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ArribaAbajoCapítulo VIII

Jerusalén


Sumario

§ I. SALIDA DE GALILEA.

1. Los hermanos de Jesús y la fiesta de los Tabernáculos. -2. Argumentación del racionalismo a propósito de los «hermanos oscuros» de Jesús. -3. Refutación. -4. La incredulidad de Nazareth y la divinidad del Salvador. Los descendientes de los hermanos de Jesús en presencia de Domiciano. -5. El divino: «Es preciso» de la pasión de Jesucristo. -6. Los diez leprosos en el territorio de Samaria. -7. Autenticidad del milagro.

§ II. LA FIESTA DE LOS TABERNÁCULOS.

Discurso de Jesús en el Templo. -9. Lógica del discurso de Jesús. -10. Carácter divino de las palabras del Salvador. 11. Carácter profético. -12. El Sanhedrín envía soldados a apoderarse de Jesús. -13. Las fuentes de agua viva abiertas por Jesucristo. El agua de la piscina de Siloé. -14. El Sanhedrín y Nicodemo. -15. Belén y Nazareth. -16. El huerto de los olivos y la oración. -17. Juicio de la mujer adúltera. -18. El rigorismo humano ante la misericordia de Jesucristo. -19. Autenticidad de la narración evangélica. -20. «Yo soy la luz del mundo». -21. Explicación de esta palabra por San Agustín. -22. «Yo soy antes que Abraham fuese. -23. Milagro de la divina profundidad del discurso de Jesús. -24. La verdad y la libertad.

§ III. EL CIEGO DE NACIMIENTO.

25. Narración evangélica de la curación del ciego de nacimiento. -26. El capítulo de los milagros en el Evangelio del racionalismo. -27. Caracteres intrínsecos de autenticidad de la narración evangélica. -28. El racionalismo y la lógica aristotélica. -29. La lógica del ciego de nacimiento.

§ IV. PARÁBOLAS.

30. Parábola del Buen Pastor. -31. Un solo redil, un solo pastor. -32. Parábola del buen Samaritano. -33. Creación evangélica de la idea y del término de «Prójimo». -34. El reguero de sangre en el camino de Jerusalén a Jericó. -35. La herencia entre dos hermanos. Parábolas de los servidores vigilantes y del Mayordomo infiel. -36. El reino dado por Dios a la Iglesia. -37. Pormenores de costumbres locales.

§. V. LA FIESTA DE LOS INCIENSOS.

38. Narración evangélica. -39. Nombre y origen de la fiesta de las Encenias. -40. El pórtico de Salomón. -41. Armonía de la narración evangélica con las costumbres y las leyes judaicas.


ArribaAbajo§ I. Partida de Galilea

1. «Estando próxima, dice el Evangelista, la fiesta de los Judíos, llamada de los Tabernáculos, los hermanos de Jesús le dijeron: Sal de aquí y sube con nosotros a Judea para que vean también los discípulos que tienes allí, las maravillas que haces. Porque ninguno hace las cosas en secreto cuando quiere ser conocido en público. Ya que obras maravillas, date a conocer al mundo. -Hablaban   —450→   sus hermanos de esta suerte, porque muchos de ellos no creían en él. -Jesús les respondió: Mi tiempo no ha llegado todavía, pero vuestro tiempo siempre está a punto. A vosotros no puede aborreceros el mundo; mas a mí me aborrece, porque yo demuestro que sus obras son malas. Id vosotros a esa fiesta; yo no voy a ella porque mi tiempo no se ha cumplido. Habiendo dicho esto, se quedó él en Galilea. Pero algunos días después que marcharon sus hermanos, él también se puso en camino para ir a la fiesta, no con publicidad, sino como en secreto792».

2. Tal es el pasaje del Evangelista que ha inspirado al racionalismo moderno la teoría de los «hermanos oscuros de Jesús, los cuales le hacían la oposición793». No era en verdad muy temible la oposición de parte de estos hombres que incitan al Salvador a que elija, para manifestarse al mundo, un teatro más vasto y más brillante. No se hallaba todavía elevada sin duda su fe a la perfección divina, cuyo carácter tardaron tanto tiempo en conocer los mismos Apóstoles. Sin embargo, bajo el punto de vista puramente humano, ¿hay uno solo de los más ilustres racionalistas cuyo amor propio no acogiese con afán semejante homenaje? Si fueran a decirle: ¡No basta a vuestra gloria brillar en el estrecho círculo de vuestra patria; el mundo entero os reclama y os espera! dudamos que se hubiera ofendido mucho de tal lenguaje y que lo hubiera tomado por una declaración de guerra. La pretendida oposición de los «hermanos» del Salvador es, pues, una oposición quimérica. Pero insiste el racionalismo. «El nombre de 'hermanos' es realmente la expresión que emplea el Evangelio; y no pudiendo ser los 'hermanos' de Jesús, designados aquí, ni Santiago el Mayor y Juan, hijos de Zebedeo, ni Santiago el Menor y Judas o Tadeo, hijos de Cleofás, primos hermanos de Jesús, puesto que los cuatro formaban parte del Colegio Apostólico y creían en su Maestro, mientras que los hermanos de que se trata en este pasaje 'no creían en él,' es claro que Jesucristo tuvo realmente hermanos. Es imposible saber, por falta de noticias, si procedían del lado paterno o del materno. En el primer caso, sería la virginidad de José, y en el segundo la de María, una invención apócrifa. Todo lo que se puede afirmar legítimamente, es la existencia de 'hermanos oscuros' de Jesús, cuyo nombre no nos ha conservado la historia». Tal es, en toda su fuerza,   —451→   la objeción de los críticos modernos; la cual tiene el privilegio de la novedad; pues jamás la encontró en su camino la exégesis antigua. Desgraciadamente para la joven escuela racionalista, supone esta famosa objeción una absoluta ignorancia de los primeros elementos de la historia evangélica. Nuestro siglo ha vuelto a emprender con un ardor y un celo que le honran, el estudio serio y profundo de todas las genealogías, por tanto tiempo olvidadas de los Faraones del Egipto, de los Sargónides de Asiria, de los Maharadjas de la India, de los Hijos del cielo del imperio chino. Hoy sabemos el nombre de todos los hermanos y de todos los primos de Sesostris o de Salmanasar, y nadie tributa más justicia que nosotros a los progresos verificados en este género por la filología moderna, la cual ha restablecido numerosos anillos de la cadena de los tiempos, por lo que hará justicia el porvenir a sus esfuerzos. Pero cuanto más derecho tenemos de enorgullecernos con estas gloriosas conquistas, mayor es el deber que tenemos de conservar los resultados positivos, obtenidos por la exégesis de los siglos anteriores en el campo de la historia evangélica. La ciencia profana no podría por ningún título hacer olvidar la ciencia sagrada. Pues bien; la línea genealógica de Nuestro Señor Jesucristo ha sido una de las más esclarecidas de toda la historia del mundo794. Hace solamente un siglo que era su notoriedad   —452→   universal en la Europa católica, y ningún escritor hubiera imaginado hablar de los «hermanos oscuros de Belén»; porque la sacrílega simpleza de semejante invención era entonces imposible.

3. He aquí por qué: Sabíase en esta época que eran seis los primos hermanos del Salvador, hijos de Cleofás y de la hermana por afinidad de la Santísima Virgen. Cuatro de ellos habían sido llamados al apostolado por el divino Maestro; los otros dos, Josef y Simeón o Simón, no figuraban aun ni entre los Apóstoles ni entre los discípulos. Es notable, en efecto, que no se encuentre su nombre en la lista, por otra parte incompleta, de los setenta y dos discípulos, conservada por San Epifanio y Eusebio de Cesarea. He aquí esta lista: Esteban, Procoro, Nicanor, Timon, Parmenas, Nicolás, Matías, Marcos, Lucas, Justo, Bernabé, Apeles, Rufo, Niger, Sostenes, Cefas795, Aristión, Juan el Anciano, Andrónico Junias, Lucio de Cirene, Barsabas, Silas y Manahem. Por muy restringida que se halle esta nomenclatura, es evidente que si los dos primos-hermanos del Salvador Josef y Simón, hubieran formado parte, desde entonces, de los setenta y dos discípulos, hubieran ocupado el primer lugar en esta lista. Tenía tal importancia desde los primeros siglos de la Iglesia el título de parientes de Jesús, que siempre se les atribuye. Hegesipo, en el año 40 de nuestra era, los designa como hijos de Cleofás, hermano de San Josef796. El mismo texto de Hegesipo, inserto por Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica, es de una autenticidad incontestable. Hegesipo atestigua que la afinidad de Simón con el Salvador fue una de las razones que hicieron elegirle por unanimidad para suceder a Santiago, su hermano, en la silla de Jerusalén. Sobre esto no hay la menor oscuridad en el texto del Evangelio. Cuando nos habla San Juan de los «hermanos de Jesús que no creían en él» y que invitaban al Salvador a acompañarles a Jerusalén, en la peregrinación emprendida en común para la fiesta nacional de los Tabernáculos, emplea exactamente la misma expresión que San Mateo, en una circunstancia análoga797. Toda la antigüedad cristiana ha sabido el nombre de estos pretendidos hermanos oscuros», como lo sabemos aun en el día798.   —453→   Lo menos oscuro de todo esto es la decadencia de los estudios exegéticos en nuestra patria.

4. La incredulidad de Nazareth se había modificado desde el día en que los habitantes de esta ciudad ingrata habían querido precipitar al Salvador de lo alto de sus rocas. Por todas partes repetían los ecos de la Galilea la noticia de los prodigios de salvación y gracia obrados por un compatriota, cuya divina aureola ofendía a su envidia. Ante estos testimonios positivos, en presencia de hechos numerosos, constantes y probados, no era ya posible el escepticismo absoluto. Pero la envidia personal, con su baja y mezquina ruindad, no deja nunca las armas. «Ve a Judea, dicen los Nazarenos al Salvador, para que vean también los discípulos que tienes allí, las obras que haces». Jesús hacía, pues, obras dignas de fijar la atención de la Judea. Así lo confiesan ellos; pero, entonces ¿por qué no son también los primeros en proclamar su augusto carácter? «Ya que haces maravillas, manifiéstate al mundo». ¡Irrisorios y pérfidos consejos del odio! ¡Al paso que afectan un pérfido interés por la gloria y la reputación del Salvador, tienen la audacia de ensayar contra el Verbo encarnado la tentación más vulgar, la del amor propio humano! Envían a Jesús a Jerusalén como un actor a un teatro. Sin embargo, saben que la venganza de los Fariseos y de los doctores de la ley, que la tiranía turbulenta de Herodes Antipas esperan su víctima; ésta es sin duda la odiosa esperanza que disimulan con el lenguaje de la fraternidad. En estos rasgos característicos conocemos la naturaleza decaída en su verdadera fealdad. He aquí los procederes tortuosos de la envidia humana, tales como ha podido observarlos cada uno. Nada de todo esto se parece a la cólera artificial ni a las tempestades imaginarias con que quisiera rodear a Jesús el racionalismo moderno. Desarróllase la acción evangélica en un concurso viviente, sin ninguna exageración romántica, sin calculada reticencia. Los que rodean al Hombre-Dios son hombres, con todas sus flaquezas, sus pasiones, sus intrigas y sus sordas rivalidades. Pero he aquí el milagro. Cincuenta años más adelante, dos de estos «hermanos» de Jesús vivían todavía. «Domiciano les hizo venir a Roma, dice Hegesipo, y les interrogó sobre el advenimiento de Cristo. -¿Sois verdaderamente de la raza de David? les dijo.   —454→   -Y confesaron qué lo eran. -¿En qué consisten vuestros bienes y vuestra fortuna? -Poseemos cerca de valor de nueve mil denarios799, respondieron. -No tenemos esta suma en dinero, sino en propiedades rústicas, de extensión de treinta y nueve fanegas800. Las cultivamos nosotros mismos, sirviéndonos su producto para pagar los impuestos y proveer a nuestra existencia. Hablando así, enseñaban sus manos encallecidas, en las cuales había marcado sus huellas un trabajo incesante. Por fin, Domiciano les habló del Cristo. -¿De qué naturaleza será su reino? preguntó. ¿En dónde debe comenzar? Este imperio no es el imperio de la tierra y de este mundo, respondieron ellos. Es el reino angélico y celestial, que vendrá a la consumación de los siglos, cuando aparezca el Cristo en su gloria para juzgar vivos y muertos, y dar a cada uno según sus obras801». -La gloriosa confesión de los hijos reparará la incredulidad momentánea de los padres. Nazareth adoró al crucificado del Gólgota, cuya divina aureola había repudiado por un instante.

5. Al negarse a ir a Jerusalén, seguido de la multitud de Galileos que hacían entonces esta peregrinación, Nuestro Señor se reservó partir «cuando hubiera llegado su hora». Hora solemne que marcó el principio del gran periodo de la Redención por la Cruz. Era preciso que Cristo padeciese, que muriese y que resucitase. Este divino: «era preciso» paralelo al que pronunciaba Jesús, algunos días antes, a propósito del escándalo que no debe desaparecer completamente de este mundo, se refiere a toda la economía providencial de la salvación. En la limitada esfera de nuestras miras humanas, tenemos dificultad en comprender estas terribles necesidades; y exclamaríamos gustosos como Pedro: «¡No quiera Dios que padezcas y que mueras!» Seríamos tentados a decir a Jesús, como los judíos en el Gólgota: ¡Desciende de esa infame cruz; rompe los clavos de tus pies y de tus manos; aparece ante la culpable ciudad en la majestad de tu gloria! Y sin embargo, si se hubiera verificado la Redención a fuerza de truenos, si el esplendor del Tabor no hubiera cesado de circundar la persona del Verbo encarnado,   —455→   hubiera sido suprimida la libertad humana y aniquilada la cooperación individual de la conciencia en la obra de la salvación, este divino privilegio comunicado a las almas por la sangre redentora. Para permanecer por siempre libre de creer o no creer, de adorar o de ultrajar a su Salvador, era preciso que llevase el hombre el abuso de su libertad a este exceso del crimen, cuyo horror se resume enteramente en una sola palabra: ¡Deicidio! Era preciso, por una razón inversa que se entregara a sí mismo Jesucristo, a la hora que hubiera escogido, como el Isaías del Nuevo Testamento, disponiendo su holocausto, llevando la leña del sacrificio; pero esta vez, deteniendo el brazo de los Ángeles, dispuesto a herir a sus ciegos verdugos.

6. «Jesús volvió a Jerusalén, después de partir sus hermanos, dice el Evangelio, pero evitando las manifestaciones exteriores, y como en secreto. Atravesando la Samaria802 al entrar un día en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales, parándose a lo lejos, levantaron la voz, diciendo: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros. Luego que Jesús los vio, les dijo: Id, y mostraos a los sacerdotes; y cuando iban, quedaron curados de la lepra. Uno de ellos, apenas echó de ver que estaba limpio de la lepra, volvió atrás, glorificando a Dios a grandes voces, y se postró a los pies de Jesús, pecho por tierra, dándole gracias, y éste era Samaritano. Jesús dijo entonces: ¿Por ventura, no fueron curados todos diez? ¿Dónde están, pues, los otros nueve? Ninguno ha vuelto a dar gloria a Dios, sino este extranjero. Después le dijo: Levántate y vete, porque tu fe, te ha salvado803».

7. Todavía se encuentran en Palestina leprosos viajando por bandas y asociando su miseria común para librarse del suplicio del aislamiento, no menos terrible que su misma enfermedad804.   —456→   La lepra ha sobrevivido a todos los progresos modernos; evádese del arte de nuestros médicos y desconcierta los esfuerzos de la ciencia. La curación de los diez leprosos de Samaria ofrece la particularidad característica de obrarse el prodigio de lejos, cuando no puede el divino Maestro obrar con la voz ni con el ademán ni con la mirada sobre los desgraciados que han implorado su auxilio. «Id, les dice, y mostraos a los sacerdotes». Tal es la palabra que debía salvar al género humano, este leproso secular a quien debían anunciar la buena nueva los sacerdotes de Jesucristo. Cuando recorran la tierra los Apóstoles para predicar en ella el nombre de Jesús, habrá desaparecido el divino Maestro en los esplendores de su gloriosa Ascensión. Su adorable persona no será ya visible a nuestras miradas mortales. Será por tanto, necesario, bajo pena de incurrir en la condenación eterna «mostrarse a los sacerdotes». La docilidad del mundo, en despecho de pasiones rebeldes y de preocupaciones hostiles, será el milagro permanente de la Iglesia, así como la docilidad de los diez leprosos constituye por sí sola un prodigio manifiesto. Todavía no están curados; continúa siendo devorada su carne por esas implacables úlceras que penetran hasta la médula de los huesos, y no obstante, no vacilan a la palabra del Señor. Sin dilación, sin tergiversación alguna, de unánime concierto, toman el camino de Jerusalén para ir a hacer consignar por los sacerdotes de Moisés, una curación que aún no se ha realizado, pero de la que no dudan un instante. Les ha hablado Jesús, y esto basta a su fe. Ensaye aquí el racionalismo la aplicación de sus teorías de curación por medio de la vista o del contacto de una persona predilecta. Sobre todo, que diga como, si no hubiera obrado jamás Nuestro Señor milagros, hubieran podido los leprosos creer súbitamente en la eficacia de una simple palabra, cuyo resultado no aparecía todavía. Diez leprosos a quienes manda Nuestro Señor que vayan a mostrarse a los sacerdotes de Jerusalén, van allí con toda confianza. Luego sabían de ciencia cierta, que Jesucristo obraba prodigios. Su fe manda a la nuestra, y su docilidad, en esta circunstancia, explica aquella cuyo magnífico espectáculo nos dará en breve el universo. En el camino desaparece su lepra, admirándoles tan poco este fenómeno, que sólo uno vuelve atrás, para dar gracias al médico celestial. Los demás continúan su camino; pero el Samaritano curado olvida las fiestas de Jerusalén, y la alegría que le espera en   —457→   una rehabilitación oficial, en que su familia, sus hijos, su anciano padre y su madre, van tal vez a serle devueltos. El reconocimiento vence en su corazón todos los demás sentimientos. Acorre a Jesús, y se postra a sus pies, cubriéndolos de besos y lágrimas. El Evangelio nos ofrece a cada página ejemplos de esta postración de los hombres ante el Verbo encarnado. Hay, pues, en el mundo una majestad visible que representa a nuestros ojos la invisible majestad de Jesucristo. El sucesor de San Pedro es el Vicario del Hombre Dios. He aquí por qué nos postramos nosotros a sus pies besándolos con amor. ¡Idolatría! dicen nuestros hermanos disidentes. ¿Era, pues, idólatra el Samaritano del Evangelio? ¿Magdalena la pecadora, cuyo amor ardiente mereció el elogio del Salvador, era acaso idólatra? ¿Y no se ve que para nosotros, leprosos purificados con la sangre del Cordero, pecadores agraciados por la inefable misericordia de Jesucristo, es una alegría más bien que un derecho o un deber postrarnos ante su representante en la tierra y ofrecer a su Vicario en el mundo los homenajes con que quisiéramos circundarle a él mismo, si nos fuese dado contemplarle con nuestros ojos y tocarle con nuestras manos? Cesemos, pues, de medir, a proporción del orgullo humano, los respetos con que conviene rodear al Dios de la Eucaristía y a su augusto representante. ¡Cuántas veces, ante los tabernáculos donde reposa Jesucristo no hemos gemido sobre la lamentable obstinación con que el Jansenismo, este hermano mayor del Protestantismo, pretendía regatear al Hijo de Dios el honor que le tributaban el leproso de Samaria o el endemoniado de Gadará, con indecible dicha, en las riberas del lago de Tiberiades o en los caminos polvorosos de Siquem! ¡Creer que se baila Jesucristo real y sustancialmente presente en la Eucaristía, y rehusar doblar la rodilla ante el tabernáculo de este Dios oculto, he aquí uno de los fenómenos de aberración que sólo puede producir el infierno, y que debe colmar de alegría el corazón de Satanás!




ArribaAbajo§ II. La Fiesta de los tabernáculos

8. Los leprosos curados llevaron sin duda a Jerusalén la noticia de la próxima llegada del Salvador. Los Fariseos no habían cesado de presentarle al pueblo como un violador de la ley del sábado. El milagro obrado el año anterior en la Piscina Probática era a sus   —458→   ojos, un crimen de lesa majestad divina. Afectaban no ver en esto más que una sacrílega infracción de la ley del reposo sabático, encontrando así un pretexto plausible para suscitar el odio popular. No hay duda que es difícil apreciar su verdadero pensamiento sobre este punto. El espíritu limitado y el formalismo supersticioso con que aprisionaban a la nación judía, no eran en manos de estos ambiciosos, sino medios de asegurar su propia dominación. Complacíanse en gravar a los demás con cargas que no hubieran ellos querido tocar ni aun con el dedo. «Los Judíos buscaban a Jesús, dice el Evangelista, en los días de la solemnidad de los Tabernáculos805 y se preguntaban unos a otros. ¿Dónde está aquel? Y se hablaba mucho de él entre el pueblo. Porque unos decían: «Sin duda es hombre de bien. Y otros al contrario: No, que trae engañado al pueblo. -Pero nadie osaba declararse públicamente a favor suyo por temor de los Judíos. Y en el cuarto día de la solemnidad806, subió Jesús al Templo y se puso a enseñar al pueblo. Y maravillándose los Judíos de su doctrina decían: ¿Cómo sabe éste las letras sagradas, no habiéndolas aprendido nunca? -Respondioles Jesús: Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me ha enviado. Quien quisiere hacer la voluntad de Dios, conocerá si mi doctrina es de Dios, o si yo hablo de mí mismo. Quien habla de sí mismo, busca su propia gloria, mas el que busca únicamente la gloria del que le envía, ése habla en nombre de la verdad, y no hay en él injusticia o fraude. Por ventura ¿no os dio Moisés la ley? y con todo eso, ninguno de vosotros la cumple. Pues ¿por qué buscáis la ocasión de matarme? -Respondió el pueblo y dijo: Tú estás endemoniado: ¿Quién procura matarte? -Jesús continuó diciendo: Yo hice sólo un prodigio   —459→   en día de sábado, y todos lo habéis extrañado; mientras que Moisés, que os trasmitió el precepto de la circuncisión, dado antes de él a vuestros padres por los patriarcas, os permitió practicar la circuncisión en día de sábado. Si podéis, pues, circuncidar a un hombre sin violar el reposo sabático, ¿por qué os indignáis contra mí porque he curado enteramente a un hombre en día de sábado? No juzguéis, pues, según las apariencias, sino juzgad según la justicia. -Oyéndole hablar así, comenzaron a decir algunos de Jerusalén: ¿No es éste a quien buscan para darle muerte? Y con todo, vedle que enseña públicamente, y no le dicen nada. ¿Si será que nuestros príncipes (de los sacerdotes y los senadores) han conocido ser éste el Cristo? Mas éste sabemos de dónde es; pero cuando venga el Cristo, ninguno sabrá su origen. Entre tanto, prosiguiendo Jesús en instruirlos, decía en alta voz en el Templo: ¡Vosotros pensáis que me conocéis y que sabéis de dónde vengo! Mas yo no he venido de mí mismo, sino que a quien me ha enviado, aquel que es la verdad, no le conocéis vosotros. Yo sí que le conozco, porque he nacido de él, y él es quien me ha enviado. -Al oír esto entonces, buscaban cómo prenderle, mas nadie puso en él las manos, porque aún no era llegada su hora. No obstante, muchos del pueblo creyeron en él: «Cuando venga el Cristo, decían, ¿hará por ventura más milagros que los que hace éste?807»

9. ¿Sabrían explicarnos los racionalistas modernos por qué concentraba de esta suerte la multitud de los Hebreos reunidos en Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos, sus preocupaciones sobre el Hijo de María? «Jamás, dicen ellos, hizo Jesús milagros». ¿Cómo, pues, todo este pueblo buscaba a Jesús ausente, y se entregaba a las más ardientes discusiones sobre su persona? No faltan actualmente literatos, eruditos, filósofos, cuyo nombre sea conocido, y sin embargo, jamás ocurriría a nadie agitar en una fiesta pública seriamente la cuestión de si tal literato o tal sofista de crédito, se dignó honrar con su presencia la reunión popular. Jesús tenía, pues, a los ojos de los Judíos, una actitud y una personalidad mil veces superiores a las de una celebridad vulgar. O estaban locos todos los Hebreos reunidos en los pórticos del Templo, o está convencido el mismo racionalismo moderno de la más monstruosa aberración de   —460→   espíritu. No es menos significativo el diálogo que se sostiene entre el divino Maestro y sus interlocutores. La pretensión de hacerlo componer un siglo más adelante en Italia o en Grecia por un apócrifo extraño a las costumbres y a la civilización de Jerusalén, suscita una imposibilidad manifiesta en todo género. «¿Cómo, dicen los Judíos, puede saber letras él que nunca las ha aprendido?» Esta exclamación hubiera tenido en Roma o en Atenas, un sentido completamente diferente del que expresaba bajo los pórticos del Templo. Las letras Griegas y Latinas representaban el conjunto de la literatura poética, oratoria, filosófica e histórica, desde Homero, Hesíodo y Píndaro, hasta Platón, Aristóteles, Demóstenes, Tucídides y Xenofonte, en el Ática; desde Ennio y Plauto hasta Virgilio, Tito Livio y Cicerón, en Roma. Pero en Jerusalén, esta expresión tan elástica en cualquiera otra parte, se hallaba circunscrita a un solo libro, a una sola literatura divina, que contenía la Ley y los Profetas. Las Letras para un Hebreo eran el Antiguo Testamento. Saber las letras era poseer la ciencia tradicional de la Ley, tal como la enseñaban las diversas escuelas. Así, los Judíos tienen derecho de admirarse de que Jesús, no habiendo frecuentado ninguna escuela ni habiéndose afiliado a ningún doctor, pueda enseñar con una autoridad desconocida. El divino Maestro se digna responder a su objeción, y lo hace con una lógica perfectamente conforme a los procedimientos de la más rigurosa dialéctica. Se nos perdonará esta observación, indigna verdaderamente de la majestad del Evangelio, pero puesto que los sofistas modernos han osado escribir esta blasfemia: «La argumentación de Jesús, juzgada según las reglas de la lógica Aristotélica, es muy débil808»; la exégesis católica tiene el sensible deber de bajarse a recoger tales ultrajes, y hacer que se manifieste su profunda inepcia. Si hubiera contestado Nuestro Señor a los Judíos: Yo no he aprendido las Letras en ninguna de vuestras escuelas, y sin embargo, la meditación, el estudio particular que he hecho de ellas, la inspiración divina me las han revelado, y la prueba de que las conozco es que me oís enseñarlas: si hubiera sido su lenguaje, se mostraría probablemente satisfecho el racionalismo moderno. Apreciaría claramente la correlación entre la objeción y la respuesta, y concedería al Salvador un diploma de   —461→   lógico, según las reglas de Aristóteles. Pero la primer regla de toda dialéctica es comprender exactamente el sentido de una objeción, y resolverla según el orden de ideas que la provoca. Pues bien; los Judíos se admiraban de ver enseñar a Jesús la Ley divina, sin haber recibido la tradición escolástica de los Doctores y de los Escribas, porque nadie podía en Israel establecer como en nuestros tiempos, una cátedra de enseñanza independiente y libre. La constitución Mosaica, promulgada divinamente en el Sinaí, formaba con los Profetas y los libros del Canon sagrado, un conjunto de dogmas y de revelación inmutable, cuyo depósito se hallaba confiado a un cuerpo docente, en el seno del cual se perpetuaban las tradiciones nacionales. Toda doctrina que se manifestaba fuera de estas inflexibles condiciones, debía, para obtener derecho de ciudadanía, presentar una garantía irrecusable de inspiración divina. La mayor parte de los antiguos Profetas habían tenido que luchar contra el mismo obstáculo, habían opuesto a la excepción de incontestación que dirige aun el pueblo de Jerusalén al divino Maestro, el poder de los milagros y la realización de sus profecías, como dos signos de autenticidad celestial.

10. Tal es la preocupación exclusivamente local que tenía que combatir Jesucristo. Verifícalo con una autoridad suprema, y afirmando rotundamente su derecho de legislador, que emana de su divinidad. «Mi doctrina, responde, es la del mismo Dios, que me ha enviado». Imagine el racionalismo una palabra más concisa y más expresiva a un mismo tiempo, para establecer con una sola palabra la infinita superioridad que quería dar Jesús a su enseñanza, presentándola como procediendo directamente del mismo Dios. No es menos sobrenatural el segundo carácter que invoca el Salvador a favor de su doctrina. «Quien quiera hacer la voluntad de mi Padre, añade, reconocerá por su propia experiencia, que mi doctrina es la de Dios». Toda la economía de la redención del mundo se halla contenida en esta frase, tan sencilla al parecer. La eficacia de la gracia y de la enseñanza traídas al género humano por el Verbo encarnado, no podría obrar sola y sin la cooperación de la voluntad individual. El hombre se perdió, haciéndose colaborador de Satanás, y no puede salvarse, sino haciéndose cooperador del Hombre-Dios. La experiencia personal que pide Jesús a los Judíos, la pide también la Iglesia, y la exigirá de un modo absoluto, de cada una de las almas   —462→   que quieran aprovecharse de los misericordiosos tesoros de la Redención. ¡Libres son los espíritus indóciles y soberbios de desechar una condición que subleva su altivez! El Hijo de Dios, que les amó hasta morir por ellos, ha preferido derramar la última gota de su sangre, antes que coartar ese libre alvedrío, de que hacen un uso tan deplorable. Pero no por eso deja de ser, en lo más mínimo, la palabra de Jesucristo una verdad práctica que triunfa de todas las hostilidades y sobrevive a todos los siglos. «Quien quiera resolverse a cumplir en sí mismo la voluntad de Dios, reconocerá la verdad de la doctrina de Jesucristo». Pregúntese a todos los convertidos del Evangelio si les faltó nunca esta luz interior, más brillante que el sol, esta evidencia de la fe, esta efusión de calor y de vida divinas. ¡Poder maravilloso de la doctrina evangélica, cuya expansión debe transformar al individuo en lo más íntimo de su personalidad, combatir todas las malas pasiones, llevar el hierro y el fuego a las llagas ignominiosas del corazón y triunfar del hombre con el concurso de la voluntad humana! Cuanto más se quiera reflexionar en ello, mas se conocerá que para conquistar el mundo entero, ha sido absolutamente preciso que fuese divino el Evangelio809. Jesucristo lo afirma otra vez, con una exactitud que no deja lugar a ningún subterfugio. La ley de Moisés era a los ojos de todos los Judíos, una ley divina. El Salvador la toma como término de comparación respecto de su propia ley. Moisés, les dice, os dio la ley del descanso sabático, al renovar el precepto de la circuncisión impuesto a los Patriarcas810. Pues bien, vosotros practicáis sin escrúpulo en día de   —463→   sábado, la circuncisión, ese acto de purificación parcial. ¿Cómo, pues, intentáis matarme por haber purificado y sanado el cuerpo de un paralítico, en un día de sábado? Tal es el argumento de Nuestro Señor en el Templo de Jerusalén. Para considerarlo muy débil juzgándolo según las reglas de la lógica Aristotélica», es preciso no haber comprendido ni a Aristóteles ni al Evangelio. El texto sagrado tiene profundidades que no exploraron completamente el genio de San Agustín ni el de Bossuet, después de una vida entera de piadosas meditaciones. El Océano oculta también en el secreto de sus abismos, regiones que desafían la sonda del nauta y el ojo de la ciencia. La nueva crítica, después de leerlo superficial y ligeramente, no se ha avergonzado de lanzar el insulto contra el infinito divino del océano Evangélico, donde se dilatan los horizontes a los pasos de la humanidad, conforme se les recorre, y donde se han velado las dimensiones del Verbo Eterno, bajo la sencillez de una humilde palabra humana, como encubre abismos sin fondo el azul de una agua límpida y serena.

11. «¿Por qué intentáis matarme?» pregunta el divino Maestro. Esta interrogación que sale de los labios de Jesús irrita a esas conciencias culpables. ¿Quién había dicho, pues, a Jesús el complot tramado contra su vida? Jesús acaba de llegar de la Galilea; habíanse pasado sin que él estuviera presente los cuatro primeros días de la solemnidad de los Tabernáculos. Sin embargo, no se equivoca respecto de las verdaderas intenciones del Farisaísmo para con él. «¿Por qué intentáis matarme?» dice con aquella voz soberana que revela toda verdad. -«¡Estás poseído del demonio!» replica la multitud irritada, como si dijese: Semejante inspiración sólo puede provenir del espíritu de la mentira. «Porque en fin ¿quién intenta matarte?» No se hizo esperar la respuesta a esta denegación, y ni aun siquiera tuvo que pronunciarla el mismo Salvador. Pasando por los pórticos un grupo de algunos habitantes de Jerusalén, y viendo a Jesús, dijeron: «¿No es éste a quien buscan para darle muerte los príncipes de los sacerdotes? Pues vedle que habla en público, sin que nadie le inquiete. ¿Si será que nuestros príncipes (de los sacerdotes y senadores) han reconocido que es verdaderamente el Cristo?   —464→   Sin embargo, de éste sabemos de dónde es; mas cuando venga el Cristo nadie sabrá su origen. Estas reflexiones que expresan oscuros habitantes de Jerusalén al ver al Salvador, nos hacen comprender a un tiempo mismo la animosidad del Sanhedrín y la actitud perpleja de la muchedumbre solicitada por una parte por los enemigos de Jesús, atraída por otra, por la extraordinaria reputación y la aureola sobrehumana que circundaban al divino Hijo de María. El nombre de Cristo, este nombre que resume la esperanza de cuarenta siglos, y debe completar la misión histórica del pueblo Hebreo, sale de todos los labios, no bien aparece Jesús. ¿Es el Mesías proclamado por Jacob al morir, prometido por Moisés, cantado por David, señalado por Isaías y todos los Profetas? ¿Han reconocido en fin los príncipes de Israel al Mesías tan deseado en los rasgos de Jesús de Nazareth? Pero Isaías dijo hablando del Cristo: «Nadie podrá explicar su generación811». Miqueas se expresó más categóricamente: «Será engendrado desde el principio, desde los días de la eternidad812». No era menos formal la profecía mesiánica de David: «Contigo, decía, está el principado en el día de su poderío, en medio de los resplandores de la santidad; de mis entrañas te engendré antes de existir el lucero de la mañana. Tú eres el Sacerdote eterno, según el orden de Melquisedech813». Cada uno de estos rayos luminosos que hoy nos es tan fácil referir a la inmortal corona de Jesucristo, eran para los Judíos otros tantos problemas que resolver. Cristo debía aparecer en medio de las edades, como la figura patriarcal de Melquisedech, a cuyo padre nadie conocía. Los Judíos creían conocer al padre de Jesús, y le llamaban Josef. Nuestros racionalistas modernos saben tanto como ellos sobre este punto. La generación del Mesías debía ser desconocida a los mortales, y no obstante, los Judíos creían saber positivamente que Jesús era hijo de Josef y de María. El origen del Mesías debla remontarse más allá de los tiempos, y perderse en los esplendores de los santos, y los Judíos creían poder afirmar que Jesús saldría de la humilde casa de un carpintero de Nazareth. Tal era esta situación llena de dudas y de incertidumbres, cual no se vio jamás en otra parte que en Jerusalén. He aquí por qué alzando la voz Jesús, en medio del Templo de su Padre, responde con una afirmación directa de su divinidad.   —465→   «¡Vosotros creéis saber quién soy y de dónde vengo! ¡Pero yo no procedo de mí mismo; quien me ha enviado, y a quien no conocéis, éste es la verdad! Yo le conozco, porque procedo de él, que es quien me ha enviado». Proceder de la verdad, es decir, de Jehovah era descender de Dios mismo. La muchedumbre no se equivoca como los sofistas de nuestros días, sobre la trascendencia de esta palabra; así es que se subleva contra aquel a quien cree blasfemo; pero no ha llegado aún la hora de Jesús y se paraliza el esfuerzo de tantos brazos hostiles por un poder supremo. Sin embargo, gran número de Judíos se convierten a la fe. «¿Podría el mismo Cristo, dicen, hacer más milagros que este hombre?» La evidencia de los milagros anunciados como la designación divina del Mesías, quita a sus ojos todas las dificultades, y produce la convicción en sus almas.

12. «Habiendo oído, continúa el texto sagrado, los Fariseos y los Príncipes de los Sacerdotes, lo que el pueblo decía acerca de Jesús, enviaron ministros para prenderle. Pero Jesús dijo a éstos: Todavía estaré con vosotros un poco de tiempo, y después volveré a Aquel que me envió. Vosotros me buscaréis entonces y no me hallaréis, y donde yo voy a estar, vosotros no podéis venir. Oyéndole hablar así los Judíos, dijeron entre sí: ¿Adónde irá que no le podamos hallar? ¿Por ventura irá a las naciones esparcidas por el mundo a predicar a los gentiles? ¿Qué es lo que ha querido decir con estas palabras: Me buscaréis y no me hallaréis, y a donde yo voy a estar no podéis venir vosotros?814« Los ministros de los Príncipes de los Sacerdotes y de los Fariseos, no se atrevieron a ejecutar la orden que habían recibido. Al acercarse al Salvador le hallaron instruido de su misión, como si hubiera estado presente al conciliábulo que acababa de reunirse contra él. Y no obstante, Jesús no había abandonado el atrio del Templo, y no había interrumpido su predicación al pueblo. Así, pues, apóyase la narración evangélica en un Substratum continuo de milagros, los más frecuentes, de los cuales son a veces los menos advertidos. El racionalismo no parece haber sospechado ni aun esto. Hase desembarazado de los prodigios de curación con la famosa teoría «del contacto de una persona predilecta». Pero pasa en silencio este fenómeno, bastante notable sin embargo, de las guardias apostadas por los Príncipes   —466→   de los Sacerdotes y los Fariseos, cuyo brazo levantado ya, se detiene súbitamente a la voz de Jesús. «No había llegado su hora», dice el Evangelista. ¿Hubiera parecido tal vez este argumento a nuestros sofistas, conforme «con las reglas de la lógica aristotélica?» Pues qué; ¿era Jesús dueño del tiempo y rey de las horas y de los siglos? El Evangelio lo afirma y la Iglesia Católica lo cree. Pero el racionalismo moderno pretende lo contrario. Que nos explique, pues, cómo era, qué leía Jesús en lo más íntimo de los corazones, y penetraba de lejos por entre las puertas cerradas del Sanhedrín, todos los consejos de furor y de odio dirigidos contra su persona. Que nos diga, por qué se detienen los guardias ante la majestad desarmada del Salvador? Finalmente, que nos dé una razón natural de esta predicción, que se ha realizado actualmente, del Salvador a los Judíos: «Me buscaréis y no me encontraréis ya». Durante mil ochocientos años están buscando los hijos de Jacob al Mesías en todas las playas del universo. ¿Le han encontrado? ¿Le encontrarán nunca sino es en Jesús de Nazareth, a quien crucificaron?

13. «En el último día de la fiesta de los Tabernáculos, que es el más solemne, continúa el Evangelista, estaba Jesús en pie en los pórticos del Templo, y decía en alta voz: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, verá manar de su seno fuentes de agua viva, según la expresión de la Escritura. -Y esto lo decía del Espíritu Santo que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no se había comunicado a los fieles el Espíritu Santo, porque Jesús no estaba todavía en su gloria815». En el día octavo de la solemnidad de los Tabernáculos, todos los Hebreos dejaban las tiendas de follaje, a cuya sombra iban a pasar la semana, en memoria de la peregrinación de sus abuelos en el desierto debajo de las tiendas de Moisés. Reunida toda la multitud en los pórticos del Templo, asistía al sacrificio de la mañana; en este día a nadie le era dado, a no ser judío, tomar parte en la solemnidad, permaneciendo vacío el atrio de los Gentiles. Después de la inmolación de las víctimas en el altar, un sacerdote, designado para este oficio, iba a la fuente de Siloé, donde cogía tres medidas de agua viva, en una copa de oro. Precedido de los Levitas, volvía al Templo por la puerta del Agua, la misma por donde hizo su entrada triunfal Nuestro Señor. Recibíasele   —467→   al son de las trompetas sagradas, y subía al altar, en cuyos dos ángulos se hallaban dispuestas dos copas de plata, la una vacía y la otra llena de vino. Echábase el agua de la copa de oro en la copa vacía, mezclándola después con el vino de la tercera. Entre tanto, el pueblo, llevando en la mano palmas y ramas de mirto y de higuera, desfilaba en procesión al rededor del altar, cantando los himnos de liberación. Al oírse la Aleluya, que terminaba cada una de las estrofas alternadas por dos coros de músicos, se agitaban todos los ramos y se elevaban al aire, con gozosas aclamaciones. Después de haber desfilado, ofrecía el sacerdote una libación en el altar del Señor, con el agua de Siloé mezclada con vino; y reunido el pueblo, cantaba a una voz estas palabras del Profeta Isaías: «Sacaréis agua con gozo de las fuentes del Salvador816». Tal era la solemne ceremonia que recordaba a los Judíos las fuentes milagrosas abiertas por Moisés en el desierto; las fuentes y las palmeras de Elim; los tabernáculos de Israel y las tiendas de Jacob, saludadas en otro tiempo por los hijos de Beor; y finalmente, los racimos de uvas traídos por los enviados del Gran Profeta, en testimonio de la fecundidad de la Tierra Prometida, donde debían cambiar los hijos de Abraham el agua de los torrentes por el vino que regocija el corazón del hombre. La época de la fiesta de los Tabernáculos era aquella en que se venía a recoger el fruto de la viña en las colinas de Engadd y de Jericó. Así se unía el reconocimiento por las bendiciones del Altísimo a las tradiciones seculares de la historia nacional. Cada uno de los hijos de Abraham llevaba a su morada y conservaba todo el año los Lulabim, o ramos de la fiesta de los Tabernáculos. Tales fueron las circunstancias, en medio de las cuales el divino Maestro, haciendo alusión al agua de Siloé, ofrecida en el altar del Templo, y a las palabras proféticas de Isaías, exclamaba: «Quien cree en mí, verá surtir de su seno fuentes de agua viva». Aquí sirven, pues, de comentario al Evangelio los usos y las ceremonias hebraicas.

14. «Muchas de aquellas gentes habiendo oído estos discursos de Jesús, continúa San Juan, decían: Éste es verdaderamente un Profeta. Otros decían: Éste es el Cristo. Mas algunos replicaban: ¿Por ventura, el Cristo ha de venir de Galilea? ¿No dice claramente la Escritura que el Cristo ha de venir del linaje de David y del lugar   —468→   de Belén, de donde era David? Con esto se suscitaron disputas entre las gentes del pueblo sobre su persona. Y algunos de ellos querían prenderle; pero nadie se atrevió a echar la mano sobre él. Y así, los guardias enviados por los Pontífices y por los Fariseos, volvieron a ellos, quienes les dijeron: ¿Por qué no le habéis traído? -Respondieron los soldados: Jamás habló hombre alguno con el poder que este hombre. -Dijéronles los Fariseos: ¿Qué, también vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso ha creído en él uno solo de los príncipes de Israel o de los Doctores? ¡Sino solo ese populacho que no sabe la ley y es gente maldita! -Entonces, Nicodemo, aquel mismo que había ido anteriormente por la noche a hablar con Jesús y que asistía a esta reunión de Fariseos, les dijo: ¿Por ventura, nuestra Ley condena a nadie, sin haberle oído primero y examinado imparcialmente su proceder? Los Fariseos indignados, le respondieron: ¿Eres tú como el Galileo? Examina bien las Escrituras y verás como no debe salir profeta alguno de Galilea. -En seguida se levantó el consejo y se retiró cada uno a su casa817».

15. La preocupación universal de los Judíos, la del próximo advenimiento de Cristo y el estudio de todos los caracteres mesiánicos indicados por el Antiguo Testamento, se manifiestan con una notable energía en estos diálogos del Sanhedrín y del pueblo. La multitud, a quien los Doctores acusan de ignorancia, sabe no obstante, a no poder dudar, que el Cristo prometido por los Profetas debe venir de Belén. El texto de Miqueas ha vulgarizado esta noción que se ha revestido en todos los espíritus con el carácter de una certidumbre dogmática818. Los Fariseos, a pesar de sus afectados desdenes, no tienen otra creencia sobre este punto. Así es, que remiten a Nicodemo a las Escrituras, para convencerse de que no debe venir de Galilea el Profeta. Pero la discusión que se suscita entre la multitud, tiene un aspecto más particularmente interesante, bajo el punto de vista de la crítica moderna. ¿Cómo, dicen los racionalistas, podía suscitarse la objeción sobre Belén si hubiera sido público y notorio que nació Jesús en esta ciudad? La polémica empeñada por los Judíos sobre este punto, prueba perentoriamente que la narración evangélica del nacimiento en Belén, es una interpolación apócrifa, inventada después del suceso, por requerirlo así el asunto. -Éste es uno de los argumentos predilectos de la escuela de nuestros sofistas.   —469→   Ya lo hemos hallado a propósito de la vocación de Nathanael, y lo volveremos a encontrar, con ocasión del título de la Cruz, inscrito por Pilatos. Importa, pues, discutir sobre él aquí, haciendo resaltar, por medio del mismo texto del Evangelio, su increíble inanidad. La muchedumbre que rodeaba a Nuestro Señor en el Templo, se componía de Judíos, que habían venido de todos los puntos del globo a asistir a la fiesta nacional. Componíase asimismo de los habitantes de Jerusalén; de los Hebreos que se habían establecido en tierra de Palestina; de los peregrinos de origen judío, fijados en las demás comarcas del universo, y comprendidos bajo la dominación oficial de Judíos de la dispersión; finalmente, de los prosélitos, es decir, de los extranjeros convertidos a la fe mosaica. Pues bien; evidentemente esta multitud, de procedencias y de patrias tan diversas, no podía saber los pormenores particulares del nacimiento de Jesucristo en Belén. Nuestros retóricos hacen aquí el paralogismo que censuran con justo título en los historiadores del siglo de Luis XIV, los cuales nos representan la corte de Clodoveo con los rasgos de la de Versalles. Raciocinan como si hubieran podido los Hebreos, reunidos en los pórticos del Templo para la fiesta de los Tabernáculos, leer desde aquel momento, el Evangelio de San Mateo y de San Lucas, y aprender en él que Jesucristo había nacido en Belén. Realmente el episodio de Belén, que en el día es de notoriedad universal, no lo sabían aun sino un corto número de testigos. Súbitamente surgía en el seno del pueblo judío un profeta que reunía en su persona los caracteres mesiánicos de poder sobrenatural y de enseñanza divina. Sin embargo, salía de Nazareth a Galilea, después de treinta años de oscuridad, en las tareas de una condición, en la que había ganado con el sudor de su rostro el pan de cada día. La Galilea, patria de su adolescencia, no era el lugar en que había nacido. Pero, ¿quién podía saberlo a excepción de sus parientes? Había trascurrido un cuarto de siglo después de la muerte de Herodes. La misma época del nacimiento de Jesucristo en el Praesepium de Belén no hubiera sido notada por la nación sin la llegada de los Magos a Jerusalén. La degollación de los Inocentes que la siguió de cerca, debió hacer perder completamente todas las esperanzas suscitadas por este incidente extraordinario. Veinte y cinco años de silencio son algo en la vida de un pueblo; y cuando el Salvador, dejando el taller del carpintero Josef, se manifestó en   —470→   las orillas del Jordán y del lago de Tiberiades, nadie podía leer en la frente del divino artesano de Nazareth, a no ser por alguna revelación particular: Éste ha nacido en Belén. Para comprender bien el absurdo de la hipótesis racionalista, basta, pues, colocarse con ella en el terreno que ha elegido. ¿Cómo el pueblo judío que había visto deslizarse en Nazareth los veinte y cinco primeros años de la vida de Jesús, había de haber podido, a no ser milagrosamente, dar a Jesús otro nombre que el de Nazareno? ¿Cómo, en el silencio y la oscuridad de esta vida oculta, hubiera podido el pueblo Judío, sino era por medio de un milagro, adivinar la realidad divina? ¿Cómo finalmente, cuando toda la Galilea hablaba de su compatriota Jesús de Nazareth, hubiera podido el pueblo judío, a no ser por un fenómeno de increíble perspicacia, saber que no era Galileo Jesús? El error de los Judíos era, digámoslo, muy natural por una parte, y verdaderamente providencial por otra. Era preciso que fuera condenado a muerte Jesucristo: los Profetas lo habían anunciado. Pero como dice San Pablo, «jamás hubieran crucificado los Judíos al Rey de la gloria», si hubieran distinguido todos claramente la aureola divina que lo circundaba. La mezcla de luz y de oscuridad que notamos aquí, es el rasgo más característico de la obra de nuestra redención, tanto que desconocerlo, sería trastornar toda la economía de la salvación; y sin embargo, ¿por qué se suscita una discusión entre el pueblo? Si no hubiera habido en el Templo de Jerusalén testigos que afirmasen el nacimiento de Jesús en Belén, hubiera sido imposible la controversia. Nadie hubiera podido, según las profecías mesiánicas, pensar en atribuir al Salvador el nombre de Cristo. Y no obstante, el texto evangélico es formal. «Gran número creyeron en él», dice San Juan. Por consiguiente, un número considerable de testigos refirieron que el Galileo Jesús había nacido bajo el imperio de circunstancias excepcionales, en la ciudad de David, y dieron razón de esta aparente anomalía entre el texto formal de las profecías y el título de Nazareno, atribuido universalmente a Jesús. Reprodújose en los pórticos del Templo lo que hizo María en las bodas de Caná en favor de Nathanael y de los primeros discípulos, brillando así la maravillosa unidad de la historia evangélica al través de todos los sofismas y de todas las argucias bajo que se pretendía sofocarla.

16. El último día de la fiesta de los Tabernáculos, el pueblo que había pasado la semana bajo sus tiendas de follaje, volvía a entrar   —471→   después del sacrificio de la tarde, en el interior de las casas. El texto sagrado alude a este uso nacional, cuando dice: «Volvió cada uno a su casa». Pero el divino Maestro, como él mismo decía, «no tenía donde apoyar su cabeza». Salió, pues, de Jerusalén, y pasó la noche en el monte de los Olivos. Esta colina se elevaba a una media legua de la Ciudad Santa, en medio del valle del Cedron, con sus bosques de limoneros, granados, higueras y palmeras. Desde la cumbre domina la vista la ciudad de David y las campiñas de Hebrón. Allí, bajo un ramillete de olivos, se hallaba situada la gruta de Getsemaní, a algunos pasos del pueblecillo de Bethphagé. Tal era el asilo donde acostumbraba pasar Nuestro Señor las noches en oración. La hospitalidad que había rehusado Belén al Dios del pesebre, la había negado igualmente la orgullosa Jerusalén al Dios del Calvario. «Jesús se retiró, pues, al monte de los olivos, dice el Evangelista». -Luego que hubo terminado su oración, le hizo esta pregunta uno de sus discípulos: «Señor, enséñame a orar, como enseñó también Juan a sus discípulos». Entonces le recordó Jesús las palabras de la Oración Dominical, según la fórmula que había dado precedentemente en el sermón de la montaña, y añadió: «Si alguno de vosotros tuviese un amigo, y fuere a llamar a su puerta a media noche, gritando: Amigo, préstame al punto tres panes, porque acaba de llegar de viaje a mi casa otro amigo mío y no tengo nada que darle; y aquél respondiere de adentro: No me molestes; la puerta está ya cerrada, y mis criados están acostados como yo, y no puedo levantarme a dártelos. Si no obstante, el primero porfiare en llamar, os aseguro que cuando no se levantare a dárselos por razón de su amistad, a lo menos por librarse de su impertinencia, se levantará al fin y le dará todos los que necesite. Así os digo yo: Pedid, y se os dará; buscad y hallaréis; llamad, y se os abrirá; porque todo aquel que pide, recibe, y el que busca, halla, y al que llama, se le abrirá. Cuando alguno de vosotros pide pan a su padre ¿le dará acaso éste una piedra? o si le pide un pez, ¿le dará en lugar de un pez una sierpe? o si le pide un huevo, por ventura, ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, como sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos; ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará el espíritu bueno a los   —472→   que se le pidan?819»

17. «Al día siguiente, al romper el día, volvió Jesús al Templo, y concurrió a él todo el pueblo, y sentándose, se puso a enseñarles. Cuando he aquí que los Escribas y Fariseos le trajeron a una mujer cogida en adulterio, y poniéndola en medio, dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer acaba de ser sorprendida en adulterio. Moisés nos manda en la Ley castigar tal crimen con el suplicio de la lapidación. ¿Qué dices tú sobre esto? Lo cual preguntaban para tentarle y hallar un pretexto para acusarle. Pero Jesús, inclinándose hacia el suelo, se puso a escribir con el dedo en tierra. Mas como porfiasen ellos en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella la primera piedra. Y volviendo a inclinarse otra vez, continuaba escribiendo en el suelo. Mas oída tal respuesta, se fueron saliendo uno tras otro, desde los más viejos hasta los más jóvenes, hasta que dejaron solo a Jesús y a la mujer que estaba en medio. Entonces levantándose Jesús, le dijo: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? -Ella respondió: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Pues tampoco yo te condenaré. ¡Anda y no peques ya más820».

18. Las tres pecadoras del Evangelio, convertidas y rehabilitadas por el divino Maestro son la Samaritana en el brocal del pozo de Jacob, Magdalena en la casa del Fariseo y la mujer adúltera en el Templo de Jerusalén. ¡Singular obstinación de la humanidad degradada! Cada uno de estos actos de misericordia suprema ha sido objeto de las más ásperas recriminaciones de la herejía. Es visible que se ha esforzado Satanás en desheredar al mundo de la esperanza, borrando hasta la última huella de las absoluciones pronunciadas por el Salvador sobre las frentes culpables. Los Catalinistas del siglo décimo de la Iglesia, estos antepasados del puritanismo moderno, pretendían que había sido calumniada la memoria de la Samaritana, y que se había interpretado siempre en sentido contrario la palabra de Nuestro Señor: «Has tenido cinco maridos, y aquel con quien vives ahora no lo es tuyo». El jansenismo lanzaba gritos de horror, oyendo aplicar a María Magdalena el epíteto de pecadora. Finalmente, el episodio de la mujer adúltera, sublevaba la delicadeza de los herejes de los primeros siglos, hasta el punto de creer que debían suprimirlo en los ejemplares de sus Evangelios. «Estos hombres   —473→   de poca fe, o más bien, estos enemigos de la fe verdadera, dice San Agustín, profesan con los paganos, un sentimiento de indignación suprema contra esta historia. Imagínanse sin duda que la indulgencia del Salvador tendría por resultado alentar a las esposas en el camino del crimen, asegurándoles la impunidad. Así, pues, han hecho desaparecer este relato de sus códices. ¡Como si Jesús hubiese autorizado el desorden!, cuando dice al contrario a esta mujer: ¡Ve, y no peques ya más! ¡Como si el Médico celestial hubiera debido abstenerse de purificar una alma manchada, por deferencia a los insensatos que en ello encontrasen un motivo de escándalo!821« La pretensión de poner un límite a la bondad suprema, y de hacer prevalecer la exageración de un rigorismo implacable sobre las misericordiosas condescendencias de la gracia divina, es uno de los más extraños contrastes que han podido producirse en el seno de la humanidad. ¡Qué! En medio de nuestra debilidad y de nuestra flaquezas nativa, en este abismo de ignominia en que se agita una raza de caída, entre estos misterios de vergüenza, que abrasan de rubor todos los rostros y que atormentan en secreto las conciencias, se hallan hipócritas de virtud, de justicia y de pudor, bastante audaces para decir al perdón de Jesucristo: ¡No llegarás hasta mí! ¡Insultas mi dignidad! -Así es, no obstante; y se ostentan a la luz del medio día todas las inconsecuencias más monstruosas, en cuanto se trata de combatir la doctrina de salvación traída al mundo por el Verbo encarnado.

19. Sin embargo, ninguna de las páginas del Evangelio, se halla marcada con caracteres de autenticidad más evidentes que el episodio de la mujer adúltera. La ley de Moisés castigaba un crimen de esta clase con la lapidación822. Los Fariseos y los Doctores de la Ley, cuyos desórdenes e inmoralidad eran entonces tan escandalosos que el mismo Talmud los condena con una energía que desafía toda traducción, habían dejado poco a poco caer en desuso los rigores de   —474→   la legislación mosaica sobre esta materia. Mas no por ser inexorable dejaba de subsistir el mismo texto de la ley, ni dejaba de leerse en las sinagogas. La prueba a que someten al Salvador, les ofrecía, pues, un pretexto imaginado maravillosamente para fundar toda base de acusación. Si respondía Jesucristo que era preciso lapidar a esta desgraciada, comprometía con su popularidad la reputación de condescendencia, de dulzura y de misericordia, de que gozaba con el pueblo. Asumía, pues, toda la odiosidad de un juicio que la tolerancia interesada de los Fariseos había hecho desterrar hacía largo tiempo de las costumbres sociales. Si se inclinaba, al contrario, hacia la clemencia, pronunciaba una palabra de absolución y violaba abiertamente la ley santa. De esta suerte, se confirmaban las acusaciones análogas que se le habían dirigido, a propósito de las prescripciones sabáticas; declarábase en rebelión contra las instituciones nacionales; confesaba altamente la intención de destruirlas, y llegaba a ser manifiestamente culpable de lesa majestad divina. Estos cálculos, tan profundamente hostiles, no podían tener lugar sino entre Judíos: en Roma o en Atenas no hubieran obtenido la menor probabilidad de buen éxito. Cada pormenor del texto Sagrado lleva aquí el sello exclusivo de la civilización hebraica. Entre los Judíos era regla absoluta consultar a los Doctores más famosos en los casos extraordinarios en que presentaba la explicación de una ley dificultades formales. No había, pues, nada insólito en el paso dado por los Escribas y los Fariseos, al dirigirse a Jesús para un asunto tan grave. Todo el pueblo rendía homenaje a la sabiduría y a la prudencia del Rabbi Galileo. Maravillábase el pueblo de que tuviera un conocimiento tan perfecto de la ley, cuando era público y notorio que no la había estudiado nunca. Finalmente, por una coincidencia muy notable, el día mismo en que llevaron a su presencia a la mujer adúltera, día siguiente a la clausura de la solemnidad de los Tabernáculos, era precisamente en el que celebraba la multitud la Fiesta de la Ley. Así, pues, debían prepararse todos los espíritus con las impresiones religiosas de este día a exaltarse en favor de la ley nacional, si, como suponían los Fariseos, era una sentencia absolutoria la del divino Maestro. Pero Jesús, sin responder a la capciosa interrogación de los Escribas, se inclina y traza con el dedo caracteres en el suelo del Templo. Cuando una mujer, acusada de esta suerte, era conducida ante el sacerdote, tomaba éste una poca tierra del   —475→   pavimento, y escribía en el libro de las maldiciones el crimen que se la imputaba. Mezclando después la tierra con el agua de una copa, sobre la que pronunciaba el anatema legal, hacía beber este brevaje a la acusada. Tales eran las formas prescritas por Moisés para esta clase de juicios de Dios. Si la mujer era inocente, no le hacía daño alguno la poción maldita. En caso contrario, se veía vacilar a esta desgraciada, desmayarse y expirar entre horribles convulsiones. He aquí por qué Nuestro Señor, imitando las ceremonias exteriores del juicio sacerdotal, en lo que podía practicarse inmediatamente, se inclina a tierra y escribe con el dedo en el polvo del pavimento del atrio. Los Fariseos debieron creer que Jesús trazaba en el suelo la fórmula de la maldición, y en esta inteligencia, redoblan sus instancias para obtener la respuesta que esperan. Pero el Salvador se endereza y les dice: «¡El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella la primera piedra!» Así habla el Hijo de Dios, leyendo en el secreto de estas conciencias manchadas; y el pueblo, testigo del desorden de las infamias diarias de estos hombres, sigue con la vista la turbación que ocasiona semejante sentencia entre la muchedumbre impura. Los acusadores debían, conforme a la ley judía, arrojar la primera piedra al culpable condenado por su testimonio. La respuesta de Nuestro Señor toma a esta disposición legal un carácter enteramente particular de energía y de verdad terrible. Los Hebreos no conocían la institución moderna del verdugo. «Si se comete un crimen en Israel, había dicho Moisés, se apresara al culpable que será juzgado en presencia de la asamblea, llevándole el pueblo fuera de la ciudad y lapidándole, pero los testigos que hayan visto y denunciado el atentado, arrojarán la primer piedra. Así extirparéis el mal de entre vosotros». El juicio de la mujer adúltera tiene, pues, el grado más elevado de los caracteres de autenticidad intrínseca. En cualquiera otra parte que no fuera Jerusalén, hubiera sido absolutamente imposible que se verificara.

20. «Otra vez, continúa el Evangelista, se dirigió también Jesús al pueblo, diciendo: Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. -Los Fariseos le replicaron entonces: Tú das testimonio de ti mismo, y así tu testimonio no es idóneo. -Respondioles Jesús: Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es digno de fe, porque yo sé   —476→   de dónde he venido y a dónde voy; mas vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis de mí según la carne, pero yo no juzgo así de nadie. Y cuando yo juzgo, mi juicio es idóneo, porque no soy solo (el que da el testimonio) sino yo y el Padre que me envió. Y está escrito en vuestra ley, que el testimonio de dos personas fija la verdad. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y además el Padre que me envió da testimonio de mí. Preguntáronle ellos: ¿En dónde está tu Padre? Respondió Jesús: Vosotros no me conocéis a mí ni a mi Padre. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. «Estas palabras habló Jesús en el atrio del tesoro, enseñando en el Templo, y nadie le prendió, porque aún no había llegado su hora823.

El racionalismo moderno no parece haber comprendido una palabra de estos diálogos evangélicos, sostenidos en el Templo de Jerusalén entre el Salvador y los Fariseos, enemigos suyos. «Estos discursos rígidos y desaliñados, dice, cuyo tono es con tanta frecuencia impropio y desigual, no los podría soportar un hombre de gusto824». ¡Se ha tenido la osadía, en verdad, de inscribir esta afirmación, sin temer que viniera el genio de San Agustín, de Santo Tomás o de Bossuet a arrojar esta innoble injuria al rostro de quien la lanzó, revelando toda la radical ignorancia o intrépida mala fe que supone el gusto de un hombre del siglo XIX, capaz de firmar semejante blasfemia! Retórico: os parece rígida y desaliñada esta afirmación del Verbo encarnado: «¡Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida!» ¿Cuál es, por tanto, a la hora presente el sol del mundo intelectual y moral, cuyo rayo ha ofuscado vuestra mirada hasta el punto de obligaros a la lucha impía, con cuya escandalosa responsabilidad cargáis? En este momento está por do quiera la luz de Jesucristo; la habéis hallado en la historia de lo pasado, en el desarrollo de nuestra civilización actual, en las leyes, las costumbres, las tradiciones y las glorias en medio de las cuales vivís. No podéis dar un paso, sin tropezar con ella; y la mejor prueba de que esta luz es brillante y   —477→   soberana, es el ataque tan violento que la habéis dirigido; pues nadie piensa en ensañarse contra un cadáver. Decidnos ahora, ¿cómo ha podido verificarse con tan maravillosa exactitud la afirmación de Jesucristo en el Templo de Jerusalén? ¿Por qué es hoy Jesucristo en realidad la luz del mundo? Los Fariseos y los Escribas no vieron en esta solemne profecía más que una exageración de vanidad personal. Pero en fin, los Fariseos y los Escribas no tenían a la vista un pasado de diez y ocho siglos, iluminado por la aureola del Cristo Redentor. No podían penetrar el velo del porvenir y contemplar los prodigios de verdad, de vida y de esplendor divinos, derramados sobre el universo por el Verbo Encarnado. He aquí, por qué rogó Jesús por ellos, «porque no sabían lo que hacían». Este secreto que desconocieron, es hoy tan manifiesto, tan público, tan notorio como la evidencia misma. Hállase por do quiera la luz de Jesucristo, bastando enunciar el hecho para consignarlo, y ¡juzgáis esto una «actitud tirante y desaliñada!» ¡Y juzgáis que esto «no lo podría tolerar un hombre de gusto!» ¿Y formáis empeño en oscurecer esta luz inmortal, que os hiere? Daos, pues, antes una explicación satisfactoria de la famosa concordancia de la historia con la palabra de Jesucristo en el Templo de Jerusalén. El Salvador dijo algunos meses antes de expirar en un infame madero: « ¡Yo soy la luz del mundo!» y hoy todo el mundo civilizado proclama que Jesucristo es su luz. Si se ha profetizado por la casualidad, y si la casualidad ha realizado la profecía, vuestra casualidad es tan poderosa como Dios mismo, y lo sobrenatural que negáis, os envuelve aun, al través de la malla de vuestra escéptica terminología.

21. La palabra de Jesucristo a los Judíos equivalía a una solemne afirmación de su propia divinidad. Es imposible equivocarse sobre esto. «Los discípulos de Manes, dice San Agustín, han dado, no obstante, una explicación que raya en locura. Pretenden que el Cristo es el sol visible, cuya luz brilla a nuestros ojos mortales e ilumina este mundo terrestre. No, el Cristo no es el sol, es el Dios que ha hecho el sol. Amemos este esplendor increado que dio el ser a todas las criaturas; apliquemos toda nuestra inteligencia en comprenderlo; tengamos sed de él para que nos sea dado un día venir a él y obtener así la vida. Por ella ha sido encendida la antorcha del sol. La luz que creó al sol, quiso por amor nuestro habitar en esta tierra, a la luz del sol, obra suya. No ultrajéis, pues, bajo la nube de   —478→   la carne con que se ha revestido, al divino sol de las almas, pues que se envuelve con esta nube, no para desaparecer enteramente, sino para mitigar su brillo. Luz eterna, luz de sabiduría y de ciencia, dice a los hombres, bajo el velo eterno de que se halla rodeado: «Yo soy la luz del mundo825». ¿Humillaremos acaso a nuestros racionalistas enviándoles a la escuela del gran obispo de Hipona? Como quiera que sea, necesitan todavía aprender el sentido real de la objeción de los Fariseos. «Das testimonio de ti mismo, decían los Escribas, luego tu testimonio es nulo». Éste es uno de esos argumentos fundados en la ley judía, cuya lógica serían tentados a desconocer nuestros sofistas. Toda declaración debía, para tener carácter oficial, según la ley de Moisés, apoyarse a lo menos en dos testigos. Tal es el sentido real de la objeción Farisaica; y el divino Maestro entra en el fondo de la cuestión, invocando la declaración, conforme a aquella ley, hecha por su Padre en tiempo de Juan Bautista, en las riberas del Jordán. -¿Dónde está tu Padre? preguntaban los Escribas, -Y Jesús renueva la afirmación de su divinidad replicando: «Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre». Después de esto, ¡dejaremos al racionalismo moderno aplicar a la argumentación de Jesús las reglas de la «lógica aristotélica!»

22. «Díjoles Jesús en otra ocasión, continúa el texto sagrado. Yo me voy y vosotros me buscaréis, pero moriréis en vuestro pecado. A donde yo voy, no podéis venir vosotros. -A esto decían los Judíos. ¿Si querrá matarse a sí mismo, y por eso dice: A donde yo voy, no podéis venir vosotros? -Y Jesús proseguía diciéndoles: Vosotros sois de acá abajo, yo soy de lo alto: vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. Por eso os dije que moriréis en vuestro pecado, porque si no creyereis ser yo lo que soy, moriréis en vuestro pecado. Preguntáronle ellos: Pues ¿quién eres tú? Respondioles Jesús: Yo soy el principio de todas las cosas, el mismo que os estoy hablando. Muchas cosas tengo que decir y que condenar en cuanto a vosotros: como quiera, yo sólo hablo en el mundo las cosas que oí al Padre que me ha enviado, que es la verdad misma. Ellos no comprendieron que así decía que Dios era su Padre. Díjoles, pues, Jesús: Cuando hubiereis levantado en alto (o crucificado)   —479→   al Hijo del hombre, entonces conoceréis quién soy yo, y que no hago nada de mí mismo, sino que hablo lo que mi Padre me ha enseñado. Y, el que me ha enviado está siempre conmigo, y no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que es de su agrado. Al oírle expresarse de esta suerte, muchos creyeron en él. Entonces dijo Jesús a los Judíos que creían en él. Si permanecéis en la fe de mis palabras, seréis verdaderamente discípulos míos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. -Respondiéronle ellos: Nosotros somos descendientes de Abraham, y jamás hemos sido esclavos de nadie; ¿cómo, pues, dices tú, que vendremos a ser libres? Replicoles Jesús: En verdad, en verdad, os digo, que todo aquel que cometa pecado, es esclavo del pecado. Es así que el esclavo no mora para siempre en la casa, el hijo sí que permanece siempre en ella; luego si el hijo os da libertad, seréis verdaderamente libres. Yo sé que sois hijos de Abraham, pero (también sé que) tratáis de matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros. Yo hablo lo que he visto en mi Padre; vosotros hacéis lo que habéis visto en vuestro padre. Respondiéronle ellos diciendo: Nuestro padre es Abraham. Díjoles Jesús: Si fuerais hijos de Abraham obraríais como Abraham. Mas ahora pretendéis quitarme la vida, siendo yo un hombre que os he dicho la verdad que oí de Dios; no hizo eso Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro verdadero padre, y este padre no se llama Abraham. Ellos le replicaron: Nosotros no somos hijos de adulterio; tenemos un solo padre que es Dios. A lo cual les dijo Jesús: Si Dios fuera vuestro padre, ciertamente me amaríais a mí, pues yo nací de Dios y he venido de parte de Dios; pues no he venido de mí mismo, sino que él me ha enviado, ¿Por qué, pues, no entendéis mi lenguaje? ¿Es porque no podéis sufrir mi doctrina? Vosotros sois, pues, hijos del diablo, porque, queréis satisfacer los deseos de vuestro padre: él fue homicida desde el principio, y no perseveró en la verdad; y así, no hay verdad en él: cuando dice mentira, habla como quien es, porque es la mentira su esencia, y él es padre de la mentira. He aquí por qué no me creéis cuando os digo la verdad. ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado? Pues si os digo la verdad ¿por qué no me creéis? Quien es de Dios, escucha las palabras de Dios. Por eso vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios. A esto le interrumpieron los Judíos irritados: ¿No decimos bien nosotros que tú eres un Samaritano   —480→   y que estás endemoniado? -Jesús les respondió: Yo no estoy poseído del demonio, sino que honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado a mí. Mas yo no busco mi gloria: otro hay que la promueve, y él me vindicará. En verdad, en verdad os digo: que quien observare mi doctrina, no morirá para siempre. -Dijeron los Judíos: Ahora acabamos de conocer que estás poseído de algún demonio. Abraham murió y murieron también los profetas, y tú te atreves a decir: Quien observase mi doctrina no morirá eternamente. ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y que los profetas que asimismo murieron? ¿Por quién te tienes tú? -Respondió Jesús: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria diréis, no vale nada; pero es mi Padre el que me glorifica, aquel que decís vosotros que es vuestro Dios; vosotros, empero, no le habéis conocido: yo sí que lo conozco. Y si dijere que no le conozco, sería como vosotros, un mentiroso. Pero le conozco bien, y observo sus palabras. Abraham, vuestro Padre, ardió en deseos de ver este día mío, viole y se llenó de gozo. -Los Judíos le dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años, y viste a Abraham? -Respondioles Jesús: en verdad, en verdad, os digo, que yo soy antes que Abraham fuese criado. Al oír esto, cogieron piedras para tirárselas; mas Jesús se ocultó milagrosamente y salió del Templo826.

23. ¿Dónde había, pues, preguntaban los críticos del siglo último en los pórticos del Templo, una provisión de piedras suficiente para armar los brazos de la multitud? El racionalismo actual no se atrevería a renovar esta añeja objeción. Todos saben hoy que la construcción de los atrios, comenzada por Herodes el Idumeo, se prolongó muchos años aun después de la Pasión de Nuestro Señor. El incidente referido aquí por el Evangelio es, pues, una de las mil pruebas de autenticidad intrínseca que brotan de cada palabra del texto sagrado. Las piedras amontonadas en los patios del Templo eran tantas, que después de terminadas completamente las obras, hubo con las sobrantes para empedrar las calles de Jerusalén. Pero sí se desprende con una maravillosa claridad la verdad histórica del Evangelio de todas las investigaciones de que es objeto, no se manifiesta en ellas con menos esplendor el carácter divino de Jesucristo. Los sofistas modernos pretenden que se ajusten los discursos   —481→   del divino Maestro a las reglas de la lógica aristotélica; insistiendo para que se les señale en el Evangelio alguna enseñanza teológica, un solo pasaje que se parezca a un dogma. Nada más fácil que satisfacerles. «Yo me voy, dice Jesús a los Judíos: vosotros me buscaréis y no me hallaréis, y vendréis a morir en vuestro pecado. A donde yo voy, no podéis venir vosotros». No hay duda que se puede seguir a un ser humano por donde quiera que vaya. Es también indudable que no hay hombre alguno cuyo seguimiento interese a la salvación de la humanidad hasta el punto de que quien le abandone un instante, se entregue a la muerte por el pecado, es decir, a la muerte eterna. Por consiguiente, Jesús establece aquí solemnemente, como un dogma absoluto, la necesidad de creer en su divinidad, de adherirse a ella y de seguirla, para obtener la vida. Pero esto es sólo uno de los aspectos de esta palabra, llena de profundidad y de luz, y la cual contiene dos profecías, cuya realización, que ha llegado a ser manifiesta para nosotros, debía parecer entonces imposible a los Judíos. ¿Cómo creer que un día buscarían ardientemente, sin poderle encontrar, a aquel a quien en su ceguedad querían matar? Sin embargo, hace diez y ocho siglos que buscan los Judíos al Cristo; que esperan su aparición; que imploran su dichoso advenimiento sin encontrarle nunca. Por otra parte, Jesús predice solemnemente su propia muerte; pero la predice como Dios. «Me voy», dice, como si tuviera en su mano soberana las llaves de las puertas de la vida, abriéndolas y cerrándolas a su voluntad. No dice: En breve me haréis expirar en los más crueles tormentos. La animosidad de los Fariseos y de los Escribas hacía bastante probable semejante eventualidad; pero declara que se encamina el mismo, según le place, a la hora que ha marcado para este viaje supremo. Este majestuoso lenguaje asombra de tal suerte a sus interlocutores, que suponen en él intención de suicidarse. «¿Si querrá matarse?» dicen. No nos rebelemos demasiado contra esta absurda interpretación de los Judíos. En estos últimos tiempos la ha acogido un retórico sacrílego, imaginándose haber hecho un descubrimiento; y ha escrito con sangre fría esta blasfemia: «Tentación da de creer que viendo Jesús en su muerte un medio de fundar su reino, concibió de propósito deliberado el designio de hacerse matar». ¡Tal es la lógica del Evangelio del racionalismo!

24. Si hubiera desaparecido del mundo la dialéctica aristotélica,   —482→   no debería irse a buscarla en la escuela de semejantes sofistas. El discurso de Nuestro Señor en el Templo de Jerusalén, se desenvuelve con la unidad de doctrina y la solemnidad de enseñanza que convenían al Dios oculto, resuelto a salvar al mundo por la fe y las obras individuales. «Yo soy el principio, dice Jesús. Yo desciendo del cielo y vosotros sois de la tierra; he aquí por qué no gustáis de mi palabra, y así moriréis en la impenitencia». ¿Comprenden los racionalistas modernos lo que es el principio? o se verían tentados a repetir al divino Maestro la pregunta: ¿Qué es la verdad? -«Desde el día en que el hombre se distinguió del animal», pasan por las conciencias humanas a modo de fantasmas los nombres de principio y de verdad, vacíos de sentido, pero llenos de terrores. ¡Sería tan cómodo suprimir el Principio, que es Dios; y la Verdad que es la raíz de todos los deberes ¿No se sabría romper este antiguo yugo que pesa sobre las almas, y emancipar el mundo, proclamando que no hay ni pasado ni porvenir, que el ser moral es una quimera, y que la única ley se llama: Licencia? Tal es el programa de la religión natural. El racionalismo no cree en el milagro. ¿Pues bien? Después de otros muchos que han hecho pasar sus teorías a nuestra vista sin apercibirse de ello, he aquí uno nuevo, más evidente que la luz del medio día. Todos los instintos sensuales y bajos, todas las inclinaciones perversas y corrompidas, todas las pasiones del corazón humano, se hallan sumamente interesadas en hacer adoptar un símbolo que significa en política: No más autoridad; en religión: No más Dios; en práctica: No más leyes, tribunales ni jueces; en moral: No más deberes; en conciencia: No más freno. Borrar de una plumada el altar y el sacerdote, el soberano y el gendarme; todas las instituciones, todas las leyes, todo lo que sirve de obstáculo al desenvolvimiento de las fuerzas brutales, y todo cuanto retiene a la humanidad en la pendiente del crimen, es una de las obras maestras del poder de Satanás. Pues bien; ha poco hemos oído proclamar, en nombre de la ciencia, semejante constitución, rodeada de todos los honores oficiales, aclamada por todos los ecos, y llevada en todas las alas de la fama. ¿Cómo es, pues, que no ha conquistado un solo adepto formal? ¿Cómo ha permanecido estéril? ¿Cómo una religión tan suave, una moral tan fácil, un código tan complaciente, no han podido elevar un solo altar, convertir una sola alma ni fundar un solo tribunal?   —483→   ¡Insensatos! ¿No hay en vosotros y sobre vosotros una lógica más poderosa que todas vuestras sinrazones? El día que triunfaran vuestras doctrinas, sería aquel en que se acostaría la humanidad en la muerte. La libertad, este nombre divino, usurpado desgraciadamente en favor de tantas utopías, fue definido por Jesucristo en el Templo de Jerusalén, cuando dijo: «La verdad os hará libres». Verdad, Libertad, tales son los dos términos juntos inseparablemente, cuya unión resolverá todos los problemas, ante los cuales vacilan las sociedades como un hombre ebrio. Fuera de este programa del Salvador, que ha venido a romper la esclavitud de las pasiones, desaparece la verdad bajo el sofisma, y resbala la libertad en la sangre y el desorden.




ArribaAbajo§ III. El ciego de nacimiento

25. «Jesús, dice el Evangelista, vio a un hombre ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: Maestro: ¿Qué pecados son la causa de que éste haya nacido ciego, los suyos, o los de sus padres? -Respondió Jesús: Ni los suyos ni los de sus padres, sino para que las obras del poder de Dios se manifiesten en él. Conviene que yo haga las obras de aquel que me ha enviado, mientras dura el día. Viene la noche, en la cual ninguno puede obrar. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo. Así que hubo dicho esto, escupió en la tierra, y formó barro con la saliva, y aplicole a los ojos del ciego, y díjole: Anda y lávate en la piscina de Siloé. Fuese, pues, y lavose allí y volvió con vista. Por lo cual, los vecinos y los que le habían visto pedir limosna, decían: ¿No es éste, el que sentado en el camino, pedía limosna? Éste es, respondían algunos. Y otros decían: no es él, sino alguno que se le parece. Pero él decía: Sí que soy yo. Preguntábanle, pues, ¿cómo se te han abierto los ojos? Respondió él: Aquel hombre que se llama Jesús, hizo un poco barro y le aplicó a mis ojos, y me dijo: Ve a la piscina de Siloé y lávate allí. Yo fui, me lavé y veo. -Preguntáronle: ¿Dónde está ése? Respondió: No lo sé. -Llevaron pues, a los Fariseos al que antes estaba ciego. -Es de advertir que cuando Jesús formó el barro y le abrió los ojos, era día de sábado. Nuevamente, pues, los Fariseos le preguntaban también, cómo había logrado la vista. Él les respondió: Puso barro sobre mis ojos, me lavé, y veo.   —484→   -Sobre lo que decían algunos de los Fariseos: No es enviado de Dios este hombre, pues no guarda el sábado. Y otros decían: ¿Cómo un hombre pecador puede hacer tales milagros? Y había discusión entre ellos sobre esto. Y preguntaron de nuevo al ciego. ¿Qué dices tú de aquel que te abrió los ojos? Respondió él: Que es un Profeta. Pero los Judíos no creyeron que hubiese sido ciego y recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres, y les preguntaron: ¿Es éste vuestro hijo, de quien vosotros decís que nació ciego? Pues ¿cómo ve ahora? -Sus padres le respondieron diciendo: Sabemos que éste es hijo nuestro y que nació ciego; pero cómo ahora ve, no lo sabemos; ni tampoco sabemos quién le ha abierto los ojos; preguntádselo a él: edad tiene; él dará razón de sí. -Dijeron esto sus padres, temiendo la cólera de los Judíos, porque ya éstos habían resuelto echar de la Sinagoga a quien confesase que Jesús era el Cristo. Por eso dijeron sus padres: edad tiene, preguntádselo a él. -Llamaron, pues, los Fariseos otra vez al hombre que había sido ciego, y dijéronle: Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. Mas él les respondió: Si es pecador, yo no lo sé; sólo sé que yo antes era ciego, y ahora veo. -Replicáronle: ¿Qué hizo él contigo? ¿Cómo te abrió los ojos? -Respondioles: Os lo he dicho ya, y lo habéis oído: ¿a qué fin queréis oírlo de nuevo? ¿Si será que también vosotros queréis haceros discípulos suyos? -Entonces lo llenaron de maldiciones, y le dijeron: Tú serás su discípulo, que nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; mas éste no sabemos de dónde es. -Respondió aquel hombre, y les dijo: Aquí está la maravilla, que vosotros no sabéis de dónde es éste, y con todo ha abierto mis ojos. Lo que sabemos es que Dios no oye a los pecadores, sino que aquel que honra a Dios y hace su voluntad, éste es a quien Dios oye. Desde que el mundo es mundo, no se ha oído jamás que alguno haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si este hombre no fuese enviado de Dios, no podría hacer tales prodigios. Los Fariseos le respondieron: Saliste del vientre de tu madre envuelto en pecados y ¿tú nos das lecciones? Y le arrojaron fuera de la Sinagoga. Oyó Jesús que le habían echado fuera, y haciéndose encontradizo con él, le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? -Respondiole él, y dijo: ¿Quién es, Señor, para que yo crea en él? -Díjole Jesús: Lo viste ya, y es el mismo que está hablando contigo. -Entonces dijo él: Creo, Señor. Y postrándose a   —485→   sus pies, lo adoró. -Y añadió Jesús: Yo vine a este mundo para el juicio del mundo, a fin de abrir los ojos a los que no ven, y que los que ven queden ciegos. -Oyeron esto algunos Fariseos que estaban con él y le dijeron: ¿Pues qué, nosotros somos también ciegos? Respondioles Jesús: Si fuerais ciegos, no tendíais pecado; pero por lo mismo que decís: nosotros vemos, por eso, vuestro pecado persevera en vosotros827».

26. No se leerá sin interés, a continuación de esta página evangélica, los ensayos que para explicarla ha aventurado el racionalismo acosado. «La diferencia de los tiempos, ha cambiado, dice, en algo para nosotros humillante lo que hizo el poder del gran fundador, y si se debilita alguna vez el culto de Jesús en la humanidad, será justamente a causa de los actos que han hecho creer en él. La crítica no experimenta embarazo alguno ante esta clase de fenómenos históricos. Un taumaturgo de nuestros días es odioso, a no tener una extrema candidez, como se verifica respecto de ciertas estigmatizadas de Alemania; porque hace milagros sin creer en ellos, y es un charlatán. Pero tomemos un Francisco de Asís, y la cuestión varía ya de aspecto; y lejos de extrañarnos el cielo milagroso del nacimiento del orden de San Francisco, nos causa un verdadero placer. Los fundadores del cristianismo vivían en una especie de poética ignorancia, al menos tan completa como Santa Clara y los tres socii. Parecíales muy sencillo que tuviera su Maestro entrevistas con Moisés y Elías; que mandase a los elementos, que curase los enfermos. Tal es la debilidad del espíritu humano, que generalmente las mejores causas se ganan con malas razones. ¿Quién sabe si la celebridad de Jesús, como exorcista, no se divulgó casi sin saberlo él mismo? Las personas que residen en Oriente, sorpréndense a veces de encontrarse, al cabo de algún tiempo, en posesión de una gran fama de médico, de hechicero, de zahorí, sin que puedan darse cuenta de los hechos que dieron ocasión a estas extrañas imaginaciones. Muchas circunstancias parecen indicar que no fue Jesús taumaturgo, sino tarde y contra su voluntad: muchas veces no ejecuta sus milagros sino después de haberse hecho rogar, con una especie de mal humor, y echando en cara a los que se los piden, la tosquedad de su entendimiento. Puede, pues,   —486→   creerse, que se le impuso su reputación de taumaturgo; que no se resistió mucho a ella, pero que no hizo tampoco nada para auxiliarla, y que en todo caso, experimentaba la vanidad de la opinión sobre este particular. Es imposible, entre los relatos maravillosos, cuya fatigadora enumeración contienen los evangelios, distinguir los milagros que se han atribuido a Jesús por la opinión, de los en que ha consentido en representar un papel activo. Es imposible sobre todo saber si las extrañas circunstancias de esfuerzos, estremecimientos y otros rasgos propios de un juglar, son verdaderamente históricas, o bien fruto de la creencia de los redactores, en extremo preocupados de la theúrgia, y viviendo bajo este respecto en un mundo análogo al de los espíritus de nuestros días. Sin embargo, sería faltar al buen método histórico hacer demasiado caso aquí de nuestras repugnancias, y para sustraernos a las objeciones que podría haber tentación de suscitar contra el carácter de Jesús, suprimir hechos que a los ojos de sus contemporáneos, ocuparon el primer término. Sería cómodo decir, que éstos son adiciones de discípulos muy inferiores a su Maestro, que, no pudiendo concebir su verdadera grandeza, trataron de realzarla con prestigios indignos de él. Pero los cuatro narradores de la vida de Jesús están unánimes en elogiar estos milagros; uno de ellos, Marcos, intérprete del Apóstol Pedro, insiste de tal suerte sobre este punto, que si se trazara únicamente el carácter de Cristo, según su evangelio, se le representaría como un exorcista poseído de encantamientos de rara eficacia, como un poderoso hechicero que infunde temor y de que se quiere desembarazarse. Admitimos, pues, sin vacilar, que han tenido lugar en la vida de Jesús actos que en el día se considerarían como de ilusión o de locura. ¿Deberá sacrificarse a esta parte ingrata la parte sublime de tal vida? Guardémonos de ello. Además el problema se presenta de la misma manera respecto de todos los santos y de los fundadores de religiones. Casi hasta nuestros días, los hombres que han hecho más en beneficio de sus semejantes (¡el mismo excelente Vicente de Paul!) han sido, quieras que no, taumaturgos828».

27. Tal es la actitud del racionalismo en vista de los milagros evangélicos. «No experimenta, dice, ningún embarazo». Esta afirmación preliminar se parece a la patente de valor que se otorga a   —487→   sí mismo un cobarde en frente del enemigo. Infunde siempre desconfianza un valor que necesita atestiguarse a sí mismo. Bajo este punto de vista, nada es menos hábil que la precaución oratoria del moderno retórico. Necesitaba mostrarse fuerte sin preocuparse de parecerlo anteriormente. Pues bien; el capítulo de la Vida de Jesús intitulado: Milagros, de donde hemos extractado los pasajes que se acaban de leer, es ciertamente el menos atrevido y osado de toda la obra. Permítasenos invocar también nosotros las reglas de la lógica aristotélica: no podrá quejarse de ello el racionalismo, y por otra parte, quiéralo o no, la máxima cristiana: «Con la misma vara que midieres serás medido», ha prevalecido en nuestras civilizaciones modernas. Ensayemos, pues, aplicar la nueva teoría del milagro a la narración evangélica de la curación del ciego de nacimiento. Pasando por el camino, encuentra el divino Maestro a este infeliz. Nadie solicita en su favor la poderosa intervención del Verbo encarnado. El mismo ciego no levanta su voz, contentándose con exponer a los ojos de los pasajeros el espectáculo de su miseria, y calla. Rabbi, preguntan los discípulos, ¿qué pecados son causa de que este haya nacido ciego, los suyos o los de sus padres? Semejante pregunta haría asomar sin duda una sonrisa en los labios de nuestros sofistas. Pero había en Jerusalén dos opiniones sobre la preexistencia de las almas, según nos ha conservado el historiador Josefo829. Los doctores Fariseos admitían la metempsicosis pitagórica, creyendo que habían participado los seres humanos, que existían a la sazón, de una vida anterior capaz de mérito o de demérito. En este sentido fue en el que podía temer Herodes Antipas que hubiera pasado el alma de Juan Bautista a la persona de Jesús de Nazareth, después del crimen de Maqueronta. La segunda opinión consistía en decir, que en el día de la creación, habían recibido el ser simultáneamente todas las almas, las cuales, esperando ir a ocupar un cuerpo, permanecían, dice el Talmud, en el trono de la gloria celestial. La pregunta de los discípulos está perfectamente de acuerdo con las preocupaciones locales y la sociedad contemporánea. O el alma del ciego de nacimiento preexistente al cuerpo, había podido contraer, en una vida anterior, manchas que espiaba a la sazón, y en este caso, era culpable el doliente; o bien, en vez de ser la culpa personal,   —488→   debía imputarse a los padres de este desgraciado, según la expresión igualmente farisaica del texto de la Escritura: «Yo soy Jehovah, el Señor, Dios tuyo, el Fuerte, el Celoso, que castigó la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de mis enemigos830». Así, la pregunta que hicieron los discípulos no se eleva sobre el nivel de las preocupaciones vulgares, sino que es la expresión espontánea y verdadera de las costumbres de la época. Libres son nuestros espíritus fuertes de compadecerse de ella, y no obstante, ¿qué saben ellos sobre la cuestión del alma? Pero es imposible desconocer su carácter de evidente autenticidad. «Ni los pecados de este hombre ni los de sus padres, responde Jesús, son causa de su ceguera; sino que es ciego para que se manifiesten en él las obras del poder de Dios. Yo soy la luz del mundo. Y lo prueba el Salvador dando vista al ciego de nacimiento. Y «no se hace rogar», ni es posible notar en su semblante la menor apariencia de «mal humor»; ni «hecha en cara a ninguno de sus interlocutores» la tosquedad de su entendimiento. Pero es preciso confesar que hace intervenir en la acción inesperada y libre de su voluntad suprema, «una circunstancia chocante». Con la saliva de su boca hace con tierra un poco barro que aplica a los párpados del ciego. Ni el espiritismo, ni la medicina científica, ni «los encantos de rara eficacia del más potente hechicero», han tenido jamás nada análogo a este barro que va a volver la vista a un ciego. ¿Y qué delicada organización podría soportar la idea de un remedio tan repugnante imaginado como de adrede en contradicción con el objeto a que se dirige, puesto que sería a propósito para cegar a un hombre de buena vista? Pero el dedo que petrificó la arcilla de que fue formado el hombre, es precisamente el que forma un poco barro para el ciego de Jerusalén: la mano que trasformó el barro primitivo en esta admirable estructura de nuestro cuerpo, es la única que tiene el secreto de transformar en un órgano perfectamente constituido el barro que aplica a los ojos apagados. Pues qué; ¿Sería Jesucristo el Dios Criador? ¿Es esta realmente la lógica del Evangelio?

28. ¿Sí a la verdad? y esta conclusión resalta invenciblemente de cada una de las expresiones del Libro Sagrado. Decís: «Jesús no hizo milagros»; y añadís, no obstante, «todos los historiadores   —489→   están unánimes en elogiar sus milagros». Decís «que da tentación, con respecto al carácter de Jesús, de suprimir hechos que fueron colocados en primer término a los ojos de los contemporáneos», y añadís «que tuvieron un gran lugar en la vida de Jesús actos que ahora se consideran como de ilusión o de locura». Finalmente afirmáis que «no experimenta la crítica ante esta clase de fenómenos históricos embarazo alguno», y añadís que «Marcos», el historiador de Jesús más autorizado a vuestros ojos, «lo representa como un poderoso hechicero que infunde temor y de que se quiere desembarazarse». Id, pues, si podéis, a aplicar estas flagrantes contradicciones a la inflexible medida de la «lógica aristotélica». El día en que sean reconocidos el sí y el no, la afirmación y la negación, el ser y el no ser como términos idénticos por el género humano, este día habréis encontrado la misma lógica que pueda justificar vuestra teoría. Entre tanto, estáis condenados a repetir sin cesar con la seguridad de la desesperación: «La crítica no encuentra embarazo alguno en vista de esta clase de fenómenos históricos».

29. Los Fariseos fueron menos afortunados: y su conducta respecto al ciego de nacimiento, acusa el más terrible embarazo. Escupir en tierra y aplicar con el dedo un poco barro a los párpados de un ciego ¿era un trabajo prohibido por la ley del descanso sabático? Para creerlo así, era preciso una gran fe. Y no obstante, se ven obligados los Fariseos a atrincherarse detrás de esta miserable argucia. ¿No les hubiera sido más cómodo negar el milagro mismo? Así cortaban de raíz la dificultad. Pero ¿cómo persuadir a un ciego de nacimiento, que ve por primera vez la luz del día, que se engaña sobre un hecho tan íntimamente personal? ¿Qué contestar a un padre, a una madre que dicen: «¿Éste es nuestro hijo: nació ciego, y ahora ve?» Si los doctores Judíos hubieran sido más versados en la medicina, les hubiera hecho impresión una circunstancia que no podemos omitir. Cuando la cirugía moderna practica con buen éxito la operación de una catarata, se guarda bien de exponer inmediatamente el órgano del ojo a los rayos luminosos, porque una imprudencia de este género produciría una ceguera más terrible que la primera. Sólo con el tiempo y con una gradación calculada prudentemente, puede verificarse sin peligro la transición de las tinieblas a la luz. Pero no se pone en práctica ninguna precaución de este género respecto del ciego de Jerusalén. Va a lavar sus ojos a la piscina   —490→   de Siloé, y vuelve curado. La brillante luz del cielo de Oriente, percibida por primera vez, no ofende ni hiere su mirada no acostumbrada a ella. «Yo soy», dice este mendigo a los vecinos que encuentra, cuya voz amiga conoce y cuyo semblante y facciones distingue al presente. La luz exterior que le inunda con sus acariciadores efluvios, no hace que pierda su alma en lo más mínimo sus esplendores internos. La dialéctica del ciego de nacimiento no debe causar envidia a nuestros racionalistas. «¡Qué! dice ¿no sabéis de quién procede el que me ha curado? Pero puesto que obra de esta suerte, es claro que procede de Dios». Destierre la Sinagoga a este lógico importuno; pronuncie sobre él el anatema legal; envíelo ignominiosamente al rebaño de los Gentiles, a quienes el judaísmo lanzaba el epíteto de perros; todo esto sólo sirve para atestiguar más solemnemente el milagro. Aquí no hacen falta las comisiones oficiales; han sido oídos los testigos; han sido renovadas las interrogaciones del Sanhedrín con toda la insistencia y la solemnidad apetecibles. Hase afirmado la ciencia legal en Jerusalén, con el tono irónico y punzante que la caracteriza siempre; hase mezclado hábilmente la instrucción con preguntas capciosas, con calculada intimidación, con profesiones de fe enérgicas. ¿Qué más hubiera hecho un tribunal presidido por el menos embarazado de nuestros actuales racionalistas?




ArribaAbajo§ IV. Parábolas

30. A pesar de la excomunión del ciego de nacimiento, a pesar del odio siempre creciente de los Fariseos, continúa Jesús enseñando en el Templo. Las piedras con que se habían armado todos algunos días antes contra el Hijo de Dios, permanecen actualmente amontonadas en los pórticos, y son impotentes los Escribas para desencadenar sobre esta augusta cabeza, una de esas borrascas populares que dirigen a su voluntad. El Evangelista no dice una palabra del contraste tan manifiesto entre las tempestades de la víspera y calma del día siguiente, siendo inexplicable semejante cambio en los espíritus, sino se hubiera verificado el milagro de la piscina de Siloé. Hallábase, pues, el Divino Maestro en la casa de su Padre; veía entrar por la Puerta Probática, las ovejas y los corderos destinados a los sacrificios, y dijo a los Judíos: «En verdad, en verdad, os digo; que   —491→   quien no entra por la puerta del aprisco de las ovejas, sino que se introduce por otra parte, es un ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, es el pastor de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas escuchan su voz, y llama a cada una de sus ovejas por su propio nombre, y las saca afuera para conducirlas a los pastos. Y, después de sacar fuera sus propias ovejas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. -Mas a un extraño no le siguen, sino que huyen de él, porque no conocen la voz de los extraños. -Tal fue la parábola que les propuso Jesús, pero no entendieron lo que les decía. Y así volvió Jesús a decirles: En verdad, en verdad os digo, que yo soy la puerta del aprisco de las ovejas: todos los que hasta ahora han venido, han sido ladrones o salteadores, y así las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que por mí entrare, se salvará, y entrará y saldrá y hallará pastos. El ladrón no viene sino para robar y matar y hacer estragos: mas yo he venido para que las ovejas tengan vida y la tengan superabundante. Yo soy el buen Pastor; el buen pastor sacrifica su vida por sus ovejas; pero el mercenario y el que no es el propio pastor, de quien no son propias las ovejas, en viendo venir al lobo, desampara las ovejas y huye; y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño. El mercenario huye, por la razón de que es asalariado, y no tiene interés alguno en las ovejas. Yo soy el buen Pastor y conozco mis ovejas y las ovejas me conocen a mí. Así como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre y doy mi vida por mis ovejas. Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco; las cuales debo yo recoger, y oirán mi voz, y de todas se hará un solo rebaño y un solo pastor; por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida por mis ovejas, bien que para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla; tal es la misión que recibí de mi Padre. -Este discurso excitó una nueva división entre los Judíos. Decían muchos de ellos: Está poseído del demonio, y ha perdido el juicio ¿por qué le escucháis? -Otros al contrario, decían: No son palabras éstas de quien está endemoniado, ¿por ventura puede el demonio abrir los ojos de los ciegos?831»

31. La imagen del buen Pastor es la que se halla con más frecuencia   —492→   en las pinturas de las Catacumbas832. El rebaño perseguido de las ovejas de Cristo gustaba contemplar los rasgos del divino Pastor. Es, pues, incontestable que los primeros fieles, reunidos en Roma bajo la dirección de Pedro y sus sucesores, oían la parábola evangélica en el sentido que le da el Catolicismo833 aun en el día. Consientan nuestros hermanos separados en estudiar en su sencillez y en su admirable energía la palabra del Salvador: «No habrá más que un solo rebaño y un solo pastor. Yo soy este Pastor, siempre visible, obrando siempre, cuya voz no cesarán jamás de oír las ovejas». La alegoría empleada por Nuestro Señor en esta circunstancia, era familiar hacía largo tiempo a los Judíos, a quienes designa la Escritura con el nombre de: «Ovejas escogidas del rebaño de Jehovah». Los pastores que dirigían el rebaño, eran los Doctores de la ley, los Escribas y los Fariseos, que acababan de excluir de su seno al ciego curado milagrosamente. Igual excomunión amenazaba a quien quiera que confesara, como él en lo futuro, la divinidad del Salvador. He aquí por qué dice Jesús al pueblo: «Yo soy la verdadera puerta del redil de las ovejas. Yo soy el buen Pastor». Todos los pormenores de la Parábola están tomados de los usos y costumbres del Oriente. Los rebaños que formaban la principal riqueza agrícola de la Palestina, tenían que temer sin cesar las incursiones de las bandas de salteadores árabes y el ataque de las fieras. No era menos temible el pillaje de las tribus nómadas que las garras de las fieras del desierto. He aquí por qué reunían por la noche los pastores de cada comarca sus diferentes rebaños en un inmenso parque cercado de setos, de empalizadas, y aun de tapias de piedra. Guardaba la entrada de este redil común un portero, no dejando entrar en él sino a los pastores. El que entraba por otra parte, es decir, escalaba el cercado para librarse de la vigilancia del portero, era, pues, como dice Jesús, un ladrón y un salteador. Por la mañana iban los pastores a recoger sus ovejas para llevarlas a los pastos. Reconociendo entonces cada rebaño la voz de su pastor, se agrupaba en torno suyo, sin equivocarse ni acercarse a un pastor que no fuera el propio. «Las ovejas no siguen a otro pastor, dice Jesús, apartándose de él, porque no conocen su voz, sino que siguen los pasos   —493→   de su pastor». En este punto de la parábola es completa la alegoría, y el Salvador hace su aplicación inmediata. Los Escribas y los Fariseos son los ladrones y los salteadores del rebaño de las almas. «Yo soy, añade, la puerta del redil. El que por mí entrare se salvará; entrará como entran por la noche los rebaños a descansar con sosiego; saldrá como salen por la mañana los rebaños para ir a los pastos. Porque yo he venido para que tengan vida mis ovejas, y una vida superabundante». Sin embargo, el Hijo de Dios no ha agotado aún las divinas instrucciones, cuyo texto le suministra esta graciosa imagen de las costumbres pastoriles. Los pastores se dividían en Judea, como entre nosotros, en dos clases; a los unos pertenecía el rebaño en propiedad; los otros eran mercenarios o criados, que recibían el salario del dueño. Jesús continúa, pues: «Yo soy el buen Pastor, el propietario verdadero del rebaño. Un mercenario huye al acercarse el lobo rapaz; pero el buen Pastor da su vida por sus ovejas». Finalmente, los inmensos rebaños que pacían en las campiñas de Palestina, se hallaban repartidos entre gran número de pastores y diferentes apriscos. Pero Jesús, el Pastor supremo de los hombres, va a llamar bajo su cayado y a reunir todas las generaciones de almas en el mundo entero. «Habrá un solo rebaño y un solo pastor». La unidad de gobierno en la unidad de la Iglesia, abrazando la universalidad de tiempos y lugares, tal es la inmensa perspectiva que presenta la palabra del Salvador a los ojos de los Judíos. No se sabe qué debe admirarse más, si la majestad de la profecía, o la grandeza de la institución, o la sencillez de la imagen. Trasfórmase la palabra humana en los labios del Verbo encarnado, proyectando rayos de luz espiritual en los más remotos horizontes, a la manera que se trasformaba ha poco el barro por el dedo divino, para abrir los ojos del ciego de nacimiento. Pero vélanse súbitamente los rayos del Verbo hecho carne, bajo la nube de la muerte. «Voy a dar mi vida para tomarla otra vez, añade Nuestro Señor; o más bien, según la energía del texto original, voy a depositar mi alma. Nadie podría arrebatármela. La depositaré por mí mismo, porque tengo el poder de dejarla, como tengo el poder de recobrarla». Afirmación solemne de la divinidad, que se atestigua a sí misma, en la calma y la serenidad de una fuerza insuperable. Jamás, objetan nuestros racionalistas modernos, predijo Jesús claramente su futura resurrección. La única profecía de esta clase que   —494→   se haya pensado en atribuirle después del suceso, se funda en un equívoco. «Destruid este templo, había dicho, y lo reedificaré en tres días». -Así hablan estos retóricos; pero cuando dice el Salvador a los Judíos: «Voy a depositar mi alma para recobrarla después», no hay en su lenguaje, ni equívoco, ni interpretación violenta, ni juego de palabras desviado del sentido obvio por una exégesis póstuma. Cuado dijo en el camino de Cesarea a los Apóstoles: «Es necesario que vaya a Jerusalén el Hijo del hombre para padecer allí los más crueles tormentos, y sufrir la condenación de los ancianos, de los Grandes Sacerdotes y de los Escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día»; cuando añadió, después de la transfiguración en el Tabor: «Guardad silencio sobre este suceso hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos», ¿hay en este discurso sombra alguna de anfibología, ni apariencia alguna de contradicción ni de equívoco? «¡Oh gloria! ¡Oh poder del Crucificado! dice Bossuet. ¿A quién otro vemos dormirse tan precisamente cuando quiere, como murió Jesús cuando le plugo? ¿Qué hombre que medite un viaje, señala con tal exactitud la hora de su partida como señaló Jesús la hora de su muerte?» El Hijo de Dios va a dar su vida por los hombres, y su Padre «le ama por esto». Parece que el amor eterno sin límites y sin medida, que tiene en el seno de la Trinidad el Padre al Verbo, se haya dilatado aun, cuando el Verbo consintió en morir por nosotros. «Porque el Padre ama tanto al mundo que dio por él su Hijo único».

32. «He aquí que se levantó de en medio de la multitud un Doctor de la Ley, continúa el Evangelio, y dijo a Jesús, para tentarle: Maestro ¿qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna? -Y Jesús le respondió: ¿Qué es lo que se halla escrito en la ley? ¿qué es lo que en ella lees? -Respondió el Doctor: La Ley se expresa así: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tus fuerzas y con toda tu voluntad, y a tu prójimo como a ti mismo834. Y Jesús le dijo: Bien has respondido: haz eso y vivirás. -Mas él, queriendo dar a entender que era justo, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? -Entonces Jesús, tomando la palabra, dijo: Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones, que le despojaron de todo,   —495→   y habiéndole hecho muchas heridas, se fueron, dejándole medio muerto en el camino. Y sucedió que vino por allí un Sacerdote, y aunque le vio, pasó de largo; y de la misma suerte un Levita que llegó cerca de aquel paraje, habiéndole visto, pasó adelante; pero un Samaritano que iba de camino, llegose a donde estaba, y viéndole, moviose a compasión; y acercándose, viendo sus heridas, bañándolas con aceite y vino, y subiéndole a su cabalgadura, le condujo a una caravanera835, donde tuvo cuidado de él. Al día siguiente, al partir, sacó dos denarios, y dioselos al encargado de la caravanera, diciendo: Ten cuidado de este hombre, y todo lo que gastares de más yo te lo abonaré a mi vuelta. Jesús preguntó al Doctor: ¿Quién de estos tres, el Sacerdote, el Levita o el Samaritano, te parece haber sido el prójimo del herido? -El Samaritano, que usó de misericordia con él, respondió el Doctor. Pues anda, dijo Jesús, y obra tú de la misma suerte836».

33. Para apreciar el verdadero sentido de la parábola, es necesario tener un conocimiento exacto del término «prójimo», entre los   —496→   Judíos. La idea que expresa es hoy de una notoriedad universal en las civilizaciones procedentes del Cristianismo. Hemos aprendido del Verbo encarnado, que todos los hombres son prójimos y hermanos nuestros, por el origen común, por la vocación a la misma patria y la participación de la misma sangre redentora. Esta efusión del espíritu de fraternidad en el mundo es entre nosotros un hecho tan familiar, que no pensamos ni aun en dar gracias de ello a su divino Autor. Parece imposible que no haya sido semejante doctrina la de todas las épocas y todos los países. Sin embargo, era desconocida a la antigüedad. Ni la idea ni la palabra existen en las lenguas llamadas clásicas. El Proximus de Cicerón, el plhsi/oj837 de los Griegos significaban únicamente los lazos de parentesco. Habíase admirado, con un esfuerzo sublime de la filosofía especulativa, la famosa palabra de un autor romano: «Yo soy hombre, y no me es extraño nada de cuanto se refiere a la humanidad». Pero permanecía el axioma en estado de abstracción puramente teórica. La realidad era la esclavitud, erigida en principio social; y el desdeñoso epíteto de Bárbaro, dado por un ciudadano del Ágora o del Foro, a todo lo que no era Griego ni Romano. Entre los Judíos no se hallaba menos marcado ni era menos extraño este exclusivismo, habiéndose revestido con las formas rigoristas de la secta farisaica. He aquí cómo raciocinan sobre este punto los Doctores de la Ley. Moisés había escrito en el Levítico estas palabras legales: «Amarás a tu hermano». La palabra hebrea Rea se puede entender en el sentido general de hermano, o en el más restringido de amigo, habiendo prevalecido esta última interpretación en la Sinagoga. Se nos manda amar a nuestros amigos, decían los Rabinos; luego por razón inversa, se nos prescribe odiar a nuestros enemigos. En su consecuencia, el nombre de Gentiles, dado indistintamente por los Judíos a todas las razas extranjeras, expresaba en su boca un sentimiento de desprecio idéntico al que encerraba la palabra de Bárbaro entre los Romanos y los Griegos. Un hebreo profesaba, exceptuada la descendencia de Abraham, a todo el resto del género humano, un horror invencible. Además, había de Judío a Judío una distinción sofística, cuya clave nos da el Fariseo del Evangelio. Un verdadero servidor de Jehovah no consideraba como Rea, o prójimo, sino a un hombre por lo menos tan justo como él mismo. Fijada así, bajo la base del egoísmo, la medida de afecto fraternal de un Fariseo, resultaba no   —497→   aplicarse jamás en hecho a nadie. Tal es el sentido real del diálogo, sostenido entre el divino Maestro y el Doctor de la Ley. Este hipócrita principia por profesar que ama a Jehovah «con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas y todo su entendimiento». ¿Quién, pues, será el prójimo de un adorador tan fiel, de un discípulo tan perfecto de Moisés, de un hijo tan virtuoso de Abraham? Evidentemente, dirigiendo esta pregunta a Jesús el Doctor de la Ley «hacía ostentación de su justicia», como dice el Evangelio; pero formulaba al mismo tiempo una interrogación capciosa. Si respondía el Salvador que todos los Judíos eran el prójimo de semejante justo, suministraba un pretexto plausible para renovar contra él la acusación de que adulaba a los pecadores, con la idea vulgar de captarse popularidad. Si respondía que el prójimo de un justo no podía ser sino un justo semejante a él, perdía su reputación de benevolencia y de caridad misericordiosa, que le atraía las bendiciones de la muchedumbre.

34. El Verbo encarnado echa por tierra enteramente este aparato de limitada y vengativa perfidia. En el desierto que separaba a Jerusalén de Jericó, cerca de cuatro leguas distante de esta última ciudad, se hallaba un desfiladero tristemente famoso por las desgracias de que había sido teatro. Llamábasele Adommim o «Subida de la Sangre». Las rocas que le rodeaban ofrecían un retiro inexpugnable a las bandas de salteadores que caían sobre los viajeros aislados, y renovaban cada día sus impunes atentados. Los Romanos levantaron más adelante en este lugar una fortaleza o un cuerpo de guardia que velaba por la seguridad pública. Allí es donde trasladó el Salvador la imaginación de sus oyentes, en la parábola del buen Samaritano. No es menos significativa la elección de un hijo de Samaria, que ejercía la misericordia con un Judío herido. Entre un hijo de Abraham y un pagano, era aun posible que hubiera cierto roce. El Templo de Jerusalén recibía las ofrendas de los Gentiles, pero rechazaba absolutamente la de un Samaritano. Tal es el prójimo que da Jesús a este Doctor de la Ley, tan orgulloso de su virtud, tan profundamente atrincherado en sus odios de secta y en sus antipatías nacionales. Desde que podía ser un Samaritano el prójimo de un Judío, y recíprocamente, quedaban rotas todas las murallas que separaban las razas. La caridad universal, esta palabra y esta idea tan desconocidas entonces, aproximaba todas las   —498→   distancias, reunía todas las almas y fundaba en la tierra el reinado del amor de los hombres en Dios. «Anda y obra de la misma suerte», dijo Jesús al Fariseo. Recorre el mundo y sólo encontrarás hermanos. Lleva la efusión de una misericordia universal a la comunidad de miserias de aquí bajo. El género humano era verdaderamente este herido de Jericó, abandonado en el camino de los siglos, cubierto de heridas por la violencia de Satanás. Jesús venía a curar sus heridas con el óleo de su gracia y el vino fortificador de su sangre redentora. Y por tanto, Jesús no era a los ojos de los Judíos más que un Samaritano, un excomulgado, un maldito. ¡Cuántas veces no habían repetido al Hijo del hombre las injuriosas denominaciones de Samaritano y de Demoniaco! He aquí por qué, sin duda, quiso el divino Maestro representarse él mismo bajo los rasgos del buen Samaritano.

35. «Entonces dijo a Jesús uno del auditorio, continúa el texto sagrado: Maestro, dile a mi hermano que me dé la parte que me toca de mi herencia. -Pero Jesús le respondió: ¡Oh hombre! ¿quién me ha constituido a mí juez o partidor entre vosotros? Con esta ocasión les dijo: Estad alerta y guardaos de toda avaricia; porque no depende la vida del hombre de la abundancia de los bienes que él posee. Y en seguida les propuso esta parábola: Un hombre rico tuvo una extraordinaria cosecha de frutos en su heredad, y discurría para consigo diciendo: ¿Qué haré que no tengo sitio capaz para encerrar mis granos? Al fin dijo: Haré esto: Derribaré mis graneros y construiré otros mayores, donde almacenaré todo el producto de mis campos y cuanto poseo. Con lo que diré a mi alma: ¡Oh alma mía! ya tienes muchos bienes de repuesto para muchísimos años: descansa, come, bebe y regálate. Pero Dios le dijo: ¡Insensato! esta misma noche han de exigir de ti la entrega de tu alma: ¿de quién será cuanto has almacenado? Tal es la imagen del avaro que atesora para sí y no es rico según Dios. -Y después dijo a sus discípulos: Por eso os digo a vosotros: No andéis afanados por lo que habéis de comer para sustentar vuestra vida, ni con qué habéis de vestir vuestro cuerpo. La vida es más que el sustento, y el cuerpo más que el vestido. Reparad en los cuervos, que no siembran ni siegan ni tienen dispensa ni granero; y sin embargo, Dios los alimenta. Ahora bien; ¿cuánto más valéis vosotros que ellos? Y ¿quién de vosotros, por mucho que discurra, puede acrecentar   —499→   a su estatura un solo codo? Pues si ni aun para las cosas más pequeñas tenéis poder ¿a qué fin inquietaros por las demás? Contemplad los lirios de los valles cómo crecen: no trabajan ni hilan; y no obstante, os aseguro que ni Salomón con toda su magnificencia, se vestía como una de estas flores. Pues si así viste y adorna Dios a una planta que hoy está en el campo y mañana se echa en el horno ¿cuánto más cuidado tendrá de vosotros, hombres de poca fe? Así que no estéis acongojados cuando buscáis de comer o de beber, ni tengáis suspenso o inquieto vuestro ánimo. Los paganos y las gentes del mundo son los que van afanados tras de esas cosas. Bien sabe vuestro Padre que de ellas necesitáis. Por tanto, buscad primero el reino de Dios y su justicia; que todo lo demás se os dará por añadidura. No temáis, pequeño rebaño, porque ha sido del agrado de vuestro Padre (celestial) daros el reino (eterno). Vended, si es necesario, lo que poseéis, y dad limosna. Haceos bolsas que no destruye el tiempo; reunid tesoros imperecederos para el cielo, a donde no llegan los ladrones ni roe la polilla; porque donde está vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón. Estad con vuestras ropas ceñidas a la cintura, y tened en vuestras manos las antorchas ya encendidas y prontas a servir a vuestro Señor. Sed semejantes a los criados que aguardan a su amo cuando vuelve de las bodas, a fin de abrirle prontamente luego que llegue y llame a la puerta. Dichosos aquellos siervos a los cuales el amo al venir encuentra así velando. En verdad os digo, que ciñéndose el mismo Señor, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles. Y si viene a la segunda vela o viene a la tercera, y los halla así prontos, dichosos son tales criados vigilantes. Y sabed, que si el padre de familias supiera a qué hora había de venir el ladrón, estaría ciertamente velando, y no dejaría que le invadiesen su casa. Así vosotros estad siempre prevenidos, porque a la hora que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre. Preguntole entonces Pedro: «Señor, ¿dices por nosotros esta parábola o por todos igualmente? Respondiole el Señor: ¿Quién pensáis que es (sino un criado vigilante) aquel administrador fiel y prudente a quien su amo constituyó mayordomo de su familia para distribuir a cada uno a su tiempo la medida de trigo o el alimento correspondiente? Dichoso el tal siervo si su amo a la vuelta le halla ejecutando así su deber. En verdad os digo, que le hará administrador de todo lo que posee. Mas si el infiel   —500→   criado dijere en su corazón: Mi amo no piensa en venir tan presto; y empezaré a maltratar a los criados y a las criadas y a comer y beber y a embriagarse, vendrá el Señor de este siervo en el día que menos le espera y en la hora que él no sabe, y le echará de su casa, y darle ha el pago debido a los criados infieles. Los que hayan recibido directamente las instrucciones del amo, serán flagelados más rigurosamente. Los otros a quienes no había trasmitido el amo directamente sus órdenes, y cuya conducta haya sido reprensible, serán castigados, pero con menos severidad. Porque se pedirá cuenta de mucho a aquel a quien se le entregó mucho; y a quien se le han confiado muchas cosas, más cuenta se le pedirá. Yo he venido a poner fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que arda? Con un bautismo de sangre tengo de ser yo bautizado. ¡Oh! y ¡cómo traigo en prensa el corazón mientras que no lo veo cumplido! ¿Pensáis que he venido a poner paz en la tierra? Os digo que no, sino división. De suerte que desde ahora en adelante, en una familia de cinco miembros, estarán desunidos tres contra dos y dos contra tres: el padre estará contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra838».

36. No hemos querido cortar con reflexiones inoportunas esta página evangélica. Sería necesario hacerse cargo de cada palabra, si se quisiera notar todos los rasgos de costumbres locales que atestiguan su autenticidad. La ley hereditaria era entre el pueblo Judío eminentemente protectora de la familia. Las propiedades territoriales, como se diría en el día, no se repartían casi nunca, sino que se devolvían al hijo mayor, el cual tenía además derecho a la mitad de los bienes muebles. La civilización hebraica, cuya fuerza excepcional y cuya persistencia verdaderamente extraordinaria admiran a nuestros jurisconsultos modernos, debió mucho a este principio eminentemente conservador. Poco importa que tengamos sobre este punto ideas diametralmente opuestas, porque no tenemos derecho de rehacer lo pasado a nuestra talla. Por lo demás, un brazo de mar separa aquí las dos naciones más poderosas de Europa, y si hubiéramos de juzgar los dos sistemas contradictorios por los resultados ¿estaría la ventaja social de nuestra parte? Como quiera que sea, Jesús se desentendió   —501→   del Israelita que quería hacerle su juez, y la Iglesia Católica, heredera de la autoridad de su divino Esposo, deja a las legislaciones civilizadas toda latitud respecto a esto. Los bienes que trae al mundo el Verbo encarnado no son de esta naturaleza. El Salvador vino a distribuir a los hombres la herencia de los cielos, dejándoles que se disputen a su fantasía las heredades de la tierra. ¡Insensatos, que piensan agrandar sus moradas, en la misma noche en que va Dios a pedirles su alma! Sin embargo, el Verbo encarnado no entiende excluir a su Iglesia del dominio de las cosas del mundo. Hace largo tiempo que explota el sofisma esta preocupación, y que aspira en nombre de Jesús mismo a despojar a la divina esposa del Cristo. El Salvador ha refutado anticipadamente estas falaces doctrinas. «No temáis pequeño rebaño, dice, porque ha sido del agrado de vuestro Padre daros un reino». ¿Qué no se ha hecho durante diez y ocho siglos, para arrancar a la Iglesia su reino? ¿Qué no se ha dicho, para relegar al Sacerdote a su confesonario, al Obispo a la sacristía, y al Papa a las catacumbas? «No temáis, pequeño rebaño, porque ha sido del agrado de vuestro Padre daros un reino». Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura». Jamás se ha realizado más manifiestamente profecía alguna, y jamás se ha mantenido más solemnemente, a despecho de todas las codicias humanas. Es preciso repetirlo a nuestro839 siglo, como se decía al tiempo840 de Federico II o de Enrique IV de Alemania. Hase verificado la experiencia en la más vasta escala que puede imaginar ninguna comisión científica. Cada tiranía vulgar ha querido destronar a la Iglesia, despojarla, y reemplazar el cetro que lleva en la mano con el báculo del mendigo. Mas de una vez hallaron las pretensiones de esta clase, por cómplice, la potestad más elevada de este mundo, el genio. Semejante situación vale la pena de examinarse seriamente. La Iglesia es siempre el pusillus grex, de que habla el Salvador. Fáltale la fuerza material, pudiendo el hombre de Estado más diminuto tener el gusto de insultar esta debilidad y de hollarla a los pies. Pero he aquí el milagro. La Iglesia destronada, vencida, aniquilada en apariencia, vuelve a levantarse siempre, con la diadema en la frente y el cetro en la mano. ¡Dichosa cuando le es dado bendecir el sepulcro de su perseguidor arrepentido! La solidaridad divina entre el gobierno del cielo y el de la Iglesia, es un hecho atestiguado por el testimonio   —502→   más incontestable, el de la historia. La Iglesia de Jesucristo es hoy el reino más antiguo de Europa, preexistiendo a todos los demás, como ha sobrevivido a todos los que han caído. A no negar la evidencia, esto no podía desconocerse. La Iglesia tiene sobre los demás reinos la inmensa ventaja de creer con una fe divina en su propia inmortalidad. ¿Por qué, pues, todo aquello que quiere vivir, todo lo que aspira a la duración no comprende la absoluta necesidad de apoyarse en la única fuerza que no acabará nunca?

37. Sin embargo, el reinado de la Iglesia es el único que no conoce reposo, ni tregua, ni transacción con las pasiones conjuradas. Los demás poderes viven por los tratados; pero Jesús ha fundado su edificio inmortal en el principio opuesto. «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino desunión. ¡Extraño proceder de gobierno! Sin embargo, la Iglesia está en pie. Reflexiónese, pues, en fin sobre ello, y aunque sólo sea bajo el punto de vista del interés político, concédase a este fenómeno sin ejemplo, el honor de una atención menos superficial. El Evangelio ha inaugurado en el mundo una lucha, que comienza en el corazón de cada individuo, se pronuncia en cada familia y estalla en el seno de todas las sociedades. Lucha inmortal de la verdad contra la mentira, de la virtud contra el crimen, de la adhesión y el sacrificio contra la molicie y la sensualidad, del orden contra el desorden, del deber contra la licencia, del espíritu contra la carne, de Dios contra Satanás. La historia, después de Jesucristo, no es más que el campo abierto de este gran desafío. ¡Quién podrá enumerar todos los enemigos cuya espada, genio o pluma se han mellado o gastado contra la armadura invencible de la Iglesia! He aquí por qué decía Nuestro Señor a sus Apóstoles: «Estad con vuestras ropas ceñidas a la cintura». La túnica oriental ancha y flotante tenía que levantarse hasta el talle, y que ceñirse a la cintura para prestarse a la actividad de un ministerio vigilante y laborioso. Tal será hasta el fin de los tiempos la actitud de la Iglesia. Pedro, que debe ser su jefe visible, quiere conocer exactamente la extensión de la responsabilidad que le incumbirá. ¿Son él y los Apóstoles solamente los que tengan que velar y combatir? El divino Maestro le responde con una alegoría tomada de la economía doméstica de aquel tiempo. Los ricos propietarios establecidos en Judea, después de la invasión romana, empleaban numerosos esclavos en el cultivo de sus campos.   —503→   Estas explotaciones rurales, verdaderas colonias serviles, eran vigiladas por un encargado que dirigía los trabajos y distribuía cada mes841 en nombre del dueño, la provisión de trigo correspondiente a las necesidades de las diversas familias. Este encargado era también un esclavo; si daba muestra de celo y de una verdadera capacidad, podía llegar a ser administrador general, y este día veía romperse sus cadenas, dándole libertad la manumisión. A esto aludía la palabra del Salvador: «¡Dichoso el esclavo a quien encuentre su Señor fiel a sus deberes! En verdad os digo; el amo le confiará la administración de todos sus bienes». Pero por lo común no se aprovechaban estos esclavos de su elevación, sino para entregarse al instinto brutal y a groseros apetitos que la esclavitud desarrolla en las almas, haciendo pesar su autoridad sobre sus compañeros. «El amo no volverá en mucho tiempo, dicen ellos; y abruman a golpes a criados y criadas, pasando los días en comer, beber y embriagarse». Sin embargo, el amo volvía al fin. Juez supremo en su tierra, teniendo el derecho de vida o muerte sobre todos sus esclavos, reservaba para el encargado infiel los rigores más duros del ergastulum y la flagelación más repetida; lo cual no le impedía castigar los delitos de los demás esclavos, pero con menos severidad, porque dice Nuestro Señor: «Se exige mucho de aquel a quien se ha dado mucho, y se pide más a aquel a quien más se ha confiado». Así, pues, la responsabilidad en el gobierno de la Iglesia es proporcionada a la magnitud de las funciones. El Señor a quien se sirve es Dios, cuya mirada nadie puede engañar, ni sorprender su vigilancia, ni torcer su justicia. He aquí por qué se frustrarán siempre las tentativas de influencia o de corrupción humana, ante los sucesores de Pedro, a quien se dijo: «¿De qué servirá al hombre ganar el universo si pierde su alma?» Vendrá el Señor a la hora menos pensada; juzgará al servidor culpable, y le impondrá suplicios tanto mayores, cuando era más eminente la administración que tenía a su cargo.




ArribaAbajo§ V. La fiesta de las Encenias

38. «Celebrábase, continúa el Evangelista, la fiesta de las Encenias (o dedicación del Templo) en Jerusalén, fiesta que era en invierno.   —504→   Y Jesús se paseaba en el Templo por el pórtico de Salomón. Rodeáronle, pues, los Judíos, y le dijeron: ¿Hasta cuándo has de tener suspensa nuestra alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. -Respondioles Jesús: Os lo estoy diciendo y no lo creéis: las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas están dando testimonio de mí; mas vosotros no creéis, porque no sois mis ovejas. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen; y yo les doy la vida eterna, y no se perderán jamás, y ninguno las arrebatará de mis manos. Pues lo que mi Padre me ha dado, todo lo sobrepuja, y nadie puede arrebatarlo de las manos de mi Padre. Mi Padre y yo somos una misma cosa. -Al oír esto los Judíos, cogieron piedras para apedrearle. -Díjoles Jesús: Muchas obras buenas he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis? -Respondiéronle los Judíos: No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por una blasfemia, y porque siendo tú como eres un hombre, te proclamas Dios. -Replicoles Jesús: ¿No está escrito en vuestra ley: «Yo dije: Vosotros sois dioses?» Pues si llamó dioses a aquellos a quienes habló Dios, y no puede faltar la Escritura, ¿cómo a mí, a quien ha santificado el Padre y ha enviado al mundo, decís vosotros que blasfemo, porque he dicho: Soy hijo de Dios? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, cuando no queráis darme crédito a mí, dádselo a mis obras, a fin de que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en el Padre. -Quisieron entonces prenderle los Judíos, pero él se escapó de sus manos, y saliendo de Jerusalén se dirigió a las fronteras de Judea, para ganar la otra ribera del Jordán842.

39. El relato evangélico se halla estrechamente ligado a los detalles más íntimos de la historia judía. El Antiguo Testamento constituye una especie de comentario perpetuo que ilustra el Testamento Nuevo. Esta conexión entre lo pasado de Israel y los hechos de la época mesiánica, es una de las pruebas más manifiestas de la autenticidad del Evangelio. He aquí por qué es absolutamente indispensable volver a hacer hoy el estudio descuidado en demasía de la historia bíblica. La generación actual en Francia (y en España) sólo conoce   —505→   el Antiguo Testamento por los manuales llamados «clásicos» que en realidad son compendios de compendios. No parece sino que la revelación divina ha infundido temor a nuestro siglo; puesto que se la ha reducido a dosis infinitesimales, como esos venenos activos que una ciencia reciente ha encontrado el secreto de resolver en gránulos

casi imponderables. La verdad se borra en las inteligencias, por medio de estas diluciones sistemáticas, habiéndose hecho desaparecer de esta suerte las pruebas más directamente apreciables de la autenticidad de los Evangelios. Pregúntese a uno de esos millares de jóvenes literatos, que salen cada año de nuestras escuelas, lo que era en Jerusalén la fiesta de las Encenias, y ninguno de ellos sabrá siquiera su nombre. ¡Dichoso de él si no se gloría en su ignorancia, y si no acoge con una sonrisa de desprecio un término tan evidentemente legendario como el de Encenias! Tiempo es ya de que salgan las almas, redimidas por la sangre de Jesucristo, de esta pedagogía reducida e incompleta. Cuando una época se muestra tan orgullosa de su propia ciencia, no le es permitido permanecer así tan profundamente extraña a la única ciencia indispensable, la de la salvación. La solemnidad de las Encenias recordaba a los Judíos una fecha memorable de su existencia religiosa y nacional. La persecución de Antíoco-Epifanes había desterrado a Jehovah de su Templo. El culto Mosaico había cesado en la Ciudad Santa, y se sacrificaba a Júpiter y a Venus en el altar del Dios vivo. Degollados los sacerdotes, reducidos a esclavitud los Hebreos fieles, prohibido el nombre mismo de la Ley como un grito de rebelión; toda clase de opresiones, de violencias y atrocidades, habían llenado la Judea de terror y de lágrimas. En medio de la defección o del desaliento general, se levantó un héroe en las rocas de Modein. Con un puñado de valientes, se atrevió Judas Macabeo a levantar la bandera proscrita de Jehovah. Sus afiliados, sin esperanza humana, sin otro apoyo en la tierra que su gran corazón y una espada puesta al servicio de una causa santa, luchó contra el poder triunfante de un monarca que reinaba sobre las tres cuartas partes del Asia. Tres años, día por día, después de haberse ofrecido el primer sacrificio idolátrico a Júpiter Olímpico en el altar de los holocaustos, el 25 del mes de Casleu (27 de noviembre), Judas Macabeo, vencedor del tirano de su patria, borraba los rastros de las impías profanaciones de que había sido teatro el Templo. Todos los Judíos fieles llenaban los atrios. Al cántico de los himnos   —506→   santos, a los sonidos armoniosos del kinnor, de la lira y de los címbalos, fue consagrado el nuevo altar. Verificáronse el holocausto y los sacrificios, según el ceremonial mosaico. La multitud prosternada adoraba al Señor. Elevábanse hasta el cielo cánticos de júbilo y de reconocimiento843. Prolongáronse las fiestas durante ocho días, y esta renovación tan súbita y tan inesperada tomó al lenguaje mismo que habían introducido los Sirios helenistas en Palestina su nombre significativo de Encenias (e)gkai/nia844 «Renovación», en hebreo: Hanucca). El enemigo no había tenido tiempo de consumir en honor de los ídolos, toda la provisión de aceite que tenía de reserva para los usos del Templo. Esta circunstancia había redoblado los trasportes de la alegría nacional. Durante los ocho días de la fiesta, fue permanente la iluminación del sagrado edificio. La ciudad entera quiso asociarse a esta piadosa demostración, y ardieron día y noche antorchas encendidas en las fachadas de todas las casas. De aquí el nombre de Fiesta de las Luces, que se dio también a la solemnidad de las Encenias. Judas Macabeo y sus hermanos, reunidos en asamblea nacional con los descendientes de Aarón, ordenaron que en lo sucesivo celebrase Israel, durante ocho días, este sagrado aniversario. Tal era esta Dedicación del Templo de Jerusalén, imagen de la Dedicación de las Iglesias cristianas, celebrada actualmente en todo el universo.

40. Cada palabra del Evangelio es un rasgo de autenticidad. «Era invierno», dice el texto santo. En efecto, la estación de las lluvias comienza en Palestina a mediados de noviembre845. «Jesús   —507→   se paseaba en el pórtico de Salomón». He aquí, según el historiador Josefo, la descripción de los atrios levantados por Herodes alrededor del Templo de Jerusalén. Es un testigo ocular un sacerdote judío, que nos vuelve a trazar las magnificencias de un monumento que fue la cuna de su infancia, el asilo respetado de su juventud, y cuyo recuerdo, sobreviviendo a los desastres de la ruina, arrancaba lágrimas a su vejez. «Los pórticos del Templo, dice, fueron la obra más admirable de que han oído hablar jamás los hombres. Las puertas exteriores, abriéndose sobre los atrios, formaban grandes y magníficos arcos triunfales, de los que había colgados tapices de seda, decorados con flores bordadas en púrpura y con columnas figuradas en el tejido. Por encima de las cornisas corría una vid de oro macizo, cuyos racimos pendientes maravillaban al espectador, más aun por su admirable trabajo que por la riqueza de la materia. Todo el perímetro del sagrado recinto se hallaba cercado por un muro de piedra tallada, sosteniendo en la fachada oriental un doble pórtico, tan largo como el muro, y dando frente a la puerta de entrada del Templo, en cuyo eje formaban radio todos los atrios exteriores. El lado Sudeste servía de apoyo al Pórtico de Salomón, que era triple y se extendía a todo lo ancho del valle del Tyrapeon. El muro de cuatrocientos codos de altura (216 metros), que sostenía este Pórtico, había sido construido por Salomón. He aquí por qué se conservó el nombre de este príncipe al nuevo edificio construido por Herodes. Desde aquel punto se sumergía la vista en un verdadero precipicio. A esta altura natural, ya tan considerable, añadió Herodes la espantosa sobreelevación del atrio; de suerte que si de la plataforma superior se quería medir con la vista su total profundidad, se desvanecía la cabeza846. De un extremo a otro del pórtico de Salomón se ostentaban cuatro columnas paralelas. El diámetro de cada columna era tal, que se necesitaban tres hombres para abarcarlo; su elevación era de veinte y siete pies, y su cuerpo coronado de chapiteles corintios, tenía hacia la base, una doble espiral. Estas columnas llegaban al número de ciento sesenta y dos. En razón del paralelismo de las columnas dispuestas de cuatro en   —508→   cuatro, era triple el pórtico; las dos arcadas laterales eran de proporciones semejantes, teniendo cada una treinta pies de ancho y un estadio847 de largo, y más de cincuenta pies de alto. La arcada central tenía el doble de alto y de ancho, de suerte que dominaba completamente las otras dos. El remate se hallaba adornado de esculturas en madera, de alto relieve y de variados dibujos. El de la bovedilla o techo del centro era muy elevado; las paredes superiores estaban cortadas por el arquitrabe, y divididas por columnas empotradas; siendo el conjunto de una arquitectura tan maravillosa, que los que no han visto este edificio no pueden creer lo que de él se refiere; mientras que los que lo han visto, hallan todas sus descripciones inferiores a la realidad. El suelo se hallaba enteramente cubierto de mosaicos848».

41. Ahora comprendemos por qué el pórtico de Salomón, en la exposición Sudeste del Templo, se hallaba frecuentado preferentemente por los Judíos en la estación de invierno. Así se adaptan maravillosamente al cuadro de la historia las menores particularidades del texto sagrado, resaltando manifiestamente la imposibilidad absoluta de suponer apócrifo el Evangelio, de la armonía perpetua de conjunto y de pormenores entre el relato del Escritor sagrado y las realidades contemporáneas de la civilización hebraica. No es menos significativa la actitud más y más embarazada de los Judíos, en presencia de la personalidad augusta del divino Maestro. Según la teoría del racionalismo moderno, no hizo Jesús ningún milagro. Así, la pasmosa curación del ciego de nacimiento no alteró entonces la opinión de los habitantes de Jerusalén. No tuvieron pretexto alguno: los Fariseos y los Príncipes de los Sacerdotes, para manifestar sus temores y sus antipatías, respecto del Salvador. ¿Cómo, pues, se estrechan los Judíos en el pórtico de Salomón, rodeando a Jesús, y diciendo: «¿Hasta cuándo tendrás nuestro espíritu en incertidumbre? ¡Si eres Cristo, dínoslo sin rodeos!» El Cristo que esperaban los Judíos debía hacer milagros; pues así lo habían anunciado los Profetas: «Jesucristo, vuestro Dios, vendrá en persona, había dicho Isaías, y os salvará. Entonces se abrirán los ojos de los ciegos; y   —509→   oirán los oídos de los sordos; y el cojo saltará como el ciervo; y se desatará la lengua de los mudos; y se convertirán los rescatados por el Señor849». Tal era la designación profética del Mesías. Todo el mundo lo sabía en Jerusalén. Si, pues, Jesús no hubiese hecho ningún milagro; si no hubiera abierto los ojos del ciego de nacimiento; si no hubiera obrado uno solo de los prodigios de misericordia, cuyo relato contiene el Evangelio, nadie hubiera pensado en ver en él al Cristo tan deseado. Sin embargo, los mismos Profetas habían sido taumaturgos, no siendo en su consecuencia la señal del milagro la única en que debiera reconocerse al Mesías. La descripción de los esplendores del reinado del Hijo de David, tan elocuentemente trazada con anterioridad por los escritores inspirados, se avenía muy poco entonces con la humildad del Hijo del hombre, que no tenía sobre qué reclinar su cabeza. Así, pues, vacilaban los Judíos, y decían: «¿Hasta cuándo prolongarás nuestra ansiedad y nuestra incertidumbre? ¡Si eres realmente el Cristo, decláralo abiertamente!» Jesús responde a esta pregunta categórica con una majestad suprema, afirmando, por la vigésima vez, su divinidad. Pero los Judíos querían un Cristo, hijo de David, y no querían un Cristo, Hijo de Dios. Todavía repiten hoy los hijos de Jacob, como dirigiendo una acusación de idolatría contra los Cristianos, la palabra de Moisés: «Oye, Israel. Jehovah, nuestro Dios, el Señor, es uno850». Permanece, pues, encubierto a sus miradas, como lo estaba a las de sus antepasados, el misterio de la unidad divina, en los fecundos esplendores de la Trinidad. «¡Qué! ¡Sois un hombre y osáis proclamaros Dios!» exclaman, y se arman todos con piedras para lapidar al blasfemo. Pues bien; Jerusalén era el único lugar del mundo en que se considerase la apoteosis como un crimen. Roma, Atenas, Alejandría, todas las ciudades del Oriente y del Occidente, desde Antioquía hasta la Lugdunum de los Galos, se hallaban pobladas de altares erigidos en honor del dios Tiberio. César, asesinado por su propio hijo, era dios; Augusto era dios; Livia era diosa; ¡haced, pues, que se componga el Evangelio por un autor extraño a las leyes y a las costumbres judaicas! ¡Imaginad, para los relatos evangélicos, otro teatro distinto del de Judea; otros actores que los hijos de Abraham; otro   —511→   centro que la civilización mosaica!