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ArribaAbajoCapítulo V

Primer año del ministerio público


Sumario

§ I. LA PRIMERA PASCUA.

1. Arroja Jesús a los vendedores del Templo. -2. El tráfico en el Templo de Jerusalén. -3. Autenticidad de la narración evangélica -4. Las necesidades exegéticas de nuestra época. -5. Conversación de Jesucristo con Nicodemo. -6. Preocupaciones nacionales de los doctores de la ley. -7. Verdadero reino del Mesías. -8. Testimonio de San Juan Bautista. El amigo del Esposo. -9. Interpretación de las palabras de San Juan Bautista. Costumbres judías. Humildad del Precursor.

§ II. LA SAMARITANA.

10. Narración evangélica de la conversación de la Samaritana. 11. Jesús fatigado del camino. -12. Jesús, el divino solicitador de las almas. -13. ¡Si scires domum Dei! -14. La primera confesión en el brocal del pozo de Jacob. -15. El alma convertida. -16. Milagro de la profecía. -17. Milagro de la doctrina. -18. Conclusión.

§ III. VOCACIÓN DEFINITIVA DE PEDRO.

19. El Hijo del oficial real de Cafarnaúm. -20 Vocación definitiva de Pedro, Andrés, Santiago y Juan. -21. La pesca milagrosa.

§ IV. PRISIÓN DE SAN JUAN BAUTISTA.

22. Herodes Antipas se desposa con Herodias, su sobrina. -23. Es encarcelado Juan Bautista por Herodes Antipas en Maqueronta.

§ V. JESÚS EN CAFARNAÚM.

24. Autoridad de la enseñanza de Jesús. -25. El día del sábado en Cafarnaúm. El endemoniado de la Sinagoga. -26. Exposición sumaria de los principios teológicos relativos a los poseídos del demonio. -27. Teoría racionalista. -28 Discusión del milagro evangélico obrado sobre el demoniaco de Cafarnaúm. -29. Inanidad de la hipótesis racionalista. -30. Curación de la suegra de Simón. -31. La tarde del sábado en Cafarnaúm.

§ VI. JESÚS EN NAZARETH.

32. Relato evangélico de la predicación de Jesús en Nazareth. -33. Las sinagogas judías en tiempo de Nuestro Señor Jesucristo. -34. «Nadie es profeta en su patria. -35 Realización de la profecía de Isaías en la persona de Jesucristo. -36 La primera homilía cristiana.

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§ VII. SERMÓN DE LA MONTAÑA.

37. Las ocho bienaventuranzas. 38. La ley antigua y la nueva. -39. La ley del juramento. La ley del talión. Amor a los enemigos. -40. Limosna y buenas obras. Oración dominical. -41. Ayuno. El Lis de los campos. La Providencia. -42. La viga y la paja. Los falsos profetas. Las palabras y las obras. -43. Idea general del Señor de la Montaña.

§ VIII. MILAGROS EN CAFARNAÚM.

44 El leproso de Cafarnaúm. -45. El paralítico en casa de Simón-Pedro. -46. «Vuestros pecados os son perdonados». -47. Vocación de San Mateo. La comida del Publicano. Murmuraciones de los Fariseos y de los Doctores de la ley. -48. La hemorroisa. Resurrección de la hija de Jairo. -49. Doble carácter de autenticidad y de perpetuidad de los milagros del Evangelio.


ArribaAbajo§ I. La primera Pascua

1. «Después del milagro de Caná, dice el Evangelio, bajó Jesús a Cafarnaúm con su madre, sus hermanos (o parientes) y sus discípulos, donde permanecieron pocos días, porque estaba próxima la Pascua de los Judíos. Jesús subió a Jerusalén, donde halló el Templo obstruido de mercaderes que vendían bueyes, y ovejas y, palomas, y de cambistas sentados junto a sus mesas. Y habiendo formado Jesús como un látigo de cordeles, los echó a todos del templo, juntamente con las ovejas y bueyes, y echó por el suelo el dinero de los cambistas, derribando las mesas. Y dijo a los que vendían palomas: Quitad eso de aquí, y no hagáis de la casa de mi Padre una casa de tráfico. -Al verle proceder de esta suerte sus discípulos, se acordaron que está escrito: El celo de tu casa me tiene consumido472. Entre tanto, interpelando los Judíos a Jesús, le pre-señal o prodigio nos manifestarás que tienes autoridad para hacer estas cosas? -Respondió Jesús y les dijo: Destruid este Templo, y yo le reedificaré en tres días. -Dijéronle los judíos. Cuarenta y seis años se han empleado en edificar este Templo, ¿y tú le has de restablecer en tres días? Pero Jesús hablaba del templo de su cuerpo. Así, después que resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que lo dijo por esto, y creyeron (con más fe) en la Sagrada Escritura473 y en las palabras que   —263→   Jesús había dicho. Y mientras Jesús estaba en Jerusalén por la fiesta de la Pascua, viendo muchos los prodigios que hacía, creyeron en su nombre. Mas Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos, y no necesitaba de que nadie le diese testimonio de ningún hombre, porque conocía por sí mismo el secreto de todos los corazones474».

2. Creyendo un retórico escribir la historia de Jesús, se ha atrevido a decir: «Aborrecía» el Templo, y nada fue menos sacerdotal que su vida». El primer acto de Jesús en Jerusalén es un acto de respeto al Templo. Su primera afirmación tiene por objeto declarar que «el Templo es la casa de su padre». Testigos de la indignación verdaderamente sacerdotal que se apodera de él, al entrar en los pórticos del Lugar Santo, profanados por un tráfico innoble, le aplican sus discípulos la palabra de David: «Señor, el celo de tu casa me ha devorado». Por lo demás, era imposible en semejantes circunstancias aplicar con más exactitud la cita del salmista. Los discípulos debieron estremecerse pensando en el tumulto que iba a promover la conducta de su maestro. Y en verdad, no era en lo interior del Templo, ni aún en el Atrio de los Judíos, donde se había constituido el mercado público en que los prosélitos que acudían de Egipto, de la alta Siria, de la Caldea y de Roma, en la época pascual, hallaban provisión de víctimas para los holocaustos, corderos para el festín de la Pascua, y palomas para el rescate de los primogénitos. El Atrio de los Gentiles, (Atrium gentium) estaba consagrado desde el tiempo de Herodes a estas transacciones que parecía haber legitimado el uso. El Talmud de Jerusalén refiere que un famoso rabino, Bava, hijo de Bota, y que gozaba de gran crédito para con Herodes, había tratado de establecer en los pórticos mismos del Templo, un mercado, donde había vendido desde luego tres mil corderos de Cedar475. La especulación había sido lucrativa, y le imitaron los mercaderes de bueyes y de palomas. En breve todas   —264→   las sinagogas de la Judea se convirtieron en lugares de tráfico. El carácter venal y avaro del pueblo Judío se prestaba a tentativas de este género, y a pesar de las prescripciones formales de la ley, llegó a ser el servicio del Templo, pretexto de un verdadero comercio. La policía de Herodes hallaba en esto también ventaja, puesto que nadie reclamaba contra un abuso de que la mayor parte trataba de aprovecharse. El Talmud cita a un rabino, Eleazar ben Sadoc, que ganaba con el cambio, cada año sumas enormes. A los dos lados de la puerta oriental había constantemente tiendas y mesas fijas que llegaban hasta los pórticos de Salomón. Cuando sucedió la dominación romana a la de Arquelao, no se alteró en nada este orden de cosas; sólo se vio tomar puesto al lado de los mercaderes, plateros y cambiadores con el doble objeto de facilitar las transacciones cambiando las monedas, y de especular sobre el impuesto sagrado de medio siclo que debía pagar cada israelita en la festividad de Pascua para la conservación del Templo476.

3. Tal era la situación a que se dirigía Jesucristo con un látigo en mano, en presencia de sus discípulos atónitos. Trasládese la escena a otro teatro distinto del de la civilización judía; apártese de la persona divina de Jesús la aureola con que le había rodeado el testimonio de Juan Bautista, y el hecho de la expulsión de los vendedores del Templo tomará a los ojos de los espectadores, el carácter de un atentado contra el orden establecido; la multitud turbada en el ejercicio de un derecho en apariencia legítimo, desconcertada en sus hábitos, y sobre todo en sus intereses mercantiles, se apoderará del perturbador del reposo público, y se tomará la justicia por sí misma, o por lo menos entregará al culpable a los agentes de la autoridad romana. Así hubiera sucedido en cualquier otra parte. Pera todos los habitantes de Jerusalén habían oído algunos meses antes, de labios de Juan Bautista, la gran nueva de que acababa de hacer su advenimiento en Judea el Cordero de Dios, que borra los pecados del mundo, el Dominador, el Maestro esperado, el Hijo en quien había puesto Dios todas sus complacencias. Todos sabían que se había rendido a Jesucristo este testimonio a orillas del Jordán, y oían a los discípulos del Salvador darle públicamente el título de Hijo de Dios, y referir los milagros obrados por su poder. En el momento,   —265→   pues, en que el Mesías proclamado, aparece por vez primera con esta notoriedad en el Templo, y arroja de él a los vendedores que trasforman la casa de su Padre en un lugar de vil tráfico, los testigos de este acto insólito miran cual obra, sin que ninguno piense en impedírselo, porque conoce cada uno en su conciencia la justicia de aquel acto, y se limitan los Judíos a pedir a Jesús un milagro que les convenza de la divinidad de su misión. Todas las circunstancias de la narración evangélica llevan, pues, el sello de una autenticidad fundada en las entrañas mismas del hecho. No recordaremos aquí la perfecta concordancia de la fecha de cuarenta y seis años indicada como la de la reconstrucción del Templo, pues ya tuvimos ocasión de señalarla en la historia de Herodes477. La empresa que comenzó este príncipe veinte años antes de la E. V. se prolongó aun más allá del periodo evangélico. Veinte y seis años de nuestra era habían trascurrido, en la época de la solemnidad Pascual, en que expulsó Jesús a los mercaderes del Atrio de los extranjeros; de manera que tenían una exactitud matemática los cuarenta y seis años citados por los Judíos.

4. Lejos estamos en verdad, de atribuir a esta confirmación del Evangelio por medio de pruebas internas o externas, el predominio sobre el carácter divino que se revela, independientemente de toda preocupación científica, a la simple lectura o a consecuencia de una meditación piadosa. ¡Cuán preferible no sería elevar nuestros corazones y nuestras inteligencias con el estudio exclusivo de los misterios de amor, de verdad y de vida, cuya constante manifestación es la historia de Dios! Pero el indigno disfraz que ha osado presentar la incredulidad en estos últimos tiempos contra el texto sagrado, nos impone la dura necesidad de arrancarnos de los divinos encantos de una contemplación que arrebataba al genio de Bossuet. En las épocas de postración y decadencia intelectuales, son necesarias enseñanzas proporcionadas al estado de los espíritus. En un siglo que se deja seducir por el eco de los añejos sofismas de Celso y de Porfirio, es preciso recordar los elementos de la catequística. ¡Ojalá nos den aun nuevos Agustines, para uso del nuevo racionalismo, tratados semejantes a los que el gran obispo de Hipona dirigía a los catecúmenos de su tiempo, con un título verdaderamente   —266→   apropiado a las necesidades actuales: ¡De catechizandis rudibus! Continuemos, entretanto, recogiendo las enseñanzas que se desprenden de los libros del divino Maestro.

5. «Había entonces en Jerusalén, dice San Juan, un doctor fariseo, llamado Nicodemo, hombre principal entre los Judíos, el cual fue de noche a buscar a Jesús, y le dijo: Maestro, sabemos que eres un doctor enviado de Dios, porque nadie puede hacer los prodigios que tú haces, si Dios no está con él. -Respondió Jesús, y le dijo: ¡En verdad, en verdad te digo, que ninguno puede ver el reino de Dios, sino nace de nuevo! -Pero ¿cómo puede nacer de nuevo un anciano? dijo Nicodemo. ¿Cómo puede volver otra vez al seno de su madre para renacer? -En verdad, en verdad te digo, respondió Jesús, nadie puede entrar en el reino de Dios, sino renaciere (por el bautismo) del agua, y (la gracia) del Espíritu Santo. Lo que ha nacido de la carne, carne es; mas lo que ha nacido del espíritu es espíritu. No extrañes, pues, que te haya dicho: Es necesario que vosotros nazcáis otra vez. El espíritu sopla donde quiere y tú oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va: lo mismo sucede respecto de todo aquel que ha nacido del espíritu. -¿Cómo se puede hacer esto? preguntó Nicodemo. -¿Eres doctor en Israel, respondió Jesús, e ignoras estas cosas? En verdad, en verdad, te digo, que nosotros hablamos lo que sabemos bien y no atestiguamos sino lo que hemos visto, y no obstante, vosotros no admitís nuestro testimonio. Si no me creéis, habiéndoos hablado cosas terrenas, ¿cómo me creeréis si os hablo de cosas celestiales? Ello es así que nadie subió al cielo, sino aquel que bajó del cielo (a saber) el Hijo del hombre que está en el cielo. Al modo que Moisés levantó en alto la serpiente de bronce en el desierto, así conviene que sea levantado en alto el Hijo del hombre, para que todo aquel que crea en él no perezca, sino que logre la vida eterna; porque amó Dios tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito, a fin de que todos los que creen en él no perezcan, sino que vivan la vida eterna. Pues no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por su medio. Quien cree en él, no es condenado, mas el que no cree, ya tiene hecha la condena, por lo mismo que no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios. Y la causa de esta condonación consiste en que habiendo venido al mundo la luz, amaron los hombres más las tinieblas que la   —267→   luz, por cuanto sus obras eran malas. Porque todo aquel que obra mal, aborrece la luz y no se arrima a ella para que no sean reprendidas sus obras; mas el que obra según la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras son hechas según Dios478».

6. Si fuera permitido aplicar a los divinos misterios del Evangelio denominaciones tomadas del orden terrestre y de nuestros usos vulgares, se podría decir que este diálogo secreto de Jesucristo con Nicodemo es enteramente el programa de la Redención verificada en favor de las almas por el Verbo encarnado. ¿Quién era este doctor ilustre en Israel que venía a encontrar por la noche al nuevo Rabí, cuyos milagros impresionaban a la multitud? Un discípulo de la escuela de Hillel, responden las tradiciones Talmúdicas; un hombre opulento, que hacía tender a sus plantas, cuando entraba en la Sinagoga, alfombras que abandonaba a los pobres. El Evangelio nos dice solamente que era uno de los miembros principales de Sanhedrín, y que se convirtió secretamente a las doctrinas del Salvador, sin atreverse a declararse en público por miedo a los Judíos479. La riqueza de Nicodemo, que llamó la atención de los Talmudistas, no causa impresión alguna en el Evangelista; pero fijan particularmente la atención de San Juan, su título de doctor en Israel y el conocimiento de las Escrituras que éste supone. Todo el diálogo de Jesús con este tímido prosélito tiene por base la Escritura. El Antiguo Testamento era como la raíz del Evangelio; pero era precisa la revelación del Verbo para fecundizar este antiguo tronco. ¿Cuántas veces no habían anunciado los Profetas que Dios crearía una nueva generación, nuevos cielos y una tierra nueva? Nicodemo conocía sin duda estos textos sagrados, pero cuando oye la solemne afirmación de la necesidad de un segundo nacimiento, no comprende nada de este misterio, cuya sola enunciación provoca por su parte la objeción del más repugnante materialismo. Sin embargo, había leído las palabras de Jeremías, mandando de parte de Jehovah la circuncisión del corazón480 y la célebre profecía de Ezequiel: «Os quitaré vuestro corazón de piedra para sustituirlo con otro de carne481». Tal vez llevaba, como fariseo escrupuloso, bordada en la orla de su vestidura, la oración de David: ¡Oh Dios!   —268→   ¡cread en mí un corazón nuevo482! «Por lo menos, era fiel observante de las prescripciones legales, respecto de las abluciones frecuentes. Pero bajo la letra de la ley, no sabía discernir la purificación espiritual, de que eran figura los ritos Mosaicos. El bautismo legal en el agua, para borrar las impurezas corporales; el bautismo legal en la carne, por medio de la circuncisión, para imprimir el sello de la adopción de los hijos de Abraham; tales eran a los ojos del Fariseo, los únicos elementos de santificación. He aquí por qué no comprende nada de la regeneración de las almas que acaba de verificar el Hijo de Dios. Para él, así como para todo el judaísmo, debe ser el Mesías un poderoso dominador, un fundador de imperio: subyúgale la idea de ver realizarse esta esperanza en la persona de Jesucristo; viene por la noche a llevar a los pies del Salvador el testimonio de toda su secta. «Rabí, dice, sabemos que vienes de parte de Dios, según nos lo prueban tus milagros». Si le hubiera contestado el divino Maestro: «Dentro de dos años volverá a levantarse el trono de David, Jerusalén eclipsará a la Roma del César, y los hijos de Abraham serán los soberanos del mundo», hubiera comprendido Nicodemo este lenguaje y aplaudido esta revelación.

7. Pero Jesús dice por lo contrario: «No ha enviado Dios a su único Hijo para juzgar al mundo; le ha enviado para llevar la salvación a las almas por medio de la fe. El Hijo del hombre será elevado como la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto. Lo atraerá todo a sí de lo alto de una cruz». Tal es el trono que acaba de buscar en la tierra el Hijo único de Dios que ha bajado del cielo. Su revelación es luz, verdad y obras de vida. El nuevo reino que acaba de fundar es una regeneración espiritual, cuya puerta es el bautismo del agua y del Espíritu Santo; este bautismo, figurado por la circuncisión da una vida nueva, un segundo nacimiento a las almas. Iluminados hoy por el Evangelio, comprendemos cada una de las palabras del discurso de Jesús, pero el doctor de Israel las oyó sin penetrar su sentido. El soplo del viento lleva un eco a nuestros oídos, sin que sepamos ni de dónde viene ni adónde va; tal era exactamente la situación del fariseo, al escuchar esta revelación inesperada. Al proseguir el estudio de la narración   —269→   evangélica, va a desarrollarse sucesivamente a nuestros ojos, la admirable economía del renacimiento de las almas en la tierra por la gracia de los Sacramentos, por la fe en el nombre del Hijo de Dios, y el cumplimiento de las obra de verdad. Pero podemos apreciar desde ahora, por la admiración de uno de los más ilustres doctores de Israel, los obstáculos que deberá encontrar tal doctrina, antes de subyugar las inteligencias. La profundidad de las tinieblas que cubrían la humanidad, opondrá a la luz divina una resistencia tanto más obstinada, cuanto que son las tinieblas un cómodo manto para ocultar todas las obras del pecado. Y si era ya tan difícil hacer comprender la generación espiritual de santidad que traía el Salvador a la tierra ¿cuánto más no lo será hacer que acepten las inteligencias el adorable misterio de la Encarnación del Verbo, Hijo único de Dios, que descendió del cielo por amor nuestro? El Doctor de Jerusalén comprendió más adelante cuál era el trono de que había hablado el Hijo del hombre, cuando le fue entregado en sus manos por Pilatos el cuerpo inanimado del Salvador, elevado en la cruz, como en otro tiempo la serpiente de bronce en el desierto.

8. El bautismo en el agua y el Espíritu Santo, era, pues, el principio de la regeneración del mundo. Así lo había anunciado el Precursor, preparando de esta suerte realmente y al pie de la letra, «los caminos ante el Señor». Es preciso cerrar voluntariamente los ojos a la luz para no sentirse impresionado por la magnífica correspondencia que existe entre la misión preparatoria de Juan Bautista y la acción suprema de Jesús. Sin embargo, la incredulidad moderna no parece ni aún sospecharía. Pero olvidemos las sacrílegas interpretaciones de la exégesis racionalista483, pues caen por su peso ante la majestuosa sencillez del Evangelio. «Después de la festividad de Pascua, continúa el escritor sagrado, Jesús, seguido de sus discípulos, volvió a la campiña de Judá, próxima a Jerusalén484;   —270→   donde vivía y bautizaba por el ministerio de sus discípulos, que conferían el bautismo en su nombre485. Entonces se hallaba Jesús en las riberas del torrente de Ennom junto a Salim486, donde había agua abundante y profunda. Y acudían muchos y eran bautizados, porque en aquella época aún no había sido Juan encarcelado, como lo fue a poco por Herodes Antipas. Habiéndose suscitado una disputa entre los discípulos de Juan y algunos judíos sobre el bautismo de su Maestro, acudieron a Juan sus discípulos, y le dijeron: Maestro, aquel que estaba contigo, a la otra parte del Jordán, de quien tú diste testimonio, sábete que se ha puesto a bautizar, y todos van a él. Respondió Juan, y dijo: el hombre no puede atribuirse cosa alguna sino le es dada del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: No soy yo el Cristo, sino que he sido enviado delante de él (como precursor suyo). ¿Quién es el esposo, sino aquel en cuyas manos se entrega la esposa? En cuanto al amigo del esposo, que está para asistirlo, se regocija en extremo de oír la voz del esposo. Mi gozo es, pues, ahora completo. Conviene que Jesús crezca y que yo mengüe. El que ha venido de lo alto es superior a todos. Y atestigua los misterios   —271→   divinos que vio y oyó, y no obstante, nadie recibe su testimonio. Mas quien recibe su testimonio, testifica que Dios es verídico; porque éste, a quien Dios ha enviado, habla palabras de Dios, porque Dios no le ha dado su espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto en su mano todas las cosas. El que cree en el Hijo (de Dios), tiene la vida eterna; pero quien no da crédito al Hijo de Dios, caerá en la muerte, bajo el peso de la ira de Dios487».

9. En las riberas del Ennom, se expresa Juan Bautista, respecto de la divinidad de Jesucristo, absolutamente en el mismo sentido que lo hacia ha poco el Salvador con el doctor fariseo. Se indigna contra la incredulidad de sus propios discípulos que rehúsan ir a Jesús y escuchar la palabra del Hijo de Dios. Pero hay en el acento del Precursor una emoción, una respetuosa ternura, una profunda humildad, que se ocultaban tal vez al entendimiento de los lectores poco familiarizados con las costumbres judaicas, y cuyo admirable carácter conviene hacer resaltar. La alusión que hace aquí San Juan Bautista a las pompas nupciales de los Hebreos, merece fijar toda nuestra atención. La prometida esposa judía, engalanada con los adornos que le había enviado aquella mañana el esposo488, dejaba la casa paterna de noche, al son de los instrumentos de música a la luz de las lámparas. Formaban su séquito diez Vírgenes con sus lámparas encendidas, a quienes precedía la joven esposa, llevada por el paraninfo. El esposo, ungido de perfumes, ceñida la frente con una corona, venía a recibirla, precedido de diez jóvenes, a cuya cabeza iba el amigo del esposo. Designábase su llegada, que esperaban las jóvenes Vírgenes por la gozosa aclamación que nos ha conservado una parábola evangélica: «He aquí al esposo, salid a su encuentro489». Entonces se reunían las dos comitivas, y presentaba el paraninfo la esposa a su futuro esposo. Estos pormenores, tomados de las costumbres tradicionales de los Judíos, nos dan el sentido   —272→   de la comparación que emplea el Precursor. ¿Quién es el esposo? dice. ¿Es el que se adelanta el primero a la cabeza del séquito nupcial? No, es aquel en cuyas manos será entregada la esposa. Pero allí está a su lado el amigo del esposo, gozando de la dicha de aquel a quien ama, oyendo su voz conmovida y participando de su felicidad. Así, según la expresión de San Juan Bautista, la Encarnación del Hijo de Dios era la solemne alianza del Verbo con la humanidad: En esta grande epopeya nupcial, que proyectó su brillo sobre las tinieblas de una noche de cuatro mil años, no se atrevió el Precursor ni aun a atribuirse el papel del paraninfo, del que conducía a la esposa para ofrecerla al esposo. «Y no obstante, parece, dice San Juan Crisóstomo, que tal fue en realidad la misión de San Juan Bautista. Puso, pues, en mano del esposo celestial la mano de la Iglesia, su esposa, y fue el lazo de unión entre las almas y el Verbo encarnado». Pero el humilde Hijo de Isabel no se permitió tan elevados pensamientos respecto de su persona. Ya había dicho una vez, que en presencia de Cristo, Hijo de Dios, se tenía por indigno de desatar las correas de sus sandalias. «Hoy, a punto de terminar su carrera de Precursor, cuando da el testimonio de haber dispensado fielmente el depósito de la verdad confiado a su ministerio, deja escapar una palabra de enternecimiento que revela todo el secreto de su alma apasionada. Se dice el amigo del esposo bajado del cielo para desposarse con la humanidad. Y ¡qué suavidad de lenguaje en su comparación con el fiel amigo que oye la voz del esposo, permanece en silencio para gozar mejor de sus acentos, y se estremece en la plenitud de la alegría, contemplando el gozo de aquel a quien ama! He aquí perfectamente marcado el carácter del amor divino, cuya inmortal llama vino Jesucristo a encender en los corazones. Juan Bautista no aspira a ningún otro poder, a ningún otro privilegio, a ninguna otra grandeza. Y es, que en efecto, el Verbo encarnado, el Esposo que vino a contraer en persona estas bodas espirituales, no recibió de nadie más que de sí mismo, su esposa amadísima. Es el Verbo de Dios que creó al hombre inocente: es el Verbo de Dios que dejó caer una palabra de consuelo, de misericordia y de esperanza sobre el hombre culpable; es el Verbo Dios que llamó a Abraham y constituyó en la progenie de los patriarcas, la herencia de las promesas de salvación; hizo oír su en el Sinaí, y dictó sus leyes a la nación escogida; inspiró las profecías   —273→   en la serie de las edades, y dirigió las esperanzas de los justos. Nadie, pues, tuvo que darle su esposa, el día en que se presentó él mismo para su mística unión: Juan Bautista le precedió tan sólo, gritando al Judaísmo: «¡He aquí viene el esposo, corred a su encuentro!»




ArribaAbajo§ II. La samaritana

10. Después de la profesión de fe tan explícita del Precursor, acudió la muchedumbre, con un ardor nuevo, al lado de Jesús. Los Fariseos y los doctores de la ley, prevenidos ya contra Juan Bautista, cuyo bautismo afectaban rechazar490, no se mostraron menos hostiles a la influencia del Salvador. «Habiendo, pues, sabido con furiosos celos que Jesús hacía más discípulos y bautizaba más que Juan, dice el Evangelista, conociendo Jesús sus malos designios, dejó la Judea y se fue otra vez a Galilea, para lo que le era necesario pasar por Samaria. Llegó, pues, a una ciudad de este país llamada Sicar, próxima a la heredad que había dado Jacob a su hijo Josef, y donde estaba el pozo llamado la Fuente de Jacob. Fatigado Jesús del camino, se sentó en el brocal del pozo. Era ya cerca de la hora de sexta491. Y habiendo venido una Samaritana a sacar agua, le dijo Jesús: Dame de beber, (porque sus discípulos habían ido a la ciudad próxima a comprar de comer.) Y la Samaritana le dijo: ¿cómo, siendo tú Judío, me pides de beber a mí que soy Samaritana? ¿por qué los Judíos no comunican con los Samaritanos? -Respondió Jesús y le dijo: si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice, dame de beber, puede ser que tú le hubieras pedido a él y te hubiera dado agua viva. -Señor, respondió ella, tú no tienes con qué sacarla, y el pozo es profundo. ¿Dónde, pues, tienes el agua viva? ¿Eres tú por ventura mayor que nuestro Padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebió él mismo y sus hijos y sus ganados? Respondió Jesús y le dijo: Todo el que bebe de esta agua, volverá a tener sed; mas el que beba del agua que yo le daré, nunca jamás tendrá sed; antes el agua que yo le daré vendrá a ser dentro de él un manantial de agua que manará sin cesar hasta la vida eterna. -¡Ah! Señor, exclamó la Samaritana, dame de esa agua, para que no   —274→   tenga yo más sed ni haya de venir aquí a sacarla. -Pero Jesús le dijo: Ve y llama a tu marido y vuelve con él. -Respondiole la mujer: Yo no tengo marido. -Y Jesús añadió: Bien has dicho, que no tienes marido; porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes, no es tu marido; en esto dijiste la verdad. -La mujer respondió: Señor, veo que tú eres profeta; instrúyeme sobre este punto. Nuestros padres adoraron a Jehovah en este monte, y vosotros los Judíos decís que el lugar donde se debe adorar es Jerusalén. -Mujer492, respondió Jesús, créeme a mí: ya llegó el tiempo en que ni en este monte ni en Jerusalén adoréis al Padre. Vosotros los Samaritanos adoráis lo que no conocéis, pero nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salud (o el Salvador) procede de los Judíos. Pero ya llega el tiempo, ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y por lo mismo, los que le adoran, deben adorarlo en espíritu y en verdad. -Ya sé, replicó la Samaritana que está para venir el Mesías (que quiere decir Cristo). Cuando venga, pues, él nos lo declarará todo. -Y Jesús le respondió: Ése soy yo, que hablo contigo. A este tiempo llegaron sus discípulos y se admiraban de que estuviese hablando con una mujer. No obstante, ninguno le dijo ¿qué le preguntas, o qué hablas con ella? -Con esto, la mujer dejó su cántaro y fue a la ciudad y dijo a aquella gente: Venid a ver un hombre que me ha revelado todos los secretos de mi vida. ¡Será éste, por ventura el Cristo! -Salieron ellos de la ciudad y vinieron a verle. Entre tanto, habían servido los discípulos la comida, y rogaban a Jesús diciendo: Maestro, come. -Y él les respondió: Yo tengo para alimentarme un manjar que vosotros no sabéis. Y los discípulos se preguntaban unos a otros. ¿Acaso le habrá traído alguno que comer durante nuestra ausencia? -Pero Jesús respondió. Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me envió y cumplir su obra. ¿No decís vosotros que aún faltan cuatro meses hasta la siega? Pues yo os digo. Alzad vuestros ojos, tended la vista por los campos, y ved ya las mieses blancas y a punto de segarse. Aquel que siega recibe su jornal y recoge el fruto para la vida eterna, para que así haya contento tanto para el que siembra como para el que siega.   —275→   Porque en esto es verdadero el refrán de que, uno es el que siembra y otro el que siega. Yo os he enviado a vosotros a segar lo que no sembrasteis; otros hicieron la labranza, y vosotros habéis entrado en sus labores. Así habló Jesús. Y muchos Samaritanos de aquella ciudad creyeron en Jesús por la relación de la mujer que aseguraba que le había revelado todos los secretos de su vida. -Y habiendo venido los Samaritanos a encontrarle, le pidieron que se quedase allí, y se quedó dos días. Y creyeron en él muchos más, por haber oído sus discursos. Y decían a la mujer: ya no creemos por tu relación, sino porque nosotros mismos le hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo493.

11. En cada pormenor de este episodio evangélico brilla la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo con una sencilla y dulce majestad, que eclipsa todo comentario. A la sexta hora del día, cuando devoran los rayos del sol del medio día la campiña abrasada, el Salvador, fatigado del camino va a sentarse en el brocal del pozo de Jacob. «No sin un misterio de amor, dice San Agustín, Jesús, la fuerza de Dios, el que viene a reparar todos los desfallecimientos y flaquezas, se somete a la fatiga del camino. ¿Hay poder más supremo que el del Verbo creando el mundo sin esfuerzo? Pero admírese este milagro de debilidad; ¡el Verbo se hizo carne y habitó con nosotros! La fuerza de Cristo nos creó, y la debilidad de Cristo nos regeneró! ¡La fuerza llama a la vida lo que no existía aún; la debilidad preserva lo que es de una perdición universal; la fuerza nos ha creado, la debilidad nos salva». Había sonado la sexta hora de los siglos para el género humano, que marchaba al través de las seis edades de la historia antigua. ¿Qué áspero camino no ha señalado desde el umbral del Edén hasta bajo el azote de Tiberio? Nadie ha aplacado la sed de este viajero que iba errante por los áridos arenales del paganismo, suspirando por las fuentes de agua viva, pidiendo la verdad a todos los sabios, inclinándose hacia todas las doctrinas, y recayendo finalmente a la pesada impresión de la luz y del calor en una sombría desesperación. ¡Oh Jesús, esposo divino de la humanidad, a vos que abrazasteis sus fatigas, sus miserias y sus flaquezas, toda mi alma os adora, en esta fuente de Jacob, abierta en otro tiempo por el Patriarca, y de   —276→   donde van a brotar a vuestra voz torrentes de gracia, de refrigerio y de paz! Los discípulos, en su afecto enteramente humano, han ido a la ciudad de Sicar a comprar las modestas provisiones que quieren ofrecer a su maestro para su alimento. Mas Jesús tiene una hambre y una sed desconocidas, ¡tiene sed de almas, tiene hambre de esa mies espiritual cuyas maduras espigas blanquean entre las naciones: está hambriento de la salvación del mundo!

12. Pero ¿quién podrá comprender nunca las infinitas ternuras y las divinas condescendencias que se juntan en su corazón, con esta hambre y esta sed inconmensurables? «Dame de beber», dice a la Samaritana, que baja con su cántaro a tomar la agua viva. Tal es aún, tal será hasta el fin de los siglos la súplica de Jesús. Divino solicitante de las almas, dirige a cada una de ellas la misma palabra. Así, dice a Felipe: «Sígueme», muestra a Nathanael los cielos abiertos y subiendo y bajando del cielo los Ángeles sobre el Hijo del hombre: descubre a Nicodemo esa exaltación de la cruz que ha de levantar al mundo con un impulso divino; a los convidados de Caná, ofrece el excelente vino del Evangelio, reemplazando el agua degenerada con que llenan los Fariseos la copa doctoral, pero pide a cada uno su alma, y repite como a la Samaritana: «dame de beber». La extranjera «ignora el don de Dios», a la manera que todas las almas extraviadas y pecadoras que han oído y que oirán aun la palabra del divino Maestro. Levántanse abismos de separación entre la Samaritana y el Judío desconocido que le dirige esta súplica. El anatema del Sanhedrín condenaba a todo judío que se atrevía a comunicar con un Samaritano, excepto únicamente cuando se trataba de relaciones comerciales. Por lo demás, el sacerdote de Jerusalén que acogía para el Templo la ofrenda de un pagano, rechazaba con horror la de un hijo de Samaria. Así, al través de abismos, de preocupaciones, de errores y de odios, llama diariamente la voz de Jesucristo a la puerta de las conciencias, que le responden como la mujer de Sicar: «¿Cómo siendo tú Judío me pides de beber a mí que soy Samaritana? Porque los Judíos no comunican con los Samaritanos». Así se rechaza la súplica del Dios desconocido que tiene sed de almas; se aparta a este solicitante omnipotente, como un importuno, como un enemigo. En la historia de una conversión en el brocal del pozo de Jacob, tenemos la historia de todas las conversiones. La Samaritana atribuía sin duda a la casualidad el encuentro del divino   —277→   extranjero; asimismo, parece que es la casualidad la que pone una conciencia humana en frente de la divinidad olvidada o desconocida del Salvador. Pero en realidad, Jesús esperaba a la Samaritana en el pozo de Sicar, así como espera siempre, y prepara la ocasión de esperar al pecador en las fuentes de la Penitencia. Las resistencias del alma que lucha bajo el golpe victorioso de la gracia, las objeciones de la incredulidad, del racionalismo, de la falsa ciencia, son exactamente las de la Samaritana «¿De dónde sacas esta agua viva? Tú no tienes en qué sacarla, y el pozo es profundo. ¿Eres, por ventura, mayor que nuestro padre Jacob que nos abrió este pozo, del cual bebió él mismo y sus hijos y ganados?» El pozo de Jacob tenía más de treinta metros de profundidad494. El agua viva que encerraba, llamada así en oposición a los depósitos estancados de aguas pluviales que se recogen en Palestina en las cisternas, era el único recurso de la comarca. He aquí lo que le opuso la Samaritana, interpretando las palabras de Jesús en sentido material.

13. Y no obstante había dicho Jesús: «Si conocieras el don de Nos, si supieses quién es el que te habla y te dice: Dame de beber, tal vez le hubieras tú hecho la misma súplica y te hubiera dado agua viva». La Samaritana ignoraba que hubiera venido el Verbo encarnado a darse a sí mismo al mundo, y que hubiera trasportado a la tierra, por medio de esta divina liberalidad, toda la riqueza de los cielos. Cuatro mil años de indigencia, de miserias y de desnudez pesaron sobre la humanidad hasta la hora en que trasformó el don de Dios la pobreza en un tesoro inagotable, el padecimiento en un manantial de eternos regocijos. Así sucede también aun respecto de las almas. El mayor obstáculo entre la acción reparadora del Salvador, y una conciencia extraviada es la ignorancia del don de Dios. Ceguedad fatal que sumerge al alma en las tinieblas palpables del materialismo. Esta fuente de verdad y de vida que promete Jesús al pecador, la desdeña éste y niega su existencia. ¿Pues qué, dice, no ocultan la verdad y la vida sus secretos a inexploradas profundidades? El pozo de la sabiduría y de la virtud es un abismo. ¿Cuáles son, pues, los medios que emplea Cristo para hacerlas surtir?   —278→   Los más grandes genios de la humanidad ¿abrieron con sus trabajos manantiales que basten a saciar las inteligencias? ¿Es por ventura Cristo más grande que ellos? -Tal es la obstinada respuesta del orgullo humano que no conoce el don de Dios, y Jesús no se cansa de hacer su misteriosa invitación: «Todo el que bebe del agua de vuestros pozos volverá a tener sed; mas el que beba del agua que yo le daré, nunca jamás tendrá sed; porque el agua que yo le daré será para él una fuente de agua que salte hasta la vida eterna». El agua del pozo de Sicar, continúa San Agustín, «es el deleite oculto en las tenebrosas profundidades donde van a tomarle los hombres en el cántaro de las pasiones, inclinándose hacia el abismo para recoger en él algunas gotas de deleite y bañar con él sus labios. «Pero lejos de apagar la sed esta bebida, enciende en los corazones llamas inextinguibles. Si prometiera Jesús a los que están gastados por los placeres y los goces de este mundo el agua de un deleite siempre renaciente y siempre satisfecho, responderían también con la Samaritana: «¡Ah! ¡Señor! ¡dame de esa agua!» Pero los torrentes de agua viva que abre Jesús en las almas, no son de esta naturaleza. La mujer de Samaria va a verificar en breve esta experiencia y a abjurar su error.

14. Hasta aquí se ha sostenido el diálogo en un paralelismo riguroso, entre las preocupaciones enteramente materiales de la extranjera y las alturas divinas a donde la eleva cada respuesta de Jesús. Los Samaritanos, dice el doctor Sepp, creían que una multitud de manantiales que descendían de la montaña santa de Garizim atravesaban la llanura en su corriente subterránea, e iban a formar a algunos estadios un torrente que llevaba sus ondas al Jordán. La mujer de Sicar se persuadió que iba su interlocutor a abrir uno de esos manantiales ocultos, haciéndoles surtir a cielo abierto. Imbuida de esta idea exclama: «Señor, dame de esa agua para no tener sed ni venir aquí a sacarla, a tanta profundidad». Y todavía pudo imaginarse, por último, en su cándida interpretación, que necesitaba auxilios el desconocido para hacer excavaciones y dirigir hacia la ciudad de Sicar una fuente de agua viva. Éste fue tal vez el sentido que dio desde luego a la palabra de Jesús: «Ve y llama a tu marido y vuelve con él». Tal es también la intimación divina que dirige Jesús a las almas a quienes quiero someter a su imperio. La inteligencia humana no tiene más que un esposo legítimo, la verdad;   —279→   pero ¿cuántas uniones adúlteras no contraen con las pasiones el error y los sentidos pervertidos? He aquí por qué le manda Jesús que apele a su tribunal y pase revista a todos los tiranos, cuyas cadenas ha aceptado, ha roto y vuelto a tomar sucesivamente, como la Samaritana. La mujer de Sicar vivía en medio de un pueblo en que habían llegado a ser la ley general el divorcio y la poligamia: habíase abandonado el espíritu de la institución mosaica, y no se respetaba ya la santidad del matrimonio. Cuando le habla el Salvador de su marido, responde la Samaritana: «Yo no tengo marido». Igualmente el alma pecadora exclama en su confusión y su arrepentimiento: «No tengo marido». He prostituido mi amor a pasiones ignominiosas, a todos los errores, a todos los desórdenes, a todos los vilipendios. Estos tiranos me han dejado en mi soledad y en mi desesperación uno en pos de otro. He paseado mi esclavitud por todas las regiones de la mentira; no he abrazado más que ilusiones, no he hallado más que remordimientos; es, pues, sobrado cierto que soy una adúltera y que no tengo esposo. He aquí la confesión del alma penitente, semejante en todo a la confesión de la Samaritana, en el brocal del pozo de Jacob. La confesión es la expiación, y la gracia, abriendo las fuentes de agua viva del arrepentimiento, hace brotar la verdad, como a torrentes. «¡Veo!» exclama la Samaritana. «¡Veo!» dice el pecador arrepentido. A entrambos ilumina y trasforma el rayo de la fe: «¡Señor, veo que tú eres un profeta!»

15. Desde este momento supremo en que el alma subyugada ha encontrado al Esposo celestial, desaparecen las preocupaciones materiales que la dominaban. Abandona la copa de las pasiones, así como dejó la Samaritana el cántaro en el brocal del pozo de Jacob; y comienza una nueva vida, teniendo por guía a Jesús. No basta la fe, debiendo agregarse a ella las obras, y las obras mismas requieren una dirección. «Nuestros padres adoraron en esta montaña, dice la Pecadora convertida, y vosotros decís que Jerusalén es el lugar en que se debe adorar». Tal era realmente el punto capital que constituía el cisma de los samaritanos. El monte Garizini era para ellos la montaña de Sión, el cual oponían al Templo, y del que esperaban la salvación: creían que debía nacer el Mesías de la raza de Efraín su abuelo, y parecíales la luminosa profecía que Jacob al morir haber dirigido a Judá, menos significativa que la bendición que había dado el Patriarca al segundo hijo de Josef. Así desviaban en   —280→   el sentido de sus preocupaciones y de sus errores, la Escritura, palabra divina entregada a los caprichos de la interpretación privada. ¡Ay! lo mismo verifican todas las inteligencias que se abrogan el derecho del libre examen, y rehúsan someterse a la autoridad divinamente constituida, con la misión de explicar el verdadero sentido de la Revelación divina. Bajo el Antiguo Testamento residía esta autoridad en los Profetas, el Sacerdocio y los doctores Judíos. Por esto respondió Jesús a la Samaritana: «En cuanto a vosotros, adoráis lo que no conocéis, pero nosotros los Judíos, adoramos lo que conocemos; porque la salud viene de Judea». Es decir: la interpretación de los Judíos es la única verdadera o exacta; la salvación, el Mesías, Cristo vienen de Belén-Ephrata, como ellos afirman. No dice Jesús: Vendrá; sino, «viene» Venit. Porque, en efecto, el tronco de Jessé había producido ya su vástago divino, y en aquel momento el Mesías que había nacido en Belén se hallaba sentado en el brocal del pozo de Jacob. ¡Cuántas veces la Iglesia católica, establecida divinamente bajo el Nuevo Testamento, para guardar el depósito de las Sagradas Escrituras, ha repetido las mismas palabras a las almas extraviadas en los senderos del cisma o de la herejía! ¡Cuántas Samaritanas han vuelto a pedirle en la serie de los tiempos, las fuentes de agua viva, desde las olvidadas sectas de Saturnino, de Manes y de Arrio, hasta las de Lutero y Calvino! El cisma, la herejía no prescriben nunca contra su maternal autoridad. Sentada siempre como su divino Esposo en el brocal del pozo de Jacob, espera la Iglesia a las almas sedientas de verdad, para abrirles las fuentes que saltan hasta la vida eterna.

16. Pero ¿con qué majestad acaba el Salvador de disipar las nubes en el alma convertida? «Mujer, créeme, dice a la Samaritana, viene el tiempo, y es ahora, en que no adoraréis al Padre ni en la montaña, ni en Jerusalén. Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque Dios es Espíritu, y los que le adoran deben adorarle en espíritu y en verdad». Hay en estas palabras una profecía y una doctrina. La profecía, en el momento en que se pronunció, excede a todas las conjeturas del género humano, constituye un milagro de primer orden, y transporta la inteligencia a las más elevadas esferas de lo sobrenatural. Hallámonos aquí en presencia de un hecho incontestable, cuyos datos son positivos: la incredulidad puede palpar el milagro, tocar con el dedo lo sobrenatural, y poner   —281→   la mano, como Santo Tomás, en la divinidad. Todas las objeciones accesorias contra la autenticidad, la veracidad, la credibilidad evangélicas no tienen nada que ver en esto. La cuestión se eleva sobre todos los incidentes, se formula en términos claros y precisos. ¿Podía afirmar en aquella época, con la menor apariencia de probabilidad, un hombre que hablase a la Samaritana en el brocal del pozo de Jacob que «había llegado la hora en que los verdaderos adoradores no adorarían a Jehovah, ni en Jerusalén ni en la montaña de Garizim?» Bien se atribuya esta palabra al mismo Jesucristo, bien se honre con ella a su historiador, no varía la cuestión; permanece siendo el mismo el milagro, y no subsiste menos la profecía. En efecto, era de toda imposibilidad a la intuición del genio más sublime, probar, predecir y afirmar como inminente esta gran revolución religiosa. Verificada hoy, nadie piensa en negarla. Pero entonces, cuando acudían los Judíos de todos los puntos del mundo a Jerusalén, a la solemnidad de la Pascua; cuando habían pasado por el universo toda clase de trastornos políticos, sin alterar ni modificar su creencia y su culto; cuando no se habían acabado aún todas las suntuosas construcciones del Templo, comenzadas por Herodes; cuando los hijos de Israel, establecidos en todas las comarcas del Imperio romano, apartaban de sus riquezas el tributo anual que enviaban a Jehovah, invocando tres veces al día, vuelto el semblante hacia el lado de Jerusalén, al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob ¿se hubiera atrevido a decir un hombre: «Viene el tiempo y es ahora, en que los verdaderos adoradores no adorarán ya al Padre en Jerusalén?» La raza judía es inmortal; reflexiónese bien en esto: es la única de las razas humanas que jamás se ha extinguido: en este momento, se halla en todas partes; pero hace diez y ocho siglos que los verdaderos adoradores no adoran ya al Padre, «ni en las alturas de Sión, ni en las montañas de Garizim. El racionalismo que quiere consignar milagros por medio de comisiones de sabios, de historiadores y de químicos, puede hacer, si le place, comprobar el milagro permanente de esta profecía.

17. Podrá también agregar a él el milagro de la doctrina, porque toda la historia de Jesucristo se mueve en lo sobrenatural, como en una atmósfera divina. A la hora en que hablaba el Mesías con la Samaritana, en este diálogo que se renueva a todos los instantes del día y en todos los puntos del espacio para las almas arrepentidas,   —282→   era el sacrificio sangriento la ley universal de todos los cultos. Enrojecían los templos arroyos de sangre; las coronas de flores no ahogaban los mugidos de las sagradas víctimas; el César Tiberio, Pontífice Supremo de Roma, registraba con sus manos las entrañas palpitantes; los bueyes con sus testas doradas, las ovejas y las terneras suministraban su grasa para los holocaustos y su carne para las hecatombes. Inmolación en toda la historia antigua es sinónimo de adoración. Derramábase sangre para adorar a Dios. Sangre en los altares de Egipto, de Fenicia, de Caldea, de Babilonia, de la India y del Asia Menor; sangre bajo las columnas del Partenón en Atenas; bajo la cúpula del Panteón en Roma; bajo la piedra de los Druidas en las Galias y bajo el espeso follaje de los bosques de la Germania. ¡Sangre por todas partes! El Samaritano inmolaba en las alturas del Garizim, mientras verificaba el sacerdote de Jerusalén los sacrificios mosaicos a la puerta del Templo. Tal era el aspecto religioso del mundo, cuando dijo Jesucristo a la Samaritana: «Viene el tiempo y es ahora, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad». No ya, añade un intérprete, en las sombras de las víctimas ensangrentadas, sino en la verdad del sacrificio de Jesucristo, sacerdote y víctima; no ya según los ritos toscos y carnales de los cultos figurativos, sino según el Espíritu divino, que bajó a la tierra para renovar su faz, y en la verdad del Verbo encarnado, que realizó todas las figuras y dio cumplimiento en el Calvario al sacrificio verdaderamente expiatorio de que no eran los demás sino el preludio. Arrojad ahora una mirada sobre el mundo. ¿Dónde están los sacrificios sangrientos? ¿Quién creería hoy adorar a Dios degollando un animal inofensivo? El cuchillo sagrado ha caído de las manos del sacerdote; todos nuestros altares están puros, y ya no los enrojece la sangre de los toros y de las terneras. Pero, según lo había predicho el Profeta: «Desde donde sale la aurora hasta el Occidente, es grande entre las naciones el nombre del Señor. En todos los puntos de la tierra se le ofrece en sacrificio una oblación inmaculada, y su gloria se extiende de un polo al otro495. El altar Eucarístico, el sacrificio sangriento en que se inmola cada día, «en espíritu y en verdad, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo», he aquí la forma divina de adoración que traía Jesús   —283→   al mundo. Revela su misterio a la Samaritana, como lo verifica diariamente al alma arrepentida. Una y otra son convidadas a este banquete delicioso que hace olvidar la copa de las pasiones y su emponzoñada bebida. Y el Mesías habla siempre al pecador como a la samaritana: «Yo soy el Cristo que hablo contigo».

18. Tal es el sentido del divino diálogo de Jesús con la Samaritana en el brocal del pozo de Jacob; diálogo siempre vivo, siempre nuevo, siempre inmortal. Al volver los discípulos se admiran de ver a su Maestro conversar con esta extranjera e infringir sin escrúpulo las rigurosas prescripciones relativas a una raza cismática. ¡Cuántas admiraciones de este género ha procurado a la Iglesia la gracia victoriosa de Jesucristo, desde que ha llegado a ser el modelo de todas las conversiones la conversión de la mujer de Sicar! Los discípulos no comprenden aún la misión del Salvador del mundo, y Jesús se la explica en la magnífica parábola del Sembrador, abriendo a sus ojos el horizonte del porvenir. Ya no hay distinción de nacimiento, de razas ni de cultos. Las naciones maduradas para la divina siega son garbas espirituales que irán a recoger los Apóstoles y a llevar a los graneros del Padre de familias. Y como para darles a un tiempo mismo el ejemplo y el precepto, recolecta por sí a su paso, la mies de las almas que deposita a sus pies la nueva conversa. La Samaritana no puede contener los impulsos de su ardor y de su fe; corre a Sicar, habla a todos los habitantes de su felicidad, de las maravillas de gracia de que ha sido objeto. «Venid, dice, a ver un hombre que me ha revelado todos los secretos de mi vida». ¡Y vienen, y oyen la palabra de Jesús, y creen y proclaman su nueva fe, exclamando: «¡He aquí el Salvador del mundo!» La historia de la Iglesia y sus triunfos se halla enteramente en la narración evangélica de Jesús en el brocal del pozo de Jacob.




ArribaAbajo§ III. Vocación definitiva de Pedro

19 «Después de haber pasado dos días con los habitantes de Sicar, dice el Evangelista, dejó Jesús este lugar y se dirigió hacia Galilea. No quiso detenerse en Nazareth496. Ningún profeta es venerado en su patria, decía, aplicándose a sí mismo este testimonio. Habiendo,   —284→   pues, llegado a Galilea, le recibieron bien los Galileos, porque habían visto todas las cosas que había hecho en Jerusalén durante la fiesta; pues también ellos habían concurrido a celebrarla. Fue, pues, Jesús nuevamente a Caná, la ciudad de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Y había allí un oficial real497, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Este oficial, habiendo oído que venía Jesús de la Judea a Galilea, fue a estar con él y le pidió que bajara a Cafarnaúm498 a curar a su hijo que estaba muriéndose. -Pero Jesús le respondió: Vosotros, si no veis milagros y prodigios, no creéis. -Mas el padre replicó: Señor, ven antes que muera mi hijo. Anda, le dijo Jesús, que tu hijo está sano. -Creyó el oficial lo que le dijo Jesús, y marchó. Y cuando iba ya por el camino, le salieron al encuentro sus criados y le dijeron que su hijo estaba ya bueno. -Preguntoles por la hora precisa en que se había sentido mejor, y le dijeron: Ayer a la hora sétima499 le dejó la fiebre. -Conoció por aquí el padre que ésta era la hora en que le dijo Jesús: Tu hijo está sano, y creyó él y toda su familia. Éste fue el segundo milagro que hizo Jesús después de haber vuelto de Judea a Galilea500». Los racionalistas modernos no creen como el oficial de Cafarnaúm. ¡Qué! dicen, ¡había de haber vuelto la vida Jesús con una sola palabra a los labios moribundos de un joven que se hallaba distante y que no podía experimentar la influencia del contacto, ni de la mirada, ni de una enérgica voluntad! ¿Puede la súplica de un padre desesperado interrumpir el orden inmutable de las leyes de la naturaleza? He aquí lo que dicen. Pero el oficial de Cafarnaúm creyó por sí y   —285→   toda su familia, y su testimonio resiste a todas las negaciones. El Rey de la naturaleza, el soberano Señor de la vida no conoce otras leyes que aquellas de que es autor él mismo. Cuando se dignó descender entre nosotros y revestirse con nuestra débil carne, se hizo visible lo sobrenatural y llegó a ser su única ley.

20. «Caminando un día Jesús por la ribera del mar de Galilea, continúa el Evangelista, vio a dos hermanos, Simón, que se llamó Pedro, y Andrés, su hermano, echando sus redes en las aguas del mar (pues eran pescadores), y les dijo: Seguidme, y yo haré que seáis pescadores de hombres. -Y ellos dejando al punto sus redes le siguieron. Y marchando un poco más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano, en una barca con su padre Zebedeo, componiendo sus redes, y les llamó. Y ellos dejando al punto las redes, condujeron la barca a la ribera, dejaron a Zebedeo con los criados que tenía a su costa, y abandonando las redes, siguieron a Jesús. «La incredulidad que rehúsa al Salvador la omnipotencia en el orden natural, se ve aquí obligada a reconocerla en el orden moral. ¡Explíquese cómo estos pescadores abandonan a su anciano padre, sus redes y su barca a un simple llamamiento de Jesús! Todos los días somos testigos de los esfuerzos, de las seducciones y medios de propaganda que emplean los doctores de la mentira para hacer penetrar su enseñanza en algunas almas. ¿Qué piden sin embargo a sus adeptos? Un simple acto de adhesión que en nada cambia los hábitos anteriores de la vida, que no turba de ningún modo los intereses, las relaciones comerciales, los deberes de familia. Pero ¡he aquí que dice Jesús una sola palabra a cuatro pescadores, y al punto abandonan a sus padres, intereses y familia para seguir a Jesús501». Cuanta más ignorancia y sencillez se suponga en estos cuatro galileos, más se acrecentará el milagro. Porque la afición a las cosas de la tierra está en razón inversa del grado de cultura de los entendimientos. Cuanto más estrecho es el horizonte que rodea al aldeano y al pobre, más querido les es este horizonte. Y por otra parte, estos cuatro pescadores galileos son las cuatro primeras columnas del edificio inmortal de la Iglesia. Cuanto más se repita que Simón, por sobrenombre Pedro, era un simple pescador sin cultura y sin letras, más se agrandará   —286→   el milagro permanente de la Iglesia Católica, asilo de las más elevadas inteligencias, foco de luz y de verdad, fundada en esta piedra de Galilea que fue Simón. ¿No ha llegado a ser el pescador de Tiberiades y no permanecía siendo en la persona de sus sucesores, el pescador divino de las almas? ¿Cómo se ha cumplido esta profecía? ¿Cómo se ha realizado esta trasformación? ¿No es evidente que aquí domina lo sobrenatural todos los sofismas? Que haya llegado a ser un pescador de Nazareth el conquistador del mundo, es un milagro tan manifiesto, tan patente e irrecusable como la pesca maravillosa por la que se dignó confirmar el Salvador la vocación de Pedro.

21. «Hallándose Jesús cerca del lago de Genesareth, continúa el texto sagrado, las gentes se agolpaban alrededor de él, ansiosas de oír la palabra de Dios. Y vio Jesús dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado y estaban lavando las redes. Y subiendo a una de estas barcas, la cual era de Simón, pidiole que la desviase un poco de tierra, y sentándose dentro, predicaba desde la barca al pueblo. Acabada la plática, dijo a Simón. «Entrad en alta mar y echad vuestras redes para pescar. Y respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido; no obstante, sobre tu palabra, echaré la red. Y habiéndolo hecho, cogieron tan gran cantidad de peces, que se rompía la red. Por lo que hicieron seña a sus compañeros que estaban en la otra barca para que vinieran a ayudarles. Y vinieron y llenaron tanto de peces las dos barcas que casi se sumergían. Viendo lo cual, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador. -Porque la pesca que acababan de hacer le había llenado de asombro, tanto a él como a todos los demás que con él estaban. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús dijo a Simón: No temas, de hoy en adelante serás pescador de hombres502». La pesca milagrosa del lago de Genesaret pasma a Simón. Pero Pedro no se admira ya al día siguiente de Pentecostés, cuando según la enérgica expresión del texto sagrado, «cayeron a sus pies tres mil almas503». La última pesca en la barca de Tiberiades figuraba la primera pesca en la barca de la Iglesia. El mundo entero debía entrar en las redes de Pedro, así como los   —287→   peces en las de Simón. La historia evangélica se halla, según ya hemos dicho tantas veces, tan viva en el día como en la época en que se desarrolló en Judea. La vida del Dios que vino a habitar entre nosotros, no concluirá sino con la consumación de los siglos, pues continúa entrando siempre la multitud en las redes de Pedro. A veces parece también que se van a romper estas redes y sumergirse la barca; así acontece cuando se revelan las muchedumbres contra la autoridad del Pescador apostólico. Pero entonces hace seña Pedro a sus compañeros que han quedado en la ribera: llama a sus hermanos, los obispos, sucesores de los Apóstoles. Sobre las olas turbadas, en medio de la agitación y del tumulto de las herejías, todos los compañeros de Pedro reunidos alrededor de su jefe, en las grandes asambleas de los concilios, vienen a reparar las redes, a socorrer la barca que se halla en peligro, y continúa Jesús enseñando al mundo de lo alto de la barca de Pedro.




ArribaAbajo§ IV. Prisión de San Juan Bautista

22. Mientras Nuestro Señor llamaba a su divina misión a sus primeros Apóstoles, sabía la Judea estremecida que acababa de ser encarcelado Juan Bautista por Herodes Antipas en la fortaleza de Maqueronta. El Tetrarca de Galilea era un príncipe débil, tan incapaz de resistir a sus propias pasiones como a las de los que le rodeaban. El año precedente había ido a Roma a ofrecer un homenaje al César Tiberio y asegurar en su cabeza la protección imperial que le hacía rey504. En estas circunstancias fue, dice Josefo, cuando encontró Herodes Antipas por vez primera a su sobrina Herodías505, mujer cruel e intrigante, cuyo nombre mancillado por la historia, llevará hasta el fin de los siglos la mancha de la sangre inocente. Herodías se había casado con Filipo, hijo de Herodes el Grande y hermano materno de Antipater506. Este Filipo, que no debe confundirse con el Príncipe del mismo nombre que reinaba en Iturea y la Traconítida,   —288→   había sido desheredado en el testamento paterno y vivía en la condición privada507. Herodías sobrado ambiciosa para contentarse con semejante papel, aspiraba a reinar. Había tenido de Filipo, su esposo, una hija llamada Salomé, la célebre bailarina; pero ni el sagrado nombre de esposa ni el de madre valían a sus ojos el título de reina. Supo engañar a Herodes Antipas y hacer que le prometiera que se casaría con ella a su regreso de Roma. Estas nupcias incestuosas se celebraron con gran pompa, cuando habiendo vuelto de su viaje el Tetrarca y colmado de nuevos favores por el emperador, hizo la dedicación solemne de la capital de Galilea, bajo el nombre de Tiberiades. Este enlace causó grande escándalo entre los Judíos, pues jamás se había visto en los peores días del reinado de Herodes el Idumeo arrancar un hermano a su hermano una esposa legítima. Para colmo de ignominia, la joven Salomé había seguido a su madre, y cambiado la inocente oscuridad del hogar doméstico por los esplendores de una corte disoluta.

23. Era entonces el tiempo en que predicaba Juan Bautista en las orillas del Ennom, y habiendo ido a encontrar a Herodes, dice el texto sagrado, le recordó la santidad de las leyes ultrajadas por un incesto público. «No te es lícito, le decía, tener por mujer a la que lo es de tu hermano508». Herodes temía la influencia de Juan sobre la multitud que le veneraba como a un profeta509. Por otra parte no podía dejar de reconocer la justicia y la santidad del Precursor510. Más de una vez obró por su consejo, y le oyó con gusto511. Pero Herodías se hizo la Jezabel del nuevo Elías; había jurado la perdición de Juan Bautista, y no pudiendo arrancar una sentencia de muerte contra él a su marido, recurrió a los ardides y artificios512. Los fariseos y los doctores de la ley habían protestado siempre contra el bautismo de Juan, desde que les declaró el hombre de Dios que no era Elías ni profeta513. No solamente habían rehusado ir con la multitud a recibir de él la purificación bautismal en las aguas del Jordán, sino que declaraban en alta voz que Juan estaba endemoniado y que obraba bajo el imperio del espíritu de Satanás514. Herodías halló en ellos cómplices dispuestos a auxiliarle en sus proyectos de venganza, los cuales se encargaron de todo lo odioso de la traición515,   —289→   y para conseguir sus criminales designios516, denunciaron a Juan Bautista a Herodes, como un sedicioso que sublevaba al pueblo contra su regia autoridad. Con este pretexto se determinó en fin el Tetrarca a hacer prender al Precursor517, que fue conducido, cargado de cadenas a la fortaleza de Maqueronta518. Mas no hallándose aún satisfecha la crueldad de Herodías, no le bastó la prisión del hombre de Dios, y quiso su cabeza. Pero el débil Antipas, temiendo más que nunca que se rebelase el pueblo, resistió por el momento a las solicitudes de esta mujer sanguinaria, y aun fingiendo por el ilustre cautivo un especial interés519, permitió a sus discípulos que le visitaran en su prisión520, y se aprovechó él mismo de su permanencia en Maqueronta para mantener con él relaciones benévolas, según atestiguan los Evangelistas.




ArribaAbajo§ V. Jesús en Cafarnaúm

24. El historiador Josefo, acorde con el texto sagrado, ha registrado en sus anales la prisión de Juan Bautista como uno de los acontecimientos más notables del reinado de Herodes Antipas. La impresión que produjo en Judea fue tanto, más sensible cuanto era más profunda y más universal la veneración que inspiraba el Santo Precursor. Hallábase Jesús en Caná cuando llegó a Galilea la noticia de este acto tiránico. -«Bajó entonces, de Nazareth dice el Evangelista, y fue a habitar a Cafarnaúm, ciudad marítima, situada a orillas del lago de Genesareth y en los confines de Zabulón y Neftalí. Para que se cumpliera lo que dijo el profeta Isaías: Tierra de Zabulón y de Neftalí, camino de la mar, a la otra parte del Jordán, Galilea de los gentiles, tu pueblo, sentado en las tinieblas, ha visto lucir los esplendores celestiales. Hase elevado una luz sobre las naciones sumergidas en las sombras de la muerte521. -«Haced penitencia, decía, porque se acerca el reino de los cielos522. Así principió a predicar el Evangelio de Dios. Y los sábados iba a la sinagoga y dirigía su enseñanza a la multitud. Todos se pasmaban de la sublimidad de su doctrina, y les enseñaba como quien tenía potestad, y no como los Escribas y doctores523». Para comprender   —290→   bien el sentido de la profecía y la exactitud de su realización, es preciso recordar, que el camino de Siria, desde Damasco hasta el puerto de Tolemaida, atravesaba precisamente a Cafarnaúm, situada en el lago de Tiberiades, en los confines de los dos antiguos territorios de Zabulón y de Neftalí. Casi todo el comercio del alto Oriente seguía este «camino de la mar», como le llama el Evangelio. La frecuencia de las comunicaciones y el tránsito por caravanas de las mercancías de Babilonia y de Caldea, habían favorecido en esta comarca el establecimiento de una población mixta compuesta de Fenicios, de Árabes, de Egipcios y de Syriacos. Todos los cultos así como todas las nacionalidades se habían dado cita en este territorio que habían llamado los Judíos: «Galilea de las naciones». Así brilló realmente la luz del Verbo encarnado entre estos pueblos, sentados en las sombras de la ignorancia o de las supersticiones politeístas. Allí fue donde, sin distinción de origen, de razas y de patria, anunció Jesús por primera vez a las turbas la Buena Nueva, el Evangelio de Dios, destinado a salvar todas las naciones, todas las razas, y a no tener otros límites que los del universo. Enseñaba «como quien tenía potestad», observación de San Mateo524 que es un testimonio implícito de la divinidad del Salvador. Los Escribas y los doctores Judíos comentaban los libros del Antiguo Testamento; su doctrina no era más que una tradición, su palabra un reflejo. Pero Jesús en la Sinagoga, en día de sábado, en presencia de la multitud congregada para oír la lectura de la Ley, dirige a los habitantes de Cafarnaúm una palabra que no proviene sino de él mismo, una enseñanza que se apoya en su propia autoridad. Jehovah, pues, era el único doctor en Israel; los Scribas aspiraban únicamente al honor de ser sus intérpretes. El Salvador afirmaba, pues, su divinidad a los ojos de los Judíos, del modo más claro y más formal. «Hablaba como quien tiene potestad» y experimentaban la omnipotencia de su palabra los mismos demonios.

25. «Había en esta sinagoga, dice el Evangelista, un hombre poseído del espíritu inmundo, el cual exclamó diciendo: ¡Déjanos! ¡Jesús Nazareno! ¿Qué tenemos nosotros que ver contigo? ¡Yo sé quién eres! ¡Eres el Santo de Dios! ¿Has venido a perdernos? -Mas Jesús con tono amenazador, dijo al espíritu impuro: Enmudece y   —291→   sal de ese hombre. -Entonces el espíritu inmundo, agitándole con violentas convulsiones, le arrojó en medio de la asamblea y dando grandes gritos, salió del cuerpo de su víctima sin querer hacerle mal alguno. Quedaron todos atónitos, y en su espanto, se preguntaban unos a otros: ¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es ésta, llena de poder y autoridad? Porque él manda también con imperio a los espíritus inmundos, y le obedecen. Y en breve se divulgó el rumor de este milagro y creció la fama de Jesús en todo el país de Galilea525». La primer posesión del hombre por Satanás remonta hasta el Edén. Al pie del árbol de la ciencia del bien y del mal, llegó a ser el demonio realmente «el príncipe del mundo526». Por mano del fratricida Caín, imprimió en sangrientos caracteres el sello de su tiranía en sus nuevos súbditos. Desde entonces se desarrolló la acción diabólica, en toda la serie de la historia, paralelamente al plan divino seguido de edad en edad para preparar la redención. El mundo antediluviano se había dividido entre el Hijo de Dios y los hijos de Satanás, hasta el día en que, tomando el mal proporciones gigantescas que no volveremos a ver más, atrajo sobre nuestro globo el último cataclismo universal. El imperio de Satanás se perpetuó en la raza postdiluviana, procedente de Noé. Cam volvió a tomar al salir del arca con menos odiosas condiciones, el papel de Caín, en el umbral del Paraíso Terrenal. El demonio recibió bajo todos los nombres divinizados por el politeísmo, los homenajes de la tierra, dio oráculos, se posesionó de las pitonisas, y las agitó con extrañas convulsiones, sobre la trípode de Apolo, bajo las encinas de Dodona, en los antros de Cumas, al pie de los dólmenes y de los menhires de las Galias. La posesión del mundo antiguo por Satanás, es uno de los hechos mejor consignados de la historia. Así es notable que en los primeros días de la Iglesia llegará a ser la expulsión de los demonios en nombre de Cristo, para los mismos paganos, uno de los signos perentorios de la divinidad del Evangelio. El poder infernal, deificado por sus adoradores, se gozaba en su vasto imperio, y tenía manifestaciones sobrenaturales, de que nadie dudaba, porque todo el mundo era testigo de ellas. He aquí lo que escribía Tertuliano en su Apologética: hará bien nuestro siglo en meditar   —292→   estas palabras a las cuales han dado toda su autenticidad las recientes invasiones del espíritu de mentira. «Vuestros mágicos, dice, evocan fantasmas, interpelan las almas de los muertos en apariciones sacrílegas, hacen dar oráculos por labios de un niño, obran maravillas girando en un círculo lleno de prestigios y sumergen a su placer sus víctimas en sueños. He aquí lo que pueden hacer por intervención de los demonios, y de esta suerte se les ve practicar el arte de la adivinación en torno de sus mesas. Pero que se presente en el tribunal de vuestros magistrados uno de esos hombres notoriamente conocidos como inspirados por una divinidad, según dicen. El primer cristiano que allí se encuentre, interpelará al espíritu que le hace operar, y este espíritu que se proclama Dios en vuestros templos, se verá obligado a confesar que es realmente el demonio. Preséntese uno de esos infelices a quienes creéis atormentados por una divinidad, que se hallan investidos súbitamente por una potestad oculta a los pies de vuestros altares, que se agitan hasta perder el aliento y predicen el porvenir, en medio de horribles convulsiones. ¡Vosotros creéis que manifiestan su voluntad por su medio, Juno, Esculapio o cualquier otro de vuestros dioses; pues bien, sino les obliga el cristiano que les interpele a confesar delante de vosotros que son demonios, apresad al cristiano y entregadle a vuestros verdugos!» Todos los Padres de la Iglesia, desde Tertuliano hasta San Bernardo, han usado el mismo lenguaje. Jamás soñaron ni Porfirio, ni Celso, ni Juliano el Apóstata, en negar la realidad del fenómeno de las posesiones del diablo, y es muy de notar que en el momento en que trataba de ponerlas en duda el racionalismo moderno, asistía el mundo estremecido a una de las más extrañas manifestaciones de las potestades ocultas.

26. Importa, pues, consignar con toda claridad los principios teológicos que dominan esta gran cuestión527. Primitivamente recibió de Dios el hombre la soberanía sobre la materia. Pero separándose   —293→   del Criador por la caída, perdió Adán su poder supremo y pasó realmente el cetro de la naturaleza al demonio que se hizo desde entonces «príncipe de este mundo», usurpando así el poder que había perdido el hombre. Desde el pecado original se halla toda la naturaleza sometida más o menos directamente al imperio de Satanás y a sus perversas influencias. He aquí por qué pronuncia la Iglesia exorcismos y bendiciones sobre todos los objetos que toma para su uso a la naturaleza material; porque necesita primero purificarlos de la influencia diabólica, antes de santificarlos. El exorcismo y la bendición son en el mundo de los cuerpos lo que son en el mundo espiritual, la justificación y la santificación. En el día postrero, cuando haya participado definitivamente la humanidad, en la proporción fijada previamente por los decretos providenciales, de los beneficios de la redención de Jesucristo, entonces se verá libre la misma naturaleza de la dominación de Satanás, bajo la cual, como dice el Apóstol, «gime toda criatura y sufre a la hora presente528». Pero como el principio corporal en el hombre está tomado a la naturaleza, tiene Satanás sobre él un poder inmediato y directo que se manifiesta visiblemente en ciertas circunstancias y en límites determinados por la suprema voluntad de Dios. Así las posesiones corporales del hombre por Satanás, son hechos positivos que ha consignado por otra parte la observación de todos los siglos, habiendo dado el Evangelio a estas manifestaciones sobrenaturales el nombre de endemoniados529. Verifícanse bajo el imperio de ciertas circunstancias particulares, es decir, que los hábitos corporales o espirituales del hombre le predisponen más o menos a experimentar la influencia del espíritu del mal. Los vicios cuyo carácter propio es la degradación del ser humano y su identificación con la materia, las pasiones de la concupiscencia carnal que extinguen el sentido íntimo de la conciencia para sumergir a sus víctimas en la vida animal más grosera, tienen evidentemente por resultado dos desórdenes, en el organismo y en el sistema nervioso por una parte, en las facultades intelectuales por otra. Pero viciados el organismo y el sistema nervioso por hábitos perversos, turbados por la invasión desordenada de las pasiones animales, son instrumentos materiales, sobre los que tiene el demonio un imperio directo y que puede poseer   —294→   algunas veces de una manera absoluta. Abandonado a la energía de la naturaleza, llega a ser el hombre esclavo del tirano de la naturaleza. Esto es lo que se entiende por la posesión corporal, muy diferente de la tentación propiamente dicha, que se ejerce sobre el espíritu y el corazón del hombre. Así nos enseña el Evangelio, que entró Satanás en el corazón de Judas530» cuando vendió este apóstol a su divino Maestro; y no obstante, Judas no fue un «endemoniado». El Evangelio no le da este nombre en parte alguna.

27. Tal es, pues, en su origen y en sus lamentables consecuencias el imperio de Satanás sobre los hombres. Jesucristo venía a destruirlo; iba a libertar al mundo del yugo infernal, acción divina que expresa maravillosamente la palabra Redención. No se trata solamente, en efecto, de una liberación entendida en sentido espiritual y moral, sino de una liberación propiamente dicha, de la evicción real, manifiesta y sensible de la potestad diabólica en el mundo redimido. He aquí por qué antes de dejar la tierra el Salvador, da a la Iglesia, como señal irrecusable de su misión, el poder de lanzar los demonios: In nomine meo daemonia ejicient531. Nos hallamos aquí en presencia de la exégesis racionalista que niega positivamente toda esta doctrina, y no ve en los hechos de posesión diabólica referidos por el Evangelio sino casos de locura, hábitos mórbidos, fenómenos de enajenación mental, a los cuales Jesús, por no chocar contra las preocupaciones universales de su tiempo, dejaba dar el nombre de estados demoniacos y que curaba ya por una virtud superior, ya por los secretos de un arte desconocido. «Uno de los géneros de curaciones que verifica Jesús con más frecuencia, dicen los nuevos críticos, es la expulsión de los demonios. Una facilidad extraña de creer en los demonios reinaba en todos los espíritus. Era una opinión universal, no sólo en Judea, sino en el mundo entero, que los demonios se apoderan del cuerpo de ciertas personas, haciéndolas obrar de un modo contrario a su voluntad. La epilepsia, las enfermedades mentales y nerviosas que parece posesionarse del paciente, las dolencias cuya causa es desconocida, como la sordera, la mudez, se explicaban del mismo modo. Suponíase que había procedimientos más o menos eficaces para expeler los demonios; el estado de exorcista era una profesión ordinaria como la de médico. No es   —295→   dudoso que Jesús tuvo en vida la reputación de poseer los últimos secretos de este arte. Referíanse respecto de sus curaciones mil historias singulares, en que se ostentaba toda la credulidad de la época. Pero no debe tampoco exagerarse las dificultades acerca de esto. Los desórdenes que se explicaban por posesiones demoniacas, eran frecuentemente muy ligeros. A veces bastó una palabra suave para lanzar al demonio532. Esta teoría ya añeja en Alemania533 no tendrá gran éxito en Francia, a pesar de la novedad que trata de dársele. He aquí la causa. El Evangelio nombra la epilepsia, las enajenaciones mentales, las afecciones nerviosas, absolutamente como las llamamos en el día, y las distingue perfectamente de las posesiones demoniacas. «Presentaron a Jesús, dice San Mateo, toda clase de enfermos, gentes acometidas de varias enfermedades, poseídos del demonio, lunáticos y paralíticos, y los curó534». Así no confunde en manera alguna San Mateo los locos ni los epilépticos, sobre cuyo estado mórbido ejercen las fases lunares una influencia no explicada hasta aquí, con los endemoniados. «El estado de exorcista» era desconocido en toda la antigüedad judía y pagana, no obstante hallarse endemoniados en todas las épocas de la historia. El ministerio solemne y públicamente ejercido de arrojar los demonios por medio del exorcismo, sólo aparece con Jesucristo; perpetúase en el seno de la Iglesia Católica, depositaria de la potestad libertadora del Redentor. Este ministerio, que constituye un orden especial en la jerarquía eclesiástica, no dispone ni de un arte oculto, ni de secretos desconocidos. Su fórmula es la misma hoy que lo era en Efeso, cuando los Judíos, testigos de los exorcismos de San Pablo, quisieron imitarlos con algunos endemoniados. «En el nombre de Jesús que anuncia Pablo, decían ellos al espíritu infernal, yo te conjuro que salgas de este hombre». Y contestaba el espíritu: «¡Conozco a Jesús y sé quien es Pablo! Mas vosotros ¿quién sois535

28. Las posesiones demoniacas de que habla el Evangelio eran, pues, completamente distintas de las afecciones patológicas con que se quería confundirlas. Basta por otra parte examinar con una poca atención los pormenores del texto sagrado para convencerse de ello. El poseso de Cafarnaúm no es un enfermo, puesto que va a la sinagoga el día de sábado536. Tiene, pues, la noción sana y clara del   —296→   deber que prescribe la ley, y la voluntad personal de someterse a las observancias de la ley mosaica. No obstante se sabe entre la multitud que es endemoniado. El Evangelista lo dice formalmente: «Había en este tiempo en la sinagoga un hombre poseído del espíritu impuro537». Semejante notoriedad supone necesariamente en el público el conocimiento de los caracteres propios a los poseídos del demonio. Para que pudiera discernirse este estado sobrenatural de las enajenaciones mentales de las demás afecciones mórbidas enumeradas por San Mateo, era preciso que se revelara la posesión por signos particulares y fenómenos de un género aparte. ¿De qué naturaleza eran estos fenómenos? El Evangelio nos lo dice. El poseso de Cafarnaúm no conocía al Salvador que iba por primera vez a esta ciudad, y no obstante, no bien le apercibe, exclama: «Déjanos, Jesús de Nazareth. ¿Qué hay de común entre ti y nosotros?» ¿Dónde, pues, había oído el energúmeno el nombre del doctor desconocido que encuentra en la sinagoga? Si se supone que se había divulgado rápidamente por la ciudad el nombre del Salvador y que pudo haberlo sabido el endemoniado por el rumor público, no se hace más que aumentar la dificultad. El milagro de la curación verificada en favor del hijo del oficial real de Cafarnaúm había predispuesto ciertamente la opinión a no ver en el taumaturgo más que una potestad bienhechora, y no obstante exclama el endemoniado: «¿Vienes acaso a perdernos?» Pero tal vez se dirá, ésta era una de esas palabras incoherentes que no tienen sentido racional, y tales como pueden salir de los labios de un alucinado. ¿Por qué, pues, responderemos nosotros, este alucinado, este frenético, inconsciente de su propio pensamiento, sigue tan lógicamente y con tan admirable verdad, la idea satánica de que es órgano? «Retírate, Jesús de Nazareno. ¿Qué hay de común entre ti y nosotros? ¿Has venido a perdernos?» Si habló el demonio, no pudo usar otro lenguaje. Si son éstas las exclamaciones de un loco, ¿por qué tienen ese carácter tan manifiesto de lógica demoniaca? Y finalmente, ¿cómo referir a un loco el último rasgo que termina esta extraña interpelación: «Sé quién eres: eres el santo de Dios» cuándo es manifiestamente la expresión más clara y más precisa, y más inesperada de la verdad? Toda la ciudad de Cafarnaúm ignoraba la verdadera naturaleza de Jesucristo. Mirábasele   —297→   como un profeta, como un taumaturgo; pero ninguno sabía que fuese el Hijo de Dios. Reflexiónese sobre el valor de esta palabra: «¡El santo de Jehovah!» según los Judíos, y se comprenderá que la asociación de la divinidad incomunicable, de la majestad inaccesible con una personalidad humana cualquiera, era esencialmente extraña al genio hebraico. Cuando dice a Jesús el poseso de Cafarnaúm: «¡Tú eres el santo de Dios!» articula una verdad que ninguno había podido revelarle en el centro en que vivía. Ésta es una de esas revelaciones de cosas ocultas y de misterios desconocidos a los mortales, que constituye uno de los caracteres propios a los poseídos por el demonio. Ninguna enfermedad, ningún estado patológico, observado hasta nuestros días, ha ofrecido semejante fenómeno.

29. Según el sistema racionalista, debió contestar Jesús con una «suave palabra» a las injurias del iluminado, y calmar su furor con alguna aplicación medicinal, o empleando los «poderosos secretos del exorcismo», cuyo arte poseía en grado tan superior. Y precisamente se verificó lo contrario. «Jesús se dirigió al espíritu con tono amenazador: 'Calla, le dice, y sal de ese hombre.' ¡Singular dulzura! ¡Extraño modo de fascinar a un enfermo con el magnetismo de una mirada seductora! Todo el mundo sabe que la amenaza es un medio de exasperar el furor de un frenético, y de impulsarle hasta los últimos límites del paroxismo. Sin embargo, Jesús emplea como curativo el procedimiento que en cualquiera otra parte sería el estimulante más enérgico de las locuras ordinarias; y este medio irritante, cuyo efecto es tan opuesto al fin que se propone, se convierte en un remedio eficaz. No existía, pues, en este caso una enfermedad, una afección nerviosa, un estado mórbido del organismo. No se dice a una enfermedad: «Calla». No se «amenaza» a un sistema nervioso, o a un organismo alterado. Por otra parte, el demoniaco no invoca su curación, sino que parece temerla; y este espíritu de mentira confiesa, blasfemando, que ve en Jesús «al santo de Dios». A medida que se estudia este episodio evangélico, se desprende de él una luz terrible que traspasa los discretos velos con que querría el racionalismo sofocar la realidad sobrenatural. Jesús mandó al demonio que callara. Supóngase que el poseso de Cafarnaúm hubiera estado simplemente enajenado; entonces en vez de provocar esta orden la obediencia, hubiera sido motivo de una nueva explosión de injurias; sin embargo, calla el demonio; le manda   —298→   la voz suprema que guarde silencio, y lo guarda. Pero se revela su rabia por los nuevos tormentos que hace sufrir a su víctima. «El espíritu inmundo agitando a este hombre con violentas convulsiones, dice el Evangelista, le arrojó en medio de la asamblea, y lanzando un gran grito salió del cuerpo de su víctima sin hacerle daño alguno538». Aquí tenemos el segundo carácter de las posesiones demoniacas: el trastorno de las leyes físicas de equilibrio, de ponderabilidad y de sensibilidad en los cuerpos. El demonio levantó a este hombre en medio de la sinagoga y le lanzó violentamente al suelo, sin hacerle daño alguno. No se necesita sabios ni químicos para consignar que semejante fenómeno se halla fuera de las reglas ordinarias de la naturaleza, y que si se tratara medicinalmente a un enajenado por este sistema, se mataría seguramente al enfermo. Así, no se engañaron los habitantes de Cafarnaúm. Aun cuando hubiese habido entre ellos uno de nuestros racionalistas modernos y les hubiera dicho: «Estos ligeros desórdenes merecen poca atención»; no deben exagerarse las dificultades; una palabra suave basta para expeler al demonio» esta teoría les hubiera parecido lo que es realmente, es decir, una puerilidad miserable en comparación del espectáculo sobrenatural de que acababan de ser testigos.

30. «Entre tanto, habiendo salido Jesús de la sinagoga, fue a casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan, hijos de Zebedeo. Y estaba la suegra de Simón539 en cama con calentura, y luego le hablaron de ella. Los discípulos rogaron a Jesús que la curase; llegándose, pues, a ella, la tomó por la mano y la levantó, y al instante la dejó la calentura y se puso a servirles»540. Cuando eligió Jesús sus Apóstoles, dos o tres de ellos estaban ya casados541. Simón   —299→   era el uno; pero le reservaba Jesús otra esposa, la Iglesia. Cuando entró más adelante en Roma el pescador de Galilea con el nombre de Pedro, para contraer sus nupcias espirituales con el mundo romano, la madre de su esposa, Roma idólatra era presa de toda clase de errores, de todas las febriles enfermedades de las pasiones. Y no obstante, se levantó la enferma a la voz de Jesús y sirvió al Apóstol. Así sucede durante diez y ocho siglos. El mundo se halla siempre enfermo; Jesús le cura siempre, y «cuando cesa la calentura, se levanta el mundo y sirve a la Iglesia».

31. «Habiendo llegado la tarde, continúa el Evangelista, después de ponerse el sol, presentaron a Jesús una multitud de enfermos acometidos de varios males y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y toda la ciudad estaba reunida a la puerta de Simón. Jesús imponiendo las manos sobre los enfermos los curaba: arrojaba con una sola palabra a los demonios, y al salir los espíritus impuros del cuerpo de sus víctimas lanzaban gritos y decían: «Tú eres el Hijo de Dios», porque le reconocían por el Cristo. Pero Jesús con tono amenazador les imponía silencio. Volvió pues, la salud a todos estos enfermos, cumpliéndose las palabras del profeta Isaías: «Él mismo ha cargado con nuestras dolencias y ha tomado sobre sí nuestras enfermedades542». Durante todo este día de sábado, los Judíos de Cafarnaúm no se atreven, a pesar de su impaciencia, a infringir el precepto del sagrado reposo. Obsérvanle con todo el rigor de la interpretación farisaica, pues creerían incurrir en el anatema legal, si prestasen una mano caritativa a sus hermanos enfermos, para llevarlos al Médico celestial. Pero el sábado terminaba con la luz del sol543, porque los Hebreos contaban los días de una tarde a otra. Compréndese, pues, la premura de la multitud que sitia la casa del pescador galileo, no bien ha desaparecido el sol del horizonte y ha cesado el descanso sabático. Pero ¿qué comisión científica explicará nunca la instantaneidad de estas curaciones milagrosas verificadas en una multitud de enfermos a los ojos de toda una ciudad, por la sencilla interposición de manos o por   —300→   una sola palabra de Jesús? Semejante efecto excede a todas las causas naturales conocidas, desafía todas las interpretaciones del racionalismo e impone la fe.




ArribaAbajo§ VI. Jesús en Nazareth

32. «Al día siguiente al despuntar la aurora, dejó Jesús la casa de Simón, y se retiró a un lugar solitario, y se puso a orar. Y Simón y los que estaban con él fueron en su seguimiento, y habiéndole hallado, le dijeron: Todos te andan buscando; pero Jesús les contestó: Vamos a las aldeas y ciudades vecinas para predicar yo también en ellas el Evangelio, porque para eso he venido a la tierra. -Recorrió, pues, Jesús toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del reino de Dios, curando en medio de los pueblos todas las dolencias y enfermedades544. Y habiendo ido a Nazareth, donde había pasado su infancia, entró en la sinagoga, según su costumbre el día del sábado. Y habiéndose levantado para encargarse de la leyenda e interpretación, fuele dado el libro de las Profecías de Isaías, y luego que lo desplegó, halló el lugar donde estaba escrito: «El Espíritu de Jehovah reposó sobre mí, por lo cual me ha consagrado con su unción divina y me ha enviado a predicar el Evangelio a los pobres, a curar a los que tienen el corazón contrito, a anunciar a los cautivos la libertad, a dar a los ciegos la vista, a soltar a los que están oprimidos, a publicar el año de las misericordias del Señor y el día de la retribución divina545». Después de haber leído esta profecía, arrolló o cerró el libro y lo entregó al ministro y se sentó; y todos los que estaban en la sinagoga tenían fijos en él los ojos. Y él empezó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta sentencia de la Escritura que acabáis de oír. -En seguida continuó explicándoles la Escritura, y todos le daban elogios y estaban pasmados de las palabras de gracia que salían de sus labios, y decían: ¿No es este el hijo de Josef? -Mas Jesús replicó: Sin duda que me aplicaréis vosotros este proverbio: Médico, cúrate a ti mismo; haz aquí en tu patria las maravillas que hemos oído hiciste en Cafarnaúm. Mas añadió luego: En verdad os digo, que ningún profeta es bien recibido en su patria. Por cierto os digo, que en tiempo de   —301→   Elías, cuando el cielo estuvo sin llover tres años y seis meses y el azote del hambre asolaba toda la tierra, había en Israel muchas viudas y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta, ciudad del territorio de Sidón546. También había muchos leprosos en Israel en tiempo del profeta Elías, y ninguno de ellos fue curado, sino Naaman, natural de Siria547. Al oír estas cosas en la sinagoga, montaron en cólera, y levantándose alborotados, le arrojaron fuera de la ciudad y le persiguieron hasta la cima del monte sobre que estaba edificada la ciudad de Nazareth, con ánimo de despeñarle; pero Jesús, pasando por medio de ellos, prosiguió tranquilamente su camino y bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, donde enseñaba al pueblo en los días de sábado548».

33. El incidente de Nazareth ofrece un ejemplo patente de lo que llamamos los caracteres de autenticidad intrínseca de la narración evangélica. Cada una de las poblaciones algo importantes de Palestina tenía una sinagoga, donde se reunían los Judíos el día de sábado, para hacer en común las oraciones rituales y oír leer e interpretar un pasaje de los libros sagrados. El chazan (arquisinagogo), escogido ordinariamente entre los ancianos de la ciudad, era el presidente espiritual de esta reunión. Esta dignidad no se ejercía por un sacerdote, sino en las poblaciones sacerdotales. Las sinagogas eran oratorios sencillos, donde no se ofrecía sacrificio alguno. Solamente el Templo de Jerusalén tenía el privilegio de ser «el sitio de la oración». Allí solamente era permitido inmolar víctimas a la majestad de Jehovah ante el Santo de los Santos, que había reemplazado al Arca de la Alianza, desde la época de la gran cautividad de Babilonia. Cada año, en tiempo de la solemnidad pascual, o para la presentación de un primogénito, iban al Templo los hijos de Jacob Y ofrecían en él sus víctimas. Fuera de estas peregrinaciones obligatorias en estas dos circunstancias, pero renovadas más frecuentemente, según la inspiración de la piedad individual, las familias lejanas de la Ciudad Santa, no ofrecían sacrificios. Por eso hoy los Israelitas dispersos por todos los puntos del mundo, no inmolan víctimas en sus sinagogas, sino que esperan la reconstrucción del Templo de Jerusalén, considerándose hasta entonces   —302→   como desterrados, y siendo para ellos su situación religiosa análoga a la de sus padres en las regiones idólatras de Nínive y Babilonia. El arquisinagogo encargado de pronunciar las fórmulas de la oración pública, no hacía jamás por sí mismo la lectura del Libro Sagrado. Este honor pertenecía de derecho a un sacerdote, si lo había allí; a un levita, a falta de sacerdote, y en su ausencia, a los cinco ancianos de la comunidad designados por el presidente, según su clase, los días de sábado. Finalmente, «no podía hacerse la interpretación del texto bíblico sino por un rabí, es decir, un doctor o maestro de Israel. La antigua lengua hebraica en que estaba escrita la Biblia, no se usaba en el lenguaje común, habiéndola sustituido dos idiomas más recientes; el siro-caldeo o lengua aramea y el griego, que llegó a ser desde la época de Antioco Epifanes de uso casi general en Palestina. Así Nuestro Señor en sus viajes y en sus conversaciones con los Helenistas (como se llamaban entonces los Judíos que hablaban griego) debió servirse de su idioma como de una segunda lengua materna. Pero el hebreo primitivo había quedado siendo la lengua sagrada por excelencia. Las lecturas bíblicas en la sinagoga se hacían entonces como en el día, exclusivamente en hebreo, y sólo el lector traducía literalmente cada versículo en lengua vulgar. El Libro Sagrado estaba confiado en cada sinagoga, a la guarda del Azanim, palabra hebrea que interpreta San Epifanio en el sentido de (Diáconos o Sirvientes). Los Azanim presentaban al lector o al rabí bajo la dirección de Arquisinagogo, el pergamino rollado en un cilindro de madera, que contenía el texto sagrado.

34. Con el auxilio de estos detalles preliminares, es fácil darse cuenta exactamente de la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazareth. El Salvador, cuya infancia y primer juventud se habían pasado trabajando oscuramente, bajo el humilde techo de un artesano, entraba en su patria, precedido de la fama de sus milagros y de los brillantes testimonios rendidos a su misión por Juan Bautista. Los Nazarenos sólo conocían de la divina historia de Jesús aquello de que habían sido ellos mismos testigos. María, que permanecía en medio de ellos, hubiera podido enseñarles el resto; pero la Virgen «conservaba todos sus recuerdos como tesoros y los encerraba en su corazón». El orgullo materno, el más legitimo pero el menos discreto de todos, no alcanzó jamás a esta alma inmaculada; pues se   —303→   había eclipsado ante la humildad de la «sierva del Señor». Así no era Jesús para los habitantes de Nazareth, como en el día para los racionalistas, más que «el hijo de Josef». ¿Con qué derecho, pues, venía a eclipsar a tantos jóvenes contemporáneos suyos, más ricos y más considerados que él? La simpatía supone la falta de toda competencia personal: por lo tanto, las medianías celosas ven siempre en un compatriota ilustre un usurpador o un rival. He aquí por qué se cierran todos los corazones a Jesús, en la ciudad donde cada cual se cree superior a él por el nacimiento, la fortuna o la educación. Pero la curiosidad se dispierta tanto sobre el nuevo Rabí, cuanto más general es la malevolencia. Así, todos los ojos se fijan en él cuando el Arquisinagogo, honrando oficialmente «al Doctor de Israel», pero esperando quizá en el fondo de su corazón, una derrota pública, da orden al Azanim para presentar a Jesús el Libro Sagrado. ¡Todas estas miserables agitaciones del amor propio humano, en torno de Jesús! ¡Tanta bajeza al lado de la Suprema Grandeza! ¡Tanta ignominia en frente de la majestad del Verbo, Hijo de Dios! ¡Ay! así será hasta el Calvario, y hasta la consumación de los siglos. Desconocido por sus compatriotas de Nazareth, fue perseguido Jesús por el odio de los Judíos; todavía es ultrajado hoy su nombre por los hombres que le deben su nombre y su patria y su verdadera gloria. Los Evangelios están lejos de disimular el triste episodio de Nazareth. Los historiadores vulgares hubieran creído acrecentar la fama de Jesús, suprimiendo este pormenor o sustituyendo una ovación a los limitados y mezquinos celos que acogen aquí al divino Maestro. Más maravilloso hubiera sido sin contradicción hacer aclamar la divinidad del Salvador en el mismo teatro donde se había deslizado su infancia, según no hubiera dejado de hacer un autor apócrifo. ¡Pero no es tal la historia del Dios que quiso nacer en un establo, y cuyos labios empapados de hiel y de vinagre, dejarán escapar como un testimonio supremo, una palabra de perdón para sus verdugos!

35. A la ardiente y celosa curiosidad de sus compatriotas, responde Jesús, como lo hace todavía a los sofistas actuales. Afírmase a sí mismo, valiéndose de la gran voz de los profetas que anunciaban su divinidad. El ministro de la sinagoga le presenta el volumen de Isaías. Una prescripción que se ha perpetuado en el Talmud, mandaba al lector que se pusiera en pie en señal de respeto a la palabra   —304→   de Dios. Jesús se pone en pie. En las lecturas de familia, no se debía leer nunca en alta voz menos de veinte y un versículos de los profetas. Pero en la lectura pública del sábado, se acortaba este número, en razón de los ejercicios religiosos de este día, y sin que pudiera exceder de un límite que variaba, según el contexto, de dos a siete. Jesús desarrolla el pergamino, y lee en alta voz, los dos primeros versículos del capítulo LXI de Isaías549. La forma de los volúmenes hebreos rollados en un cilindro, de modo que los dos primeros capítulos estaban rollados bajo numerosas vueltas, y los últimos se ofrecían desde luego a la vista, nos hace concebir muy bien que el Salvador no desplegó más que el pliegue superior del pergamino y «encontró al abrir el libro», como dice San Lucas, este pasaje sacado de uno de los últimos capítulos del Profeta, y leyó este texto hebreo. Esta circunstancia destruye enteramente la teoría de los racionalistas modernos que se han atrevido a decir: «Es dudoso que comprendiera bien los escritos hebreos en su lengua original550». Pero ¿qué importan estas falaces apreciaciones, en que compite lo ridículo con lo sacrílego? Jesús responde a los sofistas de Nazareth con las palabras de Isaías: «El Espíritu de Jehovah reposa sobre mí y me ha conferido la unción Santa». Todos los oyentes sabían que en las riberas del Jordán, había reposado en la cabeza de Jesús el espíritu de Dios, en figura de paloma, y que el carácter propio del Mesías, del Cristo a quien se esperaba, sería, como lo indica la misma etimología del nombre, la unción por el Espíritu de Dios, semejante a la unción real de David por el óleo santo. «El Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres, a curar los corazones quebrantados, a anunciar la redención a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a libertar a los esclavos, a publicar el año de Jehovah y el día de la retribución divina». La Galilea entera resonaba pues con la predicación del reino de Dios, evangelizado para los pobres; la tiranía de Satanás bajo que gemía el mundo, se veía obligada a abandonar sus víctimas; todos los atacados de las enfermedades y de las pasiones humanas; todos los corazones destrozados por los padecimientos físicos y morales eran consolados y curados; los ojos del ciego se abrían a la luz del día, mientras la luz divina proyectaba   —305→   su claridad en las tinieblas espirituales de la humanidad. Habíase proclamado el reino de Dios, Comenzaba en fin el año de jubileo de Jehovah en que iban todos los desterrados del cielo a volver a emprender el camino de la patria; en que todos los desheredados volverían a entrar en posesión de los campos paternos. «Había lucido en el mundo el día de la retribución divina», la infinita misericordia iba a llenar abismos de miseria, y a responder con un diluvio de gracias, al torrente secular de iniquidades, de vicios y de infamias. Cuando hubo terminado el Salvador la lectura, se sentó, según una costumbre judaica, pues si bien se hacía en pie la lectura de la palabra de Dios, el Doctor de Israel se sentaba para hacer su comentario, palabra humana que se inclinaba ante la majestad de la Revelación.

36. Tal fue el texto de la primera homilía cristiana. La Iglesia Católica, por voz de sus ministros, predica hoy como el Salvador en la sinagoga de Nazareth. Torna a las Sagradas Escrituras, y a una lengua desconocida de la multitud, el texto divino, del cual hace brotar fuentes de agua viva para saciar las almas. Puede decir, pues, hoy mejor que en Nazareth: «Hanse cumplido todas las profecías». Esta señal divina cuya aureola resplandecía en la frente de Jesús, brilla siempre en la frente de la Iglesia. La multitud ingrata y celosa lanzó al divino Maestro de la sinagoga de Nazareth, y los clamores y los tumultos de la muchedumbre son todavía los mismos. ¿Hay siglo o país alguno en que no se haya tratado también de desterrar a la Iglesia? Nazareth desconocía al Dios de quien se creía ser patria. La libertad de lenguaje, la austeridad de la enseñanza de Jesús, sublevan a los oyentes indóciles. Se le quiere precipitar de lo alto de las rocas que dominan la ciudad de Galilea; pero Jesús pasa por medio de esta turba furiosa, y como él, la Iglesia cuenta sus triunfos por el número de ataques impotentes que se dirigen contra su inmortalidad.




ArribaAbajo§ VII. El sermón de la Montaña

37 Cuando recorría de esta suerte Jesús la Galilea, se hallaba Herodes Antipas con toda sa corte en Maqueronta, en la orilla occidental del mar Muerto, lo que revela la libertad que tenía el Salvador para proseguir sus predicaciones. «Acudía la multitud de la   —306→   Decápolis551, de Jerusalén, de la Judea entera, de las provincias de Siria y de los confines marítimos de Tiro y Sidón, a oír su palabra y obtener la curación de las enfermedades corporales. Y todos procuraban tocarle, porque salía de él una virtud divina que daba la salud a todos552. Viendo Jesús esta multitud inmensa, se dirigió al monte próximo de Cafarnaúm, sentose en él, rodeado de sus discípulos, y alzando los ojos al cielo, dijo: «¡Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos! ¡Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra! ¡Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados! ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos! ¡Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia! ¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios! ¡Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios! ¡Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos! Dichosos seréis cuando los hombres por causa mía os maldijeren y persiguieren y dijeren con mentira todo mal contra vosotros. Alegraos y regocijaos entonces, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros. Vosotros sois la sal de la tierra, y si la sal pierde su sabor ¿con qué cosa se hará salada? Para nada vale después sino para ser arrojada y pisada de las gentes. Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad edificada en un monte no puede ocultarse a los ojos del viajero. Ni se enciende la luz para ponerla debajo del celemín, sino sobre un candelero, a fin de que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos553».

38. «No penséis que vine a destruir la doctrina de la Ley o de los Profetas; no vine a destruirla, sino a darle su cumplimiento y perfeccionarla. Porque en verdad os digo que antes faltarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse perfectamente cuanto contiene la ley hasta una sola jota o ápice de ella. Y así, el que violare   —307→   uno de estos mandamientos, aunque parezca el menor, y enseñare a los hombres a violarlo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos; pero el que los guardare y enseñare, ése será tenido por grande en el reino de los cielos. Porque os digo, que si vuestra justicia no es más llena y mayor que la de los Escribas y Fariseos, no entraréis en este divino reino. Se os ha enseñado el precepto impuesto a vuestros padres, a quienes se dijo: «No matarás, y el que matare será castigado de muerte por el Sanhedrín. Pero yo os digo más: quien quiera que tome ojeriza con su hermano, merecerá ser castigado con las penas que impone el Sanhedrín; y el que llamare raca a su hermano merecerá que le condene el Concilio; mas quien le llamase fatuo, será reo del fuego del infierno554. Si, pues, al ir a llevar tu ofrenda al altar, te acordares de que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja tu ofrenda al pie del altar y ve antes a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda al Señor. Componte pronto con tu contrario cuando estés con él en el camino, no sea que el contrario te delate al juez y el juez te entregue al ministro y te pongan en la cárcel. En verdad te digo, no saldrás de allí   —308→   hasta que pagues el último óbolo555. Habéis oído también que se dijo a vuestros mayores: No cometerás adulterio. Yo os digo más: Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón. Que si tu ojo derecho o tu mano derecha te sirve de escándalo o incita a pecar, sácate el uno y córtate la otra y, arrójalos lejos de ti556. Porque más te importa que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. También se dijo a los antiguos: Cualquiera que despidiese a su mujer, dele carta de repudio557; pero yo os digo, que todo aquel que repudiare a su mujer, sino es por causa de adulterio, la expone a ser adúltera, y el que se casare con la repudiada, comete adulterio558».

39. «También habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No jurarás en falso por el nombre de Jehovah559, antes bien cumplirás   —309→   tus juramentos hechos al Señor. Y os digo más: que de ningún modo juréis, ni por el cielo, porque es el trono de Dios560; ni por la tierra, porque es la peana de sus pies561; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey562. Ni tampoco juraréis por vuestra cabeza, porque no está en vuestra mano hacer blanco o negro un solo cabello. Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí; o no, no; porque lo que pasa de esto, de mal principio proviene563. Habéis oído también que se dijo: ojo por ojo y diente por diente564. Pero yo os digo que no hagáis resistencia al agravio, antes bien, si alguno te hiriere en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda. Y al que quiere armarte pleito para quitarte la túnica, alárgale también la capa. Y al que te embargare (o requiriere)565 para ir cargado una milla566, ve con él otras dos. Da al que te pide y no tuerzas el rostro al que pretende de ti algún préstamo. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo567. Pero yo os digo más: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os   —310→   maldicen568, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores. Porque ¿qué mérito hacéis en amar a los que os aman? Por ventura, ¿no hacen esto también los publicanos569? Y si no saludáis a otros que a vuestros hermanos ¿qué tiene eso de particular? Por ventura, ¿no hacen otro tanto los paganos? Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto570».

40. «Cuidad de no hacer vuestras buenas obras delante de los hombres, con el fin de que os vean, porque no recibiréis su galardón de vuestro Padre que está en los cielos. Y así, cuando des limosna no quieras publicarla a son de trompeta, como hacen los hipócritas que distribuyen sus prodigalidades en las sinagogas y en las plazas públicas para ser honrados de los hombres571; pues en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Mas cuando tú des limosna, haz que tu mano izquierda no perciba lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede oculta, y tu Padre que ve lo oculto te recompensará. Y cuando oréis, no habéis de ser como los hipócritas que gustan de orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos de los hombres572, porque en verdad os digo que recibieron ya su recompensa. Antes por el contrario, cuando hubieres de orar, entra en tu cuarto más retirado, y cerrada la puerta,   —311→   ora a tu Padre en secreto, y tu Padre que lee en el secreto de las almas te recompensará. Y cuando oréis, no afectéis hablar mucho como hacen los gentiles, que se imaginan que de esta suerte es su súplica más eficaz a fuerza de palabras. No queráis, pues, imitarlos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo. Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de mal, amen. -Porque si perdonaréis a los hombres vuestras ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial vuestros pecados; pero si no perdonareis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará los pecados573.

41. Cuando ayunéis, no os pongáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para mostrar a los hombres que ayunan (o su fidelidad en observar la ley.) Porque en verdad os digo que recibieron ya su recompensa. Mas tú cuando ayunares, perfuma tu cabeza y lávate el rostro574; para que no conozcan los hombres que ayunas; sino únicamente tu Padre, a quien no se oculta nada, y tu Padre que ve lo que pasa en secreto, te recompensará. No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los consumen, y donde los ladrones los desentierran y los roban. Atesorad más bien para vosotros tesoros en el cielo, donde no hay orín ni polilla que los consuma, ni tampoco ladrones que los desentierren ni roben575. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. -La antorcha de tu cuerpo son tus ojos. Si tu ojo fuera sencillo, todo tu cuerpo estará lúcido; pero si tu ojo fuere malicioso, todo tu cuerpo estará oscuro. Pues si lo que debe ser luz en sí, es tinieblas,   —312→   las mismas tinieblas ¿cuán grandes serán? Lo mismo, pues, si la luz interior de la conciencia se oscurece en ti, ¿cuáles no serán las tinieblas del alma? -Ninguno puede servir a dos señores, porque, o aborrecerá al lino y amará al otro, o sufrirá al uno y despreciará al otro. No podéis, pues, servir a un mismo tiempo a Dios y a Mamón (o las riquezas). Por tanto os digo, que no estéis solícitos por lo que toca a vuestra vida, sobre lo que habéis de comer, ni, por lo que toca a vuestro cuerpo, sobre con qué os habéis de vestir. Por ventura ¿la vida no vale más que la comida, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni entrojan, y vuestro Padre celestial las mantiene. Por ventura, ¿no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros puede con sus pensamientos añadir un codo a su estatura? ¿Y por qué os inquietáis acerca del vestido? Mirad cómo crecen los lirios del campo; no labran ni hilan, y yo os digo que ni Salomón con toda su gloria estaba tan bien vestido como uno de estos lirios. Pues si Dios viste así al heno del campo, que hoy es, y mañana se echa en el horno ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? No vayáis, pues, diciendo acongojados: ¿Tendremos que comer, beber o vestir? como hacen los gentiles, los cuales andan ansiosos tras todas estas cosas materiales; pues bien sabe vuestro Padre celestial la necesidad que de ellas tenéis. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No andéis, pues, acongojados por el día de mañana, porque el día de mañana harto cuidado traerá por sí, bástale ya a cada día su propio afán576. Pedid y se os dará: buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. ¿Qué hombre hay entre vosotros que dé una piedra a su hijo cuando le pide pan, o que le dé una serpiente, si le pide un pez? Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas llenas a los que se las piden577

42. «No juzguéis a los demás, si queréis no ser juzgados; no condenéis para no ser condenados. Perdonad para que se os perdone,   —313→   dad y se os dará. Porque con el mismo juicio que juzgaréis a vuestro hermano, y con la misma medida con que le hubiereis medido, seréis medidos vosotros. Mas tú ¿con qué cara te pones a mirar una paja en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que está dentro del tuyo? O ¿cómo dices a tu hermano: deja que saque esa paja de tu ojo, mientras tú mismo tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces tendrás vista para quitar la paja del ojo de tu hermano. Por lo tanto, haced vosotros con los demás hombres todo lo que deseáis que hagan ellos con vosotros, porque esto es la ley y los profetas. Entrad por la puerta angosta, porque la puerta ancha y el camino espacioso son los que conducen a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho el camino que conduce a la vida y qué pocos los que atinan con ella! Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, pero interiormente son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis. Por ventura ¿se cogen uvas de las espinas o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Todo árbol que no dé buen fruto, será arrancado y echado al fuego. Por los frutos, pues, conoceréis las doctrinas. No todo aquel que me dice: «¡Señor! ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, éste entrará en el reino de los cielos. Muchos me dirán en el día solemne del juicio: ¡Señor! ¡Señor! por ventura ¿no hemos profetizado nosotros en tu nombre y lanzado los demonios en tu nombre y hecho muchos milagros en tu nombre? Pero entonces yo les responderé: Nunca os he conocido por míos; apartaos de mí, operarios de iniquidad. Por tanto, todo aquel que oye estas mis palabras y las cumple, será semejante a un hombre cuerdo que edificó su casa sobre piedra, y cayeron las lluvias Y los ríos salieron de madre, y vinieron los torrentes y soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra aquella casa, y no cayó, porque estaba fundada sobre piedra. Y todo aquel que oye estas mis palabras y no las cumple, será semejante a un hombre loco que edificó su casa sobre arena; pues cayeron las lluvias, y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra aquella casa, la cual se desplomó, y su ruina fue grande. Y al fin, habiendo Jesús concluido este razonamiento, admiraban la sublimidad de su doctrina las gentes que le oían; porque les enseñaba con   —314→   cierta autoridad soberana, y no como sus Escribas y Fariseos578».

43. Era en efecto la autoridad del mismo Dios la que iba a cumplir en la montaña de Cafarnaúm la ley dada en el Sinaí. No queremos debilitar con un estéril comentario, la virtud divina que se exhala de cada una de las palabras del Sermón de la Montaña. Todo el Evangelio forma su desarrollo ulterior, pues sólo Jesús podía explicar su palabra. Por tanto, nos bastará exponer su rigorosa trabazón y su serie lógica. El Verbo de Dios lleva a la humanidad con cuyas miserias vino a desposarse, un tesoro de felicidad que nadie sospechaba anteriormente. La pobreza voluntaria; la dulzura; las lágrimas; el hambre y la sed de justicia; la práctica de las obras de misericordia; la pureza del corazón; el amor de la paz; la paciencia en la persecución; tales son las ocho bienaventuranzas que predica el Salvador a un mundo donde la riqueza y el lujo habían adquirido proporciones casi sobrehumanas: en una época en que era la ley suprema la violencia y en que el sensualismo romano era más emperador que Tiberio; en que la misericordia consistía en abreviar con el puñal del confector los tormentos de los gladiadores heridos; en que reinaba únicamente la voluptuosidad en las conciencias; en que la paz era sinónimo de esclavitud universal; en que la persecución no tenía más límites que los del universo. ¡Algunos retóricos han pretendido hacer de Jesús un demócrata con miras exclusivas y mezquinas; disfrazándole de no sé qué revolucionario impotente que quiso sacudir las cadenas de la humanidad sin tener fuerza para realizar sus sueños de independencia! Se necesita en verdad toda la ignorancia o la mala fe de un sistema previo para atreverse a sentar en nuestra época teorías tan manifiestamente insensatas. Vuélvase a leer el Sermón de la Montaña, que es el programa de la doctrina evangélica. En vano se buscará en él el llamamiento a las armas de un Espartaco, o la excitación a la rebelión de un jefe demócrata. ¡Oh Jesús! Dios del pesebre y del Calvario, víctima de Tiberio y de Herodes, Cordero de Dios, inmolado por los pecados del mundo, ¿será verdad que estaba reservada a vuestra faz augusta esa última bofetada y que hubiera una mano, como en otro tiempo la de un criado de Pilatos, en el varadero del moderno socialismo para haceros semejante ultraje? Pero ¿qué importa? No se alterará por eso una   —315→   sola tilde al Evangelio y el Evangelio no habla como los sofistas actuales. Jesús no procede ni de la democracia antigua ni moderna, ni de las profecías pasadas o presentes. La base de su enseñanza es la ley hebraica, elevada a la perfección cristiana. La sanción de sus preceptos está más alta que todas las esperanzas, todas las aspiraciones y las solicitudes de este mundo. El reino de los cielos es su reino; el juez supremo es el Padre celestial, cuya Providencia en el mundo vela sobre sus hijos con igual ternura, hasta el día de la retribución definitiva, en que el bien y el mal serán premiados y castigados. En verdad ¿qué tiene, pues, de común esta doctrina con los aforismos de Séneca, que redondean en periodos declamatorios un elogio académico de la pobreza sobre una mesa de oro macizo, y bajo los restos del fastuoso palacio de Nerón? ¿Qué similitud hay entre la abnegación, la adhesión, el sacrificio personal, la mortificación interior y exterior, impuestos como deberes absolutos por el divino Maestro, y las excitaciones apasionadas, los impulsos de la concupiscencia, del orgullo y de la sangre, suscitados por las demagogias?




ArribaAbajo§ VIII. Milagros en Cafarnaúm

44. Habiendo bajado Jesús del monte, le fue siguiendo una gran muchedumbre de gentes. Y al aproximarse a Cafarnaúm, vino a su encuentro un leproso, y se postró ante él para adorarle diciendo: Señor, si tú quieres me puedes curar. -Jesús, movido por su ruego, extendió la mano y le tocó diciendo: Quiero: queda limpio. Y al instante quedó curado de la lepra. Y Jesús le dijo: Mira que a nadie lo digas; pero ve a presentarte al sacerdote y haz la ofrenda que mandó Moisés para la purificación de la lepra: así atestiguarás tu curación. -Pero el leproso en su reconocimiento publicó por todas partes el favor de que acababa de ser objeto. En breve se divulgó el rumor de este milagro, y las gentes que se estrechaban alrededor de Jesús, no le permitieron entrar en la ciudad. Y él se retiraba al desierto y hacía oración en la soledad; pero el pueblo iba a encontrarle a todas partes para oír su palabra y obtener la curación de todas las enfermedades579». Si hubo jamás dolencia alguna respecto de la cual   —316→   sean completamente impotentes «la palabra más dulce o el contacto más simpático», como dice el racionalismo, es sin duda alguna la lepra, esa horrorosa enfermedad sobrado común aún en el día en Oriente, en la que hinchándose y poniéndose azulada la carne, se desprende en enormes costras, dejando en vivo la llaga ensangrentada y devorando a su víctima hasta los huesos. El solo contacto de un objeto sobre el que se posa la mano del leproso, la ráfaga de viento que cruza por entre él, comunica la lepra. Así, la multitud que baja de la montaña y rodea al divino Maestro, se desvía a la vista del leproso de Cafarnaúm. La incredulidad pide una comisión científica para consignar la realidad de las enfermedades que curó Jesús; pues bien, en la historia del leproso se satisface completamente esta exigencia. En Jerusalén residía una comisión de sacerdotes establecida permanentemente por la ley mosaica para consignar todos los casos de lepra que ocurrían en la población judía580. Después de un atento examen, todos cuyos pormenores consignados en el Levítico son de tal naturaleza que bastan para satisfacer a los espíritus más meticulosos, cuando se había reconocido oficialmente la lepra, se prohibía al desgraciado que era atacado de ella entrar en los lugares habitados581, debiendo retirarse a las campiñas desiertas582, y siendo arrasada su casa, cuyas piedras mismas eran sometidas a la acción de una hoguera encendida, a donde se arrojaba todo lo que había usado personalmente el leproso. Para prevenir los encuentros fortuitos que podían llegar a ser fatales al viajero, al transeúnte, al extranjero, sólo llevaba el leproso vestidos descosidos583 por cuyas aberturas veía cada cual sus horribles úlceras. Estábale prohibido por la misma razón cubrirse la cabeza584; pero debía taparse la boca con la ropa585, no fuese que comunicase el contagio el aire pestífero de su aliento; finalmente, estaba obligado a avisar de lejos a los que encontraba en el camino, gritando: ¡Huid del leproso586! -Al leer esto, nos preguntamos si sería posible en las sociedades modernas donde ha llegado a sus últimos límites el lujo de reglamentarlo todo, imaginar una organización más apropiada, a un tiempo mismo, a las necesidades del clima, al respeto de la libertad individual y al interés general de   —317→   la seguridad pública. Pero si se rodeaba de tantas garantías la consignación de la lepra, la curación misma se hallaba también sometida para reconocer que había sido efectiva, a formalidades que excluían toda posibilidad de sorpresa o fraude. Cuando dijo Jesús al leproso ya curado: «Anda, y a nadie lo digas, pero ve a presentarte al sacerdote», hace alusión el Salvador a esas formalidades legales que todo el mundo conocía en Judea. Él mismo apela a la prueba jurídica que reclaman nuestros racionalistas modernos. Quiere que se consigne oficialmente el milagro, no a los ojos de la multitud que no necesitaba otro testimonio, sino, según el pensamiento de San Agustín, a los ojos de la posteridad, esta gran enferma a quien la lepra de las pasiones o de la incredulidad devora siempre y que no cesará nunca de curar la palabra del Hijo de Dios. Pues bien, he aquí cuáles eran las formalidades prescritas por Moisés para que el leproso, curado por cualquier causa accidental, o por sólo los recursos de la naturaleza, fuese relevado del entredicho que sufría, y reintegrado en la sociedad de sus semejantes. Debía presentarse a los sacerdotes que habían mandado su secuestro, pues sólo eran admitidos los jueces de su enfermedad pasada a pronunciar sobre la realidad de su curación. Cualquiera que conoce el corazón humano y los refinamientos de amor propio de las corporaciones constituidas, conocerá la importancia de semejante garantía, y estará lejos de sospechar que este tribunal procediera con exagerada benevolencia. Después del examen minucioso al cual se sometía al requirente, si había desaparecido la lepra y no velan los jueces señal alguna de que existiera, se procedía a la purificación legal. El antiguo leproso ofrecía en el Templo dos pájaros vivos y un palo de cedro, un trozo de grana o de lana teñida de escarlata y un ramo de hisopo. La mano del leproso tocaba cada una de estas ofrendas, y sabido es los terribles efectos del contacto de una mano de leproso. El sacerdote inmolaba uno de los pájaros en una vasija de barro sobre agua viva, a fin de hacer desaparecer todas las consecuencias de semejante contacto. Recogíase la sangre del pájaro degollado en una vasija de barro, sumergíase en ella el palo de cedro, la grana y el hisopo, con los cuales se rociaba al otro pájaro que se ponía inmediatamente en libertad. Después se hacían siete aspersiones sucesivas, con la misma sangre sobre el presunto curado. Tal era la primera prueba. Es evidente que si existía aun en estado latente el virus de la lepra, debía   —318→   comunicarse al pájaro puesto en libertad, y sobre todo al paciente mismo sometido a estas reiteradas aspersiones. Entonces se raía todos los pelos del cuerpo del leproso; se le metía en un baño, y después de haber lavado todos sus vestidos, se le dejaba durante siete días bajo la influencia de esta primer prueba. Si en este intervalo, sobreexcitada la sangre por la acción de raerla, y atraída a todos los poros por el agua tibia del baño, circulaba libremente, sin formar en la piel ninguna de esas manchas lívidas que son los síntomas ordinarios de la lepra, se podía creer en la realidad de la curación. Entonces el leproso ofrecía en el Templo dos corderos, uno de los cuales era inmolado en sacrificio de propiciación, y el otro quemado en el altar de los holocaustos. Se renovaban las aspersiones, y si esta segunda prueba no ocasionaba recaída, era declarado al día siguiente puro el leproso y volvía a entrar en el comercio de los hombres587. Tal fue la suerte del leproso de Cafarnaúm, y tal es el sentido real de la palabra de Jesús: Vade, ostende te sacerdoti et offer pro emundatione tua, sicut praecepit Moyses, in testimonium illis. ¿Haría más una comisión científica que se nombrara hoy por la Academia de París o de Berlín?

45. La fama de Jesús iba aumentándose. Los Escribas y los Fariseos de Jerusalén se preocuparon del concurso inmenso que se formaba en torno del nuevo doctor, y quisieron darse cuenta de los sucesos que conmovían a toda Galilea. «Entre tanto, dice el Evangelista, lejos de buscar la multitud, Jesús huía al desierto para orar en libertad. Pero un día que había invadido la multitud la casa de Simón donde se hallaba Jesús, se sentó allí y enseñaba al pueblo. Estaban asimismo sentados allí varios Fariseos y Doctores de la ley que habían acudido de todos los puntos de Galilea, de toda la Judea y de Jerusalén. El poder del Señor se manifestaba en numerosas curaciones. Y he aquí que varios hombres que conducían un paralítico, tendido en una camilla, trataban de penetrar por entre el gentío para poner el enfermo a los pies de Jesús. Y no hallando por donde introducirle a causa de la mucha gente, subieron sobre el terrado de la casa, y haciendo una abertura en el techo, descolgaron la camilla en que yacía el paralítico, hasta el sitio en que se hallaba Jesús. Y viendo cuán grande era la fe de aquellos hombres, dijo   —319→   Jesús al paralítico: ¡Oh hombre! tus pecados te son perdonados. -A estas palabras los Escribas y los Fariseos decían entre sí: ¿Cómo puede blasfemar de esta suerte? ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, les dijo: ¿Por qué se abandona vuestro corazón a malas sospechas? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decir, levántate, toma tu camilla y anda? Pues bien, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados, levántate, dijo al paralítico: Yo te lo mando; carga con tu camilla y vete a tu casa. -Y levantándose al punto el enfermo, cargó con su camilla y dando gloria a Dios, tomó el camino de su casa. Apoderose de todos los asistentes el espanto, y proclamaban el poder de Jesús, diciendo en su admiración: ¡Nunca hemos visto maravilla semejante588».

46. El poder de perdonar los pecados proclamado tan altamente por el divino Maestro, causa hoy el escándalo de los racionalistas y de los protestantes, absolutamente lo mismo que sublevaba en Cafarnaúm a los Escribas y Doctores de la ley. La Iglesia Católica, heredera de las enseñanzas y de la potestad de Jesús, no ha cesado ni cesará nunca de remitir los pecados. ¿Qué hacen, no obstante, los doctores de la razón o del libre examen? ¿qué hacen de este texto evangélico tan claro y tan preciso? ¿No es evidente que en él se manifiesta claramente Jesucristo como el Hijo de Dios que tiene en la tierra el poder de perdonar los pecados? ¡No hay duda alguna de que semejante prerrogativa sólo pertenece a la Divinidad, y cuando hacen esta observación los Fariseos, dicen bien! Pero cuanto más fundada es su objeción, más hace resaltar el carácter divino, el título de Dios que se atribuye Jesucristo, sin vacilación y sin subterfugio alguno. La curación instantánea del paralítico, y el poder que supone en el orden de la naturaleza, son a un mismo tiempo el símbolo y la confirmación de las curaciones espirituales y del poder que suponen en el orden de la gracia. Las circunstancias del milagro obrado en favor del paralítico, son tan patentes como pudiera exigir la crítica más hostil. Los testigos, Escribas, Doctores de la ley y los Fariseos están lejos de ser favorables, y sólo se someterán a la evidencia. El enfermo ha descendido con el auxilio de cuerdas por   —320→   una abertura practicada en el techo de la casa. Si el Salvador no es más que un médico hábil que tiene a su disposición los secretos de un arte desconocido al vulgo, ¿por qué dirige a este enfermo palabras, al parecer tan extrañas a su enfermedad? Porque le dice: «¡Tus pecados te son perdonados!» Por más que se haga, es imposible quitar a la historia evangélica su carácter propio, su fisonomía particular. Quien obra, quien habla y se mueve y vive y respira en esta admirable narración no es un médico, ni un filósofo, ni un legislador, ni un héroe humano. Es un Dios.

47. «Después de este milagro, continúa el texto sagrado, salió Jesús de Cafarnaúm; y al pasar, vio sentado al banco o mesa de los tributos a un publicano llamado Leví, y por sobrenombre Mateo, y le dijo: «Sígueme, y levantándose el publicano al instante, lo dejó todo y le siguió. Y sucedió después que estando Jesús a la mesa en la casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y gente de mala vida, y se pusieron a la mesa con Jesús y sus discípulos. Mas los Escribas y Fariseos murmuraban de esta conducta y dirigiéndose a los discípulos de Jesús, les dijeron: ¿Por qué come vuestro Maestro con publicanos y pecadores? Jesús tomó la palabra, y respondiendo a sus secretos pensamientos: No son los que están sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Yo no vine a llamar a penitencia (o convertir) a los justos, sino a los pecadores. -Los Fariseos replicaron: ¿Por qué razón ayunando los discípulos de Juan y los de los Fariseos, no ayunan tus discípulos? Y Jesús les dijo: ¿cómo es posible que los compañeros del esposo en las bodas ayunen y anden afligidos, mientras está con ellos el esposo? Pero vendrá tiempo en que les quitarán al esposo, y entonces ayunarán. -Después les dijo esta parábola: Nadie de vosotros echa vino nuevo en cueros viejos, porque los hace reventar la fuerza del vino y se derrama el vino y se pierde. Por tanto el vino nuevo debe echarse en pellejos nuevos para que uno y otros se conserven. Asimismo, nadie cose un remiendo de paño nuevo en un vestido viejo, pues el remiendo nuevo rasga lo viejo, y se hace mayor la rotura589». Bajo esta forma parabólica, daba el Salvador al mundo la lección más sublime. Necesitábanse para la doctrina celestial del Verbo encarnado, inteligencias y corazones capaces de recibirla. El mundo antiguo resquebrajado,   —321→   abierto y podrido hubiera reventado como una odre vieja, con el fermento divino de este nuevo licor. El girón gastado de las civilizaciones paganas, no podía soportar el pedazo que iba a coser en él el Salvador con las espinas de su corona y con los clavos de su cruz. ¿Comprendieron entonces estos Escribas y Fariseos el sentido maravilloso de la parábola? Tenemos motivo para dudarlo. Hasta la hora en que el mundo cristiano se puso en lo alto de las hogueras, ante las garras de los leones, en la arena ensangrentada de los circos, en frente de la tiranía del mundo pagano, llegó a ser incomprensible la respuesta de Jesús. Los publicanos, estos parias de la Judea, enviados por el César romano a percibir un impuesto odioso, y a inscribir sobre sus tablillas el nombre de los ciudadanos rebeldes o rezagados, que por indocilidad o por impotencia, no habían pagado el Numisma census, a la hora prescripta, continuaron experimentando el desprecio y los ultrajes de los orgullosos Fariseos. ¿Qué debía hacerse con estos alcabaleros, vendidos al poder de Roma, con estos tabeliones, cuyo solo nombre era una injuria? No hay duda que estaba bien a Jesús aceptar un sitio en su mesa y elegir entre ellos los apóstoles de su nueva doctrina. Y por tanto el publicano Leví, llamado Mateo, este oscuro cobrador de tributos, que abandonó un día, a la voz de Jesús de Nazareth, el cobrador, en que recibía algunas miserables monedas para trasmitirlas al fisco del César Tiberio, llegó a ser uno de los doce que convirtieron el mundo, y sustituyeron la cruz de su Maestro a las águilas que dominaban el Capitolio. No tardaron en llegar los días predichos por el Salvador, en que reemplazaría el ayuno, los banquetes. La sociedad cristiana de las Catacumbas tuvo tres siglos de lutos y de mártires, en compensación de la mesa de Cafarnaúm que escandalizaba a los Escribas y a los Doctores. Hoy lo sabemos ya, y el sentido de la parábola evangélica no es ya un enigma para nadie. Pero ¿nos había de impedir la realización de la profecía consignar el milagro de la profecía misma?

48. «Mientras Jesús les hablaba de estas cosas, añade San Mateo, llegó a postrarse a sus pies el jefe de la Sinagoga, llamado Jairo, diciendo: «Señor, mi hija, mi única hija, acaba de morir; pero ven y pon tu mano sobre ella para que viva. La niña que acababa de morir tenía doce años. Jesús se levantó y le siguió con sus discípulos. Durante el camino, se precipitaba la   —322→   multitud a su paso, de suerte que apenas podía andar. Y he aquí que una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años, se llegó por detrás a Jesús y tocó la orla de su vestido, porque decía en su interior: Si toco solamente la orla de su vestido quedaré sana. -Y no bien hubo llevado la mano a ella, cesó el flujo de sangre. ¿Quién me ha tocado? preguntó Jesús. -Los discípulos que le rodeaban se excusaron, afirmando que ninguno de ellos lo había hecho. Entonces hablando Pedro en nombre de todos, le dijo: Maestro, te rodea y oprime la multitud por todas partes ¿cómo dices, pues, quién me ha tocado? -Alguien me ha tocado, respondió Jesús. Lo sé, y una virtud divina ha salido de mí. -Comprendiendo la mujer que no había podido sustraerse a la atención del Señor, se acercó temblando, se arrojó a sus pies, y en presencia de toda la multitud explicó la causa por qué le había tocado y cómo al momento había quedado sana. Hija mía, ten confianza, le dijo Jesús, tu fe te ha salvado. Vete en paz. -En aquel momento atravesó el gentío un hombre, y acercándose al jefe de la sinagoga, le dijo: Ha muerto tu hija ¿a qué fatigar al Maestro? -Pero oyendo Jesús estas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; ten fe solamente, y tu hija vivirá» -En la puerta de la casa hallaron reunidos a los tañedores de flautas que hacían oír sus sonidos lúgubres, y a las plañideras que deploraban con sus lamentaciones la muerte de la niña. -¿Por qué esos lloros y esa desesperación? dijo Jesús. Retiraos: la niña no está muerta, sino dormida. -Al oír estas palabras se burlaban de él, porque sabían bien que estaba muerta la joven. Jesús, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan, así como al padre y a la madre de la niña, prohibió a todos los demás que le siguieran, y entró en la estancia mortuoria; y tomando la mano a la niña, dijo en alta voz: Talitha Cumi. Niña, levántate, yo te lo mando. -Al punto volvió su alma al cadáver, y se puso en pie la niña, y Jesús mandó que la dieran de comer. Los padres quedaron llenos de asombro. Jesús les mandó que guardaran silencio sobre lo que acababa de suceder; pero el gentío que rodeaba la casa, supo en breve el hecho, y la nueva de este suceso se divulgó por todo aquel país590».

49. De todas las páginas del Evangelio se desborda el milagro. No se verifica en la vida del Salvador, como en la de los taumaturgos   —323→   del Antiguo Testamento, con los caracteres excepcionales que marcan los fenómenos raros y extraordinarios. El milagro parece la esencia misma de Jesús; emana naturalmente de su persona como de una fuente siempre llena, y estalla y relumbra casi sin advertirlo el divino Maestro. La hemorroisa, consigue en medio de la multitud tocar la orla del vestido de Jesús. Imagen viva de la humanidad que perdía su sangre hacía cuarenta siglos, con la herida de las pasiones y la opresión de toda clase de concupiscencias. Nadie había notado esta mujer; Jesucristo no le había dirigido ni una palabra ni una mirada; y no obstante, en el momento mismo, cesa el flujo de sangre, y dice el Salvador a sus discípulos: «Una virtud divina ha salido de mí. ¿Quién me ha tocado?» -La hemorroisa se prosterna en presencia de tantos testigos, y cuando en cualquier otra circunstancia se hubiera avergonzado de revelarles el secreto de su dolencia, expone toda la verdad; pues el reconocimiento acalla en ella todos los demás sentimientos, y le responde el Salvador con inefable mansedumbre: «Hija mía, ten confianza; tu fe te ha salvado. Vete en paz». ¡Cuántas veces ha repetido la Iglesia Católica esta palabra sobre frentes en que la gracia de Jesús, milagrosamente difundida, había hecho reaparecer la inocencia! ¡Cuántas veces estos prodigios de curación espiritual se han renovado, por medio del arrepentimiento y de la confesión, a vista de Pedro y de los ministros del Evangelio, pasmados ellos mismos de los prodigios verificados «por la virtud divina que sale sin cesar de Jesús!» Todos los pormenores de los milagros evangélicos tienen dos caracteres: una publicidad tal, en el momento de verificarse, que no podría ser su autenticidad objeto de una duda seria; y una significación particular tan profunda, que estos milagros no bien se han obrado una vez en Judea, se renuevan sin medida, sin límites ni linderos en todos los puntos del mundo a donde ha llevado la Iglesia el nombre de Jesucristo. ¿Qué cosa mejor consignada que la muerte de la hija de Jairo? Su padre, anegado en llanto, va a llevar la noticia a Jesús en presencia de los Escribas y Fariseos, en medio de la comida que les da el publicano Leví. «Señor, mi hija ha muerto. Ven a resucitarla». El corazón de un padre no equivoca un desmayo con el último suspiro de su hija. Toda la pequeña ciudad de Cafarnaúm sabe ya el golpe terrible que acaba de herir al jefe de la sinagoga. La multitud obstruye la casa del publicano, y, cuando se levanta   —324→   Jesús para seguir a Jairo, se ve rodeado de un séquito inmenso. El incidente de la hemorroisa retarda algunos instantes la marcha del Salvador. Se adivina la impaciencia del desgraciado padre y la esperanza que hace renacer en su alma esta curación, inesperada sin duda. Sus criados, temiendo tal vez la sensación que puede causarle esta decepción sobrado amarga, y sabiendo que se iba a conducir a la joven difunta al sepulcro de su familia, penetran por entre la multitud y le dicen: « ¡Ay! ¡tu hija ha muerto! ¿para qué fatigar inútilmente al Maestro?» La multitud oye estas palabras, como ella oye la respuesta del Salvador: «Cree o ten fe solamente, y vivirá tu hija». Jesús iba, pues, a encontrar seguramente la muerte en la casa del jefe de la sinagoga. Ya el séquito de costumbre que llevaba en pos de sí la muerte entre los Hebreos, había tomado posesión de la morada. Además de los coros de músicos, cuya presencia en los funerales judíos se halla atestiguada, no sólo por el Evangelio, sino aun por los testimonios formales de Josefo, las plañideras, lamentadoras oficiales que marchaban a la cabeza del convoy, habían comenzado sus lamentaciones. Y efectivamente, los Hebreos no podían guardar un muerto en sus moradas, de suerte, que no bien exhalaba el postrer suspiro, y para evitar que se multiplicaran las ocasiones de impurificación legal, era trasladado el cadáver al sepulcro de los antepasados, donde recibía de mano de los padres los piadosos y supremos deberes de la sepultura. Los sepulcros, grutas artificiales abiertas en los flancos de las montañas, fuera de las poblaciones, tenían un vestíbulo bastante grande, y durante los siete primeros días que seguían a una muerte, iba a ellas la familia a llorar al lado de los restos queridos de aquellos cuya pérdida habían experimentado. Estas costumbres judías tan diferentes de las nuestras, forman en la narración evangélica un cuadro de que no puede aislárselas, y una especie de comentario perpetuo de que se desprende una irresistible evidencia. Íbase, pues, a trasladar a la hija de Jairo fuera de la casa paterna, toda cuya felicidad y júbilo había labrado esta niña durante doce años. Los tañedores de flautas y las plañideras saben que la joven doncella está realmente muerta: oyen, burlándose, las palabras del divino Maestro: «Retiraos; la niña sólo está dormida». Pero ¿quién podrá comprender jamás la emoción, la terrible ansiedad del padre y de la madre, cuando Jesús, en pie al lado del lecho fúnebre, toma la mano de   —325→   la joven muerta? El jefe de la sinagoga había leído en el libro de los reyes de Israel la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta, por Elías; y la del hijo de la Sunamita, por Eliseo. Elías había orado a Jehovah. «Volvedme este hijo» había dicho el profeta en una larga oración en que el hombre de Dios se dirigía al Dueño de la vida. Eliseo había hecho lo mismo. Mas Jesús no intercede, sino que obra y habla cual Dios. «Hija mía, levántate», y la joven doncella se levanta. Y ¡cuántas almas muertas se han dispertado desde este día, entre los tañedores de flautas y el tumulto del mundo, a la voz de Jesús, para marchar por los senderos de la inocencia, de la mortificación y del pudor cristianos! ¡Cuántas hijas de Jairo resucitadas formarán la inmortal corona de la Iglesia Católica!