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ArribaAbajoCapítulo XVIII

Historia general



- V -

Don José Pérez García. -Noticias de este personaje. -Papel que desempeñó en Chile. -Sus pretensiones. -Los últimos años de su vida. -Su Historia general del Reino de Chile. -Análisis de este libro. -Algunos defectos. -Lo que contiene de bueno. -Don Vicente Carvallo y Goyeneche. -Noticias de su vida. -Algunas de sus recomendaciones. -Sus rivalidades con don Ambrosio O'Higgins. -Su viaje a España. -Antecedentes de su libro. -Puntos que lo han servido de base. -Apreciación de su obra.

El cetro de la historia, por los años a que vamos llegando, parecía que hubiese estado vinculado en los miembros de la Sociedad de Jesús; pero extinguida la Orden y expulsados sus miembros del territorio chileno, nacieron otros hombres de ideas y tendencias muy distintas que tomaron sobre sus hombros la ruda tarea de redactar metódicamente los embrollados cuanto áridos sucesos de la guerra araucana. Desde 1767 desaparece ya por completo en nuestra patria la alianza de la sotana y de la pluma y en su lugar traban estrecha unión dos profesiones al parecer enteramente opuestas, aunque de antiguo, y como de suyo emparentadas en nuestro suelo, las letras y la milicia.

Correspóndenos en este lugar ocuparlos de sus representantes más eximios, aunque también los postreros, don José Pérez García y don Vicente Carvallo y Goyeneche, que por la altura a que supieron elevarse dejaban concebir lisonjeras esperanzas en el porvenir de las letras chilenas, mientras nacía la era que iba a llamarnos a figurar entre las naciones como pueblo independiente,   —476→   abriéndonos nuevos horizontes y creando otras exigencias en nuestras tendencias literarias como en nuestro modo de ser político y social. Dábase con el grito de 1810 un adiós eterno al pasado, que iba por el momento a ocasionar trastornos y a conmover profundamente nuestra sociedad, y que era natural distrajese la atención e hiciese olvidar las pacíficas tareas literarias para pensar ante todo en la propia existencia. Pero después, en cambio, sin más horizonte que nuestra propia felicidad y el cumplimiento de los nuevos deberes a que eramos llamados, ¡qué savia tan vigorosa, qué aspiración de vida, cuánta fe en lo porvenir!

«Don José Pérez García era originario de España. Nació en 1721 en la pintoresca villa de Colindres, situada a pocas leguas al oriente de Santander, y en el antiguo señorío de Vizcaya. Eran sus padres don Francisco Pérez Pinera y doña Antonia García Manrueza, 'caballeros nobles, hijodalgos, de sangre y naturaleza, de casa infanzona y solariega, pendón y caldera', como dice en ejecutoria de nobleza. Entre sus mayores, contaba esa familia algunos hombres más o menos distinguidos. El tercer abuelo de don José, don Pedro Pérez Quintana, fue caballero de la orden de Calatrava y general de la real armada bajo el reinado de Felipe III».

«No parece que don José Pérez García hiciese estudios literarios. Adquirió los pocos conocimientos que en esa época constituían la preparación intelectual de los que querían dedicarse al comercio, y a la edad de veinte años pasó a América al lado de un hermano mayor, don Santiago, que hizo más tarde una fortuna colosal en el Alto Perú, y que mantenía una casa de comercio en Buenos Aires, que era el puerto por donde importaban las mercaderías europeas, y exportaban los productos americanos los comerciantes de Charcas y Potosí. Don José Pérez García permaneció en aquella ciudad cerca de diez años, ocupado en los trabajos mercantiles. Allí estuvo también alistado en los cuerpos de tropas que guarnecían la ciudad, primero como cadete de dragones, cargo que sirvió más de dos años, y luego como alférez de milicias de la compañía de forasteros, a que perteneció otros cinco.   —477→   Es probable que contando con la protección de su hermano mayor adquiriera en Buenos Aires la base de la fortuna que poco más tarde incrementó considerablemente en Chile.

«¿En qué año pasó Pérez García a este país? No encuentro esta noticia en ninguno de los documentos que acerca de su vida he podido consultar; pero del estudio detenido de su historia infiero que fue en 1752, o a lo más en los primeros meses del año siguiente. Tiene este cronista la buena práctica de citar al pie de sus páginas la fuente de donde ha tomado sus noticias, refiriéndose con frecuencia a las conversaciones con los personajes que intervinieron en los hechos o los presenciaron, y apelando también a sus propios recuerdos para manifestar que escribe como testigo de vista. Desde los sucesos de 1753 comienza a apoyarse en su testimonio personal, poniendo en sus notas las palabras: «lo hemos visto». El primer suceso que certifica de esta manera es el establecimiento del estanco de tabaco en el reino de Chile, y la prohibición de cultivar esta planta en su territorio. En otra parte de su historia dice que vino a Chile por el cabo de Hornos, pero no expresa la fecha de su viaje. «Viniendo en la Guipuzcoa, dice, vi estrellarse en sus peñas sus encrespadas aguas, que con el sol que salió a mostrarnos el riesgo, parecían un cardumen de estrellas que formaban un mar de plata».

«Establecido en Santiago, don José Pérez García vivió ocupado principalmente de sus especulaciones mercantiles. Dotado de una inteligencia clara, de un ingenio alegre y festivo, de una notable probidad, se labró en el comercio y en la sociedad una de esas reputaciones que atraen a los hombres el respeto y la estimación de los que los conocen. A los diez años de hallarse en Chile, el 10 de marzo de 1763, contrajo matrimonio con doña María del Rosario Salas y Ramírez, señora principal de Santiago, e hija de un rico comerciante español, natural también de la villa de Colindres511. Este enlace, que fue causa de que estableciera   —478→   definitivamente su hogar en Chile, lo relacionaba por los vínculos de familia con algunas de las casas más aristocráticas de Santiago512.

»Pérez García llegó a ser todo aquello a que podía aspirar en esa época un honrado y noble vecino de esta ciudad. Fue tesorero y director de algunas cofradías religiosas, cargos a los cuales se daba entonces una importancia que han perdido en nuestro tiempo; capitán de una compañía del batallón de número de las milicias de infantería (por nombramiento del 19 de diciembre de 1768)513; capitán del regimiento de infantería del rey (por nombramiento de 19 de setiembre de 1777); diputado de comercio, o lo que es lo mismo, jefe del tribunal especial en asuntos mercantiles, en dos ocasiones diferentes, en 1781 y en 1793, y por último, miembro del cabildo de Santiago. Sus relaciones y sus amigos se contaban entre los hombres mas altamente colocados en la colonia. En las notas de su libro alude con frecuencia a sus conversaciones con el presidente de Chile don Ambrosio O'Higgins, con el corregidor de Santiago don Luis de Zañartu, y con otras personas distinguidas por su fortuna o por el destino que desempeñaban. Agréguese a esto que Pérez García llegó a formarse en el comercio un capital considerable que aseguraba su independencia y el prestigio de su posición. Cuando creyéndose   —479→   demasiado viejo para atender los negocios comerciales, quiso balancear su fortuna y retirarse a su casa, se encontró dueño de poco más de cincuenta mil pesos, riqueza muy considerable a fines del siglo anterior. Poseía entre otros bienes, una gran casa en el centro de Santiago514, y la extensa y valiosa hacienda de Chena, que llegaba entonces hasta cerca de los suburbios de la capital, comprendiendo algunos miles de cuadras, y que ahora representa un valor de más de un millón de pesos.

»Hallándose resuelto a no salir de este palo de sus afecciones y de su familia, recibió el nombramiento puramente honorífico de alcalde ordinario de su pueblo natal. Pérez García guardó este nombramiento como un título de honor; pero no pensó en volver a España. Más adelante, en 1789, solicitó del rey otra distinción. En un extenso memorial hacía valer sus servicios como oficial de milicias, manifestando que había desempeñado todas las comisiones que se le confiaron, representaba su calidad de caballero hijodalgo, y pedía se le confiriera el título de teniente coronel de ejército a que se creía merecedor. En la vida colonial, los grados de esta clase, no se concedían siempre como un premio de servicios efectivos, sino como un timbre de honor que daba gran prestigio al que lo recibía. Pérez García buscaba en él la satisfacción de un sentimiento de vanidad natural entre sus contemporáneos, así como él y los más encumbrados vecinos de Santiago pedían el título de cadete en los cuerpos de milicias para cada uno de sus hijos, cuando estos acababan de nacer. El nombramiento de capitán o de coronel les daba derecho para vestir casaca militar para asistir a todas las fiestas públicas y para recibir los honores correspondientes a ese rango.

»Pérez García, sin embargo, no obtuvo de la Corte el nombramiento que solicitaba. Recibió sólo el de teniente coronel de milicias, que le autorizó para usar el resto de sus días la casaca   —480→   militar, pero que lo colocaba en un rango inferior a aquel a que había aspirado. Tal vez no pudo nunca darse cuenta de la causa que había impedido que su solicitud tuviera mejor resultado. Nosotros hemos podido descubrirla entre el polvo de los archivos, y vamos a revelarla. El presidente Chile don Ambrosio O'Higgins, enemigo decidido de que los títulos militares fueran sólo un objeto de vanidad y no la recompensa de servicios efectivos, dirigió a la Corte la siguiente nota reservada:

'Excelentísimo señor: encamino a Vuestra Excelencia un memorial de don José Pérez García, capitán del regimiento de infantería de milicias del Rey, de esta capital, en que representa tener contraídos más de 41 años de servicios en varios destinos y otros méritos, solicitando por su edad y dolencias retiro con algunas preeminencias que especifica, a que su coronel le reputa acreedor; y supuesto que en mi informe de 24 de diciembre de 1789, número 156, al Excelentísimo señor don Antonio Valdés le acredité para teniente coronel de milicias, contemplo que será suficiente concederle retiro de este grado, y excusar el de ejército que pide. Nuestro Señor guarde la importante vida de Vuestra Excelencia muchos años. -Santiago de Chile, 24 de octubre de 1791. -Excelentísimo señor Ambrosio O'Higgins Vallenar. -Excelentísimo señor conde de Campo Alanje'.

»Hemos dicho más atrás que don José Pérez García no había hecho en su juventud los estudios que preparan al hombre para el cultivo de las letras. Sin embargo, contra lo que podía esperarse de su educación y de las ocupaciones de toda su vida, poseía un amor apasionado a la lectura, y lo que es más curioso, a la lectura de los libros de historia americana. Afanábase por recoger y estudiar cuanto papel impreso o manuscrito tuviera alguna atingencia con la historia y la geografía de Chile; y mediante muchas diligencias y probablemente no pocos gastos, llegó a formar una copiosa colección de libros y documentos que estudió con toda prolijidad. Examinó además los archivos públicos a que pudo tener acceso y sobre todo el del cabildo de Santiago, que nunca habían sido estudiados con un propósito histórico. Al fin llegó a conocer nuestro pasado como no lo había conocido nadie antes   —481→   de él (?). Su versación en los libros y documentos, y el caudal de noticias que en ellos había recogido, le granjearon a fines del siglo anterior la reputación de un erudito profundo a quien todos consultaban para recoger informaciones referentes a cualquier hecho relacionado con nuestra historia.

»En 1789, el presidente de Chile don Ambrosio O'Higgins recibió orden del rey de España para buscar los manuscritos históricos que había dejado en Chile el ex-jesuita Miguel de Olivares. Como la relación de éste llegaba sólo hasta el año de 1717, O'Higgins creyó conveniente completarla haciéndole añadir una reseña de los sucesos posteriores, y confió este trabajo a don José Pérez García. Esa reseña parece definitivamente perdida, como lo parece igualmente la segunda parte de la historia de Olivares, a la cual debía servir de complemento; pero sí consta que fue remitida a España en agosto de 1790.

»A pesar de estos estudios preparatorios, Pérez García vaciló mucho antes de emprender definitivamente la obra que le ha dado celebridad. Como es fácil comprender, la sociedad colonial no ofrecía mucho estímulo para acometer trabajos de esta naturaleza. El autor podía estar seguro de que su manuscrito quedaría sepultado en la oscuridad, como tantos otros libros y papeles concernientes a nuestra historia. No sólo no existía la imprenta en Chile, sino que era excusado pretender dar a luz fuera del país una obra de esa clase, porque las dificultades que presentaba esta empresa eran casi insubsanables. A pesar de estos graves obstáculos, y teniendo que vencer otro mucho mayor todavía, la edad de ochenta y tres años a que había llegado, don José Pérez García acometió en 1807 la obra de dar cohesión a sus apuntes y recuerdos, y de escribir por fin una historia general del reino de Chile.

»Seis años enteros de un trabajo incesante empleó en el desempeño de esta tarea, superior sin duda a la preparación literaria del autor, y más superior todavía a las fuerzas de un anciano octogenario. En esos seis años escribió de su puño y letra setenta y cuatro gruesos cuadernos de papel de hilo, que dividió en dos   —482→   cuerpos, cada uno de los cuales fue cosido y empastado en un enorme volumen de cerca de mil páginas. Por fin, el 21 de junio de 1810 pudo anotar en el último pliego de su manuscrito las líneas siguientes: 'Hasta el día 19 de este mes (marzo del año de 1808) me he propuesto llegar con mi historia general del reino de Chile, dejando al pulso de mejor pluma referir que por renuncia del señor don Carlos IV subió al trono el señor don Fernando VII, coronado en Madrid este dicho día, mes y año, para ser el monarca español más desgraciado. Santiago de Chile, día del Santísimo Corpus Cristi, 21 de junio de 1810. -José Pérez García'. En esos días frisaba en los noventa años.

»En esa edad avanzada, en que la mayor parte de los hombres que la alcanzan han perdido el uso de sus facultades intelectuales, Pérez García había conservado la energía moral y física para resistir durante seis años a un trabajo abrumador, y para terminar al fin una obra que, dadas las circunstancias del autor y el tiempo en que escribió, puede llamarse monumental. Su vida iba a estar sometida a otra prueba no menos penosa, a que resistió algunos años más, pero que al fin le costó la vida.

»El mismo año en que terminó su historia se inició la revolución chilena contra la dominación secular de la metrópoli. El movimiento de 1910, pacífico en apariencia, debía ser el origen de turbulentas convulsiones, cuya proximidad no podía ocultarse a la penetración de un hombre inteligente, como lo era Pérez García. Los hijos de éste se enrolaron desde el primer día en las filas revolucionarias; y el mayor de ellos, el doctor don Francisco Antonio Pérez, comenzó desde luego a figurar entre los patriotas más ardorosos y exaltados. Don José, español de nacimiento, empapado en las ideas de obediencia ilimitada y absoluta al rey, viviendo del recuerdo de la grandeza y del poder de España, creyó que la revolución era no sólo un desacato a la autoridad real sino un acto de locura, puesto que América no podría resistir a los ejércitos de la metrópoli tan luego como ésta se viera libre de la invasión francesa, que según sus cálculos, no podría durar lago tiempo. Procediendo, sin embargo, con una prudencia que   —483→   casi no debía esperarse de sus convicciones, no hizo ningún esfuerzo para influir sobre sus hijos a fin de que abandonaran la causa que habían abrazado. Puede decirse que aunque realista de corazón, Pérez García se mantuvo neutral en la lucha que se iniciaba.

»Vivió, en efecto, lejos del movimiento político, sin querer apoyarlo con el prestigio de su nombre, pero también sin pretender combatirlo por ningún medio. Pero cuando vio que la revolución tendía a propagar la instrucción entre los habitantes de Chile, a mejorar su condición, generalizando entre el pueblo los conocimientos útiles, y a preparar reformas basadas en el resultado que arrojaban los pocos estudios estadísticos que entonces existían, el ilustrado historiador se apresuró a suministrar el concurso de sus luces. Por decreto de 29 de enero de 1812 el gobierno revolucionario invitó a todos los chilenos a concurrir con sus estudios y su experiencia a esta obra civilizadora, proponiendo medidas útiles a la prosperidad pública. La Aurora de Chile, que iba a publicarse en pocos días más, debía ser el órgano de propagación de esas ideas. Don José Pérez García olvidó entonces sus reservas, y suministró sus conocimientos para la discusión de las más altas cuestiones. El padre Camilo Henríquez, redactor en jefe de ese periódico, pudo así escribir en el número 3.º un importante artículo que lleva este título: Observaciones sobre la población del reino de Chile, en que ha agrupado un gran número de curiosísimos datos históricos y estadísticos. Al terminar ese artículo, el ilustre publicista tiene el cuidado de añadir estas palabras: 'Todo esto consta por la historia manuscrita de don José Pérez García, que es el único que hasta ahora ha tenido la bondad de comunicarnos sus papeles con celo filantrópico'.

»Pero la revolución que debía hacer tantas víctimas en los campos de batalla, iba a arrastrar también al anciano historiador. El papel que en ella habían desempeñado sus hijos no debía pasar desapercibido ni quedar sin castigo bajo la conquista española de 1814. Don Francisco Antonio Pérez, el más comprometido de ellos, se sustrajo por algunos días a las persecuciones   —484→   ocultándose en Colina, en la hacienda de sus primos, los Larraines y Salas. Sorprendido al fin, fue llevado precipitadamente a Valparaíso, sin permitírsele ver a sus parientes. Allí fue embarcado en un buque que zarpaba del puerto. Se le enviaba al presidio de Juan Fernández; pero sus deudos y amigos que quedaban en Chile, ignoraron por algún tiempo el lugar de su confinación.

»Indecibles fueron las amarguras por que pasó el venerable historiador de Chile. Persuadido de que no volvería a ver a su hijo idolatrado, creyendo que se le había llevado a algún lugar desierto donde perecería de hambre y de miseria, pasaba el día llorando lágrimas de profundo dolor, o implorando a Dios en sus fervorosas oraciones por el alma del que creía ya difunto. Sin embargo, nada hacía presentir su próximo fin. Pérez García a pesar de sus 93 años, se levantaba cada día; y fuera del abatimiento que se había apoderado de su espíritu, llevaba la vida ordinaria de sus mejores tiempos. Una mañana fue acometido por una fatiga repentina, y pocos momentos después expiró, rodeado de los deudos y amigo que las persecuciones políticas no habían arrancado de su lado. Ocurría esto a fines de noviembre de 1814. Su cadáver fue sepultado en la iglesia de San Francisco, con toda la pompa que correspondía al lustre de su familia, y a la inteligente fortuna que había sabido labrarse. Sobre su tumba, sin embargo, no se puso ninguna inscripción, de tal suerte que hoy no se conoce el sitio de su sepultura.

»Don José Pérez García había reunido una copiosa colección de obras impresas y manuscritos concernientes a la historia de Chile, y muchos documentos del más alto interés, que cita a cada paso en las páginas de su libro. De algunos de ellos no tenemos más noticias que las que él mismo nos ha dado en sus notas, como una historia manuscrita de Chile por Antonio García, la obra grande de Jerónimo de Quiroga, de que no conocemos más que en un compendio publicado por Valladares en el tomo XXIII del Semanario erudito, y la segunda parte de la historia civil del padre Olivares. Todos estos libros y documentos han desaparecido.   —485→   La familia de Pérez García no ha conservado más que el manuscrito de la historia que este mismo escribió.

»En esta corta reseña hemos reunido todas las noticias que hemos podido recoger acerca de la vida de don José Pérez García. Ellas servirán en cierto modo para comprender el espíritu de la obra que compuso, y de que vamos a hablar en las líneas siguientes.

»La Historia general, natural, militar, civil y sagrada del reino de Chile por don José Pérez García, es una de las obras más serias que se hayan compuesto sobre Chile, sea que se considere su extensión y el período de tiempo que abarca, sea que se tome en cuenta el estudio prolijo que ha exigido y la ordinaria exactitud de su narración. Hemos dicho al comenzar este estudio que antes que vieran la luz pública los trabajos emprendidos en los últimos treinta años, esa obra era la fuente abundante de informaciones históricas a que tenían que ocurrir todos los que deseaban estudiar nuestro pasado.

«Se abre el libro con una dedicatoria a la Virgen del Socorro, 'descubridora, conquistadora y pobladora del reino de Chile'. 'Tú fuiste su pacificadora y conservadora, le dice, manteniendo desde el principio de la conquista entre los sagrados dedos pulgar e índice la invencible piedrecita, una de las con que venciste (en esta ciudad, el primer año de su fundación) a los indios, y con los que, conservándola, los amenazas a ellos para que no se vuelvan a rebelar, y nos consuelas a nosotros manteniéndote armada para defendernos'; cuyos milagros recuerda apoyándose no sólo en las crónicas que los cuentan, sino en los sermones que cada año se predicaban en el templo de San Francisco en honor de esa preciada efigie. Pasa enseguida a discutir el origen de los americanos, si este continente fue poblado antes del diluvio, si estuvo en él el apóstol Santo Tomás y otras cuestiones análogas dilucidas con el auxilio de algunos cronistas españoles de la escuela histórico-teológica, que tuvieron particular empeño en no omitir absurdo alguno en sus escritos. Todas las primeras páginas de Pérez García no tienen, pues, importancia ni interés alguno.   —486→   No se le pueden reprochar los errores que en ellas ha amontonado, copiándolos de otros libros; pero ellos sirven para formarse idea de los extravíos a que la superstición de la colonia arrastraba aún a los hombres más inteligentes e ilustrados.

»Después de estos primeros capítulos, tan inútiles para la historia, ha colocado Pérez García una prolija reseña geográfica del territorio chileno. Ha reunido con este motivo curiosos datos históricos y estadísticos, y ha agrupado un grande acopio de noticias que, si no bastan para constituir un cuadro completo de la geografía de Chile en 1804, año en que fue escrita esta parte de su obra, puede servir de punto de partida para un buen trabajo de esa clase.

»Más adelante, destina Pérez García muchas páginas a dar a conocer las costumbres de los araucanos, su industria y su lengua, su organización social y civil; y de aquí pasa a tratar de la historia natural de nuestro territorio. En todas estas materias se limita a seguir más o menos constantemente los escritos del abate Molina, de modo que en su libro se encuentra sólo una que otra indicación que no sea generalmente conocida.

»Pero el mérito real del manuscrito de Pérez García reside en la relación histórica, que constituye cerca de las tres cuartas partes de toda la obra. El escritor se había preparado con sólidos estudios de las crónicas anteriores, así inéditas como impresas, y de todos los documentos que llegaron a sus manos; y aunque con olvido completo de las formas literarias, pudo hacer un libro que tiene un valor verdadero y que puede consultarse con provecho aún después de haberse descubierto, tantos documentos y de haberse comenzado a rehacer con la ayuda de estos la historia de la conquista de la colonia. La razón de la superioridad de la historia de Pérez García sobre las que le precedieron, se encuentra en que el autor no ha aceptado siempre como verdad incuestionable lo que hallaba escrito por otros autores; que ha tratado de comprobarlo por sí mismo y mediante la confrontación de esas relaciones con los documentos, y que, por fin, ha rectificado en muchos puntos numerosos errores, y ha consignado, hechos bien   —487→   averiguados que no registraban las otras crónicas. Estas cualidades son más dignas de estimación cuando se considera que la generalidad de los cronistas, exceptuando, es verdad, a los que refirieron los hechos en que figuraron como testigos y como actores (a cuyo número pertenecen Góngora Marmolejo y Marino de Lovera, que Pérez García no conoció), no hacen otra cosa que copiarse más o menos fielmente los unos a los otros, reproduciendo así sin crítica alguna los errores que encontraban escritos. Pérez García tuvo bastante sagacidad para descubrir los vicios de ese sistema, y se apartó de él cuanto se lo permitieron los medios de comprobación que tuvo a su alcance y la limitada luz que podía darle su reducida preparación literaria. Así se le ve que, al paso que refuta terminantemente a los otros cronistas cada vez que los encuentra en contradicción con los documentos, y sobre todo con las actas del cabildo de Santiago, que conocía muy bien, les da fácilmente crédito en todo aquello que no podía refutarles. Lo lógico y natural habría sido mirar con desconfianza y no aceptar sin reservas las narraciones en que se habían podido encontrar repetidos errores.

»Importa también decir aquí que el espíritu crítico, si bien ha permitido a Pérez García explicar muchos hechos y corregir muchos errores, lo ha inducido algunas veces a varias equivocaciones. Así y por ejemplo, queriendo rectificar la cronología histórica de los últimos años del gobierno de don García Hurtado de Mendoza, ha hecho cierta confusión de sucesos, que sin embargo fascinó al autor de esa misma parte de la historia civil que lleva el nombre de don Claudio Gay, el cual ha exagerado considerablemente los errores de Pérez García. A pesar de éste y de otros descuidos de menor importancia, puede decirse que, por regla general, sus rectificaciones son útiles y bien estudiadas. Aún podría añadirse que en el caso referido, el error de Pérez García proviene de haber dado autoridad histórica a la continuación de la Araucana escrita por don Diego Santistevan y Osorio, siguiendo en esto el ejemplo del abate don Juan Ignacio Molina.

»Otro defecto de la obra de Pérez García proviene de la desigual   —488→   extensión con que ha tratado las diversas materias de la historia. Prolijo y minucioso en la relación de los hechos concernientes a la historia de la conquista, pasa más de carrera en los sucesos posteriores, como si fatigado del trabajo que había emprendido, quisiera salir de él rápidamente. Este defecto se explica mas fácilmente cuando se considera que el historiador comenzó a ejecutar la redacción definitiva de su obra a la avanzada edad de 83 años. Por lo demás, anuque su historia da preferencia particular a los sucesos puramente militares, nunca olvida de consignar los hechos que tienen relación con la historia civil y administrativa y aún con las cuestiones meramente sociales y económicas. Bajo este último punto de vista, su libro consigna noticias que en vano se buscarían en los otros cronistas.

»Pero, preciso es reconocerlo, Pérez García investiga regularmente los hechos, los expone en orden, aunque no puede darles su verdadero colorido, ni presentarlos con la luz necesaria para apreciarlos debidamente. Su obra, más que una historia en que se destacan las figuras de los personajes que en ella intervienen y el aspecto de los tiempos que recorre, es un conjunto metódico de indicaciones y de hechos fatigosos para la lectura, pero que el historiador puede aprovechar porque le facilita una parte del trabajo de investigación.

»Pérez García no es tampoco un escritor. Bajo este aspecto queda muy atrás de casi todos los antiguos cronistas de Chile. La edad avanzada en que escribió, la deficiencia de su preparación literaria anterior, son causa de que su estilo adolezca de las más graves faltas, o más propiamente de que carezca casi absolutamente de estilo. Su frase es incorrecta, cortada, muchas veces incompleta, y en ocasiones se presta a un sentido que sin duda no es el que el autor quiso darle. Aún su ortografía adolece de todo género de faltas, no sólo en la escritura de las palabras sino en la puntuación. El autor distribuye de ordinario los puntos y las comas sin razón ni medida, de manera que es menester hacer abstracción de ellos para hallar el sentido de la cláusula. Este defecto, muy común aún en los escritos de algunos autores estimables de   —489→   los siglos pasados, choca menos que al vulgo de los lectores a los que tienen alguna práctica en el estudio de los papeles viejos.

»El libro de Pérez García no podría ser publicado sin hacer antes una prolija revisión para evitar estos defectos que podríamos llamar ortográficos. Pero aún sin entrar en hacer correcciones de estilo y de lenguaje, la impresión de la obra que damos a conocer, sería de suma utilidad para popularizar un monumento histórico, defectuoso sin duda, sobre todo bajo el punto de vista literario, pero de un valor real y sólido para el estudio de nuestro pasado»515.

Parecida a la obra de Pérez García por el mismo espíritu, de investigación que la dictara, aunque muy superior en sus cualidades de estilo es la Descripción histórico geográfica del reino de Chile, escrita por don Vicente Carvallo y Goyeneche.

Siendo comandante general de la frontera don Ambrosio O'Higgins de Vallenar, dispuso el gobierno superior de Chile que formase una descripción individual de todo el territorio ocupado por los indios «con distinción de cada nación, sus circunstancias territoriales, genios y propensiones, método de vida, modo de manejarse en tiempo de paz y de guerra, armas y su manejo, ardides y operaciones de ellas»; pero O'Higgins aunque aceptó el encargo y convenciose a poco de que era tarea más difícil de lo que pensara en un principio, y desde entonces buscó quien lo reemplazase. Pensó luego en Carvallo y se lo significó sin rodeos, rogándole que le permitiese sustituir en él aquel encargo. Don Vicente le respondió que la carrera militar que profesaba exigía todos sus desvelos, y que no podía dejar de reconocer la distancia que separaba las letras de las armas. Manifestase resentido el jefe, le hablé de la estimación y aprecio que siempre le había merecido, concluyendo por instarle para que lo desempeñase en aquel trance. «No tuve constancia para negarme, dice Carvallo. Me pareció grosera terquedad no condescender a su reiterada solicitud. Me ofrecí a complacerlo y sacarlo del enfadoso cuidado en que lo había puesto la   —490→   superioridad. Para decirlo de una vez, en obsequio suyo me sacrifiqué a la critica y me constituí en objeto de sus desapiadados tiros».

Las circunstancias posteriores, sin embargo, hicieron que aquellos dos hombres que entonces se manifestaban mutua estimación, al andar de tiempo vinieran a odiarse cordialmente.

Con fecha 2 de junio de 1778 el presidente don Agustín de Jáuregui remitía al ministro don José de Gálvez un informe de O'Higgins adjunto a una memoria de Carvallo, para que en atención a los méritos que tenía contraídos en el real servicio desde el 22 de junio de 1750 en que había entrado a servir de cadete de una de las compañías de la plaza de Valdivia, «y en atención a su gran capacidad y talento con que sabe desempeñar cualquiera comisión del real servicio», se le concediese algún gobierno o corregimiento en las provincias del Perú, por ser contrario a su salud el clima de Valdivia y faltarle ya arbitrio y facultades para medicinarse.

Pidió el ministro nuevo informe sobre el particular al gobierno de Chile, y don Ambrosio de Benavides que entonces lo regía, declaró que aunque don Vicente le merecía la opinión de ser un militar entendido, no lo consideraba a propósito para desempeñar un destino como el que había solicitado, sobre todo en la época de novedades por que atravesaba el virreinato. Mas, lo cierto del caso era, que aunque Benavides afirmaba haber tratado personalmente al suplicante, ya en esa época O'Higgins era el árbitro supremo de los negocios de la frontera.

Pero el mérito de aquel oficial debía abrirse paso al través de las reticencias de los superiores, y esta oportunidad no tardó en presentarse. Casualmente poco antes del informe pasado por el presidente de Chile, varios barcos de la armada española habían arribado al puerto de Talcahuano con sus mástiles descabalados. Era urgente reemplazarlos, ya que de un momento a otro podían presentarse las naves de la Inglaterra, en guerra entonces con la madre patria. Descubriose que allá en los terrenos de los pehuenches crecían hermosos pinos adecuados al objeto, y desde entonces   —491→   sólo se trató de que los indios, por maña o por fuerza, autorizasen la corta. Las miradas de los superiores se fijaron desde luego en Carvallo, y éste con no poco tino y no menos diligencia, trajo en breve a la costa los deseados maderos. Tan complacidos quedaron los jefes de la escuadra que sin tardanza solicitaron del soberano que se diese el ascenso de teniente coronel al capitán Carvallo; mas, la Corte por la rutina del mezquino proceder que usaba en tales negocios, pidió nuevamente que Benavides informase el tenor de lo pedido por los marinos de Talcahuano. Este funcionario reconociendo la habilidad con que había procedido Carvallo en el negocio, se disculpó ya directamente con O'Higgins y comunicó al soberano que este jefe tachaba al capitán Carvallo de «insubordinado y caviloso», y además, que últimamente había sido necesario tenerlo algún tiempo en arresto, amén de algunas reprensiones que se le dieron, por cuanto se había avisado de provocar y desafiar a don José María Prieto, a cuyas órdenes inmediatas servía en la plaza de los Ángeles, y que últimamente estaba entendiendo con medidas prudentes en tratar de su corrección antes de enviarlo al presidio de Valdivia, como lo pedía el comandante O'Higgins. Cuando más, agregaba Benavides, podría concedérsele la efectividad de su grado de capitán.

Claro parece que Carvallo no debía ignorar las prevenciones de que era objeto de porte de las autoridades superiores y mucho menos que quien las azuzaba en su contra era el bueno de don Ambrosio O'Higgins.

No debió, pues, sentirse muy satisfecho cuando aquel irlandés, que tan decidido servidor del rey de España se mostraba, fue elevado a la presidencia del reino. Carvallo, con todo, sirviole de escolta con su compañía de dragones cuando se fue de las fronteras a hacerse cargo del gobierno (1786)516.

Algún mejor pie parece, sin embargo, que hubiesen cobrado   —492→   las relaciones de ambos por ese tiempo, ya que en contestación a una carta de Carvallo, le significaba don Ambrosio, por los fines de 1788, la complacencia con que había visto el ascenso a capitán efectivo que el monarca le concediera en mérito de las circunstancias que hemos recordado; pero mal que mal, O'Higgins se negaba con ideados pretextos a concederle la traslación a la costa y plaza de Arauco que solicitaba, y en cuanto a la colocación que buscaba para su hijo Camilo en alguna vacante de cordones, se limitaba simplemente a expresarle que pensaría en ello una vez que le dejasen alguna libertad otros pretendientes también meritorios.

Pocos meses después ofrécense dos nuevas solicitudes de Carvallo al presidente, que al principio le fueron derechamente negadas. Pretendía por la primera que se le permitiese pasar a la capital a fin de efectuar la confrontación de una historia del reino, que estaba escribiendo, con los archivos del cabildo, y por la segunda, que hallándose en el intento de entrarse de fraile en un convento, se le dejase disponible su sueldo para atender a sus propias necesidades y a las de su familia. O'Higgins, siempre con buenas razones, ofreció enviarle los datos que necesitaba, terminando la carta que en contestación le dirigió, datada en Santiago en 14 de junio de 1789, con estas palabras: «es fuerza que vuestra merced sacrifique sus laudables designios y que procure conservarse en la carrera que le da para alimentar a su familia. Yo deseo tener ocasión en que sin perjuicio de mi responsabilidad pueda contribuir a sus aumentos, y ruego a Dios guarde muchos años la vida de vuestra merced».

«¿Cuál fue el motivo que le determiné a querer mudar la casaca del soldado por la sotana del sacerdote? Se pregunta don Miguel Luis Amunátegui.

»No lo sé.

»Quizás fue el dolor que pudo causarle la pérdida de su mujer.

»Quizás el desaliento de sus aspiraciones burladas».

Pero Carvallo no era hombre que se desanimase fácilmente, y después de su primera repulsa entabló nuevas gestiones, consiguiendo   —493→   al fin y al cabo que O'Higgins le permitiese pasar a Santiago con el fin que deseaba, aunque no tuvo igual suerte en su segunda pretensión, pues el presidente se negó con firmeza a darle el sueldo que pedía en caso de cambiar de profesión.

Parece evidente que a poco don Vicente desistiese de este pensamiento, porque a fines de 1791 O'Higgins remitía al ministro Gálvez un oficio acompañado de un memorial de Carvallo en que solicitaba el ascenso a teniente coronel.

»O'Higgins advierte en este oficio que el comandante del cuerpo de dragones no abona la conducta de Carvallo, y juzga no ser de justicia su instancia, pero que ha dado curso a la petición «por excusar quejas de este oficial, que recela, en conocimiento de su carácter.

»El presidente agrega que apoya el juicio expresado por el comandante de dragones.

»Algunos meses antes de esta gestión, Carvallo había recabado directamente del gobierno de la metrópoli el permiso de pasar a España para dar a luz una historia de Chile que decía haber compuesto.

»Los dos oficios que siguen de don Ambrosio O'Higgins van a hacer saber las peripecias que el asunto originó.

»Excelentísimo señor: Previniéndome Vuestra Excelencia de real orden, en la de 22 de julio último, haber concedido Su Majestad permiso para ir a España por dos años a don Vicente Carvallo, capitán del cuerpo de dragones de esta frontera, con condición de que no haya inconveniente en que lo use, a fin de publicar una historia de este reino que tiene compuesta debo expresar a Vuestra Excelencia que comprendiendo justamente a este oficial la rebaja de medio sueldo durante el término de su ausencia, conforme al real decreto de 17 de febrero de 1787, y careciendo de otros bienes, no le queda con que cubrir entre muchas deudas, una del ramo de temporalidades de Lima, a cuyo favor, por privilegiada, se le está reteniendo la tercera parto, y menos podría, dejar las debidas asistencias a sus hijos. Tres de ellos, mujeres sin estado, y un varón, todos menores y huérfanos de madre, para que no   —494→   queden por necesidad y desamparo expuestos a perecer y a otras consecuencias, debiendo en este caso tener rigorosa observancia la ley municipal recomendada en real orden de 8 de abril de 1783, para que los que obtengan semejantes licencias afiancen y hagan constar que dejan asegurada la subsistencia de sus familias.

»No sé el adelantamiento en que tendrá Carvallo la obra expresada, aunque me parece que, cualquiera que sea, por su materia vulgar, escrita antes por otros escritores con acierto, y actualmente por los abates Molina y Olivares, ex-jesuitas residentes en Italia, a quienes he remitido algunos papeles convenientes al intento, por mano, del excelentísimo señor Marqués de Baja Mar, en cumplimiento de órdenes del rey, no podrá aquél prometerse aplauso, ni utilidad, de que la suya se imprima. No obstante haré que me presente sus cuadernos para reconocerlos por mí mismo, y por sujetos inteligentes, de que a su tiempo avisaré a Vuestra Excelencia; y entretanto, me parece que por tan corto motivo, no debe estar interesado en abandonar aquellas otras preferentes obligaciones. La superior justificación de Vuestra Excelencia, hecho cargo de todo, verá si ha de consultar a Su Majestad sobre la continuación de esta licencia, que yo tendré en suspenso, ínterin se sirve comunicarme la última resolución del particular, que tuviera por conveniente.

»Nuestro Señor guarde la importante vida de Vuestra Excelencia muchos años. -Santiago de Chile, 11 de diciembre de 1791. -Ambrosio O'Higgins Vallenar. -Excelentísimo señor Conde del Campo de Alanje».

«Excelentísimo señor: Don Vicente Carvallo, natural del presidio de Valdivia, capitán de la sexta compañía del cuerpo de dragones de la frontera, solicitó ahora tres años licencia de seis meses para bajar a esta capital a fin de en ella corregir, enriquecer y poner en estado de imprimir una historia general de este reino que decía haber escrito. Persuadido de que esto era un pretexto para sustraerse de las obligaciones del servicio, le hice repetidas dificultades sobre la concesión, hasta que reproduciendo instancias sobre ella con el mayor calor, hube de acceder a que viniese   —495→   para ver por mí mismo si sus relaciones podrían ser en lo venidero útiles a algún sabio, o si, como sospechaba, él no hace más que renovar la memoria ingrata de matanzas de indios desnudos, cuya ignorancia no hace falta alguna a las glorias de la nación, demasiado pulsada ya sobre esto en las modernas relaciones de Robertson y Raynal, para ofrecer al público nuevos testigos domésticos de horrores exagerados mal a propósito por nuestros historiadores con el buen fin de acreditar nuestro valor o nuestra dicha.

»En virtud de aquel permiso, se trasladó Carvallo a esta capital a mediados del año pasado de 1790, y a su arribo de todas las órdenes precisas para que se le franqueasen los archivos adonde ocurriese. Empleado muy poco tiempo en esto, el concurso de esta capital le distrajo en juegos, visitas, conversaciones y demás inútiles pasatiempos; y no cuidó ni aún de salvar las apariencias de su destino. Instruido su comandante de este proceder, me representé en 30 de marzo del año pasado que la tal historia de Carvallo era una idea odiosa y un efugio que había tomado para vivir separado del servicio de la frontera con perjuicio de los demás oficiales que sentían la fatiga que se les recargaba con motivo de su ausencia. Sin embargo, disimulé por todo el curso de dicho año, sin encubrir estas reconvenciones del comandante por si su noticia estimulaba al interesado a aprovechar mejor el tiempo.

»No surtió efecto alguno esta idea. Por el contrario, su distracción y abandono se aumentaron hasta un punto que pensaba ya por diciembre último hacerle restituir a su cuerpo, cuando sobrevino una real orden de 22 de julio del año pasado, comunicada por Vuestra Excelencia, que permitía a este oficial pasar a España, si yo lo encontraba conveniente. Yo le franqueé por una parte el permiso con la calidad de que, conforme a las leyes de estos reinos y reales órdenes posteriores, me hiciese constar dejase asegurada la subsistencia de sus hijos durante el tiempo de su ausencia y para que la cercanía de estos objetos, y la distancia de los que aquí le detenían, le obligasen a disponer y proveer más sólidamente sobre su bien, dispuse en mediados del mes pasado que   —496→   marchase a la plaza de los ángeles, en que tiene su casa y familia, conduciendo a ella un destacamento que se hallaba de guarnición en esta capital.

«Unos motivos tan justos y conformes al bien del interesado debían haberle hecho despertar del letargo de sus disoluciones, y abrazar aquel orden como un medio el más propicio y decente para desembarazarse de ellas. Pero empeñado ya demasiado en sus desórdenes, cometió el desacierto de ocultarse, y poco después consumar una deserción formal, que tendrá pocos ejemplares, evadiéndose de esta capital con tal secreto sobre su ruta y destino que hasta el día no se ha podido conocer ni uno ni otro, asegurando unos haberse marchado para Lima, y otros, para Buenos Aires. Para semejante hecho, era muy fácil sospechar la intención de otras causas, pues no cabía en la razón que el hecho puro de separar a un oficial de un destino para reconcentrarle en su cuerpo, casa y familia, fuese motivo bastante para tomar la resolución de perderse y en efecto que a pocos días se empezó a decir que este oficial y dando de un error en otro, se había casado clandestinamente con doña Mercedes Fernández, mujer viuda y de adelantada edad, con sólo el fin de percibir unos tres mil pesos que ésta tenía pertenecientes a los hijos de su primer matrimonio.

»Examinado este punto y mi instancia por el reverendo obispo de esta diócesis, se evidenció, en efecto, que la noche del veintiuno del pasado, sorprendiendo al cura de la parroquia de dona Mercedes, en casa de ésta, se casó a su presencia clandestinamente con ella, despreciando las formas prevenidas por la iglesia, y cometió en este solo hecho muchos delitos, que son fáciles de conocer y distinguir.

»Todo lo dicho consta de los documentos que acompaño a Vuestra Excelencia, y tengo a pesar mío que comunicarle, añadiendo, que, por extraordinarios que parezcan el matrimonio y la evasión de este oficial, ellos no han sido sino una consecuencia de su anterior desordenada conducta. Su incontinencia y su pasión por el juego le habían llenado aquí de empeños, deudas y drogas, cuyos términos ya cumplidos le amenazaban de una próxima reconvención   —497→   aún sin el accidente de su marcha. En la necesidad de evitar estos ruidosos pasos, que serían un nuevo obstáculo para su viaje a España, percibió en poder de doña Mercedes el depósito de los bienes de sus hijos; y no pudiendo hacerse dueño de él, sino por el camino del matrimonio, como al mismo tiempo le hiciese inverificable la falta del permiso real para él, se avanzó a ejecutarlo sin el de la iglesia, y tirar con él hacia España, dejando burlados y ofendidos al gobierno, a sus hijos, a sus acreedores, y últimamente a esta infeliz mujer, con quien él no dejaría de advertir el impedimento de afinidad que tenía para sin dispensación casarse con ella, como primo hermano carnal de su primer marido.

»Aunque hasta hoy he dado secretamente mi providencia para arrestarle, y voy a escribirle a los excelentísimos señores virreyes del Perú y de Buenos-Aires, juzgo que no se logrará su aprehensión por la artificiosa maña que posee para empresas de este género, y que llegará seguramente a España a presentarse a Vuestra Excelencia con mi carta en que le comuniqué su superior permiso para pasar a esos reinos, bien que no acompañe el desempeño de las calidades que en el mismo aviso le previne.

»Por lo mismo adelanto a Vuestra Excelencia esos documentos que justifican los últimos excesos de este oficial, a fin de que, inteligenciado Vuestra Excelencia de ellos, se sirva disponer que aprehendido en cualquiera parte que se le encuentre, sea devuelto a mi disposición para que, sustanciada aquí su causa en el modo que corresponde, teniendo a la vista los innumerables antecedentes que justifican sus anteriores desórdenes, se determine en justicia la aplicación de las penas en que ha incurrido, y se ejecute a presencia de este ejército para que esta demostración corrija condignamente esta primera falta de subordinación que he experimentado en los veinte años de mando que he tenido en este reino, y sirva de ejemplo a los demás.

»Nuestro Señor guarde la importante vida de Vuestra Excelencia muchos años. -Santiago de Chile, 14 de marzo de 1792. -Ambrosio O'Higgins Vallenar. -Excelentísimo Señor Conde del Campo de Alanje».

  —498→  

Pero por más diligencias que don Ambrosio puso enviando requisitorias al virrey de Buenos-Aires con el fin que se arrestase a Carvallo, ellas no llegaron a tiempo, y el prófugo embarcándose en Montevideo, arribó a España sano y salvo; y aunque no podía ignorar que la noticia de sus hechos se hallase ya en noticia del gobierno real, presentose con desenfado en la Corte, y tales serían las influencias y empeños que hizo valer, que ésta no sólo le disculpó su matrimonio clandestino y su fuga, sino que autorizó su incorporación en su misma clase de capitán en el regimiento de dragones de Buenos-Aires.

Al fin y al cabo, después de tan larga rivalidad, dígase lo que se quiera, Carvallo se hallaba triunfante. Permaneció aún varios años en la Corte gozando de las distracciones de una gran ciudad, tan en armonía con su carácter osado y aventurero, ocupándose al mismo tiempo de dar los últimos retoques a su obra que sabemos tenía ya emprendida hacía tanto tiempo. No faltó en ella ocasión para hablar a su sabor de su tenaz perseguidor y satisfacer en cuanto era dable con las apariencias de verdad los ímpetus de venganza de que debía sentirse animado para con el presidente de Chile. En una parte, por ejemplo, denuncia el origen de su fortuna, asegurando que después de una quiebra que tuvo en daño de los comerciantes de Cádiz, que le habilitaron para pasar a estas regiones, entró a servir de simple aventurero.

Pero tiempo es ya de que digamos algo sobre los primeros años de la vida de nuestro hombre517, y de que analicemos su obra, la más completa de cuantas se escribieron en el coloniaje sobre nuestra historia.

Don Vicente Carvallo nació en Valdivia el año de 1742. Era hijo del gobernador de esta plaza y de doña Clara Eslava, y el menor de los tres hermanos de que constaba la familia.

A pesar que desde niños revestían el grado de cadetes por gracia del gobernador del reino, fueron los tres colocados bajo la   —499→   dirección de los jesuitas, bajo la cual permaneció don Vicente hasta los veinte años de su edad en que daba por terminada su carrera literaria y se preparaba para seguir la de las armas, a que se sentía inclinado.

Largo tiempo vivió Carvallo en su pueblo natal llevando la vida casera de un tiempo en que ni un acontecimiento extraño ni la menor novedad doméstica venían a turbar la perpetua calma de un pueblo de provincia en los días coloniales. Había ascendido apenas a teniente, «y como en aquellos tiempos, como él se expresa, los buenos soldados, no se hallaban bien, ni se contemplaban empleados sino trataban de alguna conquista, se alistó en las encantadoras banderías de Cupido y emprendió la rendición de una señora... llamada doña Josefa Valentín..., se dejó poseer de la dulce afición y fue tan viva y diestramente sorprendido que entregado todo a la pasión olvidó las más serias reflexiones de la racionalidad, porque el amor profano y la ciencia no pueden en una silla, que aquél tiene la ceguedad por cualidad inseparable de su ser. Embelesado y conducido de aquellos dulces desórdenes a que convidan los frondosos mirtos de que son poblados los deliciosos bosques de Venus se precipitó a la celebración de su matrimonio, etc»518. En esa época el padre de don Vicente había muerto ya. Con los años, el joven teniente llegó a ser jefe de una familia no poco numerosa519.

Aburrido al fin de aquella vida siempre igual, cansado de vegetar sin esperanzas de mejor fortuna, empeñose por ocupar algún puesto en la frontera, que podía sin duda proporcionarle mayor campo a su ambición, y permutó su destino con otro teniente, aburrido por su parte de las aventuras que Carvallo anhelaba. En el mes de marzo de 1766 aquel militar buscavida se puso en marcha, caminando por tierra desde Valdivia hasta el fuerte del Nacimiento. Casualmente ningunas circunstancias más desfavorables que aquellas para viajar sólo por las regiones indianas. El   —500→   presidente Guill y Gonzaga se manifestaba empeñado en levantar algunos pueblos en el territorio de los araucanos. Mandaron esto, representar al gobierno que no estaban dispuestos a admitir tales fundaciones y que convendría se tuviese algún parlamento para arreglar el asunto; y lo cierto fue que como no se les prestase oído y por el contrario se matasen a los enviados que diputaron, asesinaron al capitán de amigos, y escaramuceando aquí y allá, comenzaron a proferir terribles amenazas contra los españoles.

Era precisamente en esos momentos cuando Carvallo salía de Valdivia por Concepción a hacerse cargo de su destino... «Sin poderlo remediar, dice, caminé tres días con aquellos bárbaros; y fingiéndome mercader del Perú que pasaba a Valparaíso con el fin de embarcarme y que dentro de un año volvería por aquellas tierras y les regalaría mucho (no les di poco en la jornada) me descubrieron sus intenciones. Conocí su modo de pensar, y hablé mal de los pueblos, peor sobre la suerte de sus enviados, nada bien de los cuatro que llevaban sentenciados a ser desgraciadas víctimas de su bárbaro furor520. De este modo me liberté de pagar con la vida las de los cuatro enviados y evité fuesen comprendidos en la misma desgracia el padre franciscano Fray Pedro Rubira, mi criado y dos mozos de mulas que le acompañaban. Contribuyó no poco a nuestra libertad el haberme dado el padre Valentín de Eslaba conversor de la parcialidad de Repocura al primogénito de un cacique por guía y conductor con promesa que le hizo de entregarme ileso al padre José Dupré..., y la rara casualidad de habérseme incorporado un capitán anciano de Boros a quien el año anterior había yo hecho una pequeña buena obra por efecto de la liberalidad y de la hospitalidad debida al honrado forastero, que aún en los ánimos menos cultos puede mucho la gratitud a un beneficio desinteresado»521.

El capitán que por nada no vio desvanecerse para siempre todas sus expectativas de glorias y fortuna en aquel trance, pudo al fin   —501→   entrar sano y salvo en la plaza de Nacimiento después de la medianoche del 16 de marzo de 1766.

Desde ese momento Carvallo vivió siempre ocupado en el servicio de la frontera, haciéndose notar muy especialmente como instructor de tropas por la hermosa y sonora voz de que estaba dotado. Los méritos que contrajo en aquellas partes le merecieron el grado de capitán, no sin que antes se viera postergado por O'Higgins por uno que a su llegada era simple sargento.

Carvallo se hacía notar también por la facilidad con que componía sermones, siendo muy buscado por los religiosos que moraban por aquellas regiones siempre que se trataba de predicar en alguna grave y solemne fiesta, al intento de que les redactase los que habían de pronunciar.

Desde su ingreso en el ejército preocupose siempre de llevar un diario exacto y minucioso de las cosas que veía sucederse, costumbre que conservó hasta sus últimos años; siendo acaso estos apuntes los que más tarde le dieron la idea y lo alentaron a escribir una historia del reino. Hay quienes piensan que su enemistad con O'Higgins tuvo su origen en un principio de desconfianza, por haberse negado aquel subalterno que entendía de latines y de ejercicios bélicos a franquearle sus datos y observaciones.

Cuando Carvallo pensó ya seriamente en la composición de su obra, «puso sobre su mesa todos los escritores de Chile, impresos y manuscritos. «Hice acopio, agrega, de muchos papeles sueltos de antigüedades de aquel reino. Reconocí prolijamente los archivos de las ciudades de Concepción y Santiago, que nos dan con puntualidad los verdaderos hechos de su fundación y conquista. Leí con atención las reales cédulas dirigidas al establecimiento de su buen gobierno. No me dispensé ningún trabajo, ni me dispensé gasto alguno, aún más allá de lo que pueden llevar las escasas facultades de un militar. Procuré, en fin, esclarecer la verdad, confundida con el trascurso de dos siglos y medio y oscurecida con discordes relaciones, y me puse a escribir.

«Soy naturalmente inclinado a la integridad... La adulación está tan distante de mí que me olvidé sin violencia de que vivo en   —502→   el siglo presente... Mi pluma no es conducida de la pasión ni del espíritu de parcialidad: es llevada de todo lo que puede dictar el más vivo afecto de la verdad y del amor al soberano...

»El autor es militar y ha tenido su destino en un remoto ángulo de aquel Nuevo Mundo muy distante de proporciones para adquirir aquella instrucción que sin dificultad se logra en Europa. Pero tengo derecho a que se me reciba la buena voluntad con que me dediqué a descubrir la verdad, y decirla, y esto me basta...

«...Yo estoy persuadido que tengo derecho para que se me preste todo asenso, porque siempre fui amante de la verdad...; porque no se me deba contemplar tan indolente que quiera ser tenido por público engañoso en donde innumerables testigos de los sucesos que he de referir; porque no se debe presumir sea yo capaz de abandonar mi honra y la estimación de mis escritos incurriendo en la nota de calumniante que fácilmente pagará a la posteridad; y finalmente, porque yo haré una relación tan sencilla de los hechos que su misma sencillez manifestará su fidelidad y el ánimo veraz de quien la escribe...

»...No aumento ni disminuyo la heroicidad de los hechos y de las personas: hago imparcial justicia, y para ello no me perdoné a ningún trabajo por investigar la verdad, principalmente cuando veo discordes a los escritores...»

Tales son los móviles a que Carvallo se promete obedecer y que en realidad de verdad han servido de base a la redacción de su libro. Él no copiaba cuanto veía escrito, sino que procuraba ocurrir a las fuentes primitivas de investigación cuidando de hacer notar los sucesos en que los autores se han seguido unos a otros; pero desde que él comienza a figurar hay un interés superior, un mayor colorido y una animación bastante notable: desde ese punto el relato se complica, conservando el autor su sencillez, y todo se prepara como para un desenlace. Sin embargo, su imparcialidad y discreción no le abandonan. «Desde que traté de los ocursos, dice, el gobierno del Excelentísimo Señor Conde de Poblaciones comencé a hablar de los sucesos de mi tiempo, y ahora entro a referir aquellos de que soy testigo ocular... Y persuadido de que la   —503→   verdad ofende mucho por sí misma, y sin añadirle términos demasiados expresivos, no dejaré sin movimiento en la exposición aún las más pequeñas ruedas de la precaución, siempre que pueda ser sin peligro de faltar a su circunstanciada integridad...».

Si estos buenos propósitos y tan acendrada diligencia animaban a nuestro historiador, para llevar a cabo su empresa con acierto contaba aún con un elemento más. Como ya sabemos con exceso, en toda relación de los sucesos de Chile amplio papel debe reservarse siempre a los enemigos de los españoles de la conquista, y pocos como Carvallo estaban en situación de apreciarlos mejor. Había viajado en muchas ocasiones por los cuatro butulmapus y había tratado a fondo con aquellos indios en el gobierno que sucesivamente desempeñó de casi todas las plazas de la frontera, y últimamente del estado de Arauco. Su experiencia databa de más de treinta años de contacto diario con los naturales, bien fuera en el interior de sus bosques y en sus campiñas no domadas, bien en el interior del hogar en que servían como esclavos.

Por más que haga alarde de su espíritu «tibio y aún helado», no puede permanecer sin indignarse cuando cuenta de los españoles que quitaban la vida a sus prisioneros de guerra, o que se condenaba a vergonzosos e infames suplicios a los más nobles capitanes, imputándoles a delito la defensa de su patria, de su libertad personal y de su vida. Por eso, expresa, «nos propusimos en esta obra hacer un importante servicio al Soberano, dando nociones reales, ciertas y evidentes, y con ellas desimpresionar de las falsas preocupaciones, y sin estas ideas que la ambición ha hecho concebir sobre las cosas de aquel reino».

Este celo por el soberano no era nuevo en Carvallo: él estaba acostumbrado a tenerlo siempre en mira en sus acciones de soldado, y como su posición muchas veces le impedía manifestar sin embozo su modo de pensar, ocurría a subterfugios dignos de su ingenio; aprovechaba las conversaciones con sus jefes, y allí al descuido dejaba caer con modestia sus observaciones, casi siempre apoyadas por el éxito. Tal era el motivo por el cual Carvallo, apartándose del común sentido de las gentes de su tiempo, no   —504→   aceptaba en manera ninguna el mando absoluto y despótico de los gobernadores, y por el contrario, apoyaba las razones que habían persuadido a la Corte a que los americanos tenían derecho de apetecer un gobierno suave fundado en sabias y equitativas leyes, libre de tiranías y del odioso despotismo. «Fue en esa circunstancia, añade, cuando la Corte se determinó a hacer justicia, más sin que esta práctica produjese entonces ni aún la imaginación de las funestas consecuencias que pudieran recelarse antes si la agradable satisfacción de saber el súbdito sus justas demandas son atendidas sin contemplación y queda el vasallo desarmado de todo motivo y de todo colorido para buscarse y procurarse la libertad de su opresión...».

¿No hay en este pasaje como una predicción de lo que estaba destinado a suceder en las colonias americanas, no es ya como el rumor de la revolución que se aproxima?... Por eso Carvallo se manifiesta implacable contra los gobernadores; deprímelos cuanto es posible; nos exhibe sus abusos, sus manejos indignos, y las rastreras adulaciones y rendimiento de los gobernados. Víctima él mismo del odioso favoritismo y de una rivalidad desproporcionada, se pregunta, «¿qué diría Avendaño si sirviera en Chile en este tiempo y viera que ya no sólo interviene el interés particular en la consulta del premio, sino que pasa a mezclarse hasta en la propuesta del empleo de escalas, y que en ella también tiene intervención la inicua venganza, y por satisfacer esta vil pasión, se quita el empleo al que le corresponde de justicia? Llegará término en que la Corte penetre y entienda estas maniobras, contra los buenos servidores del rey, y se pondrá término a los daños y perjuicios que sufren».

Quien habla así necesario es que estuviese dotado de una alma bien templada y enérgica, y aunque pudiésemos recordar varios otros pasajes de su obra en que Carvallo se expresa de una manera no diversa, baste lo apuntado para justificar que don Vicente quiso efectivamente prestar un servicio al monarca manifestándole la verdad de lo que pasaba en sus dominios de América.

A pesar de que se había educado en un colegio, de jesuitas se   —505→   muestra independiente para afirmar que creía justa también bastante justa la expulsión de la Orden de nuestro suelo; y aunque se diga perfecto acatador de los preceptos de la iglesia, se muestra muy poco crédulo en la serie de apariciones y milagros que otros cronistas se hicieron un placer en transmitir a la ciega devoción de sus lectores de baja escuela.

Carvallo, además de ser un militar entendido, era un teólogo y canonista nada vulgar. Ya hemos dicho que se ayudaba a ganar la vida componiendo sermones para algunos reverendos que cargaban la fama de letrados, y en su obra, siempre que se ofrece, no rehuye una cita de los concilios o una discusión de las escuelas. Acaso debido a su educación y a su inclinación por el género de los estudios religiosos, ha tenido cuidado especial en su libro de hacer hincapié en algunos sucesos religiosos de la colonia, como ser la historia de los obispos y de sus competencias, que con verdad sea dicho no dejan de dar cierta amenidad a su obra.

Carvallo además del elevado rol que atribuía al historiador, y que demostraba comprenderlo, tenía la pasión del erudito y del investigador, y donde encontraba una figura que cuadrase a su inteligencia se apoderaba de ella, rastreaba sus detalles y determinaba sus líneas. Sabía excitarse en sus trabajos y sabía concluirlos. ¿Quién otro que no fuese un verdadero estudioso habría asentado una frase como ésta, en que hablando del obispo don Diego de Medellín, declara: «yo me aficioné a la memoria de este venerable prelado, y dejando de hacer la historia de soldados, de muertes y horrorosas destrucciones del género humano, me alargué un poco en la de este religioso, y en referir sus virtudes?»

Pero si esto no bastase, ahí están sus notas, que acusan una verdadera novedad sobre sus antecesores, y que lo igualan en un todo a los eruditos modernos; ahí están ellas dando razón de su trabajo intelectual, de sus dudas, de sus conclusiones y de su laboriosidad; ahí están en el cuerpo de su obra esa infinidad de detalles acopiados indudablemente con gran esfuerzo y que a él el primero deben su descubrimiento.

La obra de Carvallo está dividida en dos partes, una en que llega   —506→   en la relación de los sucesos políticos y religiosos hasta la conclusión del segundo gobierno de Álvarez de Acevedo y que contiene seis libros, y otra que sólo comprende uno y que trata de la historia geográfica y natural del reino, de su clima y producciones. Si habla de una ciudad, por ejemplo, da cuenta de su fundación, diversas vicisitudes porque ha pasado al través del tiempo y de los mandatarios; de sus edificios públicos y templos, diversiones, costumbres; si de una provincia, de sus minas, artículos de comercio, etc. Comprende aún en sus descripciones los cuatro Butalmapus, y sus habitadores, la historia de las misiones, y aún no se olvida de tratar de las islas del mar del Sur. Además, ha tenido especial cuidado de poner en relación los sucesos de Chile con la fecha de los reinados de cada monarca, de tal manera, que es muy fácil penetrarse de los hechos verificados en Chile durante cada uno de esos períodos.

Como hemos advertido, Carvallo pasó algunos años en Madrid dando la última mano a su libro, en cuya portada pudo estampar, ya concluido, la fecha de 1796.

Sobrevino a poco en la Península la guerra con los franceses y por orden real se dispuso que todos los oficiales de América que se hallaban en España se retirasen a sus destinos o se agregasen a sus Cuerpos. Carvallo solicitó y obtuvo pasar a Buenos-Aires con recomendación del ministro Godoi para que fuese propuesto en la primera vacante.

En 1807, Carvallo fue comisionado por Sobremontes, que mandaba aquellas provincias, para que siguiese una sumaria a Liniers y Rodrigo por haber entregado a los portugueses siete pueblos de las misiones. Cuando concluyó su largo trabajo fue en los momentos en que Beresford había tomado a Buenos-Aires, y Sobremontes se hallaba prófugo en Córdoba.

Llegó más tarde la causa de la independencia y don Vicente Carvallo la abrazó con entusiasmo. La junta gubernativa, en premio de esta adhesión, lo ascendió a teniente coronel y lo eligió por su secretario, cargo que Carvallo desempeñó por algún tiempo.

Una enfermedad al hígado lo imposibilitó más tarde para el   —507→   servicio activo y tuvo que conformarse con el meramente honorífico de comandante de inválidos.

Como sus dolencias se agravasen, aunque no se hallaba absolutamente destituido de recursos, se hizo llevar al hospital el 17 de abril de 1816, y ahí murió el 12 de mayo. Tenía entonces cerca de ochenta y cuatro años522.






ArribaAbajoCapítulo XIX

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cuidados enviar alguna gente al reconocimiento de las tierras que limitaban su gobernación por el sur, y al efecto dispuso una expedición, la relación de cuyo viaje debía redactar el secretario del gobernador y escribano de cámara Juan de Cardeña, del cual hemos hablado en otra parte, y que en este caso, «por ser hábil y de confianza», iba más bien a dar fe de la posesión que debía tomarse de las tierras que se descubriesen. Cuando los expedicionarios estuvieron de vuelta, Cardeña escribió, en efecto, una Relación autorizada, destinada sin duda a enviarse a España corta pero perfectamente dispuesta y adornada de una ingenuidad de conceptos que no es raro encontrar en los escritos de los primeros tiempos de la conquista. Véanse si no los términos en que refiere la toma de posesión que hicieron de los lugares que avistaron: «Llegados, tomamos dos indios y dos indias, y teniéndolos cuatro soldados por las manos, sacó el dicho capitán (Pastene) la instrucción arriba contenida del dicho señor Gobernador y dio el poder al tesorero Jerónimo Aldarete y díjole que tomase posesión en aquellos indios e indias de aquella tierra por Su Majestad y en su nombre por el gobernador Pedro de Valdivia su señor, y a mí, Juan de Cardeña que hiciese su oficio como lo mandaba el gobernador por su instrucción, y luego este mismo día por la mañana jueves diez y ocho días del mes de setiembre del dicho año de quinientos cuarenta y cuatro en presencia de mí, el dicho Juan de Cardeña, escribano e testigos descritos, el dicho Jerónimo de Alderete, tesorero de Su Majestad armado de todas sus armas con una adarga en su brazo izquierdo teniendo la espada en la mano derecha, dijo que tomaba y tomó, aprendía y aprendió, posesión en aquellos indios e indias y en el cacique dellos, que se llamaba Melillan, y en toda aquella tierra e provincia y las comarcanas a ella, por el emperador Carlos rey de las Españas y en su nombre por el gobernador Pedro de Valdivia, cuyo vasallo y súbdito era el dicho gobernador y todos los que allí estábamos, y en presencia de todos dijo el dicho Jerónimo Alderete lo siguiente: Escribano que presente estáis, dadme por testimonio en manera que haga fe ante Su Majestad y los señores del muy alto consejo y las Chancillerías de las   —511→   Indias cómo por Su Majestad, y en su nombre por el gobernador Pedro de Valdivia tomo y aprendo la tenencia, posesión e propiedad en estos indios y en toda esta dicha tierra y provincia y en las demás sus comarcanas, y si hay alguna persona o personas que lo contradigan delante, que yo se la defendiese en nombre de Su Majestad y del dicho señor Gobernador y sobre ello perderé la vida, y de cómo lo hago pido y requiero a vos el presente escribano me lo deis por fe y testimonio signado en manera que haga fe, y a los presentes ruego séanme dello testigos, y en señal de la dicha posesión dijo las palabras ya dichas tres veces en voz alta e inteligible, que todos las oíamos, y cortó con su espada muchas ramas de unos árboles y arrancó por sus manos muchas yerbas y cavé en las tierras y bebió agua del río Lepileuba, y cortados dos palos grandes, hecimos una cruz y pusímosla encima de un grande árbol y atámosla en él. En el pie del mesmo árbol hizo con otra daga otras muchas cruces, y todos juntamente nos hincamos de rodillas y dimos muchas gracias a Díos».

Don García Hurtado de Mendoza no descuidó tampoco los particulares que tanto preocuparon a Valdivia, y a efecto también de explorar los parajes que se extendían hacia el sur organizó una pequeña armada que puso a las órdenes del capitán Juan Ladrillero, «encomendero en la ciudad Chuquiago, sujeto anciano, y por extremo plático en las cosas del mar», al decir de don Cristóbal Suárez de Figueroa. Ladrillero contó en persona más tarde el triste resultado de esta expedición, y, como en los casos anteriores, otro escribano llamado Miguel de Goscueta se encargó, asimismo, por su parte de referir lo que había presenciado524.

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Posteriormente, don Pedro Sarmiento Gamboa, caballero de Galicia, comandó dos excursiones al estrecho de Magallanes525 con éxito más o menos desgraciado, desde cuya época hasta muchos años después en que el español don Antonio de Vea salió del Callao el 30 de setiembre de 1675, el dominio exclusivo del mar del Sur anduvo en manos de los ingleses y holandeses. Vea había tenido a su cargo la capitanía de las costas de Portobello y hallábase en Lima curándose de sus achaques cuando llegaron al virreinato los avisos de que piratas ingleses amenazaban los puertos del Pacífico, y esto fue lo que determinó al virrey don Baltasar de la Cueva a enviarlo al sur con el título de capitán general de mar y tierra. Con tal motivo, Vea recorrió los canales de Chiloé y de vuelta vino a anclarse en la rada de Valparaíso.

Sucede hoy que hombres ansiosos de extender sus conocimientos se lanzan a explorar regiones desconocidas, los sabios son en el día los grandes viajeros: en aquellos tiempos, los más intrépidos exploradores fueron los frailes. Así, por ejemplo, el jesuita José García se internó en la última mitad del siglo XVII526 en las pampas de Patagonia; el padre Mascardi, llevado de su celo religioso, viajó por las tribus de los crueles pehuenches y fundó   —513→   una misión en las orillas de la laguna de Nahuelhuapi, cuya historia han referido Olivares y Diego de Rosales; el franciscano Menéndez, misionero en Chiloé, por los años de 1792, realizó también una excursión a aquella famosa laguna, contando a su vuelta, con fácil estilo y abreviados rasgos los sucesos de su viaje527.

Otro sujeto que por estos mismos años emprendió una incursión al territorio de los indios y que por poco no pagó con su vida su entusiasmo religioso fue el obispo de Concepción don Francisco José de Maran. Pocos episodios habrá en la historia chilena más originales, pues, como se recordará, un día que los araucanos amanecieron de humor mal entretenido jugaron a la chueca la cabeza del prelado. Este suceso motivó, como sabemos, la composición de cierto poema que ya conocemos, y el Diario del viaje emprendido para la visita episcopal de la frontera Concepción, que con prosaico y mal limado estilo ha contado cierto autor que no ha querido revelar su nombre; siendo de advertir que ya antes un ingenio festivo y muy dado a la improvisación,   —514→   probablemente jesuita, había guardado igual incógnito en la Relación del viaje que hizo con su comitiva el Ilustrísimo señor doctor don Manuel de Alday, apuntamientos sin interés de lo ocurrido en la mística peregrinación, sembrados de versos de mal gusto y de la prosa más vulgar.

Uno de los trabajos más bien escritos en su género y al mismo tiempo de los más interesantes es el Diario puntual en la persecución de los indios rebeldes de la jurisdicción de la plaza de Valdivia, emprendido de orden de una junta de guerra que se reunió en esa ciudad presidida por don Lucas de Molina, por el capitán de infantería don Tomás de Figueroa.

Los indios de las inmediaciones del fuerte de Dallipulli habían por esa época muerto a varios españoles y entre ellos a dos misioneros. Los militares de Valdivia que no podían ignorar cuánto se desmandaban los indígenas una vez que se dejaban impunes sus atentados acordaron que se les castigase, a cuyo efecto pusieron a las órdenes de Figueroa una corta partida soldados o indios amigos para que con ellos pasando el río Bueno fuese al escarmiento de los salvajes. Pero estos que no estaban descuidados, se apostaron en la orilla opuesta, tratando a toda costa de impedir el paso a la columna expedicionaria.

Puede decirse que este paso es lo que constituye el verdadero interés dramático que posee en alto grado la relación que a su vuelta presentó a sus jefes el activo cuando denodado don Tomás. La escena en que después de haber dejado dispuestas las cosas para el pasaje, reclama para sus soldados la bendición y absolución del sacerdote, que a las tres de la mañana les decía la misa, y en que ellos reverentes, con sus armas presentadas, y preparados ya en sus ánimos a todo evento, la reciben llenos de unción, es tiernísima y de gran efecto; así como las diversas incidencias del viaje acumuladas como de artificio para un drama en que cada uno de esos militares jugaba la vida; la actividad, los temores mismos que asaltan la conciencia de su jefe antes de dar una orden de muerte; todo contribuye a hacer en alto grado interesante   —515→   la relación de Figueroa, escrita además en cierto tono sencillo y confidencial que cautiva.

Por otra parte, el lector no puede olvidar al leer este escrito de Figueroa su figura altamente interesante y llena de aventuras; sus amores y, por fin, su muerte ocasionada tan trágicamente como se sabe, en la plaza de Santiago el día 4 de abril de 1811.

El capitán de ejército don Tomás O'Higgins, de orden del virrey de Lima, visitó también por los años de 1796 el territorio fronterizo, aunque con carácter muy diverso del de Maran. O'Higgins era un hombre observador que ha consignado con sencillez lo que ha visto, los campos, las ciudades, los fuertes, pero carecía de ese espíritu penetrante que se posesiona de una ojeada del estado de un país o de los medios que pudieran mejorar su situación. Sin duda destituido de estudios anteriores y de la preparación necesaria para escribir, redactaba sus notas más bien por necesidad que por verdadera inclinación, y con tales antecedentes es fácil comprender que no haya podido atraerse el interés de sus lectores.

Como O'Higgins, recibió encargo oficial de estudiar las comarcas chilenas don Pedro Mancilla con una expedición a las costas de Chiloé, de la cual nos ha dejado un Diario; y posteriormente, el alférez de fragata y piloto de la real armada don José de Moraleda y Montero. Hallábase Moraleda en el Callao a bordo de un navío de guerra en vísperas de darse a la vela para Europa, cuando le vino orden del virrey don Teodoro de Croix para que sin demora fuese a prestar ayuda al gobernador de Chiloé don Francisco Hurtado, en el reconocimiento de las islas del archipiélago y en el levantamiento de mapas generales.

Moraleda trabajó con empeño en su tarea y cuando estuvo de vuelta en el Callao a mediados de 1790, presentó a la primera autoridad un libro que había escrito, en que daba cuenta de sus observaciones marítimas y acompañaba una descripción de la provincia que había ido a visitar.

Visto el objeto que traía el marino español no era posible exigirle   —516→   que trabajase una obra literaria. ¿Qué habría dicho la comisión que examinó su obra, la obra de un marino, si hubiese entrado en descripciones más o menos literarias de una tempestad? Claro parece, pues, que sólo los de la profesión hallarán deleite en esas páginas de observaciones náuticas y geográficas y que el simple lector por pasatiempo o instrucción mirará con mucho más agrado lo que se refiere a la población y carácter, comercio y producciones de los habitantes de Chiloé en aquel entonces. Moraleda, como Rivera, González Agüeros y cuantos trataron de aquellos remotos pueblos, no pudo menos de manifestarse sorprendido de los abusos de que eran víctimas y del atraso en que vivían; pero atribuyéndolo en gran parte a la desidia de los habitantes, se olvida de indagar las causas que pudieron reducirlos a tal extremidad. Por lo demás, sus miras eran perfectamente desinteresadas: «me lisonjeo, dice, con el sencillo efecto y buen deseo con que desde mi niñez he procurador servir al rey, sin otro estímulo que el de la imitación de todos mis mayores que tuvieron el mismo honor»; y el estilo de su obra sin ser de los mejores no carece de facilidad y está revestido de cierto tono familiar que lo hace más llevadero528.

Pero el trabajo más completo que sobre esta materia de exploraciones se escribiese durante la colonia fue el que don Manuel de Amat y Junient envió a Carlos III con el título de Historia geográfica e Hidrográfica con derrotero general relativo al plan del Reino de Chile, que aún hoy se conserva en la biblioteca de los Reyes en Madrid. «Esta es, le decía al monarca aquel celoso gobernador, la más puntual descripción de este reino de Chile que ha podido mi cuidado haciendo registrar las historias que hay escritas, sobre la conquista, los viajes, derroteros y relaciones más acreditadas de cuantos han manejado estas costas y penetrado sus terrenos, y afinado la verdad con el práctico conocimiento que he   —517→   granjeado, así por lo que de él he corrido como por los planos particulares que he mandado levantar, y fidedignos informes que de cada país he pedido. Ocurrióseme este pensamiento luego que tomaba posesión del gobierno de este reino: visitando sus fronteras me hice cargo de su mucha importancia, y pues considerando un reino tan vasto y de tanta sustancia en tan grande remoción y lejanía del centro de la corte, me pareció no sólo conveniente sino también necesario hacer presente a Vuestra Majestad en un mapa su sustancia, extensión y configuración de este último continente austral, con la geográfica declaración de sus partes y calidades. Así lo veo conseguido y trabajado dentro de este palacio en el recato que se debe manejar estos negocios, y aunque va con la limitación correspondiente a estas distancias, no quiero privarme del honor de ofrecer este tal cual trabajo a la real especulación de Vuestra Majestad para que benigno lo acepte como producto de un leal y sencillo deseo de la mayor felicidad en los expedientes que se dirigieren a estas provincias».

El autor entra en cortas descripciones de los puertos y ciudades y refiere algunos antecedentes históricos en un estilo sin pretensiones, y si no ha conseguido legarnos (no era posible) una obra literaria, nos ha dejado un trabajo muy apreciable para su época.

Como la España se viese envuelta a principios de este siglo en las redes de la política de Napoleón, no dejó de alarmarse cuando se penetró de que los ingleses, dueños entonces del mar, podían con extremada facilidad bloquearle sus puertos de América e interrumpirle toda comunicación y comercio entre sus diversas colonias. Por eso se apresuró a impartir las órdenes convenientes a efecto de que sin tardanza se procediese al reconocimiento de un camino que atravesando los Andes pusiese en contacto las llanuras argentinas y las montañas de Chile.

«Un vecino de la Concepción de una instrucción limitada, pero emprendedor, sagaz y celoso del bien público, se presentó a llenar este encargo; y para dar más realce a este servicio, se compromete a prestarlo a su costa. Se admite la oferta, y don Luis de la   —518→   Cruz desplega una actividad asombrosa en sus preparativos de viaje. Con un pequeño séquito, con cortos auxilios, y muy escasos conocimientos del país que se propone atravesar, se arroja como un cóndor desde las cumbres de la alta cordillera hacia las pampas de Buenos-Aires.

»Rodeado de peligros y casi sin defensa en medio de pueblos bárbaros, los subyuga con el prestigio de sus palabras y hasta llega a arrancarles lágrimas de ternura al despedirse de ello. En los parlamentos con los caciques, la posición que ocupa es siempre eminente, les habla con circunspección pero con firmeza, y nunca se deja acobardar por la aspereza de sus modales, la arrogancia de sus discursos, ni por la violencia de sus amenazas... Los detalles topográficos son incompletos, algunos de ellos erróneos, y todo lo relativo a la historia natural se resiente de la falta de conocimientos científicos del autor. De las costumbres de los indios nadie ha hablado con más acierto que él, en esta parte no creemos que tenga competidores, y su estilo es fácil y bastante correcto; pero la mezcla de palabras araucanas y desconocidas a la casi totalidad de sus lectores, lo hace a veces ininteligible»529.

Un compatriota del autor que venimos citando, tratando de dar a conocer en Chile la obra de don Luis se expresaba en estos términos: «No nos es posible analizar la narrativa del viaje, escrita en forma de diario, sin otro método que el de los sucesos que ocurrían en la marcha y los puntos por donde ella se dirigía. Toda ella anuncia un observador atento e infatigable. El candor y sencillez de su duración, la menudencia de las descripciones, las escenas dramáticas ocurridas con los indios, sus diálogos y hasta la relación de sus preparativos del viaje, de las incomodidades y riesgos que lo acompañaron, dan a esta parte de la obra un interés que raras veces se encuentra en los escritos de los viajeros, los cuales, o sobradamente ocupados de sí mismos, o exclusivamente consagrados al objeto científico o mercantil de su expedición, descuidan   —519→   cuidan el colorido local que nuestro autor emplea con tanto acierto está dividido en jornadas, cada una de las cuales es la historia de los sucesos y de los tránsitos de aquel día, con la pintura más o menos extendida de los objetos que, en aquel intervalo, llamaron su atención»530.

Cruz, después de haber entregado al virrey las comunicaciones de que era portador, antes de dar la vuelta a la Concepción, donde había dejado a su mujer y a sus hijos, tuvo que contestar a las observaciones que al diario de su viaje hizo la comisión del Consulado nombrada para examinarlo. No anduvieron, de cierto, indulgentes con él los señores de la comisión, y en verdad que Cruz tuvo la franqueza de confesar que algunos de los errores que le achacaban tenían fundamento; pero esto no quita, como agregaba el autor que hemos citado más arriba, «que de todos los investigadores de las pampas, Cruz sea el más diligente. Falkner, cuya obra es remarcable por la época en que fue escrita, no pudo preservarse de muchos errores, por la novedad del asunto y la escasez de noticias para ilustrarlo. Sus relatos son verídicos cuando no salen del campo de sus propias observaciones; pero deben leerse con desconfianza, si no son más que el producto de sus conversaciones con los indios.

»Más exactos son los datos trasmitidos por sus sucesores, que se ciñeron a la topografía del terreno que exploraban. Pero gran parte del que descubrió Falkner no fue reconocido, por hallarse en poder de los bárbaros, y prevalecieron las conjeturas del misionero irlandés, hasta que se logró someterlas a la única prueba decisiva en estas materias, la de la inspección ocular.

»Esta tarea cupo a un chileno por el lado más ignorado de nuestros campos, a donde nunca alcanzó el ojo de los europeos, rechazados por un puñado de nómades, sin armas, sin disciplina, y a veces sin alimento»531.

Cuando llegó a noticia del «amado» Fernando VII la hazaña llevada a cabo por don Luis de la Cruz, le envió un despacho   —520→   firmado de su mano en que le decía: «Por cuanto atendiendo al particular mérito que vos don Luis de la Cruz, capitán de milicias urbanas de la Concepción de Chile, habéis contraído en el descubrimiento del proyectado camino recto de comunicación del reino del Chile con el de Buenos-Aires he venido en Concederos grado de teniente coronel y sueldo de capitán de caballería».

Cuando en 1811 dieron principio en Concepción los movimientos primeros de nuestra revolución, Cruz fue nombrado vocal de la junta gubernativa de la provincia, y encargado del arreglo de los gobiernos en los partidos de Itata, Cauquenes, Parral y Chillan, y de la erección de uno nuevo que se llamó de San Carlos. Cruz organizó, asimismo, dos regimientos de caballería, siendo nombrado, por el año siguiente de 1812, miembro del gobierno supremo de la República.

Cruz desempeñó más tarde varios puestos administrativos de importancia, y entre otras comisiones del servicio recibió una para el Perú a fines de 1821. Habiendo comenzado a servir en 1791, y después de haber sido hecho prisionero de guerra por los españoles, recorrió los diversos grados del ejército y alcanzó a enterar treinta años de servicio.

Murió en 1827.

Llevaba también el apellido de don Luis otro personaje conocido en Europa con el título de conde del Maule (como se llama hasta hoy una calle de Cádiz), y que ha dado a la estampa un largo Viaje de España, Francia e Italia.

Era aún Nicolás de la Cruz y Bahamonde originario de Talca, donde había nacido allá por el año de 1760532. Poseedor de una fortuna considerable, se había ido a establecer en Cádiz, en donde hacía ya veinte y nueve años que residía cuando dio a luz su obra de viajes. Era ésta el fruto de una peregrinación que hizo a fines del siglo pasado por las naciones de origen latino consignando   —521→   en ella cuanto ha visto de notable. Al decir de don Nicolás, fue su propósito al escribir un libro de esa naturaleza servir a sus compatriotas de ambas Españas, pero confesamos que no vemos cual pudiera haber sido el provecho que sacasen de su lectura.

El viajero talquino lo único que ha hecho es apuntar las distancias de un pueblo a otro, destinar largas páginas a la historia general de las naciones por las cuales transitaba, y no pocas a la especial de cada ciudad, remontándose hasta sus más remotos tiempos y siguiendo especialmente a los presuntuosos españoles en los orígenes fabulosos que vinculan a la fundación de cada lugarejo. Don Nicolás, por ejemplo, no trepida en discutir la opinión de si Hércules fue o no el fundador de Cádiz, y otras patrañas de este género.

Sin duda que no era favorable para un viajero la época que lo cupo a don Nicolás, en que la Europa encendida en una guerra continental después de la grande revolución francesa, veía interceptados sus caminos, sus ciudades alternativamente ocupadas por tropas enemigas; faltaba la paz en una palabra, y con ella la tranquilidad y sosiego inseparables de una excursión reposada. Mas, casualmente por esas circunstancias, su ánimo pudo elevarse muchas veces en la comparación de los diversos pueblos; notar sus caracteres; observar el descubierto sus tendencias: cosas en las cuales jamás ha pensado. Su libro no pasa de ser un itinerario mal combinado de los muy buenos que hoy se encuentran a cada paso en las librerías; que si puede servir al turista, en ninguna manera despierta el interés de los que leen simplemente. No hay en él quizá ningún hecho personal, como el lector tiene siempre derecho de esperar cuando se acompaña con la sociedad del que viaja; ninguna de esas aventuras picantes que amenizan las largas rutas; ninguno de esos accidentes que mantienen despierta nuestra atención y nos hacen interesarnos en la suerte del que acaba de entregarse a los peligros de un camino desconocido y a los azares de una varia fortuna. Diríase más bien que don Nicolás no ha salido de su gabinete de trabajo y que se ha   —522→   limitado sencillamente a tomar de otros autores lo que hacía a su propósito.

Comenzada la publicación de su obra en Madrid en 1806 no vino a terminarse sino siete años más tarde en Cádiz, donde su autor había podido añadir ya a su nombre el pomposo título de Conde del Maule.

Después de una permanencia de veinte y nueve años en el puerto gaditano, Cruz se había vuelto más español que chileno; y por eso, si es cierto trabajó por la canalización del Maule, más era el empeño que tomaba por el adelanto de la Academia de Bellas Artes a la cual pertenecía desde algún tiempo atrás. Había gastado parte de sus riquezas en la adquisición de buenos cuadros, y justo es confesar que su colección la destinaba a ser enviada a Chile.

Grande amigo del virrey O'Higgins, recibió el encargo, cuando salió de Chile camino de Mendoza, por abril de 1783, de llevar a su lado a Europa a nuestro inmortal don Bernardo. ¿Qué diría más tarde de las hazañas de su compañero de viaje, en el Membrillar, en Rancagua, en Chacabuco?

El 2 de diciembre de 1809 la ciudad de San Bartolomé de Chillán eligió a don Nicolás para diputado a las Cortes españolas; pero por ciertas irregularidades en el procedimiento la Audiencia anuló la elección533.

Don Nicolás no volvió más a Chile: en 1826 expiraba en el lugar adoptivo de sus inclinaciones sin que quisiese volver a ver las riberas de ese Maule que fecundaba ya una tierra de libres534.



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ArribaCapítulo XX

Ciencias535


Don Juan Ignacio Molina. -Sus primeros años. -Su expatriación. -Arribo a Italia. -Aparición de su primera obra. -El Saggio sulla storia naturale. -Altura científica a que se encuentra. -Conocimientos del autor. -Es delatado por sus teorías. -Algunas de sus Memorias. -Su última Chile. -Su entusiasmo por la República. - Modo de vida de Molina en Europa. -Sus deseos de regresar a Chile. -Su última enfermedad. -Molina y el pueblo chileno. -Fray Sebastián Díaz. -Algunos datos sobre su carrera. -La inundación del Mapocho en 1783. -Gobierno del padre Díaz. -Su empeño por los adelantos materiales de la Orden. -Reputación de que gozaba. -Sus conocimientos. -La Noticia general de las cosas del mundo. -Tratados biográficos. -Otras obras de nuestro autor. -Su fin.

Uno de los chilenos más eminentes por su saber, su virtud y patriotismo, y el único que en Europa alcanzara distinguida reputación en el mundo científico durante el largo período colonial, fue el abate don Juan Ignacio Molina. Extraño podrá parecer   —524→   que demos lugar en estas páginas al estudio de la vida de un hombre cuyos escritos fueron pensados lejos de Chile y sobre todo, redactados en idioma extranjero; pero las ciencias que no reconocen más lenguaje que el de la verdad, su nacimiento y el haberle inspirado el suelo chileno sus obras más acabadas, son consideraciones que militan en su favor para dedicarle un lugar preferente en la historia de nuestras letras durante la colonia.

Don Juan Ignacio Molina nació el 24 de junio de 1737536, casi en las orillas del Maule537, en el punto en que el Loncomilla mezcla sus aguas cristalinas y pierde su curso en el impetuoso torrente que desciende de las altas planicies de la cordillera538.

Molina pertenecía a una familia que se conservó en Chile por cerca de doscientos años, y era hijo de don Agustín Molina y de doña María Opaso. Huérfano en su infancia, pasé a Talca por disposición de sus parientes a cursar primeras letras y gramática latina, pero a los diez y seis se le envió a estudiar a Concepción, recibiendo allí sus primeras órdenes. Radicose enseguida en la residencia que los jesuitas poseían en Bucalemu, y después de adquirir el conocimiento del latín y del griego y de haberse señalado   —525→   no poco en el estudio, sus superiores lo destinaron a regir la biblioteca de la casa principal de Santiago. Juan Ignacio Molina era entonces un mancebo de pequeña estatura, de tez bronceada, en la cual lucían con brillo extraordinario dos ojos grandes y expresivos, pero acompañados de una boca y narices de un tamaño fabuloso.

Contaba ya treinta años y no pasaba de ser un simple «hermano» de la Orden cuando le sorprendió el decreto de Carlos III, que expulsaba a los jesuitas de sus dominios. Molina partió, en consecuencia, a Valparaíso con dirección al Perú en los primeros días de febrero de 1768, embarcado a bordo del navío La Perla en compañía de Domingo Antomás, Pietas, Fuenzalida, etc., y sin más equipaje que un Cicerón que hizo pasar por su breviario y que aún conservaba en sus últimos años, con particular afición.

Más de dos meses permaneció anclada la nave en que iba en el puerto del Callao, hasta que al fin el siete de mayo tendía las velas para emprender la travesía del Cabo, con dirección a España y bajo partida de registro.

Sabido es que los jesuitas americanos fueron a encontrar un asilo en Italia, en Imola principalmente, donde Molina permaneció cerca de dos años. De Imola el desterrado chileno se fue a establecer a Bolonia.

Contábanse apenas dos años de su llegada a esta ciudad, notable entonces por el movimiento científico y literario a que servía de centro, cuando veía la luz pública un Compendio la historia geografía, natural y civil del reino de Chile, sin nombre de autor, que la voz general atribuyó al jesuita chileno Vidaurre, pero que evidentemente es de Molina539.

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Desde entonces Molina no cesó de trabajar por dar a conocer a Chile en Europa, tarea que era para él el consuelo de su destierro, como en alguna ocasión lo ha dicho en sus obras. La misma imprenta que en 1776 había dado a luz bajo el anónimo su primer ensayo sobre la historia natural y política de su país, ofrecía al público en 1782 el Compendio sobre la historia natural de Chile540. Desde ese momento la reputación de sabio indicada para el jesuita chileno quedó establecida, y tanta fue la boga alcanzada por el libro que trataba de las producciones de un país tan poco estudiado hasta entonces, que hombres notables de otros pueblos se apresuraron a enriquecer su propia literatura dándolo a conocer en el idioma nacional. Hiciéronse de él ediciones en alemán, en francés, en inglés, y por fin la tradujo en Madrid en 1788 don Domingo de Arquellada y Mendoza541.

La obra de Molina, como decía el barón de Humboldt a un compatriota nuestro en Berlín, no está ya a la altura de la ciencia moderna; pero para su tiempo fue un monumento memorable de saber elevado por el genio del jesuita chileno a la gloria de nuestra patria. Debe advertirse que Molina escribiendo sobre sus recuerdos de niño, puede decirse, cuando más en vista de algunas notas incompletas que se le suministraron durante su permanencia en Italia, estaba obligado a fabricar de memoria sus   —527→   descripciones, y sin embargo, a pesar de tan desfavorable precedente para la exactitud de sus datos, es admirable la facilidad con que presenta a la inteligencia del lector el objeto que desea hacerle conocer. Esto revela un profundo espíritu de observación que, al través de los años y de la distancia, aún luce con bastante claridad para señalar con perfecta distinción las diversas especies de la fauna y flora chilenas de que se ocupó en su obra. Una circunstancia que sorprenda, un indicio que vislumbre, relacionándolos con otro detalle, lo lleva de deducción en deducción hasta obtener a veces una verdad.

Vidaurre, su compañero de destierro, hablando del trabajo de Molina, pintaba de esta manera la impresión que le causaba su lectura: «a la verdad, es tanta su claridad que no deja lugar a la duda, sus noticias tantas que nada más se puede pedir: cuando él describe una cosa, por mínima que ella sea, parece que la está viendo con sus ojos; cuando cuenta algún hecho lo hace como si se hubiese hallado presente; cuando impugna un argumento, es indisoluble; cuando discurre, su razón es poderosa y sólida; en suma, su obra lo hace un gran naturalista, un sincero historiador, un modesto vindicador de su patria. Posteriormente, don Claudio Gay, refiriéndose también al Compendio de la historia natural de Chile, sostenía que los sabios modernos no lo sabían apreciar   —528→   bastantemente y que era digno de una gratitud general entre los naturalistas542.

Es cierto que nuestro autor a veces descuida cosas notables para ocuparse de algunas menos importantes, y tampoco puede negarse que ha confundido ciertas especies, y que algunas de sus descripciones son indeterminadas y vagas, y que en otras ocasiones por falta de método, agrupa en un tema clasificaciones diferentes; pero, en cambio, Molina tiene el arte de insinuarse con suavidad en el ánimo del lector, consigue que se le siga con gusto, sabe amenizar sus relaciones con oportunas anécdotas, y aún para aquello en que nada de nuevo comunica, logra interesarnos por la forma y colorido con que se expresa.

El jesuita chileno, por un espíritu práctico muy notable, sabe buscar de ordinario el lado útil de las cosas, y así, en la descripción que nos hace de su país, si se trata de las plantas, insiste especialmente en las que tienen alguna virtud medicinal; si de los animales cual pueda ser el más provechoso; si de las aves, cual sea la que pueda deleitarnos más agradablemente con su canto, etc.

Este mismo hombre siempre que la ocasión se presenta, al paso que deja traslucir su inclinación por el suelo que le vio nacer, llevado de su amor a la verdad, no deja pasar jamás desapercibido un error, por más favorable que pudiera serle, y captándose de esta manera la confianza de sus lectores, no se duda ya de que al pintar la hermosa tierra de que era oriundo, sin olvidar sus costumbres, artes, y hasta su peculiar lenguaje, haya sabido inspirar el mismo entusiasmo de que se sentía poseído y una natural curiosidad por conocer la patria de que hablaba.

Los conocimientos que poseía Molina eran de los más variados, pues, además de ser un notable lengüista, y un filósofo distinguido, era profundamente versado en las ciencias naturales. En 1821 sus discípulos publicaron una obra suya en forma de Memorias, en la cual se discuten una serie de cuestiones más o menos   —529→   importantes. En la primera, Analogía de los tres reinos de la naturaleza que Molina había leído en una sesión de la Academia Pontificia, de la cual era miembro, comenzaba por dar a conocer las opiniones de los antiguos griegos y egipcios sobre el origen de las cosas, y sostenía que nuestro globo es un gran huevo, como lo demuestra su forma elíptica, que había sido fecundado por la enérgica virtud de la Divina Omnipotencia y producido, en consecuencia, los minerales, vegetales y animales. Manifiesta, enseguida, que es un hecho que todo lo creado en la tierra procede y se reproduce por huevos; asienta que la naturaleza no procede por saltos y que en la distribución de los seres no va como una cadena continuada compuesta de varios anillos, sino como una serie de hilos que, extendiéndose, forman como una red; desecha el crecimiento por intus-suscepción y justa-posición como poco lógico, y propone en su lugar la vida formativa, vegetativa y sensitiva; sostiene que el curso perenne de los fluidos por los vasos naturales es un indicio inequívoco de la vitalidad de cualesquiera sustancias en que el caso se presenta; que se nota, en fin, en las vísceras de la tierra una circulación perpetua de fluidos, una formación sucesiva de diversas sustancias, en suma, una especie de funciones vitales.

Para examinar la analogía que existe entre los animales y vegetales toma por punto de partida su origen y multiplicación, y su manera de alimentarse; pone de manifiesto los instintos de las plantas para procurarse lo que necesitan; cómo es cierto que sus males y plantas sufren impresiones agradables y desagradables, sin dar naturalmente gran importancia a la inmovilidad de las últimas ya que existen también animales que no se mueven. «Elevémonos, concluye, con la mente al diseño que tuvo presente el Criador en la constitución del Universo, y si observamos allí la multiplicidad de relaciones que avecinan a los seres unos con otros, veremos desaparecer la distancia inconmensurable que se supone existir entre el hombre y la más pequeña planta criptógama, entre ésta y el fósil más informe».

Indudablemente que estas teorías eran bastantes avanzadas   —530→   para su tiempo, y Molina tuvo muy pronto por desgracia ocasión de convencerse de ello. Una mezquina delación de uno de sus discípulos llevó el asunto a la curia romana, acusando de heréticas las teorías de nuestro jesuita y por ello fue suspendido del profesorado y de sus funciones sacerdotales. A poco revocó este anatema dictado por el fanatismo, pero Molina vivió siempre contristado de una persecución religiosa de cuya injusticia nunca cesó de protestar.

Cuando el jesuita chileno hacía algún viaje por los alrededores de la ciudad no dejaba escapar un detalle, y de vuelta a su casa, una vez que había ordenado sus materiales, presentaba a sus colegas del Instituto pontificio el resultado de sus observaciones sobre las montañas vecinas, sobre las plantas, etc., y en estilo conciso y seguro, elevado a veces, discutía siempre con originalidad sus teorías.

Tiene también una interesante Memoria sobre la propagación sucesiva del género humano, en la cual con la geografía en la mano, demuestra que las soluciones de continuidad entre los diversos continentes no son tan enormes que los hombres no hayan podido propagarse de un mismo tronco.

Pero bien sea que Molina diserte sobre este asunto, sobre los jardines o el café, siempre encuentra oportunidad de recordar a Chile.

Este inmaculado amor a su país que Molina profesaba en tan alto grado forma para nosotros el más hermoso florón de su corona de hombre y de sabio. El más leve susurro del aire natal que llegase a su olvidado albergue de la calle de Belmoloro de Boloña, Molina lo aspiraba con ansia pidiéndole una noticia, un dato cualquiera. «Ya estaba Molina bastante anciano, dice el profesor Santagata, que lo conoció personalmente, cuando heredó en Chile una regular fortuna. Lo que rara vez sucede, la herencia de estas riquezas no le sirvió de pretexto para entregarse a la alegría ni para aumentar sus comodidades, ni para sentir los estímulos de los placeres... Improvisamente recibió la noticia de que sus bienes se habían aplicado a la construcción de una armada   —531→   que corriendo los mares peleaba en defensa de la República. Lo que habiendo leído lleno de admiración, exclamó con una voz conmovida por la alegría. «¡Oh! ¡Qué determinación tan bella la que han tomado las autoridades de la República! De ningún otro modo podían haber interpretado mi voluntad mejor que lo que lo han hecho, con tal que haya de ser en beneficio de la patria»543.

Más tarde, cuando se reconoció que no había habido motivo para la secuestración de los bienes del jesuita, decretada por O'Higgins, fue en voluntad, sin embargo, que la mayor parte de su fortuna se aplicase a la fundación de un instituto literario en Talca, lo cual fue autorizado por intermedio del obispo Cienfuegos por decreto supremo de 5 de julio de 1827.

Con todo, no se crea que la situación de Molina en Europa fuese muy holgada. En sus primeros tiempos de expatriación vivió en medio de la más desolante pobreza, y sólo cuando la España acordó a los jesuitas expulsados una pensión anual de cien pesos pudo proporcionarse algunas pequeñas comodidades. En 1812 esta pensión se aumentó, aunque por muy corto tiempo, con doscientos pesos más que el príncipe, Eugenio de Beauharnais le obsequió en recompensa de la dedicatoria que Molina le hizo de la segunda edición de su Historia natural, y por fin, dos años más tarde, con un obsequio análogo del rey de Nápoles.

Por lo demás, la manera de vida del abate no podía ser más económica. Pasaba la mayor parte del día en la enseñanza de niños pobres, y no se permitía más lujo en su comida que el de una taza de café. Se levantaba a las ocho de la mañana y se recogía a las diez de la noche.

En 1814 cuando hizo su primer testamento reconocía que siempre   —532→   había pagado el salario a su sirviente y que nada debía. Fuera de algunos libros latinos y griegos, no tenía otro autor que Feuillée y aquel Cicerón que lograra escapar a su salida de Chile... Hasta la casulla con que celebraba la misa era prestada. Cuando murió su caudal ascendía a veinte pesos.

Molina abrigó en sus últimos años la esperanza de volver a su patria. «Yo espero partir de aquí, le decía en 1816 a su sobrino don Ignacio Opaso, en el mes de abril o mayo, y embarcarme en Cádiz a la vuelta de mi amado Chile544. Posteriormente, en 20 de agosto del mismo año, agregaba que había diferido su viaje hasta la primavera siguiente por regresar en la compañía de otros chilenos». Se quiso volver conmigo, añade don José Ignacio Cienfuegos, para tener el placer de ver a su amada patria, cuya libertad le había sido tan plácida; y deseaba con ansias venir a dar abrazos a sus compatriotas, lo que no pudo conseguir por su avanzada edad...»545.

«Parece que desde 1814, en cuya época contaba ya setenta años de edad, Molina comenzó a sentir la enfermedad inflamatoria de que sucumbió. Se mantuvo, sin embargo, medianamente hasta 1825, pues entonces podía leer con facilidad y hacía su diario paseo. Pero en los últimos tres años se confinó a su casa, padeciendo serias alarmas, y turbado, dicen, con la idea de la muerte, que era su acerbo y constante pensamiento. Su mal verdadero era su ancianidad, y la inflamación al pecho tomó gran violencia, haciéndole sufrir terribles dolores. ¡Oh! ¡exclamaba quella acqua dei Cordilleri! Y pedía en su delirio agua fresca, agua de Chile, para apagar la sed que le devoraba... Al fin, el 12 de setiembre de   —533→   1829y a las ocho de la noche, el varón justo dio su último suspiro»546.

El sol..., dice uno de nuestros poetas más distinguidos,


Y cuando en occidente se derrumba
dando a los Andes mágicos reflejos,
sus rayos va a parar, lejos, muy lejos,
sobre modesta y venerada tumba.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  5
Mas, ¡qué importa! Perenne es esa gloria
de los héroes que el pueblo reverencia;
y el alto nombre que te dio la ciencia
se halla escrito, Molina, en la memoria
del pueblo, ¡y en las grandes  10
cumbres inmarcesibles de los Andes!547

El pueblo chileno no ha olvidado el nombre de su ilustre hijo. En 1856 se levantaba el pedestal en que debía reposar la estatua que fue inaugurada cuatro años más tarde frente a la puerta principal de la Universidad, como para recordar siempre a la juventud que el amor a la patria, el saber y la virtud forman los grandes hombres.

A tiempo que Molina se veía celebrado en Europa por sus trabajos sobre la historia natural de Chile, otro compatriota distinguido, fray Sebastián Díaz, cultivaba entre nosotros con ardor el estudio de las ciencias. Díaz era natural de Santiago y había profesado en Santo Domingo, para pasar enseguida a servir de prior en la Serena en 1774 y más tarde a ser uno de los fundadores de la casa de estricta observancia conocida con el nombre de la Recoleta.

En 1763 estaba ya graduado de doctor en teología548 en la   —534→   Universidad de San Felipe y en 1781 sucedía a fray Manuel de Acuña en el priorato del convento que había fundado. En los tres años que duró su gobierno, se ocupó en concluir la obra de la fundación, que no alcanzó a perfeccionar Acuña. «Uno de los inviernos memorables por sus inundaciones fue el del año 1783. En el mes de julio hubo un horroroso temporal que ocasionó una grande avenida que derribó los tajamares y vino a estrecharse contra el convento del Carmen Bajo. Se inundaron los claustros hasta el extremo de peligrar la vida de las religiosas que lo habitaban. Estas fueron sacadas por un albañal con gran trabajo y estropeo de sus personas por peones que practicaban esa caridad, mientras otros se ocupaban en saquear el convento, robar la iglesia y cuanto   —535→   tenían. En circunstancias tan angustiadas el prior de la Recoleta les franqueó su casa y ellas admitieron la oferta, previa la licencia de su prelado, que lo era entonces don Manuel de Alday y Aspée. El padre Díaz juntó los camajes que pudo para ellas y los muebles que pudieron sacar, y sin temor a la lluvia ni a la inundación fue en persona a traerlas. Tres claustros les separó para su alojamiento, los que estuvieron absolutamente incomunicados con los otros. En ellos se acomodaron, separaron una pieza para capilla y acomodaron las demás oficinas. Así lo expresó una de las mismas religiosas que sufrió esta tragedia en una historia que escribió en poesía de este acontecimiento; corre impresa, de donde tomo el trozo siguiente:


En tres claustros bien labrados
con muy delicioso huerto,
oficinas necesarias
y sobre todo recreo
del coro con su capilla  5
que aunque es algo pequeño
encierra la Majestad
que contiene todo el cielo,
aquí estamos asistidas
de los padres, cuyo celo  10
atiende lo espiritual
y temporal con desvelo,
sin dispensar cuidado
lo ínfimo ni lo supremo,
porque el lince de su Prior  15
se hace Argos en nuestro obsequio.

«Estos rasgos demuestran el carácter filántropo del padre Díaz. No sabemos el tiempo que tardaron en volver a su convento, pero no debió ser menos de un año, no tanto por las humedades cuanto por los edificios que derribó la avenida, hubo que volverlos a edificar.

»El segundo gobierno del muy reverendo padre maestro fray Sebastián Díaz empezó el 16 de enero de 1786, y gobernó sin interrupción esta casa hasta el 29 de noviembre de 1794. Son obras que pertenecen a este respetable prelado los baños de Colina, ubicados en una quebrada de la hacienda de Peldehue. No tenemos una noticia bastante fundada cómo se descubrieron estos manantiales de salud. Sin duda fue en la época de este gobierno, y el padre Díaz sacó   —536→   de ellos las ventajas que pudo para el bien público sirviéndose de sus grandes conocimientos físicos. Trabajó ocho años cómodos, cuatro calientes, y cuatro templados, incluso en estos el del bodegón. Los primeros todos de cal y ladrillo, y los segundos la parte que baila el agua, y lo demás de adobe. Trabajó habitaciones para que se hospedasen los enfermos y demás gentes que concurrían»549.

Después de algún intervalo, Díaz fue elegido nuevamente para el mismo cargo, manifestándose durante los dos trienios de su gobierno «como un verdadero imitador del patriarca cuya Orden profesaba, consolidando no sólo la más severa disciplina regular, sino también perfeccionando el convento que había quedado sin concluir por la intempestiva muerte de su fundador, y adelantando con varias mejoras los fundos pertenecientes a la casa»550.

En 28 de junio de 1797, fray Sebastián recibía en la Serena su grado de maestro de la Orden. Díaz gozó durante su vida de la reputación de ser uno de los hombres más sabios que jamás existieran en Chile. El ilustrado sacerdote a quien acabamos de citar, afirma que el religioso dominico «no sólo fue ornato de la Orden sino también de su patria, y no sabemos que en su tiempo hubiese en Chile algún individuo que le cediese, pero que ni aún le igualase en saber... Todos los que tuvieron la felicidad de tratarle admiran sus grandes conocimientos sobre toda la historia natural, y la amenidad y dulzura de su conversación».

Gran parte de sus nociones sobre Chile las debió Díaz a los frecuentes viajes que con espíritu investigador practicó por el reino, así como sus ideas teológicas estuvieron basadas principalmente sobre su propio talento. En los discursos morales que sacada quince días hacía a sus cofrades en los capítulos que se llaman de culpis nunca se valía de trabajos extraños, tan abundantes sobre la materia, sino de sus deducciones personales, repitiendo con frecuencia a sus oyentes que la mejor base del saber es la que se adquiere en las fuentes.

  —537→  

Fray Sebastián conocía bastante la literatura latina, y era además versado en el inglés, italiano y francés lo que formaba una verdadera anomalía en el sistema general de instrucción profesado durante la colonia. Dícese que tenía una memoria tan feliz que jamás olvidaba lo que leía y que aún en sus últimos años repetía con increíble facilidad algunos de los trozos que había aprendido siendo estudiante. A juzgar por las numerosas anotaciones dejadas por el padre al margen de las diversas obras que registró, su laboriosidad debió ser considerable en los años que dedicó al estudio, porque más tarde vivió continuamente achacoso.

Tanto fue su prestigio entre las gentes letradas que hasta los mismos obispos y otros encumbrados personajes no se desdeñaban de irlo a consultar a su celda de la Cañadilla. Por fin, los marqueses de la Pica, tratando de buscar para sus hijos un maestro, se fijaron en el padre Díaz, que se hallaba entonces condenado a la vida sedentaria y estaba alejado del púlpito y del confesonario. Fue entonces cuando para la enseñanza de sus discípulos y para la de la juventud de Chile se decidió a trabajar la Noticia general de las cosas del mundo, cuya primera parte se dio a luz, probablemente en Lima, en 1782.

Para que nuestros lectores tengan una idea de lo que se entendía en Chile a fines del último siglo por verdades científicas, vamos a dar aquí un breve extracto de la obra.

Díaz comienza por indagar el origen de lo que él llama primeras y segundas criaturas dividiéndolas en espirituales y corporales. Las primeras son criadas y de primera hechura, y las segundas, formadas de cosa ya hecha que previno el poder de Dios como una masa común para que de ahí fuesen saliendo sucesivamente. Los elementos de que éstas se forman no pasan de cuatro, fuego, aire, agua y tierra, a excepción de los cuerpos celestes que se desarrollan de una materia apta para el movimiento circular que los mantiene en circunvolución, y no para el de contrariedad que los dispone a corromperse, como son los sublunares de nuestra región terrestre.

Estas últimas sustancias se descomponen en cuerpos simples,   —538→   que son aquellos que guardan uniformidad en sus partes mínimas, siendo todas de una misma naturaleza y propiedades como el agua, por ejemplo, en que una gota es como toda ella líquida, transparente, capaz de calentarse, de humedecer, etc.; y por el contrario, sustancias compuestas son aquellas que encierran en sí partículas de distinta naturaleza, como las piedras, los árboles y nuestros cuerpos en que una pequeña parte no es igual al todo.

Acerca de la manera cómo criase Dios el mundo, Díaz cree que debió haber formado primero un bulto tan grande como todo él, el que después lo partiría vertical y horizontalmente tantas veces y de manera que no fuese ya una sola entidad sino cuerpecillos innumerables, y que estos comenzarían enseguida a dar vueltas formando ciertos círculos, que con los choques irían perdiendo los ángulos y pulverizándose algunos y otros quedando en láminas como virutas. Por lo demás, las cosas se hallan dispuestas unas dentro de otras, de mayor a menor, tal como las hojas de una cebolla, y así, colocada la tierra en el centro, viene enseguida el fuego y el aire, después el segundo cielo, y por fin, el cielo empíreo.

Llevadas sus teorías a este punto, Díaz comienza a tratar por separado de cada una de las regiones anteriores, principiando por los cielos que, a su entender, son unos cobertores que encierran dentro de sí a los elementos y demos cosas del Universo, siendo formados de una materia incorruptible y diáfana, sin que hasta ahora haya podido determinarse cuántos y cuáles sean, pues unos han contado el empíreo, el primer móvil, el segundo cristalino, las estrellas, y uno por cada uno de los planetas. Del primero sólo se tiene una noticia abstracta, pero infalible, pues la grandeza, magnificencia y gloria de aquel lugar son infinitamente superiores a la mejor y más perspicaz experiencia de nuestros ojos, de nuestros oídos y aún a las miras de los deseos más adelantados. Ahí habitan Dios, los ángeles y los hombres que se han salvado, siendo tantos los pobladores de este lugar que sólo el número de los ángeles es superior al de las criaturas humanas que ha habido, que existen y que existirán. En cuanto a los que en un tiempo se rebelaron   —539→   contra Dios, puede creerse que muchos de ellos no han bajado a los infiernos sino que vagan por los aires sufriendo su pena, y que a existir duendes y a ser ciertas las bullas misteriosas que suelen sentirse en algunos parajes, no pueden ser otros que ellos los que las forman.

Todo esto proporciona a Díaz la ocasión de dedicar a cada uno de aquellos seres un largo tratado teológico, mereciendo notarse principalmente sus ideas acerca de los hombres que van a la gloria, pues a su juicio los cojos entrarán con dos piernas, los monstruosos perfectamente regulares, los niños adelantados en edad, los viejos en la frescura de la juventud, y tendrán todos los cuatro dotes de gloria, claridad, agilidad, impasibilidad y sutileza, esto es, podrán atravesar sin atajo los cuerpos más duros, etc.

Ocúpase enseguida del firmamento, que vemos azul por su penetrabilidad, por su distancia y por la flaqueza de nuestros sentidos. Las estrellas titilan en él a causa de que su luz se mueve y se agita con el aire, o de que éste, pasando de una región a otra en que es más denso, ocasiona la refracción. Es temeridad, agrega Díaz, suponer habitantes en los astros fijos o errantes; pero para llegar a esta conclusión se olvida de las ciencias y pide a la teología que lo ilumine con sus dictados.

Enseguida, el maestro de los hijos de los marqueses de la Pica entra a tratar del cielo aéreo, o sea lo que constituye el tercero de sus tratados, llevando siempre por guía sus especulaciones filosóficas y su docta teología en el estudio de los meteoros, truenos, relámpagos, y por fin en el volido de las aves, que es lo último de que se trata en la Primera parte de la noticia general de las cosas del mundo.

La continuación de la obra se consideró por mucho tiempo perdida hasta que, merced a las investigaciones del reverendo padre Aracena, fue encontrada en el archivo del convento entre multitud de protocolos y escrituras. El autor jamás llegó a darle la última mano, y por eso es que la forma en que hoy la conocemos es debida en su mayor parte a la laboriosidad de su digno sucesor en el priorato de la casa de Belén, y con todo, faltan aún por   —540→   conocer los dos últimos capítulos de que constaba y que, por ocuparse del infierno y del juicio final, serían sin duda de los más curiosos.

En esta segunda parte, el padre recoleto trataba de la tierra y del agua, que definía por sus cualidades externas, como ser su fluidez, elasticidad, gravedad, etc. «Los antiguos no se esmeraron mucho, agrega, en averiguar la naturaleza del agua y contentándose con decir que era un cuerpo húmedo y frío, y con saber por mera experiencia algunos fenómenos, sin profundizar en el mecanismo de la composición de este cuerpo, ni en el de sus efectos y operaciones. Los modernos, atentos al fondo de la naturaleza en ésta y en las demás cosas, aplican sus esmeros al reconocimiento de la figura, del tamaño y conclusiones de las menudas partes del agua, del método y economía en que procede en los usos para que la destinamos». En la definición de la tierra no iba tampoco Díaz mucho más allá de los límites a que llegaron los antiguos, pues dice simplemente que la tierra «es un cuerpo por sí quieto, pesado, seco y sin alguna virtud que no sea la pasiva para recibir efectos ajenos o escasos que obren en consorcio de ella...».

Este primer tratado concluye con algunas nociones de geografía; el segundo se ocupa del hombre; el tercero de las cosas que llenan la superficie de la tierra; y por último, el cuarto trata de las cosas interiores de nuestro globo.

En el hombre, Díaz ve naturalmente un conjunto, de cuerpo y alma y la prueba de cuya inmortalidad apunta de esta manera: «Nuestra propia naturaleza nos está diciendo interiormente que aquella porción más noble de nuestro ser es inmaterial e incorruptible; cada uno de nosotros conoce y sabe evidentemente que su alma es cogitativa y racional; que percibe no sólo lo visible sino también lo invisible; que rastrea y entiende lo más remoto, y que es capaz de explicar sus más íntimas percepciones o conceptos». Hasta aquí Díaz habla bien porque siente bien, pero más tarde entra en sutilezas y detalles en que lo insignificante de la idea corre parejas con lo vulgar y fastidioso de su lenguaje.

  —541→  

Después del alma, se presenta naturalmente el cuerpo a las investigaciones de fray Sebastián, analizándolo no sólo bajo el punto de vista descriptivo sino también en sus funciones de relación, esto es, habla como anatómico y como fisiólogo. Vamos a ver como muestra, los términos en que se expresa respecto de tres fenómenos que han inspirado eternamente a los poetas y cuyo solo enunciado trae a la mente miles de emociones: suspiros, ensueños, risa y llanto. Siempre hemos experimentado una impresión dolorosa al ver caer bajo el escalpelo todas esas funciones de nuestros órganos, porque se las examina tan de cerca que, en vez de ilusiones y gratas creencias, no nos dejan sino miserias y dudas. Pero es necesario saber la verdad, aunque sea bajo las falsas apariencias con que fray Sebastián Díaz nos la presenta. «Suele, dice este autor, por pasión de congoja, o por otra causa, entorpecerse el curso de la sangre, y como ella gira también por los pulmones es consiguiente que, ocupados ellos y el corazón demasiadamente con la sangre, escasee la introducción del aire y se mortifique la dilatación. Entonces es cuando naturalmente anhelamos a inspirar para que este ingreso obligue a correr la sangre, dilate más los pulmones y avive la respiración, y como conseguido todo esto, la aspiración es consiguiente, es de más aire, de más libertad y fuerza, es regular que suene en aquel modo que llamanos suspiro».

«Como para el sueño se cierran las inmediaciones del cerebro, queda éste como encerrado y oprimido, para que no pudiendo holgarse los sentidos interiores, suspenda su ejercicio como los exteriores: y así como para estos, no obstante su entorpecimiento, suelen quedar libres algunas fibras o espíritus que incompletamente excitan los fenómenos externos expresados, así para los sentidos interiores, suelen quedar espíritus o fibras en alguna menor ligación por no haber sido exacto el ajuste de la oclusión de los sesos; ya por el exceso, ya por la falta de aquel ajuste, queda acción para que esos espíritus o fibras de la fantasía o de la imaginativa, se estén moviendo de este o del otro modo, en que consiste ésta o la otra idea.

»Otras propiedades del hombre o viviente racional son la risa   —542→   y el llanto. La primera es como de la pasión del gozo, y el segundo lo es, asimismo, de la tristeza. Si el motivo del gozo es crecido, aumenta en su vehemencia aquellos ordenados y ya fuertes movimientos tanto de los sólidos como de los líquidos...; y ese aumento es lo que saca hasta lo externo la actualidad vigorosa de los músculos inmediatos a la superficie y más próximos y consentidos del corazón, donde por su regularidad están en más fuerza las sístoles y los diástoles. De aquí es percibirse la respiración alterada por la inmutación del diafragma y el semblante mudado a otro modo de facciones por la exaltación del movimiento muscular de la cara».

Después de todo lo que constituye el encanto de la vida y de lo que forma los tormentos y el azar de la existencia, es necesario ir adonde todo concluye, al eterno reposo. Fray Sebastián no olvida este término, hablando de él con la serenidad de un sabio y sin ninguna de las preocupaciones de su estado. «Últimamente llega el caso, dice, en que, o por enfermedad o por necesaria natural decadencia, los sólidos, especialmente el cerebro y el corazón, acaban de perder el tono; y los líquidos, con especialidad la sangre, pierden del todo su giro, y entonces no teniendo el alma qué manejar, ni cómo manejar el cuerpo, se aparta de él (como se había unido cuando estaba en disposición de gobierno) y esta es la muerte».

La cuestión primera y por cierto bien interesante del tratado tercero, es la investigación de si los animales están o no dotados da alma y cuál sea su naturaleza, sobre lo cual manifiesta el autor hallarse bien al corriente de lo que en su tiempo se había aventurado sobre el particular.

A poco andar, se entra ya en el dominio de la física, y examinando las propiedades de los cuerpos, insiste, como es lógico, en la luz y los colores, en el sonido y su trasmisión; ni olvida tampoco la electricidad y lo que él llama virtud magnética, esto es, la atracción polar, ni mucho menos la gravedad, elasticidad etc.; ni por fin, algunas nociones de botánica.

Respecto de su tratado cuarto, de las cosas subterráneas, es necesario   —543→   que entienda el lector, expresa fray Sebastián, «por lo que se le ha expuesto del cuerpo humano que este grande de la tierra tiene sus tegumentos, y el resto de la interioridad, estriba en un armazón de piedras». En este tratado (que es bien corto) se ocupa algo de química y mineralogía, y habla dos palabras de volcanes y temblores. Su idea primordial respecto a la tierra es que está dividida en tres regiones, la primera, o externa, en que se encuentran, por ejemplo, las minas y las fuentes; la segunda sería la región de los volcanes, y la tercera, la región ínfima en que, según el método seguido, parece que nuestro autor colocaba los infiernos. Es de sentir que nos falte la última palabra de su trabajo en dos puntos tan curiosos de examinar y en que tanto hubieran podido traslucirse sus ideas.

En resumen, la obra de fray Sebastián Díez es relativamente avanzada para el tiempo y sobre todo para el lugar en que fue escrita. Es una especie de enciclopedia de conocimientos útiles, de los cuales merecían con especialidad retenerse todos aquellos que no eran esencialmente teológicos, y que no estaban impregnados de ese aire de sutiles distinciones, que revelan ingenio, pero que tanto desvirtúan el verdadero mérito de un libro. Especialmente debe tomarse en consideración el sistema metódico con que está escrita la Noticia general, que hacia fácil su comprensión a inteligencias jóvenes, y mayor el aumento de la reputación del que a la enseñanza dedicaba tan largos desvelos.

Un año antes de que se publicase la Noticia general de las cosas del mundo, salía también de las prensas de Lima a continuación del discurso fúnebre de Cano, la Descripción narrativa de las religiosas costumbres del M. y reverendo padre fray Manuel de Acuna, por el mismo fray Sebastián Díez, que entraba a sucederle en el priorato de la casa de Belén. Nuestro autor en este trabajo se empeña en formar un marco de las virtudes capitales que pueden adornar a un sacerdote, lo dora con los reflejos del más puro misticismo y enseguida le trae como tela la persona del sujeto cuya apología se propuso delinear; autoriza sus palabras con su testimonio personal, gloriándose naturalmente de haber sido súbdito de tan   —544→   ilustre caudillo y recoge cuidadoso el menor vestigio de la vida de su héroe, para presentarlo así hermoseado a la admiración de un público ya prevenido en su favor. No digamos, sin embargo, que esto sea una biografía ni siquiera el tejido de una tosca trama que pudiera servir para delinear una figura cualquiera, pues para fabricar biografías de esta naturaleza bastaría relacionar cierto número de cualidades recomendables y vociferar enseguida que el sujeto tal las poseía en grado eximio. Aquí no se encuentra nada de lo que constituye la vida humana, desde los pasos inciertos de la niñez y las vagas aspiraciones de la adolescencia hasta las tendencias bien marcadas de la edad provecta. Despojar a un hombre de ese sello de ser racional, inteligente, pero culpable en un principio, por desgracia, de sus luchas, de sus desfallecimientos, de sus caídas, como de sus buenas acciones, no es tejer el hilo de la existencia, es simplemente trazar el bosquejo de una figura ideal, tan hermosa como se quiera, pero destituida de ese carácter de verdad que se deduce. Tal es el motivo por el cual a ese sacerdote pintado con colores tan brillantes el lector no lo sabe querer, no se interesa por él, ni comprende que se le pueda presentar como ejemplo. Allí donde no hay un traspié, ¿cómo podría hallar un consuelo? Aquel modelo lejos de alentarlo vendría a ser su eterna desesperación. Pero esas eran las tendencias de aquella época y acaso esos los modelos que pudieron ofrecerse a los que seguían la misma vida y profesión que Acuña.

Otro ensayo biográfico debido a la pluma de fray Sebastián Díaz es la Vida de Sor Mercedes de la Purificación, en el siglo Valdés, religiosa dominicana del monasterio de Santa Rosa de Santiago de Chile. En este trabajo, como fue siempre de estilo en los fabricadores de vidas de personajes devotos, hácese larga relación de la familia del protagonista, al cual muchas veces, aún desde antes de nacer, ya se le atribuían señales especiales de predilección de parte del Altísimo.

Sor Mercedes fue encerrada por sus padres en el claustro entre la edad de siete y ocho años, y puede decirse que dentro de murallas pasó su vida entera.

  —545→  

Innumerables son los prodigios que a la monja le atribuye el devoto Díaz, pero para pintar la insulsez de la mayor parte de ellos baste decir que una vez que la niña arreglaba su tocado en el espejo, un Cristo de bulto que colgaba de la pared la miró con ojos tan airados que Sor Mercedes renunció desde ese momento a todas las pompas del mundo. De casos análogos toma pie el reverendo fray Sebastián para condenar la costumbre de que las doncellas comiesen en los estrados con los hombres, y lamentar que los matrimonios que entonces comenzaban a formarse no fuesen como los de antaño, tratados entre los parientes sin conocimiento previo de los interesados.

Sor Mercedes vivió siempre atormentada de una enfermedad que le había dislocado las vértebras espinales, ocasionada, al decir de su biógrafo, por cierto santo fuego que la devoraba. Díaz refiere, asimismo, que la monja dominicana pronosticó su muerte y alcanzó la comunicación espiritual con Jesucristo, viéndose su alma varias veces arrebatada de este mundo.

A juzgar por esta obra de fray Sebastián Díaz, diríamos que era un escritor en extremo pesado, de un estilo embarazado y vulgar. Su credulidad, especialmente, que aquí lo admite todo, en muchas ocasiones repugna; pero ¡qué distancia no existe entre la Vida Sor Mercedes y su Manual dogmático!

Un hombre competente, el autor del Dictamen de la Concepción de María, ha dicho de esta obra de Díaz que «es digna de leerse por la solidez de la doctrina y la originalidad de sus argumentos». Cosa singular, sin embargo: cuando Díaz la escribía se sentía viejo, achacoso por sus enfermedades, incapaz de trabajar desde el púlpito o el confesonario, era, como él dice, ¡un inválido del ejército cristiano!

Reconociendo que en los doscientos sesenta y siete años551 que hacía a que los españoles habían entrado en Chile pudiera estar bastardeada la sana doctrina, se propuso consignar en su Manual las primeras verdades del catolicismo, y al intento, dividió su tarea   —546→   en dos partes, destinando la primera a combatir las sectas que pretenden apoyarse en la Escritura, y la segunda, a las que andan más apartadas de ella. Al efecto, comenzó por tomarse el trabajo de cotejar los textos de la Biblia que pensaba citar con la versión inglesa, más de ordinario empleada en este género de controversias, y después, con un lenguaje en general condensado y claro, conservando su alma serena, libre de los arrebatos de un novicio y con la dignidad del que se cree seguro de lo que dice, no temió abordar las cuestiones que más animosidades despiertan y donde aún hoy los modernos impugnadores de uno y otro bando, condenan, se exaltan y no razonan. A pesar de la corta extensión de su trabajo, Díaz ha logrado interesar, y un aficionado a este género de estudios sin duda que leerá con agrado las páginas del Manual dogmático.

Díaz es también autor de un libro titulado Tratado contra las falsas piedades, que fue enviado a Madrid para su impresión, pero que nunca llegó a publicarse552.

Fray Sebastián Díaz murió por los años de 1812 ó 1813, y fue enterrado en la sala de capítulo del convento de que fue fundador.

FIN DEL TOMO SEGUNDO