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Carácter español en el siglo XIV.- La fortuna.- La muerte.- Religiosidad de Ercilla.- El honor.- Otros pensamientos.- Comparaciones.- Defectos de la Araucana.- Estilo y versificación.- Testamento literario del poeta.- Aventuras que se le han atribuido.- Su persona en el teatro.
En el bosquejo que se emprenda de los rasgos más prominentes del carácter e inclinaciones morales de Ercilla, en el estudio de sus afectos como de sus pasiones, se tropieza precisamente con algunos que pertenecieron en general al siglo en que floreció o que son inherentes a la raza de que es hijo, y otros que llevan el timbre de su carácter personal y que son propiamente suyos. Bajo estos dos puntos de vista se hace necesario, por consiguiente, estudiarlo, apoderándose de lo primero para penetrarnos de las modificaciones que esas influencias generales sufrieron al trasformarse en el tamiz de su cerebro, y para marcar con separación cada uno de los últimos, que serán para nosotros un distintivo, el sello de las facultades que le cupieron en suerte al nacer o que desarrollaron sus inclinaciones posteriores o su método de vida. Nada más determinado que el carácter español en el siglo XVI, en ese siglo que vio añadirse un mundo a la marcha y progresos del hombre de la civilización y que con su espíritu innovador tan violenta escisión produjo en el seno de las creencias. Disputando a la invasión de los moros durante siglos el terreno que en otro tiempo sus mayores ocuparon, el genio español obedeció a dos influencias —84→ poderosas que marcaron con signos indelebles sus huellas en el porvenir.
En esa lenta conquista por recuperar el suelo de la patria en poder de invasores divididos por la fe, naturalmente debieron exaltarse y extender hondas raíces en el pecho del castellano su amor al país nativo, su veneración por sus caudillos, cuya bandera los llevaba a la victoria, salvándolos de la esclavitud, y su entusiasmo por una religión en cuyo nombre luchaban y que al alentarlos para el combate de la hora presente les aseguraba también para después un lugar en el reino del descanso. Amor al rey, ciega creencia en las verdades religiosas, estricto cumplimiento de sus prácticas y el espíritu de aventuras que los grandes acontecimientos del día habían despertado, fueron en adelante los distintivos del carácter español. A ellos se unían un culto por el honor, que lo desfiguraba hasta llevarlo a las cosas más insignificantes y que tan bien ha representado Calderón en el teatro; cierto culto caballeresco por la mujer, heredado de la edad media, que se iba ya con sus almenados castillos, sus señores feudales agrupados en torno del cetro real y los trovadores improvisadores de sentidas y amorosas endechas, verdaderos narradores de la crónica de los sucesos verificados en casos particulares; para dejar en su lugar solo una nación poderosa por la unión verificada bajo los reyes Fernando e Isabel, y consolidada más, tarde por las grandes empresas a que la ambición o política de sus sucesores Carlos V y Felipe II, dueños ya de inmensos territorios y de fabulosas riquezas, la condujeron.
En esa falange de aventureros que como aves de rapiña se dejaron caer sobre América en busca de fáciles y abundantes tesoros, y que confiados en el empuje de su espada y de un valor a toda prueba para desafiar los peligros de los hombres y los mayores que una naturaleza virgen y vigorosa les ponía a cada momento al paso, deteniéndolos en su marcha al través de regiones desconocidas y pobladas a lo más por hordas salvajes y hostiles, o por los fantasmas que sus sueños de riqueza les hacían ver; el buen éxito que en muchas ocasiones coronó sus más atrevidas —85→ empresas había desde entonces dejado establecido en su carácter el culto a una nueva divinidad, la fortuna. ¡Los efectos de las más graves impresiones sería ella quien los había de salvar! A tanto llevaron su confianza en la veleidosa divinidad que al paso que reconocían sus repentinos e inmotivados cambios, excitados por su celo religioso, llevadas sus creencias hasta el fanatismo, no se detuvieron en esa pendiente y muy pronto se hicieron fatalistas. De aquí a veces nació que los rasgos más prodigiosos de valor y de audacia, que aún hoy nos sorprenden en los conquistadores de América, fueron debidos a la seguridad que habían llegado a formarse de que de nada servía cuidar la vida y afanarse por prolongar unos días que de antemano estaban contados, sin que a nadie le fuese lícito pasar más allá de la última hora, del último minuto que el destino en un principio señalara a cada hombre.
Sentimiento patrio personificado en la persona del rey, el fanatismo religioso y un constante tributo a la antigua diosa Fortuna restaurada, son pues, los distintivos del genio español en ese tiempo, y por lo tanto, rasgos también del carácter de Ercilla. Su poema que ha sido para él, como lo hemos dicho ya, y como no pudo menos de ser, el depositario de todo lo suyo, de sus acciones como de sus pensamientos, nos revelará lo que él le confió y los colores especiales con que su imaginación adornó o transformó esos caracteres generales.
Nada más propiamente personal, humano, diremos que la Araucana, y sin duda que su estudio nos deja entrever más del hombre de lo que a primera vista pudiera pensarse: es como uno de esos objetos de arte de algún autor famoso en que la producción revela de por sí el nombre a quien le debe su existencia y cuyo nombre implica, por el contrario, la obra. Comenzaremos pues por presentar esas líneas dominantes para ocuparnos en seguida de las complementarias que terminan y explican el conjunto.
Canto XXVIII |
Véase, pues, cómo el autor formula su doctrina respecto a la serie de acontecimientos que componen la vida y que, eslabonados uno a uno, se dividen la sucesión de nuestros días. Felicidad, alegría, placer en este instante: cuando más llenos nos sentimos, cuando ha llegado el caso de bendecir la existencia, de seguro a esas horas fugitivas han de reemplazar sombríos ratos de dolor y horas de eterno sufrir. He aquí, cabalmente, donde se revela el espíritu del autor. ¿Qué nos aconseja hacer cuando sintamos en nuestro interior el contentamiento de nuestra alma? Guiados por el temor del momento que ha de seguir, que no solo será la incertidumbre sino también el mal, que roguemos, que pidamos al cielo que continúe para nosotros ese estado, o que, por lo menos, no sea acibarado por el dolor. Su espíritu religioso se traduce de nuevo, y abriéndose un campo en el mundo exterior se esfuerza por hacer prosélitos en pro del bien de cada uno.
Un genio activo, al cual fueron desconocidas las doctrinas del cristianismo, para el cual la duda reemplazaba a las creencias y que, incierto del mas allá de la muerte, solo se preocupaba de pasar lo mejor posible unos días que los dioses nos habían ofrecido como un mezquino regalo, aconsejaba, por el contrario, que aprovechásemos esos momentos. El que hablando con póstumo reconocía en aquella oda inimitable
Heu, Postume, fugaces labuntur anni |
cuán fugaz se desliza el tiempo, le repetía después carpe diem, aprovecha la ocasión, que una vez perdida acaso jamás retomará.
Otro poeta moderno, inspirado ya por el escepticismo y con el desaliento del desengaño y la desilusión, cuando la fe lo había abandonado en toda la lozanía de su juventud y en todo el vigor —87→ de su inteligencia, imitando al poeta latino le decía también a su amigo:
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El favorito de Mecenas, reconociendo en la vida humana un estado precario, se valía de una filosofía utilitaria para tomar el partido más grato a sus ideas y más en armonía con sus gustos. Ercilla, al revés, recordando las ideas de sacrificio que había aprendido de una religión divina, se conformaba con el estado perecedero en que una mano infinitamente poderosa colocó a su hechura y solo reclamaba para él que se dignase prolongar esa situación. Sabía perfectamente que
Vernos muchas veces convertida | |||
la alegre suerte en miserable estado, | |||
en dura sujeción las libertades, | |||
y tras prosperidad adversidades: |
lo que no era para él solo un principio que la ajena experiencia o su estudio del corazón le hubiese dictado, sino que personalmente había tenido ocasión de pasar por ello, pues repetía
Que yo de acuchillado167 en esto siento | |||
que es de temer en parte la ventura: | |||
el tiempo alegre pasa en un momento | |||
y el triste hasta la muerte siempre dura. |
En esta parte el poeta se limitaba a hacer notar las variaciones por las cuales al hombre le es dado atravesar: era, por decirlo así, el anatómico de la verdad filosófica, pero que en su observación no pasaba más allá de apuntar el hecho sin combinarlo con otras ideas o sentimientos, sin relacionarlo con otras funciones, como haría el fisiólogo.
—88→Mas, en otra parte de su poema no se ha detenido ahí, pues ha ido en su investigación hasta averiguar el efecto que la buena fortuna produce sobre el hombre:
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Canto X |
De este modo el favorecido de la suerte, por eso solo, se creerá capaz de emprender más de lo que buenamente podría en sus circunstancias normales, y el hombre pusilánime, desalentado, sin actividad, halagado por la buena fortuna, se convertirá en guerrero valiente, el valiente en héroe, el esforzado en gigante, el mediano en superiores, pues, el éxito el que acarrea el éxito, un esfuerzo otro esfuerzo, y al fin podrá llegar el caso en que con pequeños elementos pueda realizarse una gran empresa.
Sin embargo, cuando llegados a la cumbre estimamos pequeños a los que quedan al pie y desde la distancia contemplamos pigmeos a los que abajo se quedaron, es casualmente cuando el peligro empieza y entonces también cuando las caídas son tanto más peligrosas.
Penetrándose de las mutaciones que constituyen la fortuna, exclamaba:
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Canto II |
Desde lo antiguo la Fortuna había sido objeto del acatamiento de los iniciados en los misterios de la voluble divinidad, a la —89→ cual se representaba como un ser implacable, verdadera fatalidad a cuya influencia no escapaban los mismos dioses del Olimpo. Schlegel dice a este respecto: «Los antiguos miraban el destino como una divinidad sombría e implacable, habitando una esfera inaccesible y harto más arriba de la de los dioses, porque los dioses del paganismo, simples representantes de las fuerzas de la naturaleza, aunque infinitamente superiores al hombre, estaban colocados en un mismo nivel en lo referente a este poder supremo»168.
Ercilla, al mismo tiempo que reconocía su carácter esencial, familiarizado con sus mutaciones, por un rasgo de su espíritu sentencioso, propio del pueblo español y de la seriedad de sus inclinaciones, se repetía a sí mismo:
¡Y es malo de mudar vieja costumbre! |
Prosiguiendo aún más allá en su análisis, ya su filosofía tomaba otro rumbo y saliendo del camino de la experiencia para refugiarse en una doctrina que acaso tal vez aceptaba pero con la cual muy pocos sabrían conformarse, se repetía: para no tener que sufrir por la pérdida de lo que una vez se poseyó, ¡el mejor partido es no tener nada! Pensamiento que, sin duda, revela un espíritu libre de ambiciones, incapaz de intrigas; partidario de las condiciones humildes; pero que reduce al hombre a un estado de conformidad que excluye el progreso y que lo condena a una perpetua estagnación. Es la misma filosofía de los pueblos del Oriente, viviendo del pasado, reducidos a los estrechos límites del presente, pero incapaces de abrazar lo porvenir, de desafiar sus peligros e ignoradas regiones, único sistema que eleva al hombre haciéndolo capaz de grandes cosas y de nobles esfuerzos con sus inspiraciones audaces y sus felices realizaciones.
Esta determinación es hija en Ercilla de un pensamiento que lo asediaba a cada paso, que en su mente ocupaba un lugar muy prominente y al cual, por otra parte, lo conducía con la mayor facilidad —90→ el mismo tributo que ofrecía a la fortuna. Reconociendo su instabilidad, había llegado a convencerse de que dominándolo ella todo con su cetro inexorable, que gobernaba el mundo y se señoreaba de la vida, él como filósofo que veía más allá de lo presente y como cristiano alimentado con la enseñanza de una doctrina toda de regiones superiores a las de esta vida, asociaba a aquella idea de instabilidad otra que le era opuesta, y, que, no sujeta a cambios ni mudanzas, todo lo igualaba con su mano descarnada pero no menos poderosa, esto es, la muerte. El contraste hizo asociar elementos tan heterogéneos, y así al lado de la diosa que repartía hoy sus favores para arrebatarlos al día siguiente, reduciendo al mortal favorecido ayer a una condición más triste todavía con la situación de hoy, había de figurar lo que venía a despojar al objeto de todas las preferencias de aquella de cuanto hubiese acumulado a su favor, sabiendo que marchaba con paso siempre seguro y que pisaba la cabaña del podre o el rico techo del poderoso con paso igualmente seguro.
He aquí la divinidad ante la cual cesaban las inconstancias y que sabía dar la igualdad. Las dos habían sido unidas en su mente con un mismo lazo, y mientras examinaba lo que ensalzaba una de sus manos, no olvidaba que en la otra se hallaba la que todo eso sabría rebajar.
Pero en su ánimo no aparecía solo la idea filosófica trabajando y adquiriendo las severas formas de su lenguaje sino en un grado muy superior el elemento religioso. Es cosa singular pero de muy fácil explicación si se advierte que se trataba de un español aventurero de esos tiempos, el que ocupase en sus pensamientos de cada instante un lugar tan eximio esa figura de la muerte. La idea que de ella se había formado no era, a decir verdad, una de aquellas que ciertos filósofos nos dan, risueña, consoladora, digna de tentación. No, nada más distante ya sea de Ercilla o de cualquiera de los escritores chilenos de esa época, que pintarnos la muerte bajo un aspecto seductor y que pudiera llevar al suicidio. Werther no se habría escrito para ellos. Por el contrario, en sus concepciones pudiera decirse que reina más bien aquella expresión —91→ del famoso maestro griego que la definía «lo más terrible de lo terrible». A su imaginación de poeta, y poeta conquistador y católico, se le representaba mejor con todo el misterio de lo desconocido y todo el terror de un trance cuyas angustias a nadie le ha sido aún dado revelar. Mas allá estaba todavía la justicia eterna que reserva premios a la virtud pero que también tiene castigos para las faltas. Cuando esto consideraba Ercilla, no podía menos de decirse, después de manifestar la inconstancia de los bienes de la tierra:
¿Del bien perdido al cabo qué nos queda | |||
sino pena, dolor y pesadumbre? |
Hay en esta exclamación cierto recogimiento interior del hombre que se examina en lo íntimo de su alma y que a solas se pregunta qué impresiones, qué de duradero permanece en él después de lances que el mundo llama venturosos. Todo ha pasado cuando la seriedad viene con la razón fría y desapasionada a gritar como un eco lúgubre a oídos del que acaso se vio mecer por una brillante posición ¡todo ha sido ilusión, sombras, recuerdos, nada!
Es esta misma verdad de observación y este mismo dolor verdadero, el que inspiró a Jorge Manrique sus inmortales coplas, el mismo que le hacia exclamar:
Recuerde el alma adormida. | |||
Avive el seso y dispierte | |||
contemplando, | |||
cómo se pasa la vida, | |||
cómo se viene la muerte | |||
tan callando. | |||
Cuán presto se va el placer, | |||
cómo después de acordado | |||
da dolor; | |||
cómo a nuestro parecer | |||
cualquiera tiempo pasado | |||
fue mejor. |
Esa experiencia y ese conocimiento le hacían estampar a renglón seguido estas conclusiones:
Que en el fin de la vida está la prueba | |||
por el cual han de ser todos juzgados, | |||
aunque lleven principios acertados. |
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Este último término era lo que Ercilla jamás podía apartar de su memoria, mirándose tanto más cerca de él precisamente cuando el torbellino de la vida más se lo hubiera hecho olvidar:
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Canto XIV |
Bastaría lo expuesto, para manifestar la religiosidad del poeta si no hubiesen otras circunstancias que tornadas también de su obra, viniesen a manifestarnos la regla de conducta que se había impuesto en virtud de sus principios y que hacen de él un cumplido caballero, un hombre de bien y un católico fiel observante dé las prácticas religiosas. Eso sí, que estas ideas lo llevaron demasiado lejos y en vez de contenerse en los límites de la razón, y de la observación de lo que pasaba a su rededor, o que su inteligencia le daba como exacto, traspasó ciertos límites, que en el siglo XIX muy pocos le perdonarán. Queremos referirnos a la exagerada influencia que atribuía en las acciones de los hombres a la intervención de la Divinidad en su más bello privilegio, la libertad. De advertir es también que su ejemplo fue pernicioso para los imitadores que, hijos de su misma escuela, vinieron en pos de él y que, como todo discípulo, llegaron a exagerar los principios del maestro autor del sistema.
Bien sea que se examine la obra de Oña o de Álvarez de Toledo, u otro poema inspirado por el Arauco y las acciones de sus pobladores, la participación de lo que llamaron el «hado», la «fortuna» y aún la «mano de Dios», fue muy notable y vino a arrebatarles a esas producciones algo del mérito que para escritores imparciales puede asumir una historia. Porque es de notar que esos autores no se preocupaban solamente de la composición de un trabajo literario, en el cual la fantasía o la imaginación del poeta pudiese vagar a su antojo y poblar su creación de las imágenes maravillosas que le ocurriesen; sino también de verdaderas —93→ crónicas en que la fidelidad del relato corría parejas con la imparcialidad del autor, que en ellas se proponía seguir a todo trance la verdad y olvidar ciegamente sus inspiraciones. Sin duda que Ercilla no puede asumir la completa responsabilidad de esas faltas de sus sucesores por el ejemplo que les dio, ya que ellos también obedecían a influencias idénticas, influencias de educación, igualdad de aventuras y similitud de razas; pero el prestigio de su nombre contribuyó a ello por mucho, ya que veían aplaudido en su obra lo que se proponían imitar.
Esta materia se toca con la cuestión del maravilloso, reemplazado por el milagro en el poema, y que ya hemos examinado en la introducción al estudio de la poesía chilena de la colonia. Aparte de este paréntesis seguiremos iniciando a nuestros lectores en los diversos rasgos del genio de nuestro poeta que en su conjunto hacen de él no solo un escritor sino también un hombre.
Guiado por su creencia del gran influjo que el acaso, la fatalidad, o la fortuna, la diosa del paganismo ejerce sobre el destino de los hombres, sucede muchas veces que de un suceso cualquiera, la realización de una desgracia especialmente (en las cuales siempre se concede a aquella divinidad una participación mayor) no son obras de la imprevisión, descuido o temeridad de las víctimas, sino simplemente de lo señalado por el Hado como objeto de sus iras. Si una batalla fue perdida, si un valiente murió, no se verá en lo primero un efecto puramente humano, nacido del mayor número de fuerzas, de la mayor pujanza o valor del vencedor, sino que humilde inclinará su cabeza ante esa fuerza invencible, a la cual no se sentía capaz de resistir y que se llamaba el Hado. Véase, por ejemplo, la muerte de Pedro de Valdivia. La batalla en que este conquistador vino a hallar su tumba, dice fue comenzada bajo los más favorables auspicios; nada había podido el número ante la inteligencia, valor y superioridad de unos pocos esforzados españoles. Pero,
He aquí que el incontrastable y duro hado | |||
dio un extraño principio a lo ordenado. |
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Esta creencia, es necesario lo tengamos presente, no es simulada, hija de las necesidades de la rima o de los adornos del lenguaje, pues existía en la conciencia del poeta y a ella sometía el resultado de las acciones de sus personajes. En esto se mezclaba y unía por mucho, lo repetimos, sus teorías religiosas, que miraban en un acontecimiento desgraciado de los compañeros o del enemigo, la mano de Dios, castigando a los primeros por sus pecados o su ambición, lujuria, codicia, etc., y a los segundos por su vanidad. Esta opinión la ha vertido formalmente en más de una octava de su poema.
Contribuyen además a reforzar esta opinión el camino seguido por sus sucesores, cuyas palabras no dejan la menor duda a tal respecto.
Y esto no debe admirarnos si consideramos un instante la grandísima influencia que esos cerebros crédulos atribuían a un suceso en apariencia de difícil explicación; y menos aún si observamos su tendencia para admitir sin dificultad cuanto sirviera a demostrar que eran el objeto de especiales favores de la divinidad, la cual creían ver ya en un árbol (como lo refiere Ovalle), o ya en el apóstol Santiago combatiendo por ellos, o ya en Satanás presentándose a los enemigos, seduciéndolos con promesas o revistiendo las formas de un perro de color negro que a veces se les aparecía pero de nuevo salimos aquí de este estudio particular para invadir un campo que hemos explotado ya.
Decíamos que Ercilla divisaba la mano de Dios en acontecimientos puramente humanos, y en apoyo de este avance vamos a citar un solo ejemplo que creemos bastará por sus términos para justificarnos. Sabido es que tan pronto como Villagra se vio desbaratado en Marigueñú, viéndose incapaz de resistir en Concepción, determinó abandonar la ciudad. Con este motivo nuestro autor dice al principiar el canto VIII que esa determinación fue acaso disculpable en vista de la diferencia de fuerzas de ambos ejércitos y del temor de que con la derrota de los españoles los araucanos pasasen a cuchillo a los ancianos, niños y mujeres; y agrega:
—95→Si no es disculpa y causa lo que digo, | |||
se puede atribuir este suceso | |||
a que fue del Señor justo castigo, | |||
visto de su soberbia el gran exceso: | |||
permitiendo que el bárbaro enemigo, | |||
aquel que fue su súbdito y opreso, | |||
los eche de su tierra y posesiones, | |||
y les ponga el honor en opiniones. |
Esta teoría no era peculiar al poeta español y estaba muy distante de deberle a él su existencia si recordamos por un momento que había leído esa doctrina nada menos que en la Biblia, que a cada paso se encuentra llena de prodigios obrados por Dios para castigo o como protección de su pueblo amado169. Por lo demás, el espíritu de ambos escritores era el mismo cuando aseveraban la intervención divina en los sucesos de los hombres tendiendo a corregirlos y enmendarlos.
Para completar el cuadro, de las opiniones y sentimientos de Ercilla, debemos continuar analizándolos en cuanto se refieren a su conducta de guerrero, de hombre probo y de paladín quisquilloso en cuestiones de honor. Llegados a ese término estaremos ya en situación de exhibir en toda su integridad la figura de un hombre notable bajo todos aspectos, ya se la mire como poeta o ya se le observe en sus delineamientos de hombre privado. Estamos muy distantes de lisonjearnos de poderlo presentar a la altura en que merece estar colocado, y más que todo, de poder cumplir de un modo medianamente satisfactorio la tarea que nos hemos impuesto y en muchos de cuyos rasgos principales hemos sido precedidos de personalidades distinguidas por su talento y erudición; mas se nos disculpará en vista de nuestro sincero propósito de buscar la verdad en lo que podríamos llamar la reconstrucción de un edificio nuevo con materiales en mucha parte destrozados, ya que en esa obra tanta parte corresponde a la discreción, tino y prudencia del arquitecto.
En aquellos siglos de heroísmo caballeresco en los cuales se contaban por mucho los lances de honor, se ha visto Ercilla naturalmente dispuesto, como soldado y castellano valiente, a hacer figurar —96→ por mucho lo que se convenía según el mando y según las leyes militares en llamar honor. A tanto se creía obligado por esta parte, que cuando, doña Mencía de Nidos, por ejemplo, levantándose del lecho en que yacía postrada para aconsejar a los españoles que no abandonasen el cuidado de Concepción amenazada por los araucanos victoriosos, ella, aún como mujer, se olvida de presentarles en su peroración los sentimientos más naturales del corazón. A hombres que eran padres de familia o poseedores de riquezas que iban a perder, a pesar de su codicia, para procurar llevarlos a la defensa, solo se cuida de increparlos como violadores de la honra que debían tener como soldados.
Volved, (les dice), que a los honrados vida honrada | |||
les conviene, o la muerte acelerada. |
Y ella en persona, empuñando la espada y armada de la pesada rodela, ofrecía presentarse al frente del enemigo.
Poco antes, Villagra, desfalleciendo de ánimo sus compañeros en la batalla de la cuesta de Audalicán, en sus exhortaciones para que continuasen peleando, para nada se acuerda del sentimiento más propio del corazón y que con más fuerza impera en él, el de la propia conservación; para nada menciona la prosperidad que les aguarda en caso de triunfo o los laureles que han de cosechar. ¡No! solo les grita, que el honor está en peligro, y es preciso conservarlo a costa de la vida, porque de otro modo ¿qué se dirá de nosotros?
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Canto V |
Tales son sus ideas y sentimientos respecto al honor: que ni una —97→ sombra venga a empañar su propio cristal, porque desde ese momento, ya la ajena consideración y la propia dignidad desaparecen; y en su lugar, con solo la duda, con una suposición, todo el edificio tan trabajosamente levantado, vendrá al suelo por su misma base.
Véase en seguida como pinta los efectos producidos en el hombre una vez que abriga la creencia de que ha sido menoscabada su honra, cuando ya no puede presentarse ante sus compañeros con el orgullo del que nada tolera a ese respecto.
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Canto VIII |
Ese hombre se verá perseguido como un criminal por los remordimientos de su conciencia; la tranquilidad, el sosiego no se habrán hecho para él; si vuelve de sus fiestas siempre verá aparecérsele como un espectro el sentimiento de su deshonra; por las noches lo verá en sus sueños y como su sombra lo seguirá a todas partes. Podrá comparársele a Orestes, perseguido por las Furias después del asesinato de Clitemnestra, implacables divinidades que irán con él a donde vaya, que le seguirán al templo, a los pies de los dioses y con cuyo arrepentimiento no se conformarán en el infamado, como se conformaron con el del hijo parricida.
Después de pintarnos los efectos que la conciencia del propio deshonor produce en el infeliz que es su víctima, nos manifiesta también cuánto estímulo ofrece, cuán grande aguijón es para el hombre de honor cuando se ve colocado en un trance difícil. Entonces,
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Canto XI |
Y este pensamiento ve modo de presentarlo a poco andar, realizado por la experiencia, que no puede menos que reconocerlo como cierto. Rengo, hombre denodado y de gran esfuerzo, acababa de caer casualmente en su lucha con Leucotón; este contratiempo lo enardece, enciende aún más sus primeros bríos y realiza, en el temor de verse deshonrado por el triunfo de su competidor, prodigios de destreza y de valor.
Un hombre que abriga tales ideas en este orden, si puede ser valiente al frente del enemigo y desafiar sereno cualquiera contienda en que se trate de sostener un puntillo de honor, es natural también que, como todo valiente, sepa usar de la victoria, contentarse con el triunfo y no gastar violencias para con un enemigo ya vencido.
La más sabia deducción luego nos dice que esto no ha sido desmentido por las opiniones del poeta. Al comenzar el canto XXVII ha dedicado al asunto algunas estrofas que, si traicionan cierta dureza y cierta prosa en su estilo y manera, en cambio enaltecen a su autor.
Mas adelante, apartado ya mucho de su asunto y llamando la poesía en su auxilio para ventilar cuestiones de derecho de gentes ha consagrado largas estrofas a celebrar el poder de la clemencia, los beneficios que reporta y el noble papel que asume el rey que la sabe emplear oportuna y dignamente. Con todo, esta parte se resiente de cierta sutileza en el análisis que, si puede estar al nivel del gusto de su tiempo, la poesía noble, la que vive de sentimientos no estudiados y de ideas elevadas, rehúsa esas distinciones, hijas de la escolástica y propias de los tratados de teología. Él debió dejar correr su pluma movida solo por los impulsos de un corazón bien puesto, y no dejar la ancha senda del río que corre libre y majestuoso para engolfarse en esa multitud de arroyuelos —99→ poco cristalinos, muy sonoros, pero a los cuales falta el encanto de los bellos paisajes, la claridad de las aguas, las sombras de los árboles, los rayos del sol.
La obra de Ercilla está también salpicada de pensamientos muy variados sobre la humana filosofía y los estudios de las inclinaciones y vicios de los hombres que, bajo la seductora apariencia del poeta, dan a conocer toda la seriedad del moralista, su espíritu de observación y la certeza y precisión de sus juicios. Su pincel no siempre ha asumido los rojizos colores de los sangrientos combates de enemigos encarnizados y las crueles peripecias de una guerra atroz, sino que, a la vez, ha sido guiado por tintas más tranquilas, que no dejan huellas en el mando exterior, pero que no por eso revelan combates menos serios o triunfos menos dignos de aplauso.
Allá en los ratos en que la incesante actividad de empresas no terminadas aún cuando se presentaban de nuevo otras, en esos momentos en que recogido en sí mismo podía darse cuenta con calma de sus acciones, y en que juzgando a los otros por sí o apropiándose lo que veía en los demás, podía reflexionar tranquilo, consultar sus sentimientos y estudiar su corazón, no dejaba de consignar lo que ellos le dictaban. Su libro, (aunque parezca extraño) contiene más de un curioso detalle sobre las pasiones y los vicios; y esta circunstancia es la que hace de la Araucana no solo una simple historia, sino también una epopeya filosófica, hija tanto del poeta como del hombre, libro para el historiador como para el filósofo. La profundidad de los pensamientos muchas veces se ve en una alianza feliz con la facilidad y armonía de la forma, y la oportunidad de la reflexión viene, asimismo, en ocasiones, a manifestar la utilidad de la lección que de los hechos que refiere puede deducirse; particularidad que concurre por mucho al tono de majestuosa gravedad que en su conjunto asume la historia de los valientes araucanos y de los esforzados guerreros y conquistadores castellanos.
Este carácter que por tanto contribuye a distinguir la obra de Ercilla de las creaciones de su mismo género, fue objeto de una —100→ especial atención por parte de sus imitadores, que, en su virtud, se creyeron obligadas a no escasear las reflexiones morales, pero que es raro sobresalgan o por las ideas que nos ofrecen, o por el aire de dignidad y nobleza que revisten las de Ercilla. No supieron tampoco contenerse dentro de los límites que la clase de trabajo emprendido les permitía, y, por eso, de nuevo también, el ejemplo del maestro, que en él puedo ser una belleza exagerado en los discípulos, vino a constituir en defecto. Ercilla en sus expresiones y en sus ideas en este orden, que traduciríamos relacionándolas con las de sus imitadores, tiene cierto aire distinguido que no se halla en los que marcharon en pos de él. Hay entre uno y otros la misma diferencia que entre las maneras de una persona cuya finura dejan en trasparencia al hombre educado y aristocrático, del pedante siempre parodiar de lo que en ocasiones pudo notar. De ahí, la superioridad del primero sobre los otros; y de ahí igualmente, la facilidad de una noche de verano en las soledades de Arauco, repetían las montañas para llevar el eco hasta el otro lado de los mares, a la vieja Europa, cuando confundía las guerreras melodías, las bellezas descriptivas y los himnos de victoria con los estudios más severos de la razón. No acababa aún de hablar de la situación de los españoles en el territorio testigo de sus hazañas y derrotas, cuando exclamaba:
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Canto I |
Véase cómo coloca al lado de las causas del orgullo de los españoles, la forma y dirección que éste había adquirido; y cómo —101→ después de manifestar la cumbre a que alcanzarán, pone a nuestra vista la triste suerte que se les aguarda, mendigando después un estrecho pedazo de tierra que había de encerrar tanto orgullo y vanidad. En esto Ercilla se manifestaba consecuente con sus ideas, que no empañaban su claro y desapasionado juicio, y con ese fin último que fue siempre una de las pesadillas de su espíritu. El término de todas las hazañas, las mayores glorias, todo había de concluir al borde del sepulcro, que nadie podía escaparse de pisar; y al llegar a sus umbrales con una conciencia demasiado pesada ya con el rigor de innumerables faltas serían un nuevo acápite más para la larga cuenta que rendir era necesario al entregar el alma para ser juzgada por su Criador.
Sus compañeros, preocupados con su sed de oro, verdaderos hidrópicos de riquezas, o jadeando anhelantes por conquistarse un nombre o apagar sus instintos de crueldad, verían venir los acontecimientos sin preocuparse para nada de sus consecuencias o de sus antecedentes. Por lo mismo que se encontraban en medio de su torbellino, no podían explicarse lo que pasaba a su derredor, tal como el que colocado al pie de una alta torre, no le es dado divisar la cruz que la termina y necesita alejarse lo bastante para percibirla, en toda su imponente altura; Ercilla, por el contrario, constituía entre ellos una personalidad aparte, a la cual no habían contagiado ni sus rencillas, ni sus estrechas ambiciones, y que no se veía guiado por el mismo sistema: relativamente respiraba en una esfera muy inferior a la altura de su espíritu, a su esmerada educación y al valor de sus principios. Por eso supo conservar intacto su juicio, y a pesar de constituir en el poema un notable papel como autor, nadie podrá increparle por su parcialidad. Engalanando nuestras palabras con la comparación de un poeta, nos atreveríamos a decir de Ercilla en cuanto a la situación en que se hallaba colocado respecto de sus compañeros de los cuerpos de guardia, y de los acontecimientos en que tomaba parte, que permanecían para él como las nieblas que el observador divisa desde lo alto de los cerros arrastrarse por sus pies o cubrir los valles con sus movibles ondas.
—102→No había prolongado por largo espacio su relación, cuando de nuevo nos ofrece magníficas estrofas sobre la codicia, la influencia que ejerce en las acciones de sus héroes y los funestos resultados a que llegan teniéndola en vista. Abandona por un momento la marcha de la acción para elevarse hasta las regiones más recónditas del corazón, y ahí, con su linterna en la mano, no teme alumbrar esos sombríos escondrijos y oscuridades y arrebatarle al vicio sus secretos. Se pasea sereno por esas regiones, y ya, o lleva su antorcha a la morada de los grandes, o ya desciende hasta el humilde labrador que encorvado por el arado y jadeante de fatiga y de calor, abre los surcos y esparce la semilla que ha de traerle con la vuelta de los años y de la fortuna riquezas y una condición mejor. Por su estímulo, el hombre abandona lo más querido a su corazón, se despide de su tierra natal, parte del hogar y familia para lanzarse en pos de ignoradas regiones que pueden ser la patria del oro, pero en las cuales también las enfermedades, las penalidades de todo género, y por fin, la muerte, reinen sin temor. Pero aguijoneado por la codicia, el hombre no se arredra, marcha a paso firme, oyendo en el aire, en el volido de las aves y en el aspecto de la naturaleza signos y voces que le gritan, ¡siempre adelante! Ella dio al rey los indios de las extremidades de la tierra por el sur, y ella también ocasionó la guerra, la desolación y la muerte. El poeta no se detiene aquí, y observándose quizá a sí mismo, exclama: ¡cuán fácil es aconsejar cuando estamos libre de dolencia, cuán sencilla la realización de empresas que no hemos acometido; hay verdad sin duda en la voz general que afirma que va mucho del dicho al hecho! Mas, como siempre, remite a Dios toda resolución final, esperando solo de Él que decida de quién fue la razón.
No tememos presentar a nuestros lectores esas estrofas porque aunque suspendan nuestro aliento por un breve espacio, bastante disculpa llevaremos, apreciada su elevación y belleza.
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Canto III |
Estos versos serían una demostración nada dudosa de las aptitudes que Ercilla poseía como hombre de observación y de la feliz —104→ alianza que en él se verificaba del poeta, del guerrero y del filósofo. Quizá no habría estado distante de acercarse a Lucrecio, aunque, sin duda, no habría sido sectario del panteísmo, y lejos de haber cantado la naturaleza de las cosas habría cantado la naturaleza de los hombres.
Donde puede hallarse, asimismo, una curiosa observación de sus miras, es en los recursos a que ocurre cuando su imaginación lo lleva al campo de las figuras y sobre todo de las comparaciones. Abundan en la Araucana muchas tomadas de imágenes ligeras y graciosas, algunas muy notables (que ya veremos) acerca de la cabeza, la ocupación que acostumbraban los nobles para recordar en sus ocios las fatigas de la guerra; pero hay también más de una elegida en otra región más elevada, que sin duda habían de recibir bien los hombres de pensamiento y de serios y elevados estudios. En las primeras se encuentra cierto placer suave, como las imágenes que les sirven de base, pero que la movilidad de sus líneas y la poca acentuación del conjunto hacen que pronto desaparezcan de la memoria; en las segundas, por el contrario, hay firmeza y estabilidad en las formas, cierto aire austero y grave que sorprende a la imaginación por el extremo opuesto. Podríamos decir que aquello es la novela que divierte, el ligero cuento que agrada; esto, el bien meditado libro que hace de su lectura la fuente de reflexiones y de duraderos resultados; reuniéndose así felizmente las concepciones de Shakespeare con sus cuadros sombríos, con sus escenas de dolor intenso y de pasión ardiente, que se graban en el alma para no borrarse nunca, con el andar gracioso y risueño de Meléndez, halagando y meciendo dulcemente la imaginación, pero cuyos bosquejos se desvanecen con el tiempo, como los sueños placenteros de la adolescencia. Este estudio, que también será para nosotros una comparación, nos va a demostrar la facilidad con que el genio del poeta sabe amoldarse a lo grave y a lo tierno, como si los acentos de su lira fuesen el teclado de un piano con sus notas ya graves y profundas, ya vivas y alegres.
Veáse, por ejemplo, con qué delicadeza de observación pinta el modo de instalarse de un campamento:
—105→
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Canto XVI |
Estas figuras tiernas y sencillas, que en realidad son la historia del hombre afanándose por obedecer a los instintos con que el Criador lo dotara en beneficio de la especie, y que han recibido como garantía de cumplimiento el mismo placer con que se realizan, tienen su origen en la naturaleza, fuente inagotable de inspiraciones para las almas sensibles, y que adelanta en sus prodigios a cuanto se ha podido idear de más bello y sublime.
En otros lugares, ocurriendo a idéntico manantial, deja el idilio, lo apacible de las dulces emociones para entregarse al ruido, al bullicio y al estruendo:
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Canto IX |
Las fuerzas inanimadas pero poderosas de los elementos, armándolas de pasiones y afectos encontrados, hacen que lleven con nosotros todo el interés de verdaderos personajes, a cuya realidad contribuye el término que les sirve de comparación: aquí son las opuestas corrientes de dos ríos, más allá las poderosas olas del océano:
Como por sesgo mar del manso viento | |||
siguen las graves olas del camino | |||
y con furioso y recio movimiento | |||
salta el contrario coro repentino | |||
que las arenas del profundo asiento | |||
las saca arriba con turbio remolino, | |||
y las hinchadas olas revolviendo | |||
al tempestuoso coro van siguiendo: | |||
—106→ | |||
de la misma manera nuestra gente | |||
que el alcance sin término seguía, | |||
la súbita mudanza de repente | |||
lo turbó la victoria y alegría, etc. |
Dominado ya por su estro poético no se detiene, y cual el río cuya corriente nos acaba de pintar, también el poeta se desborda, traduciendo su inspiración en fáciles y armoniosos versos, sin salir de la serie de imágenes que va presentando:
Mas, como un caudaloso río de fama, | |||
la presa y palizada desatando, | |||
por inculto camino se derrama | |||
los arraigados troncos arrancando, | |||
cuando con desfrenado curso brama, | |||
cuanto topa delante arrebatando, | |||
y los duros peñascos enterrados | |||
por las furiosa y aguas son llevados: | |||
Con ímpetu y violencia semejante | |||
los indios a los nuestros arrancaron, etc. |
Canto XI |
Estos indios que en ocasiones le prestan todo el ardor guerrero de los combates y todo el entusiasmo del valor, lo conducen todavía en sus derrotas a dar brillo y animación a sus palabras. En la estrofa siguiente puede fácilmente penetrarse el realce con que exhibe ante nosotros los momentos que preceden a la huida de un enemigo ya en desorden:
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Canto XIV |
Dejemos de presentar estas pinturas para deslizarnos a tiempo a otras regiones y horizontes, complemento indispensable del estudio que venimos haciendo. Cuando Ercilla dice:
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Canto XV |
es siempre la naturaleza el original que tiene a la vista; mas, al patio que en las estrofas precedentes se copia lo que todos podemos presenciar, para saber lo que aquella expresa se necesita la concentración íntima del alma que venga a alumbrar los pliegues de nuestro organismo moral con la espiritual luz de la lámpara que solo al hombre de talento es dado llevar en su mano. Sin salir de esta esfera podríamos señalar muchos rasgos que revelan la elevación de la pluma de nuestro poeta y el estudio emprendido por él y felizmente realizado de llevar la observación al campo de la filosofía moral y revestirla del encantador halago de su lenguaje, que omitimos para apuntar solo algunas de sus frases que pueden servirnos para la reconstrucción de sus creencias, opiniones y guía de conducta:
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Canto XII |
Al paso que aquí proclama la necesidad de la reserva cuando las circunstancias lo requieren, no va menos acertado al darse cuenta del efecto producido en el ánimo por el temor del «qué dirán», que en persona había tenido ocasión de experimentar en cierta aventura que referimos poco antes según sus propias palabras:
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Canto III |
Hay mucha viveza y naturalidad en las imágenes de la siguiente comparación, que pinta muy bien la astucia del indio y pone delante de nosotros toda la paciencia y los ardides que solo ellos saben emplear en sus empresas:
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Canto XXXI |
Al lado de tantas belleza apenas parece necesario decir que existen también en la Araucana defectos inherentes a una obra de tan largo aliento, a su siglo y a la naturaleza de la relación. Muy especialmente se ha criticado a Ercilla que cuando en su poema quiso dar noticia exacta de la posición que Chile ocupa en la carta geográfica, «no haya sentido, que en poesía era preciso pintar un clima o un país y no medirlo, que era necesario poner a nuestra vista esas salvajes montañas de los Andes, [...] y no decir simplemente que la cordillera tiene mil leguas de largo; que era preciso bosquejar esa vegetación variada y tan diferente de la de Europa; ese clima que en un angosto espacio presenta los extremos del calor y del frío; que era preciso, en fin, que las decoraciones de la escena donde iba a introducirnos pareciesen enteras ante nuestros ojos»170.
Mas, es necesario tener presente que escribía de un país enteramente desconocido para casi la totalidad de sus lectores, y en —109→ un tiempo en que las dificultades de la navegación hacían de las regiones americanas sitios verdaderamente fabulosos; lo que no obsta naturalmente a que Ercilla, escribiendo a la vez como poeta e historiador, hubiese debido verter las mismas ideas en lenguaje no tan descarnado y prosaico.
Defecto menos cuestionable es el empleo de hipérboles como la siguiente al estilo de Góngora y que tiene muchísimo de parecido con la que Calderón usó en una de sus comedias:
Viéronse allí las balas escupidas | |||
por la bárbara furia detenidas; |
o estrofas afeadas por la multitud de nombres que las abruman y que es imposible, por lo tanto, que tengan algo de poético:
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Canto IX |
Empero, dejando aparte estos detalles, vamos a ver apreciar el estilo y la versificación de la Araucana por los más eminentes críticos, citando en primer lugar al profundo autor de la Gramática castellana que se estudia en nuestros colegios. «El estilo de Ercilla, dice Bello, es llano, templado, natural; sin énfasis, sin oropeles retóricos, sin arcaísmos, sin trasposiciones artificiosas. Nada más fluido, terso y diáfano. Cuando describe lo hace y siempre con las palabras propias. Si hace hablar a sus personajes es con las frases del lenguaje ordinario en que naturalmente se expresaría la pasión de que se manifiestan animados. Y sin embargo, su narración es viva, y sus arengas elocuentes»171.
«La fuerza de la dicción, agrega Quintana, la propiedad de la frase, el interés y verdad de las pinturas, la animación de las descripciones, —110→ la variedad y expresión de los caracteres, especialmente en los de los indios, la oportunidad y calor de los razonamientos ¿no son cualidades suficientes a perpetuar la memoria de un poeta y la duración de sus producciones?...»
En el escrutinio que se hizo de la librería de don Quijote, el cura declaró que la Araucana, la Austriada y el Monserrate «eran los mejores libros que en verso heroico en lengua castellana estaban escritos, y podían competir con los más famosos de Italia, debiendo guardarse como las más ricas prendas de poesía que tenía España».
El gran Lope de la Vega vimos ya los elogios que le prodigara, al parecer conociendo los secretos íntimos del poeta; el chileno Pedro de Oña llamó a Ercilla casi divino, calificando a su obra de superior al ingenio humano; y hasta noble dama hubo como doña Leonor de Iciz, señora de la baronía de Rafales, que a porfía se empeñara en rivalizar con los hombres más notables en la celebración de las alabanzas de don Alonso.
Y sin embargo, ¡en cuán pobres pañales había nacido esta la más notable producción épica de la literatura de España! como observa muy bien el señor Amunátegui. ¡Cuánta amargura debió experimentar su autor mientras llegó a concluirla! Tan pronto como Ercilla se vio en territorio chileno y en presencia de sus denodados defensores concibió la idea de poner en verso hazañas que estimó dignas de trasmitirse a la posteridad. Ocupado de continuo en la guerra tuvo que hurtar al tiempo algunas horas para dedicarse a su proyecto, «escribiendo muchas veces en cuero por falta de papel, y en pedazos de cartas, algunos tan pequeños que apenas cabían seis versos, que no me costó después poco trabajo juntarlos»172. Después que en 1569 publicó su Primera Parte, fue en seguida avanzando poco a poco, en ocasiones medio aburrido y cansado, prosiguiendo adelante solo por cumplir la palabra empeñada, según lo recuerda en el canto XX en estos términos:
—111→De mí sabrá decir cuan trabajada | |||
me tiene la memoria y con cuidado | |||
la palabra que di (bien excusada) | |||
de acabar este libro comenzado: | |||
que la seca materia disgustada | |||
tan desierta y estéril que he tomado | |||
me promete hasta el fin trabajo sumo, | |||
y es malo de sacar de un terrón zumo. |
E idéntica cosa había repetido poco antes muy formalmente en el Prólogo con que acompaña su Segunda Parte, dirigiéndose al público en el severo lenguaje de la prosa: «Por haber prometido de proseguir esta historia, no con poca dificultad y pesadumbre la he continuado; y aunque no muestre el trabajo que me cuesta, todavía quien la leyere podrá considerar el que se habrá pasado en escribir de materia tan áspera y de poca variedad, etc.»
Había muerto al fin pobre, desengañado, casi abatido; pero como buen español con una fe ciega en el monarca que le había sido ingrato, y lleno de resignación, arrepentimiento y esperanza en Dios. Él mismo, como que hubiese hecho su testamento al despedirse para siempre de sus lectores en las últimas octavas de su Araucana: testamento grandioso en que al paso que resume su vida pasada, como que vislumbra y presiente para lo futuro cierta aureola superior que la ingratitud de los hombres no podría arrebatarle. Este último rasgo del poeta es también el más propiamente suyo que se encuentre en su obra, que trasciende mejor a su carácter y a su genio: acentos profundamente tristes y melodiosos, ¡como los del cisne que cauta antes de espirar!173.
—112→
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—119→
Propósitos y declaraciones del autor.- Nulidad histórica de la obra.- Datos sobre Santistevan.- Argumento de la continuación de la Araucana.- Crítica de la obra.
«Por ser tan recibida de todos la historia de las remotas provincias del hemisferio antártico, quise (aunque con gran trabajo) seguirla, y acabar lo que el elegante poeta don Alonso de Ercilla dejó comenzado, por parecerme que con esto servía a todos sus aficionados y yo cumplía con lo que se debe a quien con tantas ventajas escribió su poema. Y si el haberme yo atrevido con tan pocas partes de ingenio a proseguir y llevar al fin lo que él dejó comenzado, fuese tenido a demasiada osadía, suplico al que me leyera no lo eche a esa parte, ni entienda que por modo de competencia lo hice, que yo me conozco y sé a cuanto puede llegar el —120→ poco caudal de un ingenio tan pobre como el mío; y ponga los ojos en la voluntad que tengo de servir a todos con mis trabajos, que tomado esto en cuenta podrá servir, lo uno de disculparme y lo otro de perdonar las faltas en que como mozo puedo haber caído... No quiero que se me agradezcan los trabajos míos, ni menos alabanzas de lisonjeros, que gloria y alabanza será mía cederla y darla a quien con tantas razones la merece, que yo para mí no tomo más que el deseo de acertar a servir a todos con esta obra, que aunque su historia fuera mejor y de más alto estilo, no igualará con la voluntad con que la ofrezco...».
Sin duda que era una tarea difícil la de continuar una obra que había merecido tantos aplausos, y hacía muy bien por eso el que la acometía de pedir mil perdones a su público por las faltas en que pudiera incurrir. Pero esta exigencia creció más todavía cuando el audaz se vio en medio de la empresa, palpando la realidad de las dificultades que la envolvían, sintiendo de nuevo la necesidad de insistir en las protestas que hiciera en un principio. Hacer notar, sobre todo, una y mil veces que su ánimo no había sido rivalizar con su inmortal predecesor y pedir gracia para sus pocos años; tal era lo que convenía. Por eso dijo después, refiriéndose a Ercilla:
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P. I, Canto VI |
—121→
Y más tarde: ya realmente afligido por los tropiezos que se le iban presentando en la realización del programa en mala hora abrazado, pedía auxilio e invocaba la protección del monarca español, (a quien la obra estaba dedicada) para que con su nombre lo escudase de las críticas que irremisiblemente iban a pesar sobre él. Al principio de la segunda parte, recordando al marinero combatido de las tempestades que acude a Dios, decía de sí:
Así soy yo que habiéndome metido | |||
en este golfo y mar arrebatado, | |||
de mi varia fortuna removido, | |||
que hasta el punto en que estoy no me ha dejado, | |||
puesto en peligro de quedar perdido | |||
si no soy muy a tiempo remediado, | |||
acudo a vos y vuestra gracia invoco, | |||
que podéis hacer mucho de lo poco. |
Después exclamaba:
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P. II, Canto XVII |
Más adelante, como náufrago desesperado, ocurre otra vez a cobijarse bajo el ala del rey, protestándole la buena voluntad con que le hacía el ofrecimiento de su cuento,
Después que no me es dado y permitido | |||
mezclar con armas cosas de contento, | |||
y por camino estrecho y mal sabido | |||
tengo de ir acabando con mi cuento; | |||
prosiguiendo, señor, lo prometido, | |||
de mi trabajo os hago ofrecimiento, | |||
y éste y la voluntad con que se ofrece | |||
de mis faltas y error perdón merece. | |||
Canto XVIII |
Razón tenía el autor para hablar de su obra como de un cuento, pues si la austera diosa de la historia prestó sus inspiraciones a Ercilla y la verdad fue a depositar a sus pies su más bello colorido, su continuador no hizo más que hilvanar en su imaginación —122→ unas cuantas aventuras, revestirlas con los nombres algo cambiados de los héroes indios, y regalar al público una obra que solo el poco estudio y la falta de atención pudieron mirar como histórica175.
Otros versificadores cuidaron de expresar con toda claridad que escribían de cosas realmente acontecidas, y en verdad que el tono general del lenguaje con que revestían los hechos, las mismas particularidades que daban a conocer, manifiestamente traslucían que antes de lo imaginado estaba la realidad, (que respetaban en principio) y todo lo que daban como cierto. Podían entretejer fábulas, solo por dar variedad al asunto, pero jamás llegaron a permitirse invenciones que los hiciesen sospechosos de no ser más que simples poetas que se dejaban guiar de los caprichos o de los dictados de su fantasía. Mas, en el continuador de Ercilla no existe nada parecido: su obra desde el principio hasta el fin es, lo repetimos, el parto de un cerebro juvenil entusiasmado con la lectura de una obra maestra, realmente apasionado del que la escribió, y que contaba con algunas noticias de los sucesos acaecidos en el hemisferio antártico, como él decía, por haber leído algunas relaciones de testigos presenciales.
El autor de esta idea realmente singular llamábase don Diego de Santistevan Osorio y había nacido en la ciudad de León en España176. «Acerca de este escritor, declara Ticknor, solo sabemos lo que él mismo nos dice, a saber, que escribió su poema siendo muy joven y que en 1598 escribió otro de la guerra de Malta y toma de Rodas»177.
—123→La continuación de la Araucana está dividida en dos partes, Cuarta y Quinta, con relación a la tercera y última de Ercilla, y comprende la primera trece cantos y la segunda veinte.
Comienza el relato con estas palabras:
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Y esta especie de proposición la completa el autor en el canto XIII cuando dice:
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Así como en vista de esto pudiéramos decir que falta en el poema una verdadera proposición, del mismo modo agregaremos que carece también de una invocación metódica; aunque es verdad que al comienzo de la Parte Quinta se dirige el autor en los términos siguientes a la Virgen María, quien viene de esta manera a verse mezclada con las frecuentísimas alusiones a la mitología pagana178 que encierra la obra de Santistevan, y con Eponamón, nombre dado al señor de los infiernos en las creencias atribuidas a los araucanos:
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P. 64. |
La obra de Ercilla había terminado a poco del suplicio de Caupolicán, toqui araucano. Hallábanse, pues, los indios sin jefe, y a efecto de elegirlo supone el poeta que los principales caciques se reúnen en el valle de Ongolmo. Nacen en la asamblea grandes disputas, ponderando cada cual sus propios méritos, que, como en Ercilla, termina el anciano y prudente Colocolo.
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C. I., pág. 4. |
Los notables entonces, a propuesta del buen viejo, convienen en votar por alguno. Llueven las apuestas y los nombres se escriben de carrera; una urna de ébano guarnecida de perlas va recibiendo los votos, que se dividen entre Tu capel y Caupolicán II. Entre una serie de máximas triviales, y traicionando en cada estrofa cierto aire amanerado y escolástico que excluye toda grandeza y energía, se anuncia al fin al lector que el último campeón ha sido en definitiva el favorecido por la voluntad de sus compatriotas.
—125→
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Andresillo yanacona del capitán Reinoso, llega a noticiarle la defensa que los indios preparan fortificándose en el valle del Talcahuano. Ocurren con este motivo varios hechos de armas entre los soldados españoles de don García Hurtado de Mendoza y los caciques Ainavillo, Caupolicán, etc.
Cuenta el poeta, en seguida, los asaltos librados entre ambos ejércitos al pie de las sitiadas murallas de la Imperial, cuyo cerco concluye al fin con el desafío y derrota de Millalanco por Reinoso.
En la parte segunda de la obra especialmente se encuentran los acontecimientos más desligados del asunto principal: las aventuras imaginadas de don Alonso de Ercilla; el encuentro del curaca Mitayo179, que hubo de contar a don García las cosas que sucederían en Quito y en la provincia de Chile; y, por último, la aparición de Belona, que el autor pinta en estos términos:
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P. II, C., 8.º |
Esta mujer lo exhorta a cantar y lo conduce a un jardín donde se hallan las nueve Musas tejiendo las hazañas de los héroes de la mitología y de los dioses del paganismo. En un carro van la Fe, la Esperanza y la Caridad;
Y las otras virtudes generosas | |||
iban en otro asiento levantadas, | |||
en forma de unas vírgenes hermosas, | |||
con vistosas guirnaldas coronadas; | |||
y cantando canciones amorosas, | |||
del vivo afecto del amor tocadas, | |||
daban a Dios la gloria y alabanza | |||
siguiendo su carrera en ordenanza. |
Al dejarlo Belona, después que ha hecho sumaria relación de las victorias de Pavía, Lepanto, San Quintín y de algunos hechos de la historia romana, se le aparece un viejo
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quien le aconseja que ya que había emprendido una obra tan larga y estaba a lo postrero de ella, para hacerla más autorizada, escribiese del
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—127→
Llévalo después a una cueva, donde en un pedestal estaba una estatua de un anciano sosteniendo un espejo muy adornado de piedras preciosas, en el cual al asomarse el poeta de curioso vio una imagen del mundo. Sacó entonces el guía un gran libro de debajo de su túnica y por medio de horribles conjuros consiguió que se presentase Zoroastro, que viene de la Laguna Estigia a contar en el lenguaje más altisonante la dichosa victoria de Orán. A poco, con el pretexto de que llega la noche, supone otro sueño en que Belona manda al autor que escriba las cosas del Perú; se lo lleva a su lado en un carro que arrastra a escape por el aire un grifo, hasta que arriban a un altísimo monte; entran a una cueva y de allí a un patio y un jardín, donde había cuadros de mujeres hermosas: allí estaba Dido, Semíramis, Zenobia, Tomiris, Porcia, Cornelia, etc. Suben después a una gran peña desde donde divisan al mundo en forma de globo, hasta que deteniendo su vista en el Perú, el autor habla de la entrada de los españoles, de su conquista y posteriores disensiones.
Cuando el poeta despierta de su sueño, se halla de nuevo en los campos de Arauco, que continúan presenciando las derrotas de los indios. Eponamón entonces (que sea dicho de paso es muy erudito en la antigua mitología) lastimado al ver tanto desastre,
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Acordado en el consejo la persecución a los españoles, vuela Eponamón envuelto en una nube, la cual se abre al llegar donde estaban los araucanos y da paso a una especie de dragón que los exhorta a combatir prometiéndoles el triunfo. Entusiasmados los indios, dan la batalla, pero pierden en ella casi todos sus jefes; concluyendo por dar la paz en manos de don García, después que de despecho se suicida el valiente Caupolicán.
Tal es el absurdo argumento de este poema escrito sin orden y sin concierto alguno. Ficción puede decirse en último resultado es todo lo que respira la continuación de la Araucana.
Si pone a nuestra vista a los indios haciendo alarde de sus fuerzas y hazañas, no son por cierto aquellos hijos de la barbarie que tan bien retrata Ercilla, hombres rudos, terribles en su terquedad, admirables por su valor. En Santistevan luego se conoce que jamás los ha divisado siquiera de lejos, y que, por consiguiente, las descripciones que hace de ellos son hijas de la fantasía y de sus recuerdos mitológicos.
Los discursos que les atribuye pecan por demasiado prolijos y eruditos y decaen del tono más o menos elevado de guerreros épicos para degenerar en la más trivial conversación. Al leer esas frías y frecuentes arengas se conoce que el poeta no tiene alas con que remontarse: no hay en él sino vulgaridad, bajeza, muchas palabras, nada de valiente y entusiasta que recuerde por un momento siquiera a los héroes de la verdadera Araucana, tal como las aves de rapiña que se arrastran llenas ya y fatigadas sin poder levantarse por el aire. De intento y como muestra hemos dado ya a conocer las palabras de Colocolo en la junta primera de los caciques, que por la semejanza de situaciones en que se supone pronunciado aquí como en la Araucana, marcará perfectamente la enorme distancia que reina entre ambos poetas.
—129→La tenacidad en resistir a los invasores y el ánimo jamás quebrantado con las derrota que la historia ha reservado siempre a los araucanos como rasgos peculiarísimos, Santistevan se los arrebata completamente. Los bárbaros aparecen en su obra tímidos en exceso, necesitando largas exhortaciones para poder lanzarse al ataque; que si no se les habla de venganza, si no se les recuerdan pasados lances, (como si se tratase de un pueblo envejecido que se alimenta de sus recuerdos de gloria), si no se les excita en su orgullo y amor propio, permanecen fríos e impasibles, y que si es cierto saben morir, es con el valor de las ovejas en el corral.
Bastante bien los pintó el autor al poner en boca de una mujer el siguiente concepto que reza con los guerreros más valientes:
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¿Un indio araucano que no fuese falsificado habría podido permanecer impasible al oír de su jefe Caupolicán razones como éstas que siguen?:
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2.ª, IV, 74. |
¡Es cierto también que los soldados castellanos no se mueven sino mediante a la persuasión y esfuerzos de sus jefes!
Si se trata de una batalla, el ánimo no se exalta, no hay hechos que admirar, porque todo lo que ahí se ve es el empeño del autor por dar variedad a los movimientos de los guerreros, que va siguiendo uno a uno. En las exhortaciones de los jefes a los soldados no se manifiesta ese espíritu bélico que comunica el entusiasmo de pelear y de morir, todo se trueca en alabanzas al —130→ nombre español y a la honra de dar la vida por el rey; pero ni una de esas pinceladas maestras y golpes oratorios que hacen palpitar el corazón y desear el combate.
Las reflexiones morales con que se empeña en encabezar cada uno de sus cantos, carecen de toda variedad y elevación, no son más que variantes del tema instabilidad de la fortuna que predica y recuerda a cada momento, como temeroso de su porvenir o escarmentado de su vida pasada.
Falta a la verdad más evidente y a los ejemplos de su antecesor, cuando describe a Chile alimentando en sus bosques osos, tigres y panteras, solo con el ánimo de hacer eximio en la caza de animales salvajes a su héroe favorito Caupolicán II; en los trajes de los indios, que supone son en mucho a la europea, con arneses de infinita variedad, celadas que ostentan penachos, espadas grabadas de oro, y con la táctica militar de los grandes ejércitos, etc.
Toda la acción se convierte en una serie de marchas y descripciones, alistamientos militares, ataques sin plan y sin otra verdad que la de ser hijos de la imaginación del autor.
Está, asimismo, muy exagerada la figura del yanacona Andresillo, que desempeña un papel de los más importantes y cuya representación exacta sería la de uno de esos personajes comodines que en las comedias siempre están a mano cuando se necesitan.
Con motivo de una derrota sufrida por los indios, cae prisionera Brancolda, a quien el poeta da lugar para que refiera el lastimoso proceso de su historia. En esta ocasión en que Santistevan pudo lucir las dotes de su ingenio, libres de todo embarazo, y adornar el episodio con todos los encantos de un tema, aunque viejo, muy agradable siempre cuando la poesía lo reviste, no ha salido tampoco de la prosa e inventiva más vulgar: la rudeza de los salvajes, por más que no deje de manifestarse en los juegos que se celebran y en los premios que se han de otorgar, aparece, por desgracia, completamente afeada con las galanterías de amantes almibarados. Y todo esto tan mal colocado que las largas páginas que lo encierran se suceden casualmente cuando el interés que se —131→ supone existir está todo pendiente de la suerte de los héroes que combaten.
En los episodios de amor que ha intercalado falta pues todo rasgo de invención. Queda además, muy lejos de lo bueno por su amaneramiento y frías razones, que fueran sin duda muy de extrañar en Santistevan, que era joven y presumía de poeta, sino debiésemos culpar antes al siglo en que vivió y al gusto de la sociedad que lo viera florecer.
Para él, el amor causa es de las acciones que pueden reprocharse a muchos de los más grandes, personajes que haya producido el mundo; que lejos de animarlos y hacerlos más dignos, solo consigue detenerlos en su carrera de triunfos; él eclipsó la estrella de Aníbal en Capua, rebajó a César, produjo el desprecio y humillación de Caupolicán.
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Hay, sin embargo, a este respecto, escenas que no carecen de interés dramático, de las cuales habría podido sacar mucho partido un ingenio mediocre. Gualda, por ejemplo, encuentra a su marido que acaba de ser empalado: lejos de exhalar sus acentos en quejas del corazón, se dirige al muerto en un largo discurso en que cita a Lucrecia, Dido y otras heroínas de la antigüedad, apologizando el suicidio para justificar su resolución de sacrificarse; pero su tierno hijo que lleva en brazos no le merece una queja de madre, ni una exclamación de venganza para los crueles matadores.
Muy bien se comprendió, pues, así mismo don Diego de Santistevan cuando dijo en cierta parte de su libro:
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La posteridad no ha tenido sino sobrada razón para afirmarse más y más en este juicio tan francamente expresado.