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Historia de la literatura colonial de Chile

Tomo II

José Toribio Medina



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(Memoria premiada por la facultad de Filosofía y Humanidades)


La littérature telle que nous l' étudions
est, tour à tour, un objet d' art et un
monument historique.


Villemain, Tableau de la littérature
au moyen âge, t. 2.º, pag. 191.
               







ArribaAbajoSegunda parte

Prosa (1541-1810)



...Ce sont des curieux monuments pour
l' histoire, et non des spectacles pour
l' imagination.


Villemain, Littérature au moyen âge.                


imagen

Fray Gaspar de Villarroel

  —7→  

ArribaAbajoCapítulo I

Historia General



- I -

Cristóbal de Molina. -Pedro de Valdivia. -Góngora Marmolejo. -Mariño de Lovera. -Obras de las cuales se duda: -Juan Ruiz de León. -Ugarte de la Hermosa. -Sotelo Romay.

En la hueste que el adelantado don Diego de Almagro condujo al valle de Chile en 1535 al través de las heladas crestas de los Andes venía un clérigo nombrado Cristóbal de Molina, si maduro de años, no menos apacible de carácter. Don Cristóbal, que según se deja entender, era de los españoles que de los primeros arribaron al rico y recién descubierto Perú1, se quejaba ya de vejez en 15392 y aseguraba al rey que en un servicio había perdido la salud y los bienes, después de haber arriesgado la vida «millones de veces». Testigo de muchos de los sucesos que en rapidez vertiginosa se sucedían en las comarcas españolas entonces apenas exploradas; testigo de los descubrimientos maravillosos de una tierra virgen habitada por una raza de hombres desconocidos, mas entonces turbada ya por las pasiones de unos aventureros sin ley,   —8→   pero de sorprendente coraje y de ilimitada ambición y codicia; testigo de lances tan variados como, nuevos, decimos, aquel sacerdote ilustrado creyó dar provechosa ocupación a los días de una edad trabajada, dedicándolos a repetir por escrito esos hechos que tan de cerca le tocara presenciar y fue de esta manera como Cristóbal de Molina legó a la posteridad su Conquista y población del Perú, documento importante que aventajados historiadores han explotado más tarde3.

Molina es, ante todo, un narrador agradable que sabe interesar al referir lo que ha visto u oído a sus contemporáneos, con arte tal que atrae sin esfuerzo. La Conquista y Población del Perú en que se registra, aunque de ligero, la primera excursión que los españoles realizaron bajando al sur del despoblado de Atacama, es uno de los trabajos más acabados por su estilo que se conserven de una época en que tan desaliñados se escribieron; y en cuanto a las noticias que encierra, si no es todo lo que puede decirse, es un testimonio respetable que debe consultarse al estudiar la historia de los hechos que comprende. Mirando los acontecimientos sin pasión, sin dejarse arrastrar de las tendencias de ninguno de los bandos que entonces desangraron miserablemente las nuevas conquistas, invocando aún su estado de sacerdote, Molina lleva su escrupulosidad al extremo de que cuando en su relación le cumple dar cuenta de las luchas civiles de los Pizarros y Almagros, suelta la pluma y exclama que no puede hablar de tan fatales sucesos ocurridos entre hermanos en el servicio de la causa real4.

Figurábase achacoso nuestro historiador en 1539, decíamos, y sin embargo, ¡restábanle aún por vivir cuarenta años, la vida de un hombre! Nombrado sochantre de la catedral de los Charca,   —9→   volvió segunda vez a Chile con don García Hurtado de Mendoza; «sirvió en la guerra contra los araucanos, desempeñó el cargo de vicario del obispado en Santiago en 1563, teniendo que sostener ruidosos altercados con un padre dominico llamado Gil González de San Nicolás que predicaba proposiciones heréticas, y con la autoridad civil que apoyaba a ese religioso5; hizo un viaje a Lima a fines de ese año, y vivía todavía en Santiago, aunque en estado de completa demencia, en 1578»6. «Cristóbal de Molina, decís al rey en una carta de esa fecha el obispo Medellín, ha muchos años que no dice misa por su mucha edad y es como niño que afín el oficio divino no reza. Ha sido siempre muy buen eclesiástico y dado muy buen ejemplo»7.

Después de los aventureros de Almagro8, cuyo salvaje trato para con los naturales de esta tierra ha contado con rasgos tan verídicos como aterrantes el clérigo Molina, llegaron a establecerse al valle del Mapocho los soldados de don Pedro de Valdivia, y ¡cosa remarcable! este hombre de voluntad incontrastable, de una actividad y constancia asombrosas en las fatigas, soldado valiente y militar de experiencia, ha sido al mismo tiempo el narrador de los inciertos pasos de los primeros pobladores del territorio chileno. Su afición ardiente por el suelo a quien diera un nombre y que elevara al rango de nación, y que en parte le ha pagado su deuda consagrando en el mármol su figura, que de lo alto   —10→   de las rocas del Huelen aún parece contemplar su obra, le dan pleno derecho de ciudadanía, como se expresa el señor Vicuña Mackenna con acierto feliz en una de sus amenas Narraciones; y sus Cartas al monarca español, que se ha comparado a las de Cortés, como éstas a las de César, lugar distinguido en la historia de los que cultivaron las letras por un motivo o por otro en la época en que nuestro país salía apenas en los pañales tejidos con la sangre e ímproba labor de nuestros antepasados.

Pedro de Valdivia abandonando su rica estancia de Bolivia y las seguridades de una inmensa fortuna fácil de adquirir por las inciertas expectativas de la conquista de un pueblo perdido en una extremidad de la tierra y en ese entonces el «peor infamado del mundo», según su enérgica expresión, por la malhadada expedición de Almagro, dio pruebas de hallarse dotado de un espíritu superior. ¿Qué le importaban a él las riquezas si su espada permanecía ociosa, de que le serviría en aquellas soledades el temple vigoroso de su alma si no encontraba un objeto digno de su noble ambición en que ejercitarlo? Este hecho tan elocuentemente manifestado por los impulsos de un noble arrebato, y que ante un jefe lo hizo acreditar como loco, es lo que se revela aún con tranquila convicción de la lectura de sus Cartas. Valdivia bien sea que hable en ellas de sus tareas de organización militar; bien sea que refiera las increíbles penurias soportadas con admirable constancia durante los primeros tiempos de su establecimiento en Chile; bien sea de sus servicios a la causa real, prestados también como consecuencia de un impulso repentino y generoso, bien sea, por fin, que confiese con loable franqueza sus faltas, o señale a la indignación los manejos de sus enemigos, es siempre el hombre superior que pone de manifiesto su alma en su lenguaje claro, sin pretensiones, pero enérgico, seguro de sí mismo, siempre igual y noble.

No puede, es cierto, negarse que adolecía de cierta terquedad, fruto del poco cultivo de su inteligencia. El conquistador Pedro de Valdivia usaba siempre la frase que primero venía a su mente, pero que expresaba perfectamente su idea, sin ir a buscar en   —11→   lejanas reminiscencias de estudios anteriores el mejor corte del periodo, la manera más pulida de decir. Se expresaba como sentía, dejándonos así un trabajo que en su género no ha sido superado entre nosotros. Cuando de ocasión ha solido emplear una que otra frase que trasciende a la época de su residencia en la vecindad de la famosa Universidad de Salamanca, nos suena mal, y desde luego juzgamos que está allí fuera de su centro9.

Entre los hombres que vinieron a Chile con Pedro de Valdivia, que iban conquistando con él el suelo palmo a palmo y que guiados por su sed de aventuras y de fortuna, se echaban en brazos de los peligros y fatigas como los débiles troncos que arrebata el río en su corriente sin saberse adonde van, merece ser notado Alonso de Góngora Marmolejo.

Góngora Marmolejo, natural de Carmona, en Andalucía, parece que vino a Chile en 1547, en el cuerpo de auxiliares que del Perú trajo Pedro de Valdivia10, con el cual se halló presente, como él dice, el descubrimiento y conquista. Una de las particularidades más dignas de notarse en su libro es el verdadero arte con que ha sabido dejar entre bastidores su personalidad para no ocuparse más que de sus compañeros, le sean o no simpáticos, y de los indios sus enemigos: son ellos los únicos que aparecen en la escena, los que se mueven y agitan a nuestra vista, me vides de su buenas o malas pasiones. Lo que para él acaso fue modestia, y que en sí mismo merece indulgencia, tal vez viene a constituir en realidad una falta que el historiador tentado se halla de calificar como grave. Porque, en efecto, ¿acaso podía perdonarse al autor   —12→   que en sus memorias olvidase hablar de sí? Y que otro carácter asume el que es a la vez héroe y relator de una historia tan general como se quiera pero en la cual ha desempeñado un papel no despreciable? Este falso silencio de Góngora desaparece con todo en ocasiones: cuando se trata de vindicar la memoria de un compañero ultrajada por los falsos díceres, cuando se trata de una acción sorprendente, o de una curiosa ceremonia, ahí está él siempre para testificar y dar peso a sus palabras, expresando que se halló presente al acto.

De Góngora Marmolejo, como de Valdivia y otros personajes, referir la historia de su permanencia en Chile sería entrar en la relación de acontecimientos que pertenecen a otra esfera; basta, pues, que sepamos que asistió como capitán a casi todas las naciones de guerra que tuvieron por teatro a Chile durante cerca de cuarenta años, unas veces victorioso, otras derrotado, ya como fundador de ciudades, ya como soldado.

Cuando ya sus largos años de servicio y su edad avanzada lo inhabilitaban probablemente para la durísima vida de los campamentos de ese entonces, se ofreció por acaso una legítima esperanza a sus deseos de repose en la ocupación de un destino fácil de desempeñar, tranquilo y muy digno de una alma honrada: el de protector de indios. Góngora ya que no podía pelear, quiso naturalmente buscar en ese puesto, que era un mediano provecho con sus seiscientos pesos de sueldo, un término a sus azares y una tardía, aunque incompleta recompensa a sus dilatados servicios; pues, como tantos otros veía su cabeza encanecida, su cuerpo lleno de honrosas cicatrices, y escuálida su bolsa. Si en aquel terreno sólo había obtenido sinsabores deseó tentar fortuna en calidad de pretendiente y solicitó del gobernador Saravia que le diese aquel destino. Pero él «que del tiempo de Valdivia había servido al rey, y ayudado a descubrir y ganar el terreno, y sustentado hasta el día de esta fecha, y estaba sin remuneración de sus trabajos»11, vio también que aquí la suerte le volvía las espaldas,   —13→   y lo que largos méritos no pudieron conseguir, lo obtuvo el favoritismo, y Francisco de Lugo -«mercader, hombre rico y que al rey jamás había servido en cosas de guerra en Chile», obtuvo el cargo. Con todo, no debemos creer que nuestro pretendiente se afectase en gran manera con esta preferencia; entendía que aquel estado que Dios da a cada cual es el mejor, y que si no le levanta más es para bien suyo; por esto, desilusionado, se puso a esperar mejores tiempos y vientos más propicios.

En medio de su pobreza y decepciones, Góngora trabajaba en consignar para la prosteridad los suscesos a los cuales había asistido o que conocía de los actores sus compañeros. Su obra, comenzada temiendo la crítica y la murmuración, caminaba sin embargo, al término que había ofrecido.

En más de una ocasión apoderábase el desaliento de su espíritu y lo hacía detenerse, pero fiel a su promesa «de escrebir todo lo que en este reino acaesciese, así de paz como de guerra y lo que había acaescido desde atrás hasta este año de setenta y cinco», marchaba y marchaba, pudiendo estampar al final de en libro estas palabras con las cuales concluye: «acabose en la ciudad de Santiago del Reino de Chile, en dieciséis días del mes de diciembre de mil y quinientos setenta y cinco años».

En muy pocos meses debía preceder el término del trabajo a la fecha de su muerte. Pero antes merece notarse cierto, cargo especial que recibió en tiempo de Rodrigo de Quiroga porque es un dato curioso, del carácter de su persona y de la fisonomía de la época en que vivió. Es muy sabido que los indios creían en la virtud de los conjures, y en la existencia de males y enfermedades producidos por la perversa voluntad de enemigos ocultos que los machis designaban valiéndose de ciertos ritos y ceremonias. La hechicería, en una palabra, era una ciencia que los indígenas cultivaban, como sus dominadores la astrología. Rodrigo de Quiroga, carácter religioso y que llevaba encarnada una partícula de ese espíritu de superstición, fanatismo e intolerancia, que tan común era en los españoles de ese entonces y cuya representación genuina fue la Inquisición aragonesa, encargó a Góngora Marmolejo   —14→   que con el título de juez pesquisidor de los hechiceros indígenas recorriese el país y castigase severamente a los que se hallasen culpables de aquel crimen. No sabemos cuanto tiempo ejerciera tales funciones, pero si consta que en 23 de enero de 1576 Quiroga nombró para el mismo cargo al capitán Pedro de Lisperguer, por «cuanto Alonso de Góngora, dice, que nombré por capitán y juez de comisión para el castigo de los hechiceros de los indios, es fallecido desta presente vida, y conviene proveer otra persona que vaya a hacer dicho castigo12. Esto es lo último, que sepamos del escritor de la Historia de Chile y que viene a ser el desenlace obligado de sus días: buen guerrero, procuraba que los indios abandonasen el suelo heredado de sus padres, y sus hogares y la vida; buen cristiano, era natural también que tendiese a extirpar de entre ellos creencias que en religión miraba como hijas del demonio.

Dos fueron los motivos que a Góngora impulsaron a escribir: «los muchos trabajos e infortunios que en este reino de Chile de tantos años ha que se descubrió han acaescido, más que en ninguna parte otra de las Indias, por ser la gente que en él hay tan belicosa», y la circunstancia de no existir otro documento histórico de esa época que la Araucana de don Alonso de Ercilla, «no tan copiosa cuanto fuera necesario para tener noticias de todas las cosas del reino; por eso, expresa, «quise tomallo desde el principio hasta el día de hoy, no dejando cosa alguna que no fuese a todos notoria». He aquí los rieles por los cuales ha de deslizarse su relación, que son el compendio general de su trabajo y lo que de él debe esperarse: minuciosidad en los detalles, imparcialidad en la narración.

Desde el principio parece que hubiera querido dar una prueba de buen sentido a los futuros escritores, no principiando, cual muchos de ellos lo hicieron después, por la cita inconducente de acontecimientos tan anteriores al trabajo prometido, para que la   —15→   historia de esos sucesos apareciera sin enlace aparente. Comienza por contarnos en muy pocas palabras lo que era el reino que se iba a conquistar; dedica unas cuantas frases a la primera entrada que a él hicieran los españoles que condujo Diego de Almagro, para entrar enseguida a ocuparse de lleno de las empresas de Valdivia.

La fuerza de las circunstancias que lo ha hecho original, ha influido también en que como actor que fue, su narración corra viva y animada. El punto principal a que se dirigen sus esfuerzos es a consignar lo que vio, únicamente a los hechos, y por eso, es que su libro escasea muchísimo de las disgresiones tan al gusto de su época, y de repeticiones siempre fastidiosas; él jamás se desvía del curso de los acontecimientos para pintarnos imaginarias costumbres de indios o aburrirnos con declamaciones: todo es allí aprensado, resumido. Por su calidad de testigo presencial, tanto colorido y realce da a muchas de sus escenas que, a pesar de la distancia y el tiempo, nos hace volver a vivir con una generación remota, experimentando las impresiones que sus hechos le debieron producir; y tanta es la fuerza de la luz y de la sombra, que algunas de sus figuras y combates se destacan del cuadro. Para conseguir este medio Góngora no ha ocurrido a las figuras retóricas, ni siquiera ha procurado limar sus páginas, pues por el contrario, ha dejado correr su pluma, impregnada de la rudeza de los primitivos conquistadores, pero siempre franca y espontánea, sin que la obra de la naturaleza haya sido alterada por sutilezas ni ficciones de una edad de enfermiza cultura.

Sin pretensiones de historia, como género literario, sin otro arte que el de hacer desaparecer su personalidad, el libro de Góngora tiene animación; presenta las cosas de un modo atrayente y llenas de un natural interés que en ninguna parte decae; hay movimiento, en sus batallas, verdad en sus apreciaciones y naturalidad en au relato. Tan manifiesto es que escribió sin pretensiones que no hay en su obra un discurso de esos que pululan en los escritores de más tarde ni uno de esos relatos de largas páginas, que eran casualmente tan largos porque no se sabía qué decir. Góngora   —16→   para delinear sus retratos da una pincelada a medida que la ocasión se ofrece de por sí; cuando ya cree terminar con algún gobernador bosqueja en unas cuantas líneas su carácter y su vida; y realmente si algún mérito puede notarse con preferencia, en él es la sobriedad en los detalles. Esos retratos de sus actores, que Góngora reserva para el día de los funerales de cada cual, son verdad y son imparcialidad, muchas veces una buena caracterización en pocas palabras. Véase como nuestra uno de ellos. «Era Francisco de Villagra cuando murió de edad de cincuenta y seis años, natural de Astorge, hijo de un comendador de la orden de San Juan, llamado Sarria; Bu padre no fue casado; su madre era una hijadalga principal del apellido de Villagra. Gobernó en nombre del rey don Felipe dos años y medio con poca ventura, porque todo se le hacía mal: era de mediana estatura, el rostro redondo, con ranche, gravedad y autoridad, las barbas entre rubias, el color del rostro sanguino, amigo de andar bien vestido y de comer y beber: enemigo de pobres; fue bien quisto antes que fuese gobernador y mal quinto después que lo fue. Quejábanse de él que hacía más por sus enemigos a causa de atraellos a sí, que por sus amigos, por cuyo respeto decían era mejor para enemigo que para amigo. Fue vicioso de mujeres; mohíno en los casos de guerra mientras que vivió; sólo en la buena muerte que tuvo, fue venturoso; era amigo de lo poco que tenía guardallo; más se holgaba de rescebir que de dar. Murió en la ciudad de la Concepción en quince días del mes de julio de mil quinientos y sesenta y tres años13. Si aquí, no hay, pues, una obra de arte, hay lo bastante para escribir la historia; y ni se hallan menudencias, se encuentran también datos de una importancia superior.

Hemos dicho que su único antecesor hable, sido Ercilla, el cual como sabemos, en muchas de sus estrofas ha sido poeta de primer orden. Una de las grandes figuras de su creación épica es la del heroico Caupolicán, cuyo suplicio aborrecible tanta impresión le causara. Pues bien, acostumbrados a respirar el perfume de su   —17→   musa, que tanto prestigio consagra al héroe araucano, experimentamos cierta impresión penosa al encontrarnos en Góngora Marmolejo en la relación de esa muerte, con una extrema frialdad, que demuestra a todas luces cuán distante está de hermosear con la ficción los hechos verdaderamente épicos a que asiste. «Reinoso, dice..., mandó a Cristóbal de Arévalo, alguacil del campo, que lo empalase, y así murió. Este es aquel Caupolicán que don Alonso de Ercilla en su Araucana, tanto levanta sus cosas»14.

Es muy digno de notarse cómo ha sabido Góngora ser imparcial en medio de acontecimientos en los cuales tomó una parte activa; pues ni les muchas rencillas que dividían los ánimos en su tiempo, ni las odiosidades y preocupaciones de partidos de soldados, han podido hacer que jamás deje de mostrarse perfectamente desapasionado. Muchas veces omite hablar en su propio nombre, para darnos a conocer lo que corría como voz general, lo que se pensaba y se decía, sin manifestar odio y sin dejarse seducir por el halagüeño prisma de la amistad. Al terminar ya su obra se le ofreció casualmente una ocasión de expresar su modo de proceder, haciéndose necesario para él la explicación de su conducta y la protesta de su imparcialidad. Daba fin a su libro con la relación de los sucesos del gobierno de Bravo de Saravia, hacia el cual, hemos dicho, podía parecer que le animase algún sentimiento de aversión. Nada favorablemente se ha expresado de ese mandatario, y aunque sus deseos hubieran sido de dar cima a su trabajo con algo noble, algo de honroso para la causa de los españoles, pues... «quisiera, dice, que el dejo de este gobernador fuera de hechos valerosos, y virtud encumbrada; mas, como no puedo tomar lo que quiero, sino lo que sucesive detrás de los demás gobernadores ha venido y tengo de nescesidad pasar por lo presente, suplico al letor no me culpe no pasar adelante, porque en solo esta vida quedo bien fastidiado, que cierto no la escrebieron si no me hubiera ofrecido, en el principio de mi obra escrebir vicios y virtudes de todos los que han gobernado; y porque me he   —18→   preciado escrebir verdad, no paro en lo que ninguno detratador puede decir». Así, temiendo lo que de él pudiera murmurarse, hace callar su voz para no expresar lo que sus detractores circulaban; y a pesar del disgusto que naturalmente sentía por un personaje que no le era simpático, escribía los sucesos de su vida sólo cumpliendo la palabra empeñada. En esto no hacía más que ajustarse perfectamente a un axioma cuya verdad reconocía y que no ha olvidado de apuntar: la experiencia de sus largos años le había manifestado que «cuando las cosas van guiadas por pasión, en todo se yerra», y por eso procuraba a toda costa no dar lugar siquiera a que sus sentimientos estallasen y se viese arrebatado por ellos, contra su voluntad. ¡Noble proceder que traiciona la elevación de su carácter y la rectitud de sus miras!

Pero no es esto lo único bueno que vemos en el ánimo de Marmolejo: ahí están su entusiasmo de soldado, su compasión de cristiano, su resignación a la voluntad divina y su amor a Dios, y cierta filosofía moral que se asemeja mucho a la de un estoico.

En la batalla de Quiapo en la cual se halló presente, véase como se trasluce su ardor guerrero. Después de hacer relación del ataque hasta el punto en que los combatientes iban a estrecharse de cerca continúa: «los cristianos se llegaron disparando, sus arcabuces y lanza a lanza peleaban por entrar; los indios les defendían la entrada: ¡era hermosa cosa de ver!» Y, sin embargo, este mismo hombre cuyo pecho vibraba de emoción al encontrarse con el enemigo, exhala en otra ocasión su dolor en sentidas palabras, lamentando la cantidad de cadáveres dispersos por el campo de batalla después del combate. Tan familiarizado parecía hallarse con la guerra, sin embargo, que, tratándose de pelear, habla como de la cosa más natural, como de algo que se practicase por costumbre y diariamente, como de un sarao o de una fiesta. La experiencia de la vida le había enseñado más de una lección útil; y en muchas ocasiones deduce de los hechos cierta filosofía moral que demuestra que era hombre observador, y sobre todo, que practicaba lo que creía bueno, que aprendía y enseñaba lo que sabía. Agréguese su respeto a la voluntad divina, que a veces degenera   —19→   en superstición, que sabe conformarse en los infortunios y desear «que la gloria de au obra se dé a Dios todopoderoso que vive y reina por todos los siglos de los siglos», y se tendrá en resumen la idea moral del autor. La misma credulidad ciega de sus sucesores no se encuentra en su libro tan abultada, pues cuando llega el caso de referir un milagro, discute si tuvo o no razón de ser, por más que con él puede decirse que comienza esa serie de escritores crédulos y supersticiosos que juntamente ven en todo o una obra de Dios o una intervención del demonio: doctrinas perniciosas que tal vez gustaron en ese tiempo de apariciones sobrenaturales, de brujos o astrólogos, pero para los cuales nuestro siglo no tiene otra cosa que el desdén y su más amarga sonrisa.

En el lenguaje de Góngora Marmolejo se nota el empleo de palabras duras e impropias de una obra literaria, y hay voces que se repiten demasiado; pero siempre en medio de esos minuciosos hechos relatados con una perfecta claridad, no hay nada más igual que su estilo, que corre siempre parejo y mesurado, traicionando la calma de su espíritu y la de las bellas noches del cielo a cuya sombra escribía. Hay algunos términos cuyo uso frecuenta en extremo, aunque a veces, es cierto, conducido por la necesidad de expresar las mismas ideas; pero su lenguaje tiene siempre algo de noble y superior, que nos hace recordar la serenidad de almas y vigoroso temple de esos hombres antiguos, hombres de hierro, inquebrantables y que parecían formados de un barro superior. Después de él, los escritores para imponerse a una sociedad ignorante, procuraban a toda costa entrar en comparaciones de las cosas que veían con ejemplos tomados de antiguos autores; mas, Góngora Marmolejo, por el contrario, procura siempre escasear esa falsa erudición, muchas veces de un modo que revela la altura de su inteligencia; omite situaciones que estima conocidas y que apenas se atreve a insinuar, procurando aquí como en todo dar libre ensanche a sus inclinaciones de hombre modesto para desaparecer a nuestra vista. Debemos, empero, confesar que las aspiraciones de Góngora no se cumplieron en este país, uno de cuyos progenitores fue: hombre de mérito y viose desconocido; humillado   —20→   como pretendiente, muriendo al fin en la espera de tiempos mejores15.

Hallábase en la ciudad de los Reyes, por los años de 1594, un hombre ya viejo, llamado Pedro Mariño de Lovera, que había pasado largos años en el reino de Chile, llevando la vida que era de estilo y uso común en los malos tiempos que corrían, guerreando con los indios, explotando su encomienda, y fiándose en Dios y en el apóstol Santiago en los repetidos lances en que debiera medir su toledana con las lanzas de treinta palmos de los indómitos hijos de Purén. Con harta diligencia y no pocos trabajos había conseguido acopiar datos bastantes abundantes de los sucesos de que fuera actor, de los que sus compañeros ejecutaron, o de que otros oyó como realizados por los que le precedieron en la conquista. Don Pedro era hombre poco versado, en letras, ajenas, a más, a su profesión, y que entendía de dar un corte con su espada, o una carga de a caballo, pero no mucho en el manejo delicado de la pluma. Sus tendencias religiosas y el hallarme ya próximo al término de sus días, lo inclinaban a cultivar amistades de gente devota y especialmente la del jesuita Bartolomé de Escobar, que, a lo que parece, había corrido también la tierra de Chile, y distinguídose no poco en la peste que diezmó a los indios americanos al principio de la conquista16.

  —21→  

Hablaba allí el buen capitán con toda llaneza de sus días pasados en Chile, y se quejaba de que preocupado casi únicamente de averiguar la verdad no había atendido bastante al método y estilo, de la obra que llevaba entre manos; concluyendo siempre por pedir a su amigo que tomase a su cargo esta tarea. No dejaba el jesuita de negarme diciendo, que eso no estaba en perfecta armonía con su estado, y que, sobre todo, sus cortas luces y disposiciones no eran les más garantes del buen resultado de la empresa. Pero en aquel libro habían de ocupar un lugar prominente las hazañas de don García Hurtado de Mendoza, que a la sazón era virrey del Perú, quien tenía, además, por achaque buscar encomiadores de sus proezas después que tan obstinado silencio guardara sobre ellas el inmortal autor de la Araucana, lastimando su orgullo en lo más íntimo; y así es como podemos creer que apoyase la demanda el ingenuo don Pedro. Resignose su reverencia, puso punto su boca, y sin más que unas cuantas frases de adulo, empecé la redacción.

Lo que dijo más tarde no fue todo lo que hallara escrito en los apuntes del aguerrido capitán; pero en cambio, estampé también muchas otras cosas de que aquel no se había preocupado, que poco hacían al fondo del negocio, pero que debían servirle de adornos, como ser las frecuentes alusiones a la historia bíblica y a la de los griegos y romanos. Sin embargo, esto poco quitaba al mérito de los apuntes del capitán, pues en relación era la misma y acaso en su redacción no halláramos tampoco grande discrepancia; y sea como quiera, el hecho curiosísimo de un libro escrito por uno y reducido a nuevo método y estilo por otro, subsiste en toda su plenitud y es acaso único en la historia literaria de las naciones.

Don Pedro Mariño de Lovera fue un hombre tan crédulo que las patrañas más inverosímiles las refiere candorosamente como milagros, agregando que él las vio, y muchos otros como él. No hablamos aquí de las frecuentes apariciones que el apóstol Santiago hizo en los llanos chilenos combatiendo, por los españoles en un caballo blanco, ni de las veces en que la Virgen se dignó   —22→   tomar puñados de tierra y lanzarlos a los indios para cegarlos durante el combate, por ser acontecimientos bastante divulgados; contentémonos con referir un sólo hecho en que lo grotesco se añade a la inverosimilitud. Es el caso que «hicieron los indios consulta general de guerra en el lebo de Talcahuano, orillas del río grande de Biobío, donde según sus ceremonias se subían los principales capitanes y consejeros sobre una columna de madera para que todos oyesen en razonamiento, estando sentados en el suelo como es costumbre en todas las Indias generalmente. Y subiendo el primer adalid llamado Almilican comenzó a detraer de los cristianos, y a la tercera palabra enmudeció, quedando absorto y con los ojos fijos en el cielo; estando los demás suspensos por más largo rato, salió el que había de hablar después de él, y le preguntó la causa de tan extraordinario espanto; a lo cual respondió que estaba mirando una gran señora puesta en medio del aire, la cual le reprendía su delito, infidelidad y ceguera; a cuyas palabras respondieron todos con los ojos levantándolos a lo alto donde vieron a la gran princesa que el capitán les había dicho. Y habiéndola mirado atentamente bajaron luego las cabezas, quedando por media hora tan inmóviles como estatua, y sin hablar más palabra se fue cada uno por su parte y se entraron en sus casas sin haber hombre de todos ellos que tomase de allí en adelante armas contra los cristianos».

Pues bien, relatos como estos que en los tiempos que corren deslustran un libre escrito con mediano interés, son comunes en nuestro autor; adquiriendo esta tendencia todavía mayor vuelo en manos del redactor Escobar, que tenía siempre a la mira un fin religioso y que no perdía ocasión de increpar a sus compatriotas por sus deslices, predicándoles la enmienda de sus faltas, y los progreso de la fe católica entre los infieles; y así no es de extrañar que en llegando a la conclusión declare: «que escribir muchos libros es cosa sin propósito, y que lo que importa es que oigamos todos el fin del razonamiento que es este: Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque este es todo el hombre; que Dios ha de revelar todas las cosas en su juicio, y sentenciar   —23→   lo bueno y lo malo según el fiel de su justicia. Y si este santo temor hubiera sido el principio con que se conquistaron estos reinos, no estuviera esta historia llena de tantas calamidades como el lector ha leído en ella. Plegue al señor sea servido de poner en todo su piadosa mano, para que en los corazones haya más amor suyo y más felice prosperidad en los sucesos».

«Don Pedro Mariño de Lovera fue natural de la gran villa de Ponteviedra en el reino Galicia, hijo de Hernán Rodríguez de Lovera y Rivera, y de doña Constanza Mariño Marinas de Sotomayor. Fue su padre regidor perpetuo de dicho pueblo, y capitán general en su costa de mar por Su Majestad real el emperador don Carlas V. Habiendo guerra entre España y Francia, desde el año 1538, hasta el de cuarenta y dos, en el cual tiempo con celo de la honra de la Majestad Cesárea puso la espada en la cinta de su hijo don Pedro, autor de esta historia, dándole los consejos concernientes a la calidad de su persona para que procurase siempre dar de sí buena cuenta, esmerándose en las cosas de virtud, y llevando adelante las buenas costumbres de sus progenitores. Habiendo pues servido a sus padres en oficios de su ejército militar algún tiempo, le pareció que le estaría bien dar una vuelta en las Indias; y así lo intenté y trató con su padre, cuya licencia y bendición alcanzó; con la cual puso en ejecución su deseo, saliendo de su patria el año de 45. El primer viaje que hizo fue a la ciudad de Nombre de Dios; de la cual dio la vuelta para España, mas por justos respetos que le movieron, que por desistir de la persecución de sus intentos. Mas, como llegase a la Habana, para de allí pasar a España, acertó a venir en aquella coyuntura el licenciado Gasca por presidente del Perú: el cual halló a don Pedro de Lovera en este puerto de la Habana, y le hizo echar por otro rumbo enviándole a la nueva España con ciertos recaudos de importancia para don Antonio de Mendoza, vicerrey de aquel reino. Dio tan buena cuenta de sí en este negocio, que pasando el mismo vicerrey al Perú a gobernarle, lo trajo en su compañía hasta esta ciudad de los Reyes, donde hizo asiento. Mas, como don Pedro era tan aficionado a las armas, y supo que en el reino   —24→   de Chile había no poco en que emplearse acerca desto, por las continuas guerras que hay entre los indios naturales de la tierra y los españoles, púsose en camino para allá adonde llegó el año, de cincuenta, y uno»17.

Llegaba pues, nuestro gallego a Chile en una época preñada de azares y de peligros, arrostrando los rigores de un suelo del todo inexplorado, ese temor seguido de curiosidad que siempre acompaña a lo desconocido, y sobre todo, el valor de los denodados hijos de Arauco. Desde los primeros pasos figuré con Valdivia en todas las excursiones por el sur, señalándose en las desproporcionadas batallas en que un español debía combatir con cinco mil salvajes, corriendo el país hasta el lugar en que se fundó el pueblo a que dio su nombre aquel conquistador. Poco faltó, sin embargo, para que Mariño de Lovera fuera a morir con su jefe en la memorable jornada de Tucapel, pues, habiendo salido con él de Concepción cuando llegó la noticia del alzamiento de los indios quiso la casualidad que el día antes se detuviese en el asiento de las minas, junto, con los demás españoles que allí estaban.

Más tarde, cuando Villagrán fue derrotado en Arauco e iba huyendo para Concepción, llegando a Biobío, se encontró con que la barca, estaba rota. No había más recurso que enviar a la ciudad por gente de socorro «que acudiese con algunos indios yanaconas a dar traza en hacer algunas balsas para pasar el río. Mas, como todos los soldados estaban tan heridos y destrozados, no hubo hombre que se atreviese a pasar el río, ni el general quiso hacer a nadie fuerza para ello, viendo la razón que tenían y que no era más en su mano. Finalmente el capitán don Pedro de Lovera se ofreció a este peligro, cuya oferta no quería Villagrán admitir por estar tan mal herido, que corría manifiesto riesgo de la vida: mas viendo que no había otro remedio hubo de condescender con   —25→   él, el cual salió a media hora de la noche, y cuando se halló de la otra banda era cerca del alba, habiendo tardado ocho horas en pasarlo; y sin dilación fue a la ciudad que está a dos leguas del río, y juntando, con gran brevedad sesenta indios yanaconas y treinta hombres de a caballo, los llevó a la orilla donde hicieron balsas de carrizo en que pasó todo el ejército. Aún no habían llegado a esa otra banda cuando ya asomaban los indios de guerra, pero como estaba agua en medio, quedaron refriados, y así se volvieron a celebrar despacio la victoria».

Si la suerte les fue adversa en esta ocasión, no pasó mucho tiempo sin que los españoles tuviesen un brillante desquite, destruyendo en Mataquito, las huestes con que el osado Lantaro pretendía derribar a Santiago; siendo Mariño de Lovera unos de los soldados que más se distinguieron en la refriega. Había salido esta vez de la capital, en donde fue hallaba desde hacía poco, pues sabemos que con motivo de las disensiones que se suscitaron sobre el mando entre Aguirre y Villagrán, al primero le nombraron por alférez para que defendiese la entrada a la ciudad. Posteriormente peleé con valor al lado de Rodrigo de Quiroga, contra los indios de Ongolmo y Paicaví, y en enero, de 1558 salió a la fundación que don García mandé hacer de nuevo en el lugar de la Concepción.

En una reseña que trae Oña de los caballeros que acompañaban al joven Gobernador cuando recién desembarcaba en el sur de Chile, pinta a nuestro don Pedro de la manera siguiente, que habla no poco en pro de su apostura militar:


Con escamosa malla y doble cuera
encima de un dorado castañuelo  5
que huella el aire vano más que el suelo,
y apenas cabe en toda la ribera,
parece don Mariño de Lovera
aficionando a tierra, mar y cielo,
varón ejercitado en la milicia,  10
y noble caballero de Galicia18.

  —26→  

A fines del año de 1575 «estando la ciudad de Valdivia en la mayor prosperidad que jamás había estado y la gente a los principios de su quietud y contento, quiso Nuestro Señor que les durasen poco los solaces, acumulando nuevos infortunios a los pasados. Sucedió, pues, en 16 de diciembre, viernes de las cuatro, témporas de Santa Lucia, día de oposición de luna, hora y media antes de la noche, que todos descuidados de tal desastre, comenzó a temblar la tierra con gran rumor y estruendo, yendo siempre el terremoto en crecimiento sin cesar de hacer daño, derribando tejados, techumbres y paredes, con tanto espanto de la gente que estaban atónitas y fuera de sí de ver un caso tan extraordinario. No se puede pintar ni describir la manera de esta furiosa tempestad que parecía ser el fin del mando, cuya priesa fue tal que no dio lugar a muchas personas a salir de sus casas, y así perecieron enterradas en vida, cayendo sobre ellas las grandes machinas de los edificios. Era cosa que erizaba los cabellos y ponía los rostros amarillos, el ver menearse la tierra tan apriesa y con tanta furia que no solamente caían los edificios, sino también las personas sin poderse detener en pie aunque se asían unos de otros para afirmarse en el suelo. Demás desto, mientras la tierra estaba temblando por espacio de un cuarto de hora se vio en el caudaloso río, por donde las naves suelen subir sin riesgo, una cosa notabilísima y fue que en cierta parte del se dividió el agua corriendo la una parte de ella hacia la mar, y la otra parte río arriba, quedando en aquel lugar el suelo descubierto, de suerte que se veían las piedras como las vio don Pedro de Lovera, de quien saqué esta historia, el cual afirma haberlo visto por sus ojos. Ultra desto salió la mar de sus límites y linderos corriendo con tanta velocidad por la tierra adentro como el río del mayor ímpetu del mundo. Y fue tanto su furor y braveza, que entró leguas por la tierra adentro, donde dejó gran suma de peces muertos, de cuyas especies nunca se habían visto otras en et reino. Y entre estas borrascas y remolinos se perdieron dos naves que estaban en el puerto, y la ciudad quedó arrasada por tierra sin quedar pared en ella que no se arruinase. Bien escusado estoy en este caso de ponderar   —27→   las aflicciones de la desventurada gente de este pueblo que tan repentinamente se vieron sin un rincón donde meterse, y aún tuvieron por gran felicidad el estar lejos del saliéndose al campo raso por estar más seguros de paredes que les cogiesen debajo como a otros que no tuvieron lugar para escaparse, y no solamente perdieron las casas de su habitación mas también todas sus alhajas y preseas, estando todas sepultadas, de suerte que aunque pudieron después descubrirse con gran trabajo fue con menoscabo, de muchas y pérdida de no pocas, como eran todas las quebradizas, con lo que estaba dentro, y otras muchas que cogían los indios de servicio y otra gente menuda, pues en tales casos suele ser el mejor librado aquel que primero llega. Y de más desto se quedaron tan sin orden de tener mantenimiento, por muchos días, en los cuales padecieron hambre por falta de él, y enfermedades, por vivir eu los campos al rigor del frío, lluvias y sereno y (lo que es más de espantar) aún en el campo raso no estaban del todo seguras las personas; porque por muchas partes se abría la tierra frecuentemente por los temblores que sobrevenían cada media hora, sin cesar esta frecuencia por espacio de cuarenta días. Era cosa de grande admiración ver a los caballos, cuales andaban corriendo por las calles y plazas, saliéndose de las caballerizas con parte de los pesebres arrastrando, o habiendo quebrado los cabestros, y andaban a una parte y a otra significando la turbación que sentían, y acogiéndose a sus amos como a pedirles remedio. Y mucho más se notó esto en los perros, que como animales más llegados a los hombres se acogían a ellos y se les metían entre los pies a guarecerse y ampararse mostrando su sentimiento, el cual es en ellos tan puntual, que en el instante que apunta el temblor lo sienten ellos alborotándose tanto, que en solo verlos advierten los que están delante que está ya con ellos el terremoto. Este mismo sentimiento hubo en todos los animales generalmente, tanto que se revolcaban por la tierra, y cada especie usaba de sus voces acostumbradas como aullidos, relinchos, graznidos, cacareos y bufidos, con modo en algo diferente del suyo, representando el íntimo sentimiento, y pavor con que se estremecían imitando a   —28→   la misma tierra. Mas, ¡oh! Providencia de Dios, nunca echada de menos en ninguna coyuntura, aunque sea en la que se muestre Dios más bravo y celoso de echar el resto en afligir a los hijos de los hombres nunca cansados de ofenderle; que al tiempo que la tierra está atribulando a los afligidos manda a los montes que dejada la natural alteza de sus cumbres se arrasen por tierra para remedio de lo que mirado por desde abajo parece contrario como quiera que lo dé por medicina el que lo mira desde arriba. Cayó a esta coyuntura un altísimo cerro, que estaba catorce leguas de la ciudad, y extendiendo la machina de su corpulencia, se atravesó en el gran río de Valdivia por la parte que nace de la profunda laguna de Anigua, cerrando su canal de suerte que no pudo pasar gota de agua por la vía de su ordinario curso, quedándose la madre seca sin participar la acostumbrada influencia de la laguna...».

«Habiendo, pues, durado por espacio de cuatro meses y medio por tener cerrado el desaguadero con el gran cerro que se atravesó en él; sucedió que al fin del mes de abril del año siguiente de 76 vino a reventar con tanta furia, como quien había estado el tiempo referido hinchándose cada día mas, de suerte que toda el agua que había de correr por el caudaloso río la detenía en sí con harta violencia. Y así por esto como por estar en lugar alto, salió bramando, y hundiendo el mundo sin dejar casa de cuantas hallaba por delante que no llevase consigo. Y no es nada decir que destruyó muchos pueblos circunvecinos, anegando a los moradores y ganados, mas también sacaba de cuajo los árboles por más arraigados que estuviesen. Y por ser esta avenida a media noche cogió a toda la gente en lo más profundo del sueño anegando a muchos en sus camas, y a otros al tiempo que salían de ellas despavoridos. Y los que mejor libraban eran aquellos que se subieron sobre los techos de sus casas y cuya armazón eran palos cubiertos de paja y totora, como era costumbre entre los indios. Porque aunque las mesmas casas eran sacadas de su sitio, y llevadas con la fuerza del agua, con todo eso por ir muchas de ellas enteras como navíos iban navegando como si lo fueran, y así los que iban   —29→   encima podían escaparse, mayormente siendo indios, que es gente más cursada en andar en el agua. Mas, hablando de la ciudad de Valdivia habría tanto que decir acerca desto que excediera la materia a lo que sufre el instituto de la historia.

«Estaba en esta ciudad a esta coyuntura el capitán don Pedro de Lovera por corregidor de ella, el cual temiendo muchos días antes este suceso había mandado que la gente que tenía sus casas en la parte más baja de la ciudad, que era al pie de la loma donde está el convento del glorioso patriarca San Francisco, se pasasen a la parte más alta del pueblo; lo cual fue cumplido exactamente por ser cosa en que le iba tanto a cada uno. Con todo eso, cuando llegó la furiosa avenida, pasó a la gente en tan grande aprieto, que entendieron no quedara hombre con la vida, porque la agua iba siempre creciendo de suerte que iba llegando cerca de la altura de la loma, donde está el pueblo; y por estar todo cercado de agua, no era posible salir para guarecerse en los cerros, sino era algunos indios que iban a nado, de los cuales morían muchos en el camino topando en los troncos de los árboles y enredándose en sus ramas; y lo que ponía más lástima a los españoles era ver muchos indios que venían encima de sus casas, y corrían a dar consigo a la mar, aunque algunos se echaban a nado y subían a la ciudad como mejor podían. Esto mesmo hacían los caballos y otros animales que acertaban a dar en aquel sitio, procurando, guarecerse entre la gente con el instinto natural que les movía.

«En este tiempo no se entendía otra cosa sino en disciplinas, oración y procesiones, todo envuelto en hartas lágrimas para vencer con ellas la pujanza del agua aplacando al Señor que la movía, cuya clemencia se mostró allí como siempre, poniendo límites al crecimiento a la hora de mediodía; porque aunque siempre el agua fue corriendo por el espacio de tres días, era esto al paso a que había llegado a esta hora que dijimos, sin ir siempre en más aumento, como había sido hasta entonces. Y entenderase mejor cuán estupenda y horrible cosa fue lo que contamos, suponiendo que está aquel contorno lleno de quebradas y ríos,   —30→   otros lugares tan cuesta abajo por donde iba el agua con más furia que una jara, que con estos desaguaderos no podía tener el agua lugar de subida a tanta altura, no fuera tan grande el abismo que salió de madre. Finalmente, fue bajando el agua a cabo de tres días, habiendo muerto más de mil y doscientos indios y gran número de reses, sin contarse aquí la destrucción de casas, chácaras y huertas, que fuera cosa inaccesible»19.

Después de estos contratiempos sufridos por don Pedro en su hacienda, y de los sinsabores y afanes consiguientes al puesto público que desempeñaba, poco faltó para que se viese herido en sus más caras afecciones. Sucedió que una noche en el valle de Codico, donde don Pedro tenía su encomienda20, llegó a alojarse a la casa del capitán Gaspar Viera, que por hallarse con poca gente acababa de abandonar la fortaleza que guarnecía. Pero como los indios que lo cercaban lo sintiesen, fueron a dar tras él, cogiéndolo desprevenido en la oscuridad de la noche. Anduvieron un rato acariciándose lanzas y espadas, hasta que vinieron a morir seis españoles y el mismo Viera, quedando además preso y con tres peligrosas heridas don Alonso Mariño de Lovera, hijo de don Pedro.

«Sintió mucho esto su padre, que estaba en la ciudad de Valdivia, y con deseo de hacer el castigo por su mano, se ofreció al corregidor que era Francisco de Herrera Sotomayor, a ir él en persona a ejecutarlo, aunque era tan poca la gente de la ciudad que no fuera posible darle soldados, si no acertara a llegar un navío del capitán Lamero, que había salido del Perú con muchos soldados; porque yendo el mismo Lamero con trece de ellos en compañía de don Pedro de Lovera, que tenía otros doce, llegaron a la tierra de Pacea, por donde los enemigos iban marchando, con intento de hacer otros asaltos; y acometiendo a ellos con grande ímpetu, los pusieron los nuestros en huida y les quitaron la presa,   —31→   de que estaba don Pedro bien descuidado, porque halló a su hijo vivo, aunque peligroso, y con él un hijo del capitán Rodrigo de Sande, que también había sido preso en la batalla...

«A cabo de cinco días de la batalla que tuvo don Pedro Matirio de Lovera, donde sacó a su hijo del poder de enemigos, iba caminando en compañía del capitán Juan Ortiz Pacheco y el capitán Lamero, un sábado a veinte y seis días del mes de febrero de 1580. Y llegando a un bosque, toparon al mestizo Juan I. Fernández de Almendoz casi para morir de pura hambre por haber estado tres días escondido, en aquella montaña, y pasando más adelante, hallaron asimismo, a Hernando de Herrera que había salido de la misma batalla y esta emboscada, sin saber del mestizo que andaba en el mesmo arcabuco. Y habiendo regalado a estos dos soldados por espacio de dos días, llegó este pequeño escuadrón al sitio donde habían muerto los enemigos al capitán Viera, los cuales viendo la gente que venía, salieron a elle, con grandes alaridos y se trabó una batalla muy reñida, que duró más de tres horas, donde murieron muchos de los rebelados poniéndose los demás en huida, que serían hasta dos mil, cuyo general era don Pedro Guayquipillan, que se intitulaba rey de toda la tierra, habiendo sido tributario de don Pedro de Lovera, que lo crió desde su niñez.

Tal es el último dato personal que se encuentra en la Crónica del Reino de Chile del capitán Pedro Mariño de Lovera. Sin embargo, como la obra alcanza hasta los años de 1595, si nos atuviéramos a la declaración expresada en un principio de haber sido toda escrita por él, pudiéramos pensar con fundamento que había residido en Chile hasta esa fecha, a no mediar la noticia cierta de su muerte, ocurrida en Lima a fines del noventa y cuatro, después de recibir todos los sacramentos «con la preparación debida en hombre tan cristiano». Acababa de llegar entonces de Cumaná, cuyo corregimiento ejercía por algún tiempo, y al parecer sólo buscaba cómo establecerse en la ciudad de los Reyes, pues ni siquiera pudo emprender el viaje en compañía de su mujer. Es evidente, por lo tanto, que la relación de los sucesos de que se da   —32→   cuenta en su libro en los últimos capítulos es obra de Escobar, tanto más si se considera cuán a la ligera han sido tratados.

El mérito que principalmente debemos reconocer en el trabajo del capitán Marino de Lovera, como en el de Góngora Marmolejo, es la indisputable originalidad que le asiste, pues, si exceptuamos a Ercilla, nadie aún antes que ellos había tratado del asunto, o al menos, los trabajos ajenos no les fueron conocidos. No debe negarse que es deficiente en ocasiones; pero su relato como de hombre que vio las cosas por sus ojos, tiene una alta importancia para posteriores historiadores. La expedición de Almagro pudo estudiarla hablando con testigos presenciales, entre los cuales se refiere especialmente a cierto caballero principal del Cuzco, muy conocido en toda la tierra, llamado don Jerónimo Castillo, al cual en el paso de la cordillera «se le pegaron los dedos de los pies a las botas, de tal suerte que cuando le descalzaron a la noche, le arrancaron los dedos sin que él lo omitiese, ni echase de ver hasta el otro día que halló su pie sin dedo»...;

y los hechos anteriores a su llegada a Chile realizados por Valdivia y sus compañeros, fuéronle también conocidos directamente.

En cuanto a la manera con que Escobar cumpliera la misión que don Pedro le confió, debemos decir que, en general, su estilo es desembarazado, y que será mucho mejor a no haber tratado de adornarlo atribuyendo imaginarios discursos a sus personajes, (aunque a veces no poco adecuados a su estado y condición) y entremezclando sutilezas y reflexiones religiosas y repetidas alusiones a la historia bíblica y profana.

Después de las crónicas generales de Góngora Marmolejo y Mariño de Lovera no faltaron quienes se dedicasen al estudio de los sucesos de Chile; pero los libros que se atribuyen a esos autores, o nunca se escribieron o no han llegado hasta nosotros. Primero Pinelo y después Molina han atribuido a Isaac Yáñez una Historia del Reino de Chile impresa en 4.º, en 1619, en lengua holandesa21,   —33→   que no pasa de ser una traducción abreviada de la Araucana de Ercilla. El licenciado Antonio de León22, asienta, asimismo, que el coronel Juan Ruiz de León23, tenía manuscrita en su tiempo (1629) una Historia de Chile. En el Prólogo de las Confirmaciones Reales24, trabajado por el doctor Juan Rodríguez de León, en honor de su hermano Antonio de León, se dice que en 1630 tenía el doctor escrita una Historia de Chile25.

Pero si algunas de las producciones que venimos de recordar pueden dejar duda de la verdad de su existencia, no debe decirse otro tanto de la Crónica del Reino de Chile, y de los escritos que dejó don Pedro Ugarte de la Hermosa, por más que ni la una ni los otros hayan llegado hasta nuestro tiempo.

Da noticias de la primera Antonio de León Pinelo en su tratado de las Confirmaciones reales26, donde, hablando de los servicios de Pedro de Valdivia, dice que le constan porque los refiere en secretario Jerónimo de Bivar en la Historia de Chile que poseía manuscrita.

Por poca versación que se tenga en los documentos de los primeros tiempos de la conquista, es fácil convencerse, sin embargo, que jamás tuvo Pedro de Valdivia secretario alguno que se llamase Jerónimo de Bivar. En los despachos expedidos por él aparece siempre actuando con ese carácter o Juan Pinuel o Juan de   —34→   Cardeña»27. ¿Qué pensar entonces de la historia citada por Pinelo? ¿Fue acaso Bivar algún funcionario ad honorem que nunca ejerciese su destino? ¿O alguno de sus secretarios escribió debajo del seudónimo? No ha faltado quien con no poco ingenio haya sostenido esta última y mucho más probable suposición, atribuyendo el libro a Juan de Cardeña, que cambiando su apellido, que recuerda un lugar famoso en la leyenda del Cid, adaptase el de Bivar del héroe castellano28.

Sea como quiera, el hecho es que no conocemos la obra cuyo título nos ha trasmitido Pinelo, y cuya enunciación habíamos olvidado de intento para este lugar, cabalmente por esa circunstancia.

Igual suerte han corrido los trabajos de don Pedro Ugarte de la Hermosa Córdoba y Figueroa dice que escribía por los años de 162129; lo califica como uno de los más famosos escritores de su siglo, «y agrega que compuso un abreviado Compendio de la Historia que le ha suministrado bastantes luces en el laberinto de tanta oscuridad como de lo pasado había»30. En vista del mismo testimonio de Córdoba y Figueroa, es de suponer que redactase también como obra aparte el Epítome del Gobierno de Martín García Óñez de Loyola31.

Ugarte de la Hermosa vino a Chile como secretario de don Lope de Ulloa, y más tarde sirvió también el mismo destino cerca de la persona de su sucesor; pero, fuera de estas indicaciones, nada sabemos de nuestro autor, a no ser que dirigió al Consejo de Indias un manifiesto sobre lo más importante que sería al servicio de ambas majestades la restauración de la Imperial y demás ciudades destruidas en el primer alzamiento32.

  —35→  

Por último, debemos recordar entre los autores de historia chilena cuyas obras no han llegado hasta nosotros al sargento mayor Domingo Sotelo Romay «soldado de obligaciones y curioso en apuntar lo que iba sucediendo en la guerra con grande verdad y puntualidad, a cuyos papeles, dice Rosales, que lo cita varias veces con elogio33

e debe mucho crédito por ser de un hombre de mucha virtud, sinceridad y cuidado»34.

Parece, sin embargo, que Romay se había limitado a llevar una especie de diario o memorandum de los sucesos de Chile, pues cuando el presidente don Luis Fernández de Córdoba se propuso hacer redactar una historia de nuestro país, encontrando verídicos y puntuales los apuntes de Romay, le dio por ellos mil pesos y los entregó al jesuita Bartolomé Navarro para que los pusiese con estilo y forma»35.

Prescindiendo de los rasgos generales que apuntamos sobre Romay, el único dato preciso que tengamos de sus hechos es que cuando por setiembre de 1624 don Francisco de Alba y Norueña se recibió del gobierno del reino, lo ascendió de alférez a capitán de infantería y lo hizo cabo del fuerte de Lebu36.





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ArribaAbajoCapítulo II

Teología



- I -

Obispos escritores


Familia de fray Reginaldo de Lizárraga. -Su entrada en religión. -Oficios que desempeña. -Incidente sobre los indios chiriguanas. -Nuevos oficios. -Es nombrado para regir la nueva provincia de Chile. -Es presentado para obispo de la Imperial. -Sus resistencias para hacerse cargo de la diócesis. -Santo Toribio y el virrey Hurtado de Mendoza. -El concilio limeño de 1598. -Traslación de la sede episcopal a Concepción. -Lizárraga presenta al rey su renuncia. -La Descripción y población de las Indias. -Otras obras. -Lizárraga es trasladado al Paraguay. -Su muerte. -Familia de fray Luis Jerónimo de Oré. - Sus peregrinaciones en el interior del Perú. -Oficios que desempeñó en la orden. -El Símbolo católico indiano. -Viaje a Europa. -Relación de los mártires de la Florida. -Tratado sobre las Indulgencias. -El Rituale peruanum. -Estadía de Oré en Madrid. -Publica dos nuevos libros. -Su vuelta al Perú. -Viene a Chile a hacerse cargo del obispado. -Sus funciones pastorales. -Excursión a Chiloé. -Muerte de Oré. -Épocas de su carrera.

Un hombre célebre en los antiguos fastos literarios de América, y fraile además, como era de razón en aquellos tiempos, ha sido principalmente quien en la crónica de la orden de los dominicos, que ha titulado Tesoros Verdaderos de las Indias37 detalla   —38→   algunas noticias del antiguo obispo de la Imperial en Chile. Como él se ha expresado muy exactamente, podrá decirse de ese hombre «lo que ha quedado en las memorias, aunque no es todo cuanto pudiera saberse», hechos generales, puntos culminantes de una historia cuyos detalles íntimos pertenecen ya para siempre al olvido de venideras generaciones. La critica se esforzará por reparar el descuido de contemporáneos, preocupados más de los guerreros, que eran, es cierto, la defensa del hogar y de la vida que de hombres que consagraban sus días a las pacíficas tareas del estudio o al ejercicio de sus deberes religiosos; pero nunca su luz será bastante fuerte para alumbrar los hechos ocurridos en un humilde albergue, arruinado siglos hace por la tea de la barbarie.

Entre los primeros pobladores de Quito contáronse los padres de Baltazar de Obando, honrados vizcaínos que al fin y al cabo, entre las vueltas del tiempo, vinieron a fijar en residencia en la ciudad de Reyes del Perú. Baltazar los había acompañado38 su viaje de España a la capital de los países recién descubiertos por Pizarro, donde estuvieron al principio; había ido también a Quito, y como es natural, hallábase, por último a su lado cuando se fijaron en Lima por segunda vez.

Debía la juventud comenzar a mostrarse en ese entonces con todo su frescor en nuestro hombre39; pero, bien sea por vocación o madurada elección de sus padres, en los años de 156040 se vistió   —39→   el hábito de la orden de Santo Domingo en el convento grande del Rosario de manos de su prior el Padre Maestro fray Tomás de Argomedo, «varón doctísimo, de grande ejemplo de vida e insigne predicador». Este prelado que tenía por costumbre mudar a los novicios sus nombres, porque decía que la nueva vida exigía también uno nuevo, le mandé que se llamase fray Reginaldo Lizárraga y con éste se quedó para siempre; «recordando así a cierto santo de la orden y al pueblo en que había venido al mundo»41.

Viose pronto honrado con varios oficios de alguna importancia en la provincia, ejerciendo el priorato en lugares diversos y dando de todos «la cuenta que se esperaba de sus muchas virtudes».

Residía fray Reginaldo en Chuquisaca cuando acertó a pasar por esta ciudad el virrey don Francisco de Toledo. Venía de ordenar en el Cuzco la decapitación de Tupac-Amaru, descendiente de los Incas, y a la fecha recorría el país viendo modo de buscar remedio a las incursiones con que los famosos indios chirihuanas infestaban por aquel entonces las fronteras. Estos salvajes, tan astutos como crueles, noticiosos de las escenas que acababa de presenciar la plaza mayor del Cuzco, temerosos ahora de los ataques que contra ellos pudieran emprenderse, se apresuraron a enviar treinta de sus guerreros para que los representase, ya vamos a ver cómo, ente la recién llegada corte. Desde luego entretendrían con esto los oídos del virrey, mientras ellos alzaban sus comidas y se amparaban de los lugares fuertes de su país para no recibir daño de la entrada que sospechaban.

  —40→  

Llegados a palacio mandó el virrey llamar un intérprete que sabía bien la lengua de los bárbaros para que por su medio propusiese su embajada.

Y dijeron así:

«Que los curacas42 de los chirihuanas y demás indios los envían al Apu (Apu en su lengua quiere decir el señor) para hacerle saber como ya ellos no quieren guerra con los chahuanos, (era una nación amiga sujeta a los españoles a quienes ellos perseguían mucho) ni quieren comer ya carne humana, ni tratar con sus hermanas, ni casarse con ellas, ni las demás maldades que se sabían de ellos y de que estaban contaminados, sino servir a Dios y al rey de Castilla y ser bautizados y cristianos porque Dios les había enviado un ángel, que después llamaron Santiago, que de parte de Dios les dijo se apartasen de estos vicios y enviasen al Apu del Perú a pedirle hombres de la casa de Dios, que son sacerdotes, para instruirlos en las cosas de la fe y bautizarlos, y que en señal de que esto era verdadero traían en las manos unas cruces, etc43.

Sorprendidos de tan extraña y maravillosa relación, don Francisco de Toledo, los que estaban presentes de la familia y algunos otros de la ciudad, lloraban de gozo dando gracias al cielo por tantas mercedes como a estos bárbaros había hecho. Mandó el virrey tomar por relación y testimonio lo dicho por los indios, y que se diese aviso a la sede vacante para que un prebendado saliese a recibir con sus vestiduras sacerdotales a la puerta de la iglesia principal las cruces de los chirihuatas, que debían colocarse a uno y otro latín del altar mayor para que los indios viesen la reverencia que con las cruces se hacía: «lo cual así se hizo, y el arcediano que a la sazón era el doctor Palacio Alvarado, se vistió, recibió las cruces, y las puso en el altar mayor, y allí estuvieron muchos días a vista de todo el pueblo.

«Hecho esto, otro día el virrey para las dos de la tarde después   —41→   de mediodía, convocó a la Audiencia, a la Sede Vacante, a los prelados de las Religiones, Cabildo de la ciudad y letrados de la Audiencia, y los más principales del pueblo, para leerles la relación que se había tomado de las chirihuanas que trujeron las cruces».

Vamos a detallar lo que en este congreso tan singular sucedió, tomando en cuenta que con ello conseguiremos pintar un rasgo de la época colonial, variado edificio a cuyo cabal conocimiento sólo se llega después de colocar uno a uno el múltiple material que lo compone. La anécdota suele revestir en estos casos tanta importancia como el relato seguido; y necesario es estudiar la faz moral del pueblo español en América, o de sus conductores, generales u obispos, para estimar su gusto literario y sus producciones. Al presente no olvidemos tampoco que el héroe de la aventura es el personaje cuyos perfiles delineamos, y que es él quien nos va a contar lo ocurrido, mostrándonos su estilo y dejándonos adivinar su fisonomía al través de sus palabras, que con tanto aire de complacencia recuerda el historiador-cronista que venimos siguiendo.

«En nuestro convento, dice Lizárraga, a la sazón estaba el superior ausente, y el vicario de la casa mandome fuese a ver lo que el virrey quería, que no lo sabíamos, y llegada la hora, y entrando en la cuadra donde el virrey yacía en su cama, con alguna indisposición. A la cabecera se sentó el presidente Quiñones, y luego los oidores por sus antigüedades; de la media cama para abajo corrían las sillas para los prelados de las Órdenes, y yo tomé el lugar de la mía, luego el padre guardián de San Francisco, el prior de San Agustín, y comendador de Nuestra Señora de las Mercedes. Leyose la relación de tres pliegos de papel, y los que viven al placer de los que mandan, admiráronse, hacían muchos visajes con el rostro; otros que eran los menos, reíanse de que se diese crédito a los indios chirihuanas; y finalmente, el virrey habló en general, refiriendo algunas cosas de las contenidas en la relación, y luego volvió a hablar con las Órdenes, pidiendo parecer sobre lo que los indios pedían, haciendo grande hincapié en la veneración   —42→   y reverencia que hicieron al oratorio cuando entraron en su sala, y la que tenían y mostraban tener a la Cruz, y repitiendo como visto el oratorio se humillaron, sin hacer caso del mismo virrey, ni de los demás que allí estaban; y pidió parecer si sería bien enviar a la tierra chirihuana algunos sacerdotes, creyendo ser milagro manifiesto la ficción de aquella gente; porque pedir parecer si era ficción o no, no le pasó por el pensamiento. Siempre el virrey y los de su casa creyeron ser verdad, y es así cierto, que como se iba leyendo la relación, viendo el crédito que se daba a estos hombres más que brutos, me carcomía dentro de mí mismo y quisiera tener autoridad para con alguna eficacia decir lo que sentía, sabía y había oído decir de las costumbres y engaños destos chirihuanas y sus tratos; empero, guardando el decoro que es justo, luego que el virrey pidió parecer a las Órdenes, yo, aunque no era prelado, por representar el lugar de nuestra religión, levantándome y haciendo el acatamiento debido, sin saber hasta aquel punto para qué eramos llamados, y tomándome a sentar, dije:

-No se admire Vuestra Excelencia que estos indios chirihuanas hagan tanta reverencia a la Cruz, porque yo me acuerdo haber leído los años pasados cartas que el Ilustrísimo de esta ciudad don Fray Domingo de Santo Tomás, que está en el cielo, de mi sagrada Religión, llevó consigo a la ciudad de los Reyes, yendo al concilio, de un religioso carmelita, escritas al señor obispo, el cual religioso andaba entre estos indios chirihuanas rescatando indios chaneses.

«En diciendo estas palabras, no habiendo concluido una sentencia, sin dejarme pasar más adelante, el licenciado Quiñones, presidente de la Audiencia, dijo:

-¡No hubo tal carmelita!

»Pero estando yo cierto, de la verdad que quería tratar, le respondí:

-¡Sí hubo!

»Y el presidente por veces y más contradiciendo, y yo por otras tantas afirmando mi verdad, no con más palabras que las dichas   —43→   el licenciado Recalde, oidor de la Audiencia, volvió por mí, y dijo:

-Razón tiene el padre fray Reginaldo. Un religioso carmelita anduvo cierto tiempo, entre estos indios.

»Callando el presidente, y esta verdad declarada, proseguí mi razonamiento, y dije:

-Estas dos cartas, el señor obispo don José Domingo de Santo, Tomás, cierto día después de comer y de una conclusión, que cotidianamente se tiene de teología moral en el capítulo del convento de Lima, las mostró al padre prior de aquel convento, que a la sazón era el presentado fray Alonso de la Cerda, después obispo de esta ciudad de la Plata, y dijo: -Mande Vuestra Paternidad padre prior, se lean estas cartas que dará gusto oírlas a los padres. El padre prior me mandó las leyese, y en ellas el padre carmelita, después de dar al ilustrísimo cuenta de la tierra, le decía haber, no sé cuantos años, (paréceme tres o cuatro) que entraba y salía, en aquella tierra y trataba con estos chirihuanas, y les predicaba, y no le hacían mal alguno, antes le oían de buena gana, a lo que mostraban, y tenían hechas iglesias en pueblos, a las cuales llamaban Santa María, en cuyas paredes hacía pintar muchas cruces; mas, que no se atrevía a bautizar a alguno, ni decir misa ni para esto llevaba recaudo, porque lo dejaba en tierra de paz. A los niños juntaba cada día a la doctrina y se las enseñaba en nuestra lengua, y les hacía decir las oraciones y la letanía delante de las iglesias, para que había hecho sus placeres, y en medio de ellas tenía puestas cruces de madera muy altas, al pie de las cuales en cada pueblo enseñaba la doctrina y otras veces en la iglesia, persuadiendo a todos los indios, grandes y menores, que pasando delante de la cruz, hiciesen la reverencia. Y más decía: que faltando un año las aguas y las comidas, vinieron a él los chirihuanas del pueblo donde residía, y le dijeron: -Padre, las comidas se secan; ruega a tu Dios nos dé armas, y si no te mataremos. El cual oyendo la amenaza, dice que se recogió en su oración lo mejor que pudo, y encomendándose a Dios juntó los niños de la doctrina, púsose con ellos de rodillas en la plaza delante de la cruz diciendo   —44→   la letanía con la mayor devoción que pudo, y al medio de ella, revuelto el cielo, llovió de fuerte, que no pudiendo acabarla donde la había comenzado, se entró con los niños en la iglesia para acabarla, y desde entonces les proveyó Nuestro Señor de aguas y el año fue abundante de comidas. Hecho esto y pasada aquella agua, luego hizo su razonamiento a todos los indios que a la letanía acudieron, persuadiéndolos diesen gracias a Dios y se enmendasen y reverenciasen mucho la cruz. Y decía más: que entre las cosas que les procuraba persuadir, y algunas veces salía con su intento, era que no comiesen carne humana, por lo cual viendo que ya tenían a pique de matar a un indio chañel, para comérselo, se lo quitaba y aún casi por fuerza y no se enojaban contra él; otras veces no podía tanto, etc.

»... Todo esto (dije yo), leí en el lugar referido, por lo cual no es milagro reverencien tanto a la cruz, enseñados del padre carmelita; y en lo tocante al milagro, que dicen que Dios les ha enviado un ángel que les predica y ha mandado vengan a Vuestra Excelencia a pedir sacerdotes, y lo demás, téngolo por ficción; porque esta es una gente que no guarda punto de ley natural, tanta es la ceguera de su entendimiento; y a estos enviarles Dios ángel téngolo por muy dudoso, porque es doctrina de varones doctos que si hubiese algún hombre que en la edad presente, siendo gentil, guardase la ley natural volviéndose a Nuestro Señor, con favor suyo, Su Majestad le proveería de quien le diese noticia de Jesucristo; porque, dice San Pedro, que en otro no se halla ni hay salud para el alma. Como envié al mismo San Pedro a Cornelio, y a Felipo díacono al eunuco, y a los reyes magos trajo con una estrella; aunque no niego que Nuestro Señor, usando de su infinita misericordia puede hacer con estos lo que ellos dicen, pues los hombres igualmente le costamos su vida y sangre. Mas lo que ahora han venido a decir, téngolo por falsedad y ficción; y en lo que toca a irles a predicar, si la obediencia no me lo manda no me atreveré a ofrecerme; pero mandado iré trompicando.

»Lo que estos pretenden (si yo no me engaño por el conocimiento que tengo dellos) es que sabiendo que Vuestra Excelencia   —45→   hizo guerra al nuevo inca y le sacó de las montañas donde estaba, lo trujo al Cuzco e hizo justicia dél temen que Vuestra Excelencia ha de hacer otro tanto con ellos por los daños que en los vasallos de Su Majestad han hecho y hacen, y quieren entretener a Vuestra Excelencia hasta que tengan todas sus comidas recogidas, y ponerse luego en cobro y los chirihuanas que han venido a Vuestra Excelencia y están ahora en esta ciudad, a la primera noche tempestuosa que no los puedan seguir, se han de huir y dejar a Vuestra Excelencia burlado.

»Dicho esto y otras cosas, hecho mi atacamiento, callé y me senté en mi silla; y el padre guardián de San Francisco, llamado fray Diego de Illáñez, pidiéndole su parecer, dijo:

-No parece, Excelentísimo Señor, si no queremos negar los principios de la filosofía, sino que Nuestro Señor ha guardado la conversión destos chirihuanas para los felicísimos tiempos en que Vuestra Excelencia gobierna estos reinos, y poco más dicho, calló.

»El prior de San Agustín, fray Jerónimo de tal, no era hombre de letras, buen religioso si, y remitiese al parecer de los que mejor sintiesen. Lo mismo hizo el comendador de las Mercedes y el padre fray Juan de Vivero, que acompañaba al padre prior de San Agustín, dijo que iría de muy buena gana a predicarles, como en público, y en secreto lo había dicho muchas veces.

»El virrey oído esto, pidió parecer al padre fray García de Toledo, de nuestra Orden, de quien habemos dicho ser hombre de muy bueno y claro entendimiento, que un poco apartado de nosotros tenía su silla, diciéndole:

-¿Y a Vuestra señoría, señor padre fray García, qué le parece?

»No respondió palabra al virrey sino vuelto contra mí dijo:

-Con el de mi Orden lo quiero haber.

»Yo púseme un poco sobre los estribos viendo ser una hormiguilla y mi contendor un gigante; y preguntome:

-¿Cómo dice V. R. lo afirmado? ¿No sabe que Dios envió un ángel a Cornelio?

-Respondí, sí sé, y sé también que antes que se lo enviase, ya Cornelio (dice la Escritura) era varón religioso y temeroso de Dios, y cuando llegó San Pedro hacía oración al mismo Dios.

  —46→  

»Luego nos barajaron la plática, y yo quedé por un gran necio y hombre que había dicho mil disparates, sin haber quien por mí y por la verdad se atreviese a hablar una sola palabra. Es gran peso para inclinarse los hombres, aún contra lo que sienten, ver inclinados los príncipes a un sentir, por ser necesario pecho del cielo para declararles la verdad. No digo que lo tuve, ni lo tengo; mas, diome Nuestro Señor entonces aquella libertad cristiana para desengañar al virrey»44.

Este curioso conciliábulo terminese al fin contra las opiniones del futuro obispo, cuyo amor propio herido, mal disimulado en sus palabras, algo debió felicitarse al ver realizadas sus predicciones: los parlamentarios se escaparon a la primera noche tempestuosa, y el virrey que, desengañado ya, quiso irlos a castigar entrando a ellos con un buen ejército, después de mil sucesos desgraciados tuvo que dar la vuelta «sin haber hecho más que mucha costa a la hacienda del rey y a sus vasallos.»

Veinte años largos se contaban ya a que fray Reginaldo había dejado la vida del mundo, cuando salió nombrado para vicario nacional de la provincia de Chile. Daba la vuelta de lima «para aviarse»; pero con ocasión de vacar el priorato del convento, principal fue designado para desempeñar el destino45.

Está situado el convento de Santo Domingo en lima en una posición casi idéntica a la que ocupa en Santiago: tocándose de un lado con el Rimac en aquella, pocos pasos alejado del Mapocho   —47→   en esta, mientras que la distancia a que ambos se alejan de la plaza principal alcanza apenas a una cuadra escasa.

Aconteció una vez que el bullicioso río que hoy la locomotora ha ido a sorprender en su cuna despertando los dormidos ecos de los Andes antes silenciosos allá en sus profundas gargantas, ocurriésele un día dejar su lecho tapizado con las piedras arrastradas por la corriente, y avanzarse tan adentro en la ciudad «que llevándose una gran calle que entre el convento y el río había, llegó hasta la enfermería».

El nuevo prior tomó a empeño reparar este mal ocurrido bajo su gobierno, y asegurando su convento con el que se llamó tajamar antiguo, alejó al fin para siempre todo peligro de futuras invasiones.

Se dice también que el activo prelado hizo grandes cosas por este tiempo; pero, olvidadas por los cronistas, cumplimos aquí con transmitir a nuestros lectores la noticia.

En el capítulo provincial que en Lima celebraron los dominicos en 1561 se pidió por primera vez al padre general que dividiese la provincia del Perú «por la gran dificultad que había de visitarla los provinciales y ocurrir a los negocios en tanta distancia de leguas y de caminos dificilísimos; y sin embargo de que se encargaba siempre esta materia a todos los padres definidores que pasaban a Roma para que la tratasen con nuestros reverendísimos, no se había conseguido ni se consiguió hasta el año de 1586»46.

De esta división nació la llamada provincia de San Lorenzo mártir en Chile, que se extendía desde los conventos de Concepción y Coquimbo hasta los de Mendoza, Tucumán, Buenos Aires y el Paraguay.

Desempeñaba todavía fray Reginaldo su cargo de prior47 en   —48→   Lima cuando llegaron letras patentes del general de la Orden Sisto Fabro, datadas de Lisboa, que le designaban para ir a regir la nueva provincia.

Sin más avío que el de su bastón de caminante, púsose luego en marcha para Chile, acompañado sólo de un fraile del mismo convento de Lima, y más que todo de la fortaleza de su espíritu, que no se desanimaba ante las penalidades que le aguardaban en un viaje por tierra, a pie y por despoblados, teniendo, que atravesar ochocientas leguas antes de llegar al lugar de su destino. A poco de haber salido, desanimado el compañero, se volvió a Lima «pregonando tantas incomodidades como iba sufriendo el nuevo provincial; y de mucha virtud y la paciencia e igualdad con que llevaba tanta mortificación»; mas, siguiendo impertérrito fray Reginaldo, pudo llegar al fin a la ciudad de Santiago»48.

«En el oficio de provincial se mostró tan religioso y celoso del bien de aquella provincia que comúnmente era tenido de todos por un hombre santo; pasando esta estimación y concepto tan adelante que hasta los indios gentiles los más fieros y bárbaros de aquel reino, que con las lanzas en las manos en odio de nuestra nación española ha tantos años que sustentan guerra, sin poderlos reducir; conociendo la virtud del bendito religioso no le sabían más nombre que el de santo Reginaldo, y como tal le respetaban y veneraban, de modo que al visitar en provincia pasaba por los países enemigos con tanta seguridad como pudiera por los de los españoles.

»En una visita destas pasó por tierra de bárbaros en ocasión que andaba la guerra viva; y siéndole necesario hacer noche en un paraje de los más peligrosos del camino, aún contra la voluntad de sus compañeros que se lo repugnaban representándole los riesgos a que ponían las vidas, hizo descargar las camas, que era el único repuesto que llevaban, y para que los caballos y mulas de su pobre carruaje comiesen aquella noche, los echaron al campo.   —49→   Pasaron todos la noche con el cuidado que pedía el peligro, y al despuntar la luz, yendo a buscar los caballos, no los hallaron porque con el mucho frío habían disparado a guarecerse en alguna quebrada de las muchas que hay por aquellos caminos y no daban con ellos los arrieros. En este estado aparecieron repentinamente algunos indios de guerra que blandiendo con ferocidad las lanzas y dando descompasados alaridos venían a acometer a los pobres pasajeros; pero apenas conocieron al provincial, cuando arrojadas al suelo las lanzas y llegándose a él, depuesto todo el furor y llamándole santo Reginaldo, a porfía le besaban los hábitos y las manos, y sabida la falta de las mulas y caballos, fueron a buscarlos luego, y hallados se los trajeron, y le fueron convoyando y haciendo escolta hasta dejarle en seguro»49.

Es muy oportuno recordar aquí al lado de las declamaciones de su biógrafo, las palabras de Lizárraga, porque respiran ellas verdad, son sinceras y humildes. «Llegando a la ciudad de Santiago, dice, hice lo que pude, no lo que debía, porque soy hombre y no puedo prometer más que faltas».

«En su cargo de provincial visitó los conventos pobres que había en aquel tiempo, y en ellos ordené lo que toca a la predicación y cuidado de doctrinas de los indios. Hizo su visita con la mayor pobreza que se puede imaginar, así por su virtud como por la suma escasez de recursos de todos los conventos. Mandó luego por ordenanza especial que de todos los conventos de la Imperial, Concepción y Valdivia saliesen dos religiosos, desde de la dominica de septuagésima, por todas las estancias y pueblos vecinos a confesar, trayendo cada uno nómina de los que había confesado para con ella avisar a Su Majestad del fruto que hacían aquellos primeros conquistadores y predicadores.

»Aunque en Santiago dio el hábito a algunos novicios, el número de religiosos era aún muy escaso, por lo cual se determinó a   —50→   escribir al rey pidiendo licencia para traer algunos religiosos y dar principio a la vida regular, pidiendo asimismo recomendación para que el obispo de la Imperial auxiliase a sus religiosos que fuesen a las misiones, porque por pobres tal vez no pudiesen pasarse sin ayuda de ese prelado.

»Mandó, asimismo, que todos los días en comunidad se rezase una parte del rosario, y que un lego asperjase todas las noches las celdas con agua bendita»50.

Terminadas sus funciones, volvió a Lima por el año de 159151 para pasar enseguida a desempeñar el oficio de maestro de novicios52 «laudable ministerio», al decir del historiador Carvallo.

Las tareas de la enseñanza le hallaron también puntual en el desempeño de sus obligaciones, pues «era maravilla verle hacer el oficio sin faltar a función del coro, del oratorio, del refectorio, y verle ocupado con todas sus fuerzas en las menudencias y casi niñerías que pide el cargo, por ser gobierno de niños, para que siéndolo en la edad, parezcan hombres perfectos en las obras53.

No fue éste aún el último cargo que la orden le confiriera mientras residió en el Perú. Vacante la doctrina de Jauja, atravesó los Andes el maestro de novicios y fue a establecerse en el hermoso valle en que se halla situada la ciudad, y donde residía todavía cuando tuvo noticia de su presentación para el obispado de la Imperial54.

Don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey del Perú, había recomendado a fray Reginaldo a Felipe II como justamente acreedor a la dignidad episcopal. El rey55, mediando sin duda estos influjos, lo presentó para la silla de la Imperial   —51→   del mismo reino de Chile que ya había visitado y cuyas necesidades eran pues natural conociese.

Esta diócesis se hallaba vacante por la muerte de en antecesor Cisneros desde fines de 1595. Conocida tal circunstancia por el monarca, y en posesión de la recomendación del Marqués, escribió con fecha 7 de junio de 1597 al religioso dominico proponiéndole la mitra «y añadiendo, según costumbre, que si aceptaba fuese inmediatamente a hacerse cargo del gobierno de la diócesis que el cabildo le había de confiar, en virtud de la cédula de ruego y encargo, expedida para él en ese mismo día»56.

Lizárraga contestó en 12 de junio de 1598 aceptando la dignidad que se le ofrecía. Tardó, sin embargo, largo tiempo antes de partir, entre otras causas que luego veremos, porque siendo simplemente electo no podía esperar consagrarse en Chile, donde a la fecha no existía ningún obispo. Llegaron, por fin, las bulas de Su Santidad en octubre del siguiente año de 1599, y el 24 del mismo mes se consagró en Lima el tercer obispo de la Imperial57.

«Triste hubo de ser la consagración del nuevo obispo. Acababan de llegar al Perú las funestas noticias de la guerra de Arauco; se sabían la muerte del gobernador Loyola, la sublevación general de los indios y el cerco que los araucanos habían puesto a casi todas las ciudades de la diócesis de la Imperial58; no se podían, pues, ocultar al señor Lizárraga ni las dificultades y peligros, ni los severos y grandes deberes de la nueva vida que iba a comenzar recibiendo la consagración.

»En las circunstancias excepcionales y por demás críticas de la diócesis se necesitaba un hombre superior, que tuviera celo, valor y abnegación bastantes para exponerse a los peligros, llevar por doquiera el consuelo a sus hijos afligidos, animar a unos, amparar otros, ejemplarizar a todos59. Jamás se podía presentar entre nosotros   —52→   ocasión más propicia para dar a conocer prácticamente de cuanto son capaces la caridad cristiana y la influencia sin límites de un obispo católico.

»¿Comprendió el señor Lizárraga la sublime belleza de la misión de un obispo, y cómo el buen pastor que conoce y ama a sus ovejas se dio a ellas con reserva y con generosa abnegación?

»Si hubiéramos de creer a los cronistas dominicanos, pocos prelados hubo entre nosotros más ilustres que fray Reginaldo; encerrado en la Imperial durante el largo sitio de esa ciudad, fue el principal sostén de sus desgraciados diocesanos, y después de haber salvado milagrosamente de ese cerco no dejó un momento de atender a las mil ingentes necesidades de una época de destrucción y ruina general60.

»Por desgracia, nada de esto es exacto. Son sólo relatos imaginarios de hombres dispuestos a prodigar alabanzas. La historia tiene otros deberes; ha de ser severamente imparcial, y si no puede permitir que la calumnia mancille a un hombre de elogio, tampoco ensalza a quien por su conducta merece sólo reproches.

»Es el caso actual.

»En su carta de 20 de octubre de 1599, dice el señor Lizárraga al rey que, debiendo consagrarse cuatro días después, partiría inmediatamente a Chile con el refuerzo que iba a enviar el virrey don Luis de Velazco, 'si el arzobispo de esta ciudad no hubiera convocado a concilio a todos sus sufragáneos'. No se le podía ocultar al obispo que el lamentable estado de su diócesis parecería ante el monarca causa más que suficiente para que no le obligara esa asistencia: había que atender a las más premiosas necesidades espirituales y temporales de su grey, y como nunca, era entonces necesaria su presencia en Chile. Para añadir pues, algún valor a su excuse, agrega: 'Y es necesario se celebre (el concilio) porque hay muchos hechos que remediar tocante a las costumbres   —53→   y a la buena doctrina de los naturales, de los cuales conocí muchos en dos años y poco más que entre ellos viví, que por ventura hasta ahora no se han advertido. Empero, fenecido el concilio, me partiré en la primera ocasión, la tierra esté de paz o de guerra, aunque no hay diezmos de que me sustentar. Escogeré una ciudad que goce de paz y en ella serviré de cura, hasta que Vuestra Majestad sea servido hacerme merced para sustentarme medianamente, conforme al estado de obispo pobre'.

»Pero en realidad para el señor Lizárraga el concilio era nada más que un pretexto, y la causa para no venirse a su diócesis era precisamente lo que a un celoso obispo lo habría llamado a ella: las desgracias que diariamente se hacían más terribles en el sur de Chile; pues, según decía al rey algunos meses después, 'consagreme y dende a poco vino otro aviso cómo los indios rebelados asolaron la ciudad de Valdivia, la de más tracto en aquel reino y obispado. Quemáronle, destruyeron los templos, mataron sacerdotes, religiosos y clérigos, e hicieron abominaciones peores que luteranos y no sabemos aún si la Imperial, cabeza del obispado, perseverará en pie o ha perecido de hambre por haber más de diez meses está cercada en una su cuadra y no se haber podido socorrer'61.

»¡El temor! He ahí, sin duda lo que detenía en Lima al obispo de la Imperial, mientras su pobre pueblo, sin auxilio alguno humano, elevaba al cielo ritos de suprema angustia.

»El señor Lizárraga conocía perfectamente que el rey no podía aprobar su residencia lejos del obispado que acababa de tomar a su cargo, y don meses después de esa carta escribía otra al rey en la cual pensaba justificarse, y que será ante la historia su principal acusadora»62.

»Y así sucedió. A pesar de la posición del obispo, se celebró el concilio y cerró sus sesiones en abril de 1601; un año después, el 5 de mayo de 1602, todavía estaba en Lima el señor Lizárraga.   —54→   Las noticias que cada vez llegaban al Perú del estado de la guerra de Arauco no podían ser más dolorosas y desanimadoras. Una a una habían ido sucumbiendo las prósperas ciudades; las fortalezas, poco ha tan numerosas, habían sido destruidas hasta los cimientos; las peticiones de refuerzos y socorros se sucedían a cada instante con mayor rapidez; soldados y capitanes que venían llenos de ilusiones y seguros de la victoria, veían marchitos sus pasados laureles y desvanecidas sus lisonjeras esperanzas ante el denuedo y la constancia del indómito araucano.

»Todas estas noticias tenían consternados a cuantos se interesaban por la suerte de Chile; pero más que a nadie debieron de consternar al señor Lizárraga.

»Había esperado, probablemente, que se restableciera la paz gracias a los refuerzos que partían del Perú, y debía de aguardar con ansias el momento que le permitiera venir sin peligro a una diócesis que era la suya y que aún no conocía a su pastor. Lejos de restablecerse la paz veía su iglesia despedazada; sumidos en espantoso cautiverio a gran número de sus diocesanos, florecientes cristiandades de indios destruidas al soplo ardiente de la insurrección general, y expuestos los nuevos cristianos a inminente peligro de apostasía; profanados los templos y vasos sagrados; muertos, cautivos y dispersos los sacerdotes y todo, todo en la ruina y desolación más completas que hayan visto en los últimos siglos los anales del mundo.

»¿Qué hacer? No tenía razón ni pretexto para quedarse en Lima; no se resolvía tampoco a partir para Chile: el único arbitrio que le quedaba era renunciar el obispado. Mas, ¿cómo renunciar por el estado miserable del país, siendo así que había tenido noticia de él antes de consagrarse? ¿Para que recibió la consagración episcopal si no se encontraba con fuerzas para cumplir fielmente los grandes deberes que ella impone? ¡No importa! El obispo de la Imperial se resolvió a adoptar ese partido y se valía de su amigo el virrey para proponerlo al monarca, sugiriendo una idea por cuya adopción había de trabajar después: la reunión de su diócesis a la de Santiago.

  —55→  

«En carta de 5 de mayo de 1602 cumplió el rey con los deseos del señor Lizárraga: 'Escribí a vuestra majestad en días pasados, dice al rey, que el obispo de la Imperial de Chile estaba en esta ciudad aguardando sus bulas y aunque vinieron y se ha consagrado, no se va, porque las cosas de aquella tierra y en particular las de su obispado, han venido en tanta ruina y quiebra, como es notorio, de más que no pasaba su cuarta de doscientos pesos, cuando estaban en mejor estado, y así no se puede sustentar no haciéndole vuestra majestad merced de los quinientos mil maravedises ordinarios, y por esta causa me ha significado que pretende renunciar, y si lo hiciere, parece que se podría anejar ese obispado al de Santiago y con vicarios que allí pusiere el de esta ciudad baste, que aquello se pacificase, habría el gobierno que basta. El de la Imperial es honrada persona y muy religioso y benemérito de la merced que vuestra majestad fuese servido hacerle, sobre que él informará más en particular'63.

»Pero el rey, lejos de mirar el asunto como don Luis de Velazco, lo creyó de suma gravedad; conoció cuánto dañarían a la causa de los españoles las vacilaciones y temores del obispo, y al contrario, cuanto podría contribuir su presencia en Chile a la deseada pacificación de los naturales y aliento de pobladores y soldados. En consecuencia, escribió inmediatamente al virrey para que animara y persuadiera al señor Lizárraga a verificar pronto su venida a Chile, y escribió también al obispo, encargándole lo mismo64, y diciéndole que había mandado se le enterase por la real tesorería de la Imperial, y si no había en ella fondos, por la de Charcas hasta la acostumbrada suma de quinientos mil maravedises, caso que en parte en el producto de los diezmos no llegara a esa cantidad65.

»En los mismos días que partían de España estas órdenes,   —56→   arribaba a las costas de Chile el señor Lizárraga. La justa nombradía de militar distinguido que acompañaba al nuevo gobernador don Alonso de Rivera, hacía renacer después de tantos años de sufrimientos, fundadas esperanzas de estabilidad en el ánimo de los desgraciados habitantes del sur de Chile; estas esperanzas aumentaron con un refuerzo de quinientos hombres, llegados a Santiago por la vía de Buenos Aires, refuerzo que permitió al gobernador tomar la ofensiva.

»Algunas de estas buenas noticias y quizá el convencimiento de que su viaje dispondría más en su favor el ánimo del rey para que aceptara su renuncia que pronto había de renovar, fueron, probablemente, los móviles que hicieron tornar al obispo de la Imperial la resolución de trasladarse a su diócesis.

»El señor Lizárraga llegó a Chile en diciembre de 1602 o enero de 1603.

»Durante su ausencia había estado a cargo del obispado como vicario gobernador, por haber ya muerto el canónigo Olmos de Aguilera, el dominico fray Antonio de Victoria66.

»Antes de acompañar a su diócesis al señor Lizárraga, debemos formalizar los cargos que contra él hemos insinuado al hablar del concilio que acababa de celebrarse; y, para hacerlo, necesitamos entrar en algunas aclaraciones previas.

»El año 1594 ó 95 había ocurrido en Lima un suceso que llamó poderosamente la atención y conmovió no poco los ánimos: el virrey don García Hurtado de Mendoza, a nombre de su majestad, reprendió severamente en los estrados de la Audiencia al digno y amado pastor de la ciudad, el ilustre arzobispo santo Toribio de Mogrovejo.

»Bueno será dar una ligera idea de la causa de esta severa e   —57→   inusitada medida, tanto más cuanto nos servir para mostrar de nuevo la insigne mala fe de los que han ido introduciendo en todas partes las exageradas ideas de regalismo y patronato67.

»El 29 de enero de 1593, el duque de Sesa, embajador de España en Roma, escribió al rey dándole cuenta de algunas reclamaciones hechas por el cardenal Matei y fundadas en un memorial que el arzobispo de Lima acababa de dirigir al Papa.

»Inmediatamente fue oído el consejo en tan grave asunto y opinó que el arzobispo por los tres capítulos de su memorial, o había desconocido gravemente los derechos del patronato, o calumniado a su gobierno.

»El arzobispo pedía que su Santidad asignara al Seminario el fruto total de las vacantes de canonjías y la mitad de las de los demás beneficios: -desconocimiento del real patronato muy digno de severo castigo, según la opinión del consejo, quien añadía que no era cierto que tuviera el Seminario necesidad de más recursos, pues por el concilio de Lima de 1583 le estaba asignado el tres por ciento de todas las rentas eclesiásticas.

»Por fin, también Santo Toribio se atrevía a decir al Papa que en América los obispos se hacían cargo del gobierno de sus diócesis, antes de recibir sus bulas: -como en los capítulos anteriores, el consejo y el rey lo acusan de calumniador.

»Sí, el embajador de España se atreve a asegurar al Papa que es falso el abuso denunciado. Más aún, el mismo Felipe, dirigiéndose el virrey del Perú y al arzobispo de Lima que estaban presenciando diariamente la efectividad del hecho, no tiene dificultad en decir que 'no es cierto que los obispos tomen posesión en las Indias de sus iglesias sin bulas'68.

»En consecuencia, el consejo en 20 de mayo de 1593, fue de opinión que, pues no era posible atendida la inmensa distancia y   —58→   el bien del pueblo, llamar a la corte al culpable prelado, se enviara orden al virrey para que en los estrados de la audiencia diera una pública y severa reprensión al santo arzobispo. Así lo ordenó el rey.

»Cuando santo Toribio recibió esta noticia se encontraba en 'Lambayeque, llanos de la ciudad de Trujillo', haciendo la visita de su diócesis; y desde allá escribió al monarca para explicar en conducta, una carta que nosotros encontramos por demás humilde y que a los ojos del consejo pareció todavía más agravante de su culpa. Por lo mismo opina que 'se debe ejecutar con nueva y mayor demostración lo que Vuestra Majestad tiene resuelto y mandado'; pero Felipe II, menos regalista que su consejo, puso al pie del mencionado informe, de su puño y letra, con fecha 9 de febrero de 1596, lo siguiente:

'Por la autoridad y decencia del prelado, no conviene que el virrey le dé en estrados la reprensión pública que parece, sino aparte, y en secreto, con el buen término que él sabrá y se debe a la dignidad del prelado, halládose presente el visitador si estuviere allá'.

»Pero fue inútil esta diminución hecha por el monarca a la pena impuesta al arzobispo: sus subordinados eran más autoritarios que el famoso Felipe II.

»El marqués de Cañete rehusó aguardar la contestación que había de enviar el rey a la explicación dada por el arzobispo y sometió al santo prelado a la humillación pública que disponía la real cédula de 29 de mayo de 1593. Cuando llegó a Lima la segunda disposición del monarca, ya se había cumplido la primera69.

»No fue esta la única vez que el santo arzobispo tuvo que sufrir por la defensa de los derechos y de la iglesia. Cuánto habría   —59→   hecho y cuan tildado estaría para con el rey de antirregalista se conocerá leyendo el siguiente capítulo de una cédula dirigida por Felipe II al mismo don García, con fecha 21 de enero de 1594: 'Como quiera que se echa de ver el trabajo que se padece con el arzobispo por su condición y término de proceder; todavía se ha de considerar su dignidad para tolerar lo que se pudiere como vos lo hacéis más bien, y así os encargo procuréis encaminarle suavemente para que haciéndose lo que conviene al servicio de Nuestro Señor y buen gobierno espiritual de esas provincias el pueblo no alcance a saber que hay entre los dos algún encuentro, ni diferencia por los inconvenientes que de esto puede resultar, que a él le escribo yo en algunas cartas lo que siento y me parece de sus cosas, y particularmente sobre la publicación del motu proprio de la inmunidad de las iglesias y mal término de que usó en hacerlo sin haberse pasado en mi real consejo de las Indias, ni comunicádoos primero lo que quería hacer como era justo'70.

»Así pues, el crédito del arzobispo de Lima estaba más de baja en la corte de España por la conocida sumisión del prelado a las leyes de la Iglesia y por su resistencia a las pretensiones cada día más exorbitantes del gobierno.

»La celebración del concilio de Lima no podía menos de ofrecer ocasión para otra desavenencia entre los dos poderes, por poco que alguien se interesara en promoverla.

»En 1582 se celebró en Toledo un concilio provincial presidido por el cardenal Quiroga, arzobispo de esa ciudad y primado de las Españas. Concluido el concilio, lo remitió el cardenal en julio de 1583 a la Santa Sede para impetrar su aprobación. Gregorio XIII lo aprobó el siguiente año, después de haber hecho algunas modificaciones que juzgó necesarias. Entre esas variaciones hubo una que en España fue mirada como muy importante y que no aceptó el cardenal sino después de alguna discusión.

»Había asistido al concilio en calidad de representante de Felipe II, el marqués de Velada y su nombre figuraba dos veces en   —60→   las actas de la asamblea. El cardenal Boncampagni, en 10 de Setiembre de 1584, en una carta escrita con este exclusivo objeto, encargó al arzobispo de Toledo que borrase el nombre del real enviado de las actas, porque la Iglesia había concedido permiso a los príncipes seculares para asistir sólo a los concilios ecuménicos y no a los particulares. El 15 de noviembre contestó el cardenal Quiroga una larga y erudita carta en la cual da las razones que el concilio tuvo en vista para admitir a Gómez de Ávila, marqués de Velado, a sus sesiones e insertar en las actas su nombre.

»Pero la Santa Sede insistió; de nuevo el cardenal de San Sixto escribió al arzobispo con fecha 25 de enero de 1585, y Gregorio XIII el 26 del mismo expidió un breve, carta y breve en los cuales se condenaba la existencia del legado real y se mandaba que se borrase su nombre de las actas conciliares. Así se hizo.

»En esto vio el obispo de la Imperial un excelente arbitrio para retardar la celebración del concilio convocado por santo Toribio y, en consecuencia, para quedarse algún tiempo más en Lima, con la esperanza de que se aquietara el sur de Chile y se disminuyeran los peligros de su mansión entre nosotros.

»El plazo de los siete años en que debía celebrarse el concilio provincial expiraba en 1598, porque el último se había reunido en 1591. Santo Toribio convocó, pues, a sus sufragáneos para el día 5 de marzo de 1598, en que de nuevo debían reunirse en sínodo provincial para cumplir con lo dispuesto por el de Trento y proveer a las necesidades de esta parte de la iglesia americana. Pero el día designado no había llegado ninguno de los sufragáneos: los dos obispados de Chile se hallaban vacos; el obispo del Paraguay emprendió el viaje, pero murió antes de llegar a su término71, el de Tucumán, don fray Fernando Tejo de Sanabria estaba gravemente enfermo72, el del Cuzco se veía en la imposibilidad   —61→   de asistir; y el mal estado de salud le obligaba a pedir un auxiliar73; ignoramos la causa de la no asistencia de don Alonso Ramírez de Vergara, obispo de Charcas, que murió dos años después de la celebración del Concilio.

»Otra vez los convocó santo Toribio para el año 1599, y el que más pronto pudo asistir fue don Antonio Calderón, obispo de Panamá, que llegó a principios de 160074. Entonces se encontraba también en Lima el señor Lizárraga, y el metropolitano creyó conveniente no aguardar más y comenzar el concilio con esos dos sufragáneos.

»Empero, no entraba en los cálculos del obispo de la Imperial el que se celebrara tan pronto, y desde el principio le puso toda clase de obstáculos.

»Es el mismo señor Lizárraga quien se encarga de contar lo sucedido en su citada carta al rey y nada más que en sus palabras aduladoras cuando se dirigen al monarca, irreverentes y descomedidas cuando hablan de su santo metropolitano, fundamos nuestras acusaciones.

»Comenzó por decir a santo Toribio que debía avisar al rey y aguardar, para celebrar el concilio, que llegara su beneplácito y el nombramiento de su representante. En vano el santo le hacía presente que el concilio de Trento era ley del Estado; que imponía la obligación de celebrar periódicamente sínodos provinciales; que tenía también cédulas de Felipe II que le recomendaban no olvidara el cumplimiento de tan importante deber. El obispo replicaba que todo estaría muy bien pero que Felipe II acababa de morir (setiembre 13 de 1598) y 'vuestra majestad (dice al rey) comienza ahora su felicísimo gobierno, y es justo y más es necesario dar a vuestra majestad cuenta y esperar su respuesta y beneplácito,   —62→   porque de otra suerte no cumplimos con las obligaciones de buenos vasallos. Y además, siempre quedaría en pie la dificultad de no haberse nombrado 'quien en vuestro, real nombre asista'75.

»No se contenté don Fray Reginaldo con hacer observaciones al arzobispo. Una vez que había desconocido los derechos de la Iglesia posponiéndolos al buen querer y a las opresoras leyes de la corte de España, era de esperarse que no se detendría en esa fatal pendiente y que pronto llegaría a hacer una arma de esas mismas leyes para conseguir el deseado retardo del concilio.

»Las reflexiones hechas por el obispo de la Imperial fueron reiteradas a santo Toribio pot el virrey, quien se dirigió también al provisor del arzobispado para convencerlo de la necesidad de obtener el beneplácito regio y el nombramiento de delegado. El provisor se mostró digno de la confianza de su prelado y se mantuvo tan firme como él.

»Llegó su turno a los teólogos regalistas y palaciegos; se les pidió su opinión en el asunto para convencer al Santo y 'todos los teólogos, doctos y canonistas le aseguran la conciencia que no ofende en esperar la orden y respuestas de vuestra majestad y nombramiento de persona, antes ofende en lo contrario'.

»Con tantas autoridades ¿cómo no aguardar que cediera el arzobispado? Encontraba oposición y oposición que podía llamarse guerra a muerte en uno de los obispos que estaban en Lima, el virrey le había declarado que su conducta era contraria a los derechos y prerrogativas de la corona; y tras éstas venían teólogos y canonistas a reforzar con la autoridad de su palabra la oposición del obispo y las observaciones del virrey. Aunque en su lenguaje irrespetuoso, decía el señor Lizárraga, que para convencer al arzobispo nada valían las razones, porque aprehende inmoviliter, con todo, no podía menos de lisonjearse con la esperanza de que tantas cosas reunidas le impedirían pasar adelante en su propósito. Así, cuando vio que no bastaban, cuando supo que estaba santo   —63→   Toribio resuelto a desoír cualquiera voz que no fuera la del deber y de la conciencia, muestra a un mismo tiempo su dolor y su despecho: 'No hay remedio', exclama; no es posible 'traerle a la razón'.

»Érale menester al sufragáneo o resolverse a volver atrás en su mal camino, y contar con que en poco tiempo más concluiría el pretexto que le servía para cohonestar ante el rey la ausencia de su diócesis, o dar otro paso adelante y llegar por fin a la verdadera opresión de la Iglesia.

»Por desgracia para su buen nombre, este último fue el partido que abrazó el obispo chileno: 'El fiscal de vuestra majestad les ha hecho (al arzobispo, y provisor) un requerimiento, y se hará otro'.

»Tiempo perdido: tampoco cedía el santo ante las amenazas o el temor. A pesar de todas las oposiciones, el señor Mogrovejo designó el martes 4 de julio de 1600 para la celebración de la primera sesión preparatoria, e hizo citar a los dos obispos. El de la Imperial se abstuvo de comparecer al llamado de su metropolitano.

»Pasaron ocho días y el martes 11 volvió el arzobispo a mandar citar al señor Lizárraga para que en esa misma tarde fuera a la sala del capítulo de la iglesia metropolitana, porque iba a comenzar el concilio; 'respondile, dice el obispo, como le habíamos de hacer ni comenzar sin habernos comunicado, ni tractado, ni prevenido lo necesario'.

»Quizá conservaba santo Toribio esperanzas de que en voz, si mandaba con toda la energía y precisión del caso, no sería desoída por el obispo de la Imperial: dos días después, el jueves 13 de julio, expidió un auto en el cual ordenaba formalmente al señor Lizárraga que asistiera esa misma tarde al lugar ya designado para comenzar el concilio.

»No sólo le desobedeció sino que le presentó un escrito 'requiriéndole no proceda a la celebración del concilio sin orden de vuestra majestad'. Y añade en su carta al rey: 'la copia la envío a vuestro real consejo de Indias y presidente por no cansar a   —64→   Vuestra Majestad con las impertinencias del arzobispo y porque su majestad conozca su talento en este caso'.

»Al leer estas líneas y muchas otras que no copiamos ¿se podría alguien imaginar que eran escritas por un obispo, para denigrar ante el rey a su metropolitano, lleno de virtudes y méritos y que defendía en ese mismo instante los derechos de la Iglesia contra su acusador?

»Menos que nadie lo habríamos creído nosotros con el concepto que las crónicas de la orden nos habían hecho formar del señor Lizárraga76. ¿Cómo imaginarnos que había de ser un obispo palaciego, un prelado irreverente, un tenaz estorbo al libre ejercicio de la jurisdicción de su santo metropolitano ese hombre a quien Meléndez77 nos pinta lleno de todas las virtudes, tan austero y penitente como los venerables padres del yelmo y adornado del don de milagros? Y, sin embargo, es así: con sus propio cartas las que condenan al señor Lizárraga.

»Debió de conocer santo Toribio que su sufragáneo se propasaría, para impedir la celebración del concilio, a los últimos excesos; y, como estaba aguardando la llegada de otros obispos, juzgó prudente retardar todavía algunos meses la reunión de la asamblea.

»No se crea, empero, que hemos concluido los capítulos de acusación contra el señor Lizárraga; nos queda uno de los más graves y el más doloroso, porque es el que mejor muestra la bajeza de los medios a que descendió el obispo de la Imperial.

»Acabamos de referir la severa reprensión que de parte del rey valió a santo Toribio el haber denunciado al Papa algunos abusos introducidos en América. Esta reprensión no era un misterio para nadie, pues don García Hurtado de Mendoza se había apresurado a dársela públicamente; el señor Lizárraga la debía de conocer mejor que nadie. Pues bien, al referir a Felipe III los   —65→   esfuerzos que había hecho y continuaba haciendo para impedir la reunión del concilio provincial, mientras no llegase su autorización y el nombramiento de su representante, se presenta como víctima de su fidelidad al rey. Le dice que el santo lo ha amenazado con dar cuenta al Papa de lo que hacía; y, no contento con esta denuncia cuyos funestos resultados para el metropolitano conocía perfectamente, se manifiesta dispuesto a sufrir las consecuencias y persecuciones que puedan sobrevenir por su lealtad al monarca.

»No es posible un olvido más completo de la dignidad y carácter episcopal: su superior no es el Papa, es el rey; los principios que tiene la obligación de sostener no son los principios católicos, son las pretensiones regalistas de la corte de España, recién condenadas por la Santa Sede.

»Las propias palabras del señor Lizárraga manifestarán más claramente que (lo que) nosotros pudiéramos, el proceder de este obispo. Después de referir las instancias que había hecho para que el metropolitano pidiera la deseada autorización y aguardara el nombramiento de delegado, añade: 'Responde haber avisado a vuestra majestad; responde no se le aguarde la respuesta; es lapidem cavare. Porque le hago esta (a su opinión contradicción), me amenaza con que se me han de recrecer grandes inconvenientes escribiendo al Sumo Pontífice impida el concilio provincial; recibirelo (si viniesen) con buen ánimo como cosas padecidas por defender la justicia en servicio de mi rey y señor natural que me levantó del polvo de la tierra, aunque el obispado sea por ahora de ningún provecho, pero ya se me hizo merced que yo no merecía, y aunque se me hiciese más, obligaciones conforme a mi estado son defender la justicia de mi rey'.

»A principios de 1601 llegó a Lima el obispo, de Quito y el arzobispo pudo en fin reunir el concilio el 11 de abril de ese año.

»Sólo celebró dos sesiones. En la primera se limitaron los padres a hacer la profesión de fe y a estatuir lo conveniente para evitar competencias en el orden de precedencia de los obispos asistentes.

  —66→  

»La segunda y última sesión se celebró siete días después de la primera, el 18 de abril. En ella se nombró jueces y testigos sinodales; se designaron las materias sobre que debía recaer la información que se manda al Papa sobre la vida y costumbres de los obispos presentados; se renovaron todas las disposiciones del concilio celebrado en 1583; y sometidos estos decretos al Soberano Pontífice, se declaró concluido el concilio de 1601.

»Los padres de esta asamblea fueron el arzobispo presidente y los obispos de Quito y Panamá.

»Hemos visto que el señor Lizárraga permanecía todavía en Lima; sin embargo, no asistió al concilio ni se hace de él la menor mención en las actas; es, pues, indudable que mantuvo y llevó adelante su oposición, y a eso también debe atribuirse el que el concilio durara sólo una semana y no tratara asunto alguno de importancia.

»¿Cómo explicar, en efecto, de otro modo esta inconcebible precipitación? ¿Cómo explicar que se hubieran hecho tantos esfuerzos para llegar a reunir una asamblea cuyas decisiones son poco menos que inútiles? El señor Lizárraga decía siempre en sus cartas al rey cuán necesario era ese concilio, cuántas materias de primera importancia para el bien espiritual de los fieles tenía de que tratar; luego, hubo alguna causa, y muy poderosa, que pusiera término violento a sus sesiones e impidiera se ocupasen los padres en esos asuntos para los cuales habían sido convocados.

»Considerando cuánto había tenido la desgracia de rebajarse el año anterior en sus intrigas e indignos manejos el obispo de la Imperial; al ver que, a pesar de permanecer en Lima al pretexto del concilio, se abstiene de tomar parte en la asamblea, ¿no es muy natural creer que nadie sino él fue quien hizo infructuosa esa reunión, quien impidió no obtuvieran los grandes bienes que, según sus propias palabras, debían aguardar del concilio las nuevas cristiandades sud-americanas?

»Para condenar la conducta del prelado no ha menester la historia de probar esta última suposición: lo que el mismo señor Lizárraga nos ha mostrado en sus cartas basta para fundar un fallo.   —67→   Sentimos, sin embargo, no haber encontrado documento alguno que nos ilustre en esta última parte de los sucesos y que nos permita descorrer por completo el velo que hasta ahora había ocultado el verdadero carácter de los personajes. La verdad, por triste y dolorosa que sea, será siempre la verdad; y ella es el fin primordial de la historia y el objeto de las investigaciones del que la escriba. Las lecciones de lo pasado deben buscarse tanto en las justas alabanzas tributadas a las bellas acciones, como en la merecida condenación de las faltas.

»Para concluir este episodio, que tanto honor hace al gran santo Toribio, debemos decir que el arzobispo se vengó del señor Lizárraga como saben vengarse los santos: se mostró lleno de benevolencia y caridad hacia su perseguidor78.

»Apenas don Fray Reginaldo de Lizárraga llegó a su obispado79 efectuó la traslación de la sede episcopal de la destruida Imperial a la ciudad de Concepción80. El 7 de febrero 'convocó, dice el acta de traslación, a cabildo a los capitulares para tratar y comunicar   —68→   cosas importantes al servicio de Dios Nuestro Señor y buen gobierno del obispado.

»En medio de la ruina general del obispado, no era lo muy floreciente el coro de la catedral. El chantre don Fernando Alonso residía en España; el maestre escuela Alonso Olmos de Aguilera había muerto; el tesorero estaba en el Perú y rehusaba volver a Chile; el canónigo Jerónimo López de Agurto vivía en Santiago y tampoco quiso ir a la Imperial: todos los capitulares se reducían, pues, a Diego López de Azoca, que al día siguiente presentó su renuncia y se fue, como su compañero, a la capital.

»El obispo y el canónigo, en vista de la necesidad de trasladar la sede, eligieron para nueva cabecera del obispado la ciudad de Concepción y sometieron el acuerdo, a la aprobación del rey y del Papa.

»El 25 del mismo mes, el prelado dio cuenta a Felipe III de la efectuada traslación y también de haber nombrado, en virtud de la real autorización y mientras el monarca presentaba a otros, a dos sacerdotes para que como prebendados, atendieran al servicio de la catedral. Los sacerdotes nombrados se llamaban García de Torres Vivero y García de Alvarado81.

»El monarca aprobó todo lo hecho en real cédula de 31 de diciembre de 1605.

»Ignoramos si el Padre Santo aprobó expresamente la traslación; pero en el siglo XV le dio, por lo menos, su aprobación tácita, puesto que en las bulas de institución comenzó a proveer no ya la iglesia episcopal de la Imperial sino la de Concepción82.

  —69→  

»De este modo vino por fin a ser catedral esta ciudad, a la que unos en pos de otros habían querido trasladar en Sede los obispos de Santiago y de la Imperial.

»Sólo cuando no pudo evitarlo se había venido a Chile el señor Lizárraga. El estado en que encontró todas las cosas no era a propósito para darle ánimo.

»No es difícil imaginarse las necesidades espirituales de la pobre diócesis; en cuanto a las materiales habían llegado al último extremo y nos bastará para probarlo copiar las propias palabras del señor Lizárraga:

'La Iglesia de ornamentos paupérrima; las misas se dicen con candelas de sebo, si no son los domingos y fiestas; el Santísimo Sacramento se alumbra con aceite de lobo de mal olor; si se halla de ballena no es tan malo'83.

»Lo primero en que pensé el obispo, al verse en una situación todavía más triste que la imaginada, fue en presentar al rey en renuncia, suplicándole la elevase al Papa. Así lo hizo el 8 de febrero de 1603, es decir, al día siguiente de la traslación de su iglesia84.

»La respuesta del rey no se dejó aguardar, y fue una respuesta digna, noble, y severa, como la voz del deber:

'Las causas que representáis para exoneraros de vuestra Iglesia, le dice en cédula de 18 de julio de 1604, no se han tenido por justas; antes ha parecido que os corren mayores obligaciones para residir en vuestra iglesia y procurar levantarla y conservarla y acudir al consuelo de vuestros súbditos como por otras os lo tengo encargado. Y fuera justa hacerlo sin pretender excusaros dello en tiempo que esa tierra está con tanta necesidad de que, como padre, prelado y pastor, miréis por vuestras ovejas y os compadezcáis de ellas y las ayudéis a pasar los trabajos en que están».

»La diócesis había quedado con tres ciudades: Concepción que,   —70→   según decía el obispo, tenía como sesenta casas; Chillán con treinta y cinco; y Castro con menos de treinta85.

»El gobierno del señor Lizárraga no fue lo que debía esperarse de su desgraciada conducta en el Perú. Pobre, reducido a vivir en una celda que le ofrecieron los frailes franciscanos86, dio constantemente a sus súbditos el ejemplo de las virtudes cristianas.

»Podemos probar la virtud y el celo del prelado con las cartas de los dos gobernadores, que durante los pocos años de la permanencia de don fray Reginaldo entre nosotros, se sucedieron en el mando de la colonia. Y, pues hemos sido severos al condenar las faltas del prelado, nos parece de estricta justicia dejar la palabra a estos testigos imparciales que vienen a deponer en su favor87.

»El 29 de abril de 1603, Alonso de Rivera escribía al rey desde Concepción lo siguiente; 'El obispo fray Reginaldo de Lizárraga, a quien Vuestra Majestad proveyó a este obispado de la Imperial, vino a él y queda en su iglesia usando el oficio pastoral con mucha edificación de letras, vida y ejemplo, cuya asistencia ha sido y es de gran consuelo y estimación para todos por lo que merece su persona y haber venido en tiempo de tantas calamidades como este reino ha padecido, movido solamente del servicio de Dios y de Vuestra Majestad; porque por haberse despoblado la ciudad Imperial en que estaba la catedral la asignó en esta de Concepción, donde queda en una celda, por no tener casa propia, en   —71→   extrema pobreza, sin haberle quedado más de trecientos pesos de renta posible ni suficiente para sustento de su persona ni de la autoridad que requiere su dignidad. Y así procuro ayudarle en todo lo que puedo y lo haré hasta que Vuestra Majestad sea servido de hacerle merced, como espero, y es razón»88.

«Dos años más tarde García Ramón escribía desde la misma ciudad con fecha 30 de diciembre: «Don fray Reginaldo de Lizárraga, obispo de la ciudad Imperial, asiste en esta de Concepción como un mero fraile dándonos a todos grandes ejemplos con su gran cristiandad y buena vida; es persona en quien cabe cualquiera merced que Vuestra Majestad fuere servido de hacerle y ansí lo suplico»89.

»Pero el señor Lizárraga nunca estuvo contento, en su diócesis y siempre ansiaba separarse de ella. Representa en 10 de marzo de 1605 que no era posible sostener el obispado de la Imperial y que debía unirse otra vez al de Santiago, de donde había sido desmembrado; insta al rey para que así lo pida a Su Santidad 'y con una muy breve merced que vuestra alteza me haya librada en los Reyes, será para mí muy grande por acabar mi vida, que poca puede ser sobre sesenta y cinco años, en el convento de aquella ciudad, donde recibí el hábito'»90.

Antes de que veamos a Lizárraga trasmontar la cordillera en busca de una nueva grey que le fuese más grata, debemos examinar aquí una cuestión que de por sí se ofrece a nuestra pluma, a saber, ¿fue en este tiempo cuando compuso en libro intitulado, Descripción y Población de las Indias? (porque no hacemos asunto todavía de sus demás escritos).

Existe a este respecto cierta contradicción que queremos exponer tal cual a primera vista se presenta.

El cronista Meléndez, instruyendo a sus lectores de las fuentes a que ha ocurrido, para la relación de los sucesos que lo van a ocupar, cuenta lo siguiente: «...Después de haberme hallado en   —72→   Madrid una historia manuscrita intitulada Descripción y Población de los Reinos del Perú, compuesta (lo que no se sabía en la provincia, ni se tenía dello la menor luz) por nuestro fraile y obispo de los primitivos hijos de nuestro convento del Rosario de Lima el Ilustrísimo don fray Reginaldo de Lizárraga y Obando, obispo de la Imperial del reino de Chile, la cual hallé en poder del Ilustrísimo señor maestro don fray Juan Durán, muy cercano deudo mío, del Orden de la Merced, natural de Lima, hoy obispo en Filipinas (y juzgo que el primero que ha conseguido la mitra de los hijos de su provincia de Lima) que se la dio un vecino de la Corte, a cuyo poder pasó, habiéndola el santo, obispo remitido para que se la imprimiesen a algún su correspondiente, lo cual no se efectuó, etc.»91.

Tales son las noticias bibliográficas que este autor nos da del libro mismo; veamos ahora de completarlas con las que podamos extractar del que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, un in-folio de 308 páginas cuya parte más interesante para nosotros trajo hace algunos años don Diego Barros Arana. Ese ejemplar lleva en su primera página una portada en que se lee así:

Libro que el Reverendísimo fray Baltazar de Obando, compuso siendo obispo de la ciudad Imperial del Reino de Chile, religioso del convento de Santo Domingo, año de 1605. Y en otra parte se dice: «Concuerda este escrito con el libro original de donde se sacó el año de 1735, que está archivado en la librería de San Lázaro de la ciudad de Zaragoza».

Llevando nuestra curiosidad un poco más adelante, podemos todavía ver si abrimos el libro en el capítulo 73, una declaración del autor en que asegura haberlo escrito en «el valle de Xauxa».

La penetración de nuestros lectores habría ya descubierto cuál es la dificultad que sobre el particular ocurre; porque tenemos, de una parte, la afirmación explícita de que la obra fue trabajada siendo su autor «obispo de la ciudad Imperial del reino de Chile»,   —73→   en cuya corroboración puede todavía invocarse el testimonio del mismo Meléndez que hace notar la circunstancia de que la Descripción y Población de las Indias era de fray Reginaldo de Lizárraga y Obando, obispo de la Imperial del Reino de Chile; y de otra, la aseveración consignada en el texto de que fue compuesta en «el valle de Xauxa». ¿Cuál es, pues, la verdad?

A emitir nuestra opinión sin rebozo, creemos firmemente que el libro fue escrito en el suelo de Chile. Si es cierto que en alguna parte se expresa que eso aconteció en el valle de Jauja y por consiguiente en el tiempo en que fray Reginaldo tenía la doctrina del lugar, existen dos circunstancias que desvirtúan, completamente el aserto.

Es la primera verse, asimismo, estampado en sus páginas que el valle de Jauja está situado en Coquimbo; y la segunda, hechos todavía más graves. Entre estos, bástenos recordar el año a que se indica pertenece la redacción, 1605, es decir, el tiempo preciso en que el obispo de la Imperial estaba para alejarse de los umbrales de Chile; y aún las noticias mismas apuntadas en aquel volumen, algunas de las cuales conocemos ya por las palabras del escritor, como ser la residencia que hacía en Concepción en las celdas del convento de San Francisco y la escasez de recursos en que se hallaba. ¿Cómo, por consiguiente, habría podido mencionar estas incidencias escribiendo desde Jauja si ellas ocurrieron mucho después?

Establecido ya que el libro debió su existencia a la época en que el religioso dominico permaneció la segunda vez en Chile, es suficiente que notemos otras dos particularidades para explicarnos con mediana satisfacción las variantes que han dado lugar a la duda propuesta.

Hemos visto no hace mucho que la obra no carecía de alguna popularidad92 en los tiempos posteriores a su composición, como lo demuestran muy a las claras las diversas copias que de él existían:   —74→   una que vio Meléndez que pertenecía el mercedario fray Juan Durán; otra que se conservaba en San Lázaro de Zaragoza y al parecer el original; y la que de ésta se sacó para la Biblioteca Nacional de Madrid en 1735; y por último la de que ahora nos servimos para estos apuntes. ¿No es entonces fácil de creer que, atendidas estas varias reproducciones, (hablamos sólo de las que han llegado a nuestra noticia) con los caracteres poco claros de la mano envejecida que los trazaba, y por el trascurso del tiempo, haya podido deslizarse fácilmente un error en aquello del «valle de Xauxa»?

O aún si relegamos el error en lo que se refiere a Coquimbo, quedaría todavía por decir que en parte se compuso cuando el autor fue doctrinero en el Perú, y que a lo restante y principal le dio cima cuando pertenecía a una dignidad mucho más encumbrada. Apurando la materia y averiguando lo que al título se refiere, resulta que, habida consideración a la práctica tan en uso en aquel entonces y que corrientemente admitía uno larguísimo, podemos también sospechar que después de ponerse en la carátula Descripción y población de las Indias, se añadiese enseguida: «libro que el reverendísimo fray Baltazar de Obando compuso siendo obispo de la Imperial».

Sea como quiera, lo cierto del caso es que Lizárraga cuando tomó la pluma se hallaba ya en situación de consignar con alguna precisión lo que personalmente había tenido ocasión de observar. Le era fácil, por lo tanto, dar noticia de los países recorridos por él anteriormente en el tiempo de su vida errante, como la de la generalidad de los misioneros de aquella época en América. Había estado en Quito en su mocedad, conocía perfectamente a Lima y sus vecindades, la República Argentina y Bolivia no le eran extrañas, sus visitas a Chile le permitían hablar de él con precisión; así, su tares no debió serle dificultosa, pues le   —75→   bastaba hojear un poco los apuntamientos de los cronistas y apelar a sus propias impresiones para tejer un relato sencillo, y destinado, según se deja traslucir, a cautivar la atención de gente también sencilla con historias de cosas y países distantes y apenas conocidos, pero por lo mismo muy agradables a los oídos de los incansables luchadores y aventureros del siglo. He aquí, a nuestro juicio, y sin que por cierto hallemos en ello un mérito, el por qué su estilo es descuidado, sus frases poco pulidas y frecuentes sus repeticiones, que, en suma, lo hacen poco atrayente para nosotros. Se trasluce cierto aire plebeyo en su lenguaje, si nos es permitido expresarnos así, y en sus noticias algo de inculto, como que fueran dirigidas a personas poco adelantadas en sus conocimientos y educación.

Abriga el autor, sobre todo, creencias peculiares a su tiempo, que hoy, naturalmente, despiertan cierta compasión irónica; entre las cuales podemos citar la derivación que establece de la aparición de un cometa en Europa en 1577 con la llegada a las costas de Chile del corsario inglés sir Francis Drake: «señal de que Dios quería enviarnos algún castigo por nuestros pecados, y así fue que vino a nuestras tierras».

En el fondo, ocúpase el libro de la geografía del Perú y Chile, con noticias de los virreyes, gobernadores y especialmente de Alonso de Rivera, y Sotomayor; obispos y provinciales; bosqueja el territorio de Cuyo, habla del camino de la cordillera, fuente siempre de inspiraciones por sus grandiosos panoramas, sus cumbres eternamente heladas, el ímpetu de sus huracanes, los peligros de la marcha y su imponente majestad, y cuya descripción, que siempre han hecho los antiguos escritores, ha sido para ellos la epopeya de sus recuerdos y que lo será por los siglos en los días venideros mientras más de cerca se le admire y contemple.

Santiago, Coquimbo, Osorno hállanse también retratados en la obra de Lizárraga con idénticos colores a los que antiguamente se emplearon en libros de esta naturaleza. Hoy ha perdido inmensamente de su interés bajo este punto de vista, con los descubrimientos de los viajeros y las exploraciones de los geógrafos;   —76→   pero es, sin duda, un monumento elevado por el obispo de la Imperial al brillo de su nombre y digno del recuerdo de los que habitan hoy el mismo cielo que le inspiró sus páginas.

Entre los que con posterioridad se han ocupado de los asuntos que motivan el escrito de Lizárraga, Meléndez especialmente, como se lo hemos visto expresar, ha explotado con ventaja cuanto se refiere a la historia de la religión dominicana en la provincia de San Juan Bautista del Perú y sobre todo en el tomo I de sus Tesoros en que no escasean las referencias a la Descripción y Población de las Indias.

Dejando aparte la apreciación de las Cartas que se le atribuyen, agotaremos lo que se refiere a las obras de Lizárraga apuntando aquí los títulos de las que su cronista le atribuye y que hoy parecen ya definitivamente perdidas, quizás porque poco cuidadosos sus contemporáneos de trabajos sin interés real, no se afanaron en sacar de ellos las copias que nos han conservado la que hemos dado a conocer. Son las siguientes:

«Un volumen grande sobre Los cinco libros del Pentateuco; Lugares de uno y otro Testamento que parecen encontrados; Lugares comunes de la Sagrada Escritura; Sermones de tiempo y santos, Comento de los Emblemas de Alciato93, y aunque dejé ordenado se imprimiesen ninguna ha salido a luz»94.

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Cumpliénrose en parte al fin las aspiraciones de Lizárraga de abandonar la grey que había gobernado por un tiempo relativamente corto: fue presentado pot el rey en 160695 para ocupar la sede del Paraguay, vacante por la promoción de fray Martín Ignacio de Loyola al arzobispado de Charcas, y ya a fines del año 1607 o a principios del siguiente despidiose para siempre del suelo de Chile96.

«Hallándose en su iglesia, comenzó a hacer nueva vida como si la pasada no hubiera sido puntual, como fue97. No parecía sino un obispo de la primitiva Iglesia. Era este su modo de proceder: levantábase todos los días a las cuatro de la mañana, y a esta hora, decía maitines; dichos estos, se quedaba en su oratorio, puesto en profunda oración, hasta las seis en que rezaba las horas de prima y tercia, y con mucha devoción celebraba el alto sacrificio de la misa, recogiéndose a dar gracias hasta que daban las nueve. A esta hora despachaba y daba audiencia a cuantos se la pedían, hasta las diez o algo más si cargaban los negocios. Volvíase a su oratorio, donde rezaba sexta y nona, y se quedaba en oración hasta las once y media, en que comía con tanta moderación que no pasaba su mesa de lo que podía comerse en el refectorio   —78→   más pobre de su provincia. A la tarde, después de rezar las vísperas y completas, visaba algún convento o se quedaba estudiando. Dormía en el suelo, aunque tenía cama en la apariencia decente, y en él le halló muchas veces durmiendo un capellán cuyo hombre de mucha virtud, a quien pidió el buen obispo que le guardase silencio, temeroso no le arrebatase el viento de la vanidad sus obras, inconveniente en que caen las personas virtuosas que no viven con el recato que pide materia tan delicada y tan expuesta a que se la lleve el viento.

«Ayunaba tres días en la semana miércoles, jueves y viernes; tenía abiertas a todas horas las puertas de su casa para los pobres, y más las de sus entrañas, y así no llegaba a ellas ninguno que no fuese consolado. Un pobre en cierta ocasión le pidió de limosna una frezada, y con ser tiempo de invierno y no hallarse el buen obispo más que con sólo la que tenía en su cama, la quitó della y se la dio, poniendo en su lugar el manteo con que andaba, y con él se reparó muchos días»98.

Con los mayores aires de credulidad cuenta el autor que acabamos de citar cierta relación sobrenatural ocurrida al obispo. En la iglesia catedral de la Asunción era dicho acreditado que andaba con espíritu que con los golpes que daba en las puertas, sillería del coro, bancos y ventanas, y con los salmos que rezaba en voz baja traía inquietos y despavoridos a todos cuantos le oían».

No esta averiguado el modo preciso de cómo el obispo llegó a penetrarse a quien que hubiera vivido, en el mundo pertenecía esa alma errante y atormentada, ni lo que se proponía con sus peregrinaciones en el recinto del templo; pero es constante que un día al salir de su oratorio dijo así a en provisor y a otras personas que hallé con él: «Bendito sea Dios que ya no nos inquietará el espíritu que andaba en nuestra iglesia; porque era de un prebendado della que estaba en carrera de salvación. Que hoy se le digan nueve misas cantadas de réquiem y cesará aquel espanto   —79→   sin que se oiga más el ruido». Agrégase todavía que cumplido lo que el caritativo obispo ordenó, quedó todo tranquilo, yéndose a gozar de Dios, como puede pensarse, libre ya de sus penas, ¡aquel infeliz prebendado!

Lizárraga entrose en competencias y disputas al fin de sus días con las autoridades seculares99. Pretende su biógrafo que no teniendo los contradictores cómo sorprender al obispo, ocurrieron al expediente de enviarle libelos insolentes y descomedidos, uno de los cuales tan serio disgusto le ocasionó que enfermó de veras. Declarada la calentura, sobrevino una complicación al estómago que lo llevó presto a los dinteles de la muerte. Presintiendo su fin, hizo que su camarero y criados pusiesen en orden los bienes que poseía, sus alhajas, vajilla de plata y sus libros; llamó a su secretario y extendió ente él su testamento, por dispensación que le había otorgado, el papa Clemente VIII, disponiendo que, pagadas todas sus deudas, quedase lo demás para dote de doncellas huérfanas.

Luego pidió «le trujesen por viático el Santo Sacramento del Altar, y traído a las diez del día, le recibió en su oratorio, de rodillas y vestido, con el hábito de su orden con grandísima devoción, y pasado un grande rato que se estuvo recogido, salió a una sala, donde se sentó en una silla, y allí recibió a los padres de san Francisco y de Nuestra Señora de las Mercedes que vinieron a visitarle.

«A las tres de la tarde mandó llamar a su cabildo y con palabras de verdadero pastor les encargó la paz y la concordia entre sí y el cuidado de las almas, y las últimas palabras que les dijo, fueron: «a las seis de la tarde iré a dar cuenta a Dios». Dicho esto, les pidió la extremaunción, y para recibirla se levantó de la silla en que estaba sentado y se acostó en la cama, mandando le descalzasen. Recibió aquel último sacramento respondiendo a todo el oficio, y luego pidió a sus clérigos le ayudasen a rezar los salmos penitenciales, y acabados les dijo: «comenzad la recomendación del alma»; y porque en esta ocasión algunos de los religiosos   —80→   que le asistían le impedían la atención con lamentos y suspiros, mandó que los despidiesen y no dejasen entrar al camarín a ninguno, porque le dejasen sólo negociar en salvación. Hízose así; y llamando poco después a un religioso del seráfico padre San Francisco, su confesor, estuvo a solas con él como media hora; después hizo llamar a gran priesa a sus criados y vinieron, y estando acostado sobre la cama, vestido y calzado, pidió le diesen una cruz de reliquias y la vela de bien morir, que para este postrer lance tenía aparejadas el que sólo pensaba que algún día había de llegarle esta hora, y dándoselas, las tomó en sus manos, pidiendo a todos le encomendasen a Dios y rezasen por su buena salida de esta vida los salmos penitenciales. Antes de acabarlos, siendo el punto de las seis de la tarde, como antes había dicho, dio su alma al Criador, siendo de ochenta años»100.

Sucedía esto allá por los años de 1611 o principios de 1612101.

No pasaron muchos años sin que la silla de Concepción se viese de nuevo ocupada por uno de sus pastores que más florecieron en el cultivo de las letras. Si Lizárraga había sido un hombre notable, fray Luis Jerónimo de Oré sin duda que, bajo cualquier punto   —81→   de vista que se le mire, lo excedió en mucho: como prelado asume una reputación sin tacha; como escritor es harto más conocido; y como sabio la ciencia moderna aún lo cita con aplauso.

Vivían en la ciudad de Guamanga del Perú, dos vecinos encomenderos «de casa ilustre y opulenta», llamados Antonio de Oré y Luisa Díaz y Rojas102, su esposa, en medio de sus siete hijos, cuatro varones y tres mujeres, que el cielo quiso concederles. Luis Jerónimo era el tercero de los varones y había nacido allá por el año de 1554. Como sus hermanos, vistiose «en edad competente» el hábito de la religión del seráfico padre san Francisco en la provincia de los Doce Apóstoles del Perú; y siguió la carreta de los estudios con lucimiento, al parecer103, pues refieren los cronistas que a poco leyó artes y teología «con aplauso universal y admiración de los más doctos de la ciudad de Lima, célebre Atenas del Nuevo mundo»104.

Representan los autores a estos cuatro hermanos105 como incansables misioneros de los indios y predicadores de españoles, «diestros en el canto llano y de órgano y tañedores de tecla106. Habían manifestado también felices disposiciones para el aprendizaje de las lenguas aborígenes de América, y que por fortuna fray Luis utilizaría más tarde en vasta escala.

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Internándose en las provincias más remotas del Perú, hacia el sur y bien lejos de la costa, dice el autor que acabamos de citar, «que con la energía de sus palabras, amonestaciones y sermones convirtieron infinitos a nuestra santa fe. Era gran consuelo ver a aquellos idólatras envejecidos en maldades, menospreciar sus huacas e ídolos que adoraban, y con lágrimas volverse a Dios Nuestro Señor y rogar que les administrasen los santos sacramentos». Si admitimos los elogios que el cronista de la religión franciscana en el Perú les prodiga, esos cuatro hermanos eran los padres, médicos y enfermeros de los indios, a quienes así después de seducir con el cariño y veneración que por su cristiana conducta les cobraban, hallaban medios de instruirlos fácilmente en la doctrina del Cristo. Tanto era el concurso del pueblo que acudía a oír las predicaciones que fray Luis hacía en el idioma de la tierra que, no cabiendo ya en los templos, se congregaba en las plazas y cementerios. Insaciable el religioso franciscano en su sed de convertir a los gentiles, predicaba los más de los días de unos pueblos en otros, caminando siempre a pie y descalzo y con una cruz en las manos.

«Introdujo en muchas provincias la frecuencia de los santos sacramentos y fue el primero que enseñó a los indios a rezar el oficio de Nuestra Señora»107.

«A cualquier pueblo que llegaba, los clérigos y religiosos de otras órdenes le admitían para que enseñase y catequizase a sus feligreses, y era tan conocido el provecho de su doctrina que el Ilustrísimo don Antonio de la Raya, obispo del Cuzco, le hizo cura de una parroquia de indios dentro de la ciudad con intento de que predicase en todas las parroquias, como lo hacía, con tan   —83→   grandes concursos de indios que, admirado el obispo, por descargo de su conciencia escribió al Santísimo Padre, vicario de Cristo, y al rey Nuestro Señor con apretadas súplicas se lo diesen por coadjutor»108.

«Por sus virtudes y ejemplos, por su gran talento y erudición subió la escala de los empleos honoríficos de la Orden hasta el provincialato, que desempeñó a satisfacción de toda la provincia, sin que las graves ocupaciones del oficio le impidiesen el ejercicio de la predicación y ministerio apostólico, en que fue insigne operario de la gloria de Dios y de la conversión de las almas, así entre fieles como infieles»109.

Ocurrió por este mismo tiempo (1597?)110 que los padres de fray Luis fundaron en el pueblo, en que desde tantos años residían, el monasterio de Santa Clara, dándose principio a las reglas con la profesión de las tres hijas que tenían. Fue aquel un espectáculo conmovedor: mientras en el presbiterio renunciaban al mundo las tres doncellas para encerrarse por siempre tras las paredes del convento y se vestían el hábito de manos del provincial de la Orden   —84→   de San Francisco, otro hermano de las profesas hacía resonar a ese tiempo con sus palabras la casa de Dios111. Fray Luis debió sentirse feliz en ese día.

Iba ya a llegar la ocasión en que el misionero franciscano pusiese a contribución en pro de la religión y de la ciencia y de un modo duradero, los conocimientos lingüísticos que había adquirido durante sus correrías entre los indios. Terminaban casualmente para él en ese entonces sus funciones de provincial, y hallábase así en el caso de disponer de su tiempo para la publicación de una obra que había compuesto siendo guardián de Jauja, cuyo título es a la fecha como sigue: Símbolo católico indiano en el cual se declaran los misterios de la Fe contenidos en los tres Símbolos Católicos, Apostólico, Niceno, y de San Atanasio. Contiene así mesmo una descripción del nuevo Orbe y de los naturales dél. Impreso en Lima por Antonio Ricardo. Año 1598. A costa de Pedro Fernández de Valenzuela112.

Puede, pues, notarse ya que comprende la obra dos partes muy desemejantes entre sí y cuya amalgama apenas si se explica.

Comienza el autor por manifestar que el conocimiento de Dios se alcanza de dos modos diversos entre sí, pero que reconocen el mismo origen: el gran libro de la naturaleza y la Sagrada Escritura. Contiene aquél sólo cuatro páginas, y se halla escrito en la primera todo lo inanimado, «las cosas que no tienen vida, ni sentimiento ni entendimiento, ni libre albedrío». En la segunda, las que sólo tienen vida, es decir, un alma vegetativa, y cuya muestra genuina son los árboles y plantas. En la tercera, las criaturas a quienes falta sólo el entendimiento; y en la cuarta, el hombre.

En general, lo que podríamos llamar la primera parte, es un tratado filosófico-teológico sobre Dios y sus atributos, estudiado también   —85→   bien en los dogmas de la religión católica) por ejemplo, bajo la significación de la Santísima Trinidad.

Su filosofía es ingenua y candorosa, sencilla como los sentimientos de la edad primera, que se conquistan hablando no tanto a la inteligencia cuanto al corazón; y bajo este aspecto, el trabajo de Oré, desfinado a la instrucción de los indios113, llena perfectamente su objeto.

Véase cómo resume sus pensamientos sobre la tesis que lo ocupa:

Dichosos y bienaventurados los que, libres y descuidados de las tinieblas de la muerte, van ya caminando por el seguro camino del cielo, dan pasos para la vida eterna, guiados de esta luz clarísima del conocimiento de Dios. Desdichados, por el contrario, los que habitan en esta región de la sombra de la muerte, en estas Indias Occidentales donde principalmente se mira y echa el ojo, ya para el lance y anzuelo, al interés más que a la pesca y ganancia de las almas redimidas por la sangre del cordero sin mancilla, Jesucristo.

Pero es, naturalmente, en la segunda parte donde reúne la obra de fray Luis un interés harto mayor para la posteridad: va a hablar de América y este sólo título merece la consideración de los hijos de su suelo.

Su espíritu altamente justiciero, si se hubiesen escuchado sus palabras, habría obtenido una reparación debida bajo todos respectos al nombre de Colón; y así como ha precedido a los sabios modernos114 en aquella división científico-religiosa que vislumbraba en todo lo creado, así también aquí nada tiene que envidiar a   —86→   posteriores historiadores y estadistas que han reclamado para el nuevo mundo el nombre de Colombia. «El nuevo título que doy a en la tierra, más propio que el de América que hasta ahora ha tenido, me pareció justo se le pusiese por la averiguación que de muchos escritores he sacado de que fue Cristóbal Colón, genovés el primero que descubrió este mundo oculto a los habitantes del otro y no Américo Vespucio».

Da principio a estas páginas con una noticia general del orbe recién conocido, consignando algunas sospechas que de su existencia se tenían antes del descubrimiento; continúa con una compendiosa descripción de la geografía del Perú y de algunos de sus pueblos, e inserta las creencias que los aborígenes tenían de la descendencia de los primitivos soberanos «hijos del sol».

Sin embargo, no es esto todavía lo último que abraza Oré en sus estudios, pues a continuación vienen las indicaciones del cuidado que se ha de tener por los ministros del Evangelio en la conversión de los indios infieles; y, finalmente, algunos apuntamientos de ritual y devociones para los mismos. A valernos de una comparación tomada de esa naturaleza que tanto admiraba fray Luis, buscada para la apreciación de su libro, diríamos nosotros que es como uno de esos trayectos que emprende el viajero para doblar remotas y prolongadas cumbres subiendo el curso de las corrientes, anchurosas y tranquilas en el comienzo de la ruta para encontrarse a lo último en su nacimiento, por hilos de agua apenas perceptibles que se deslizan suspendidos entre rocas o en el fondo de las quebradas; majestuosas, pues, al vérselas formadas, ¡pigmeas cuando se las sorprende en su origen!

Debe observarse que, acaso por un trabajo de redacción de época diferente, el estilo de la primera parte decae mucho cuando se llega a la sección descriptiva, el cual siendo firme y fácil en aquella, languidece y se arrastra con el peso de la erudición y las citas en la última.

Sólo al concluir estos párrafos es cuando puede decirse comienza a justificarse el título del libro, es aquí cuando se llega a la explicación de los símbolos en versos del idioma quichua.

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Después de cada, uno de los siete cánticos en que se divide esta porción y que comprenda además algunos misterios y una reducida historia de la vida del Cristo, siguen las aclaraciones en castellano. El fondo, por cierto, es de la Biblia o de los Padres, y como si estas lecturas y lo grandioso del asunto modificasen completa y favorablemente su espíritu, sufre su estilo una curiosa trasformación, trocándose en ese lenguaje profundo, conmovedor y único que tan bien traduce las sublimes enseñanzas de una religión divina.

Perdonarán nuestros lectores la cita que vamos a hacer, pero la estimamos necesaria como comprobante y como muestra:

Los cielos y la tierra, los ángeles y demonios, estas cosas todas hizo Dios en el principio del mundo, y después de esto hizo el fuego que abrasa, el aire que aspira, los altos cerros y collados, las quebradas y llanuras. Él las hizo y crió. Todas las aves, tórtolas y pájaros, águilas y halcones, y hasta las mariposas y abejas que vuelan, Él las hizo y crió. Las flores, azucenas blancas, claveles y prados, Io azul, amarillo y otros varios colores, Él los hizo. Todos los animales, los de cuatro pies, los reptiles, acuátiles y volátiles, y todos los que tienen vida, Él se las dio, y los hizo y crió. Los árboles y todas las plantas, los maderos altos, la yerba verde, la hortaliza y cuanto florece, Él mismo lo hace producir y crecer. La noche y el día, el invierno y el verano, el tiempo frío y templado, el calor y el nublado, la nieve y el agua, Él las crió. La chinchiscoma, árbol preciado, los altos cedros, alisos, sauces, palmas y diversas plantas, Él las hace nacer y crecer. Los claveles y flores de espinas, rosas y flores azules abiertas, la primavera, prado y florestas, Él las agracia y vierte de hermosura. La yedra que se revuelve y entreteje a los árboles, la madreselva que se encadena por ellos, las plantas y árboles que por sí crecen, y los bejucos que van arrimados y suben, Tú los haces crecer. Las piedras preciosas, diamantes, rubíes y esmeraldas, el cristal y otras piedras preciosas resplandecientes como estrellas y las perlas que se crían dentro de la mar, Tú las criaste y diste la hermosura que tienen. ¡Cuán engrandecidas son, Señor Dios, tus obras! Todas las hiciste con tu sabiduría, la tierra está llena del poderío tuyo. ¡Gloria sea al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y todas las cosas alaben a Dios Nuestro Hacedor!

Como se ve, puede exigirse más recorte en la frase y más precisión en el sentido; pero hay, no puede negarse, en esos periodos un cierto tinte general melancólico que tiene mucho de conmovedor.

En resumen, El Símbolo católico indiano, debe mirarse sólo como la producción primera del escritor, de la cual si se conservan hasta hoy fragmentos de interés, en cambio, la diversidad de materias agrupadas pudiera ser un indicio de que sólo se ha querido aumentar el número de páginas, contratada ya la impresión, y   —88→   dando así un lugar para cuanto se encontró a mano, no importaba que hiciera o no al asunto115.

No indican los anales de la época la fecha en que el escritor que se daba ya a conocer en su país como de una notoria ilustración emprendió viaje a la vieja Europa. Y cómo en este vasto teatro fue donde el religioso franciscano tendió sus alas y alcanzó a la cumbre de su carrera literaria, justo nos parece seguirle sus pasos, durante los largos años que vivió ausente de la patria americana.

A estarnos a lo que autores de algún valor han apuntado, Oré no debió permanecer en Lima mucho tiempo después que vio la luz pública su tratado sobre el Símbolo, pues se asegura que en 1604 repartían ya de su pluma las prensas europeas las páginas en   —89→   de un nuevo libro que había compuesto con el título de Relación de los Mártires de la Florida116.

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Parece que alguna comisión de la Orden llevaría Oré a Roma117: al menos a muy poco de llegar a Europa, se trasladó a la residencia de los sucesores de San Pedro. Trabó allí amistad con el maestro Vestrio Barbiano, datario de Paulo V, a quien dedicó un Tratado sobre las Indulgencias118 escrito en latín119,   —91→   que fue a imprimir a Alejandría120 el año de 1608 y que había compuesto a solicitud de su amigo.

Continuando en su vida de trabajo, dio aún a la estampa en Italia poco tiempo después uno de los libros más curiosos que existan sobre América, que es hoy una verdadera joya bibliográfica y que desde el Perú llevaba escrito y con las aprobaciones del caso. Propúsose en él el noble objeto de facilitar la conversión de los indios, a cuyo ministerio tantos años de en vida había dedicado, y en el cual, por consiguiente, mas que nadie tuvo la oportunidad de cerciorarse cuanto se facilitaba la predicación de las verdades cristianas una vez que los misioneros y párrocos pudiesen instruir a los indios en su nativa lengua. «La falta que hay, decía Oré en su obra, en las provincias del Perú de algunas traducciones necesarias para administrar los santos sacramentos a los indios naturales dél, en las lenguas generales de aquella tierra, quichua, aimará, puquina, mochica y guaraní me ha obligado por el servicio de Dios principalmente, y por el bien de los indios y de sus curas a escribir este Manual, el más breve y compendioso que pude, después de haber visto con particular atención el Manual Salmantino de que se usa en toda España, el sevillano y el mejicano antiguo y nuevo, y el que se usa en Portugal y en el Brasil y en las iglesias católicas de Francia que tienen comunión con la iglesia romana, y con todas las de Italia; de todos los cuales evitando la variedad y diferencia, se ha reducido lo esencial en un solo manual». Era pues llegado el caso de que emplease dignamente aquellas aptitudes para aprender extraños idiomas con que el cielo lo dotara; que ocurriese a sus antiguos recuerdos de aquellos días en que impertérrito se internaba por entre las selvas del Perú para anunciar la redención de la cruz a los salvajes maravillados, y que pensase un poco en la santidad de su   —92→   obra para que estuviese concluida. Y así fue en efecto que al año siguiente de la última publicación que había hecho apareció en Nápoles un libro cuyo título es el siguiente, tal cual se encuentra en la portada, y que, como era de creerse, muy pronto se hizo popular en todas las parroquias de indios y «por él se regían y gobernaban».

Rituale seu Manuale Peruanum, et forma brevis administrandi apud Indos sacrosancta Baptismi, Poenitentiae, Eucharistiae, Mathrimonii, et Extremae unctionis Sacramenta. Juxta ordinem Sanctae Romanae Eclesiae. Et quae indigent versione vulgaribus Idiomatibus Indicis, secundum diversos situs omnium Provinciarum, novi orbis Perú, aut per ipsum translata, aut ejus industria elaborata. Neapoli, apud Jo. Jacobum Corlinun et Constantinum Vitalem, 1607, in 4.

«Por este se rigen y gobiernan, dice el caballero Reynaga, todos los curas y doctrineros de indios de los reinos del Perú en la administración de los santos sacramentos y enseñanza de la doctrina cristiana, en las lenguas de los arzobispados de Los Reyes y de Los Charcas, y de los obispados sus sufragáneos, Cuzco, Quito, Chaquiago, Arequipa, Guamanga, Trujillo, Santa Cruz, Tucumán y Río de la Plata y hasta el Brasil inclusive, en distancia de mil y ochocientas leguas, y así, fuera de las lenguas latina y castellana, tiene este manual la quichua, aimará, puquina, mochica, guaraní y brasílica».

«Este ritual destinado principalmente a los misioneros y al clero del Perú, contiene todas las oraciones y formas del rito romano, en latín y en español, con la traducción en quíchua y aimará.

»Se halla en él la célebre bula de Alejandro VI, datada en Roma en 1493, fijando los límites de las posesiones de los españoles y de los portugueses en los países del Nuevo Mando descubiertos y por descubrir. Las páginas 385 a 418 abrazan un resumen de la doctrina cristiana en español, con las traducciones siguientes: en quíchua y en aimará, por religiosos de diferentes órdenes; en puquina hecha en gran parte por el padre Alonso Barzana de la   —93→   Compañía de Jesús, llamado el apóstol del Perú, nacido en Córdoba en 1528, muerto en el Cuzco en 1598, después de haber puado veinte y nueve años en las misiones del Tucumán y del Paraguay. Es quizá la sola obra conocida de este autor, citándose las otras sólo por los cronistas de la Compañía de Jesús, o por historiadores, es probable que desgraciadamente se hayan perdido. Es también el más antiguo monumento que nos quede de la lengua puquina, dialecto que no tiene ninguna afinidad con las otras lenguas americanas; en lengua mochica, traducida por los seculares y regulares, según disposiciones del arzobispo de Lima.

»Las indicaciones que sobre el autor de este libro nos da Wading, son de corta extensión...

»La traducción del ritual romano es, como puede verse, no sólo una obra muy rara, pero uno de los más preciosos documentos que existan para el estudio de las lenguas de la América Meridional»121.

El método que Oré signe en su obra es trascribir primero en latín los cánones de la iglesia; ponerlos enseguida en castellano, añadiendo algunas doctrinas generales concernientes a la materia, lo que él llama pláticas, primero en castellano y después en quíchua, etc. Continúa con el mismo método en los demás sacramentos y agrega, finalmente, los ritos sobre la misa, entierros, procesiones,   —94→   etc. Si en un libro de esta naturaleza, no hay pues como tejer literatura, podemos, sin embargo, agregar que la parte castellana está concisa y claramente redactada.

Algunos años después de la publicación de esta obra recibió el laborioso franciscano del general de la Orden, de acuerdo con el Consejo real de las Indias, el encargo de disponer una expedición religiosa, compuesta de veinte y cuatro personas entre sacerdotes y hermanos legos, para que fuesen a la conquista espiritual de la Florida. Entre las diligencias de su misión, tuvo Oré que trasladarse a España para arreglar la marcha definitiva, del convoy que debía salir del puerto de Cádiz.

Miró desde luego como muy conveniente para los expedicionarios el que llevasen anticipado algún conocimiento de las naciones en cuyo centro pronto iban a encontrarse, y al efecto, a su paso por la ciudad de Córdoba se apersonó a Garcilaso de la Vega que sabía se ocupaba en ese entonces de trabajos históricos sobre esas regiones122. Refiere esta entrevista el antiguo descendiente de los Incas en la página 460 del tomo II de la Historia general del Perú (Madrid, 1722) en los términos siguientes, que nos van a permitir conocer minuciosamente lo que pasó durante aquel rato entre esos dos hombres de no escasa celebridad:

«Pero al principio del año 1612 vino un religioso de la Orden del seráfico padre San Francisco, gran teólogo, nacido en el Perú, llamado Fray Luis Jerónimo de Oré, y hablando de estas cabezas (las que va a expresar) me dijo que en el convento de San Francisco de la ciudad de los Reyes estaban depositadas cinco cabezas, la de Gonzalo Pizarro, la de Francisco de Carvajal y Francisco Hernández Girón, y otras dos que no supo, decir cuyas eran. Y que aquella santa casa las tenía en depósito, no enterradas sino en guarda; y que él deseó muy mucho saber cuál de ellas era la de Francisco Carvajal, por la gran fama que en aquel imperio dejó. Yo le dije que por el letrero que tenía en la jaula de hierro pudiera   —95→   saber cual de ellas era. Dijo que no estaban en jaulas de hierro sino sueltas, cada una de por sí, sin señal alguna para ser conocidas.

«La diferencia que hay de la una relación a la otra debió ser que los religiosos no quisieron enterrar aquellas cabezas que les llevaban por no hacerse culpados de lo que no lo fueron; y que se quedasen en aquella santa casa ni enterradas ni por enterrar. Y que aquellos caballeros que las quitaron del rollo dijesen a sus enemigos que las dejaron sepultadas; y así hube ambas relaciones, como se han dicho.

»Este religioso Fray Luis Jerónimo de Oré, iba desde Madrid a Cádiz, con orden de sus superiores y del Consejo real de las Indias para despachar dos docenas de religiosos, o ir él con ellos a los reinos de la Florida a la predicación del santo Evangelio a aquellos gentiles. No iba certificado si iría con los religiosos, o si volvería, habiéndolos despachado. Mandome que le diese algún libro de nuestra Historia de la Florida, que llevasen aquellos religiosos para saber y tener noticia de las provincias y costumbres de aquella gentilidad. Yo le serví con siete libros, los tres fueron de la Florida y los cuatro de nuestros Comentarios, de que su paternidad se dio por muy servido. La Divina Majestad se sirva de ayudarles en esta demanda, para que aquellos idólatras salgan del abismo de sus tinieblas».

Como lo había insinuado a Garcilaso, Oré no estaba seguro de partir con sus compañeros o de quedarse en España; creemos nosotros que el religioso franciscano, sea por una u otra circunstancia, dio por cumplida su comisión cuando se hicieron a la vela sus compañeros, y que así él no los siguió en las peripecias de aquella mística cruzada123.

  —96→  

Si queremos ahora penetrarnos del por qué de estas diligencias que perseguía fray Luis, será preciso nos traslademos a Roma y sepamos que en el capítulo general celebrado ahí en 1612 se erigió en provincia la Florida con la advocación de Santa Elena, designándose por su primer provincial al padre fray Juan Capillas, insigne misionero apostólico en aquellas partes, «y según se colige de procurador y agente o apoderado de la custodia o comisario de misiones» al hombre cuyos rasgos venimos señalando124.

Cumplida la comisión que se le había confiado, Oré dio la vuelta a Madrid, donde dedicó todavía su tiempo por largos meses a la publicación de dos obras de un género casi puramente místico, la   —97→   Vida de San Francisco Solano125, simple extracto de las informaciones que el religioso franciscano levantó para acreditar las virtudes de su héroe ante la corte romana, y la Corona de la Sacratísima Virgen María126, «que contiene ochenta meditaciones de los principales misterios de la fe»127.

Su bagaje literario, que sólo debía aumentarle ya, según se dice, con la obra Canciones per annum128, cuya fecha y lugar de impresión no se señalan, no era, pues, escaso y él debía, sin duda, valerle junto con el renombre que cundía por todos los dominios del rey de España, la presentación que éste hizo de él para   —98→   el obispado de la Imperial de Chile, en 17 de agosto de 1620129, siendo al parecer, todavía comisario de la Florida y Habana130. Confirmada por bula de Paulo V la elección hecha por Felipe III consagrose sin dilación en España131 el fraile franciscano, y a fines del mismo año 620 o a principios del 21 llegó a Lima.

De vuelta ya a su país natal su primer cuidado fue cumplir con los deberes que lo ligaban a su familia: bastante tiempo también había estado ausente para que no sintiese la necesidad de procurarse algún rato de expansión. Tal vez sa anciano padre no habría muerto todavía, y era, pues natural se acercase hasta él para darle el abrazo filial o solicitar su bendición para el nuevo viaje que iba a hacer. ¡Era también obispo y esta circunstancia debía llenar de gozo el alma de sus padres y deudos! Y él que había recorrido media Europa, que venía de conocer las maravillas del arte, los prodigios de la ciencia y las grandezas humanas, era necesario fuese a referirles sus aventuras y a contarles personalmente lo que era ese gran mundo!

Nos dice Córdoba asimismo, que durante el corto tiempo que permaneció en Lima consagró al arzobispo que fue de Méjico don Francisco Verdugo.

Diose al fin a la vela para el sur de Chile en compañía del veedor general don Francisco de Villaseñor, que traía del Perú   —99→   un a leva de trecientos hombres132, y a fines de 1622 tomé posesión de su iglesia en la ciudad de la Concepción133.

Antes de que lo veamos moverse entre sus ovejas, pidamos sus colores a la paleta del cronista Córdova a fin de que se conozcan los rasgos de la nueva figura que se nos presenta en la iglesia de la Imperial: se halla ya en el territorio chileno y es justo sepamos quien llega a nosotros:

«Era de condición apacible, blando en corregir, fácil en perdonar, asistente en el trabajo, sobremanera vigilante en cumplir con la carga y cargas de su oficio».

Dándonos ya noticias del tiempo de su obispado, agrega: «Predicaba con celo apostólico las cuaresmas y días festivos del año. Repartía sus rentas todas con los pobres y a en iglesia donó en vida sus colgaduras y tapices, y dio la plata labrada de su servicio para una custodia del Santísimo Sacramento, diciendo que con el hábito de su padre San Francisco se hallaba muy rico.

«Acudía los más de los días al convento que distaba cuatro cuadras de la casa episcopal a dar la obediencia al guardián, diciendo que era su súbdito, y arrodillado le pedía humilde la mano para besarla, y si la retiraba le besaba por lo menos el hábito. Allí se confesaba y hacía los ejercicios de su devoción»134.

Conformes con aquellas noticias se hallan las que registra Carvallo, que son como signe: «Vistió siempre el hábito de su religión y jamas usó lienzo. Un pobre, que no lo era tanto como este   —100→   religioso prelado, le pidió de limosna una camisa vieja, y como de esta calidad podía dar mucho, no tuvo dificultad en darla. Sacó el mismo prelado una de sus túnicas interiores ya remendada. El pobre rehusó recibirla y le dijo no era eso lo que pedía. Guardó el obispo su túnica y envié a comprar lienzo para dos camisas, y le socorrió la necesidad que llevaba. Vivía pobremente para tener algo que dar, porque la renta era muy escasa, y siempre corrían empeñadas sus alhajas para dar limosna»135.

Una de las empresas que más pudieran entusiasmar el ánimo de un prelado celoso del bien de su grey, vino a ofrecerse de por sí en aquel entonces al obispo de la Imperial. El territorio de Chiloé comprendido dentro de los límites de la jurisdicción episcopal no había sido aún visitado sino por uno de sus antecesores136; había infinidad de indios que jamás habían sido bautizados, que no habían oído siquiera la palabra del Evangelio; la excursión era tentadora y fray Luis se resolvió desde el primer tiempo de su llegada a ponerla en planta.

Sin duda que las dificultades que se ofrecían no eran pequeñas: pues las comunicaciones estaban del todo interrumpidas aún con los indios de Valdivia; la insignificancia y escasez de los medios de trasporte eran grandes, y pobrísimas les rentas del obispado; pero nada bastó a contener el entusiasmo del prelado y procuró desde luego solicitar el auxilio del gobernador del reino, que lo era don Luis Fernández de Córdoba.

«Sin dificultad le allanó éste todos los impedimentos que podían estorbar ilustrase el prelado con su presencia aquel remoto distrito de su gobernación, y le encargó que a la sombra de su apostólico ministerio procurase adquirir conocimiento de la situación y estado de los indios de Valdivia y Osorno para emprender su sujeción; porque meditaba entonces la Corte la restauración,   —101→   del Puerto y Ciudad de Valdivia. El Celoso prelado le aplaudió mucho esta extensión de sus ideas, y, aprovechando la oportunidad visité aquella parte de su rebaño»137.

«Gastó un año en aquella navegación, dice el padre Rosales, con raros ejemplos de santidad y edificación de todos»138; «bautizó y confirmó muchos millares de almas», agrega fray Diego de Córdova. A estarnos a lo que dice un historiador, sin embargo, Oré no halló en los habitantes de Chiloé la misma docilidad que hicieron provechosas sus excursiones por entre las naciones gentiles del Perú: manifiesta, por el contrario, «que la indiferencia con que los indios de Chile oyen las verdades de nuestra religión, apagó los ardores del inflamado espíritu de este celoso predicador. Después de haber trabajado un año entero por aquellas islas, quedaron sus naturales tan salvajes como los hallé, y sa Reverendísima regresó defraudado de las esperanzas con que se resolvió a tan arriesgado viaje»139. Con todo, deber nuestro es dar a conocer lo que en aquellas regiones hizo en obsequio de su ministerio. «Fue a aquella provincia, refiere este mismo historiador, y no dejó islas de las descubiertas que no consolase con su presencia. Navegaba de una a otras en aquellos frágiles barcos que llaman piraguas, y en muchas de aquellas travesías estuvo con la muerte al ojo. Los jesuitas que lo acompañaban, se interesaban con eficacia para desviarle de tan peligroso empeño y no lo pudieron conseguir. Concluyó su visita, les prometió volvía, y regresó a la ciudad, de la Concepción...».140 Ocupose todavía en visitar las parroquias establecidas en el norte de su diócesis141 y desde entonces se captó   —102→   el aprecio de Felipe IV quien «hizo gran concepto de su mérito personal y le consultó sobre las medidas que debían adoptarse para conseguir la pacificación de los araucanos142. El obispo opinó que antes de toda otra diligencia debía retirarse el ejército español de las inmediaciones del Biobío, para que sus individuos no cometiesen extorsiones contra los naturales; que se mandase respetar las riberas de aquel río por límite de ambos estados, como lo pretendían los naturales, y fomentar la entrada de los misioneros que les proporcionan el conocimiento de la fe»143.

Sólo en obsequio al que nos haya seguido por este dédalo de contradicciones y dificultades vamos a contarle un incidente que en su viaje le ocurrió al obispo de la Imperial, pues debemos ser indiscretos hasta el punto de sorprender a cierto autor y arrebatarle líneas que, escritas de su letra en un principio, se creyó después en el caso de borrar.

«Arribó el navío en que iban embarcados (Oré y los padres Juan López Ruiz, y Gaspar Hernández) a la isla de Santa María, y queriendo decir misa al día siguiente el señor obispo, estaban los dos padres recelosos de que se quisiese reconciliar con alguno de ellos; porque aunque en su vida ejemplar era tenido por un santo y espejo de obispos y religiosos, tuvo una grande facilidad en ordenar persona desordenadas, ignorantes e incapaces, aunque lo excusaba con la falta que tenía de clérigos. Y era esto, tan público y tan notado que personas de celo dieron parte de ello a Su Majestad y después le vino cédula de reprensión, y otra al gobernador para que le exhortase se abstuviese de semejantes órdenes. Su señoría, pues, estando para revestirse, llamó al padre Gaspar Hernández para que le reconciliase. Y el padre, teniéndole de rodillas le dijo: «Señor, sírvase Vuestra Señoría de levantarse que tengo, que decirle una cosa antes de confesar, por la cual no me atrevo a confesar a Vuestra Señoría». El santo obispo sin levantarse, dijo: -Mejor estoy de rodillas y más para oír y obedecer a cuanto Vuestra Paternidad me quisiere mandar; diga cuanto tiene que advertirme.- Entonces le   —103→   dijo: -Señor, Vuestra Señoría tiene mucha facilidad de ordenar a personas indignas e ignorantes, y hombres doctos juzgan que Vuestra Señoría no lo puede hacer, y así no me atrevo a confesar a Vuestra Señoría. Entonces el santo obispo le dijo: -Pues vaya Vuestra Paternidad con Dios, y quedándose de rodillas se estuvo en oración largo tiempo, que como por la necesidad de clérigos hacía dictamen de que no pecaba gravemente, se preparó para decir misa y acabada, cuando fue hora de comer, mandó llamar a los padres que, temerosos de haberle enojado, se retiraban, y llegando a la mesa le dijo el padre Gaspar: -Nosotros no somos dignos de la mesa de tan gran príncipe de la Iglesia; y el santo obispo, sin hacer mudanza, les dijo: -Siéntense Vuestras Paternidades y no andemos con humildades ni cumplimientos, sino con llaneza. Y con el mismo agrado, concluye el narrador, los trajo en el camino, y en Chiloé, sin dejarlo de su lado, ni darse por sentido»144.

Cinco años145 alcanzaron apenas a enterarse desde que fray Luis se había hecho cargo de la diócesis cuando vino por él la muerte inexorable. «Ocasionósele la última enfermedad, cuenta Córdova Salinas, de una gran penitencia de disciplina de sangre que hizo, pidiendo con muchas lágrimas a la Majestad Divina que librase a aquel reino de los indios rebeldes que aquellos días andaban muy victoriosos contra los españoles... Un mes antes, en salud, predijo el fin de su vida, que, como cisne que festeja y canta la cercanía de su muerte, conté con lágrimas de alegría el salmo LXXXVIII en que David engrandece al son de sus instrumentos músicos las misericordias que Dios usa en vida y muerte con las almas escogidas y llamadas para que le canten en las eternidades lo profundo de sus abismos y juicios; y repetía muchas veces aquellas dos palabras del gran doctor de las gentes: mori luerum, el morir no es perder sino para ganar el bueno.

«Recibidos los sacramentos de la Iglesia, durmió en el Señor   —104→   el año de 1627146, al quieto del gobierno de su obispado. Diésele como a santo sepultura en su iglesia catedral de la Concepción llorando todos porque perdían amparo, pastor y padre, el muro y armas que defendían la ciudad, la luz y doctrina que su señalaba los caminos de la vida y lo seguro para salvarse las almas»147.

Hay pues, tres épocas muy marcadas en la carrera de nuestro hombre y que, poco a poco, en creciente gradación, fueron aumentando el brillo de su nombre; celoso misionero de indígenas en sus primeros años de la vida monástica y va preparando al mismo tiempo las semillas del saber con el estudio y el desarrollo de su inteligencia, que más tarde han de dominar su abundancia; abandonar enseguida las selvas del Perú, sus días de penurias y de peligro, para lanzarse en una arena llena de brillantes reflejos y en un palenque no menos honroso. Oré se hace escritor y consigna sus conocimientos en páginas que fueron de incontestable utilidad, y que revisten la curiosidad y aún la ciencia de cierto prestigio; pero siempre teniendo en mira el servicio de Dios y la adquisición para la fe de aquellos salvajes que lo preocuparon desde que fue sacerdote. Se ha visto ya el aprecio que de ellas hicieron aquellos a quienes se destinaron.

La tercera faz de sus días asume caracteres no menos marcados: revestido de la mitra, en medio de una iglesia donde estaba   —105→   todo por fundar y donde las desgracias de una guerra incesante golpeaban cada día y sacudían reciamente la vida y el bienestar de los moradores de la tierra; donde los misioneros apenas si eran conocidos; donde la ignorancia reinaba como absoluto señor; y donde hasta el nombre del Altísimo se escuchaba sólo de tarde en tarde y eso en boca de guerreros ambiciosos, egoístas, crueles y avaros, el trabajo del pastor era inmenso. Ya de nada le servían en el nuevo cargo sus dotes de hombre de saber y sus condiciones de literato y escritor; se necesitaba abnegación, celo cristiano, desprendimiento ejemplar, las dotes de un hombre de corazón, y Oré no se dejó arredrar. Era el primero de sus deberes conocer a los feligreses que iba a regir y penetrarse de sus necesidades, y fue a Chiloé a aliviar las miserias que pululaban, y su caridad halló medio de socorrerlas; por eso concluía con razón Rosales que había sido «un varón admirable en letras, celo de las almas y santidad»148.

Aquella época, sin embargo, fue fecunda en Chile en hombres de valer por su talento y virtudes; y si en la silla de Concepción sólo tendremos que ocuparnos en lo que toca a nuestra obra de Espiñeira, muy pronto hallaremos en Santiago al ilustre y conocido Gaspar de Villarroel149.





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