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ArribaAbajoCapítulo XI

Relaciones de sucesos particulares


Pedro Cortés. -Lazo de la Vega. -Avendaño. -Flores de León. -Eguia y Lumbe. -Juan Cortés de Monroy. -Vascones. -Eraso. -Sosa. - Sobrino. -González Chaparro. -Carrillo de Ojeda. -Santa.-Concha. Pietas. -Recabarren. -Ortega. -Villarreal.

Después de haber tratatado en capítulos anteriores de analizar la vida y los escritos de los que escribieron relaciones seguidas y más o menos voluminosas de la historia de Chile, cúmplenos dedicar algunas páginas a aquellos escritores de menos nota que dieron a conocer y se ocuparon especialmente de hechos aislados de nuestra antigua vida política.

Apunta Molina en su catálogo de los escritores de las cosas de Chile, a Pedro Cortés, como autor de una Relación de la guerra de Chile345, que algunos autores han citado con frecuencia y que a primera vista pudiera creerse fuese alguna historia más o menos completa de los sucesos de nuestro país; pero examinando esas páginas es fácil convencerse que la obra del sargento mayor no pasa de ser una información prestada a instancias del presidente García Óñez de Loyola, en que refiere lo que ha visto, el estado de los indios, el espíritu de los encomenderos, y más que todo, el   —352→   retraimiento de la capital para acudir a la guerra, y la serie de entorpecimiento que diariamente ofrecía a los gobernadores, y en los cuales, como se recordará, cupo una parte no poca activa a Hernando Álvarez de Toledo346.

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Poco tiempo después de haber arribado a Chile el gobernador don Francisco Lazo de la Vega obtuvo sobre los araucanos rebelados un señalado triunfo, cuya noticia un autor anónimo puso por escrito y dio a la estampa en Lima, con el título de Relación de la victoria que Dios nuestro Señor fue servido de dar en el Reino de Chile a los 31 enero de 1631.

El mismo Lazo de la Vega, a consecuencia de las dificultades originadas por la prolongada sublevación de los araucanos, se determinó a enviar a la Corté a un hombre de toda su confianza y manifiestamente adornado de dotes aventajadas. Era este el general don Francisco de Avendaño, que con poderes del reino, del ejército y del gobernador, aceptó la misión de presentarse ante el monarca, puesto que «con la verdad y experiencia que el tiempo ha dado de aquella guerra, su conocimiento y el de los naturales rebelados, es fe y lealtad darle el desengaño della».

Según esto, don Francisco proponía una conquista a sangre y fuego, sobre la base de dos mil soldados que debían llevarse de España municionados y pagados; fundar enseguida cuatro poblaciones,   —354→   y reducir de esta manera a los indios a dar la paz, aunque fuese en el término de cinco años. En el trabajo que sobre este particular publicó, en estilo mal cortado y algo confuso e indigesto, proponíase las objeciones que pudieran dirigirse a su sistema y las combatía una por una; insistía en la necesidad de guardar ante todo a Chile (ya que en su época llegó a emitirse la idea de su despoblación) fundado en que era un palo apreciable de por sí y evidente importancia para asegurar la conservación del rico y legendario Perú.

Llegó también por esa época a Madrid un religioso franciscano,   —355→   definidor y procurador general de la provincia de Chile, llamado fray Bernardino Morales de Albornoz que habiéndose embarcado en Buenos Aires, «en persecución del dicho oficio», fue apresado por los holandeses en las costas del Brasil y llevado a Pernambuco. Prometiéronle la libertad si declaraba cual era la situación de Chile en esa fecha, el estado de sus fuertes y de su ejército; y como Morales hubiese comenzado a ponderar los trabajos de defensa emprendidos por Lazo de la Vega, uno de los circunstantes; lo interrumpió, le dijo que mentía, por lo cual lo mandaron encerrar de nuevo en una nave. Llevado después a Magdeburgo, fue por fin rescatado en 1631. Más tarde, a pedimento del general Avendaño, dio a la estampa la narración de lo que le había sucedido, escrita con bastante naturalidad y tendente más que todo a manifestar lo que los holandeses proyectaban entonces sobre Valdivia.

De no menos nombradía que Avendaño era el maestre de campo don Diego Flores de León, que de los treinta y siete años que llevaba en servicio del rey, los veinte y seis de ellos tenía empleados en la guerra de Chile, «cuyas materias con el dicho curso y asistencia347 tiene experimentado y sabido, y dellas ha procurado siempre informar, como ha informado a Su Majestad en el real Consejo de las Indias, y a los virreyes que en su tiempo han sido en el Perú, según le ha parecido conveniente al estado de aquel reino...».

Pues bien, como Flores de León llegase a entender que la Corte tenía resuelto enviar a las costas del Pacífico una gruesa armada que haciendo el viaje por el estrecho de Magallanes fuese a atajar los proyectos atribuidos por aquella época a los holandeses, sin tardanza escribió con estilo firme, castizo y mesurado, las   —356→   advertencias que creyó podían ser útiles al feliz éxito de los propósitos con que iba aquella escuadra. Con vastas miras y un sentido práctico de administración y de acertado gobierno nada común, indicaba al soberano la fortificación de Valdivia, su población para reparo de las naves, su abundancia de maderas, que la hacía el Guayaquil del mar del sur. Pero de entre todas las proposiciones que señalaba ninguna tan curiosa como la de elevar a Chile a virreinato, añadiéndole el Tucumán y Río de la Plata, idea señalada anteriormente por don Alonso Sotomayor. «Potosí, continúa Flores de León, se limpiará de gente perdida que acudirá a la guerra de Chile y al descubrimiento de los Césares, que tanto promete, y a otro de que las noticias que cae en aquellos gobiernos, a que es aficionada la gente del Perú por parecerles tendrán la suerte que los primeros conquistadores dél».

Inspirado por el interés de servir al soberano, refiere los diversos descalabros sufridos por las armas españolas en la guerra con los indios y pasa enseguida, subiendo de punto el atractivo de su trabajo, a contarnos su propia expedición, emprendida desde Chiloé en busca de los compañeros de Sarmiento de Gamboa.

Los cuarenta y seis hombres que componían la columna del descubrimiento se embarcaron en Calbuco en unas piraguas, y corriendo siempre hacia la cordillera por el río que llaman de Peulla, desembocaron en la laguna de Nahuelhuapi, ataron entre sí las embarcaciones, y de esta manera surcaron sus aguas por espacio de ocho leguas. Grandes fueron las penurias que experimentaron siguiendo las quebradas faldas de los Andes, y no poca el hambre que sufrieron por espacio de dos meses, hasta que al fin toparon con un indio que les refirió que un navío había invernado en una isla hacia el Estrecho. «Dijímosle, añade Flores, que nos guíase, porque queríamos ir en busca suya, y espantado de nuestra determinación se levantó en pie, que hasta aquel punto había estado sentado en el suelo, y cogiendo muchos puños de arena, los echaba al aire diciendo que él guiaría, más que supiésemos que había más indios que granos de arena tomaba él en las manos...; y por   —357→   ser poca la gente con que íbamos, pareció a todos los compañeros no pasar adelante, y así nos volvimos».

Flores acompañaba a su relación un derrotero levantado por él del viaje que en 1615 hizo el pirata Jorge Spilberg, guiándose por las indicaciones que ante la Audiencia de Santiago hicieron dos testigos de las operaciones del jefe holandés, y aconsejaba traer esclavos que vinieran a reemplazar a los indios en el trabajo de sacar oro, evitando de esta manera los gastos de la población de Valdivia.

El memorial del soldado de la guerra de Chile surtió buen efecto en el ánimo de los consejeros reales, quienes como abrigasen algunas dudas sobre las indicaciones propuestas, formularon ciertas preguntas que abrazaban detalles de todo género y a que Flores de León respondió y satisfizo una por una, usando de gran método, y acopiando algunas curiosas noticias; estadísticas y prescripciones valiosas, que demuestran que su conocimiento y experiencia no sólo se extendía a más cosas de Chile sino que abrazaba también las de América entera348.

Parecida en su plan a la anterior relación, aunque desarrollado con mucho menos talento, agrado y viveza, en un estilo que de ordinario se desenvuelve con dificultad, es el memorial histórico presentado al rey por el castellano don Jorge de Eguia y Lumbe, en 1664. Este personaje descendía de tiempo inmemorial, por línea recta de varón de la infanzona casa de Eguia en Vizcaya y de la Solariega de Lumbe en Guipúzcoa, según consta de litigada información que don Jorge llevaba siempre consigo, pero era su mayor blasón, como él lo declaraba, haber servido al rey durante treinta y cuatro ellos «con cuerpo y alma, de día y de noche, sin soltar las armas y la pluma».

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A la época en que esto escribía, sin embargo, si sus títulos de nobleza estaban exentos de tacha y si sus servicios no eran poco calificados, la mayor estrechez reinaba en su hogar, pues aunque de una madre anciana y de una familia desvalida había ido a la Corte a implorar la caridad del monarca. Estando Eguia en Lima en disposición de partir a España, el conde de Santistevan habló al Consejo de Indias de la importante relación que tenía preparada; pero contradijo la recomendación el fiscal de la Audiencia, y al fin, aunque la generosidad del conde regaló a su protegido con seiscientos pesos de su bolsa, tuvo que dejarlos en aquella ciudad y salir atenido a la providencia de Dios, como él dice, «y con una plaza de soldado desde Panamá hasta Cádiz, sustentándome en galeones con sólo el socorro del cielo».

La obra de Eguia y Lumbe, titulada Último desengaño de la guerra de Chile, ha sido citada especialmente por Córdova y Figueroa y utilizada por él en más de un pasaje de su historia349. Su autor había vivido entre nosotros por el espacio de veinte años, tomando una parte activa en las operaciones de la guerra y desempeñando puestos importantes. Penetrado de la desventajosa situación en que por entonces se hallaba el reino, quiso manifestar al soberano cuales eran los medios que podían mejorar aquel estado de cosas. Entre los arbitrios que se le ocurrían, designaba como el más importante y que demuestra cuál era su flaco, el que el monarca señalase unos hábitos de las órdenes militares para los beneméritos de la guerra, y un premio de diez o doce mil pesos para los paisanos que deseasen aquella distinción. Añadía también como muy conveniente, que el capitán general de Chile fuese siempre a la vanguardia de las santas costumbres, «así en dar a cada uno lo que es suyo, como en todo lo demás, para desenojar y obligar al cielo prósperos sucesos en la guerra, mayormente el tiempo que de la paz hiciese ausencia de ella, dejando encargado a todos los eclesiásticos y seculares mientras se hallare en campaña, oren, alaben y rueguen a Dios con penitencias y demás buenas obras, ordenando a los jueces castiguen y eviten con discreción   —359→   todo género de pecados, con que es indudable conseguirse victorias en encuentros y batallas». Por esto podrá calcularse la gran influencia que tenían en el ánimo las creencias religiosas, y que ellas eran el guía principal y atendible objeto de sus escritos.

Otro conquistador también de cierto prestigio, que antes de Lumbe había ocurrido a Madrid a proponer sus ideas tocante a la manera de ejecutar la guerra y que con este motivo publicó unos cortos Apuntamientos, fue don Juan Cortés de Monroy, hijo de aquel Pedro Cortés que militó más de sesenta años en Chile y que peleó ciento diez y nueve batallas. Cortés decía con razón que «el amor que tenía a las provincias de Chile, su patria, el ser hijo y nieto de sus conquistadores, y que había visto con los ojos y tocado con las manos el manifiesto riesgo que corre..., como persona que tiene conocimiento de la tierra, sus calidades, su posición y condición, y trato, sitio y fuerzas, reparos, fortificaciones y forma con que se hace la guerra al enemigo, pues además de haber usado en ella y haber ejercido la milicia desde que tuvo edad para tomar las armas, siendo soldado y capitán, comunicó otros más antiguos; con tales antecedentes estaba en situación de hablar con pleno conocimiento de causa, y la Corte, evidentemente así lo entendió cuando a poco andar le pidió que le esclareciese las dificultades que la lectura de los Apuntamientos le había producido, y no por esto deja de ser verdad que las ideas que expresó relativas a la guerra (reducidas a que el virrey del Perú se trasladase a Chile para infundir prestigio a la conquista y atraerse número considerable de gentes, y a que se premiase a los guerreros más distinguidos con títulos de nobleza o hábitos de las órdenes militares) no pasaron de ser proyectos bien intencionados pero ineficaces o irrealizables.

Con motivo del sistema de guerra defensiva propuesto por el padre Luis de Valdivia levantáronse en su contra una porción de impugnadores que no cesaban de llevar a los oídos del monarca la seguridad de que el intento del jesuita era sumamente dañoso a los intereses de la religión y de la corona. Es cosa muy digna de   —360→   notarse que entre los más encarnizados adversarios de Valdivia se contasen algunos miembros de las órdenes religiosas. Fray Juan de Vascones, por ejemplo, que por órdenes del monarca fue despachado por el virrey del Perú a los comienzos de 1545 con varios otros padres de San Agustín para venir a predicar en Chile la fe católica350, escribió una Petición en derecho, apoyada en textos de todo género, para pedir que se llevase adelante la guerra y que se diese por esclavos a todos los indios, quienes, decía fray Juan, tenían menos derecho a la libertad que los moros de Granada o los negros de Guinea.

Otro sujeto que fue también a España en calidad de procurador del reino llamado Domingo de Eraso, publicó una Relación y Advertencias y después otro Memorial, destinados a apoyar la idea de combatir a los araucanos.

Pero de entre los personajes que fueron enviados a España a gestionar por las remotas provincias de Chile, ninguno que tanto se agitase en contra del sistema de Luis de Valdivia como el franciscano fray Pedro de Sosa351. Este fraile que era guardián del convento de Santiago, y «persona de mucha autoridad, letras y religión»352, después de más de dos años y medio que anduvo intrigando en las antesalas reales, publicó un largo Memorial del peligroso estado espiritual y temporal del Reino de Chile en que se ve la más curiosa amalgama de un espíritu belicoso e implacable y de la más errada aplicación de las doctrinas religiosas. Invocando una porción de textos teológicos, sostenía que los indios no tenían derecho a esperar guerra defensiva, que el servicio personal era necesario mantenerlo si no se quería que las tierras permaneciesen incultas, y agregaba que la duración de la guerra no debía atribuirse a otra causa que a que los araucanos no perdonaban a   —361→   sus prisioneros mientras tanto los españoles los conservaban en la mira de proporcionarse una entrada.

En otro Memorial dirigido también al rey, le decía hablando sobre los hechos que dejaba sentados: «Todo esto testifican los gobernadores que han ido y son de aquel reino; testificando los soldados, y capitanes que ha habido y hay en él; testificando los oidores; testificando el obispo y los religiosos y demás personas graves que allí residen, y lo que más es, lo testifican los mismos sucesos que no pueden padecer excepción...».

Y no fue todavía éste el último recurso que el religioso franciscano presentó al soberano en pro de sus ideas de guerra sin cuartel a los indios, pues más tarde elevó otro, resumiendo sus doctrinas y fortaleciéndolas con un razonamiento más condensado y un lenguaje más fácil y desembarazado de controversias teológicas y notas poco conducentes. ¿Cómo tolerar, advierte, que esos indios vivan en el desenfreno, faltando diariamente a nuestra vista a la ley de Dios, y lo que más es impidiendo que la religión haga los progresos que debe? La guerra defensiva no hace sino alentarlos en sus ánimos, añadía haciendo que atribuyan este proceder a cobardía e impotencia. ¿Qué dirían aún las naciones de Europa viendo cejar las armas españolas ante un enemigo salvaje?

A pesar de que Sosa no creía que los milagros hubiesen acompañado en Chile a la predicación del evangelio, es, sin embargo, cosa curiosa, pero hija legítima de la época en que vivió, que todas sus ideas determinantes de la esclavitud, las apoyaba en la religión y las divulgaba creyendo servirla con ellas.

Al paso que tantos personajes fueron a declamar en la Península contra las teorías del padre Valdivia, hubo un campeón que tomó su defensa y que por el tono de moderación y de convencimiento con que supo expresarse se captó las simpatías de muchos.

Fue este el jesuita Gaspar Sobrino, persona de mucha ciencia y experiencia353, y «cuyo talento era aventajado, pues fuera de la presencia majestuosa..., gozaba de una facundia copiosa y abundante»354,   —362→   mandado por el mismo Valdivia para desvanecer la desfavorable reacción que se producía en su contra por los apasionados escritos de los enemigos de su sistema355. Sobrino, en llegando a España, propuso al rey algunas razones (son sus palabras) que probaban la eficacia de los medios empleados cerca de los negocios de Chile, sosteniendo que si la guerra defensiva no había surtido todos los efecto apetecibles, debía atribuirse principalmente a la falta de una cabal ejecución de lo proyectado.

No había dejado producirse en la Corte cierta excitación, o más bien, desencanto, por la muerte que los araucanos dieron a dos jesuitas, y que implicaba, al menos a la distancia, el más completo fracaso del sistema de Valdivia. Sobrino tuvo que reaccionar contra la opinión pública excitada con tesón por los emisarios del gobernador Rivera, y es justo confesar que en su obra se condujo como un sacerdote moderado, seguro de sus razones y de su buen derecho, logrando despertar interés en su favor por el mismo tono de convencimiento y de verdad con que supo revestir sus palabras. Sin estar adornado de un lenguaje fácil, su trabajo abundaba en documentos auténticos y daba bastantes luces para el cabal conocimiento de ese interesante período de nuestra historia; así fue que el rey le dio la razón y ordenó que Valdivia siguiese adelante en su ardua y desinteresada misión de reducir a los araucanos a la paz por medio pacíficos356.

El enviado de Valdivia continuó más tarde su viaje a Roma, donde se le nombró vice-provincial de Chile, para pasar después   —363→   a ser provincial de Quito y rector en Lima357. «Sus mayores, refiere Olivares, fueron de estirpe nobilísima en el reino de Aragón: su padre, en el año 1595, fue diputado de la nobleza, magistrado muy principal en dicho reino, y nuestro Gaspar tuvo por ayo a don Pedro Paulaza, que años adelante fue obispo de Zaragoza. Después de entrado en la Compañía caminó tanto por el servicio de Dios y bien de las almas que llegó a cumplir el número de diez y siete mil leguas, como testifica el padre Bartolomé Tajur, rector del colegio máximo de Lima. Gobernó muchos años, y pidiéndole al padre general Viteleschi dimisión de sus empleos y tiempo para cuidar de él, le respondió que en la Compañía el mandar era el más breve camino para la paciencia». Cada día daba tres horas a la contemplación de las cosas divinas. Siempre que se sentía fatigado de los estímulos de la cama, tomaba disciplinas de sangre por espacio de media hora. Por tiempo de diez y seis años nunca se desnudó para dormir: todos los sábados hacia trescientos actos de amor a Dios. Para conservarse en estado de humildad y penitencia se había imaginado una casa que tenía en el reino infeliz de los condenados. Murió en Lima santamente muchos años adelante del que vamos358.

Entre las relaciones de sucesos particulares que corresponden a esta época debemos notar la Carta que el padre jesuita Juan González Chaparro escribió a Alonso de Ovalle dándole cuenta del temblor que arruinó a Santiago el 13 de mayo de 1647 y que fue publicado en Madrid en el año siguiente y traducida en la misma fecha en lengua francesa359.

Como es sabido, el obispo Villarroel que vivía entonces en Santiago, y a quien cupo en las resultas de aquel suceso una parte tan activa como honorífica, dio también en estampa seis años más tarde una relación preciosa por sus detalles y por la verdad que reviste, y con la cual evidentemente no podría compararse la del padre jesuita, que no se encontraba entonces en el teatro de los sucesos y que sólo los conocía por el intermedio de otras personas; pero innegablemente ha contado con cierta elegancia lo que no ha visto, ha sabido sentir una desgracia que afligía a su «querida patria y ciudad de Santiago», como le decía a Ovalle360.

Fue achaque común durante el período colonial que todos los escritores que hablaron de acontecimientos naturales que redundaban en daño de los españoles los mirasen como enviados del cielo para castigo de los pecados de los hombres. Este ordinario defecto que no tuvo González Chaparro, pero al cual ni el mismo Pedro de Oña había sabido escapar, obra de lleno en otro escrito que hemos analizado anteriormente al hablar de las obras de este poeta, y en una declamatoria relación de uno que se llama testigo de vista, y que siglo y medio más tarde escribió una Tosca narración de lo acaecido en la ciudad de la Concepción de Chile el día 24 de mayo de 1751. Necesario es, sin embargo, recibirles en abono a esos escritores las influencias de su educación monacal, la ignorancia completa en que vivían de los fenómenos de la naturaleza, y las torcidas tendencias de un siglo y de un país eminentemente supersticioso.

Otro religioso que consignó por escrito acontecimientos aislados fue el agustino fray Agustín Carrillo de Ojeda, «sujeto de grandes letras» al decir de un contemporáneo361. Como la ciudad de Santiago eligiese por patrono en 26 de agosto de 1633 a San Francisco Solano, celebráronse fiestas suntuosas bajo los inmediatos dictados del gobernador Lazo de la Vega, que se creía especialmente   —365→   favorecido del santo. Esas fiestas que formaban un verdadero acontecimiento en la vida monótona de la capital, quiso el magnate que no pasasen desapercibidas para la posteridad, a cuyo efecto encargó al padre Carrillo que trabajase de ellas una relación, y que más tarde el cronista de la Orden envió en estampa a Madrid y Roma362.

Carrillo escribió, asimismo, una Relación de las paces ofrecidas por los indios rebeldes del Reino de Chile, acetadas por el señor don Martín de Múxica, etc., en que la frase marcha igual y sin alarde de erudición ni pedantería, y que podemos comparar a otra obra análoga redactada por don Juan José de Santa y Silva, regidor perpetuo de la ciudad de Santiago y receptor general de penas de cámara de la Real Audiencia, titulada El mayor regocijo en Chile para sus naturales y españoles poseedores de él. Don Juan José de Santa y Silva declama mucho en su libro contra la adulación, y todo él no está lleno de otra cosa, habiendo tenido el pensamiento de publicarlo únicamente para ensalzar a un personaje a quien estaba obligado y cuya vida bosqueja en prólogo especial. Santa y Silva que se pensó manejar la pluma con el mismo desenfado con que gobernaba su vara de administrador oficial, se dirigió a dos catedráticos de la Universidad de San Felipe don Juan José de los Ríos y Theran y don Fernando Bravo de Náveda, el último abogado también de la Real Audiencia, asesor y procurador general, pidiéndoles su parecer sobre aquella obra que había escrito. Ambos le dirigieron largas y pesadas epístolas, «llenas de estiramiento y de huecas frases», destinadas a hacer el elogio del libro y a adular el presidente Morales, a quien compara Náveda con un actor y al libro con «los primeros botones de primavera, que aunque no son flores sazonadas sirven para adornar los altares, como el libro, corto sumario y reducido a los luceros de un sólo día, había de servir para adornar el nombre del gobernador Morales».

Las obras de Santa y la de Carrillo tienen mucho de parecido,   —366→   pero ésta es más interesante como que pinta más al vivo las costumbres de los indios, que ha ido a sorprender allá en los campos iluminados por el sol y a orillas de sus arroyos y en el centro de sus bosques cuando todos los guerreros con sus lanzas a un lado presencian las ceremonias de la solemne entrevista del parlamento. Además, el lenguaje de Santa no tiene la soltura del que emplea Carrillo, y el andar de su estilo es más embarazoso y pesado.

Por los comienzos de mayo de 1717 llegó a Chile un oidor de la Audiencia de Lima, llamado don José de Santiago Concha que venía comisionado por el virrey del Perú, príncipe de Santo Bono, para tomar la residencia de don Andrés de Ustáriz. Ya por los fines del mismo año, Concha había terminado su misión y consignado en el papel el resultado de sus gestiones en una Relación que dedica a su sucesor, escrita en estilo grave, mesurado y digno, como que deja traducir las impresiones de un hombre honrado que cree haber cumplido con su deber. «No pudiendo por la distancia, le decía al virrey, comunicar a boca con Vuestra Excelencia algunas cosas que he juzgado necesarias en el gobierno de este reino, me ha parecido conveniente particularizarlas a Vuestra Excelencia por escrito, por creer que puede ser del servicio de Su Majestad, o que es conforme a sus órdenes.» Y en otra parte agregaba: «que su genio es de escribir poco en las causas y deligencias de justicia porque la verdad y el grano se suele perder entre la paja de lo insustancial o inútil».

Aunque el oidor venia animado de muy buenos propósitos, creíase uniformemente en aquel tiempo que el comercio extranjero era la peor de las plagas para el país; se temía la competencia que arruinaba el monopolio; se temía que pudieran introducirse y fomentarse ideas contrarias al rancio catolicismo de los criollos; y se temía, por último, que las noticias que llevasen los piratas (como se llamaba a todo el que no era español) a Europa, tentasen la codicia de los otros soberanos; y por eso el primer cuidado de Concha fue atender a destruirlo, sin que para ello omitiese medio alguno.

Concha era un hombre activo, de buen juicio y de experiencia   —367→   en los negocios administrativos, y si pudo causarnos daño con su errado celo por el servicio real363, no dejó en cambio de remediar algunos de los muchos males que afligían entonces al ejército y al pueblo chileno. Llamole sobre todo su atención el que los habitantes viniesen dispersos por los campos, distantes una legua y más, unos de otros, y se apresuró a subsanar este gravísimo inconveniente fundando la ciudad de San Martín de Concha en el valle de Quillota, que ha vinculado para siempre su nombre en los anales de Chile.

Previo este paréntesis dedicado al estudio de hechos aislados, volvamos de nuevo a los ensayos literarios originados por esos indios de Arauco que tanto qué hacer dieron a nuestros guerreros y que dictaron a nuestros escritores la inmensa mayoría de sus producciones.

En un Informe al rey sobre las diversas razas de indios que pueblan el territorio araucano, don Jerónimo Pietas, que había recorrido durante largos años las regiones del sur, cuenta con el carácter sencillo de la intimidad y en una forma sumaria las noticias que le había sugerido su experiencia. «Quisiera, dice, que todos viesen este papel por el seguro que tengo dijeran es, cuanto en él va escrita, una sencilla verdad...».

El oidor don Martín de Recabarren364 pasó a la frontera por los años de 1738, en compañía del presidente don José Mango, a la distribución del situado del ejército; asistió al parlamento general que se celebró en Tapihue; visitó todos los fuertes de   —368→   aquellas regiones, y con este motivo se presentó al rey un Informe sobre los medios de reducir a los indios y conservar la quietud del reino, dándole cuenta del estado del palo, y proponiéndole el arbitrio de que las gentes, armas y municiones que se enviasen a Chile viniesen directamente por el cabo de Hornos, «para evitar costas y adelantar alguna utilidad».

En 1789, don José Ortega, que había permanecido nueve años en el Perú y en Chile, le decía al monarca desde Cádiz, en un trabajo impreso que lleva esa fecha, titulado Método para auxiliar y fomentar a los indios de los Reinos del Perú y Chile: «El deseo que me asiste de contribuir a la felicidad de mi patria y de mis semejantes y el conocimiento que pude adquirir..., son los motivos que me han estimulado a presentar a Vuestra Excelencia este escrito, que se dirige a procurar en adelante la felicidad de aquellos naturales»... Este bien intencionado escritor, después de sentar sus ideas sobre la materia en una especie de prólogo bastante interesante, precisa sus conclusiones en forma de artículos, que revelan a la verdad, sanos y desinteresados propósitos.

Pero la obra capital de este género que se redactara durante la colonia es la que el jesuita don Joaquín de Villarreal presenta al rey en 1752, con motivo del examen que se le mandó hacer de un expediente remitido de Chile al intento de que se enviasen arbitrios para reducir a los indios, y que los directores del Semanario erudito publicaron en Madrid en 1789365.

Debe advertirse, sin embargo, que en 1740, penetrados los habitantes de que mientras viviesen dispersos por los campos, cuidando cada cual de sus ganados y privados del cultivo cristiano y civil y de todas las comodidades que se logran en poblado, era imposible contener las agresiones de los indios, facilitar su propia defensa, mejorar las rentas generales, y por fin, aprovecharse del pasto espiritual, dirigieron al soberano dos memoriales, elaborados   —369→   bajo la dirección de Villarreal366, que corren impresos en un sólo cuaderno en folios sin numeración.

El jesuita que después de haber permanecido en Chile por algún tiempo, volvió a España por asuntos de su Orden y comienza en su libro por analizar los diversos proyectos enviados a la Corte, los del sargento mayor don Pedro de Córdoba y Figueroa, el mismo autor de la Historia de Chile, los de Pietas, Recabarren, etc. y entra enseguida a formular los suyos propios367. Un escritor moderno368 ha dicho que Villarreal manifestó para su época un aventajado conocimiento de las leyes económicas, y sin duda que por haber estudiado perfectamente los antecedentes que tenía a la mano, se vio en situación de aprovecharse de todo lo que hacía a sus miras y ordenar su trabajo de un modo bastante metódico. Pero fuera de ahí, nada encontramos de particular en su obra escrita en un estilo frío y sin alma, todo se vuelve interrogaciones; le falta energía y fuerza en sus alas para lanzarse a emitir de lleno sus ideas, muchas veces quiméricas. Hay en su lenguaje toda la distancia de lo positivo, propio y esforzado a lo simplemente ideal: las expansiones de su alma están muy en armonía con los proyectos que lo halagan.

Cuando trata de reducir a los indios a poblaciones, inquiriendo la causa de su alejamiento de los españoles y su pertinacia en permanecer aislados, la encuentra en el mal trato de que son víctimas; pero este espectáculo, lejos de despertar en su mente un grito de reprobación, un signo de queja, lo encuentra indiferente, y pasa sobre él sin conmoverse. De todos sus proyectos, el gran elemento, el motivo principal de sus determinaciones es el dinero. Su libro es el plan concebido desde un gabinete, sin conocimiento asentado de las cosas. Seducido por un punto de vista   —370→   falso, todo lo encuentra fácil y hacedero, aún lo absurdo. Villarreal desconocía y no hizo entrar en su sistema el elemento dominante, el alma de la controversia a cuya solución satisfactoria era llamado a concurrir, el carácter del indio, del cual hablaba como de algo mecánico y como de la hechura de la fábula. Por eso, tan pronto como nos penetramos de la base de sus raciocinios, nuestro interés decae sensiblemente y vamos siguiendo con pesar el desarrollo de una idea que no nos seduce ya ni como originalidad ni como talento. Se percibe perfectamente que aún lo inverosímil, si se quiere, en una obra de imaginación atraiga y seduzca, porque entonces creemos vernos en un mundo a que aspiramos con nuestras ideas y nuestros sentimientos; pero en un trabajo histórico y de razón, en que todo debe ser serio y meditado, esa cualidad se convierte en grave defecto. No andaba lejos su autor cuando al final de ella se expresaba así: «Bien conozco que mi explicación, oscura y molesta por redundante, no ha hecho otra cosa que ofrecer abundante materia para que Vuestra Majestad se digne ejercitar su clemencia soberana en el perdón de mis yerros»369.



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ArribaAbajoCapítulo XII

Lengua araucana


Consideraciones generales. -Vega. -Garrote. -Luis de Valdivia. -Febres. -Havestadt.

Cuantos antiguamente se ocuparon de estudiar la lengua chilena, están de acuerdo en que toda la angosta faja de tierra que forma nuestro país, desde su extremidad norte hasta las islas del sur, no se hablaba sino un solo idioma, el araucano. Medio siglo después del establecimiento de los españoles, el padre jesuita Luis de Valdivia declaraba que «ella sola corría desde Coquimbo a Chiloé, porque aunque en diversas provincias... hay algunos vocablos diferentes..., no son todos los nombres, verbos, adverbios diversos...». El abate Molina, después de reconocer este hecho, no puede menos de estimar como «muy singular que no haya producido algún dialecto particular, después de haberse propagado por algún espacio de más de mil doscientas millas, entre tantas tribus, sin estar subordinadas las unas a las otras, y privadas de todo comercio literario. Los chilenos, agrega, situados hacia los grados veinte y cuatro de latitud, le hablan de la misma manera que los demás nacionales puestos cerca de los grados cuarenta y cinco. Ella no ha sufrido alteración alguna notable entre los isleños, los montañeses y los llanistas. Solamente los boroanos y los imperiales cambian a menudo la r en la s. Si esta fuese una lengua pobre, podría aplicarse la causa de su inmutabilidad a la escasez de vocablos, los cuales no siendo destinados, cuando son pocos, más que para exprimir ideas familiares   —372→   y comunes, difícilmente se cambian; pero siendo abundante de vocablos, es admirable que no se haya dividido en muchos idiomas subalternos, como ha sucedido a las otras lenguas madres que han tenido alguna extensión.

Sobre si sea o no primitiva la lengua de Chile, Molina se declaró sin trepidar por la afirmativa, por más que otros, sin duda con poco estudio, parezcan poner en duda este aserto. Court de Gibelin370, por ejemplo, después de expresar que sólo conoce de Chile algunas palabras recogidas por Reland en su Disertación sobre las lenguas de América, sostiene que ha encontrado un buen número de comunes con otras lenguas, «lo que nos persuado, agrega, que si hubiéramos tenido un vocabulario completo, hubiéramos podido pronunciarnos mejor sobre el origen de esta lengua y del pueblo que la habla», y como prueba de su afirmación establece las referencias siguientes: Levo, río, tiene su relación con Eo, agua; Bebo, seno, se pronuncia en Java sou-sou, en tahitiano Eou y no es otra cosa que el ze she primitivo que significa también seno en las lenguas orientales; Jeu, comer, es el primitivo nasal E Je, comer. Molina ha podido también establecer analogías del araucano con el latín y el griego, pero las mira con razón como puramente casuales. El sabio lengüista alemán Vater acepta esta teoría y establece que esa semejanza no para de existir en las interjecciones, y que por lo demás, los significados de esas palabras son diversos en ambos idiomas. Lo más curioso es, sin embargo, que esa desemejanza se extiende también a los idiomas del resto de América, pues fuera del quíchua (esto parece perfectamente natural, atendidas las relaciones de los pueblos peruano y chileno) muy pocas analogías se han podido reconocer. «Casa significa en araucano ruca, en el idioma de las tribus guaraní, oc; entre los tupi, oca; en las lenguas de Omahua, uca; en el maluina roya; en el idioma de lute (sic) uya, etc.»371.

  —373→  

Examinemos ahora algunas particularidades de esta lengua. Desde luego hay muchos que reconocen a los araucanos elegancia en su lenguaje372, y todos, en general, una simplicidad para estudiarlo tal que acaso no puede compararse con ningún otro idioma. «Esta lengua, dice Falkner373 es mucho más copiosa y elegante de lo que pudiera esperarse de un pueblo sin civilización»374. Con todo, el número de vocablos simples que traen los diccionarios no pasa de dos mil. «Tan fáciles de aprender, dice el jesuita Diego de Torres, las lenguas que corren en el reino del Perú (incluyendo a Chile) que todos nuestros padres las han aprendido en menos de un mes para confesar y en dos para predicar: habiendo experimentado esta facilidad en mí mismo oyendo las confesiones375.

Su alfabeto consta de las mismas letras que el castellano, a excepción de la b y la f que son reemplazadas por la v, pronunciada como en alemán, de la x y z que no las conocen, y de una e, una u, y una th que tienen sonidos especiales. El acento recae de ordinario en la penúltima sílaba, algunas veces en la última y jamás en la ante-penúltima.

«Los nombres chilenos se declinan por una sola declinación, dice Molina, o hablando con más exactitud, todos ellos son indeclinables, porque con la unión de varios artículos o partículas enclíticas se distinguen los casos y los números. Estos últimos son tres, como entre los griegos, esto es, singular, dual y plural... En la habla chilena el artículo se pospone al nombre, al contrario de lo que se practica en las lenguas modernas de Europa».

El araucano es abundante de adjetivos, así primitivos como derivados,   —374→   los cuales se pueden formar siempre de todas las partes de la oración, obedeciendo a un principio invariable; pero cualesquiera que sean sus terminaciones, no son susceptibles de géneros ni de números, a la manera de los adjetivos ingleses. De esta manera sólo se reconoce un sólo género, aunque para distinguir los sexos se emplea la voz alca para el masculino y domo para el femenino.

Todos los verbos araucanos terminan siempre en la primera persona del indicativo en la letra n, tienen voz activa, pasiva e impersonal; poseen todos los modos y tiempos; de los latinos y algunos más, pero se rigen por una sola conjugación y no adolecen jamás de irregularidad alguna.

«Las preposiciones, los adverbios, las interjecciones y las conjunciones son copiosísimas en el idioma chileno, al contrario de lo que se observa en el lenguaje de otras naciones bárbaras, las cuales escasean de tales partículas unitivas del discurso...

«La sintaxis chilena, no es muy diversa de la construcción de las lenguas de Europa; las personas que hacen o las que padecen se pueden poner adelante o después del verbo... El uso de los participios y de los gerundios es frecuentísimo, o por mejor decir, ocurre casi en cada período...

«El laconismo es el primario carácter de la lengua chilena. De aquí deriva la práctica casi constante de encerrar el caso paciente en su verbo, el cual así compuesto, se conjuga en todo y por todo como cuando está por sí solo... Este modo de acomodar los pronombres que se inclina un poco al uso de los hebreos, los cuales se sirven como de ligazón, es llamado transición por los gramático chilenos... Del mismo principio proviene la otra práctica de la cual hemos hecho mención otra vez, esto es, de convertir en verbos todas las partes del discurso, de manera que se puede decir que todo el hablar chileno consiste con el manejo de los verbos. Los relativos, los pronombres, las preposiciones, los adverbios, los números, y en suma, todas las demás partículas, no menos que los nombres, están sujetos a esta metamorfosis.

  —375→  

«Es también una propiedad notable de la lengua chilena usar a menudo de las palabras abstractas en una manera muy particular; en vez de decir pu huinca, los españoles, se dice comúnmente huincaguen, la españolidad, etc...»376.

Previos estos preliminares, entremos ya a tratar de los que se ocuparon del estudio de este idioma en los tiempos de la colonia. En su catálogo de escritores de Chile, Molina apunta desde luego a don Pedro Garrote377 como autor de una Gramática de la lengua chilena378, y al padre jesuita Gabriel de Vega como que escribió y dio a luz379 una Gramática y notas de la lengua de Chile.

El padre Vega, «sujeto de gran virtud»380, fue uno de los primeros jesuitas que llegaron a Santiago por abril de 1593, en compañía de Luis de Valdivia, Fernando Aguilera, Baltasar de Piñas, etc. Era oriundo de Barrios, lugarejo del arzobispado de Toledo, donde naciera por el año de 1567381. Después de haber estudiado en el colegio de los jesuitas, en Córdoba, profesó en 1583 y se ordenó de sacerdote ocho años más tarde en Sevilla. Embarcado para América, aportó a Chile, como decíamos, y tomó desde luego a su cargo la enseñanza de los morenos382 y enseguida fue enviado a misionar a Arauco y Tucapel383; Valdivia se dedicó al cuidado de los   —376→   indios, aplicándose con tanto tesón al estudio de su lengua que según es fama, aprendió en nueve días384 lo bastante para explicarles la doctrina en su propio idioma385. Cuando este último fue elegido rector del colegio que se había fundado en Santiago, envió a llamar al padre Vega para que viniese a leer un curso de Artes el cual lo continuó por tres años386; pero posteriormente fue separado de este destino y enviado de nuevo a misionar al sur en compañía del padre Francisco Villegas, «porque además de saber muy bien la lengua de los indios tenía las prendas adecuadas para aquel ministerio»387. Este sacerdote después de haber vivido doce años entre nosotros y de haber pasado sus cuatro últimos en el ejército, murió muy joven en Santiago, adonde había venido a sus ejercicios, el 21 de abril de 1605388.

Luis de Valdivia389 había nacido en Granada390 por los años de   —377→   1561, y a los veinte de su edad entraba a la Compañía de Jesús391, llegando a profesar entre nosotros de cuarto voto.

Valdivia desempeñó en Chile un papel muy notable por su sistema de la guerra defensiva. La corte de Madrid se sentía preocupada por la larga duración de esa lucha que se prolongaba ya por más de medio siglo y que había ido devorando tantos caudales y tantas vidas españolas. Pidió informe al virrey del Perú sobre las causas de tan insólito acontecimiento, y aquel alto magistrado comisionó a Valdivia para que le expusiese los motivos que a ello concurrían. Fray Luis se encontraba a la sazón en Lima hacía más de tres años, ocupado en leer teología, y «armado de gran voluntad», como él dice, partió a su destino por febrero de 1605. Un año y dos meses gastó en Chile estudiando el estado del país y divulgando entre los indios las cartas del rey, que de antemano había traducido al araucano. A su vuelta a Lima, estuvo seis meses dedicado a los oficios de la Compañía; pero deseando dar cuenta oral de «cosas importantes», pasó a la Corte a desempeñar en persona su cometido, y dio a entender al monarca que la culpa de la duración de la guerra la tenían los mismos militares encargados de terminarla. Con sus palabras logró el asentimiento pleno del rey a sus propósitos, hasta el extremo de ofrecerle el obispado de la Imperial (que rehusó, contentándose con el título de visitador general) y de encomendarle que él mismo eligiese la persona que debía gobernar en Chile para poner en planta el nuevo sistema. Valdivia se fijó en Alonso de Rivera, que anteriormente había desempeñado el mismo cargo en Chile; y desde entonces, dando la vuelta a este país392, comenzó sus trabajos para asentar   —378→   su sistema, teniendo que vencer la terrible resistencia que a sus propósitos desde un principio hicieron todos los militares interesados en que la guerra se prosiguiese según su forma acostumbrada. «Luis de Valdivia, dice un oidor de la Audiencia de Santiago, llegó a este reino a doce de mayo de 1612, donde luego que llegó y se publicaron los despachos que traía en la ciudad de la Concepción, y en la de Santiago, por el que remitió el marqués de Monte Claros, comenzaron a hablar libremente los más de los capitanes, y los soldados, y religiosos en los púlpitos. Y el licenciado que García ofreció de fiscal pidió que lo desterrasen del reino, y aunque se remitió a la Real Audiencia de la ciudad de los Reyes, en discordia, no tuvo efectos»393. «Bien pudiera, agrega el mismo Valdivia, decir algo de lo mucho que yo he sido odioso y padecido por haber llevado la guerra defensiva: que como el perro muerde la piedra que le tiran y no la mano que la tira, así han sido los bocados de plumas y lenguas en mí, y no en la mano poderosa que me arrojó allá».

De esta oposición puede decirse que han nacido los diversos trabajos literarios emprendidos por Valdivia, y que, en buenos términos, no pasan de ser simples memoriales, interesantes para dar a conocer el período histórico en que figuró, pero que en verdad, ni juntos ni separados merecen el titulo de una obra seria394.

  —379→  

Lo que distingue principalmente estos memoriales de Valdivia es el método con que ha tratado las cuestiones propuestas, dividiéndolas y analizándolas por separado y al mismo tiempo reconstruyéndolas más tarde por medio de un procedimiento sintético. Sin duda, que su estilo no es conciso, ni marcha claro y seguro, pero no carece de cierta firmeza y sobre todo, de mucha moderación; puede decirse que es el lenguaje de la verdad desinteresada y de un corazón recto que lucha por el bien de sus semejantes oprimidos y por los intereses de una religión que se practica sinceramente. No debemos pues buscar, lo repetimos, en los opúsculos del padre Valdivia el cuidado de la forma; su mérito está en el interés histórico que encierran para el examen de una cuestión de las más importantes que puedan ofrecerse en la historia chilena de la colonia, y en el natural atractivo vinculado a sucesos en que el escritor ha tomado gran parte, o más bien dicho, de que ha sido el inspirado ejecutor.

No es nuestro ánimo ni lo permite el marco de esta historia tratar de las diversas peripecias por que pasó en Chile el sistema de la guerra defensiva395; baste decir por lo que toca a nuestro   —380→   protagonista que después de haber asistido en Chile ocho años continuos «con gran trabajo, procurando con toda diligencia y cuidado servir a Su Majestad, teniendo esto por bastante premio», se dirigió a Lima, y dio enseguida la vuelta a España. Ofreciole el rey el puesto de consejero de Indias, cuando lo vio, y después de recomendar a sus superiores con grandes encarecimientos el cuidado de su persona, en una carta que corre impresa, le obsequié una suma de dinero para que comprase una biblioteca.

Luis de Valdivia es retiró entonces por los años de 1622 a la provincia de Castilla, sirviendo en Valladolid de prefecto de estudios y más tarde en el colegio de San Ignacio de director de la congregación de sacerdotes396. La fama de su saber hacía que de toda España lo enviasen en consulta los casos difíciles de conciencia que se presentaban, y él mismo escribió durante los años de su retiro dos libros latinos sobre la materia, uno De casibus reservatis in communi, un tomo, y otro también en un volumen, De casibus reservatis in societatis. Fruto de sus trabajos de ese tiempo fueron también la Historia de la Provincia Castellana de la Sociedad de Jesús, y los Varones ilustres de la Sociedad, que Nieremberg afirma lo fueron de gran utilidad para el trabajo análogo de que se ocupaba; y por fin los Misterium Fidei que, según se dice, publicó en lengua araucana397.

El chileno Alonso de Ovalle que lo visitó dos o tres años antes de morir cuenta de la manera siguiente la entrevista que tuvo con él. «Le hallé hecho un retrato de paciencia, por estar ya tan impedido de pies y manos, que no podía por sí sólo ejercer casi ninguna acción humana, y así estaba todo el día clavado en una silla pasando la vida, o en oración, o leyendo a ratos libros espirituales... Era toda su conversación estos últimos días que lo alcancé con vida, de la conformidad con la voluntad de Dios y   —381→   confusión propia, diciendo que era muy malo e ingrato a Dios, y sabiendo que yo trataba de retratarle para consuelo de los que le conocieron en Chile, me llamó y me riñó y me mandó que no lo hiciese, que no era bien que quedase en el mundo memoria de un tan gran pecador...

«Aunque se veía tan dolorido e impedido que no podía dar un paso, le abrasaba el celo de aquellas almas de los indios de Chile, de una manera que había hecho voto de volver allí, y pidiéndome que lo llevase conmigo me allanaba las dificultades del camino, de tal manera que le parecía posible el emprenderlo, y ya se juzgaba en una de aquellas iglesias catequizando como solía aquellos gentiles...

»Esperaba la muerte con la quietud y pan que la recibió, cuando lo dieron la nueva de que se moría. Escribió el mismo los particulares sucesos y cosas de su vida, por habérselo mandado así la santa obediencia. Dios Nuestro Señor será servido de que salgan algún día a luz para mayor gloria suya, consuelo y edificación de los que tendrán mucho que aprender de un varón tan ejemplar y tan digno de memoria»398.

Luis de Valdivia murió el 5 de noviembre de 1642399, a la edad de ochenta y un años.

Además de los memoriales de Valdivia sobre la guerra araucana, los trabajos literarios que ofrecen más interés para el propósito de nuestro libro son sus estudios sobre la lengua chilena. Cuando Luis de Valdivia dio a luz en Lima en 1607 un volumen, que lleva en la portada el título de Doctrina cristiana y catecismo en la lengua Allentiac, pero que comprende además un Confesionario breve de la misma lengua, un Arte y Gramática y dos Vocabularios, uno para comenzar a catequizar y otro de los vocablos comunes, hacía ya ocho años que no ejercitaba el idioma; pero considerando, dice, la gran necesidad destos indios de San Juan   —382→   pareció más glorias de Nuestro Señor imprimillos junto con los catecismos para que haya algún principio, aunque imperfecto, y el tiempo lo perficionará»400.

La misma imperfección de que adolecían estos trabajos confesaba igualmente el padre Valdivia que debía aplicarse a su Arte y Gramática general que corre en el Reino de Chile con un vocabulario y confesonario. Publicado primeramente el libro en Lima en 1606 parece que su segunda edición401, hecha en Sevilla en 1684 fue debida a un hecho casual. Un tal José María Adamo, que según se deja entender era chileno o gran afecto a Chile dio con el libro en Roma y lo trajo a Lima donde lo «aseó y pulió» don Diego de Lara Escobar. Este sujeto que había servido entre nosotros largos años y logrado captarse las simpatías de cuantos le conocieron, mereció el honor de que Valdivia le dedicase su obra por la afición particular que le profesaba, a que «se llega, añadía el jesuita, que este idioma araucano forastero en Europa, como extraño y sólo, busca naturalmente a quien le mire con el cariño de paisano y no le desconozca por bárbaro o por nunca oído». El provincial Esteban Páez dio el encargo de examinar la obra al presbítero Alonso de Toledo y a los bachilleres Diego Gatica y Miguel Cornejo, todos naturales de Chile «y expertos en la lengua del», los cuales aseguraron «que todo estaba muy bueno, y que el Arte comprendía todas las reglas universales que podrán, desearse, con buen método y claridad».

Valdivia, como se comprenderá, nunca tuvo en mira trabajar por la gloria de autor sino simplemente facilitar la instrucción   —383→   religiosa a los indios; y por eso, al paso que amoldó el dictado del Vocabulario a la pronunciación de las diversas provincias, insistió con especial detención en el dialecto de los beliches, que eran los más numerosos «y más necesitados en sus almas de quien les predique, por ser infieles». Además, agregó a su Arte un Confesonario breve y compuso algunas coplas a Jesucristo para que se cantasen después de la doctrina. Tenía aún el pensamiento de aumentar su Vocabulario, principiando por la parte castellana; pero este prometido trabajo jamás llegó a darse a luz402.

Mucho más tarde, otros dos jesuitas emprendieron también la tarea de consignar en forma didáctica los estudios que habían hecho sobre el idioma de los indios de Chile. Uno de ellos, el padre Andrés Febres, era catalán y estuvo ocupado largo tiempo en las misiones. Febres asegura que por condescender con algunos colegas y hermanos estudiantes, tomó empeño reducir a reglas los conocimientos que poseía del araucano; y que así cuando el provincial de la Orden dispuso que redactase un Arte sobre la   —384→   materia, él lo tenía de antemano preparado. El procurador de la provincia en Lima solicitó, en consecuencia, las licencias necesarias y dio a la estampa el libro del padre Febres en 1765. Cuando dos años más tarde vino la expulsión, el padre Andrés partió al destierro desde la Mariquina en donde se hallaba misionando403.

«He procurado, dice Febres, (como es preciso en todo Arte, y aún en toda ciencia bien ordenada) poner primero las reglas, capítulos y notas, de que dependen las siguientes, y no al contrario, para que aprendidas las primeras, se entiendan con facilidad las segundas; lo cual me ha sido más preciso en las transiciones404, en las cuales sigo un método no usado, pero igualmente seguro y fácil... Asimismo he procurado la claridad y brevedad, en cuanto ésta es incompatible con aquélla. Para consuelo y satisfacción del estudioso, puedo asegurarle que todas las reglas de este Arte son ciertas, «seguras y conformes a lo que al presente se usa, no pondré cosa que no haya oído y usado o no sepa de cierto».

Febres, a no dudarlo, adelantó no poco con su libro el trabajo del padre Valdivia. Cierto era que en su época ya se habían publicado otras obras o al menos algunos fragmentos405 que pudieran ilustrar su tema; pero es probable que él no los conociera, o si llegaron a su noticia supo sacar de ellos todo el partido deseable. Para justificar el mérito de su libro baste recordar el juicio   —385→   recaído sobre él por personas competentes que la han ilustrado y dado a la prensa con una nueva forma hace algunos años406.

Muy distante de alcanzar la boga que entre nosotros mereciera la obra de Febres407, estuvo la que otro jesuita llamado Bernardo Havestadt publicó en Munich en 1777 con el título de Chilidugu, esto es, gramática de la lengua de Chile.

Bernardo Havestadt había nacido en Colonia por los años de 1715, y desde que entró en el instituto de los hijos de Loyola deseó ardientemente trabajar por la salud de las almas en alguna de las provincias españolas de América. En tanto se le presentaba esta oportunidad estuvo ocupado de dar misiones en el obispado de Munster. Por fin, en 1746 fue destinado a pasar a Chile. En 2 de febrero de ese año llegaba a Buenos Aires para pronunciar allí sus últimos votos y tomar enseguida el camino de las pampas. De Santiago pasó a Concepción y bajó hasta el grado treinta y nueve, recorriendo durante los últimos meses de 1751 y principios del año siguiente todo el territorio fronterizo de Chile. En una de estas excursiones por poco no pierde la vida. Había llegado a Purimávida el último día de un cahuin que celebraban   —386→   los indios, cuando la borrachera andaba en su punto. Mientras los indios de su séquito acomodaban la tienda en que el padre misionero debía instalarse, fueron acercándose algunos pehuenches a saber quién era, y qué les traía. Unos le llamaban señor capitán, otros señor huinca, porque muy pocos hasta entonces habían divisado por aquellas regiones los patirus. Comenzaba Havestadt a explicarles el objeto de su venida cuando acercándose por detrás el primogénito del cacique de aquel Vutam-mapu, le dio un tremendo revés que le disparó el gorro y lo bañó en sangre. Los golpes hubieran menudeado sin duda a no haberse interpuesto cierto puelche que lo defendió de los arrebatos del joven cacique. Sin embargo, al otro día, cuando éste lo hubo divisado, ni siquiera lo reconoció, y todo quedó en paz.

Decretada la expulsión de los jesuitas, arribó a Lima en 20 de junio de 1768, y de ahí, siguiendo a Europa por la vía de Panamá, naufragó bajando el río Chagres. Embarcado de nuevo en Barbacoa, marchó a España, y después de haber recorrido gran parte de la Italia408, se fue a establecer a Munater, donde residía su familia.

Durante sus años de retiro en esta ciudad se ocupó en reunir sus notas sobre el idioma araucano, que tenía ya preparadas desde 1764, y por fin en 1777, después de traducirlos al latín, las dio a la estampa en una obra en tres volúmenes. Había adelantado también el Vocabulario de Luís de Valdivia, en cuya tarea se ocupaba desde Chile, escapándolo de todos los accidentes409 de su dilatado viaje, pero su edad avanzada, sus achaques y la faltado los fondos necesarios para la impresión le impidieron publicar este   —387→   trabajo410. Si no hubiera sido por Murr que en 1810 dio a conocer la relación de los viajes de Hayestadt escrita por él mismo es probable que este fragmento se hubiese también perdido para nosotros411.

Havestadt ha dividido su obra en diversas secciones, la primera de las cuales, la más completa e interesante, comprende la gramática propiamente dicha; la segunda es simplemente la traducción araucana del Indiculus universalis del padre Pomey. Havestadt no pudo menos de conocer a primera vista la extrema pobreza del idioma de un pueblo bárbaro, y por eso quiso remediar este inconveniente, vertiendo al lenguaje de Arauco el tratado científico de Pomey para dar una idea de lo que era el mundo, las estrellas, los meteoros, la tierra, el aire, el agua, el hombre y por fin, la ciudad.

La tercera parte, con la cual comienza el volumen segundo, trae el catecismo en araucano y algunas oraciones en verso, y la cuarta, un diccionario bastante copioso. La quinta, que da principio al tomo tercero con una lámina de la Concepción, está reducida a un índice de los mismos vocablos que contiene la anterior; en la sexta, se ocupa de un tratado de música, y por fin, en la última, relata el autor sus aventuras. Acompaña además a su obra un mapa bastante tosco de las regiones que recorrió y una especie de poema que ha titulado Lacrimae salutaris, escrito en versos latinos consonantes y dividido en tres cantos. En el primero supone Havestadt, imitando al Dante y a Virgilio, que desciende a los infiernos y oye los gritos de los condenados; en el segundo se encomienda a la Virgen, y por fin en el último, después de saber lo que es el mundo, huye de él, proponiéndose vivir cual desea que la muerte lo sorprenda.

Como todos los trabajos de los sacerdotes que escribieron sobre   —388→   la lengua de los indios, el del padre Havestadt tiene principalmente en mira la salud espiritual de los gentiles. «Trabajé, dice él, no con otro fin, sino que mi obra me sirviese de red para coger por medio de ella las almas que me fuese posible... No sea pues, amabilísimo Jesús mío, que mi labor haya sido inútil, sino que, echada esta red en vuestro divinísimo nombre, coja aquel número de almas que yo y mucho más vos, amador de las ánimas, deseáis. Esto, Jesús mío, como para vos, Señor, es lo más honroso que yo desear pueda: así lo pido por único premio de mi trabajo»412.

Havestadt sabía alemán, latín, griego, hebreo, español, francés, inglés, italiano, flamenco y portugués, y sobre todos estos idiomas encontraba que debía preferirse el araucano, que recomendaba a los grandes que estudiasen para guardar sus secretos. El misionero alemán siguió a Valdivia de cerca en su obra, cuyo Arte, dice, «ha sido el sólo que anda impreso», y tuvo por único maestro de araucano al padre Javier Walffwisen, con quien vivió dos meses en Santa Fe.



  —389→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

Mística. -Teología.



- III -

García413. -Antomás. -Torres. -Tula Bazán. -Fuenzalida y Zepeda. -Lacunza. -Dibujo de un alma.

En un corto lugar de Galicia llamado San Vericino de Oza, nació en 1996 el jesuita Ignacio García. Sus padres, honrados labradores no escasos de fortuna, fueron Domingo Garefa e Isabel Gómez. Zevallos, su colega, que fue más tarde su biógrafo y cuyo nombre aparece ligado al de García aún después de su muerte, lo pinta hablando de sus primeros años, en el libro que escribió de su vida, como un niño de condición apacible que huía de los   —390→   juegos propios de su edad para retraerse en su casa. Allí, al lado de sus padres, aprendió García junto con las primeras letras las oraciones del catecismo. Más tarde pasó a la Coruña a estudiar gramática, adelantando sus conocimientos con el latín, la retórica y poética. Fue en este pueblo donde García se hizo jesuita. Ya con el hábito de la Compañía, el estudiante Ignacio se dirigió a seguir los cursos superiores a Villagarcía, y de ahí a Salamanca. Una vez ordenado de sacerdote, solicitó pasar a las Indias; embarcose en Cádiz para Buenos-Aires y a poco continuó su viaje a Chile por los Andes. El padre Manuel Sancho Granado, que estaba entonces de provincial entre nosotros, lo destinó a Coquimbo; y algún tiempo después lo trajo a Santiago a ocuparse en el convictorio de San Francisco Javier de la enseñanza de los principiantes; pasó posteriormente a regir el curso de filosofía en Concepción, donde residía por los años de 1730 cuando vino el terremoto que arruinó la ciudad. García volvió enseguida a Santiago a continuar ejerciendo las funciones del profesorado en la cátedra de teología escolástica; se empeñó en dar misiones en todo el territorio comprendido desde la Ligua hasta Colchagua; fue elegido vice-rector del noviciado de Bucalemu y, por fin, rector del Colegio Máximo. En dos de octubre de 1754 murió en opinión de santo. Siete días después los cabildantes de Santiago acordaron hacerle honras a nombre «de la ciudad, invitando al obispo y religiones, por «haberse hecho acreedor a ellas por su doctrina, predicación y enseñanza, y lo que es más, con sus heroicas, virtudes y ejemplar vida...»414.

García era, ante todo, un asceta que nos ha dejado bastantes muestras de sus elucubraciones místicas y de sus prácticas espirituales para ganar el cielo. El mismo año de su muerte dábase a luz en Lima una obra suya titulada Desengaño consejero en que «suponiendo el alma recogida en retiro, le recuerda el fin de su recogimiento, dirigiéndole las expresiones que David decía en semejantes circunstancias: «medité de noche en mi corazón, y me   —391→   ejercitaba y escobaba mi espíritu». La experiencia constante adquirida en treinta años que dirigió los ejercicios, le había enseñado que muchas almas no sacaban de ellos todo el fruto que pudieran, por no ejercitarse bastante en afectos piadosos, unas por omisión, y por ignorancia las más. En el Desengaño consejero415 da el autor remedio a unas y otras: convence a las primeras de la necesidad de la oración de afectos, aduciendo numerosos ejemplos tomados de las Santas Escrituras, y enseña a las segundas prácticamente esta saludable práctica por numerosos afectos que le sugería el espíritu fervorosísimo, que revela en su libro. Estos afectos los varía en cada uno de los diez ejercicios que propone para meditación del retiro. Por conclusión, ordena algunos pensamientos sobre el estado del cristiano, ya considerado en el siglo, ya en la vida religiosa, ya en fin, elevado a la dignidad sacerdotal»416.

Las otras dos obras de estilo y propósitos semejantes que escribió el padre García fueron publicadas después de su muerte. La Respiración del alma en afectos píos, que ha quedado interrumpida en la mitad, y que su autor tituló así, «porque como con el uso de la respiración vive el cuerpo la vida natural, así con el uso de los copiosos afectos que aquí van ha de vivir el alma la vida sobrenatural», fue dada a luz a costa de don Francisco Javier Errázuriz.

«¡Oh Dios amabilísimo! Dice García en una parte de su obra, quisiera haber gastado perfectísimamente los años de mi vida, de suerte que estuviesen llenos de pensamientos, afectos, palabras y obras insignemente santas. ¡Oh! ¡Sí, Celestial Padre! ¡Todos los movimientos naturales y sobrenaturales de mis potencias y sentidos y miembros hubiesen sido obsequiosísimos a Vuestra Majestad adorable, honoríficos a los ángeles y santos, útiles a todos los prójimos y muy meritorios, impetratorios y satisfactorios para mi alma!».

  —392→  

Tal es, más o menos, el espíritu de todos los afectos de García, que revelan indudablemente una alma poseída del amor de Dios y deseosa de servir a la conversión de los hombres; pero por ser todos ellos parecidos, si en los comienzos pueden revelar cierto entusiasmo místico del género de Tomás de Kempis, las declaraciones que pululan en ellos al tratar de cada una de las fiestas principales de los seis primeros meses del año, y el continuo volver sobre temas muy semejantes, los hace monótonos y en extremo pesados de leerse.

Cuando García se sintió próximo a expirar llamó a su amigo colega el padre Javier Zevallos y le encomendó que después de su muerte se acercase al obispo don Manuel de Alday y le presentase el manuscrito de un libro que tenía preparado para la prensa y que decía en su carátula cultivo de las virtudes en el paraíso del alma, suplicándole que lo adoptase por suyo.

Zevallos cumplió el encargo del moribundo, y Alday aceptó sin titubear el patrocinio de la obra del que en un tiempo fuera su confesor. Diéronse las disposiciones consiguientes para que el manuscrito se entregase a la prensa, y ya en 1759 las de Barcelona devolvían a los devotos de Santiago en aseados caracteres y con las licencias y aprobaciones de estilo el original del difunto jesuita.

Veamos ahora el método empleado por García en su trabajo. Divídelo en tres libros, que respectivamente tratan de las virtudes teologales, de las cristianas y de las humanas; en cada uno de ellos toma una virtud, la analiza filosóficamente en un capítulo, en otro produce sus afectos, en un tercero señala un ejemplar de algún santo que haya poseído en grado eminente la condición de que trata; y por fin, en el cuarto introduce las reflexiones morales a que se presta el desarrollo de su tema; y este sistema se continúa invariablemente durante todo el curso de la obra.

García hace en ella ostentación del mismo espíritu devoto que marca su fisonomía de una manera precisa, y en su redacción de cierto estilo difuso, perfectamente en relación con sus místicos arranques. En los comienzos de su último libro se expresa así, dirigiéndose al «Rey Supremo de los mortales»:

  —393→  

Si mil reinos fueran míos
si mil corazones santos,
si mil tesoros tuviera
si mil mundos en mis manos;

A vuestro amor todos juntos,  5
y a vuestro culto sagrado
las ofreciera en señal
de que ardientemente os amo.

Cuanto bueno hay en la tierra,
cuanto bueno en los espacios  10
del cielo hay todo junto
pretendo sacrificaros.

He ahí sus propósitos de religioso, decimos simplemente; he ahí su mérito dirán otros.

El padre Domingo Antomás, también de la Compañía de Jesús, publicó en Lima por los años de 1766 un corto volumen titulado Arte de perseverancia final en gracia417. El autor divide su obra en tres partes, y cada una de éstas en tres capítulos. En la primera trata de definir lo que se entiende por perseverancia, y en las dos restantes se ocupa de los medios que a su juicio existen para mantenerse en ello. Destinado este libro a toda clase de personas, Antomás se ha empeñado especialmente en que su estilo sea lo más sencillo posible y su modo de discurrir el más habitual, y he aquí cómo de esa manera ha producido una obra ajena a las vanas declamaciones y a las huecas pompas de un vano estilo. Ilustrando sus doctrinas con ejemplos deducidos de los hechos ordinarios de la vida, habla con tono persuasivo y familiar, es amable y sabe seducir. No se encuentran en su libro las amenazas del Infierno, tan frecuentemente insinuadas por otros escritores de su índole, ni el prisma engañador de exageradas promesas; por el contrario, el autor de la Perseverancia final trata de convencer, se insinúa con agrado y logra merecer el pleno asentimiento de sus lectores.

Domingo Antomás era natural de Carcar en Navarra418 y habiendo   —394→   entrado en la Compañía después de terminar sus cursos de humanidades, fue enviado a Chile, donde en marzo de 1742 el obispo Bravo del Rivero le confirió las órdenes sacerdotales. Dedicado más tarde a la enseñanza de la teología en el Colegio Máximo de San Miguel, se ofreció al presidente Guill y Gonzaga para que lo destinase a las misiones que se proyectaban a la isla de Juan Fernández. Antomás permaneció en ese lugar cerca de un año, y fue durante este tiempo cuando compuso su estimable obrita. De vuelta a Santiago, tuvo a su cargo la dirección de los monasterios del Carmen y de las Rosas, puesto que aún desempeñaba cuando vino el decreto de expulsión que lo alejaba para siempre de Chile.

El abate Gómez de Vidaurre cita también entre los escritores de libros místico-teológicos al padre José Torres, natural de Santiago, como autor de una obra «doctísima, eruditísima y devotísima sobre los privilegios y prerrogativas del Esposo de la Madre de Dios», que asegura corría con sumo aprecio en México y aún en España, pero que todavía no hemos logrado ver.

No se ha dejado de insistir por algunos de nuestros escritores de hoy en lo excepcional y característico de un tratado que el deán de la catedral de Santiago don Pedro de Tula Bazán redactó sobre el uso que las señoras de Santiago hacían por el último tercio del siglo pasado de los vestidos con cola, en que se dice que retrata muy al vivo las tendencias de otra época. Pero examinada la cosa con despacio, se viene en cuenta de que el trabajo de don Pedro ni es un enorme infolio, como se ha supuesto, ni menos el primero y el único de los pareceres que sobre la misma materia se escribiera entre nosotros durante la colonia; porque, en efecto, ya en los tiempos del obispo Villarroel, este ilustrado sacerdote había dedicado en su Gobierno eclesiástico no pocas páginas a debatir el mismo punto con gran acopio de extraños y eruditos pareceres y no poco caudal de doctas reflexiones. Era el caso simplemente que el diocesano de Santiago don Manuel de Alday tuvo noticia de que un fraile franciscano,   —395→   fray Manuel Becerril, en un erudito tratado sostenía que era pecado mortal usar el vestido con cola, y hallándose dudoso sobre la materia, el celoso prelado pidió a tres sacerdotes, entre los cuales se contaba Tula Bazán, que le manifestasen su opinión sobre el particular419. Púsose don Pedro a la obra, y revolviendo mamotretos y citando de aquí y de allá textos de la Sagrada Escritura y palabras del Angélico Doctor, e invocando, sobre todo, los inconvenientes que se originaban de que las señoras y criadas que salían a la calle mostrasen «los bajos» con la moda de la histórica saya, se pronunció contra el franciscano y absolvió en consecuencia a las damas de Santiago del gravísimo pecado en que se decía estaban incurriendo por el novel uso de los trajes caudados.

Tal es simplemente el alcance del Informe del erudito y celebrado deán de la catedral de Santiago, que fue también examinador sinodal del obispado y consultor de la sínodo que en su tiempo celebró el diocesano420.

De los jesuitas chilenos421 que salieron expatriados de nuestro suelo en virtud del célebre decreto de Carlos III y que en su destierro se dedicaron al género de obras que venimos analizando422,   —396→   el que más alto descollara es, sin disputa, don Manuel Lacunza, el autor de La Venida del Mesías en gloria y majestad.

«Como para muchos, dice el señor Vicuña Mackenna, el libro de Lacunza es un mito indescifrable y del que todos hablan y se llenan la boca como de una gloria nacional, sin haber abierto jamás sus páginas, vamos a dar aquí una idea de su espíritu.

  —397→  

«Para nosotros Lacunza fue únicamente el Vidaurre del Perú, o con respecto a su propio suelo el Francisco Bilbao del siglo XVIII, un iluso de genio. Nada se parece más a la Venida del Mesías en gloria y majestad del jesuita que los Boletines del Espíritu del filósofo social; y aseméjanse aquellos más próximamente en lo difícil que es entender uno y otro. El libro de Lacunza es un poema bíblico; el folleto de Bilbao un fragmento de ese poema.

»Su objeto fue sin embargo, muy distinto. Lacunza que escribió su libro bajo el pseudónimo hebraico de Juan Josafat Ben Erzra dice en su prefacio que en él se propone principalmente cuatro cosas: 1.º hacer conocer la adorable persona de Jesucristo; 2.º provocar en los eclesiásticos la afición al estudio de la Biblia; 3.º corregir la incredulidad; y 4.º consolar a los judíos, sus hermanos, e inspirarlos a fin de que conocieran el verdadero Dios. «Por lo demás, su obra no es más que el desarrollo poético y filosófico del sistema de los milenarios, que anuncian el futuro reinado de Jesucristo en la tierra durante mil años, doctrina evidentemente más judaica que cristiana.

»Según su sistema, el Mesías debía venir dos veces a la tierra, no una sola como han juzgado los cristianos. La primera sería la vida de la pasión, y ésta ya se había cumplido según las profecías. La segunda de la gloria, sucederá más tarde en vista de los vaticinios que el autor deduce del antiguo testamento, especialmente del Apocalipsis de San Juan.

»A anunciar, explicar, discutir, comprobar este nuevo descenso de los cielos en gloria y majestad está consagrado este famoso libro del que se han hecho más ediciones que de la de ninguna obra literaria de Chile y tal vez de toda la América española, con la excepción de los Salmos de Olavide. Cada emblema del Apocalipsis es para el alma triste y misteriosa de Lacunza un antecedente cierto de la segunda venida del Redentor. La estatua de Daniel, las cuatro bestias del Apocalipsis, la mujer vestida de sol, que es la iglesia, como aquellas son sus sectas, todo sirve a su propósito.

  —398→  

»Establecidos los antecedentes de la profecía, entra en su realización, y en esta parte es donde el escritor chileno despliega, toda, la riqueza de su tétrica fantasía.

»Antes que el Mesías vendrá el Antecristo, que no es como el vulgo cree un ser humano, no un racional..., sino un cuerpo moral de hombres... Una lluvia de fuego purificaría entonces la tierra, y comenzaría el reino de la bienaventuranza, descendiendo el Mesías en gloria y majestad, con sus santos, sus ángeles, sus profetas.

»Este reino duraría mil años. Se reunirían las doce tribus del Israel y vivirían bajo el blando gobierno del Señor en una ciudad de doce mil estadios, que tendrá cuatro leguas por costado, con doce puertas, que pertenecerían una a cada tribu, exactamente como la ciudad de los últimos santos del rito mormónico.

»Habría entre los nuevos habitantes de la tierra comunidad perfecta, una sola lengua, ninguna discordia. Sin embargo, el infierno durante estos mil años tendría sus puertas cerradas.

»Lacunza no era, por otra parte, enteramente socialista. La comunidad de bienes tenía una excepción, porque la tribu de Levi es decir, la de los sacerdotes, tendrá en repartimiento el doble de todas las demás, lo que está probando que el autor no había olvidado las lecciones de la plazuela donde naciera...

»Concluido los mil años, el pueblo hebraico volvería a caer en el pecado. Las puertas del infierno se abrirían de par en par. Las gigantes God y Magod, personificaciones del orgullo humano atacarían la nueva Jerusalén con ejércitos de protervos, e irritado Dios de la ingratitud y maldad del linaje humano, lo haría perecer entero por el fuego.

»Este sería el juicio final. La tierra, empero, no desaparecería y conservaría su forma, sus sustancias y sus producciones, idea que tal vez alumbraran a Lacunza sus conocimientos astronómicos, que no eran insignificantes423.

»Tamaño argumento confiado a la sola inspiración del genio,   —399→   habría engendrado un poema acaso tan sublime como el Paraíso de Milton, o el Genio del Cristianismo; pero la erudición bíblica y el espíritu teológico han atajado el vuelo del pensamiento creador y de la fantasía exaltada por imágenes grandiosas. El estilo de Lacunza está por esto ceñido a cierta aridez metafísica. No es el filósofo inspirado sino el dogmático que discute el que aparece dominando el espíritu general de la obra; el argumento prevalece sobre la elocuencia, la erudición sobre el entusiasmo. Así, cuando el filósofo cristiano nos va a pintar la gloria del Altísimo que desciende hacia nosotros en vez de arrebatarse con el genio de los profetas que lo inspiran, desciende al terreno de las citas bíblicas y de las confrontaciones de textos de que está intercalado cada párrafo de su obra, además de las numerosísimas notas que contienen al pie de cada página424.

»En los anales de la biografía no se halla ejemplo de una suerte semejante a la que ha tenido esta obra. Pocos escritos sobre materias religiosas han excitado tanto la curiosidad y la admiración de los inteligentes; y sin embargo, no conocemos una sola producción del espíritu humano que haya sido tan mutilada, tan estropeada, tan corrompida por las copias y las impresiones. Aún las que se han hecho lejos de los países sometidos al yugo de la intolerancia religiosa, están plagadas de defectos capitales; de modo que hasta muy poco tiempo hace, el público no pudo formarse una idea cabal del magnífico monumento elevado por nuestro compatriota Lacunza a las ciencias eclesiásticas»425.

La obra de Ben Josaphat Ben-Ezra fue agregada al Índice por decreto de 6 de setiembre de 1824.

Lacunza nació en Santiago en 1731; entró en la Compañía de edad de diez y seis años y profesó de cuarto voto en 1766. Expatriado al año siguiente, permaneció en Imola algún tiempo, como miembro de la Compañía, hasta que separándose de ella voluntariamente, se retiró a un arrabal de la ciudad cerca de las murallas. Diéronle después un retiro más solitario, en donde vivió como   —400→   un verdadero anacoreta por espacio de más de veinte años hasta su muerte ocurrida en 1801. Para no distraerse de su plan de vida se servía a sí mismo, sin franquear a nadie la entrada a su habitación. Probablemente arrebatado por el gusto de la astronomía, que había tenido desde su juventud, pasaba las noches en vela; se levantaba a las diez de la mañana, decía misa, y después iba a comprar sus comestibles que él también preparaba. Por la tarde paseábase siempre, sólo, un rato por el campo, y después de la cena, salía como a escondidas a visitar a un amigo. El día 17 de junio, fue hallado su cadáver en un pozo de poca agua cerca de la ribera del río que baña la ciudad426.





  —401→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Historia general



- III -

Don José Basilio de Roxas y Fuentes. -Don Pedro de Córdoba y Figueroa. -Datos biográficos. -Su Historia de Chile. -El jesuita Miguel de Olivares. -Noticia de su persona. -Su expatriación. -La Historia militar, civil y sagrada del Reino de Chile. -Estudio de esta obra. -La Historia de los Jesuitas. -Detalles de este libro. -El abate don Juan Ignacio Molina. -Estudio de en Historia civil. -Don Felipe Gómez de Vidaurre. -Datos biográficos. -Su obra.

No poco crédito mereció siempre entre los historiadores antiguos de Chile un corto volumen intitulado Apuntes de lo acaecido en la conquista do Chile, desde sus principios hasta el año de 1672, hechos por don José Basilio de Rojas y Fuentes427, tanto que el jesuita Vidaurre no trepida en opinar que con tan breve relación su autor «ha ilustrado más que ninguno la historia de Chile».

Sin duda que dentro de los cortos límites de su trabajo, Rojas ha sabido dar cabida a no pocos acontecimientos, y hasta despertar interés por aquellos que por su proximidad al tiempo en que vivió ha podido conocer más a fondo. Tiene, además, el mérito de que manejando la pluma sin pretensiones, su estilo, sin embargo, no carece de bríos, ni escasea las figuras.

Muy pocos son los datos que conozcamos de su vida, pues sólo   —402→   lo sabemos de fuente extraña que los indios de Tolten lo hicieron prisionero, que a poco fue libertado en 1758428, merced a la intervención de Rodrigo de las Cuevas, muchacho español que había sido cautivado en 1599 cuando la destrucción de Valdivia. «Los demás prisioneros de uno y otro sexo, agrega Vidaurre, quedaron en el mismo cautiverio, padeciendo muchos malos tratamientos y a cada paso tragando la muerte que vieron dar a muchos de sus conciudadanos en las públicas celebridades que hacían de su victoria los araucanos».

Rojas añade en su obra, que por mandado del marqués de Navamorquende pobló un fuerte en la provincia de Tucapel y edificó el castillo de San Ildefonso de Arauco, asolado por los rebeldes, y que tuvo a su cargo durante diez y ocho meses el tercio de Arauco y sus fronteras, en ausencia del maestre de campo general, don Ignacio de la Carrera. Asistió, asimismo, en 1663, como capitán de caballos a la población de la ciudad de Chillán, y en los primeros tiempos de la llegada de don Francisco de Meneses, a la batalla que tuvieron las armas reales el 9 de abril de 1664 en la cuesta de Villagra, en que los indios salieron completamente derrotados.

Rojas salió de Chile para España en 1672. Hay buenos fundamentos para creer que probablemente muriera fuera del país429.

Algo más adelante que el compendio anterior lleva la relación   —403→   de las cosas de Chile el libro titulado Historia de Chile, por el maestre de campo don Pedro de Córdoba y Figueroa430.

Era este don Pedro descendiente de distinguidos conquistadores, que desde los tiempos de Juan Negrete, su quinto abuelo, que acompañó a Pedro de Valdivia, se habían ido sucediendo con brillo en el servicio de las armas reales. Su abuelo don Alonso, después de cuarenta y siete años de servicio y de haber ocupado los oficios políticos y militares del reino, había subido a la presidencia por mayo de 1649, permaneciendo en ella poco más de un año: su padre, sucesivamente tuvo los puestos de teniente general de caballería, comandante de las plazas de Purén y Repocura bajo el gobierno de don Juan Henríquez, y fue maestre de la frontera por nombramiento que le hizo en 1692 don Tomás Marín de Poveda.

En ese mismo año parece que le nació en Concepción al recién nombrado maestre de campo nuestro don Pedro, siendo de creer que a poco lo dejara huérfano, aunque amparado por la protección del primer magistrado de la colonia. Nacido entre el estrépito de las armas y llevando por herencia la afición a los ejercicios bélicos que parecían una cualidad inherente a los de su raza, don Pedro abrazó también la carrera militar, después de haber seguido los cursos superiores que los jesuitas dictaban en Concepción431. El gobernador don Manuel de Salamanca le confirió, andando el tiempo, en 1734, el grado de sargento mayor; estuvo en varias expediciones al interior de la Araucanía, y asistió a tres parlamentos de indios. Entendió, asimismo, en los repartimientos   —404→   de sitios que en 1739 se hizo en la ciudad de los Ángeles, y tuvo, por fin, el cargo de alcalde en Concepción, donde estaba establecido.

Son pues contadas las fechas y hechos que pudiéramos citar del historiador de Chile, y acaso esta misma circunstancia deje presumir la tranquilidad en que sus días se pasaron. La mucha versación que manifiesta en el estudio de numerosos autores antiguos y aún modernos, es también un indicio de que ha podido disponer de su tiempo con holgura. Pero, mayor testimonio de esta presunción puede deducirse del estudio de la obra que nos legara, pues al leerla es fácil penetrarse de que ya la había empezado por los años de 1739 y que todavía se ocupaba de ella en el de 1751432.

Pora su composición, Córdoba y Figueroa tuvo a la vista cuantas obras impresas y manuscritas, así en prosa como en verso, se habían redactado hasta entonces, algunas de las cuales son hoy desconocidas para nosotros, y algunos de los papeles e informaciones que era costumbre redactar en aquellos años sobre los sucesos de alguna importancia.

Propúsose en su libro dar a conocer lo que sabía, sencillamente, «sin impugnar ni contradecir», no escaseando las diligencias para llegar a penetrar la verdad de los acontecimientos que el trascurso del tiempo o las pasiones habían mutilado y oscurecido, y en efecto, Córdova y Figueroa se muestra paciente investigador y crítico juicioso que pesa los testimonios y esclarece sus dudas antes de asentar definitivamente lo que estimaba debía trasmitirse a la posteridad. Gay, que no lo conocía sino por citas de Carvallo   —405→   y Pérez García, lo califica, con todo, de escrupuloso a este respecto.

Como tenía un vasto conocimiento de los clásicos de la antigüedad, especialmente de los romanos, y no le eran extraños los padres de la Iglesia, de ordinario sucede que comienza por sentar alguna frase más o menos conocida de estos autores sobre un tema moral, tal como lo recordaba, y enseguida trae a colación el hecho de la historia al cual quiere aplicarla. Este sistema que ha seguido constantemente imprime a su obra un carácter muy marcado y que sin embargo, no la favorece. ¿Procedía esto del deseo de manifestar su erudición, o creía agradar a sus lectores?... Sea lo uno o lo otro, lo cierto es que esta mezcla que corta el hilo de sus frases, suele perjudicar a la claridad de su dicción. La frialdad que de esta manera parece animarlo, suele a veces olvidarla en el calor de sus impresiones y en el deseo que en ocasiones le mueve de que no se deje olvidar alguna acción que estima digna de recuerdo. Otras, lo arrastra su entusiasmo, se subleva su imaginación y brotan de su pluma acentos y comparaciones no poco felices.

Su libro muy estimado de los que le sucedieron en la tarea de escribir la historia nacional, alcanza hasta los comienzos de 1717 y por la redacción de sus capítulos postreros se conoce que no le había dado aún la última mano433.

El jesuita Miguel de Olivares, hijo de padres españoles, nació   —406→   en la ciudad de Chillán434 allá por los años 1674. Es probable que sus padres regresaran más tarde a España llevándolo en su compañía435, y que allí se ordenase de sacerdote; pero es incuestionable que ya el año de 1700 se encontraba de vuelta en Chile, agregado a las misiones que todos los años salían del colegio de Bucalemu a predicar en el vasto territorio comprendido entre los ríos Maipo y Maule. Al año siguiente, lo señalaron de nuevo para misionar en los valles de Quillota, y por los fines de diciembre se encontraba en Valparaíso, «donde se predicó y trabajó bastante en confesar grandes concursos que acudieron».

Es posible que el padre asistiese también algún tiempo en la famosa cuanto lejana misión de Nahuelhuapi en la época en que la rigieron los padres Felipe de la Laguna y Juan José Guillelmo (1706 ó 1707); pero el hecho nos parece dudoso436. Sea como quiera, el caso es que después de extinguida dicha misión, Olivares se encontraba en Chiloé en los años comprendidos entre   —407→   1712 y 1720, y poco después en las regiones del sur de la Araucanía y particularmente en las de Boros y Tolten el bajo. En 1722 residía en Santiago, catorce años después en Mendoza, y en 1730 estaba en Concepción, donde fue testigo del espantoso terremoto que arruinó la ciudad el día dos de julio de ese año.

«En estos viajes y trabajos, el padre Olivares había recorrido la mayor parte de Chile; y como ya lo hemos dicho, aprovechó la circunstancia de visitar las diversas casas de residencia de los jesuitas; para estudiar los archivos de la Compañía, y recoger en ellos copiosas notas para escribir su historia. En 1736, hallándose en Santiago, emprendió la redacción de su obra; a que consagró, según se deja ver en ella, dos años completos. Poco habituado todavía a este género de trabajos, el padre Olivares escribía con embarazo, y sin el pensamiento de dar a luz sus escritos. Quería sólo reunir noticias importantes o curiosas que parecían destinadas a perderse, para que pudieran aprovecharlas los historiadores futuros. Ignoraba entonces que otro jesuita mucho más experimentado como escritor, el padre Pedro Lozano, componía en esa misma época una historia de la provincia de Tucumán y Paraguay de la Compañía de Jesús, en que hacía entrar la crónica de los jesuitas de Chile, mientras estuvieron sometidos al mismo provincial que los que residían al otro lado de los Andes437. Sin esta circunstancia, Olivares no habría tal vez acometido su empresa; y no tendríamos hoy la Breve noticia de la provincia de la Compañía de Jesús de Chile...

  —408→  

»Terminado este trabajo, el padre Olivares volvió a sus tareas de misionero, comenzando, según parece, por la provincia de Cuyo, donde se hallaba por los años de 1740 ó 1741438. Poco tiempo más tarde regresó a Chile; y desde el año 1744 hasta el año 1758 sirvió en las misiones de la Araucana, llegando a conocer perfectamente el idioma de los indígenas439. En este período de catorce años, el padre misionero recorrió en diversas ocasiones casi todo el país ocupado por esos indómitos salvajes. Visitó varias veces los terrenos vecinos a la arruinada ciudad de la Imperial440; trasmontó en muchas ocasiones la famosa cuesta de Villagrán441; sirvió algunos años en la misión de Tucapel viejo442; y pudo estudiar y conocer las costumbres de los indígenas, sus poesías y sus discursos en las juntas solemnes a que eran convocados443. En esta época también residió una temporada en la plaza de Valdivia y sus alrededores, en donde se hallaba en 1755, según lo dice él mismo al referir que en ese año dio sepultura a cuatro indios inhumanamente sacrificados. Ahí mismo vio los famosos lavaderos de oro de cuya riqueza da una noticia indudablemente exagerada444.

»Hemos dicho que el padre Olivares no pensaba dar publicidad a su historia de los jesuitas en Chile. Sin embargo, su manuscrito fue conocido por algunos otros jesuitas, y estos lo estimularon a que emprendiera un trabajo más vasto todavía. Parece que en esta determinación influyó el padre Ignacio García, muy famoso en entonces y después por su ascetismo y por los milagros singulares que le atribuyeron sus contemporáneos; y aún que sus superiores indujeron al padre Olivares a escribir una historia completa de Chile. En 1758, hallándose en Chillán, dio principio a su trabajo, o a lo menos entonces escribía el capítulo III del libro I445; pero continuó   —409→   su obra en Santiago446, y por último, teniéndola ya muy adelantada y la hacía copiar en Concepción el año de 1767, cuando llegó a Chile la pragmática de Carlos III, que disponía el extrañamiento de todos sus dominios de los individuos de la Compañía de Jesús.

»El padre Olivares contaba entonces más de noventa y dos años. Sin embargo, fue embarcado como los demás jesuitas, y remitido al Perú, de donde debía salir para España. Durante la residencia de dos meses (de 12 de marzo a 3 de mayo de 1768) que los jesuitas tuvieron que hacer en Lima, Olivares fue despojado de sus manuscritos por orden del virrey don Manuel de Amat y Junient. El asesor de éste, don José Perfecto Salas, que había vívido largos años en Chile, y que profesaba particular cariño a este país, recogió la segunda parte de la Historia militar, civil y sagrada de lo acaecido en la conquista y pacificación del reino de Chile. Se sabe que los jesuitas expulsados de Chile, salieron del Callao el 7 de mayo, y desembarcaron en Cádiz el 7 de diciembre de 1768, para ser transportados poco tiempo después a Italia. Olivares fue a establecerse, como muchos de sus compañeros, en la ciudad de Imola, en los estados pontificios.

»Sus antecedentes de misionero entre los indios de Chile durante tantos años, su edad avanzada, el prestigio de sus trabajos históricos, y quizás las prendas de su carácter, eran causa de que los otros expatriados de este país rodearan al padre Olivares con su respeto. Algunos de ellos quisieron consagrar el ocio forzado que les imponía el destierro a dar a conocer en Europa la historia natural y civil de su patria, pero les faltaban los datos para tal empresa. De los manuscritos de Olivares sólo poseían la primera parte de la historia civil, que comprendía desde la conquista hasta 1655; y a ella acudieron como a una fuente segura de informaciones; pero, por más diligencias que hicieron, no alcanzaron a procurarse una copia de la segunda parte, que había quedado en el Perú.

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»Es preciso leer las líneas en que esos historiadores lamentan el no tener a la mano el manuscrito de Olivares para que se vea cuán grande es la estimación que de él hacían. El abate don Juan Ignacio Molina, que publicaba su Historia natural y civil de Chile en los años de 174 y 1787, se expresa en los términos siguientes:

»El primer tomo manuscrito de la Historia de Chile del señor abate Olivares, que tengo en mi poder, y otras relaciones impresas, me proveían los materiales necesarios para conducir mi obra hasta el año de 1655. El segundo tomo del dicho autor, que debía suministrarme el resto hasta nuestros tiempos, se hallaba en el Perú, pero me lisonjeaba poderlo tener dentro del mismo año. Esta esperanza quedó enteramente desvanecida. El volumen tan deseado aún no ha venido a mis manos; de suerte que me he visto obligado a procurar por otra parte las noticias que pensaba sacar de él, las cuales por este motivo no deben ser de tanta importancia»447. En otra parte, hablando de esta misma obra, dice: «Se puede llamar perfecta en este género la historia del abate Olivares, según la crítica y exactitud con que ha sabido presentar los hechos más importantes de la guerra casi continua entre los españoles y los araucanos»448. El abate don Felipe Gómez de Vidaurre, que en 1789 terminaba la revisión de una historia natural y civil de Chile, que hasta ahora permanece inédita, es menos entusiasta que Molina al hacer el elogio de la obra de Olivares, pero no vacila en considerarla la mejor que se haya escrito sobre la historia de nuestro país449.

«Estas alabanzas decidieron al fin a Olivares a hacer algunas   —411→   diligencias para obtener su manuscrito perdido. Desde los últimos años del reinado de Carlos III se hacía sentir en la Corte española una reacción en favor de los jesuitas, o a lo menos se había calmado la irritación que contra ellos existía poco antes. El ex-jesuita Vidaurre no había vacilado en dedicar el manuscrito de su historia a don Antonio Porlier, ministro de gracia y justicia del soberano que decretó la expulsión de su Orden. El abate Olivares fue más lejos todavía; en 1788, cuando ya debía estar a las puertas de la muerte, hizo llegar a manos del rey, por medio de su embajador en Roma, el manuscrito de la primera parte de su Historia civil, acompañando este obsequio con una solicitud en que expresaba que la segunda parte de su obra, interceptada por el virrey del Perú, se encontraba, según sus informes, en poder de don José Perfecto Salas. Olivares terminaba en memorial declarando que estaba dispuesto a dedicar lo que le quedaba de vida y de vista a acabar la segunda parte que estaba muy adelantada, y a retocar todo lo que tenía escrito. Tales eran sus deseos; pero como deseos de un hombre que contaba en esa época más de ciento tres años, no se vieron realizados. El ministro Porlier dio orden terminante al presidente de Chile para que hiciera buscar los manuscritos de Olivares y los remitiese a España con toda puntualidad. El presidente don Ambrosio O'Higgins los halló, en efecto, en este país, los hizo ordenar y completar por don José Pérez García, autor, como se sabe, de una extensa historia de Chile, y los remitió a la Metrópoli en agosto de 1790450. Es muy probable que Olivares hubiese muerto ya cuando esos papeles llegaron a Madrid. En ninguna parte hemos podido hallar una indicación cualquiera que nos señale la época de su fallecimiento.

»De las dos obras que escribió el padre Olivares, fue la segunda, la Historia militar, civil y sagrada del reino de Chile, la que más recomendaciones mereció de sus contemporáneos. Era una crónica que comprendía todos los sucesos ocurridos en este país   —412→   desde los primeros años de la conquista hasta el año de 1766. De ella sólo conocemos la primera parte, que fue la que el autor mandó de Italia a Carlos III en 1788. Una copia de ella poseía en Sevilla el señor don José María de Álava y Urbina, distinguido bibliógrafo español que en 1852 se dignó obsequiarla al Gobierno chileno; y ella ha servido para salvar del olvido esa obra del historiador chileno451. La segunda parte que, según presumo, debía comenzar con los sucesos de 1655, y que fue remitida a España en 1790 por el presidente de Chile don Ambrosio O'Higgins, parece definitivamente perdida452. Creo que la última sección de esta segunda parte constaba sólo de apuntes más o menos inconexos: y se sabe de positivo que un fragmento considerable, compuesto de cuatro capítulos, se extravió en Chile antes de ser remitido a la Metrópoli453.

»De todos modos, la parte que ha llegado hasta nosotros de la obra del padre Olivares basta para suministrarnos un juicio cabal de su mérito y para comprender que los elogios que le prodigaron Molina y Vidaurre son sumamente exagerados. Olivares escribía su historia civil sin conocer los documentos guardados en los archivos, o teniendo a la vista sólo uno que otro que había caído en sus manos. Conocía las obras de Antonio de Herrera, del padre Ovalle, de Ercilla, de Jofré del Águila, de Tesillo y de Bascuñán, los viajes de Fresier y de don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, la crónica latina de los jesuitas del Paraguay del padre Techo, los dos últimos libros de la historia del padre Rosales, una descripción del obispado de Santiago, por don José Fernández de   —413→   Campino y la historia manuscrita de Córdoba y Figueroa, que le ha servido de guía principal, de ordinario única, y a la cual extracta casi fielmente en muchas ocasiones. Cuando se conocen todos estos libros se comprende que con ellos no sólo no se podía hacer una historia perfecta, como decía Molina de la que escribió el padre Olivares, pero ni siquiera un libro medianamente exento de graves errores y de notables vacíos.

»Pero, al mismo tiempo es justo decir que la Historia civil de Olivares tiene un mérito propio en las descripciones de los lugares que él mismo había visto, en las noticias referentes a las costumbres de los indígenas que había observado personalmente, y en los datos curiosos que recogió sobre la historia de las órdenes religiosas, muchos de los cuales se buscarían en vano en otros libros. En todos estos puntos, Olivares puede ser considerado historiador original. No se puede tampoco leer su obra sin reconocer en ella cierta independencia de juicio al pronunciar su falto sobre cuestiones en que los jesuitas estaban interesados en presentar los hechos bajo otra luz. Nos bastará citar su opinión sobre el sistema con que el padre Luis de Valdivia pretendió someter a los araucanos por medio de una guerra puramente defensiva y de misiones religiosas, de que tanto se ha hablado como del más alto timbre de la Compañía de Jesús en Chile. 'De este modo, dice, terminó la guerra defensiva después de tres años de duración, en que, hablando con ingenuidad, no se había experimentado provecho, porque se habían causado gastos de siete millones en pagamentos de soldados que no hacían cosa, y en construcciones de fuertes y atalayas que eran muy corta defensa de vidas y haciendas'454.

»La otra obra del padre Olivares, la historia de los jesuitas de Chile, aunque no ha merecido los elogios de la historia civil, es inmensamente superior como conjunto de noticias y más aún como cuadro de las costumbres, de las ideas y de las preocupaciones de la edad colonia. Comenzaremos por advertir que escrita   —414→   en 1736, cuando el autor no había hecho un prolijo estudio de la historia de Chile, adolece de muchos y a veces graves errores en lo que concierne a los sucesos políticos. Más aún, que no habiendo podido conocer más que los documentos que los colegios y casas de jesuitas guardaban en sus archivos, ha desconocido muchos hechos que los provinciales de la Compañía consignaban en sus cartas anuas, o relaciones periódicas en que referían a sus superiores, de Roma o de España los progresos de la orden y los trabajos de sus operarios, los hechos políticos relacionados con ellos, y en fin, todo aquello que podía interesar a los jefes de una institución que querían estar al corriente de todo lo que sucedía en aquel lugar de la tierra donde hubiera algunos jesuitas. Parece que en Chile no se conservaban las copias de todos los documentos de esta clase, y aún que algunos superiores de este país no habían cumplido fielmente con las prescripciones de su instituto. Olivares no tuvo a la vista algunas de esas relaciones, y de ahí nace sin duda la omisión de muchos hechos importantes y la confusión de otros.

»Decimos esto porque hemos cotejado escrupulosamente su relación con la que nos ha legado el padre Pedro Lozano en su Historia de la Provincia del Paraguay de la Compañía de Jesús. Los jesuitas habían reunido un copioso archivo en el colegio de Santa Catalina, en las cercanías de Córdoba, con los documentos recogidos en el Perú y aún en España, y con un gran número de narraciones históricas impresas e inéditas. Poseían, entre otras, una extensa historia manuscrita, formada por dos tomos en folio, que compuso en 1640 y 1650, el padre provincia Juan Pastor, testigo de muchos de los hechos que narra. Lozano, en su carácter de cronista de la Compañía, pudo disponer de esos documentos, y se halló así en mejor situación que Olivares para escribir la historia de los jesuitas de esta parte de la América, que sin embargo no llevó más que hasta el año de 1614, es decir, mientras las provincias jesuíticas de Córdoba y de Chile formaban una sola. De este modo ha podido reunir un cúmulo inmenso de noticias, y dar a su historia una extensión tal que si la hubiera continuado hasta   —415→   la época en que la escribió, habría necesitado componer diez o doce volúmenes en folio en vez de los dos únicos que publicó. Olivares, que carecía de esos elementos, ha tenido que pasar más de ligero sobre muchos hechos, y ha confundido otros, de tal manera que su historia necesitaba algunas notas explicativas o complementarias que hemos tenido que poner al pie de muchas de sus páginas.

»Sin embargo, el padre Olivares ha sabido sacar provecho de los documentos que tenía a la vista; pero recogiéndolos aisladamente en el archivo de cada casa, ha dividido su asunto en secciones o capítulos que corresponden a cada una de las casas o colegios que tuvieron los jesuitas de este país. Esos capítulos, independientes entre sí, habrían podido colocarse en cualquier orden sin que la historia ganara o perdiera, y sin conseguirse dar al conjunto la unidad de que carece, y que sólo habría podido conseguirse rehaciendo por completo toda la obra para exponer los hechos en un orden en que se desenvolvieran ordenada y cronológicamente.

»Este plan, o más bien esta falta de plan, puede hacer embarazoso el estudio de la historia del padre Olivares, porque obliga al lector a volver en cada capítulo sobre hechos y sobre tiempos que creía haber dejado atrae. Pero el que quiera examinarla con paciencia encontrará en ella un conjunto de noticias utilísimas no sólo para conocer la historia de los jesuitas en Chile, sino para completar el conocimiento de la historia política y civil. Desde luego debemos declarar que su libro es una crónica casi completa de cuanto hicieron los jesuitas en Chile, de las casas que fundaron, de las misiones que dieron, de los trabajos en que ejercitaron su notable actividad hasta el año de 1736. El padre Olivares, por otra parte, más ingenuo y sincero que otros historiadores de su orden, ha cuidado de suministrarnos noticias que no se hallan de ordinario en los escritos de los jesuitas, o que son en ellos mucho menos completas y mucho menos claras que las que él nos da. Citaremos algunos hechos en apoyo de nuestro aserto.

»La historia de la fortuna inmensa que los jesuitas acumularon   —416→   en nuestro país, está bosquejada con bastante luz en la obra de Olivares. Señala éste casi todas las donaciones que se hacían a la Compañía, en tierras, en casas, en dinero, en ganado y en esclavos; porque el padre Olivares revela que a pesar de que los jesuitas se proclamaban adversarios del sistema de encomiendas, que reducía a los indígenas al servicio personal, ellos tuvieron siempre yanaconas o indios de servicio, como también tuvieron esclavos negros para el cultivo de sus tierras, o para las faenas industriales o para los menesteres domésticos. Conviene advertir que Olivares da estas noticias con todo candor sin creer que su libro pueda dar origen a las acusaciones de codicia que entonces comenzaban a hacerse a los jesuitas, y que más tarde se han fulminado con grande energía. Siempre que recuerda alguna de las donaciones que recibía la Compañía, tiene cuidado de advertir que Dios había tocado el corazón del donante, el cual iba a encontrar en el cielo el premio de su desprendimiento.

»Se sabe cuanto se ha escrito en loor de las misiones de jesuitas entre los indios bárbaros de Chile. Se ha dicho que convertían al cristianismo y reducían a la civilización a los salvajes más feroces; y que si los gobernadores hubiesen coadyuvado a la ejecución del plan del padre Luis de Valdivia, si no lo hubiesen embarazado y si no le hubiesen puesto término, los jesuitas habrían asegurado la conquista y la pacificación de todo el territorio. El padre Olivares, aunque admirador entusiasta de los misioneros jesuitas, entre los cuales había servido él mismo, aunque los defiende ardorosamente en cada una de sus páginas, da mucho menos importancia a sus servicios. Ya hemos visto que en su historia civil declara que el plan del padre Valdivia no surtió el efecto deseado; en su crónica de los jesuitas se manifiesta inclinado en contra de ese plan, y en favor del sistema de los militares, que consistía en acometer y castigar a los indios cada vez que ejecutaran alguna agresión.

»Acerca de las conversiones de indígenas practicadas por los misioneros, el padre Olivares es más explícito todavía. Según él, el fruto de las misiones se reducía al bautismo de uno que otro   —417→   adulto que se convertía a la hora de la muerte, y de los párvulos a quienes dejaban bautizar sus padres, y los cuales se iban al cielo si tenían la dicha de morir antes de la pubertad, esto es, antes de haber adquirido los hábitos y vicios de sus padres455. Olivares, además, tiene cuidado de advertir que cuando los indios eran pobres y no podían alimentar muchas mujeres, o cuando vivían en una región en que no podían trabajar bebidas ni embriagarse, esos salvajes eran mucho más tranquilos y dóciles, y se hacían cristianos fácilmente456, lo que no sucedía en otras provincia a pesar del celo que, según el historiador, ponían en ello los jesuitas. Por último, Olivares declara francamente, que si en Chiloé se lograron 'los apreciables trabajos de los misioneros', fue debido a que los indios no podían mantener por su pobreza más que una mujer, a que carecían de chicha y de vino, a que eran por naturaleza dóciles y humildes, y principalmente por estar sujetos a los soldados españoles cuando llegaron allí los padres jesuitas a predicarles la religión457. No se pueden reducir a más modestas proporciones los triunfos alcanzados por los misioneros en la conversión de los indígenas de Chile.

»No es menos ingenuo el padre Olivares al dar a conocer los frutos que se sacaban del seminario para indígenas mandado fundar por el virrey en la ciudad de Chillán, y establecido allí en 1700 bajo la dirección de los padres de la Compañía. Los indios que se quedaban toda su vida entre los españoles, vivían en paz como cristianos y como hombres civilizados; pero los que volvían a sus tierras, lejos de propender a la conversión y a la civilización de sus parientes, tomaron todos los vicios de estos y volvieron a la vida salvaje como si nunca hubieran recibido las lecciones de los padres jesuitas458.

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»Pero si estas ingenuas declaraciones alejan al padre Olivares del espíritu general de los escritores de su orden, en todas sus páginas se muestra su más firme y decidido defensor, empeñándose en probar la superioridad de los jesuitas sobre los individuos de las otras religiones. Llega a este resultado a veces por medios indirectos, poniendo en boca de los indios pequeños discursos en que se establece esa superioridad459, y en otras ocasiones sosteniendo firmemente y en su propio nombre la ineficacia de las misiones hechas por religiosos extraños a la Compañía460. El espíritu de cuerpo del padre Olivares se trasluce igualmente cuando defiende los intereses de la Compañía, como la necesidad que había de que el rey siguiera abonándole un sínodo para el sostenimiento de las misiones461. Allí mismo el historiador deja ver que aquella institución era ya desde el siglo XVII objeto de muchas acusaciones462.

»Una de las singularidades del libro del padre Olivares, que habrá de sorprender a los que no estén habituados a la lectura de esta clase de obras, es el gran número de milagros portentosos que contiene. Es preciso advertir que en este punto, este historiador no hace excepción entre los escritores de su orden, sino que, por el contrario, sigue la regla general. Olivares cuenta esos milagros del mismo modo que los han contado las cartas anuas de los jesuitas, los historiadores Ovalle, Rosales y Lozano, y hasta el padre Charlevoix, que publicaba sus libros en París en pleno siglo XVIII. Los milagros abundan también en los otros antiguos cronistas de América; pero hay que hacer notar una diferencia entre los que ellos refieren y los que consigna Olivares. La generalidad de los cronistas cuenta largamente los prodigios operados por el cielo en favor de la conquista de estos países, para probar con ello que Dios protegía abiertamente la causa del rey de España. Olivares no refiere esos milagros que podrían llamarse   —419→   como si no creyera en la protección divina en favor del monarca y de los conquistadores. Cuenta sí los milagros operados por los jesuitas y para los jesuitas, a quienes pinta como los hijos predilectos de Dios y los más formidables enemigos del demonio. Entre otros muchos casos que podrían citarse en apoyo de esta aseveración, vamos a recordar uno sólo. En la misión de Buena Esperanza había una india atacada de una rara enfermedad, a la cual describe como poseída por el demonio. El padre jesuita Nicolás Mascardi quiso arrancarle el demonio poniendo en juego las ceremonias de estilo. Entre otras acercó a la india una hostia consagrada: el demonio se mantuvo rebelde sin querer abandonar el cuerpo de que se había apoderado; pero el padre le aplicó entonces una reliquia de San Ignacio, y el enemigo del género humano, vencido por este poderoso talismán, se escapó en forma de perro por un oído de la enferma dejándola deshinchada y tranquila463. En otras partes, Olivares hace intervenir la protección divina en favor de los intereses temporales, las estancias y ganados de la Compañía464.

»Los milagros ocupan una buena parte del grueso volumen que forma la historia de los jesuitas del padre Olivares. Como los milagros no son de nuestro tiempo, algunos de los lectores creerán tal vez que habría convenido suprimirlos, y dejarla sólo reducida a la relación de los hechos que puedan interesar a la posteridad. Sin duda que si hubiéramos hecho esto, el libro que hoy damos a luz habría sido inmensamente más corto y su lectura habría sido tal vez menos fatigosa. Pero no hemos querido hacerlo así, porque creemos que la relación de tantos prodigios tiene una grande importancia histórica. Esos milagros por extraños y absurdos que nos parezcan, fueron una de las bases fundamentales de la enseñanza que se daba a nuestros mayores, cuyas cabezas recogían desde la niñez las supersticiosas patrañas que se les comunicaban, y que mantenían y afianzaban el predominio absoluto de la teocracia. El historiador debe hacerse cargo de estos antecedentes   —420→   para conocer y apreciar las causas que produjeron el estado moral de la sociedad de la colonia.

»Si el padre Olivares merece un puesto distinguido entre los historiadores chilenos, como escritor ocupa un lugar más modesto. Su narración corre a veces fácilmente; pero otras se embaraza y emplea frases interminables, enredadas y confusas. A nuestro juicio, proviene esta diferencia de los materiales que el historiador tenía en sus manos cuando escribía. Si tenía delante una relación o carta en que los hechos estuvieran referidos regularmente, al trascribir esos hechos su estilo se amoldaba a ese modelo, y era regular y hasta animado. Pero cuando esos documentos le faltaban, cuando él quiere discutir alguna cuestión, como sucede en el parágrafo VI del capítulo XVII, parece, abandonado a sus propias fuerzas, y su estilo se hace casi insoportable. El lector que busca en estas páginas la enseñanza histórica y no los primores literarios, disculpará esta imperfección y celebrará que se haya salvado del olvido la Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Chile»465.

Entre los jesuitas que en la medianoche del 26 de agosto de 1767 debieron abandonar la patria chilena en obedecimiento de las órdenes del soberano, especial mención merecen para nuestros propósitos don Juan Ignacio Molina y don Felipe Gómez de Vidaurre; y aunque no debiera corresponderle al primero un lugar en la historia literaria de Chile por cuanto sus obras fueron escritas en idioma extranjero, queremos decir en este lugar dos palabras de su Historia civil, reservando para otra oportunidad la apreciación de sus trabajos científicos.

Publicado su libro en Bolonia el año de 1787 en un estilo tan culto, dice quien podía bien juzgarla466, que es fácil persuadirse que quiso rivalizar en elegancia con los más aventajados autores italianos; fue traducido y dado a la estampa en Madrid por don Nicolás de la Cruz en 1795.

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Desde las primeras páginas se nota que la historia en manos de Molina adquiere nueva forma y nuevos alcances que los usados de ordinario por otros autores chilenos: en posesión de conocimientos nada vulgares de lo que autores extranjeros habían publicado sobre Chile, impregnado de la atmósfera de saber en que respiraba y en contacto diario con gentes ilustradas, estaba en aptitud de proceder con más tino, discreción y criterio que cuantos le habían precedido en la redacción de la historia patria. Espíritu profundamente observador, no limita sus miras a Chile sino que las extiende hasta hacerlas aplicables al origen y progreso de las sociedades, a su gobierno y organización política, y ¡cosa rara! su hábito de sacerdote no es un obstáculo para que juzgue con sano juicio los sucesos milagrosos de la conquista y los díceres más o menos destituidos de fundamento inventados por la credulidad de otros que le precedieron en la narración que llevaba entre manos.

Molina, pues, ante todo discurre escogiendo los buenos testimonios y desechando los que le merecían poco crédito, por más que a veces dé demasiada extensión a algunos sucesos y silencie otros de importancia. En esta parte, sin embargo, es imperdonable la fe que prestó al fabuloso relato de Santistévan y Osorio admitiendo con él la fabulosa existencia de un segundo Caupolicán.

Pero en su descripción del pueblo araucano, que es la parte que está más impregnada del sello de su persona y observaciones, despierta verdadero interés y alcanza a un grado de perfección extraordinario. En su relato, además, trabajado en fuerza de sus recuerdos, ha podido dar completo ensanche a las cualidades brillantes de su pluma y hacerse de esta manera leer con agrado. Tal es a nuestro juicio el secreto de esa brillantez de su estilo que hace de su libro una lectura fácil y amena.

Compañero de profesión, víctima de la misma suerte y con no pocos puntos de contacto en el giro de sus estudios y en el alcance de sus producciones fue don Felipe Gómez de Vidaurre. Natural de Concepción, pertenecía a una familia que había derramado   —422→   muchas veces su sangre en servicio de la causa real. Extrañado más tarde de Chile había partido para Lima y de ahí en 21 de abril de 1768 en dirección a Europa. Como Molina, se estableció también en Bolonia, de donde en 28 de enero de 1789 escribía a don Antonio Porlier, secretario del rey de España, remitiéndole un manuscrito titulado Historia geográfíca, natural y civil del Reino de Chile, al parecer con el fin de que se publicase. Vidaurre jamás hubiese pensado en concluir su obra y en prepararla para ver la luz pública a no mediar las instancias de aquel magnate; pero los propósitos del ex-jesuita no se han cumplido aún, y su libro permenece todavía inédito en Madrid en la Biblioteca de la Academia de la Historia. En Chile no existe más copia que la que posee el señor Barros Arana, incompleta en la parte que trata de la historia natural.

«El reino de Chile, decía Vidaurre, que yo considero como uno de los países más beneficiados de la naturaleza, lo hallo todo él tan desfigurado por los geógrafos, que apenas por la descripción que de él hacen, se puede venir en conocimiento de su situación en el orbe. Su benigno clima no sólo injustamente degradado de aquel punto en que debe colocarse, sino que lo han llegado a poner en la clase de los más nocivos o mortíferos; sus producciones utilísimas u omitidas del todo, o mal explicadas, o equivocadas, o confundidas; sus habitantes Dada bien caracterizados, sus guerras no expuestas con aquella sinceridad y verdad que conviene; finalmente, su estado presente por ninguno expuesto. He aquí lo que me ha hecho pensar en una historia geográfica, natural y civil de este reino.

»Los autores, agrega más adelante, se extienden hablando del reino animal sobre la multiplicación que han hecho en el reino de Chile los animales llevados de Europa, mereciéndoles tan poca atención los propios del país, que han quedado satisfechos de su trabajo con sólo haberlos indicado... Una historia, pues que ponga bajo los ojos del lector el reino no más extendido de lo que él es, que hiciese ver su división natural, que hable de estas sus partes, que explicase su temperamento, su clima,   —423→   aduciendo las causas que lo constituyen tal cual se representa, que no omitiese sus meteoros, que hiciese ver sus aguas, tanto de lluvias como minerales y termales, que describiese sus volcanes, refiriendo sus erupciones, que no pasase en silencio sus terremotos, como las causas que para ello puede haber, habría descrito de modo el reino de Chile que ello sólo desterrara fundadamente los errores de los geógrafos».

Vidaurre continúa aún desarrollando su programa de lo que debiera ser una historia de Chile entendida según los verdaderos preceptos del arte, y concluye con estas palabras: «he aquí la idea de lo que te presento, benigno lector; conozco lo grande del asunto y veo que mis fuerzas no pueden llegar a llenar el proyecto. Con todo, yo lo abrazo por el deseo que tengo de servir al público y de hacer conocer a mi patria en su propio y verdadero aspecto».

Para la realización de sus propósitos contaba el ex-jesuita, además de su buena voluntad, con un tiempo que podía dedicar por entero a sus tareas, libre, como se hallaba, de todo ministerio, con conocimientos de lo que las obras impresas, así de indígenas como de extranjeros que se habían escrito hasta entonces apuntaban sobre su patria, y con la cooperación de cerca de doscientos sujetos que vivían con él en un pueblo relativamente corto y todos más o menos versados en las cosas del país cuya historia iba a tratar.

Ya hemos visto que hasta ahora había sido condición como inseparable de las historias chilenas el que cada autor consignase en ellas hechos personales, como escritas que habían sido por quienes ordinariamente fueron actores de los sucesos que recordaban; pero ya desde Molina, especialmente en Vidaurre, este sello característico desaparece en su totalidad, sólo encontramos en su obra al historiador en la plenitud de sus funciones, examinando imparcialmente los hechos, asentando sólo lo que creía justificado o más probable, sin mezclarse para nada en las contiendas o sucesos relacionados.

Vidaurre ha dividido su obra en once libros, de los cuales el   —424→   segundo, tercero y cuarto (que no nos corresponde noticiar en este lugar) se refieren a la historia natural; el primero a la geografía, y los restantes a los sucesos políticos; debiendo mirar en ellos como una novedad el ensayo de crítica que ha insertado en el prólogo y las noticias sobre historia literaria, social y comercial que se registran más adelante.

Hay en el modo de composición de su libro dos sistemas perfectamente marcados y que le dan diverso mérito según sea aquel de que se valga: cuando habla de hechos que le son familiares, o que conocía bien, deja correr la pluma tranquila y mesurada, sin ningunas pretensiones de estilo, y entonces es a veces animado y natural; pero cuando por lo contrario, se trata de sucesos más o menos remotos que ha debido estudiar para penetrarse de ellos, su esfuerzo se trasluce a cada paso, y en lugar de una sencilla naturalidad se presenta el gastado recurso de imaginarias arengas y de vanas declamaciones. Esos discursos en sí mismos valen poca cosa; no está allí en su elemento; son fríos, sin alma, y los emplea cuando supone a sus personajes en situaciones difíciles.

El libro de Vidaurre, sin estar destituido de mérito, se halla, sin embargo distante de poderse poner en parangón con los dos de que vamos a hablar pronto; escrito desde la distancia, sin los elementos necesarios para la ejecución de un trabajo completo, no debemos ver en él sino la obra bien intencionada de un desterrado que ha querido acordarse de su hogar en la distancia y darlo a conocer a quienes tan ignorantes se mostraban de los hechos realizados en él.