traduce demasiado al escritor tenido con la sangre de la conquista al decirnos los móviles a que Glaura obedece al salir de su escondite. Su suerte nos interesa cuando peregrina en busca de Cariolano, ronda el campo español y recorre el bosque y el valle en persecución de sus huellas; mas ¿dónde está la mujer, la amante, al imponernos que ha elegido por esposo a Cariolano?...
No se explica de un modo satisfactorio el desenlace de la aventura que la lleva a unirse con el joven bárbaro, ni es aceptable la fácil aquiescencia de éste a una unión cuyos anteriores lazos desconocemos completamente. Ello no hace más que obedecer al propósito del poeta, que rechaza toda pintura de pasiones amorosas y que busca su desahogo y su entretenimiento solo en la descripción de los sacrificios y de las ternuras del hombre a quien himeneo ilumina con su antorcha. Tal es la razón por la cual este episodio tiene mucho de ficticio, y también por que encuentra en él el lector un vacío que hubiese sido fácil de llenar para el poeta abandonando su sistema y dando a Glaura y Cariolano sentimientos anteriores a la relación de sus aventuras y contratiempos. Así serían de explicar los desdenes de Glaura por Fresolano, sería mucho más dramática la aparición de Cariolano cuando la liberta del poder de los negros, más verosímil su unión, más interesante el encuentro de ambos prisioneros, y más de aplaudir aún la libertad que el poeta les concede para que gocen en paz de su amor.