Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Historia de Nuestro Señor Jesucristo

Esposición de los Santos Evangelios

Joseph Ephiphane Darras



portada




ArribaAbajoAdvertencia del traductor

La Historia de Nuestro Señor Jesucristo, escrita por el sabio canónigo M. Darras, es acaso la más importante de cuantas se han publicado en el presente siglo, satisfaciendo una de las necesidades más imperiosas de nuestra época.

Después de los estudios y esfuerzos hechos, para desnaturalizar y falsificar completamente la vida de Nuestro Señor Jesucristo, por las funestas escuelas naturalista y mítica de los Paulus y de los Strauss, y por la no menos fatal escuela crítica de Tubinga y sus sectarios Baur, Reus, Reville, Scherer, d'Eichthal y tantos otros corifeos de las nuevas doctrinas, y especialmente, después de la última manifestación del racionalismo, efectuada por M. Renan en su libro que lleva por título: Vida de Jesús, era absolutamente necesario escribir una obra en que se consignara y expusiera clara y completamente los hechos evangélicos que constituyen la verdadera Historia de nuestro divino Redentor, bajo el aspecto crítico, apologético y filosófico, conciliando los textos con la exégesis, y desarrollando y exponiendo el dogma y la moral cristianas en todo su esplendor y pureza, y en sus aplicaciones a la esfera social y política, al paso que se refutara y destruyese radicalmente en esta obra, cuantos errores, objeciones, sofismas y calumnias han opuesto en contrario los nuevos incrédulos.

Gran parte de escritores católicos han tratado de atender a este objeto en los últimos años, y especialmente desde la publicación de la nueva obra de M. Renan, saliendo, con sus luminosos escritos, al encuentro de aquellas funestas doctrinas. Unos, como el abate Freppel, Augusto Nicolás, monseñor Plantier y el padre Delaporte juzgaron más breve y expedito limitarse a escribir refutaciones más o menos extensas de las doctrinas de, M. Renan. Otros, como M. Walon   —II→   y M. Parisis, creyeron más conveniente restablecer, según los Evangelios, los hechos de la vida de Nuestro Señor Jesucristo alterados por el nuevo sofista. Mas no permitiendo, tal vez, a estos escritores su ardiente ansiedad por ofrecer al público el oportuno correctivo lo más pronto posible, tomarse todo el tiempo necesario para adquirir, examinar y meditar con toda detención y sosiego los datos y documentos que requería una obra profunda y completa de historia y de polémica a un tiempo mismo sobre tan importante asunto, y proponiéndose particularmente rebatir los errores que contenía la de M. Renan, hubo de notarse en sus escritos algunos vacíos y omisiones de importancia y aun faltas de erudición y de datos notables.

La presente Historia del abate Darras carece de estos defectos, al paso que llena cumplidamente los dos fines que llevamos referidos. Y en verdad, consagrado su ilustre autor por espacio de largos años a escribir su grande Historia general de la Iglesia, de que forma parte la presente, había reunido, por medio de exquisitas investigaciones, la multitud de datos y documentos necesarios para una obra de tan grande aliento; había estudiado, con toda tranquilidad y tiempo, los expositores de los libros sagrados y las obras de las más célebres filósofos del mundo católico; interrogado los monumentos antiguos descubiertos últimamente por la ciencia que atestiguan a maravilla la veracidad histórica de los textos evangélicos, y examinando las objeciones de la incredulidad moderna para rebatirlas y pulverizarlas completamente.

Tales eran las felices disposiciones y las ventajosas circunstancias en que se hallaba M. Darras al aparecer la nueva obra de M. Renan sobre la Vida de Jesús. Aprovechando, pues, nuestro ilustre escritor los grandes elementos científicos que ya poseía, y redoblando nuevamente sus estudios y esfuerzos, le ha sido posible escribir una Historia de Nuestro Señor Jesucristo, notabilísima por más de un concepto. Suma exactitud en la exposición y concordancia de los cuatro Evangelios; gran saber y acierto en la explicación del significado y trascendencia de los hechos a que se refiere; profundas y eruditas investigaciones filológicas de las raíces hebreas y griegas y de las variantes de sus versiones a las lenguas orientales o a la Vulgata latina, para inducir aclaraciones y explicaciones   —III→   luminosísimas de pasajes y textos de grande importancia; sumo conocimiento de los sucesos históricos y de las instituciones y costumbres contemporáneas; un intenso estudio de la patrología griega y latina, no menos que de la literatura rabínica; solidez y fuerza de lógica y de raciocinio y suma energía en la poderosa dialéctica de que se vale para rebatir los argumentos de los nuevos racionalistas; grande elevación de miras y un estilo nervioso al par que elegante: tales son las principales y sobresalientes dotes que dominan en toda esta obra.

El mundo católico ha acogido, pues, con general entusiasmo tan notable trabajo, no habiendo vacilado en tributarle los mayores elogios aun los mismos escritores que han dado a luz obras análogas. Así, M. Veuillot ha reconocido en la última edición de su Vida de Jesucristo, «hallarse en la bella y completa historia de Nuestro Señor Jesucristo, que M. Darras publica en este momento, excelentes respuestas a todas las objeciones antiguas renovadas en el día» y el señor obispo de Quimper ha demostrado su entusiasmo por esta historia en una carta dirigida a su editor francés, que va impresa a continuación de esta advertencia.

Habiéndose publicado en la Europa sabia simultáneamente a esta obra, estudios y trabajos parciales importantísimos sobre los hechos que constituyen la Historia de Nuestro Señor Jesucristo y contra las doctrinas de los nuevos incrédulos, hubiéramos creído incurrir en una negligencia culpable, sino hubiésemos enriquecido la obra de M. Darras, por medio de notas e ilustraciones, con los preciosos tesoros de erudición y ciencia que aquellos nos ofrecían, y en especial los notabilísimos de Riggenbach y Luthard, publicados en Alemania, de Ghiringhello y de Cavedoni, dados a luz en Italia, y del padre Gratry, M. Wallon y el padre Félix, y tantos otros insignes escritores católicos de la vecina Francia.

Finalmente, en cuanto a la traducción de los textos sagrados, teniendo en cuenta el gran respeto que les son debidos, hemos adoptado, concordándolas, las sabias versiones, autorizadas por la potestad eclesiástica, de los padres Scio, Amat y Petit.



  —V→  

ArribaAbajoAdvertencia del editor francés

He recibido la carta siguiente

Quimper etc.

«Muy señor mío:

»El abate Darras ha tenido la complacencia de comunicarme las pruebas de su cuarto volumen de la Historia general de la Iglesia, que contiene la Vida de Nuestro Señor Jesucristo.

»Después de haber leído con un vivo interés este importante y extenso trabajo, ha sido mi primer idea empeñar a su autor a formar con él una obra dispuesta de modo que pueda darse al público por separado: bien entendido que esto había de ser sin lastimar en lo más mínimo los derechos de V., y solamente después de haber aparecido esta obra en su forma de cuarto volumen de aquella publicación.

»M. Darras me ha contestado como yo esperaba, que esto dependía de V. únicamente. Así, pues, me dirijo a V. y creo conocerle sobrado tiempo para dudar de su asentimiento.

»No le detengan a V. los gastos de una segunda edición, pues debe V. considerar únicamente que responde a las necesidades del día, y que será útil a muchas personas a quienes por falta de tiempo y de recursos no les es posible leer esta obra, ni comprar la grande Historia de M. Darras. Puede V. estar seguro de que no quedará esta edición en sus almacenes. Deberá formar dos volúmenes al alcance de todo el mundo y que serán sumamente solicitados, porque se hallan en ella, desde la primera página hasta la última, las cualidades requeridas para una lectura de erudición, de piedad y hasta de recreo. En ella se presentan los hechos evangélicos con   —VI→   las mismas palabras del texto sagrado; difundiendo tan brillante luz las explicaciones de los Padres de la Iglesia, las noticias tomadas de los autores profanos, y el profundo conocimiento de los acontecimientos históricos, que con una sola expresión y una sola palabra se ve brillar, no solamente la autenticidad de la narración divina, sino también las pruebas más claras y palpables.

»Reciba V. anticipadamente mis felicitaciones, aceptando los afectuosos sentimientos con los cuales, etc.,

Renato, Obispo de Quimper»

Los consejos del ilustre y venerable prelado Monseñor de Quimper serán siempre órdenes para mí, pues no tengo otro deseo más íntimo que contribuir en cierto modo a la defensa de la verdad.

Así, pues, he hecho reimprimir por separado en dos volúmenes las partes de la Historia eclesiástica, que contienen la Vida de Nuestro Señor Jesucristo.

He deseado hacer más aún: a fin de que todo el mundo pueda procurarse un libro, cuya utilidad nos señala una autoridad tan respetable, he fijado un precio reducido a cada volumen de esta obra, esperando que el público cristiano comprenderá los motivos que me han inducido a ello, y que tratará por iguales razones de dar a conocer y propagar la verdadera Historia de Nuestro Señor Jesucristo, historia que no deja sin contestación ninguna de las objeciones formuladas por el autor de la Vida de Jesús.

L. Vives

  —VII→  

imagen




ArribaAbajoIntroducción

El mundo antes de Jesucristo


Dos nombres resumen todo el movimiento del pensamiento y de las civilizaciones greco-paganas; Atenas y Roma. Bajo el punto de vista geográfico, realizó la primera de estas capitales intelectuales, la universalidad de la dominación, en tiempo de Alejandro; la segunda, en tiempo de Augusto. Vencida Atenas como poder, fue absorbida en la vasta unidad romana; pero triunfó la idea griega de los vencedores de Atenas, de suerte que reinaron en las orillas del Tíber y en las riberas del Eurotas, en dos idiomas diferentes, la misma teología, el mismo culto, la misma filosofía y las mismas doctrinas. El siglo de Augusto no fue más que una reducción del de Pericles. La musa de Teócrito y de Eurípides hablaba el latín de Virgilio y de Séneca el trágico; Horacio no valía lo que Píndaro, y Cicerón intentando trasladar al Foro la elocuencia de Demóstenes, no pudo conservar el varonil vigor de su modelo. Tal cual es no obstante, el brillo literario del siglo de Augusto, ha deslumbrado por largo tiempo las miradas mas firmes, y ha conseguido alucinar generalmente, cubriendo lo ignominioso del fondo con la riqueza de la forma. Aun en el día es muy común elogiar hasta lo sumo la grandeza moral, la poderosa civilización, las instituciones, las costumbres y las leyes de lo que el énfasis clásico llama por excelencia: la Antigüedad. Pero si realizó el mundo pagano el ideal de la perfección humana, ¿qué venía a hacer aquí el Cristo Redentor, el Verbo «cuya luz ilumina a todo hombre que viene a este mundo1» ¿Dónde estaban «los pueblos sentados en las tinieblas, en la región de las sombras de la muerte2,» a quienes debía iluminar el esplendor de la Encarnación divina, según el oráculo de Isaías? ¡Si merece todos los elogios que se le han tributado con sobrada liberalidad la antigüedad greco-romana; son unos impostores los profetas; la expectación de los pueblos fue un alucinamiento, el Mesías una superfluidad, y una barbarie el Evangelio! La   —VIII→   cuestión merece la pena de examinarse. Busquemos, pues, bajo las flores de la poesía, bajo el ritmo de la prosa, al par que bajo las guirnaldas y los dorados de los templos paganos; toquemos tras de la máscara la realidad; penetremos estos misterios infames y separemos toda clase de velos, en cuanto lo permite el pudor cristiano. Conviene sondear las llagas que venía a curar el Salvador, llagas sangrientas que no pudo cicatrizar el óleo de la sabiduría antigua, que no pudo cerrar el bálsamo de las literaturas paganas, que no consiguieron más que hacer revivir todos las mitologías del politeísmo3.

La teología greco-romana provino directamente de Sodoma, puesto que procede de la ausencia de Dios, para ir a terminar en la corrupción más horrible que existió nunca. La ausencia de Dios, en las sociedades paganas, admirará tal vez a algunos entendimientos superficiales que han retenido, sin comprenderlo, un dicho célebre de Bossuet, que caracteriza perfectamente al politeísmo. «Todo era Dios, excepto Dios mismo» ha dicho el gran obispo de Meaux. Y en efecto, Júpiter, el parricida, el raptor de Ganimedes, el seductor de Leda, el infiel esposo de Juno, poblando el cielo con sus disoluciones y la tierra con sus víctimas, Júpiter era Dios. Siendo partícipe de su trono eterno, Juno, su compañera, no pudo hallar la felicidad en este enlace divino. Así es que se indemnizaba, por medio de su orgullo, de los ultrajes inferidos a su belleza, y hallaba el secreto de dar a Júpiter un hijo, cuyo padre ha quedado desconocido, vengando el nacimiento de Marte al de Minerva y siendo todo esto dioses. Tal era el tipo divinizado de la familia que las teogonías de Homero y Hesiodo colocaban en la cumbre del Olimpo y proponían a la adoración del género humano. Todo el sistema de la mitología griega y romana se refiere a este interior doméstico ideal. Minos, Eaco y Radamanto, jueces de los infiernos, eran fruto de una unión sin nombre en nuestras lenguas modernas. Su madre era Europa, su padre un toro, metamorfosis bestial de Júpiter. Apolo y Diana, divinidades de segundo orden, procedían de un adulterio del padre de los Dioses con Latona; Mercurio, el ladrón celestial, era hijo de Maya; Baco, la embriaguez deificada, tenía por madre a Semele; Alcmena daba a luz a Hércules, la fuerza erigida en divinidad. Pero Júpiter era el padre y de toda esta infame generación, en medio de la cual se ostentaba la impudicicia, adorada con el nombre de Venus. He aquí las divinas imágenes que poblaban con sus estatuas, con sus templos y enseñanzas, el mundo griego y romano. «Nadie las tomaba por lo serio, dice Varron; considerábaselas como fuerzas diferentes de la naturaleza. Solo el mundo era Dios4». En otras palabras, Dios había desaparecido del mundo.

  —IX→  

Pero ¿es cierto, como dice Varron, que «nadie tomó por lo serio estas teogonías» en las que llega la falta de pudor al último límite de la demencia? Diez siglos de degradación moral van a contestarnos. Los misterios de Eleusis, de Baco y de la gran Diosa, resumían para los iniciados toda la sublimidad de las enseñanzas teológicas. ¿Qué eran estos misterios? Traslado aquí las palabras de San Agustín para cubrir con la autoridad de este ilustre doctor revelaciones de tal naturaleza. He aquí como se explica: «Me ruboriza tener que hablar de los misterios de Baco; pero es preciso para confundir tan arrogante estupidez.» «Entre los numerosos ritos que me veo obligado a omitir, nos dice Varron que se celebraban las fiestas de Baco con tal cinismo, que se presentaba en honor suyo, para que la adorase la asamblea, una figura inmunda. Este culto, desdeñando el pudor del secreto, ostentaba a la luz del sol el triunfo de la infamia. La horrible representación era paseada en una carroza, recorría los alrededores de Roma, y entraba en la ciudad en medio de una muchedumbre ebria de vino y de disolución. A estas fiestas se consagraba todo un mes, hasta que había atravesado el Foro el ídolo monstruoso para entrar en su santuario. Anteriormente era preciso que lo coronara en público con sus propias manos la madre de familia más honrada5.» He aquí cómo se consideraban seriamente las divinidades del Olimpo. El mundo entero se modeló sobre la imagen del cielo pagano, siendo la tierra un vasto teatro de infamias. Por más que ahora cubran los poetas con flores estas inmundicias de la teología politeísta, jamás conseguirán disfrazarlas. ¿Qué digo? Lejos de tratar de disimularlas, las enseñan ex profeso todos los literatos griegos y romanos. No siempre ha celebrado la lira de Virgilio las praderas y los bosques; a veces ha repetido inspiraciones que hubieran sido admiradas en Gomorra6. Hase derramado el néctar de Homero en la copa del padre de los Dioses por otras manos que las de Hebe. Cornelio Nepote se encarga de enseñar a nuestra juventud estudiosa secretos que deshonran a Alcibiades, Sócrates y Platón7. Cicerón, el grave moralista, ha escrito estas palabras: Nobis qui, concedentibus philosophis antiquis, adolescentulis delectamur, etiam vitia sape jucunda sunt8. ¡Jamás consentirá en traducir estas palabras latinas una pluma cristiana! Quinto Curcio es también indiscreto respecto de Alejandro9 y Pausanias10. No es más reservado Salustio respecto de Catilina11. Solón constituye un privilegio de esta infamia en favor de los hombres libres, excluyendo   —X→   a los esclavos12. César se aprovecha de él ampliamente, prohibiéndonos insistir en ello un proverbio tan famoso como su nombre13. «Si César ha dominado a las Galias, Nicomedes ha dominado a César14». Plinio el joven nos dice lo mismo de Cicerón15. Todas las poesías de Píndaro no borrarán el oprobio que ha inferido a su memoria el nombre de Teoxenes16; todas las odas de Horacio no harán olvidar a Ligurino. Antinoo tuvo altares en tiempo de Adriano y de Trajano. El modelo de los emperadores no fue más escrupuloso que Plinio el Joven, su panegirista.

La ausencia de Dios se traducía en este mundo degenerado por la ausencia del alma. ¿Qué había llegado a ser la dignidad humana, en este desbordamiento sin nombre que mancilló las memorias más gloriosas? No tenemos valor, después de tan horribles pormenores, de considerar por el lado ridículo, una religión que autorizaba con el ejemplo de los dioses, semejantes infamias entre los hombres. Los graves romanos llevaban en pos de sus ejércitos pollos sagrados para proveer a cada instante a la necesidad de los arúspices, pues de lo contrario hubiera podido suceder, que en el momento de consultar a los dioses, no se hubiera encontrado otras aves, y hubiera tenido que suspenderse las operaciones militares. Colocábase, pues, delante de los pollos sagrados fuera de su jaula cierta cantidad de granos que era el pasto ritual: offa pultis. Si los volátiles se precipitaban ávidamente sobre el alimento, y en especial, si en su afán y premura dejaban caer granos en tierra, se había efectuado el Tripudium, esto es, el auspicio más favorable. En el caso contrario, si rehusaban los pollos el alimento, si se obstinaban en permanecer en su jaula, era el auspicio desgraciado y reprobada la empresa. ¿Y quién nos da oficialmente estos pormenores? Cicerón que era augur aunque no creía en ellos, puesto que nos dice en una de sus obras que no podían mirarse sin reírse dos arúspices. Pero era preciso que creyera la plebe romana, para que permaneciese dominada por estos sacerdotes sin fe, que hacían profesión de especular con la credulidad del vulgo.

¿Mas, por lo menos nos indemnizarán los filósofos de estas vergonzosas y ridículas supersticiones? La filosofía que se separa de una fe religiosa no es más que el movimiento perpetuo de la ignorancia humana, agitándose sobre sí misma y recayendo siempre en el vacío. El materialismo fue el primer punto de partida de la filosofía griega. Thales de Mileto (600), fundador de la escuela Jónica, colocó el principio del   —XI→   mundo en los dos elementos generadores, el agua y lo húmedo. Esto era un absurdo en física y una blasfemia en religión. Pitágoras (608-500), padre de la escuela Itálica, después de haber recorrido el Oriente, y héchose iniciar en los misterios de Baco y de Orfeo, repudió la física incompleta de Thales, sustituyendo a ella un sistema matemático en que Dios es solo una mónada absoluta, el alma un número viviente, el mundo un conjunto armonioso de números reunidos. La escuela de Elea (500) con sus jefes, Xenófanes, Parménides y Zenón, desarrolló el germen panteístico de las dos filosofías precedentes. El mundo entero, ser colectivo, omnipotente, inmutable, eterno, fue proclamado Dios. Leucipo descompuso esta vasta divinidad en átomos que se movían eternamente, en número infinito, en el vacío. Cada uno de estos átomos era una fracción de Dios. La escuela de los sofistas (siglo V antes de Jesucristo), vino en breve a sacar la consecuencia práctica de estas extravagancias. Gorgias Leontino, Protágoras de Abdera, Prodico de Ceos, Hipias de Elis, Trasimaco, Eutidemo enseñaron que la verdad y el error eran dos términos igualmente desprovistos de significación y de realidad. El escepticismo llegó a ser la última palabra de la razón humana. A esta gloriosa conquista fueron a terminar los trabajos del primer periodo filosófico en Grecia. Tal vez nunca hubiera salido de este caos la sabiduría antigua sin la reacción maravillosa de Sócrates y de Platón, su discípulo (470-400). La aparición de estos dos genios poderosos coincide con el periodo de la dispersión del pueblo judío en tiempo de los Acheménides. Sin embargo, a pesar de su elevación incontestable y de las numerosas relaciones que ofrecen con la revelación mosaica, las doctrinas de Sócrates sobre la inmortalidad del alma, la unidad y la providencia divinas son más bien rasgos y como relámpagos de verdad que no forman un conjunto ordenado, definido y compacto17. «Debemos necesariamente, decía Sócrates,   —XII→   esperar un doctor desconocido que venga a enseñarnos cuáles deben ser nuestros sentimientos para con los dioses y los hombres.»-«¿Cuándo vendrá este maestro? replicaba Alcibiades. ¡Con qué gozo le saludaré, sea quien fuere18!». La gloria filosófica de Sócrates consiste precisamente en haber proclamado la impotencia de la filosofía humana. Partiendo del conocimiento del hombre, en sus dos naturalezas corporal y espiritual, discierne con lucidez todas las leyes de la moral, y las expone con una claridad, una pureza y una precisión admirables. Además, entrevé por los fenómenos exteriores, la inteligencia divina presidiendo los destinos del mundo; pero al llegar a este punto extremo, mas allá del cual no puede apercibir nada la humanidad reducida a sus propias fuerzas, apela a un revelador desconocido. Para oprobio del paganismo, el único de sus filósofos que llegó a tal altura, fue precisamente el único contra quien se armaron todos los brazos. A los escépticos se les coronaba de flores; a Sócrates se le dio a beber la cicuta. Platón (429-347), su discípulo, formuló en cuerpo de doctrina, con el nombre de Escuela Académica, la enseñanza oral del maestro. Su filosofía es eminentemente espiritualista. Los tipos de todos los seres son las ideas, siendo las únicas que tienen existencia real y absoluta. Los sentidos sólo perciben lo particular, lo individual; en cuanto a las ideas, residen en Dios, que es su sustancia común, y son percibidas por una facultad superior, la razón, o quizá forman en el alma como reminiscencias de una vida anterior. El alma es una fuerza activa; la virtud un esfuerzo hacia el bien ideal que es Dios; el arte una imitación del bello ideal, que es Dios. Verdaderamente estas doctrinas son nobles y grandes, protestando con su sublimidad, contra la degradación politeísta; pero son estériles en su aplicación. Al lado de estas luces tan vivas en teoría, permanece la práctica del filósofo envuelta en sombras opacas, puesto que establece su república ideal, no solamente en la poligamia, sino en la promiscuidad. De esta suerte suprime la familia, la autoridad paterna, la piedad filial; puesto que quiere que sean educados los hijos por el Estado, sin conocer siquiera a sus padres; que encierra   —XIII→   su sociedad imaginaria en castas, como el antiguo Egipto; y después de haber dado tan elevada definición del arte humano, proscribe a los artistas. ¡Tan impotentes y contradictorias eran estas elevaciones individuales del alma hacia una sabiduría y una verdad inaccesibles! Aristóteles (384-322), discípulo de Platón, trastornó el sistema de su maestro, y volvió a emprender el estudio de la filosofía, elevándose del efecto a la causa, en lugar de descender de la causa al efecto. Así es que fueron su punto de partida lo variable, lo contingente, las sensaciones, o las relaciones de los sentidos. Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Su filosofía que llevó el nombre de Experimental, debía resumirse con Epicuro, con relación a la moral, en este axioma: «El placer es el bien supremo del hombre.» El día en que se introdujo tan solemnemente la inmoralidad19 en el dominio de la filosofía, se espantaron los sabios de su obra, y volvieron a arrojarse con Zenón (300-260), en la exagerada rigidez del estoicismo. «El cuerpo es todo» decía Epicuro; «el cuerpo no es nada» decían los estoicos; «el placer es el bien supremo» dicen los unos; «el dolor no es un mal» responden los otros. De estas contradicciones debía salir el escepticismo universal. Arcesilao (300-241) lo erigió en principio, en la Nueva Academia de que fue fundador. La base de toda sabiduría, decía, es que no podemos saber nada, puesto que carecemos de un criterio para discernir la verdad.

¿Qué era entre tanto de la humanidad, sacudida del materialismo al espiritualismo, del espiritualismo al empirismo, del empirismo a la incredulidad dogmática? ¡La humanidad se moría! No había familia, porque el celibato del vicio había matado todas las generaciones en su fuente, y fue preciso que inventara Augusto una legislación penal para obligar a los jóvenes romanos a casarse. Y sin embargo, hacían bastante fácil de soportar el yugo conyugal, el divorcio, la poligamia y el concubinato. En Roma, en tiempo de Augusto, como en el día en la China, se exponía, se vendía, se mataba a los niños. El padre tenía este bárbaro derecho y lo ponía en práctica. Esparta arrojaba también a las aguas del Taigeto a sus hijos deformes. La humanidad perecía entre las garras de las fieras en los circos, al hierro de los gladiadores, al látigo sangriento que desgarraba las carnes desnudas de los esclavos; porque la esclavitud era la base de la sociedad greco-romana. El esclavo era una cosa, una bestia de carga, menos que un perro. «El portero esclavo era atado junto a la puerta20 con una larga cadena21, sujeta a un anillo de hierro, que se le ponía en el   —XIV→   pie22. El señor no se dignaba las más veces ni aun hablar a sus esclavos; llamábales sonando los dedos23, y cuando tenían que dar más explicaciones, llevaban algunos su orgullo hasta escribir lo que deseaban, temiendo prostituir sus palabras24. La ley condenaba a la misma pena al individuo que había muerto a un esclavo que al que había muerto a una bestia de carga de otro, debiendo pagar su precio25, que variaba según que era robusto o débil el esclavo26 y el mayor o menor perjuicio irrogado con su muerte a su dueño27.» En cuanto a éste, tenía un derecho absoluto sobre el esclavo. Augusto hizo degollar en un solo día seis mil de estos desgraciados, culpables de haberse alistado bajo las órdenes del Senado para servir a la República, porque los esclavos no tenían derecho de llevar las armas y de morir en campaña como un soldado28. El clemente emperador supo otra vez que uno de sus esclavos se había comido una codorniz, y le hizo morir crucificados29. Vedio Polión hace arrojar a sus murenas un esclavo, que ha quebrado por descuido un vaso precioso30. «Cuando se comete un crimen público, cuando es asesinado un dueño de esclavos en su casa, condena la ley a perecer en el suplicio de la cruz a todos los esclavos sin distinción alguna que se encuentran bajo el mismo techo, en el momento del crimen31.» Y la esclavitud en Roma, en Atenas y Esparta se hallaba en la espantosa proporción de doscientos esclavos por un hombre libre, y aún se conoció a simples ciudadanos romanos que poseyeron hasta veinte mil esclavos32. La humanidad perecía, pues, en estas regiones desoladas de la servidumbre. La guerra mantenía la esclavitud. Servi servati, decía el proverbio romano. Tal era el escaso valor que tenía la vida humana a los ojos de la moral pública y oficial, que Julio César, aquel ideal del héroe, hacía reducir a la esclavitud a cuatro mil Helvecios vencidos, y cortar a otros tres mil las dos manos.

Era preciso alimentar para la señora del mundo esta jauría humana de que decía Séneca: «¡Qué horror si llegaran a contarnos nuestros esclavos!»33 El Egipto, la Libia, el Oriente, la Grecia, la Galia, todas las provincias del universo enviaban, pues, sus vencidos en largas e interminables caravanas para poblar el ergástulo de los patricios.   —XV→   En las tabernas en que se hacía constantemente el tráfico de esta horrible mercancía, tenía el prisionero de guerra la corona en la cabeza34, cual marca irrisoria de su procedencia. Los que venían de ultramar llevaban frotados los pies con yeso o greda35. Al entrar en aquella Roma a donde iba a sepultárseles vivos, se ofrecían a sus ojos las cruces infames, siempre enhiestas con los cuerpos abandonados, cerca de la puerta Esquilina. Entonces comprendían que la ciudad de Rómulo había aplicado contra ellos aquella palabra de Breno. «¡Ay de los vencidos!» Y se encaminaban silenciosos a la morada de su señor, donde les esperaba la horquilla, los azotes, el tormento, la marca, las cadenas, la cárcel y la muerte36! ¡Siempre la muerte! Las matronas romanas y las jóvenes vestales la indicaban, alzando el dedo, en los juegos sangrientos del anfiteatro. ¡Los gladiadores que iban a morir saludaban a César! No había festines en que no debieran matarse mutuamente algunos esclavos, para dispertar, con el aspecto de la sangre, a los convidados medio dormidos en el triclinio de oro. Los romanos opulentos legaban por testamento a sus herederos la muerte de sus esclavos como un recuerdo de inmortal afecto37.

Carencia de Dios; la humanidad degollada por do quiera; el alma envilecida en una monstruosa disolución; he aquí el espectáculo del mundo greco-romano! No lo hemos dicho todo, y por otra parte se resiste a ello el corazón. En esta rápida carrera, por entre tantas torpezas morales, tan feroz barbarie, y tan infernal degradación, se aplana sobre el alma un disgusto profundo, mezclado a no sé qué terror lleno de angustia. San Pablo ha dicho una palabra que resume la civilización antigua. Deus venter est. «Se comía, para vomitar; se vomitaba para comer continuamente: sin dar tiempo siquiera para digerir comidas cuya magnificencia tenía por tributarlos todas las comarcas del mundo.» Así habla Séneca el filósofo; y añade: «Cayo Graco, a quien produjo la naturaleza en mi concepto para dar el ejemplo de un conjunto de todos los vicios, en el seno de la fortuna mas elevada, gastó un día 100,000 sestercios en un banquete, llegando apenas su imaginación, auxiliada en esta tarea por todos sus convidados, a agotar, en una comida gigantesca, las rentas anuales de tres   —XVI→   provincias38.» Esopo, el trágico, sirve un plato que cuesta 73,800 reales. Clodio hace disolver una perla en vinagre, y se bebe de un trago, 738,000 reales. Conocidas son las cenas de Lúculo y de Antonio; sabido es el nombre de aquel Apicio, que después de haberse comido millones, se mató diciendo que no podía vivir un romano con solo 760,000 reales de renta. Coronarse de flores; tenderse sobre cojines de seda y de púrpura en salas de festines servidos por jóvenes doncellas despojadas de todos sus velos39, y en donde se celebraba el espectáculo de gladiadores que se degollaban al pie de lechos de oro; devorar la sustancia del universo; embriagarse a un tiempo mismo con vino, voluptuosidad y sangre, tal era la vida en el siglo de Augusto!

El suicidio formaba su natural desenlace. Arruinado Apicio, no hacía más que poner en práctica los preceptos de Cicerón: Injurias fortunae, quas ferre nequeas, defugiendo relinquas40. «Cuando no hay fuerza para soportar los reveses de la fortuna, es preciso salir de este mundo.» He aquí la última fórmula de la filosofía. Y no es de temer que se califique de cobardía el desertar de la vida como un soldado que arroja sus armas y abandona el puesto confiado a su honor. El suicidio es un acto de heroísmo supremo. «Si eres desgraciado y te queda algo de virtud, añade Cicerón, mátate, a ejemplo de los más grandes hombres41.» Pero tal vez detengan tu brazo la vida futura, los destinos del alma inmortal. Háblase del negro Cocito, del Aqueronte, río de los infiernos, y de tormentos que no acaban nunca. «¿Me juzgáis, pues, tan insensato, contesta el mismo Cicerón, que crea en estas fábulas? ¿Qué entendimiento hay tan imbécil que pueda admitirlas42?» «O sobrevive el alma a la muerte, continúa el mismo, o muere con ella. Algún día nos dirá un Dios lo que hay sobre esto, porque, para nosotros, es ya muy difícil distinguir cuál de estas dos opiniones es más probable. Como quiera que sea, si muere el alma, la muerte no es un mal; si el alma sobrevive, tiene que ser feliz. Si manent beati sunt43.» En virtud de este dilema que simplificó mas Séneca, reduciéndolo a esta palabra tan conocida: Aut beatus, aut nullus, «Felicidad o nada» se cernía sobre el mundo el suicidio, como sobre una presa; marcando con su vergonzoso estigma las memorias más ilustres. Aníbal, Temístocles, Antonio, Pompeyo, Mario, Catón de Útica, Cleómenes, Craso, Demóstenes, Cayo Graco, Otón, todos estos héroes de Plutarco, son los héroes del suicidio. Si queremos interrogar hasta el fin, como termómetro de la moralidad pública, la lista   —XVII→   de los nombres que ha inscrito este historiador en su colección biográfica, como sobre las tablas o registros de la inmortalidad, vendrá el asesinato a formar el reverso o la parte contrapuesta de la muerte voluntaria. Agis, Alcibiades, César, Cicerón, Coriolano, Dión, Tiberio Graco, Nicias, Numa, Filopemenes, Sertorio, caen víctimas del puñal o del veneno. Los más afortunados mueren en el destierro. De los cincuenta grandes hombres de Plutarco, tan solo diez44 tuvieron la dicha de terminar gloriosamente su vida en un campo de batalla o en la calma y tranquilidad del hogar doméstico. Ahora comprendemos la palabra del profeta. La humanidad se hallaba realmente sentada en las tinieblas y en la región de las sombras de la muerte.

El libro de la Sabiduría presenta un cuadro del mundo idolátrico, cada uno de cuyos rasgos ofrece una realidad palpable. «Los hombres, decía, sacrifican sus hijos en altares impuros, verifican ritos insensatos, en misterios nocturnos, manchados de infamias. No respetan las vidas, ni la pureza de los matrimonios: el odio arma todos los brazos; el adulterio mancilla todos los corazones en el seno de una horrible confusión. ¡Por todas partes sangre, homicidio, robo y mentira, corrupción e infidelidad, rebelión y perjurio, opresión tumultuosa, olvido de Dios, contaminación de las almas, nacimientos vilipendiados, instabilidad en las uniones, desorden entre esposos, y suprema lujuria! Tal es el culto de los ídolos infames, causa, principio y fin de todos los males45.» He aquí, pues, despojado de todas las seducciones de la forma, de todos los encantos de la poesía, de todos los prestigios del arte oratoria, he aquí, en su terrible desnudez, el cadáver del paganismo antiguo. Ahí está, a nuestra vista, ostentando el espectáculo de sus oprobios. Pero ¿quién le ha matado? ¿Por qué no vive ya en el seno de la humanidad, cuyas entrañas desgarró y cuya sangre bebió a torrentes durante cuarenta siglos? ¿Quién fue el David de este Goliat, el vencedor de este gigante, a quien no supieron vencer ni Sócrates, ni Platón, ni Alejandro, ni César, ni el gran genio de los sabios, ni las armas de los héroes? Hallábase lleno de vida en el siglo de Augusto: había conquistado el mundo. Arrojábasele víctimas, de Oriente a Occidente; devoraba cuerpos y almas, infancia y vejez, pudor, virginidad, virtud, y hombres a millares! Todo parecía afirmar la duración a su reinado. Los poetas le cantaban en obras inmortales; coronábanse sus estatuas; abalanzábanse todos a sus fiestas;   —XVIII→   perfumaban sus altares los vapores del incienso; saludaban su divinidad los pueblos y los reyes, y los mismos sabios. Suponiendo una progresión en el porvenir, análoga a su desarrollo en lo pasado, debió haber llegado hasta nosotros por una serie no interrumpida de victorias. Figurémonos lo que sería en el día disponiendo de los poderosos agentes de nuestra civilización moderna. Las hecatombes de la antigüedad serían degollaciones en masa; los treinta mil gladiadores que murieron en el reinado de Augusto, serían reemplazados por naciones enteras, trasladadas con el auxilio del vapor al centro de un anfiteatro de que formaría el antiguo Coliseo apenas el local de un palco. Las fieras no serían bastantes para devorar las víctimas; hasta el fuego sagrado de los altares sería demasiado lento, y habría que suplirlo con esos nuevos y ardientes fuegos que ha puesto en nuestro poder la electricidad; con esas máquinas que vomitan llamas, y cuyos rodajes pulverizarían sin cesar miembros palpitantes. El sensualismo tendría por tributario, no ya a provincias, sino al mundo entero; las vías romanas, reemplazadas por nuestros caminos de hierro, transportarían en algunos días lo que tenían que esperar por años enteros la voluptuosidad o la glotonería de los patricios. ¿Quién mató, repito, al paganismo? Quien quiera que sea, verificó el más grande de los milagros históricos. Sólo Dios podía hacerlo, y la humanidad moribunda pedía a voz en grito un Salvador divino.




ArribaAbajoExpectación universal

Hace largo tiempo que se ha insistido en este grande hecho que domina la antigüedad e ilumina las tinieblas del politeísmo, quiero decir, la expectación general de un Dios Salvador; habiéndosela considerado con justo título, como una brillante y manifiesta confirmación de la verdad bíblica. Porque verdaderamente es el comentario más magnífico de aquella palabra del patriarca: Et ipse erit exspectatio gentium46, todo el género humano proclamando con sus más lejanos y diversos ecos, la fe en el Mesías, cuyo profeta había sido la nación judía al través de los tiempos. Por más que diga el racionalismo incrédulo, no puede arrancar el árbol divino, cuyas raíces penetran en las profundidades de la historia antigua, y cuyas ramas cubren las sociedades modernas. Antes de atacar la divinidad de Jesucristo, sería preciso trastornar la historia de los cuarenta siglos que le esperan; destruir la fe de los dos mil años que le adoran; sepultar la historia en una destrucción universal, y si aún quedase algún sofista que sobreviviera a sus ruinas,   —XIX→   debería crear un mundo nuevo para ponerlo en el lugar del mundo histórico y real que acabase de destruir. No se trata ya en efecto de ahogar solamente cada una de las voces que se han oído en Israel. Aun cuando se destruyera a Moisés, el Pentateuco, David, los Profetas, todos los monumentos de la fe judía, quedaría el grito espontáneo, universal, unánime del género humano que pide un Salvador, de Oriente a Occidente, del Septentrión al Mediodía, en todos los idiomas y en todas las literaturas conocidas. Toda la tierra habla como ha hablado Moisés. Sobre este punto están acordes los oráculos de Delfos y de Cumas con los Profetas: el mundo espera y atiende durante cuatro mil años. En la segunda vertiente de la historia, el mundo adora y cree: esta magnífica unidad de esperanza y de fe, desafía todos los esfuerzos del escepticismo.

«Hay, dice Plutarco, una doctrina de la más remota antigüedad, que se ha trasmitido de los teólogos y de los legisladores a los poetas y a los filósofos; es desconocido su autor, pero se apoya en una fe constante e inalterable, y se halla consagrada universalmente, no tan solo en los discursos y en las tradiciones del género humano, sino también en los misterios y en los sacrificios, entre los Griegos y entre los bárbaros.» Esta opinión es, que el universo no ha sido abandonado al acaso, y que tampoco está bajo el imperio de un poder único, sino que existen dos principios vivientes, el uno del bien, el otro del mal. «El primero se llama Dios, el segundo se llama el demonio. «Así es como hablaba Zoroastro. Dios era Oromazes, el demonio se llamaba Ahrimanes. Pero entre los dos colocaba un mediador llamado Mithras. Pues bien, vendrá un tiempo fatal y predestinado en que Ahrimanes después de haber abrumado al mundo con toda clase de plagas, será destruido y exterminado. Entonces se aplanará la tierra como un valle llano y unido47; no habrá más que una vida y una clase de gobierno entre los hombres y todos hablarán el mismo lenguaje y vivirán felices. -Teopompo es- escribe también que los dos poderes del bien y del mal combatirán uno contra otro, en una lucha que durará siglos; pero que al fin será vencido, abandonado, destruido Plutón, (el poder infernal): entonces serán felices los hombres, y el Dios que habrá obrado, hecho y procurado este triunfo, reposará un tiempo conveniente a su divinidad48. «La filosofía moderna ha reconstruido, con el auxilio de los monumentos caldeos y del texto de Zend-Avesta, todo el sistema de Zoroastro, de que   —XX→   sólo hace Plutarco un análisis incompleto. He aquí la manera como resume M. Lajard el dogma persa: Zaruan, Ormuzd y Mithra componen una triada divina que representa el pensamiento, la palabra y la acción. Ormuzd, rey del firmamento, ha creado el mundo por medio de la palabra. Esta palabra es: Yo soy. Mithra, rey del cielo movible, rey de los vivos o de la tierra, rey de los muertos o de los infiernos, pronuncia sin cesar esta palabra, como encargado por Ormuzd de presidir a la reproducción de los seres. Su nombre significa también, en Zend, la Palabra lo/goj Verbum. Debe combatir incesantemente y por todas partes a Ahrimanes y al mal, conservar la armonía en el mundo, servir de modelo a los hombres, y ejercer las funciones de mediador entre ellos y Ormuzd; pero no entre Ormuzd y Ahrimanes como creía Plutarco. El texto de Zend-Avesta justifica completamente mi observación: «Yo dirijo mi súplica a Mithra, a quien creó el gran Ormuzd mediador sobre la montaña elevada, en favor de las numerosas almas de la tierra.» En uno de los más célebres monumentos del culto romano de Mithra hallado en Roma en una gruta del monte Capitolino49, se leen estas palabras: Namasebesio, que pronuncia este Dios en el momento en que clava su puñal en el cuerpo del toro (víctima sagrada de los Persas). Estas dos palabras, la primera de las cuales pertenece al idioma de los Persas, significan: Gloria a Sebesio, que es el mismo Dios que Ormuzd. Esta fórmula es un resumen lacónico de la oración que dirige Mithra en los libros de los Persas50, con las manos elevadas al cielo, a Ormuzd, para implorar el perdón del pecado cometido por la primera pareja humana; y las palabras de Mithra están aquí en perfecta armonía con las que Zoroastro pone en boca del mismo Ormuzd, y cuyo sentido es que si no hubiera tributado Meschia (el primer hombre) a Ahrimanes un culto que sólo debía rendir a Ormuzd, «hubiera arribado su alma, criada pura e inmortal, a la mansión de la felicidad, en cuanto hubiese llegado el tiempo del hombre creado puro51.» El mediador, el Verbo, el Mithra de Zoroastro, que debe restablecer la armonía entre el cielo y la tierra, que debe triunfar del principio infernal, según Teopompo, vuelve a encontrarse con su nombre de lo/goj, en Platón52. «Resumiendo, añade M. Lajard, diré que el sistema religioso de los Persas reconocía   —[XXI]→   un Dios supremo, invisible, incomprensible, sin principio ni fin; una triada que rige al mundo, y que se compone de este dios, y de estos dos dioses, creados y visibles, uno de los cuales ejerce las funciones de Mediador y de Salvador. Finalmente, erigiéndose Zoroastro en Mesías o en Libertador, anunció al mundo entero que nacerían de él, después de su muerte de una manera milagrosa, tres hijos: Oschedermani, Oschedermah y Sosiosch. A la voz de este último, abrazará todo el mundo la ley. «Arrojará del mundo de dolor el germen del Daroudj de dos pies (el hombre impuro); destruirá al que dañó al puro; serán puros los cuerpos del mundo53.» Finalmente, «este último libertador verificará la resurrección de los muertos y la renovación de los cuerpos54.» D'Herbelot en su Biblioteca Oriental, había señalado ya esta importante tradición del nacimiento maravilloso del Libertador, prometido por Zoroastro. He aquí sus palabras: «Aboul-Faradj, en su quinta dinastía, dice que Zardascht (Zoroastro) autor de la Magoussiah, había anunciado que nacería de una virgen el Libertador55.» Ahora comprendemos por qué vendrán los Magos a adorar al divino Hijo de María, al establo de Belén. «Una constante tradición, dice también M. Lajard les hace venir de la misma Persia, y los primeros homenajes que recibe al nacer, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, son los que ellos vienen a ofrecerle56.» No habían olvidado los Magos, discípulos de los Caldeos, la palabra del hijo de Beor: «Nacerá una estrella de en medio de Jacob57

La China, acantonada en su aislamiento, como en el Invariable Medio, no tiene otro lenguaje que la Persia. «El ministro Phi consultó a Confucio y le dijo: Oh Maestro, ¿no sois un santo?- Y éste contestó: Por mucho que me esfuerce, no me recuerda mi memoria a nadie que sea digno de este nombre.- Pero, replicó el ministro, ¿no fueron santos los tres reyes58?- Los tres reyes, respondió Confucio, dotados de una gran bondad, poseyeron una prudencia ilustrada y una fuerza invencible. Mas por mi parte, Khieou, no sé si fueron santos59.- El ministro replicó: No han sido santos los cinco señores60?- Los cinco señores, contestó Confucio, dotados de una gran bondad, han hecho uso de una caridad divina y de una justicia inalterable, pero yo, Khieou, no sé si han sido santos.- El ministro le preguntó   —[XXII]→   otra vez: ¿No han sido santos los tres Augustos61?- Los tres Augustos, replicó Confucio, han podido emplear bien el tiempo, mas yo, Khieou, ignoro si han sido santos.- Sorprendido el ministro, le dijo al fin: Pues entonces ¿a quién se puede llamar santo?- Confucio conmovido, respondió, no obstante, con dulzura a esta pregunta: Yo, Khieou, he oído decir que habría en las comarcas occidentales un Hombre Santo, que sin ejercer ningún acto de gobierno, prevendría las turbulencias; quien, sin hablar, inspiraría una fe espontánea; quien, sin alterar el orden de las cosas, produciría naturalmente un océano de acciones meritorias. Nadie sabe decir su nombre; pero yo, Khieou, he oído decir que éste será el verdadero santo62.» He aquí las palabras no menos explícitas que tomamos al Tchoung-Young63, traducido recientemente por nuestro sabio sinólogo M. Pauthier: «El príncipe sabio, dice Confucio, busca la prueba de la verdad en los espíritus y en las inteligencias superiores, y por tanto conoce profundamente la ley del mandato celestial; hay que esperar por cien generaciones al Hombre Santo, el cual no está sujeto a nuestros errores64. Que aparezca este Hombre supremamente Santo con sus virtudes y sus poderosas facultades, y los pueblos no dejarán de demostrarle su veneración; que hable, y los pueblos no dejarán de tener fe en sus palabras; que obre, y no dejarán de regocijarse los pueblos. Así es como la fama de sus virtudes es un Océano que inunda el imperio por todas partes, extendiéndose aún hasta a los bárbaros de las regiones meridionales y septentrionales; por todas partes donde pueden abordar las naves o llegar las carrozas, o penetrar las fuerzas de la industria humana, en todos los lugares que cubre el cielo con su inmenso dosel, en todos los puntos que abraza la tierra, que iluminan el sol y la luna con sus rayos, que fertilizan el rocío y los vapores de la mañana: cuantos seres humanos viven y respiran, no pueden dejar de amarle y reverenciarle. Por esto se ha dicho que le   —[XXIII]→   igualan con el cielo sus facultades y sus poderosas virtudes65» Parece que se oye en estas admirables palabras una paráfrasis de las inspiraciones de Israel: «Marcharán las naciones guiadas por su luz, y los reyes por el esplendor de su aurora66.- Levántate, Jerusalén, sube a las alturas, mira hacia el Oriente, y ve congregados tus hijos desde el Oriente al Occidente, en virtud de la palabra del Santo, gozándose en la memoria de Dios67

La India, con sus encarnaciones milenarias de Visnu, habla como la China y la Persia, según ya hemos tenido ocasión de observar en otra parte68. La parábola del hijo extraviado que forma el capítulo IV del Lotus de la Buena Ley, uno de los libros sagrados más extendido entre los que componen la voluminosa literatura de los budistas, ha sido traducida hace algunos años por MM. E. Burnouf y Foucaux. En ella se representa al género humano como en el Evangelio, bajo la imagen de un hijo separado por largos años del padre más tierno. «Nos extraviamos, somos impotentes, somos incapaces de hacer un esfuerzo, dicen los sabios.» Baghavat les lleva la ley que no habían oído anteriormente. Pasmados de admiración y sorpresa, poseídos de la mayor alegría los sabios, se levantan, hincan la rodilla derecha en tierra, se inclinan y juntan las manos ante Baghavat. Su alegría es igual a la del hijo extraviado que vuelve a encontrar a su padre69.

«Las islas lejanas os esperan», habían dicho los profetas inspirados, saludando por entre las edades, el advenimiento del Deseado de las naciones. No es poca la sorpresa que causa hallar el eco de esta palabra en las dos Américas, estos vastos continentes, que sospechó el antiguo mundo, sin conocerlos nunca. «Una horrible serpiente, dicen los Salivas, talaba en otro tiempo las orillas del Orinoco. El Dios Pura envió del cielo a su hijo a la tierra, a combatir esta temible serpiente, y fue vencido y muerto el monstruo. Pura dijo después al demonio, que habitaba el cuerpo del reptil. ¡Vete al infierno, maldito! Ya no volverás a entrar nunca en mi casal70.» Los americanos del Norte no son menos explícitos que los del Mediodía. «Una profecía antigua, dice M. de Humbold, hacía esperar a los mejicanos una reforma benéfica en las   —[XXIV]→   ceremonias religiosas. Según esta profecía, debía triunfar al fin Centeolt de la ferocidad de los demás dioses, y debían reemplazarse los sacrificios humanos por las inocentes ofrendas de las primicias de las mieses.» Es la traducción, en el idioma nativo de los salvajes, de la célebre predicción de Malaquías: «Desde que sale el sol hasta que se pone, mi nombre es grande entre las naciones; en todo lugar, se rinde a mi gloria un sacrificio y una oblación pura71.» En todos los recuerdos del género humano se encuentra el dogma de la rehabilitación estrechamente ligado con el del pecado original. «La mujer de la serpiente, llamada también mujer de nuestra carne, porque la consideraban los mejicanos como madre de todos los mortales, continúa M. de Humboldt, se halla representada siempre en relación con una gran serpiente, y otras pinturas nos ofrecen una culebra con penacho, despedazada por el gran espíritu Tezcatlipoa, o por el sol personificado, el dios Tonatuch, que parece ser idéntico al Krischna de los Indios, cantado en el Bhagavata-Purana, y al Mithras de los persas. Esta serpiente, derribada por el gran espíritu, cuando toma la forma de una de las divinidades subalternas, es el genio del mal, un verdadero «Kakodai/mwn72.» Finalmente, para completar estas nociones de tan capital interés, añade M. de Humboldt: «Hállase en muchos rituales de los antiguos mejicanos, la figura de un animal desconocido, adornado con un collar y una especie de arnés, pero traspasado de dardos. Según las tradiciones que se han conservado hasta nuestros días, es un símbolo de la inocencia padeciendo: bajo este concepto, recuerda esta representación al cordero de los hebreos o la idea mística de un sacrificio expiatorio destinado a calmar la cólera de la Divinidad73

¡Pasmosa unanimidad de esperanza y de fe en un libertador, en las regiones más apartadas y más remotas del mundo! El Mediador de la Persia, de la China, de la India y de las dos Américas, era cantado en los bosques del Norte, bajo el cielo nebuloso de los Escandinavos por la Vola, o profetisa sagrada, en la asamblea de los dioses. Tenemos también, con el nombre de Voluspa, este himno extraño que llama M. Meril, el canto de la Sibila y M. Ampere, el Apocalipsis del Norte. «Las tradiciones en que se apoya este poema, dice M. Ampere, pertenecen a la más antigua mitología escandinava. Aquí son los dioses seres cósmicos y no personajes heróicos. Es un fragmento, o mejor, el conjunto de muchos fragmentos que contienen el sumario de los principales mitos escandinavos, más bien recordados que vueltos a trazar   —[XXV]→   con algunos grandes rasgos de una poesía por lo común oscura, siempre extraña, y algunas veces sublime74.» Después de haber vuelto a trazar el origen del mundo, la creación del hombre y los trabajos de los dioses, refiere la Vola la llegada del genio del mal y la perversidad de los hombres que fue su consecuencia. Entonces se eleva su acento: «¡La llanura en que se encontraron Sutur y los dioses buenos, dice la Vola, para combatir, tiene cien jornadas de camino a lo ancho y a lo largo! Este es el lugar que les está asignado.» Todo lo que se refiere a este gran combate, cuyo resultado decidirá de la suerte del mundo, se halla «desarrollado, añade M. Ampere, con la complacencia de un profeta que amenaza a sus enemigos.» Al fin quedará la victoria por los dioses, se renovará el mundo, y volverá a comenzar el reinado de la justicia para no terminar nunca75.

Hasta aquí ha estado el círculo de nuestras investigaciones fuera del mundo greco-romano. Volvamos a entrar en este centro, cuyas llagas intelectuales y sociales hemos sondeado ya. En él encontraremos también la misma fe en el Redentor futuro que llama Aristóteles «el verdadero Libertador y Salvador».- «Este Dios, engendrado antes que todos los dioses, dice Platón, es el que da la paz al género humano, inspira la dulzura y extingue el odio. Misericordioso, bueno, reverenciado de los sabios, admirado de los dioses, los que no le poseen, deben desear poseerle, y los que le poseen, deben conservarle preciosamente. Ama a los buenos y se aleja de los malos. Nos conforta en nuestros temores; dirige nuestros deseos y nuestra razón; es el Salvador por excelencia. Gloria de los dioses y de los hombres, y jefe suyo, suma belleza y bondad suma, debemos seguirle siempre y celebrarle en nuestros himnos76.» ¿Poseía Platón ese Dios Salvador? No, puesto que en otro pasaje nos dice que «vendrá un día a enseñar a los mortales77». Sin embargo, anteriormente, le implora. «Al principiar esta plática, dice, invoquemos al Dios Salvador para que nos salve con su enseñanza extraordinaria y maravillosa, instruyéndonos con su doctrina verdadera.» Esto recuerda la profesión de fe de Sócrates que hemos indicado más arriba, y que creemos conveniente citar por completo. Después de haber demostrado el filósofo que Dios no mira ni a la multitud, ni a la magnificencia de los sacrificios, sino que considera únicamente la disposición del corazón que los ofrece, no se atreve a explicar cuáles deben ser estas disposiciones, ni lo que debe pedirse a   —[XXVI]→   Dios. «Sería de temer, dice, alguna equivocación, pidiendo a Dios verdaderos males, que se considerarían78 como bienes. Es preciso, pues, esperar, hasta que nos enseñe alguno cuáles deben ser nuestros sentimientos hacia Dios y hacia los hombres.- Alcibiades. ¿Quién será este maestro, y cuándo vendrá? Con gran gozo veré a este hombre, sea quien fuere.- Sócrates. Es aquel de quien eres querido desde ahora; mas para conocerle, es preciso que se disipen las tinieblas que ofuscan tu entendimiento y que te impiden discernir claramente el bien del mal; al modo que abre Minerva, en Homero, los ojos a Diomedes, para que distinga al Dios, oculto bajo la figura de un hombre.- Alcibiades. Que disipe, pues, esta nube espesa, porque estoy pronto a hacer todo lo que me mande para ser mejor.- Sócrates. Te repito que aquel de quien hablamos desea infinitamente tu bien.- Alcibiades. Entonces me parece que haría yo mejor en remitir mi sacrificio hasta el tiempo de su venida.- Sócrates. Es verdad; más seguro es esto que exponerte a desagradar a Dios.- Alcibiades. Pues bien, cuando yo vea ese día deseado, ofreceremos coronas y los dones que prescriba la nueva ley. Yo espero de la bondad de los dioses que no tardará en venir79.» ¿Dónde habían, pues, tomado estas ideas, tan opuestas al orgullo filosófico, Sócrates y su intérprete Platón? Nadie duda, dice el sabio Brucker, que se conservase en el seno de la antigüedad, en todos los pueblos extraños a la civilización griega, la doctrina tradicional de un Mediador entre Dios y los hombres, que participara a un tiempo mismo de la naturaleza divina y de la naturaleza humana. Puede, pues, conjeturarse, con mucha verosimilitud, que se inspire el genio de Sócrates y el de Platón en esta fuente80.

A medida que precipitan los tiempos su marcha, se traducen las esperanzas del mundo con acentos más enérgicos. «Algunos meses antes del nacimiento de Augusto, dice Suetonio, se divulgó un rumor en Roma, acreditado por los oráculos. Anunciábase por todas partes, interpretando un prodigio reciente, que daría a luz la naturaleza un rey para el pueblo romano. Atemorizado el Senado, tomó una medida violenta, dando un decreto que prohibía criar los niños que nacieran en este año. Este rasgo histórico lo trae Julio Marcelo81.» Augusto nació el año 63 antes de Jesucristo, subiendo treinta años después, con el título de emperador, al trono del mundo. Debía, pues, haberse satisfecho   —[XXVII]→   la expectación universal; y no obstante nos dicen Tácito y Suetonio que continuó el mundo esperando un soberano que había de venir de Oriente. «Hallábase convencida la multitud, de que, según antiguas tradiciones sacerdotales, dice Tácito, debía el oriente recobrar en esta época la supremacía, y que llegarían a ser señores del mundo, hombres provenientes de Judea82.» «Todo el Oriente, dice Suetonio, tenía fijos los ojos en una antigua y constante tradición, según la cual prometían los destinos el cetro del universo a hombres que saldrían en aquel tiempo de Judea83.» ¡Coincidencia singular! Mientras veían los judíos trascurrir los últimos años del periodo setenta veces semanal de Daniel, anunciaban los sacerdotes etruscos la proximidad del Gran Año, de la era décima, era fatídica en que reinaría, al fin, en el mundo la felicidad universal84. «Algunos meses antes del rompimiento de Mario y de Sila que debía ser tan fatal para los romanos, dice Plutarco, resonó el aire puro y sereno súbitamente con sonidos lúgubres y doloridos que descendían del cielo. Apoderose la consternación de todos los corazones. Reuniéronse los sacerdotes etruscos en el templo de Belona, y consultados oficialmente por el Senado sobre la significación del fenómeno, respondieron: «La trompeta celestial anuncia una era nueva que cambiará la faz del universo85.» Todos saben de memoria los bellos versos de Virgilio. «Ha llegado, dice el poeta, la última edad de los oráculos de Cumas. Renuévase íntegramente el gran periodo de los siglos. Ya aparece la Virgen86 y vuelve a traer las felicidades del reinado de Saturno. Descenderá de las alturas de los cielos una nueva raza, y nacerá un niño que cerrará el siglo de hierro y restablecerá la edad de oro. Tu consulado, ilustre Polión, tendrá la gloria de dar fecha al venturoso advenimiento de los grandes meses que van a sucederse. Borráranse todas las antiguas manchas de nuestros crímenes, y quedará libre la tierra del temor secular que la oprimía87. Este niño recibirá la vida de los dioses, y reinará en el universo pacificado, con la fuerza y la virtud paternas. A tus pies, divino Niño, brotará la tierra espontáneamente, sus primeras ofrendas; los tapices de hiedra con sus flores pendientes, las colocasias mezcladas al gracioso acanto. La cabra de las montañas traerá   —[XXVIII]→   para ti sus ubres henchidas de leche; el león cesará de ser el terror de los ganados; espirará el lagarto junto a tu cama cubierta de flores; secaránse las plantas venenosas, remplazándolas los árboles perfumados de la Asiria88. Tal es el siglo, cuyo hilo se apresuran a plegar en sus ligeros husos las Parcas, dóciles a la suprema voluntad de los destinos. Hijo amadísimo de los dioses, augusto vástago de Jove, date prisa, te esperamos para honrarte. Mira al mundo que vacila en su inmensa órbita, y los continentes, y los mares, y las profundidades de los cielos. Todo se agita y se estremece a la gozosa expectativa del siglo que va a venir. ¡Oh! ¡ojalá se prolongue mi vida hasta este día afortunado, y quede en mis labios un postrer aliento para cantar tus hazañas! ¡Aparece, pues, Niño, y principia a reconocer el semblante de tu madre en su sonrisa89

Ha causado admiración oír a la Iglesia de Jesucristo, hace algunos siglos, proclamar en su lenguaje litúrgico la correlación de los oráculos paganos con las esperanzas y los terrores de Israel. No hay un protestante, en las ciudades de Alemania, de Inglaterra o de Suiza, que no se ría de lástima al considerar bajo las bóvedas de las catedrales góticas, trasformadas actualmente en púlpitos calvinistas o luteranos, la imagen de la Sibila esculpida al lado de las estatuas de los cuatro grandes Profetas, en los sitiales de los antiguos canónigos. Con una inspiración análoga se verificó en Francia, bajo este punto de vista, la reacción litúrgica del siglo XVII. Sentíase rubor en cantar con la Iglesia romana el famoso versículo: Teste David cum Sibila. ¿Cómo no se ha visto la magnificencia de la demostración católica en esta alianza del mundo entero en la fe en Jesús, Salvador y Juez? Sobre sus trípodes, en el fondo de sus cavernas, bajo las encinas de Dodona, sobre la piedra del dolman o de los menhires90 en los bosques de las Galias, en las dilatadas llanuras del Oriente, por todas partes donde agita siquiera un soplo religioso pechos humanos, brilla y se desborda en el mundo antiguo la misma fe en el Redentor, que ha de venir a enseñar y juzgar a los mortales. Perpetúase el eco de la promesa del Edén, bajo la bóveda sonora de las edades, y ¿se rehúsa a la Iglesia católica el derecho de recoger   —[XXIX]→   una de las pruebas más patentes de su divino origen! Se decía: ¡Las Sibilas son una invención monacal, que apareció en las tinieblas de la edad media! ¿Pero era acaso monje Virgilio? ¡Él es, pues, quien decía en el año 43 antes de Jesucristo!

Ultima Cummaei venit jam carminis aetas.

¿Vivía Cicerón en la edad media? Pues he aquí lo que escribía: «Interroguemos los versos que la Sibila arroja a los vientos, en su inspiración divina sobre hojas esparcidas. No ha mucho se divulgó en Roma el rumor de que iba un intérprete de los libros sibilinos a desarrollar, en presencia del Senado, la doctrina que en ellos había leído. Según él, debíamos para salvarnos, consentir en llamar Rey al Señor que iba a venir a reinar sobre nosotros. Si se halla efectivamente esta palabra en los libros sibilinos ¿cuál es el hombre a quien designa? ¿en qué tiempo debe nacer? ¡Ah! ¡Obremos todos de acuerdo, augures y arúspices, para hallar en estos libros algo más que un rey! Porque ni los dioses ni los hombres dejarán que suba jamás un rey al Capitolio91.» ¿Y no domina en el Capitolio, a pesar de los dioses y de los hombres, la cruz, cetro del rey inmortal? No hay duda que se rebelaban contra el oráculo sibilino las simpatías republicanas de Cicerón. El orador filósofo arroja una negación enfática a la predicción de la Sibila, y sólo consigue consignar mejor para lo futuro, su propio error y la veracidad de la profetisa. Finalmente, para justificar desde ahora, sin tener que insistir en ello, la mención simultánea de David y de la Sibila, en el canto litúrgico, en que traza la Iglesia romana en la tumba de sus hijos, la catástrofe final que reducirá a polvo el mundo, nos basta reproducir aquí otro texto de Cicerón: «Futura praesentiunt, ut deflagrationem futuram aliquando coeli atque terrarum.» Este texto es seguramente, si se reflexiona, la confirmación del texto litúrgico:


Solvet saeclum in favilla,
Teste David cum Sibylla.

La existencia de las Sibilas ha sido demostrada recientemente por un miembro del Instituto, que ha consagrado a este fin dos volúmenes, cuya erudición, sabia crítica e imparcialidad, le han conquistado los   —[XXX]→   aplausos del mundo sabio92. El autor de esta obra, Mr. Alexandre, ha dado el golpe de gracia a la limitada y mezquina filosofía del último siglo, que creía resolver las cuestiones más graves con una carcajada. Remitimos a esta obra magistral a nuestros lectores que deseen hacer un estudio más profundo de la cuestión. Por nuestra parte, antes que nos hubiera dado esta confirmación tan irrecusable la más autorizada crítica, pensábamos que bastaban los testimonios de la antigüedad pagana para cortar la dificultad. ¡Pues qué! decíamos, atestigua Cicerón que la Sibila anunciaba el advenimiento de un rey, cuya soberanía debían reconocer los romanos, si querían salvarse, Si salvi esse vellemus. Se exalta el orador republicano al solo pensamiento de un monarca, que volviera a levantar en el Capitolio el cetro hecho trozos de Tarquino el Soberbio. Pregunta: ¿Dónde está ese rey? ¿Quién le ha visto? ¿para qué siglos se halla reservado? Requiere a los dioses y a los hombres que no toleren jamás semejante usurpación, ¡y habíamos de cerrar nosotros los ojos a la luz, habiendo sido testigos de la vanidad de las recriminaciones del orador romano, y del cumplimiento, al pie de la letra, de las predicciones sibilinas, y no habíamos de ver la correlación de las tradiciones paganas con las profecías mesiánicas en la persona de Jesucristo! Nombra Virgilio a la Sibila de Cumas, y comenta sus oráculos en versos inmortales, ¡y no se ha de tener esto en cuenta!

Entre los oráculos sibilinos, cuyo texto ha llegado hasta nosotros, hay algunos que son posteriores a la era cristiana. Así debía ser, puesto que no sucumbió definitivamente el paganismo hasta tres siglos después del nacimiento de Jesucristo. ¿Pero qué nos importa la mayor o menor autenticidad de estos textos conservados actualmente? En la época de Virgilio y de Cicerón no existía aún el Cristianismo: Virgilio y Cicerón no son sospechosos de monarquismo: en su tiempo anunciaba la Sibila el nacimiento de un Dios en forma humana; el advenimiento de un rey que salvaría al mundo, y finalmente, la catástrofe final que cerraría el tiempo con una conflagración universal. Pues bien, en la época de Virgilio y de Cicerón hablaba la Sibila como Isaías y David. Tenemos, pues, el derecho de consignar con la Iglesia católica, este movimiento unánime de la humanidad que corre precipitadamente al encuentro del Redentor.

No fue tan solo el santo anciano Simeón quien fue divinamente avisado en los pórticos del nuevo Templo de Jerusalén, que consolaría su vejez la venida del Mesías esperado93. No es solamente la profetisa Ana94   —[XXXI]→   la que participa de esta esperanza embriagadora. No son tan sólo los Judíos los que computaron los tiempos y los que vieron nacer la aurora divina. Mientras intentan los cortesanos de Herodes aplicar a su señor el beneficio de esta expectación general, y decoran al rey idumeo con el título de Mesías95, los aduladores de Augusto aplican igualmente al César de Roma las predicciones de los oráculos sibilinos. La expectación es general. ¡El mundo parece suspender su marcha: interrógase a todos los puntos del cielo: se escucha; se espera! Hanse cumplido los tiempos: su plenitud se ha consumado. El recogimiento de la humanidad en esta hora solemne se reviste de un carácter misterioso. Hubo entonces un silencio que recordó el del universo creado, cuando esperaba de la mano de Dios un señor futuro, en la época en que meditaba la Santísima Trinidad la formación del hombre. ¡Cuánta sangre, cuántos crímenes ignominiosos cayeron sobre esta raza humana desde el momento en que salió radiante y pura de la creación primitiva! Todavía será más maravillosa la obra de la creación. El día cuyos esplendores van a ostentarse a nuestras miradas, es el que ha de iluminar el triunfo de una hija de Eva sobre la antigua serpiente; el que ha de realizar las bendiciones con que debía dotar un hijo de Abraham a todas las tribus de la tierra. El sacerdote, según el orden de Melquisedech; el Isaac del monte Moria; el Enviado de las colinas eternas, predicho por Jacob; el Profeta suscitado por Dios, como Moisés; el Conquistador, hijo de David; pacífico como Salomón; cuyo imperio significa la paz; cuyo nombre es Dios con nosotros; cuya madre debe ser una virgen; cuya patria es Belén; cuyos enviados deben recorrer el mundo, pasando hasta a las islas remotas para anunciar el reino de los cielos: el Mesías, en fin, va a aparecer. Ya su estrella, anunciada por Balaam, ha sido distinguida por los Magos del Oriente. ¡Venid, Hijo de los patriarcas, Heredero de los reyes de Judá, Esperanza de los justos, verdadero Cordero de los sacrificios, Arca de alianza inmortal; realizad todas las figuras; cumplid todas las promesas; consumad el mundo en la unidad! El Antiguo Testamento, con su séquito de esperanzas seculares rodea vuestra cuna. La humanidad encorvada bajo el yugo del error, sentada en la sombra de cuatro mil años, espera vuestra luz, Estremécese como el ciervo sediento que suspira por las aguas de las fuentes y ansía sumergirse en los manantiales de aguas vivas, abiertos por el Salvador y que saltan hasta la vida eterna.

  —33→  

imagen



IndiceSiguiente