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ArribaAbajoCapítulo IX

Últimos momentos de ministerio público


Sumario

§ I. VIAJE DE JESÚS A LA PEREA.

1. Marta, y María. La acción y la contemplación. -2. La mujer encorvada durante diez y ocho años. -3. Comida en casa de un jefe de los Fariseos. El hidrópico. El banquete de los pobres. Parábola de la cena ofrecida por el padre de familia. -4. Exposición del milagro verificado en el hidrópico. -5. Los primeros sitios en el festín. -6. La caridad cristiana. -7. Del número de los escogidos. -8. Parábolas de la Torre y del rey que emprende una guerra. -9. Sentido de las dos parábolas. -10. El buen pastor. La dracma perdida. -11. El hijo pródigo. -12. Explicación de la parábola. -13. Parábola del administrador infiel. -14. El racionalismo y la parábola evangélica. -15. El Evangelio sustituido a la ley y a los profetas. -16. Pregunta de los Fariseos sobre el divorcio. -17. Milagrosa potestad de la doctrina de Jesús. -18. Jesús y los niños. -19. Un joven noble y rico a los pies de Jesús. -20. Los tres consejos evangélicos. -21. La pregunta ambiciosa de los hijos de Zebedeo y de su madre. -22. Interrogación de los Fariseos relativamente al advenimiento del reino de Dios. -23. Primera interpretación de la respuesta del Salvador. -24. Segunda interpretación. -25. La pobre viuda y el mal juez. El Fariseo y el Publicano. -26. Parábola de los viñadores y del padre de familia. -27. Pormenores de costumbres locales. -28. Parábola del rico avariento y del pobre Lázaro. -29. Aplicación histórica de la parábola.

§ II. RESURRECCIÓN DE LÁZARO.

30. Enfermedad y muerte de Lázaro en Bethania. Mensaje de las dos hermanas a Jesús. -31. Lúgubre comedia inventada por Woolston y reproducida por el racionalismo actual. -32. Imposibilidades materiales. -33. Imposibilidades morales. -34. Llegada de Jesús a Bethania. Las dos hermanas de Lázaro. -35. Los funerales y el luto entre los Judíos. -36. La hipótesis racionalista y las realidades evangélicas. -37. Resurrección de Lázaro. Jamfaetet. -38. Monumentos y tradiciones.

§ III. EXCOMUNIÓN.

39. Sentencia de muerte pronunciada por el Sanhedrín contra Jesús. -40. El reino de Jesús. -41. La excomunión entre los Judíos. -42. La ley de purificación antes de la Pascua.

§ IV. REGRESO A JERUSALÉN.

43. La ciudad inhospitalaria. -44. Jesús predice por tercera vez su muerte y su resurrección. -45. Zaqueo. -46. Parábola de las diez minas de plata. -47. La parábola y la historia judaica. -48. Aplicación de la parábola. -49. Bartimeo, el ciego de Jericó. -50. El festín de Bethania. María Magdalena y el vaso de alabastro. -51. Pruebas de autenticidad intrínseca. -52. Excomunión de Lázaro por el Sanhedrín. -53. Entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.


ArribaAbajo§ I. Viaje de Jesús a la Perea

1. Jesús abandonó la ciudad ingrata; queriendo mostrar a los Apóstoles el camino que debían seguir ellos mismos, y la multitud   —512→   de las naciones llamada a ocupar en el reino de Dios, el sitio repudiado por los hijos de Abraham. «Sucedió, pues, dice el Evangelio, que prosiguiendo Jesús su viaje, entró en cierta aldea, donde una mujer, por nombre Marta, le hospedó en su casa. Tenía ésta una hermana, llamada María, la cual, sentándose a los pies del Señor, estaba oyendo su palabra. Mientras tanto Marta andaba muy afanada en disponer todo lo que era necesario, por lo cual, se presentó a Jesús, y dijo: Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las faenas de la casa? Dile, pues, que me ayude. -Pero el Señor le dio esta respuesta: Marta, Marta, tú te afanas y te inquietas distraída en muchas cosas, y a la verdad, una sola cosa es necesaria (que es la salvación eterna). María ha escogido la mejor parte, de que jamás se verá privada851. Puede creerse que la aldea hospitalaria, cuyo nombre no ha inscrito San Lucas, era la de Bethania, a 15 estadios, o cerca de 2 millas romanas852 de Jerusalén, sobre la vertiente oriental del monte de los Olivos. Atravesábala en todo rigor el camino que conducía de la Ciudad Santa a Jericó. Tal vez había acompañado María al divino Maestro en el viaje. Recordarase, sobre esto, las palabras del Evangelio que hemos reproducido ya: «Cuando Jesús recorría las ciudades y aldeas predicando y anunciando el reino de Dios, acompañado de los doce, seguíanle algunas mujeres que habían sido libradas de los espíritus malignos, y curadas de varias enfermedades: María, por sobrenombre Magdalena, de la cual había echado siete demonios; Juana, mujer de Chusa, mayordomo del rey Herodes; Susana y muchas otras que le servían y proveían a sus necesidades con sus bienes853». En esta enumeración no aparece, pues, Marta; la cual guardaba el hogar doméstico de su hermano Lázaro, por lo que tuvo el honor de abrir su casa al divino Huésped, que se dignó descansar en él un día. Como quiera que sea, Marta y María representan los dos tipos de la vida nueva que trae el Salvador al mundo. Las almas cristianas podrán escoger entre dos vías, cuyo término y objeto es igualmente la caridad. La acción, es decir, el ministerio exterior del amor de   —513→   Dios y del prójimo, con sus trabajos, sus fatigas, su adhesión sin medida y sin límites: la contemplación, es decir, la elevación de una alma humana aproximándose cada día más al foco divino del amor, haciéndose en cierto modo la mediadora de los torrentes de gracia que rebosan del corazón de Jesús, y colocándose entre el mundo divino y el mundo terrestre, como el ideal de la más elevada perfección del uno, y el más poderoso intercesor cerca del otro. El silencio de María Magdalena, sentada a los pies de Jesús, se parece algún tanto al silencio de María, Madre de Jesús, «que conservaba, meditándolas en su corazón, todas las palabras de su Hijo. «¡Qué impulso no han hecho tomar a las almas estos nobles ejemplos, en el espacio de diez y nueve siglos! ¡Qué divina profecía en la respuesta del Salvador! «¡Marta, Marta! ¡tú te afanas e inquietas distraída en muchas cosas, y a la verdad una sola es necesaria! ¡María ha escogido la mejor suerte de que jamás se verá privada!» ¡Cuántas tentativas, no obstante, para arrancar a María y a las almas que se le asemejan, a la contemplación de Jesús; a la meditación solitaria de la verdad; al retiro de los claustros; a la vida silenciosa de un amor sin partición, y de una oración que no cesa de día ni de noche! ¡Cosa extraña! Los siglos y los países que necesitan socorros de arriba, son los que menos comprenden la necesidad de semejante intercesión para con Dios. La manifestación exterior, el movimiento activo y visible de la caridad cristiana conservan sus atractivos, aun en las épocas más turbadas; pero la noción de la caridad en su forma excelente, la actitud de Moisés orando sobre la montaña durante el combate, o de María Magdalena sentada a los pies del Salvador, el sacrificio de la individualidad en su potestad más elevada, la continuación por las almas privilegiadas de la inmolación del Gólgota, no son comprendidas por la multitud. ¡Como si la obra de nuestra redención hubiese sido completa por las obras de misericordia exterior del divino Maestro! ¡Como si en la agonía de la cruz no hubiera conquistado Jesús más almas que dando vista a los ciegos o salud a los enfermos! La debilidad de nuestras concepciones humanas o las mudanzas de la opinión, no más que la violencia de las pasiones desencadenadas o los deseos de los instintos ávidos, en nada cambiarán la divina constitución dada por Jesucristo a su reino. En la hora presente la acción y la contemplación Marta y María, se hallan aun, la una sentada y la otra afanada y   —514→   laboriosa, alrededor del divino Maestro. Son hermanas y en la unión del amor, trabajan y ruegan por la salvación del mundo.

2. «Enseñando Jesús un día de sábado en la sinagoga, continúa el Evangelio, he aquí que vino allí una mujer que hacía diez y ocho años padecía una enfermedad causada por un espíritu maligno, y andaba encorvada sin poder mirar poco ni mucho hacia arriba. Como la viese Jesús, llamola a sí, y le dijo: Mujer, libre quedas de tu enfermedad. Y puso sobre ella las manos, y al instante la mujer se enderezó y daba gracias y alabanzas a Dios. -El jefe, de la sinagoga, indignado de que Jesús hiciera en sábado esta curación, dijo al pueblo: Seis días hay destinados al trabajo: en esos podéis venir a curaros, y no en día de sábado. -Mas el Señor, dirigiéndole a él la palabra, dijo: ¡Hipócritas! ¿cada uno de vosotros no desata su buey o su asno del pesebre, aunque sea sábado, y los lleva a abrevar? Pues, ¿por qué a esta hija de Abraham, a quien tenía atada Satanás diez y ochos años hace, no debía ser permitido desatarla de este lazo en día de sábado? -A estas palabras, quedaron avergonzados todos sus adversarios; y todo el pueblo se regocijaba de las obras gloriosas que él hacía854». La máscara cómica con que afectaba cubrirse el rostro el Fariseo, para revindicar las prerrogativas de la ley sabática, no puede sostenerse un momento ante la superior lógica de Jesús. Encorvada la raza de Abraham durante diez y ocho siglos bajo los terrores de la ley sinaítica, exagerados por la ambiciosa tradición de los Escribas y Doctores, no podía levantar la cabeza, para contemplar en las alturas celestiales, la misericordia del Dios de Moisés y de los Patriarcas. Un judío desataba en día de sábado, sin escrúpulo alguno, el buey o el asno del establo, para llevarlo al abrevadero. ¡Y Jesús, enderezando por medio de una simple imposición de manos a la infeliz mujer encorvada por una enfermedad de diez y ocho años, era culpable de una infracción irremisible! La penosa operación de sacar del establo a buey o al asno, los dos animales que constituían la riqueza de un hebreo, y de llevarlos del cabestro hasta la fuente pública, no constituía un delito contra una ley que hacía elástica el interés sabático. ¡Pero, curar con una palabra o un gesto, a una hija de Abraham era un crimen! ¡Diez y ocho años de enfermedad padecidos por una   —515→   mujer no admitían comparación con una hora de sed, sufrida por un animal irracional! Tal era la locura del rigorismo farisaico. Había llegado la hora en que la humanidad, encorvada hacia tierra bajo el yugo de Satanás, y no atreviéndose a levantar los ojos al cielo, iba a responder al llamamiento de Jesús: «¡Mujer, libre estás de tu enfermedad!» ¡Cuántas almas perdidas en el fango del vicio se han enderezado a esta palabra suprema! La obra de la salvación de las almas es por excelencia la obra del sábado. He aquí por qué elegía el Redentor con preferencia, para sus milagrosas curaciones, este día privilegiado. Desde que Dios ha reposado, después del prodigio de la creación, parece haberse concentrado su omnipotencia entera en el trabajo de la Redención. El Archisynagogo trastorna toda la economía providencial, diciendo: «Tenéis seis días de la semana en que es permitido trabajar y en que podéis haceros curar!» -Y precisamente el sétimo día, es el día de Dios y el de la curación de las almas. No insistimos más sobre el sentido más directo de la exclamación del jefe de la sinagoga. No obstante, el racionalismo haría bien en meditarla. ¿Cómo, si no hubiera hecho milagros Jesucristo, hubiera podido hacer al pueblo semejante intimación? Así, pues, cada palabra del Evangelio supone en la vida del Salvador, una verdadera efusión de prodigios, de los que sólo ha referido los principales el escritor sagrado, y los que ofrecían un carácter particular de permanencia en el mundo regenerado por Jesucristo.

3. «Sucedió, continúa el Evangelista, que habiendo entrado Jesús en casa de uno de los principales Fariseos a comer en un día de sábado, le estaban éstos acechando. Y he aquí que se puso delante de él un hombre hidrópico. Y Jesús, dirigiéndose a los Doctores de la Ley y a los Fariseos, les preguntó: ¿Es lícito curar en día de sábado? -Mas ellos callaron. Y Jesús, tomando con la mano al hidrópico, con sólo tocarle, le curó y le despachó. Y dirigiéndose después a ellos, les dijo: ¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en algún pozo, no le sacará luego855, aunque sea día de sábado? -Y no sabían qué responder a esto. -Notando entonces que los convidados   —516→   iban escogiendo los primeros puestos en la mesa, les propuso esta parábola, diciéndoles: Cuando fueres convidado a algunas bodas, no te pongas en el sitio preferente o lecho de honor856, no sea que haya otro convidado de más distinción que tú; y viniendo el que a ti y a él os convidó, te diga: Amigo; cede ese lugar a éste, y entonces tengas el sonrojo de verte precisado a ponerte el último: antes bien, cuando fueres convidado, vete a poner en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba, lo que te granjeará honor en presencia de los demás convidados857. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla, será ensalzado. -Dirigiéndose entonces al Fariseo que lo había convidado, le dijo Jesús: Cuando des alguna comida o cena, no convides a tus amigos ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos que son ricos: para que no suceda que te conviden también ellos a ti, y esto te sirva de recompensa, de lo que recibieron de ti: sino que cuando tuvieres algún banquete, convida a los pobres, y a los tullidos, y a los cojos, y a los ciegos; y serás afortunado, porque no pueden recompensarte, y así serás recompensado en la resurrección de los justos. -Habiendo oído esto uno de los convidados, le dijo: ¡Bienaventurado aquel que tuviere parte en el convite del reino de Dios! -Mas Jesús le respondió: Un hombre dispuso una gran cena y convidó a mucha gente: A la hora de cenar, envió un criado a decir a los convidados que viniesen, pues ya todo estaba dispuesto. Y empezaron   —517→   todos, como de concierto, a excusarse. El primero le dijo: He comprado una granja y necesito salir a verla; ruégote que me des por excusado. El segundo dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas; ruégote que me tengas por escusado. Otro dijo: acabo de casarme, y así no puedo ir allá». Habiendo vuelto el criado, refirió todas estas excusas a su señor. Irritado entonces el padre de familias, dijo a su criado: Sal luego por las plazas y barrios de la ciudad, y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos y cojos hallares. -El criado ejecutó las órdenes de su señor, y volvió a decir a su amo: Señor; he hecho lo que mandaste y aun sobra lugar. -Respondiole el amo: Sal a los caminos y cercados e impele a los que halles a que vengan para que se llene mi casa; pues os protesto que ninguno de los que antes fueron convidados ha de probar mi cena858».

4. El hidrópico, introducido en la sala del banquete, lo fue verdaderamente por un cálculo de hipocresía farisaica. ¿Qué haría Jesús al ver a este enfermo? ¿Osaría curarle en un día de sábado? Los convidados se guardan bien de solicitar semejante favor para el enfermo. A sus ojos, es el milagro un trabajo que prohibirían al mismo Dios, en virtud del precepto sabático, impuesto por Jehovah. La argumentación del racionalismo moderno es exactamente idéntica. El Criador ha dado a su obra leyes que los nuevos sofistas pretenden, en adelante y por siempre ser superiores a su voluntad creadora. De suerte que la esencia divina, al crear el mundo, hubiera producido una obra superior al artífice, un resultado más poderoso que la causa, un efecto mayor que el principio. La inanidad de este paralogismo en el orden puramente natural en que se colocan los racionalistas, no es menos evidente que en el orden de la revelación mosaica, en que se acantonaban los Fariseos. Como quiera que sea, el divino Maestro parece salir al encuentro de las objeciones de sus enemigos. «¿Es permitido curar en día de sábado?» Esta cuestión clara y terminante había sido resuelta anteriormente por los doctores de la Ley, en el sentido negativo más absoluto. Sin embargo, ninguno de los convidados se atreve en esta circunstancia a formular semejante respuesta. A la vista de un enfermo a quien puede volver la salud una sola palabra que salga de los labios de Jesús,   —518→   nadie quiere echar sobre sí la responsabilidad de tan cruel prohibición, así, que todos se abisman en el silencio. Verdaderamente que si no hubiera hecho jamás milagros Jesucristo, hubiera sido muy distinta la actitud de los Fariseos. ¡Cuán unánimemente hubieran desafiado al Salvador a obrar la curación más sencilla, el menor prodigio, no tan sólo en día de sábado, sino en cualquiera otro día de la semana o del año! El silencio de los Fariseos en aquel momento, y su sistema habitual de ataque, concentrado en la interpretación rigorista de la ley sabática, son otras tantas pruebas perentorias que establecen la notoriedad universal de los milagros verificados por Jesús. De otra suerte, hubieran expresado sus labios una negación, con invencible seguridad. No, hubieran dicho a un impostor vulgar, ¡tú no haces milagros! Jamás has hecho ni uno solo. ¡Cura, pues, a este hidrópico que está ahí a tu vista! Tal hubiera sido necesariamente la disposición de los espíritus en la hipótesis racionalista. Así pues, lo sobrenatural forma el fondo del Evangelio. «Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo, exclamaban los Judíos en el Gólgota859».

5. No solamente se muestra taumaturgo el Salvador en el episodio del banquete en casa del Fariseo, si no que viene a curar a la humanidad de enfermedades más inveteradas y más peligrosas que las del cuerpo. Las enfermedades morales de que es el mundo presa, requieren un médico supremo. El orgullo farisaico, disputándose los primeros sitios de preferencia en un banquete, es una de las manifestaciones más espontáneas de este espíritu de limitado individualismo y de odioso egoísmo que dominaba entonces al mundo. Se lee en el Talmud, que un día el príncipe asmoneo, Alejandro Janeo, dando un festín en su palacio de Jerusalén a los embajadores persas, el rabino Simeón Ben-Shetah, que era del número de los convidados, fue a tomar sitio entre el rey y la reina. Este acto presuntuoso excitó un movimiento de sorpresa, y el rabino se justificó con una palabra todavía más orgullosa: «Está escrito, dijo: Ensalza la sabiduría y ella te ensalzará y ceñirá tus sienes con esclarecida diadema860». La nacionalidad judía entera revindicaba de las razas extranjeras la superioridad que se arrogaban estos doctores sobre los Hebreos. El banquete de la vida, a que había   —519→   convidado el Padre de familias celestial a la humanidad, era pues invadido por esos hambrientos de la gloria y de las vanidades terrestres. Tal es el sentido profundo de la parábola evangélica. La humildad, virtud desconocida del mundo antiguo, va a ser la base de las sociedades cristianas, pues un hombre humilde, antes de Jesucristo, hubiera pasado por un cobarde. El Verbo encarnado echa por tierra con una palabra el aparato de cuarenta siglos de orgullo satánico. «Quien se ensalzare será humillado, y el que se humillare será ensalzado». Esta palabra ha tomado en la actualidad de tal manera posesión del mundo moral, que el orgullo humano se ve obligado a disimularse, con tanto cuidado como el que tenía entonces para ostentar sus pretensiones, y que los ambiciosos más furibundos se ven obligados a hacerse los hipócritas de la humildad.

6. A pesar de la decadencia del verdadero espíritu de la ley mosaica, en el seno del pueblo hebreo, conservaba aún la civilización judía preciosos vestigios de su divino origen. Así, era uso en casi todos los festines suntuosos, tener una mesa para los pobres. Cuando Judas Iscariote se queja de la profusión con que derramaba María Magdalena a los pies del divino Maestro un perfume precioso, tiene cuidado de añadir, que hubiera sido mejor empleado este dinero improductivo en socorrer a los pobres. Las tradiciones de hospitalidad que ascendían hasta los patriarcas, habían sobrevivido a todas las revoluciones. Tobías, cautivo en las riberas de Babilonia, llamaba a su mesa a sus hermanos indigentes. Tal vez el hidrópico que acababa de curar Jesús era uno de los convidados pobres admitidos aquel día en casa del Fariseo. En Judea eran casi los dos únicos medios de existencia los trabajos de la arquitectura y de la vida pastoril, por lo que reducía infaliblemente a la indigencia una enfermedad crónica a la clase media. He aquí por qué se encuentra tan frecuentemente en el Evangelio esta enumeración, «de pobres, tullidos, cojos y ciegos». El divino Maestro toma de las costumbres y de los usos nacionales dos admirables parábolas. En la una resuelve, con el principio nuevo de la caridad, la cuestión del pauperismo, este problema que ha desconcertado a todos los legisladores humanos, y que en el día conmueve las sociedades incrédulas. Sin comprometer el derecho imprescriptible e inviolable de la propiedad, abre a la indigencia tesoros inagotables. «¡Afortunados seréis por haber dado a quien no puede compensaros, porque se encargará el mismo Dios   —520→   de su deuda, y os recompensará en la resurrección de los justos!» Tal es el contrato que propone Jesucristo a la avidez, a la avaricia, a la riqueza egoísta y sin entrañas. Empeño esencialmente voluntario, cuyo registro no se verificará en este mundo, cuyo juez será sólo Dios, cuya penalidad se remite a más allá de los límites de esta vida. Pero ¿quién era pues este legislador para estipular así, con condiciones que exceden al poder humano? El racionalismo moderno obraría con prudencia estudiando atentamente esta palabra evangélica. Jesucristo asume la responsabilidad de pagar centuplicadas todas las deudas de reconocimiento, contraídas por el pauperismo insolvente. Y esta promesa ha cambiado la faz del mundo. Si hay en nuestros días un fenómeno que atraiga todas las miradas, es seguramente el de la caridad cristiana, libre, espontánea, perseverante, multiplicando la adhesión en proporción de la miseria, sosteniendo los sacrificios al nivel de los padecimientos, y honrándose en socorrer, en la persona de los pobres, a los representantes de que se ha constituido fiador el mismo Jesucristo. Ciertamente que para ejercer semejante influencia, para dominar de esta suerte el interés, y acrecentar la caridad en una tierra que había secado y esterilizado la sed del oro, era preciso ser más que un sabio, más que un filósofo, más que un genio; era preciso ser Dios. Así, en la segunda parábola, ofrece Jesús como modelo y tipo supremo de la caridad humana, la caridad del mismo Dios. Dios es el verdadero Padre de familias que prepara desde el umbral del Edén, el banquete a que convida a todas las naciones. Desde luego fue convidado el pueblo judío; pero cuando llegó la hora, desdeñó tal honor este convidado privilegiado, absorto por el amor del lucro, las preocupaciones de la codicia y los goces sensuales. Entonces saldrán los predicadores del Evangelio del recinto del judaísmo, y salvarán la muralla de separación levantada por los Escribas, recorrerán el universo, e impelerán a las almas a venir a sentarse en el banquete divino. «Impeledles a entrar», dice el Padre de familias, compelle intrare. Suave y benéfica violencia, pero eficaz y enérgica, de que dirá más adelante San Pablo: «Nuestra predicación del Evangelio entre vosotros, no fue solamente la obra de la palabra, sino la del poder, en el Espíritu Santo, y en la plenitud de una fuerza invencible861.

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7. «Jesús, dice el Evangelista, recorría las ciudades y aldeas enseñando a la muchedumbre. Y uno le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? Y él en respuesta dijo a los oyentes: Esforzaos a entrar por la puerta angosta, porque os aseguro que muchos buscarán cómo entrar y no podrán. Y después que el Padre de familias hubiere entrado y cerrado la puerta, empezaréis, estando fuera, a llamar a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos; y él os responderá: No os conozco, ni sé de dónde sois. Entonces alegaréis a favor vuestro: Nosotros hemos comido y bebido contigo, y tú predicaste en nuestras plazas. Y él os repetirá: No os conozco ni sé de dónde sois: apartaos lejos de mí, todos vosotros, artífices de iniquidad. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham y a Isaac y a Jacob, y a todos los profetas, en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera. Y vendrán también gentes del Oriente y del Occidente, del Norte y del Mediodía, y se pondrán a la mesa en el convite del reino de Dios. Y ved aquí que los que son (ahora) los últimos, serán (entonces) los primeros, y los que son primeros, serán (entonces) los últimos862». ¡Sentencia terrible pronunciada contra la obstinación judía! Su realización, visible desde este mundo, es uno de los hechos mejor consignados de la historia. Cada página del Evangelio es así, o un milagro de profecía o un milagro de poder, o un milagro de revelación divina.

8. «Sucedió que yendo con Jesús gran multitud de gentes, se volvió hacia ellas, y les dijo: Si alguno viene a mí, y me prefiere863 a su padre, su madre, su mujer, sus hijos, sus   —522→   hermanos, sus hermanas, y aun a su misma vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva a cuestas su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Por qué ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, en su viña864, no echa primero despacio sus cuentas para ver si tiene el caudal necesario con qué acabarla, no sea que después de haber echado los cimientos, y no pudiendo concluirla, todos los que lo vean, comiencen a burlarse de él, diciendo: ¡Ved ahí un hombre que comenzó a edificar y no pudo acabar! ¿O cuál es el rey que habiendo de hacer guerra contra otro rey, no considera primero despacio, si podrá con diez mil hombres hacer frente al que viene contra él con veinte mil? ¿Y si no puede, le envía embajadores cuando aún está lejos, pidiéndole la paz? Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. La sal es buena, mas si la sal se desvirtúa o hace insípida ¿con qué será sazonada?   —523→   Nada vale, ni para la tierra, ni para servir de abono; así es, que se arroja fuera, como inútil. ¡Quién tiene oídos para escuchar, atienda (bien a esto)!»

9. Tales son las rigurosas condiciones del apostolado, formuladas por el Salvador, y que excitan la indignación de los racionalistas. «Entonces había en las palabras de Jesús, dicen ellos, algo más que humano y extraño; parecía como un fuego que devoraba la vida en su raíz, reduciéndolo todo a un horrible desierto. El áspero y triste sentimiento de disgusto hacia el mundo, de violenta abnegación que caracteriza la perfección cristiana, tuvo por fundador, no al sutil y festivo moralista de los primeros días, sino al gigante sombrío, a quien arrojaba más y más fuera de la humanidad una especie de presentimiento grandioso865». La distinción indicada por la crítica entre la doctrina de los primeros días del ministerio de Jesucristo y la de los últimos, es aquí tan marcada, que tenemos el deber de censurarla con energía. No existe tal distinción, y es verdaderamente preciso haber especulado con la ligereza de nuestro siglo para afirmarlo así. Desde el año segundo de su predicación pública, desde el momento en que agrupó Nuestro Señor en torno de su divina persona el colegio de los doce apóstoles, les dijo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí, y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí866». Así hablaba el Salvador, en la montaña de Galilea, a los Apóstoles reunidos para recibir la investidura del ministerio evangélico. ¿Hay en esta enseñanza sombra siquiera de la menor diferencia respecto del lenguaje del divino Maestro, en los últimos meses de su predicación? ¿Qué significa, pues, la sacrílega antítesis, entre «el sutil y festivo moralista de los primeros días y el gigante sombrío de los últimos?» ¿En qué se funda? Porque en fin, si no es permitido, ni a un novelista, disfamar sin pruebas una memoria que ha dejado representantes y vengadores en la tierra, ¿qué diremos de la temeraria pretensión de un historiador que sustituye su calumniadora fantasía a los más terminantes textos, y prodiga gratuitamente injurias a un nombre ante el cual doblan la rodilla trescientos millones de hombres? ¡Retóricos! ¿No comprendéis   —524→   que haya impuesto Jesús sus condiciones a los apóstoles encargados de edificar la torre inmortal de la Iglesia, que ni vuestros antepasados, ni vuestros sucesores en la interminable genealogía del sofisma, han conseguido ni conseguirán derribar nunca? ¿No comprendéis que haya definido claramente Jesús el carácter de la lucha que iba a empeñarse, en la hora solemne en que sus soldados, sin otras armas que las de su fe, sin otro poder que el de la Iglesia santa, trabaran contra el Príncipe del mundo una guerra en que se comprara cada victoria con el martirio? Es verdad, que tales previsiones exceden los alcances de un genio humano. Para echar una mirada tan penetrante sobre el porvenir, era necesario ser Dios. Pero habla un Dios y toma en su mano como Dios las conciencias y los corazones. Todos los afectos legítimos, aun el que se halla más arraigado y que es más indestructible en el ser humano, el amor de la propia vida, deben subordinarse por el discípulo de Jesucristo al amor divino, centro nuevo de las almas, foco sobrenatural de toda existencia. Concebir el pensamiento de semejante dislocación del polo moral de la humanidad, excede ya los alcances de una inteligencia humana; realizarlo, como hizo Jesucristo, es una obra eminentemente divina. Diez y ocho siglos hace que mueren generaciones enteras por Jesús, y le sacrifican todos los intereses, todos los afectos, todos los goces terrestres, todos, sin restricción. Y es necesario que así sea. Esta vida se sostiene y se renueva sin cesar en el mundo a despecho de las pasiones, de los sofismas y de los odios conjurados. El amor de Jesucristo es el único divino que impide la corrupción general de la tierra. «Quien tiene oídos para oír que entienda».

10. «Solían los publicanos y pecadores acercarse a Jesús para oírle. Y los Fariseos y Escribas murmuraban de esto, diciendo: Mirad cómo se familiariza con los pecadores y come con ellos. Entonces les propuso esta parábola: ¿Quién hay de vosotros que teniendo cien ovejas, y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en la dehesa, y no vaya en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y en hallándola, se la pone sobre sus hombros muy gustoso, y llegando a casa, convoca a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Regocijaos conmigo, porque he hallado la oveja mía, que se me había perdido. De este modo os digo, que habrá en el cielo mayor júbilo por un pecador que se arrepintiese, que por noventa y   —525→   nueve justos que no tienen necesidad de penitencia. O ¿qué mujer, teniendo diez dracmas, si pierde una, no enciende la luz y barre bien la casa, y lo registra todo, hasta dar con ella? Y en hallándola, convoca a sus amigas y vecinas, diciendo: Alegraos conmigo, que ya he hallado la dracma que había perdido. Tal será el gozo que habrá entre los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia867».

Los Fariseos, verdaderos puritanos del Judaísmo, afectaban huir del contacto de los publicanos, estos agentes del fisco de Roma, a quienes ponían los deberes de su religión en relaciones diarias con los Gentiles. Bajo el pretexto de un respeto escrupuloso por las menores observancias relativas a las impurezas legales, se ocultaba en realidad un cálculo de ambición política, fácil de discernir. La dominación extranjera ajaba profundamente el instinto nacional. Los Fariseos se aseguraban, pues, el favor de la propiedad, rehusando comunicar con los agentes de un poder odioso. Por otra parte, coloreando su falta de comunicación con un motivo religioso, desarmaban a los gobiernos romanos. Sabido es, en efecto, que el principio de la dominación universal, aplicado por la Roma antigua, dejaba entera libertad a los vencidos para conservar su religión, sus leyes y hasta su administración interior. Esta ancha política tan opuesta al sistema estrecho o limitado de los conquistadores modernos, fue precisamente la que hizo posible, en dilatados siglos, la concentración del mundo bajo una sola mano. Como quiera que sea, los Fariseos podían, sin ser inquietados por los gobiernos romanos, negarse a dar la mano a un agente del fisco, y excluirle de su mesa. Con tal que se pagara el impuesto, se mostraba Roma tolerante. Pero cuando trataba Jesús públicamente con una caridad divina a estos excomulgados del rigorismo farisaico; cuando se veía rodeado de pecadores, es decir, de una multitud de gentes que no se cuidaban absolutamente de las abluciones de la muñeca o de la mano, ni de otras tradiciones impuestas por los Doctores y los Escribas, debían redoblarse contra él los murmullos y el odio de los ambiciosos sectarios. El Verbo encarnado que descendió a la tierra en busca de las ovejas descarriadas de la humanidad, nos dice el precio de una alma. Él mismo se representa bajo la figura del Buen Pastor, que   —526→   carga en sus hombros la oveja perdida o descarriada para volverla al redil. Como si no bastara aun esta conmovedora imagen para pintar la sed de almas de que se halla devorado, emplea otra alegoría no menos significativa. Una pobre judía tenía diez dracmas, fruto del trabajo de toda la familia. Tal vez había destinado esta suma a pagar el tributo anual. Mas se le pierde una moneda ¿cómo satisfacer las exigencias del fisco? ¡Mañana será invadida su humilde casa por los soldados! La mujer consternada barre todos los rincones de su morada, hasta que vuelve a encontrar la dracma perdida, causándole este hallazgo un regocijo igual a su ansiedad anterior. Pues bien; el alma extraviada representa el precio de los trabajos, de los padecimientos y de la muerte del Hombre-Dios. «¡Así, os digo, que será el gozo de los ángeles del cielo por un pecador que haga penitencia!»

11. Jesús añadió también. Un hombre tenía dos hijos, de los cuales el más mozo dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que debe tocarme; y el padre repartió entre los dos la hacienda. Y pocos días después, habiendo reunido el hijo más joven todo cuanto poseía, partió para un país extranjero y remoto, y allí disipó toda su hacienda, viviendo disolutamente. Y después que lo consumió todo, sobrevino una gran hambre en aquel país, y comenzó a padecer necesidad. De resultas, púsose a servir a un morador de aquella tierra, el cual le envió a su granja a guardar puercos. Allí deseaba llenar su estómago de las garrobas868 que   —527→   comían los puercos, y nadie se las daba. Y volviendo en sí y recapacitando en su interior, dijo: ¿Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí pereciendo de hambre? Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. Con esta resolución se puso en camino para la casa de su padre. Estando todavía lejos, avistole su padre, y enterneciéronsele las entrañas, y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello, y le dio mil besos. Y díjole el hijo: Padre, yo he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Mas el padre, por respuesta, dijo a sus criados: Presto, traed aquí el vestido de honor que llevaba en otro tiempo, y revestídsele. Ponedle un anillo en el dedo y calzadle las sandalias. Id a la dehesa y traed un ternero cebado, matadle y comamos y celebremos un banquete; pues que éste mi hijo estaba muerto y ha resucitado; habíase perdido y ha sido hallado. Y con eso dieron principio al banquete. Hallábase a la sazón el hijo mayor en el campo, y a la vuelta, estando ya cerca de su casa, oyó el concierto de música y el baile, y llamó a uno de los criados, y preguntole qué venía a ser aquello; el cual le respondió: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado, por haberlo recobrado en buena salud y regocijarse de su feliz regreso. Al oír esto el hijo mayor, indignose, y no quería entrar. Salió, pues, su padre afuera, y empezó a instarle con ruegos; pero él le replicó, diciendo: Es bueno que tantos años ha que te sirvo, sin haberte desobedecido en cosa alguna que me hayas mandado, y nunca me has dado un cabrito para merendar con mis amigos; y ¿ahora que ha venido este hijo tuyo, el cual ha consumido su hacienda en la disolución, luego has hecho matar para él un becerro cebado? -Hijo mío, respondió el padre, tú siempre estás conmigo, y todos los bienes míos son tuyos; mas era muy justo tener un banquete y regocijarnos, por cuanto éste tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido encontrado869».

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12. Esta vez se revela la misericordia de Dios a favor del alma pecadora, bajo los rasgos del amor paternal. Los hijos mayores del judaísmo, los orgullosos Fariseos se indignan de ver a los publicanos y prevaricadores llegar a ser objeto de las complacencias de Jesús. Rehúsan, como el hermano mayor de la parábola seguir al Verbo encarnado, y entrar con él en la casa del festín, abierta al Hijo Pródigo. ¡Qué lenguaje el del Salvador! El Dios del Sinaí, cuya palabra temían oír los hijos de Israel y contemplar su majestad, es un Padre que sufre, sin quejarse, la ingratitud y el abandono de sus hijos. Les ve alejarse de su ternura, abandonar el hogar donde los reanimaba en su corazón, la mesa en que les alimentaba con su pan. No profiere su boca una amenaza: parte con ellos los tesoros de sabiduría, de verdad y de ciencia divina, que estos insensatos, ricos con sus dones, y que no poseen otros tesoros que los que reciben de su munificencia, van a disipar en las regiones extranjeras del vicio y de la mentira. El Padre los ve, padece y calla. Sin embargo, reina una hambre eterna en estas desoladas regiones en que consumen estos pródigos en locos excesos las riquezas de la inteligencia y del corazón. Semejantes a aquellos animales inmundos, cuyas manadas cubrían las colinas de los Gerasenos870, y que eran cebados con los algarrobos de las orillas del lago de Tiberiades, para los mercados de la Fenicia y del alto Oriente, son insaciables sus pasiones, abriendo en las almas abismos de voracidad sin fondo. Un día, disputando los hambrientos pródigos su pasto a los puercos, pensaron en los goces sin mezcla alguna del hogar paterno, en las delicias del banquete divino. No les resta de su antiguo esplendor, de su felicidad perdida, más que un amargo recuerdo. La túnica de inocencia ha quedado a girones en las espinas del camino. El anillo de la santa y noble alianza con el cielo, ha desaparecido hace largo tiempo. Sus pies destrozados, ensangrentados en todas las piedras del camino, ya no son protegidos por el calzado que preparaba la ternura maternal por sí misma. La desnudez del pródigo, tal como lo pinta la Parábola, era en la época evangélica, cual la de los esclavos. El esclavo no llevaba sandalias, sino que andaba con los pies desnudos. La túnica flotante, «este primer vestido» de que habla el Evangelio, se hallaba reservada exclusivamente para los hombres   —529→   libres. El esclavo llevaba una túnica estrecha y corta, ajustada a la cintura con un ceñidor. Finalmente, el anillo era señal distintiva de nobleza. Sabido es que todos los caballeros romanos lo llevaban entonces; pero su uso se remontaba en Palestina, hasta la época patriarcal. Cada uno de estos pormenores, en perfecta armonía con las costumbres del tiempo, encierra un simbolismo divino. Sin embargo, el esclavo de las pasiones, el pródigo hambriento, vuelve en sí mismo. Levántase en su miseria y desnudez; vuelve a emprender el camino de la patria; y quiere arrojarse a las rodillas de su padre, y decirle llorando: ¡He pecado! Conforme se acerca, se dividen su alma el pensamiento de su ingratitud, la confusión y el temor. ¿Tendrá valor para volver a este padre, a este juez tan cruelmente ofendido? El Padre lo ha previsto. El padre es quien corre a encontrar a este hijo ingrato, quien le estrecha contra su corazón, le presenta a los criados fieles, le hace volver la túnica de honor, y el anillo de la alianza, y el calzado de los hombres libres. El Padre es quien manda el banquete de los regocijos celestiales, donde el pecador arrepentido come el pan de vida, y bebe la sangre de la redención. Misterio inefable de las ternuras de Dios para el hombre, que excederá por siempre a la medida de todas nuestras iniquidades y de todas nuestras ingratitudes. El amor divino, que descendió del cielo a la tierra, y que vuelve a ascender de la tierra al cielo, he aquí todo el Evangelio.

13. «Decía también Jesús sus discípulos. Había un hombre rico que tenía un mayordomo; y este fue acusado delante de él, de que le había disipado sus bienes. Llamole, pues, y díjole: ¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no quiero que en adelante cuides de mi hacienda. Entonces el mayordomo dijo entre sí: ¿Qué haré, pues mi amo me quita la administración de sus bienes? Yo no soy bueno para cavar; y mendigar, me cuesta vergüenza. Pero ya sé lo que he de hacer, para que, cuando sea removido de mi mayordomía, halle yo personas que me reciban en su casa. Llamando, pues, a los deudores de su amo, uno a uno, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? -Respondió: Cien baths o barriles de aceite871. Díjole el mayordomo.   —530→   Toma tu obligación, sientate, y haz al instante otra de cincuenta. -Dijo después a otro: ¿Y tú cuánto debes? Respondió. Cien coros872 o cargas de trigo. Díjole: Toma tu obligación y escribe otra de ochenta. Y habiéndolo sabido el amo, alabó a este mayordomo infiel (no por su infidelidad) sino porque hubiese sabido portarse sagazmente, porque los hijos de este siglo (o amadores del mundo) son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz. Así, os digo yo a vosotros: Granjeaos amigos con el Mammon873 de la iniquidad (o con las riquezas injustas, manantial de iniquidad, para que cuando falleciereis, seáis recibidos en las moradas eternas874».

14. «Algunas veces, dicen nuestros racionalistas, Jesucristo, más versado en las cosas del cielo que en las de la tierra, enseñaba una economía política sumamente singular. En una extraña parábola, es elogiado un mayordomo por hacerse amigos entre los pobres, a costa de su amo, para que los pobres le introduzcan a su vez en el reino del cielo. Debiendo ser, en efecto, los pobres, los dispensadores de este reino, no recibirán en él más que a los que a ellos les hayan dado limosna. Así, pues, un hombre previsor y que piense en el porvenir, debe tratar de ganárselos875». Lo único «extraño   —531→   y singular» que hay en esto, es el yerro voluntario de nuestros literatos. ¿Cómo se atreven a transformar en un plan de economía política, que enseñase ex profeso el Salvador, ofreciéndolo como tipo de moralidad cristiana, la conducta de este mayordomo, cuya acción culpable tiene cuidado Jesús de censurar tres veces? Es un mayordomo «infiel» que «ha disipado los bienes confiados a su custodia». Es un «hijo del siglo», es decir, según la fuerza de esta locución enteramente hebraica, un hombre de iniquidad, de desórdenes y rapiñas, cuya activa pero odiosa sagacidad, se pone en contraposición con la sencillez de los «hijos de la luz». El amo no aprueba, el injusto procedimiento de este prevaricador, sino que reconoce únicamente su sutil astucia. El sentido de la parábola es, pues, éste: Todos nosotros somos los mayordomos y administradores de los bienes que Dios nos ha confiado. Talentos, poderes, riquezas, todo aquello de que disponen los hombres en este mundo, no es más que una granja arrendada, cuyo propietario pleno es Dios. ¡Cuántos administradores infieles hay en este mundo! ¡Cuán grande es el número de los que disipan los tesoros de inteligencia, de actividad, de virtud, de riquezas propiamente dichas, confiadas a sus manos! ¿El capital social, dado por Dios, no se trasformará con una proporción espantosa, en un Mammon de iniquidad? Y no obstante, acércase la hora en que diga a cada uno de estos depositarios infieles el juez supremo, el propietario, divino: «¡Dad cuenta de vuestra administración!» Y ¿hay uno solo de los administradores de Dios que haya pensado en aplicar, en beneficio de su alma, los cálculos personales del administrador prevaricador del Evangelio, esta industria culpable que roba al amo en beneficio del administrador? Todos «los hijos del siglo», absortos en un cargo, cuya responsabilidad ignoran, preocupados únicamente de gozar sin cuidado alguno de la cuenta que hay que dar, dejan llegar la última hora, la de la eternidad, que les sorprende en medio de su carrera; y el capital gastado ignominiosamente en la tierra, se pierde a un tiempo mismo, para los intereses de este mundo y para los del cielo. He aquí el plan de economía divina que expone Jesucristo a sus discípulos. La «política» de aquí bajo o del mundo, sólo sirve en él como término de comparación. La culpable habilidad de los «hijos del siglo» sirve de estímulo a la indolencia de los «hijos de la luz». El Salvador toma su alegoría en un orden de   —532→   hechos que la civilización mista de la Judea había hecho familiares a todos sus oyentes. La infidelidad de los agentes, que empleaban entonces los grandes propietarios romanos para la administración de sus dominios, era proverbial. El procedimiento del administrador infiel, que se hace despedir de una casa para ser recibido a título de reconocimiento en otra, era público y notorio en aquel tiempo. No hubo, pues, «singularidad ni extrañeza». de parte del divino Maestro, en tomar de aquí esta admirable parábola que revela un conocimiento tan profundo de las «cosas de la tierra», así como «de las cosas del cielo». Y para marcar aun mejor la culpabilidad de las malversaciones del ecónomo de que habla Jesús, añade: «Quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho; y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho. Si no habéis sido pues fieles, respecto del Mammon de la iniquidad (o en las falsas o injustas riquezas), ¿quién os fiará las verdaderas? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién pondrá en vuestras manos lo propio vuestro?» La humanidad en su condición presente, es una joven menor de edad bajo la tutela de Dios. La palabra de Jesús dilata los horizontes de la vida futura, y nos revela en el porvenir responsabilidades de honor y de gloria, proporcionadas a la rigurosa fidelidad que hayamos tenido en este mundo. «Hay en la casa de mi Padre, dice en otras partes, muchas habitaciones876». Un día comprenderemos todo el sentido de esta revelación, cuyos términos exceden a los alcances de nuestra mortalidad. Entre los millares de globos luminosos que sigue la mirada de la ciencia en los espacios del éter, hay tal vez una escala jerárquica, cada uno de cuyos peldaños está ocupado por inteligencias bienaventuradas. Circunscrito en los estrechos límites de la materia el espíritu del hombre, no hace más que deletrear el libro de los mundos. El Verbo encarnado nos enseña, que las pruebas de esta vida son el aprendizaje de las grandes responsabilidades de la vida inmortal. Esto es todo lo que podía soportar nuestra limitada inteligencia; porque el peso infinito de gloria que nos espera en los cielos, aplanaría en este momento nuestra debilidad. Ahora nos basta practicar este otro precepto del Salvador: «Nadie puede servir a dos amos, porque o aborrecerá al uno o amará al otro: o se aficionará al primero y no hará caso del segundo: no podéis   —533→   servir al mismo tiempo a Dios y a Mammon (o a las riquezas877)».

15. Así se substituía también el desprendimiento evangélico a la vida material y a los goces de este mundo, de que se habían hecho los Fariseos una especie de Paraíso terrenal, a la sombra de la ley mosaica, interpretada por un sensualismo grosero. «Eran avarientos», continúa el Evangelio, y al oír estas palabras se burlaron de Jesús. Entonces él les dijo: «Vosotros afectáis ser Justos delante de los hombres, pero Dios conoce el fondo de vuestros corazones; porque sucede a menudo que lo que parece sublime a los ojos humanos, es abominable a los de Dios. La ley y los Profetas han subsistido hasta Juan Bautista; desde entonces acá ya el reino de Dios es anunciado claramente; y todos se hacen fuerza (o mortifican sus pasiones) para entrar en él. Más fácil es que el cielo y la tierra perezcan (o acaben), que el que deje de cumplirse un sólo ápice de la Ley878». Imposible es imaginar una afirmación más clara y más exacta del carácter sobrenatural y divino del Evangelio. La ley mosaica fue su preparación en la serie de las edades; los Profetas anunciaban su advenimiento; Juan Bautista era su precursor. La flor del Antiguo Testamento es el Mesías, el Cristo, que da su perfección a la Ley, su cumplimiento a las profecías, su realización a las esperanzas del mundo. No se equivocan los Fariseos sobre las trascendencia de esta doctrina, y aceptan claramente todas las consecuencias que van a deducirse de ella. Jesucristo se erige en legislador soberano, y proclama su derecho imprescriptible de completar la ley Mosaica y de trasformarla en un código universal, que será la regla de todas las generaciones humanas. Para consignarlo mejor, y tal vez con la esperanza de suscitar la indignación popular contra el Salvador, le proponen una cuestión que dividía durante cuarenta años sus escuelas, y a la cual daba el reciente divorcio de Herodes Antipas una peligrosa actualidad. Los discípulos de Schammai pretendían que la autorización del divorcio, concedida por Moisés, debía limitarse exclusivamente al caso de adulterio. Los discípulos de Hillel daban a esta facultad una extensión general y absoluta. La controversia versaba sobre este texto del Deuteronomio: «Si un hombre tomare una mujer, y después de haber cohabitado con ella, viniere a ser mal vista de él por algún   —534→   vicio notable o falta grave, hará una escritura de repudio y la pondrá en manos de la mujer, y la despedirá de su casa879». La Ley no definía la gravedad del vicio o falta alegada; las dos escuelas interpretaban a su fantasía la cláusula restrictiva, y permanecía siendo imposible la solución del problema. Parecía, pues, perfectamente inspirado el odio de los Fariseos al elegir una cuestión de esta naturaleza. Jesucristo anunciaba su poder de legislador supremo, debiendo en su consecuencia resolver todas las dificultades legales; pero si se pronunciaba en favor de la doctrina rigorista de Schammai, incurría en todas las cóleras oficiales de los partidarios de Herodes Antipas, y perdía, a los ojos de la multitud, el prestigio que le granjeaban su misericordia y su indulgencia, tan elogiadas. Si por el contrario, adoptaba los principios relajados de Hillel, era un corruptor de la moral pública, un ambicioso vulgar, que acariciaba los instintos degradados y perversos del corazón humano, y sacrificaba la verdad, la justicia y la ley a su deseo de popularidad.

16. «Llegáronse, pues, a él los Fariseos para tentarle, y le dijeron: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquiera causa? Respondiendo Jesús, les dijo: ¿Qué os mandó Moisés sobre esto? Ellos dijeron: Moisés permitió repudiarla, precediendo escritura legal del repudio880. -Jesús replicó: ¿No habéis leído que aquel que al principio crió al linaje humano, crió un solo hombre y una sola mujer, y que dijo: ¿Dejará el hombre a su padre y a su madre, y unirse ha con su mujer, y serán dos en una sola carne? Así, que ya no son dos, sino una sola carne881. Lo que Dios, pues, ha unido, no lo desuna el hombre. -Pero ¿por qué, replicaron ellos, nos autorizó Moisés para dar a la mujer libelo de repudio y despedirla? Respondió Jesús: A causa de la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero no fue así desde el principio. Así, pues, os declaro, que cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio882 y comételo también,   —535→   el que se casa con la repudiada por su marido. -Y cuando hubo entrado en casa, volvieron a preguntarle sus discípulos sobre esto mismo. Y él les inculcó: Cualquiera que despidiera a su Mujer y se casare con otra, comete adulterio contra la primera, y si la mujer se aparta de su marido y se casa con otro, es adúltera. Los discípulos le dijeron entonces: Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no le tiene cuenta el casarse. -Jesús les respondió: No todos son capaces de esta resolución sino aquellos a quienes ha sido dado de lo alto. Porque hay eunucos que nacieron tales del vientre de sus madres; hay eunucos que llegaron a serlo   —536→   por obra de los hombres, y otros lo son por su propio acto por amor del reino de los cielos. Entiéndalo el que pueda883».

17. La respuesta al capcioso interrogatorio de los Fariseos burla todas sus esperanzas y sirve de tema al divino Maestro para establecer las sociedades cristianas en las dos bases del matrimonio indisoluble, al cual es llamado el mayor número, y el celibato religioso, patrimonio de las almas escogidas, a quienes es concedida por los cielos esta vocación. ¡Cosa extraña! Los filósofos, los sabios, los grandes legisladores necesitan meditaciones solitarias recogimiento, estudio y silencio para elaborar sus doctrinas, sus teorías o sus constituciones. El genio humano se preocupa ante todo, de reunir sus ideas y de coordinarlas en una serie lógica, de exponerlas con método, como los anillos estrechamente soldados de una cadena continua. Interrúmpase el trabajo, cámbiese el curso del pensamiento, córtese el hilo delicado que une los detalles al conjunto, y se destruirá toda la obra. Jesús procede de distinto modo, y esto es, si se quiere reflexionar un instante, una prueba palpable de su divinidad. De sus labios brotan las más sublimes instituciones, como al acaso, de la conversación o de la controversia. Los principios en que descansa todo el orden moral, se manifiestan y brillan como por accidente, sin que el Maestro parezca provocar la ocasión de ponerlos en evidencia. Esto consiste en que los hombres sólo tienen chispas de verdad que reúnen y cobijan con esfuerzo, mientras que Jesús es el foco de toda la verdad; los hombres tienen reflejos de luz, y Jesús es la luz misma que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. ¡La indisolubilidad absoluta del lazo conyugal! ¿Quién pensaba en ella en la época en que vino Nuestro Señor a decretarla con su autoridad suprema? Ignorábala el judaísmo; Roma, largo tiempo avezada a la servidumbre, se hubiera sublevado contra el César que se hubiese atrevido a dar semejante ley. Pero los Césares no pensaban casi en esto. El asombro, próximo a la indignación, que los mismos discípulos no pueden menos de manifestar, nos da la exacta medida de lo que era entonces el mundo. Su lenguaje ha tenido repetidos ecos al través de los siglos. Todas las pasiones han protestado como ellos, y no obstante, hállase hoy la indisolubilidad del lazo conyugal, admitida en derecho,   —537→   sino respetada en hecho por todas las naciones civilizadas. Esto consiste en que no se ha establecido el matrimonio únicamente para el individuo, sino principalmente para la especie, para la conservación física y moral del género humano. El matrimonio de uno solo con una sola, ha emancipado a la mujer de la esclavitud, a que la condenaban y condenan aún los ignominiosos caprichos de las naciones paganas. Ha constituido y mantiene la familia, el derecho de la infancia, el respeto filial, el honor de la sucesión y del hogar. El sensualismo idólatra desconocía todas estas cosas. El deleite brutal era para él la única ley de la vida. ¿Hubiera creído posible Tiberio, al resplandor de las lámparas perfumadas que iluminaban sus orgías nocturnas en la isla de Caprea, la próxima explosión de una doctrina que había de hacer brotar millares de hombres castos, de vírgenes inmaculadas y de esposos fieles? Este milagro del mundo moral se halla por todas partes hoy a nuestra vista. ¿Quién lo ha verificado?

18. «En esta sazón, continúa el Evangelio, presentaron a Jesús unos niños para que pusiera sobre ellos las manos y orase. Los discípulos creyendo que le importunaban, les reñían. Mas Jesús reprobó su conducta, diciendo: Dejad en paz a los niños y no les estorbéis venir a mí; porque de los que se asemejen a ellos es el reino de los cielos. En verdad os digo, que quien no recibiere el Evangelio del reino de Dios como un niño, no entrará en él. -Y habiendo abrazado a estos niños, les impuso las manos y los bendijo884». ¿No acababa de crear, en efecto, por la fecundidad de su palabra divina, una doble paternidad, en el orden de la naturaleza y en el orden de la gracia, para estos niños hasta entonces tan desamparados? ¡Cuántas veces al encontrar en medio de nuestras sociedades tan profundamente turbadas por el egoísmo de la sensualidad, las humildes vírgenes de Jesucristo, que se constituyen en madres de los que no tienen madres; las modestas maestras de la infancia, que se hacen los padres de toda una generación de almas jóvenes; cuántas veces no hemos repetido la palabra del divino Maestro: «Dejad venir a mí los niños!» ¡Qué prodigio permanente de sacrificios sin gloria, de trabajos oscuros, de adhesiones desconocidas, verificadas por la influencia del consejo evangélico de la   —538→   virginidad cristiana! Nuestra civilización, de que se muestran tan envanecidos nuestros literatos, vive, a despecho del racionalismo, de los beneficios del Evangelio, del pan que le distribuye cada día el Salvador. Si cerrase Jesús su mano para tantos ingratos que le maldicen, se moriría el mundo de hambre.

19 «Jesús continuó su camino, dice el Evangelio, y he aquí que acercándosele un hombre joven, le dijo: Maestro bueno, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna? Y Jesús le respondió: ¿Por qué me llamas bueno? Dios sólo es el bueno. Por lo demás, si quieres entrar en la vida eterna, guarda sus mandamientos. Díjole él: ¿Qué mandamientos? -Respondió Jesús: No matarás: No cometerás adulterio: No hurtarás: No levantarás falso testimonio: Honra a tu padre y a tu madre; y ama a tu prójimo como a ti mismo. -Señor, replicó el joven: todos esos los he guardado desde mí mocedad: ¿qué más me falta? -Al oír Jesús estas palabras, mirole de hito en hito, y mostrando quedar prendado de él, le dijo: Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo: ven después y sígueme. Habiendo oído el joven estas palabras, se retiró entristecido, y era que tenía muchas posesiones. Jesús, viéndole tan afligido, se volvió hacia sus discípulos, y les dijo: En verdad os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. -Los discípulos enmudecidos de admiración no respondieron, y Jesús añadió: ¡Ay! hijitos míos, ¡cuán difícil cosa es, que los que ponen su confianza en las riquezas, entren en el reino de Dios! -Más fácil es pasar un cable por el ojo de una aguja, que el entrar un rico semejante en el reino de Dios. -Oyendo esto los discípulos, decían llenos de admiración: ¿Pues quién podrá salvarse? Pero Jesús, fijando en ellos la vista, les dijo: A los hombres es esto imposible, mas no a Dios; pues para Dios todas las cosas son posibles. Aquí Pedro, tomando la palabra, le dijo: Por lo que hace a nosotros bien ves que hemos renunciado todas las cosas por seguirte; ¿Cuál será, pues, nuestra recompensa? -Jesús le respondió: En verdad os digo, que vosotros que me habéis seguido, en el día de la regeneración (o resurrección universal), cuando el Hijo del hombre se siente en el solio de su majestad, vosotros también os sentaréis sobre doce sillas, y juzgaréis a las doce tribus de Israel. Y cualquiera que habrá dejado casa o hermanos o hermanas, o padre o esposa,   —539→   hijos o heredades por causa de mi nombre, recibirá cien veces más por equivalente de casas y hermanos y hermanas, de madres, de hijos y heredades, y en el siglo venidero la vida eterna».

20. He aquí en boca del divino Maestro, el complemento de la institución de los tres votos de castidad, de pobreza y de obediencia que coronan el edificio de la perfección evangélica, y forman la cúpula de las sociedades cristianas. No puede desconocerse el carácter esencialmente libre, voluntario, y especialmente privilegiado de estas tres instituciones que han cambiado la faz del mundo. El celibato eclesiástico y religioso, armado de su adhesión, fuerte con sus propios sacrificios, aparece en el Evangelio, rodeado de una aureola luminosa. «Hay quienes renuncian al matrimonio, dice Jesús, por el reino de los cielos». Los Apóstoles lo habían hecho ya, puesto que replica en su nombre Pedro, el jefe del colegio apostólico: «Nosotros lo hemos dejado todo por seguirte». Y el divino Maestro, en la enumeración detallada de cada una de las renuncias verificadas por su gloria, menciona formalmente ésta: «Quien quiera que abandone su mujer, por el Evangelio y por mí. «He aquí, pues, el celibato, este voto sublime de castidad, instituido divinamente por el Salvador. No temáis que se destruya por este principio la economía del mundo, o que se vea amenazado el género humano de verse despoblado». No todos comprenden esta palabra, dice Jesús, sino solamente aquellos a quienes se ha concedido de lo alto este privilegio». ¿Qué no se ha intentado en nombre de las pasiones rebeladas, de codicias ignominiosas contra semejante institución? Y sin embargo, se halla en pie: y subsiste a despecho de todos los odios exteriores, y lo que es indudablemente más milagroso, domina, radiante, las debilidades y la corrupción nativas de los hombres que la perpetúan. Hase trasmitido hasta nosotros la antorcha divina de la virginidad cristiana, y atravesará los siglos, luz angélica, llevada siempre en vasos de arcilla, y triunfando siempre de las debilidades de la carne y de las luchas contra la naturaleza y el mundo. ¡Expliquemos el racionalismo cómo no ha costado a Jesucristo más que una sola palabra esta inmensa revolución moral, cuya perseverancia es un hecho constante y visible! Todo efecto debe ser proporcionado a su causa; y es manifiesto que aquí excede el   —540→   efecto a todo el poder humano. Y no obstante, lo ha producido una sola palabra; por tanto, esta palabra no era la de un hombre. Pero el racionalismo se ha creado para su uso una interpretación del Evangelio, tan fuera del mismo Evangelio, que debemos insistir sobre cada palabra del texto sagrado, para restablecer su verdadero sentido. Por ejemplo, han escrito nuestros literatos, en estos últimos tiempos, la siguiente afirmación: «La doctrina de Jesús fue el puro ebionismo, es decir, la doctrina de que sólo se salvarán los pobres (ebionim). Se entrevé sin dificultad que no podía ser duradero este gusto exagerado de pobreza, siendo uno de esos elementos de utopía, que siempre se mezclan en las grandes fundaciones, y que juzga el tiempo. Transportado al vasto centro de la sociedad humana, debía un día consentir muy fácilmente el cristianismo en poseer a los ricos en su seno885». Tal es la nueva exégesis. Había, pues, ricos que seguían al Salvador en el curso de sus predicaciones. María Magdalena era rica. Lázaro, el amigo a quien resucitará en breve Jesús, era rico. Juana, mujer de Chusa, mayordomo de Herodes Antipas, era rica; Josef de Arimatea era rico. Y ¿mandó acaso el divino Maestro a Lázaro que vendiera la casa de Bethania y distribuyese su precio entre los pobres? ¿Mandó a Josef de Arimatea que enajenase el sepulcro de sus padres en la falda de la colina del Gólgota, en que debía recibir una hospitalidad de tres días el cuerpo del Hombre-Dios? ¿Mandó a la Magdalena que vendiera los perfumes que derramó a los pies del Verbo encarnado, para distribuirlos a los pobres? ¿Ordenó a las santas mujeres que subvenían sus propias necesidades, y que compraron cien libras de aromas preciosos para su sepultura, que vendieran sus bienes y que se desprendieran de sus tesoros? ¿Cuál era, pues, la verdadera doctrina del Salvador, respecto de la riqueza? Hela aquí: Un joven israelita que pertenecía a una familia principal, princeps, que poseía cuantiosos bienes, se llegó a él y se postró a sus pies, llamándole: ¡Bien Maestro!» Dobló la rodilla: así nos lo dice el Evangelio; de manera que el protestantismo sería tentado de acusar a este joven de idolatría. «¿Qué debo hacer para obtener la vida eterna?» pregunta el adolescente. -«Guarda los mandamientos», responde el Salvador; y enumera todos los artículos del Decálogo. He aquí,   —541→   pues, lo que debe hacerse para obtener la vida eterna. Pero el joven se cree llamado a una vocación más elevada. Aspira a la perfección. «Ya he hecho todo eso desde mi adolescencia, dice el Joven ¿qué más me falta? -Si quieres ser perfecto, replica Jesús, vende todos tus bienes, da su precio a los pobres, y ven entonces y sígueme». No se considera ya, pues, aquí como bastando rigurosamente la vida común, en que se observa simplemente la ley, para obtener la vida eterna. Exprésase claramente la distinción: «Si quieres ser perfecto», sólo te falta una cosa, el voto de pobreza y de obediencia absoluta, «anda y vende todos tus bienes; y ven entonces y sígueme». Admírase el racionalismo al ver salir de cada palabra del Evangelio una teología ya formada. Jamás presentan los libros escritos por los hombres esta rigurosa aplicación de la fórmula a la práctica, reinando en ellos cierta elasticidad entre la teoría y la acción, porque la palabra humana es una palabra incierta que no tiene eficacia en sí, y que necesita resucitar en cada inteligencia y trasformarse de cierto modo por la asimilación individual. La palabra del Verbo no experimenta estos desmayos ni esta debilidad de origen. El día en que anunciaba Jesucristo al mundo la maravilla de la virginidad voluntaria, de la pobreza perfecta y de la obediencia absoluta, pasaban estas tres ideas al estado de fuerzas sociales, y se hacían vivas, activas y fecundas. Abrazábanlas los Apóstoles como la ley de suprema perfección, y después de mil ochocientos años de revoluciones, de trastornos políticos, de vicisitudes de todo género, se hallan estas instituciones tan vigorosas como en el primer día. ¿Si no es Dios Jesucristo, dígasenos cómo pudo tener su palabra esta potestad creadora? «Las obras, como repetía él mismo, dan testimonio del operario.

21. «Entonces, continúa el Evangelio, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, juntamente con su madre, se acercaron a Jesús. Su madre se postró a sus pies adorándole. Entre tanto, sus hijos dijeron al Señor: Maestro, quisiéramos que nos concedieses todo cuanto te pidamos. ¿Qué deseáis que os conceda? dijo Jesús. -Y su madre respondió: Dispón que estos dos los míos tengan su asiento en tu reino; el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. -Mas Jesús les dio por respuesta: No sabéis lo que os pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo de beber, o ser bautizados con mi bautismo? -Dijéronle ellos: Sí podemos. -En efecto, replicó Jesús, beberéis mi   —542→   cáliz, y seréis bautizados con mi bautismo; pero el asiento a mi diestra o a mi siniestra no me toca concederlo a vosotros, sino que será para aquellos a quienes lo ha destinado mi Padre. -Y oyendo esto los otros diez Apóstoles, se indignaron contra los dos hermanos. -Mas Jesús los llamó a sí, y les dijo: No ignoráis que los príncipes de las naciones avasallan a sus pueblos, y que sus magnates los dominan con imperio. No ha de ser así entre vosotros; sino que quien aspirase a ser mayor entre vosotros, debe ser vuestro criado; y el que quiera ser entre vosotros el primero, ha de ser vuestro siervo; al modo que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida para la redención de muchos886.

El programa de la autoridad cristiana en este mundo y de la vida eterna en el otro, se encierra enteramente en esta página del Evangelio. El primer lugar en el cielo y en la tierra, en el reino de Jesucristo, no se dará a la carne ni a la sangre. Los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, eran primos hermanos del Salvador. Su madre Salomé, era cuñada de la Santísima Virgen, por lo que, se comprende hasta cierto punto, la ambición materna que determina a la esposa de Zebedeo a dar este paso. ¿Cuántas solicitaciones de esta naturaleza se encuentran en la historia de la Iglesia? ¿No comprenderán, en fin, los hombres la respuesta de Jesucristo: «El primer sitio pertenece a aquellos a quienes lo ha destinado mi Padre?» Ciertamente, tenía el divino Maestro un amor predilecto a San Juan, cuyo fundamento era más elevado que el de una relación de parentesco humano. El discípulo virgen, a quien fue dada por madre la Virgen María, el Águila del colegio apostólico, cuya mirada penetró en las profundidades de la Santísima Trinidad, podía con justo título enorgullecer a su madre. Sin embargo, se indignan los Apóstoles de una petición en que tenía tanta parte la personalidad. El Espíritu Santo que dirige la Iglesia, no permite a la carne y a la sangre, a la ambición y a la vanidad, introducirse subrepticiamente en la sagrada jerarquía. ¡Desdichados los que entrasen   —543→   por esta puerta! ¡Desgraciado el rebaño que cayese en manos de tales mercenarios! Aquellos a quienes llama verdaderamente Jesús, son los que jamás solicitaron este formidable honor. Así, Pedro no había pedido nada, y fue escogido. La vocación divina es independiente del rango, de las influencias o de las riquezas de este mundo. Cuando se manifiesta en favor de un escogido, llena su alma de espanto. Lejos de buscar la responsabilidad del gobierno de las almas, huye de ella; lejos de aspirar a la gloria humana, tiembla ante los juicios de Dios. El sucesor de San Pedro lleva el título de «siervo de los siervos». Porque «el más grande en el reino de Jesucristo es, en realidad, el ministro y el siervo de todos los demás».

22. «Los Fariseos preguntaron entonces a Jesús: ¿Cuándo vendrá el reino de Dios?- Y respondió Jesús: El reino de Dios no ha de venir con muestras de aparato, ni se dirá: Vele aquí o vele allí; porque el reino de Dios (o el Mesías) está ya en medio de vosotros. Tiempo vendrá en que desearéis ver uno de los días del Hijo del hombre, y no le veréis. Entonces os dirán: Vele aquí y vele allí; pero no vayáis tras ellos, ni sigáis estas vanas indicaciones, porque como el relámpago brilla y se deja ver de un cabo del cielo al otro, iluminando la atmósfera, así se dejará ver el Hijo del hombre en el día suyo, (o de su gloria). Pero antes es necesario que sufra una pasión dolorosa, y sea desechado de este pueblo887. Lo que acaeció en tiempo de Noé, igualmente acaecerá en el día del Hijo del hombre. En los días que precedieron al diluvio, los hombres comían y bebían, casábanse y celebraban bodas, hasta el día en que Noé entró en el arca, y sobrevino entonces el diluvio de improviso y acabó con todos. Como también lo que sucedió en los días de Lot. Se comía y se bebía; se compraba y se vendía; se hacían plantíos y se edificaban casas; mas en el día que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre que los abrasó a todos: lo mismo será en el día en que aparezca el Hijo del hombre. En aquella hora, quien se hallare en el terrado y tuviese también sus muebles dentro de casa, no entre a sacarlos, y el que estuviere en el campo, no vuelva atrás. Acordaos de la mujer de Lot. Todo aquel que quisiere salvar su vida (abandonando la fe) la perderá (eternamente); y quien la perdiere   —544→   (por defenderla), la salvará. Os digo que en aquella noche, dos estarán en un mismo lecho, el uno será tomado (o libertado), y el otro dejado (o abandonado): estarán dos mujeres moliendo grano juntas, y una será libertada y otra abandonada; dos hombres en el mismo campo, el uno será tomado y el otro dejado. Preguntáronle los discípulos: ¿Dónde será esto, señor? Jesús les respondió: Do quiera que esté el cuerpo (o cadáver) allí acudirán las águilas888».

23. Según la idea de los Fariseos, y conforme a las preocupaciones populares en Judea, el reino de Dios inaugurado por el Mesías, debía ser un quinto imperio, sucediendo a los de los Babilonios, de los Persas, de los Griegos y de los Romanos, teniendo por capital a Jerusalén, a un hijo de David por rey, y al mundo entero por tributario. Cuando los hijos de Zebedeo hacen pedir al Salvador los primeros sitios de su reino, no tenían aún ellos mismos otras ideas que las de sus compatriotas. Santiago y Juan pretendían ser en el nuevo imperio lo que habían sido en Babilonia Daniel, ministro de Nabucodonosor o Mardoqueo, ministro del Asuero889 de la Escritura. He aquí por qué dirigen al Señor los Fariseos esta pregunta: ¿en qué época vendrá el reino de Dios? «Puesto que Jesús proclamaba en alta voz su título de Mesías, debía saber el momento preciso en que se realizaría la expectación de Israel. Así, pues, ocultaba la pregunta farisaica en su aparente sencillez, una idea hostil preconcebida y un supuesto capcioso. Si era evasiva e indeterminada la respuesta, sería fácil deducir de ella que ignoraba Jesús el término fijado por los decretos providenciales para la liberación del mundo, y que su título de Mesías era una impostura. Al contrario, si asignaba un tiempo limitado, si indicaba una fecha, se encargarían los mismos acontecimientos contemporáneos de darle un solemne mentís. Era entonces tan formidable el poder de Roma, que no podía la previsión humana señalar la caída. La contestación de Jesús echa por tierra todo este aparato de ardides y de odios. «El advenimiento del reino de Dios se verificará sin aparato o brillo exterior. En este momento está el medio de vosotros». Con esta tranquila y solemne declaración, afirmaba claramente Jesús su divinidad; porque, al cabo la única aparición   —545→   real y efectiva que se hubiera verificado entonces, en medio de la Judea, era la del mismo Jesús. Si, pues, se halla establecido por este solo hecho el reino de Dios a los ojos de los Fariseos, es que el divino Rey prometido a la descendencia de Abraham, de Isaac y de Jacob, no es otro que Jesús. Sin embargo, ¡qué radical diferencia entre el cetro que él revindica y el cetro que quisieran ver en su mano los Judíos! «Es necesario que antes sufra el Hijo del hombre una pasión dolorosa y que sea desechado por esta nación (o generación)». Jamás separa el Salvador la idea de su reino de la de sus ignominias o ultrajes. Hállase en acción el contraste entre el nombre de «Hijo de Dios» y el de «Hijo del hombre» en todo el curso de su ministerio público. «Es preciso que dé el buen Pastor la vida por sus ovejas», y temiendo que haga olvidar su divinidad la perspectiva de sus futuras humillaciones, de sus padecimientos y de su muerte, traslada a sus oyentes al día del juicio final, del último advenimiento en la gloria, cuando fije para siempre la sentencia pronunciada por el Hijo del hombre el destino de las generaciones humanas reunidas, respecto de la vida o de la muerte eternas. El conmovedor espectáculo de este gran juicio, cuya hora es desconocida, y cuya instantaneidad ha de sorprender a los mortales, provoca un sentimiento de curiosidad respecto de los discípulos. «¿Dónde será el teatro de este juicio supremo?» preguntan ellos. Otra pregunta que prueba las preocupaciones de un grosero materialismo. El Divino Maestro responde con un proverbio judío, cuya aplicación, en estas circunstancias, destruye todas las ideas mezquinas y limitadas que se formaban los Hebreos respecto de la resurrección de los muertos. «Donde quiera que haya un cadáver, acudirán las águilas», es decir, donde quiera que haya un culpable, vendrá también el juez supremo, con su séquito de ángeles y de santos.

24. En otro sentido, «el reino de Dios es el reino de su ley. Ahora bien; la ley de Dios debe reinar en cada hombre individualmente, y en la sociedad en general; en cada hombre para reglar su amor y sus actos; en la sociedad, para que, constituida según el orden verdadero, sea lo que Dios quiso, una familia sin hermanos, bajo una dirección paternal; y que, marchando así por los caminos de una justicia de cada vez más perfecta, de una caridad de cada vez más viva, la humanidad llegue a su fin. Con relación al individuo,   —546→   el reino de Dios no viene, de modo que atraiga las miradas; «hállase dentro de cada uno», puesto que no es más que la sumisión interior a la ley, la pureza del corazón, la rectitud de la voluntad, de donde nacen, por la fidelidad de los deberes, todas estas santas y oscuras virtudes que nadie advierte, y sin las cuales, no obstante, perecería el mundo entregado al mal. Pero, con respecto a la sociedad, debía verificarse el establecimiento del reino de Dios, el reinado del Hijo del hombre, en medio de violentas conmociones, las cuales lo trastornan y destruyen todo a la hora en que menos lo esperaban los hombres. En la víspera compraban y vendían, plantaban y edificaban; y he aquí que súbitamente tiembla la tierra; relampaguea el cielo; cúbrense los caminos de gentes que van huyendo, y por do quiera sólo se ve inundación y fuego, como en tiempo de Lot y de Noé. Jesús anuncia estas cosas a sus discípulos para que no se sorprendan cuando acontezcan. Y ¿qué es lo que les recomienda? Que salgan al punto, que salgan sin llevar nada de la casa que se desploma, del campo que va a ser devastado. Este campo, esta casa es la vieja sociedad condenada a morir, lo que no tiene ya en sí el soplo que anima, lo que debe desaparecer para siempre. No llevéis nada de ella ¿qué haríais de esos restos de lo pasado? ¿Qué uso habíais de hacer de ellos en el nuevo orden de cosas próximas a nacer? ¿Para qué os servirían? ¿Acaso germina en los sepulcros la vida? ¿Acaso se forman los jóvenes seres de trozos de cadáveres? Entrad, sin mirar atrás, en el mundo de los vivos, y dejad a los muertos que sepulten a sus muertos890».

25. «Velad, pues, y orad, decía el Salvador. Y añadió esta parábola para hacer ver a sus discípulos que conviene orar perseverantemente y no desfallecer nunca. En cierta ciudad había un juez, que ni tenía temor de Dios, ni respeto a hombre alguno. Vivía en la misma ciudad una viuda, la cual solía ir a él diciendo: Hazme justicia de mi contrario. Mas el juez en mucho tiempo no quiso hacérsela. Pero después dijo para consigo: Aunque yo no temo a Dios, ni respeto a hombre alguno, con todo, para que me deje en paz esta viuda, le haré justicia, a fin de que no venga más a abrumarme con sus continuas instancias. -Ved, añadió el Señor, lo que dijo ese juez inicuo; y ¿creéis que Dios dejará de hacer justicia a sus   —547→   escogidos que claman a él día y noche y que ha de sufrir siempre que se les oprima? Os aseguro que no tardará en hacerles justicia. Mas pensáis que cuando viniere el Hijo del hombre hallará fe sobre la tierra? -Y propuso también esta parábola a ciertos hombres que presumían de justos y que despreciaban a los demás. Dos hombres subieron al Templo a orar, uno fariseo, y publicano o alcabalero el otro. El fariseo puesto en pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! yo te doy gracias de que no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano, pues ayuno dos veces a la semana, y pago los diezmos de todo lo que poseo. -El publicano, al contrario, puesto allá lejos, ni aun los ojos osaba levantar al cielo; sino que se daba golpes de pecho, diciendo: ¡Dios mío, ten misericordia de mí que soy un pecador! -Os declaro, pues, que éste volvió a su casa justificado, mas no el otro; porque todo aquel que se ensalza, será humillado; y el que se humilla, será ensalzado891». La perseverancia en la oración, en la humildad de corazón, tales son, pues, las dos grandes leyes de la vida cristiana. El abismo de nuestras miserias solicita la infinita misericordia del Dios, que perdona a los humildes y castiga nuestro orgullo rebelado.

26. La parábola siguiente nos da, en cierto modo, la medida de la inconmensurable ternura de Dios, que excede a todas las proporciones relativas de que puede nuestra inteligencia formarse una idea, y que se armoniza con la justicia infinita, a una altura que no puede alcanzar mirada mortal. «El reino de los cielos, dijo Nuestro Señor, es semejante a un padre de familias que a la primer hora del día892 salió a tomar jornaleros para su viña; y ajustándose con ellos por un denario por día, los envió a su viña. Saliendo después cerca de la hora tercera (o de tercia), se encontró con otros que estaban mano sobre mano en la plaza, y les dijo: Id también vosotros a mi viña y os daré lo que fuere justo. Y ellos fueron. Y habiendo vuelto a salir cerca de la hora de sexta y de la hora de nona, el padre de familias hizo lo mismo. Finalmente, salió cerca   —548→   de la hora undécima, y les dijo: ¿Cómo os estáis aquí ociosos todo el día? -Porque nadie nos ha tomado a jornal, respondieron. -Y él les dijo: Pues id también vosotros a mi viña. Y habiendo llegado la tarde, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los trabajadores y págales el jornal, empezando desde los postreros, y acabando en los primeros que vinieron. Viniendo, pues, los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron un denario cada uno. Cuando al fin llegaron los primeros, se imaginaron que les darían más; pero no obstante, no recibió cada uno sino un denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de familias, diciendo. Estos últimos no han trabajado más que una hora y los has igualado con nosotros que hemos soportado el peso del día y del calor. Mas él por respuesta, dijo a uno de ellos: Amigo, yo no te hago agravio; ¿no te ajustaste conmigo en un denario? Toma, pues, lo que es tuyo y vete; yo quiero dar a éste, aunque sea el último, tanto como a ti. ¿Acaso no puedo yo hacer de lo mío lo que quiera? O ¿ha de ser tu ojo malo893, porque yo soy bueno? -Así, los primeros serán los últimos, y los últimos, los primeros; porque son muchos los llamados, mas pocos los escogidos894».

27. Esta parábola encarna en el hecho y dibuja con admirable claridad los hábitos sociales de los Judíos. Como en tiempo del anciano Tobías, se situaban en la plaza pública o en la puerta de la ciudad los jornaleros sin trabajo, los servidores disponibles, ofreciendo sus brazos a quien los necesitaba, y esperando a que vinieran el viñador, el labrador, el ganadero a emplearles en los trabajos de la vida agrícola o pastoril. Ajustábase amistosamente y con anticipación el precio de todo el día o de la parte del día, que se dedicaba al trabajo, y cada tarde se distribuía fielmente el salario a estos artesanos libres, que era preciso agregar como suplentes a los servidores o esclavos de jornal u ocupación fija, para los trabajos urgentes. El precepto de Moisés era formal sobre este punto. «No negarás el jornal a tu hermano menesteroso y pobre, o al forastero que mora contigo en la tierra y dentro de tus ciudades, sino que le pagarás en el mismo día, antes de ponerse el sol, el salario de su trabajo,   —549→   porque es un pobre, y con eso sustenta su vida, no sea que clame contra ti al Señor, y se te impute a pecado895». El precio de un jornal de trabajo que comenzaba a las seis de la mañana, y que concluía a las seis de la tarde, era en la época evangélica un denario o diez y seis ases romanos, que representaban cerca de 0,80 c. de nuestra moneda actual. Deben tenerse aquí en cuenta dos elementos que modifican el resultado de la comparación que se quisiera hacer entre la exigüedad de semejante remuneración y el precio actual de la mano de obra entre nosotros. Por una parte, los géneros de primera necesidad eran proporcionalmente menos caros, pues sabido es que lo que eleva el precio de todas las mercancías, es la abundancia de valores de oro y de plata. Por otra parte, se trata aquí de un trabajo campesino, menos retribuido en todas partes que el de una industria propiamente dicha, que supone un aprendizaje preparatorio, y que se ejerce por lo común en medio de las ciudades, en las que todo lo que se refiere a la vida material exige gastos más considerables. No ha mucho tiempo aún que en Francia, en las provincias vinícolas, las bandas de trabajadores que cubren las colinas en la época de las vendimias, recibían por todo un día de trabajo, un jornal inferior al de los viñadores del Evangelio. Tal es, pues, la explicación literal de la parábola. Es una escena familiar de la vida de los campos que expone Nuestro Señor Jesucristo en su real y viva sencillez. Es una página que no podía escribirse por un apócrifo Griego o Romano. Pero sobre la autenticidad, por decirlo así, flagrante del texto sagrado, ¡qué profundidad de la revelación divina! El Padre de familias, es Dios; la viña, la Iglesia; los operarios, son los hombres que están situados, antes de la vocación divina, en la plaza pública del mundo, en la ociosidad espiritual. El mayordomo del Padre de familias es el mismo Jesucristo, y el denario, la vida eterna. En todas las horas de la historia humana, desde Adán hasta Noé, desde Noé hasta los tiempos de Abraham, desde Abraham a Moisés, desde Moisés a Jesucristo, desde Jesucristo hasta nosotros, no ha cesado Dios de enviar operarios a su viña. Todo el trabajo social de la humanidad se ha verificado bajo esta acción providencial. La misma ley se aplica a las individualidades; unas son llamadas desde la aurora de la vida, otras en la época de la adolescencia o de   —550→   la edad madura; otras también al declinar el día, en los últimos límites de la vejez, en las puertas de la muerte. A todos da por jornal el mayordomo del Padre de familias el mismo denario de la vida eterna, porque Dios es bueno, de una bondad excelente e infinita, que no podrían vencer la ingratitud, la rebelión y la pereza de los hombres. Pero la misericordia de Dios en nada amengua la justicia infinita, y he aquí la alianza cuyo misterio contempla nuestra vista, en los esplendores de la radiante eternidad. Después de la parábola de la misericordia, oigamos la de la justicia.

28. «Hubo cierto hombre muy rico, que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día espléndidos banquetes. A su puerta vacía un mendigo cubierto de llagas, llamado Lázaro, el cual deseaba alimentarse con las migajas que caían de la mesa del rico; mas nadie se las daba, y sólo los perros venían a lamerle sus llagas. Sucedió, pues, que murió este mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico, y fue sepultado en el infierno. Y cuando estaba en el fondo del abismo896 (o en los tormentos), levantando los ojos, vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro en su seno897 y clamó diciendo: Padre mío, Abraham, compadécete de mí, y envíame a Lázaro, para que mojando la punta de su dedo en agua, me refresque la lengua, pues me abraso en estas llamas. -Respondiole Abraham: Hijo, acuérdate que recibiste bienes durante tu vida, y Lázaro al contrario, males, y así, éste ahora es consolado y tú atormentado; además de que entre nosotros y vosotros hay de por medio un abismo insondable, de suerte que los que aquí quisieran pasar a vosotros, no podrían, ni tampoco de ahí pasar acá. -Entonces dijo el rico: Ruégote, pues, ¡oh Padre! que envíes al menos a Lázaro a casa de mi padre, donde tengo cinco hermanos para que les advierta de esto, y no les suceda el venir también a este lugar de tormentos. -Replicole Abraham: Tienen   —551→   a Moisés y los Profetas; escúchenlos. -No basta esto, dijo él, ¡oh Padre Abraham! pero si alguno de los muertos fuere a ellos, harán penitencia. -Respondiole Abraham: si no escuchan a Moisés ni a los Profetas, aun cuando resucite uno de los muertos, tampoco le darán crédito898».

29. El nombre de Lázaro es en hebreo el mismo que el de Eliezer, el siervo de Abraham, enviado en otro tiempo a Mesopotamia para pedir la mano de Rebeca, futura esposa de Isaac. Este nombre era igualmente el del hermano de Marta y de María Magdalena, a quien iba el Señor a resucitar de entre los muertos. Aproximábase la hora en que presenciando la obstinación farisaica una resurrección, debía persistir en la incredulidad. La parábola del pobre Lázaro y del rico avariento ofrece, con la historia de Lázaro resucitado, analogías que es imposible desconocer, y que notaron hace largo tiempo San Cirilo, San Ambrosio y San Gerónimo. Más adelante veremos, que después del milagro evidente de Bethania, pronunció el gran sacerdote Caifás contra el resucitado, la excomunión solemne, lo cual según las costumbres judías, era reducírle a la miserable condición del mendigo, que yacía a la puerta y solicitaba, sin poderlo obtener, las migajas que caían de la mesa inhospitalaria. Solamente los perros osaron acariciar al proscrito y lamer sus llagas. El Farisaísmo imponía el epíteto de «perros», según ya hemos advertido a propósito de la Cananea, a quien vivía fuera de la ley judía. La conducta del rico avariento relativamente al Lázaro de la parábola, es, pues, exactamente la de Caifás, con relación al hermano de Marta y de María. Lázaro resucitado será excluido de la sociedad judía; sin que ninguno de sus compatriotas se atreva a acercarse a él, teniendo solamente los perros este valor. Mas no es esto todo; los cinco hermanos del rico avariento han permanecido en la tierra, y el condenado implora para ellos el favor de que se les avise por un medio extraordinario, para que les preserve del mismo suplicio. Pues bien, Caifás tenía cinco cuñados, hijos del gran sacerdote Anás, cuyos nombres nos ha trasmitido el historiador Josefo; tales son: Eleazar, Jonatás, Teófilo, Matías y Anano. Todos ellos persistieron en los errores paternos. Eran tan estrechos los lazos de familia en esta casa sacerdotal, que se había visto al gran Pontífice Anás   —552→   hacer pasar su dignidad suprema por primera vez a su hijo mayor Eleazar, y por segunda, a su yerno Caifás. Si se piensa en los sacrificios de dinero que imponía la codicia de los gobiernos romanos en cada nueva investidura, se comprenderá la energía del sentimiento que unía entre sí a todos los miembros de esta raza, y hacía predominar su ambición sobre el interés pecuniario. He aquí por qué sobrevivió el amor paternal en el condenado de la parábola, aun en medio de los odios infernales. Como quiera que sea, esta parte histórica de la alegoría del rico avariento, será siempre muy inferior a la revelación que de ella se desprende. Dos mundos eternos, separados uno de otro por un abismo insondable se hallan a la vista, habiéndose interpuesto entre ellos el gran caos magnum chaos, por el poder divino. Nadie sabría pasar, pues, por este camino. La eternidad de los goces celestiales está paralela a la eternidad de los tormentos en las llamas. En nada cambiarán esta ley inmutable de la eternidad, la delicadeza de nuestros racionalismos humanos, la exageración de nuestra sensibilidad afectada. Hase dicho que no convenía ya hablar del infierno en este siglo de progreso, en que se dulcifican las costumbres y se halla proscrito todo rigor, como vestigio de una añeja barbarie. Hase dicho esto en nombre de la filantropía, en nombre de la civilización, en nombre de la misma caridad evangélica, porque no se han avergonzado de disfrazar así el Evangelio de Jesucristo. ¡Sépase, pues! No son ni los sacerdotes, ni los monjes, ni los concilios, ni los papas, ni los inquisidores, ni lo que se ha convenido en llamar ignorancia de la edad media, los que han inventado, a la manera de un espantapájaros, el dogma de la eternidad de las penas. Hállase escrito en caracteres indelebles, en el Evangelio de Jesucristo. ¿Me atreveré a decirlo? Sería inconcebible la bondad de Dios, tal como nos la representa la parábola de los viñadores y del Padre de familia, sin el corolario de la justicia absoluta, cuya imagen nos ofrece la parábola del rico avariento. Cada uno de los atributos divinos es inmenso e infinito. La alianza, en Dios, de la justicia y de la misericordia eternas sólo puede expresarse con las dos eternidades del cielo y del infierno.



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ArribaAbajo§ II. Resurrección de Lázaro

30. Después de la festividad de las Encenias y la partida de Jerusalén, no dejó nuestro Señor la ribera oriental del Jordán y la provincia de Perea. «Allí, dice el Evangelio, en el lugar donde había comenzado Juan a bautizar, permaneció durante este intervalo, a donde le siguieron gran muchedumbre de gentes, y curó allí a sus enfermos, y se puso a enseñarles según su costumbre. Entre tanto decía la multitud: Es cierto que Juan no hizo milagro alguno; mas todas cuantas cosas dijo Juan de éste, han salido verdaderas. Y muchos creyeron en Jesús899.

«Por este tiempo se hallaba enfermo Lázaro en Bethania, donde vivían María y Marta, hermanas suyas900. Esta María era aquella   —554→   que ungió al Señor con el ungüento perfumado y le enjugó los pies con sus cabellos, de la cual era hermano el Lázaro que estaba enfermo. Las dos hermanas enviaron, pues, a decir a Jesús: Señor, mira que aquel a quien amas está enfermo. Oyendo lo cual Jesús, dijo: Esta enfermedad no es mortal, sino para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. -Jesús tenía particular afecto a Marta y a su hermana María, y a Lázaro. Después de la noticia de la enfermedad de éste, permaneció aun dos días en el mismo lugar, al otro lado del Jordán. Después dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a la Judea. Los discípulos le dijeron: Maestro, hace poco que los Judíos querían apedrearte, y ¿quieres volver a su país? -Jesús les respondió: Pues qué ¿no son doce las horas del día? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; al contrario, quien anda de noche tropieza, porque no tiene luz. -Así dijo, y añadioles después: Nuestro amigo Lázaro duerme; mas yo voy a despertarle del sueño. A lo que dijeron los discípulos: Señor, si duerme sanará. -Mas Jesús había hablado del sueño de la muerte, y ellos pensaban que hablaba del sueño natural. Entonces les dijo Jesús claramente: Lázaro ha muerto; y me alegro por vosotros de no haberme hallado allí, a fin de que creáis; pero vamos a él. Entonces Tomás, por otro nombre Didimo, dijo a los otros discípulos: Vamos también nosotros, y muramos con él901».

31. El racionalismo anticristiano de todas las épocas ha concentrado preferentemente sus esfuerzos hostiles sobre el hecho evangélico de la resurrección de Lázaro. Sabido es cómo ha desnaturalizado una reciente exégesis esta narración. Pero lo que no parece sospecharse, es que haya reproducido el crítico moderno, sin tener el menor mérito de invención, la teoría formulada en 1729 por el escéptico inglés Woolston, y plagiada después por Strauss, con no menos discreción en el plagiado. ¡Cosa extraña! Es tal la impotencia de los adversarios del Evangelio, que basta un siglo para hacer olvidar sus más ruidosas blasfemias, pudiendo los últimos que   —555→   llegan al camino de la incredulidad recoger del suelo los enmohecidos sofismas que duermen al lado de los vencidos. El arma ha cambiado de manos, y parece siempre nueva. «Ocurrió en Bethania, dice Woolston, una escena de fingida comedia, cuyos papeles se repartieron Lázaro y sus dos hermanas para acrecentar la popularidad del Cristo902». -«Creemos, dicen hoy nuestros literatos, que aconteció en Bethania algo que se tuvo por una resurrección. La familia de Lázaro pudo ser inducida, casi sin advertirlo, al acto importante que se deseaba. Tal vez el ardiente deseo de cerrar la boca a los que negaban injuriosamente la misión divina de su amigo, arrastró a estas personas apasionadas más allá de todo límite903». -«Un solo Evangelista904, decía Woolston, ha hablado de la resurrección de Lázaro.   —556→   Sólo Juan la inserta en su relato, después que habían muerto todos los testigos que hubieran podido reclamar contra la falsedad de   —557→   tal invención. Es evidente su artificio905». -«A la distancia en que nos hallamos del suceso, repite la joven crítica, y en vista de un solo texto que ofrece señales evidentes de haberse ideado artificiosamente, es imposible decidir, si es todo ficción en el suceso de que se trata, o si aconteció en Belén un hecho real y efectivo que sirviera de base a los rumores divulgados906». Es, pues, «un hecho muy real en el presente caso» el paralelismo entre los dos lenguajes, y podría, sin la menor apariencia de milagro, «considerarse como una resurrección».

32. Sin embargo, interesa muy poco conocer el verdadero autor de esta rancia exégesis, pero importa demostrar claramente su absurdo. El divino Maestro se hallaba hacía dos meses en la otra ribera del Jordán, separado de Bethania por una distancia de doce horas de camino, cuando cayó enfermo Lázaro. Marta y María no habían abandonado a su hermano, continuando ambas prodigándole los cuidados de su ternura. Sin embargo, el mal hace progresos; los dos tienen el mismo deseo, que es el de participárselo a Jesús. Pero ¿por qué esta prisa? Jesús tenía, pues, el poder de curar, puesto que le llama tan instantáneamente una familia desconsolada para que vaya al lado de un enfermo que le es querido. Ambas hermanas envían a decirle: «Señor, mira que aquel a quien amas, está enfermo». El mensaje no es nada misterioso, y es de un laconismo que no deja recurso alguno a la imaginación de los racionalistas. ¿Cómo introducir en una fórmula tan sencilla todo un plan de una comedia ejecutada de común acuerdo? Por otra parte, Jesús recibe este aviso al aire libre, en medio de la multitud que le rodea, y no se retira a un lado para hablar apartadamente con el mensajero. Hállanse presentes la inmensa multitud que le rodean sin cesar, los Apóstoles y los discípulos que jamás le abandonan. Oyen el mensaje millares de testigos: y no es menos instantánea ni menos pública la respuesta que da el divino Maestro. «Esta enfermedad no es mortal, dice, sino   —558→   para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». La profecía que contiene estas palabras destruye toda la tesis del racionalismo. Si por imposible hubiera existido entre la familia de Bethania y Jesús la combinación anteriormente elaborada de una estratagema, no se hubieran concebido en estos términos ni el mensaje ni la respuesta. ¡Si se hubiera preparado de antemano la escena del sepulcro de Lázaro, el enviado hubiera ido a decir a Jesús: Aquel a quien tanto amas ha muerto!- Y aun admitiendo que, para usar de suavidad en las transiciones, se hubiera comenzado por avisar tan sólo de la enfermedad, para preparar el desenlace trágico, se hubiera guardado bien de responder un impostor: «Esta enfermedad no es mortal». En la hipótesis de una escena amañada, sabiendo Jesús que debía terminar la enfermedad con la muerte, se hubiera guardado bien de contestar oficialmente: «Esta enfermedad no es mortal». Estas inverosimilitudes morales son patentes; no lo es menos la imposibilidad material. Bethania distaba solamente cinco estadios, es decir, una legua de Jerusalén, y Lázaro y sus hermanas tenían por su condición y por el estado de su fortuna, numerosas relaciones en esta capital. ¿Puede imaginarse un teatro peor escogido para la escena que se prepara? Cuando se medita una impostura de un género tan extraordinario como ésta, ¿le ocurrirá al entendimiento más limitado, ponerse a la puerta de una gran ciudad, adonde acude cada día una multitud de curiosos, de ociosos, de indiferentes, que pueden comprometerlo todo con una sola mirada indiscreta? ¿Qué precauciones de toda clase, qué artificios y disimulos no exigiría el sitio en que había de representarse la comedia que suponen nuestros literatos? «Los amigos de Jesús, dicen, deseaban un gran milagro que afectase vivamente la incredulidad jerosolimitana, debiendo parecer lo más convincente la resurrección de un hombre conocido en Jerusalén907». Pero por lo menos hubiera sido necesario que hubiese estado Jesús en Bethania; y hacía dos meses que había pasado Jesús el Jordán, siendo verosímil que ignorase el mensajero que se le enviaba en qué región de la Perea le encontraría. ¡Extraño modo de confabularse, separándose por el tiempo y por el espacio! La Judea no tenía muchos de los medios de comunicación actuales, no conociéndose entonces el vapor y el telégrafo.   —559→   En aquel país, era un verdadero viaje doce horas de marcha; y Jesús que jamás se sirvió de «una mula de ojos negros908», sino que recorría a pie todas las provincias de Palestina, se hallaba tan lejos de Marta y de María en esta circunstancia, como París lo está en el día de Londres. Pero aun hay más. Si se hallara a peso de oro un malvado que quisiera consentir en hacerse encerrar en un féretro y en dejarse sepultar vivo, para la mayor gloria de un charlatán de baja estofa, lo más que de él se podría conseguir, sería que se prestase por algunas horas a esta fúnebre farsa. Pero inténtese que se preste a permanecer cuatro días envuelto en su sudario, y por consiguiente, sin poder tomar alimento, bajo la losa de un sepulcro, y harán resonar sus gritos de furor todos los ecos del contorno, antes que haya terminado el primer acto de esta comedia. Así, pues, ¿es posible creer que hiciera de buena voluntad y como por vía de juego, Lázaro, que era uno de los hombres más ricos de Bethania, uno de los hombres más conocidos de Jerusalén, lo que no hubiera hecho entre nosotros el más miserable de esos seres desgraciados que populan en los grados inferiores de nuestra civilización moderna? Entre nosotros el sudario funeral es un tejido muy elástico, que no intercepta el aire respirable, y que permitiría, en caso necesario, ciertos movimientos indispensables para vivir; pero entre los Judíos estaba herméticamente cubierta con el sudario la cabeza del muerto; y sus miembros ligados con fajas muy apretadas que paralizaban todos sus movimientos, reduciendo el cuerpo al estado de una momia. Si Lázaro, lleno de vida, se hubiese dejado agarrotar de esta suerte, no hubiera indudablemente vivido una hora; y no obstante, según vuestra hipótesis, ¿había de haber aceptado Lázaro voluntariamente, por espacio de cuatro días, este horrible suplicio, habiendo sobrevivido a él? Cualquiera que tenga sentido común comprenderá, que si hubiera podido concebir Lázaro la idea de semejante impostura, hubiese esperado para comenzarla, a que hubiera entrado su resucitador en Bethania, dispuesto a sacarle de tan arriesgada posición.

33. Sin embargo, Jesús permaneció dos días al otro lado del Jordán, después de haber recibido el mensaje. ¿Han pensado los racionalistas en la significación de estos dos días, perdidos enteramente   —560→   en una circunstancia tan grave, por el pretendido impostor? ¡Cómo! ¿Va a permanecer dos días en su sepulcro el comparsa de Bethania, que representa un papel tan peligroso? ¿No teme el especulador, a cuyo beneficio se prepara la escena, que se canse la paciencia del segundo actor durante dos días y que vengan a desenlazar toda combinación y a hacer traslucir el secreto un encuentro casual o una indiscreción subalterna? Pásanse dos días en la Perea. A la mañana del tercero, dice Jesús a sus discípulos: «Volvamos a Judea». -Al oír esto, se apodera de ellos el espanto. «Señor, exclaman: ¿No ha mucho te buscaban los Judíos para apedrearle, y vas a volver a su país? Cotéjese esta exclamación con la hipótesis racionalista: «¡Los amigos de Jesús deseaban un gran milagro!» ¡Estos amigos de Jesús que deseaban un gran milagro no tienen prisa de ver cumplidos sus deseos! Cuando deberían contar las horas y los minutos y apresurar la partida, se oponen, por el contrario, con todas sus fuerzas al paso confabulado. Sin embargo, cada segundo que éste se retrase, puede ocasionar las consecuencias más desastrosas. Necesitábase todavía un día de camino para llegar a Bethania, y hasta el día siguiente no podría librarse de su cárcel sepulcral al muerto fingido. Sin embargo, los Apóstoles no piensan en esto, y suplican a su Maestro que renuncie a este viaje. En vano les tranquiliza Jesús con esa divina majestad que se presenta aquí a nuestra consideración. «¿No tiene el día doce horas?, dice: El que camina de día, no tropieza contra ningún obstáculo, porque ve la luz del mundo. El Salvador emplea esta locución para calmar la inquietud de los Apóstoles. Así como nadie puede prolongar ni abreviar las horas del día, así no está en manos de los hombres abreviar o alargar la carrera del Mesías, sol divino del mundo. «Nuestro amigo Lázaro duerme, añade, y voy a dispertarle». Todos los idiomas de la antigüedad tenían una fórmula eufémica, para encubrir el terrible nombre de la muerte. Los Romanos decían: «Ha vivido»; los Árabes: «Ha partido»; los Hebreos: «Duerme». Los Apóstoles conocían perfectamente esta expresión familiar, pero en su terror quieren hacerse ilusión y responden con el proverbio judío: ¡Pues que duerme, sanará!» El sueño, aun en el día, es un síntoma favorable en la mayor parte de enfermedades. «Lázaro duerme», es, pues, inútil ir a encontrarle; curará, pero sin que sea necesario exponernos al furor de los Judíos. Entonces Jesús deshace su error. «Lázaro ha muerto,   —561→   dice; este acontecimiento, ocurrido durante mi ausencia, confirmará vuestra fe». ¿Quién, pues, había dicho a Jesús que había muerto Lázaro? No había llegado mensajero alguno, hacía dos días, a llevarle tal noticia. Sin embargo, los discípulos no se admiran de esta perspicacia de su Maestro, como no se maravillaban de oírle decir de un enfermo que se hallaba a doce leguas de distancia: «¡Duerme!» Por más que se haga, el Evangelio es un tejido de milagros.

34. «Llegó, pues, Jesús a Bethania, continúa San Juan, y halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba sepultado. Bethania estaba situada909 como a unos quince estadios de Jerusalén. Y habían ido muchos Judíos a consolar a Marta y María de la muerte de su hermano. Marta, luego que oyó que Jesús venía, le salió a recibir, y María se quedó en casa. Dijo, pues, Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano; pero sin embargo, sé que aún ahora te concederá Dios todo lo que le pidieres. Díjole Jesús: Tu hermano resucitará. Bien se que resucitará, respondiole Marta, en la resurrección universal, que será el último día. Jesús replicó: Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? ¡Oh! Señor, dijo ella, sí que lo creo, y que tú eres el Cristo, hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo. -Y habiendo dicho esto, volvió a su casa y llamó secretamente a María, su hermana, diciéndole: Ha llegado el Maestro, y te llama. Apenas ella oyó esto, se levantó apresuradamente, y fue a encontrarle; porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que aun estaba en aquel mismo sitio en que Marta le había salido a recibir. Y los Judíos que estaban con María en la casa, consolándola, al ver a María levantarse tan pronto, y que salía, la siguieron diciendo: Ésta va al sepulcro a llorar. -María, pues, habiendo llegado a donde estaba Jesús, luego que le vio, se echó a sus pies, y le dijo: ¡Señor! ¡Si hubieses estado aquí, no hubiera muerto mi hermano! -Jesús al verla llorar, y llorar también los Judíos que habían venido con ella, estremeciose en su alma, y   —562→   conturbose a sí mismo, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? -Respondiéronle: Ven, Señor, y lo verás. Entonces se le arrasaron los ojos en lágrimas a Jesús. En vista de lo cual, dijeron los Judíos: ¡Mirad cómo le amaba! Mas algunos de ellos dijeron: Pues este que abrió los ojos de un ciego de nacimiento ¿no podía hacer que Lázaro no muriese?910»

35. Hase podido advertir anteriormente, que los Judíos no conservaban, como nosotros, por uno o dos días, los restos de un difunto en la casa mortuoria911; pues no bien era llevado el cadáver al sepulcro, lo cual se verificaba tres horas después de la muerte, se sacaban todas las sillas y lechos para evitar las impurezas legales que podría ocasionar el contacto de estos objetos. Al volver de la fúnebre ceremonia, sentábanse en tierra todos los miembros de la familia, cubierta la cabeza con un velo y con los pies desnudos; los parientes, amigos y vecinos formaban círculo a su alrededor, y respondían a sus quejas con palabras consolatorias. Durante los tres primeros días, se iba al sepulcro a visitar el cadáver. «Los Judíos, dice Sepp, creían que revoloteaba el alma durante tres días alrededor de su despojo mortal, para volver a entrar en él; pero que lo abandonaba definitivamente, cuando comenzaban a manifestarse las señales de descomposición912». Esta creencia, fruto de la leyenda, no es otra cosa, según la observación del doctor Iahn, que la traducción en lenguaje popular, de la admirable legislación de Moisés relativa a los funerales. Para evitar las horribles consecuencias de las inhumaciones precipitadas, dejando a salvo el interés general de la salud pública, en un clima en que son tan peligrosas las emanaciones pútridas, estaba prohibido que pudiera permanecer el cadáver en lugar habitado; pero debía visitarse durante los tres primeros días el sepulcro de familia, donde se le trasladaba inmediatamente después de la muerte; y no se sellaba definitivamente la piedra, hasta que se consignaba la muerte por las dos señales menos equívocas, la descomposición cadavérica y su olor fétido. Al final, el tercer día, se cerraba, pues, para no volverla a abrir, la entrada del monumento fúnebre. Pero se prolongaba el luto de la familia todavía por cuatro días, durante los cuales se acudía a orar y a llorar   —563→   a la puerta del sepulcro. Todos estos pormenores, tomados de la civilización judía, nos hacen comprender cada palabra del relato evangélico. El día tercero, después de la muerte de Lázaro, se había verificado, respecto de las dos hermanas, esta separación final que acaba de romper todos los lazos, al arrancar a la ternura de los que sobreviven los restos de una persona querida. María Magdalena y Marta se hallan sentadas en tierra, en la casa de Bethania, continuando el gran duelo que no debe concluir hasta el sétimo día. Rodéalas un círculo de amigos que habían venido de Jerusalén, mientras ellas dejan correr bajo sus largos velos sus lágrimas en silencio. Habíales faltado el único consuelo que habían esperado tanto, la presencia de Jesús. Cuántas veces debieron decirse, durante la agonía de su hermano, y después de su muerte, y en las visitas al sepulcro todavía abierto: «¡Si hubiera estado aquí el Señor, Lázaro no habría muerto!, Así, pues, no había venido el divino Maestro, avisado por un mensaje.

36. Tales son las realidades históricas, al través de cuyo tejido quisiera introducir el racionalismo su ficción de una comedia representada por las dos hermanas. En estos hechos resalta con manifiesta evidencia la imposibilidad de una combinación de este género. Marta y María no están solas ni un instante para confabularse, pues la amistad judía había observado los hábitos de la época patriarcal, rodeando el dolor de sus parientes, como en tiempo de Job, cuyos tres amigos vienen a participar de su aflicción y permanecen sentados en tierra siete días y siete noches, sin interrumpir su quebranto. He aquí, pues, estas dos mujeres cubiertas con sus velos, sin sandalias en los pies, que pasan el día sentadas en tierra en la casa mortuoria, y cada una de cuyas visitas al sepulcro de su hermano   —564→   se verifica en medio de un séquito de parientes y de amigos. Díganos, pues, el racionalismo ¿por qué don misterioso de invisibilidad podrán sustraerse a tantas miradas para llevar a Lázaro los alimentos de que necesita en su prisión sepulcral? Después de cada visita pública hecha al sepulcro, durante los tres primeros días, volvía a ponerse en su lugar la piedra del monumento. Esta piedra no podían levantarla débiles mujeres. Cuando vayan más adelante al sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, pensarán en esta circunstancia: «¿Quién nos desviará la piedra de la entrada del monumento?» dirán. Pero en sus visitas al sepulcro de su hermano, no tenían que cuidarse de esto, porque los hombres que las acompañaban se encargaban de este cuidado: al llegar, levantaban la piedra y la apartaban; y al partir, volvían a ponerla en su sitio. Entre tanto, ¿cómo podía vivir Lázaro envuelto en fajas y privado de aire en este sombrío calabozo? ¿Supondrase que volvía más tarde un afiliado a abrir la puerta sepulcral? Pero los sepulcros estaban situados entre los Judíos, en la orilla del camino. No faltaban transeúntes en el camino de Jerusalén a Jericó, uno de los más frecuentados de la Palestina, los cuales hubieran notado fácilmente esta maniobra; y por otra parte, ¿quién podía responder de la discreción del mismo afiliado? Pero no es esto todo. En la hipótesis de una escena de impostura preparada de esta suerte, es inexplicable la conducta de los pretendidos actores. Llega Jesús a las puertas de Bethania; sabe que hace cuatro días que está Lázaro en el sepulcro; debe, pues, tener prisa de abreviar el suplicio voluntario de su cómplice. En este caso, es precioso cada momento, y el menor retraso puede hacer abortar todo el complot. Sin embargo, en vez de entrar en el pueblo, de dirigirse a la casa de las dos hermanas, de hacerse conducir sin dilación al sitio de la sepultura, se detiene el divino Maestro a alguna distancia de la aldea. Esto no nos lo dice solamente el Evangelio; muéstrase aun en el día en una altura cercana a Bethania, la piedra en que estaba sentado Nuestro Señor Jesucristo cuando llegó a recibirle Marta913. Un impostor no hubiera pensado siquiera en sentarse en semejante caso. Pero tal vez Jesús avisó a las dos hermanas para que viniesen inmediatamente a recibirle, con personas crédulas elegidas anticipadamente como testigos del futuro milagro. No. Sólo es avisada Marta de la llegada de Jesús. Sólo ella sale a recibirle; y su primer palabra echa por tierra todo el aparato de la invención racionalista «¡Señor, dice, si hubieras estado aquí, no hubiese muerto mi hermano!» Una farsante hubiera dicho, deshaciéndose en lágrimas: ¡Señor, ven, pues, al fin a resucitar a mi hermano! Marta conoce tan poco el espíritu de su pretendido papel, que ni siquiera comprende el sentido de la respuesta que le da Jesús: «Tu hermano resucitará, dice»; y Marta,   —565→   lejos de aprovecharse de esta indicación para ostentar su esperando replica: «Ya sé que resucitará en la resurrección universal del último día. «¡Extraños actores que dicen lo contrario que su estudiado papel! Es preciso que Jesús verifique antes, respecto de ellos mismos, el milagro de conversión que va a efectuar en todo un pueblo. Marta que debería saber el secreto de esta comedia, rehúsa creer en el desenlace, que según la hipótesis, habría preparado ella misma. Jesús le afirma, pues, reiteradamente su propio poder. «Yo soy, dice, la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque hubiese muerto, vivirá: ¿crees tú eso?» Entonces Marta exclama: «Señor, creo que eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo». Marta cree en el Hijo de Dios, pero no cree aún en la próxima resurrección de su hermano. En breve lo veremos. Sin embargo, vuelve a la casa a avisar a su hermana María Magdalena. He aquí, pues, que van a hallarse reunidos todos los actores de la escena concertada. ¡Cuánto tiempo perdido en pasos inútiles! Marta llega sola; vuelve a la casa a buscar a su hermana; deberá también volver con ella al lado de Jesús, para ir juntas al sepulcro. ¡Y es posible creer, que si hubiera sido encerrado vivo Lázaro en el sepulcro por las dos hermanas, no se hubiera visto, en vez de esta calma y de esta actitud desconsolada, pero tranquila, todas las señales de la impaciencia más febril, de la más inquieta premura? Finalmente, Marta habla a su hermana, pero en vez de excitar la curiosidad de la asamblea reunida en la casa mortuoria, y de llamar testigos al teatro en que va a manifestarse el desenlace, previene Marta a María «en voz baja, silentio, que ha llegado el Maestro y que la llama». María va a reparar tal vez el olvido de su hermana, y a decir algunas palabras significativas a los asistentes. No: levántase con precipitación y sale, sin proferir una palabra. «Va a llorar al sepulcro», dicen los Judíos, y la siguen. Búsquese alguna «señal de artificio o preparación» en este relato divino del Evangelio, y nunca se la encontrará. María prorrumpe a los pies de Jesús en sollozos, y los amigos que la han acompañado no pueden contener sus lágrimas, en vista de esta nueva efusión de su dolor: «¡Señor, dice ella, si hubieras estado aquí, no hubiese muerto mi hermano! Y Jesús sintió arrasados sus ojos en lágrimas. -¡Mirad cuánto le amaba! dicen los Judíos. ¿No podía impedir que muriera Lázaro, el que abrió los ojos de un ciego de   —566→   nacimiento?» Entre tanto, el divino Maestro se hace conducir al sepulcro.

37. «Finalmente, prorrumpiendo Jesús en nuevos sollozos que le salían del corazón, vino al sepulcro, que era una gruta cerrada con una gran piedra. -Dijo Jesús: Quitad la piedra. -Respondiole Marta, hermana del difunto: Señor, mira que ya hiede, pues hace ya cuatro días que está ahí. -Díjole Jesús: ¿No te he dicho que si creyeres, verás la gloria de Dios? -Quitaron, pues, la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: ¡Oh Padre! gracias te doy, porque me has oído. Bien es verdad que yo bien sé que siempre me oyes, mas lo he dicho por razón de este pueblo, que está alrededor de mí, para que crean que tú eres el que me has enviado. -Habiendo dicho esto, gritó con voz muy alta: ¡Lázaro, sal afuera!- Y al instante, el que había muerto salió fuera, ligado de pies y manos con fajas, y cubierto el rostro con un sudario. Díjoles Jesús: desatadle y dejadle ir914».

Apenas tenemos valor para proseguir por más tiempo el examen de la sacrílega teoría del racionalismo. La piedra del sepulcro estaba definitivamente cerrada. Cuando pide Jesús que se la quite, como se había practicado durante los tres primeros días de la sepultura, Marta, preocupada únicamente del lamentable espectáculo de la descomposición del cadáver, exclama: «¡Señor, ya hiede!» Este Jam foetet del Evangelio ha espantado al moderno crítico, pues no de a que se trasluzca este pormenor en su relato. Oigamos al nuevo exégeta: «Parece, dice, que Lázaro estaba enfermo, y que Jesús dejó la Perea en virtud de un mensaje de las dos hermanas alarmadas. El gozo de su llegada pudo volver a Lázaro a la vida. ¡Tal vez Lázaro, todavía pálido de su enfermedad, se hizo ligar con fajas como un cadáver, y encerrar en su sepulcro de familia. Estos sepulcros eran grandes estancias abiertas en la roca, donde se penetraba por una tronera cuadrada que cerraba una enorme losa. Marta y María salieron al encuentro de Jesús, y sin dejarle entrar en Bethania, le condujeron a la gruta. La emoción que experimentó Jesús junto al sepulcro de su amigo, a quien creía muerto, pudo considerarse por los asistentes por esa turbación, por ese estremecimiento que acompañaba a los milagros; queriendo la opinión popular que   —567→   fuera en el hombre la virtud divina como un principio epiléptico y convulsivo. Jesús deseó ver también otra vez a aquel a quien había amado, y habiéndose apartado la piedra, salió Lázaro ligado con sus fajas, cubierta la cabeza con un sudario. Esta aparición debió considerarse naturalmente por todo el mundo como una resurrección915». ¿Qué se ha hecho, en esta narración cercenada y dificultosa, del Jam foetet del Evangelista? Cuanto más habéis tratado de ocultarlo, más queremos verlo. ¿Acaso hería vuestra delicadeza esta circunstancia? ¿Habéis temido la susceptibilidad de un siglo sobrado impresionable para soportar semejantes espectáculos? Sin embargo, según vuestra hipótesis, ha debido llenarse la tumba en que estuviera Lázaro encerrado durante cuatro días, de un olor tan fétido, que Marta, en beneficio de los asistentes, y por un sentimiento de respetuosa ternura por el mismo muerto, se opone a que se quite la piedra sepulcral. ¿Se comprende la posibilidad de vivir durante cuatro días en una atmósfera tan infecta? Hasta que se dé una explicación satisfactoria sobre el Jam foetet, ante el cual han retrocedido vuestra pluma y vuestra imaginación, no habéis hecho nada contra el texto evangélico. Por lo demás, no se hallan mejor aclarados los otros puntos que toca el racionalismo. ¿Qué decir, por ejemplo, de la «opinión popular, que quiere que la virtud divina fuera en el hombre como un principio epiléptico y convulsivo?» Las afecciones del sistema nervioso son bastante frecuentes entre nosotros para que puedan estudiarlas todas las «comisiones de físicos y de químicos». Aún no hemos oído decir que haya hecho el menor milagro la epilepsia. ¿Dónde encontrar, por otra parte, la apariencia de una «convulsión» en la actitud de Jesucristo en la tumba de Lázaro? El divino Maestro «lloró». Lo advierte el Evangelio, porque Jesús, a quien jamás se vio reír916, lloró dos veces solamente. La primera vez lloró la muerte individual de un hombre a quien iba a resucitar; la segunda, lloró ante la ceguedad de un pueblo y de una ciudad que corrían a la muerte. No haber reído una vez, y haber llorado dos veces solamente, en treinta y tres años de vida, parece a nuestros racionalistas, síntoma evidente de una constitución tan nerviosa y de un organismo tan debilitado, que reconocen en él todas las señales   —568→   características de la «epilepsia». Aquí la sinrazón corre parejas con el sacrilegio. Jesús «se estremeció en su alma, y conturbose a sí mismo», dice el Evangelista. Esta circunstancia era tan impropia de la actitud tranquila y soberana de Jesús, que su historiador la señala con admiración. «¡Se conturbó a sí mismo!» ¡Tanto había acostumbrado a los discípulos a verle mantener su alma en la majestad inmutable que conviene a Dios! Al ver a la Magdalena prorrumpir en sollozos y a los Judíos que no pueden contener sus lágrimas, «lloró Jesús». Lloraba en la muerte de Lázaro, dice San Agustín, los desastres de la muerte, hija del infierno y del pecado, cuyo imperio venía a arruinar. «Lloró», pero se admiran de ello los Judíos; tan alta era la idea que tenían todos de la superioridad moral y del poder sobrehumano de Jesús. «¡Mirad cómo le amaba! dicen». ¿No podía, él que abrió los ojos a un ciego de nacimiento, hacer que Lázaro no muriese? Cada palabra del Evangelista es un rayo de luz divina. ¡Qué! ¿Creían estos Judíos que Jesús había podido impedir que muriera Lázaro? ¿Conocen los hombres a alguno, cuyo poder milagroso se proclame de esta suerte? «Lázaro, añaden nuestros literatos, salió ligado con las fajas, y la cabeza cubierta con un sudario, y naturalmente debió considerarse esta aparición como una resurrección. «Verdaderamente, aun cuando todas las comisiones de químicos, de físicos y de filólogos de nuestras modernas academias hubiesen estado allí y presenciádolo, hubieran gritado también: ¡Milagro! El retórico no parece sospechar lo que eran esas famosas fajas «con que salió naturalmente Lázaro del sepulcro». El «natural» de la aparición es una palabra de una candidez exquisita. Las fajas, que hacen en la presente exégesis un papel tan acomodaticio, no se prestaban en manera alguna a la superchería. Ceñíase alrededor del cuerpo una faja de lienzo de dos dedos de ancha, envolviendo los pliegues del sudario que cubría enteramente el rostro, sujetando los brazos al pecho y juntando los pies uno con otro, de suerte que el cadáver se hallaba exactamente en la posición en que lo vemos en las momias de Egipto. Inténtese, pues, con todos los medios de electricidad y de galvanismo de que disponemos en el día, hacer que se ponga en pie por sí mismo, no un cadáver, sino un hombre vivo, cuyo cuerpo se halle agarrotado de la cabeza a los pies de esta suerte. ¡He aquí, no obstante, lo que halla «muy natural» un racionalista!

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38. Esto es insistir demasiado sobre miserables sofismas. Los monumentos que forman una guardia solemne alrededor del texto evangélico, bastan para desbaratar tales puerilidades. El pueblo de Bethania, destruido veinte años después de este suceso, dejó lugar a un pueblo que existe todavía y que lleva el nombre árabe de El Azarieh, aldea de Lázaro. Enséñase en él la tumba que volvió a la voz del Hijo de Dios, un muerto a la luz. «Es, dice monseñor Mislin, una cavidad abierta en la roca, y revestida en parte, de mampostería. Bájase a ella por seis gradas; está cubierta con una piedra puesta horizontalmente, y que cierra la entrada; lo cual es perfectamente conforme con las palabras del Evangelio: «Era una gruta, sobre la cual había colocada una piedra. Erat autem spelunca, et lapis superpositus erat ei». Aunque se diferencia de la forma afectada en el Santo Sepulcro, se asemeja, no obstante, a otras tumbas de la misma época, que se encuentran aún en el día, y en las que no se ponía a los muertos en nichos separados, sino en una sola gruta que podía contener muchos cuerpos. Antes de llegar al sepulcro propiamente dicho, se baja por una escalera de veinte y cinco gradas a un subterráneo que sirve de vestíbulo917. «Si no hubo una resurrección en Bethania, dígasenos ¿por qué este pueblo destruido por los Romanos y que sobrevivió a esta primer ruina, ha cambiado su nombre histórico para llamarse: «Aldea de Lázaro?» ¿Por qué, si el Evangelio no es más que una leyenda, ha conservado la tradición con tal cuidado la memoria de Lázaro, y especialmente, por qué conserva el mismo sepulcro en este momento, después de tantos siglos de revoluciones, la forma exacta y precisa que le da el historiador sagrado? Los apócrifos, los escritores legendarios pueden inventar narraciones, pero no podrían crear ni monumentos, ni tradiciones locales.




ArribaAbajo§ III. Excomunión. Retirada a Efrén

39. «Con esto, continúa el Evangelista, muchos de los Judíos que habían venido a visitar a María y a Marta y habían visto el milagro verificado por Jesús, creyeron en él. Mas algunos de ellos se fueron a los Fariseos, y les contaron lo que Jesús había   —570→   hecho. Entonces los Pontífices y Fariseos juntaron, el Consejo y dijeron: ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los Romanos y arruinarán nuestra ciudad y la nación. -En esto, uno de ellos llamado Caifás, que era el Sumo Pontífice de aquel año, les dijo: Vosotros no entendéis nada de esto, ni reflexionáis que os conviene el que muera un solo hombre por el pueblo, y no perezca toda la nación. -Pero esto no lo dijo de propio movimiento, sino que, como era el Sumo Pontífice en aquel año, profetizó918 que Jesús había de morir por la nación, y no solamente por la nación judía, sino también para congregar en un cuerpo a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Y así, desde aquel día, no pensaban sino en hallar medio de hacerle morir. Por lo que Jesús no se dejaba ver en público entre los Judíos, antes bien se retiró a un territorio vecino al desierto, en la ciudad llamada Efrén, donde moraba con sus discípulos. Y como estaba próxima la Pascua de los Judíos, muchos de aquel distrito fueron a Jerusalén antes de la Pascua, para purificarse. Los cuales iban en busca de Jesús; y se decían en el Templo unos a otros: ¿Qué será que aún no ha venido a la fiesta? Pero los Pontífices y Fariseos tenían ya dada orden de que si alguno sabía dónde estaba Jesús, le denunciase, para hacerle prender919».

40. Los miembros del Sanhedrín, bajo la presidencia de Caifás, consignan la realidad del milagro obrado en Bethania y del poder taumatúrgico de que daba el Señor a cada instante nuevas pruebas. ¡He aquí, dicen, que este hombre obra multitud de prodigios! ¡Van a creer todos en él! Esta última palabra en boca de los Doctores Fariseos, tiene una significación determinada que debe comprenderse. Muy poco importaría actualmente, en nuestras civilizaciones modernas, que, tomando partido la opinión pública por tal o cual doctor, se pronunciase, por ejemplo, en favor de la homeopatía contra la alopatía; en favor de la doctrina de las generaciones regulares contra la de las generaciones espontáneas. Si se inventase entre nosotros un sistema completo de astronomía que partiera de una base diametralmente opuesta a la de Galileo, y que tuviese la pretensión de explicar todos los fenómenos celestes, aun cuando por   —571→   falta de reflexión o por amor a la novedad, se declarase unánimemente la multitud a favor de la teoría nueva, se preocuparía de ello muy poco la política de los hombres de Estado, dejando a los sabios directamente interesados en la cuestión, el cuidado de defender sus preocupaciones de corporación, sus precedentes oficiales y su amor propio comprometido. «Si dejamos obrar a Jesús, dicen los hombres de Estado de Jerusalén, todos creerán en él, y vendrán los Romanos a destruir nuestra ciudad y nuestra nación». Para que, la fe de Jesús pudiese hacerles temer tales consecuencias políticas, era preciso que fuera esta fe muy diferente de la adhesión que se podría dar en nuestros días a abstracciones del dominio de la filosofía o de la ciencia. En efecto, «creer en Jesús» significaba para los Judíos, creer que era Jesús el Mesías, el Cristo rey, heredero del cetro de Judá y del trono de David, fundador de un imperio universal, cuya duración no tendría fin. Desde la resurrección de Lázaro se aplica por todos los labios a Jesús y se escapa de todos los pechos el título de Rey de los Judíos. Pero un reinado tan aclamado por el pueblo debía hacer sombra al poder romano, que había reducido la Judea a provincia. No se abría fácilmente la mano de los Césares para soltar su presa. Bajo el limitado punto de vista de los políticos del gran Consejo de Jerusalén, era, pues, perfectamente natural aquel recelo o temor, puesto que les cegaban las ideas materiales y toscas que formaban del reinado y del imperio del Mesías. Si hubieran visto al divino Maestro rodeado de un ejército aguerrido y numeroso, extendiendo ya su cetro sobre el Oriente, por do quiera vencedor de las formidables legiones romanas, cuya marcha conmovía la tierra, conquistador glorioso y coronado, amenazando en el Templo de Jerusalén las tribus del universo sometido, hubiéranse convertido sus gritos de muerte en aclamaciones triunfales. Pero el Hijo del hombre que acababa de resucitar a Lázaro, no tenía una piedra donde reclinar su cabeza. Eran sus Apóstoles doce pescadores de Galilea; en vez de combatir, y de vencer a las potencias de este mundo, predicaba la guerra contra las pasiones, el triunfo de sí mismo, el desprecio de las riquezas, el amor a las humillaciones y el advenimiento del reino de Dios a las almas. Sin duda, nada de todo esto merecía la muerte; era evidente la inocencia de semejante doctrina; pero no lo era menos el peligro político del reinado de la majestad real, que el pueblo adjudicaba a Jesús.   —572→   He aquí por qué el Gran Sacerdote Caifás, profeta sin saberlo, órgano inconsciente del último oráculo de Jehovah, dado por un sucesor de Aarón, formula la decisión en estos términos: «¡No reflexionáis que os conviene que muera un solo hombre por el pueblo, y no perezca toda la nación!» Caifás no advertía siquiera que proclamaba en el Sanhedrín el decreto dado en los Consejos eternos para la Redención del mundo.

41. «Los Pontífices y los Fariseos dieron, pues, la orden de que si alguno supiese donde estaba Jesús, le denunciase, para hacerlo prender». Las tradiciones rabínicas del Talmud dan a este texto del Evangelio una confirmación tanto más manifiesta cuanto que es de un odio inveterado. Refiérese, pues, que fue excomulgado solemnemente el Hijo de María por las cuatrocientas trompetas, es decir, por los jefes de las cuatrocientas sinagogas de la Palestina; que fue denunciado públicamente cuarenta días antes de su muerte, y condenado al suplicio de la cruz, como mago y seductor del pueblo. La Iglesia judía tenía tres clases de censuras: la exclusión temporal, que imponía a los culpables un entredicho de treinta días, durante los cuales no podía acercarse el condenado ni aun a los miembros de su familia, sino a distancia de cuatro codos; la maldición o destierro perpetuo de la sociedad judía; y finalmente, la excomunión mayor, que llevaba consigo la pena de muerte respecto del culpable y de los que le dieran asilo o abrazaran su partido. Esta última era proclamada al son de las trompetas. Tal fue la penalidad suprema que lanzó contra Jesús el Sanhedrín. El divino Maestro «se retiró, pues», a un territorio vecino al desierto, en una ciudad llamada Efrén, donde permaneció con sus discípulos. «Efrén o Efraín era una pequeña ciudad del antiguo reino de Samaria, no lejos de Bethel, cerca de ocho leguas del Norte de Jerusalén. En el día se halla situada en el sitio que ésta ocupó la ciudad árabe llamada El-Taybieh. Fácilmente se comprenderá, que esta población, habitada en gran parte por samaritanos, enemigos declarados de los Judíos, pudo ofrecer un asilo al divino excomulgado. Por otra parte, Efrén se hallaba situada en la raya de las áridas y montuosas soledades que se extienden desde Bethaven y Scitópolis, hasta el mar Muerto. Esta región, designada por el Evangelista, con el nombre de «Desierto» había servido en los tiempos antiguos, de retiro al profeta Elías. En ella se había pasado la juventud de San   —573→   Juan Bautista en la austeridad del ayuno y las delicias de la oración. El Hijo de Dios, desconocido de los hombres, a quienes venía a redimir, desterrado de un mundo al que llevaba la luz y la vida, quiso pasar, en medio de estas rocas salvajes; los últimos días de una vida cuyo término debía él solo elegir. Ni el furor de sus enemigos, ni la sentencia de muerte pronunciada por el Sanhedrín, ni a orden de denuncia proclamada en las Sinagogas podían adelantar ni por un minuto, la hora solemne de la Redención por la cruz. Los habitantes de Jerusalén ven afluir, al aproximarse la solemnidad Pascual, las caravanas de peregrinos que venían de la parte de Efrén, esperando que se había agregado Jesús a alguna de ellas. Pero el Salvador vendrá ostensiblemente en el día que ha fijado; porque «él es quien ha de dar por sí mismo su vida, sin que pueda nadie arrebatársela contra su voluntad».

42. El Evangelio nota aquí un pormenor que se refiere a toda la civilización judaica, y ofrece uno de los caracteres de autenticidad intrínseca, de que hemos visto ya tantos ejemplos. «Muchos judíos, dice, subieron a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse». La inmolación y la manducación del cordero Pascual en Jerusalén, exigían una purificación previa, a la que se preparaban, no por medio de la santificación espiritual que prescribe la Iglesia Católica a sus hijos con el divino banquete de la verdadera Pascua, sino por medio de abluciones y sacrificios rituales. Ningún israelita afectado de impureza legal podía tomar parte en la festividad. Así, el contacto de un muerto debía ser purificado durante siete días con la aspersión de agua mezclada con las cenizas de una vaca roja, ofrecida en holocausto. Quien quiera que llevaba en sus sandalias polvo de países habitados por paganos, debía sufrir una purificación especial. Lo mismo era respecto de un hebreo que salía recientemente de la cárcel, o a quien se alzaba por el Sanhedrín una sentencia de excomunión. Por último, todos los Judíos indistintamente, debían, en los siete días precedentes, cortarse los cabellos y lavarse los vestidos. Las prescripciones simbólicas de la ley de Moisés se han trasformado en el seno de la Iglesia de Jesucristo en la realidad del verdadero Cordero Pascual, y de la purificación espiritual de las almas, que precede a la Pascua Eucarística.



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ArribaAbajo§ IV. Regreso a Jerusalén

43. «Estando para cumplirse, dice el Evangelista, el tiempo en que Jesús había de salir del mundo, se puso en camino, mostrando un semblante resuelto para ir a Jerusalén. Y envió delante de sí algunos de sus discípulos, que habiendo partido, entraron en una ciudad de Samaritanos a prepararle hospedaje. Mas los habitantes no quisieron recibirle, porque daba a conocer que iba a Jerusalén. Y viendo esto sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: ¿Quieres que mandemos que llueva fuego del cielo y los devore? Pero Jesús vuelto a ellos, les respondió, diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos. Y con esto se fueron a otra aldea920». El odio de los Samaritanos contra Jerusalén estalla aquí en toda su violencia. Niégase a Jesús la hospitalidad, únicamente porque se dirige hacia esta ciudad aborrecida. Los sentimientos de indignación de los Apóstoles se traducen en un lenguaje que debe admirar singularmente a nuestros racionalistas modernos. ¡Qué extraña proposición la de Santiago y de Juan! ¿Se concebiría, si no hubieran sido mil veces testigos de los prodigios obrados por su Maestro, que pudieran racionalmente dirigirle semejante palabra? Sin embargo, el buen Pastor que iba a dar su vida por sus ovejas, les atrae al verdadero espíritu de su vocación. «No he venido a perder las almas, sino a salvarlas». La mansedumbre921 del divino Maestro absuelve a la ciudad inhospitalaria; y en vez de tomar Jesús su camino por el territorio Samaritano, cambia de dirección y se vuelve a Jerusalén por el camino de Jericó, es decir, que arrostra ostensiblemente el peligro que le ha creado el reciente decreto del Sanhedrín, pues en el camino que recorre, podrán darle muerte legalmente todos los judíos, a él y a sus discípulos.

44. «Continuaron, pues, dice el Evangelista, el camino que sube a Jerusalén, y Jesús se les adelantaba, y estaban los discípulos como atónitos, y le seguían llenos de temor. Y tomando aparte de nuevo a los doce, comenzó a repetirles lo que había de sucederle. Nosotros, como veis, les dijo, vamos a Jerusalén, donde   —575→   el Hijo del hombre será entregado a los Príncipes de los Sacerdotes y a los Escribas y Ancianos, que le condenarán a muerte y le entregarán a los Gentiles, y le escarnecerán y le escupirán, y le azotarán y le quitarán la vida, y al tercer día resucitará. -Pero los doce no comprendieron ninguna de estas cosas, antes era un lenguaje desconocido para ellos, ni entendían la significación de las palabras dichas922». Era la tercera vez que el Salvador del mundo revelaba tan explícitamente a los Apóstoles el misterio de su pasión, de su muerte y de su resurrección. Sin embargo, a pesar de la claridad de semejante lenguaje, a pesar de la gravedad de las circunstancias en que se encontraban, persuadidos más y más los Apóstoles de la divinidad de su Maestro, rehúsan creer en la posibilidad de tantas humillaciones e ignominiosos suplicios. Obsérvese bien, ellos mismos son los que nos confiesan la obstinación de su credulidad sobre este punto. Sequentes timebant. La animosidad de los Judíos les consterna, respecto de sí mismos; pero en lo concerniente a Jesucristo, no sólo no imaginan tener el menor cuidado, sino que no comprenden ni aun la sencilla, clara y circunstanciada profecía que les dirige. ¿Qué idea tenían, pues, de Jesús los Apóstoles? Evidentemente, si no hubieran tenido la fe más firme y más indestructible en su divinidad, hubieran comprendido demasiado su predicción.

45. Entre tanto, la multitud de peregrinos que se dirigía hacia Jerusalén, se les reunió en breve, y rodeó al Salvador. «En esto, dice el Evangelista, llegaron a Jericó. Y habiendo entrado allí, atravesaba Jesús la ciudad. Y he aquí que un hombre llamado Zaqueo, jefe entre los publicanos, hacía diligencias para conocer a Jesús de vista, y no pudiendo conseguirlo a causa del gentío, por ser de muy pequeña estatura, se adelantó corriendo y subiose a un sicomoro para verle, porque había de pasar por allí. Y habiendo llegado Jesús a aquel lugar, alzando los ojos le vio, y díjole: Zaqueo, baja luego, porque importa que yo me hospede hoy en tu casa. Él bajó a toda prisa y le recibió gozoso. Y todos, al ver esto, murmuraban, diciendo, que se había ido a hospedar a casa de un hombre pecador o de mala vida. Pero Zaqueo, puesto en pie, en presencia del Señor, le dijo: Señor, yo doy la mitad de mis bienes a los pobres,   —576→   y si he defraudado en algo a alguno, le voy a restituir cuatro tantos más. -Jesús le respondió: Ciertamente que el día de hoy ha sido de salvación para esta casa, pues que también éste es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que había perecido923».

«El jefe de los publicanos» Princeps publicanorum, es decir, el encargado de las aduanas y de la percepción de los tributos, tasas y peajes de Jericó, para el fisco de César, era a los ojos de los Judíos un excomulgado, un gentil, cuyo solo contacto hacía adquirir la mancha de impureza legal. Tal es el sentido de los murmullos de la multitud. Jesús no teme, al volver a Jerusalén para la festividad de la Pascua, adquirir públicamente esta mancha que evitaban con tanto cuidado sus compatriotas. Ellos, que se purificaban por medio de multiplicadas abluciones, únicamente por haber conservado sus sandalias el polvo de las regiones idólatras que habían atravesado durante la peregrinación, no conciben que pueda ir Jesús a Jerusalén a comer el Cordero Pascual, después de haber comunicado en el camino con «un hombre pecador». Hállase en el empadronamiento de Zorobabel, al regreso de la cautividad de Babilonia, una familia judía llamada Zachai, ya muy importante entonces, puesto que se elevaban los miembros de esta casa al número de setecientos sesenta924. El Talmud ha conservado igualmente la memoria de esta antigua familia925. Hay, pues, motivo para creer que el Zaqueo926 del Evangelio era de origen hebreo. Pero al aceptar la desacreditada función de agente del fisco, había descendido de su clase y condición, según el reglamento farisaico, considerándose desde entonces deshonrado un Judío, en mantener con él otras relaciones que las puramente oficiales. He aquí por qué rehabilita Jesús al publicano, diciendo: «Este hombre es también un hijo de Abraham». El salvador no había encontrado nunca a Zaqueo, y no obstante, le conoce sin que nadie le nombre; le llama por su nombre al verle en el sicomoro, a donde había subido el Publicano para dar más altura a su poca talla. Así buscó la humanidad elevarse hasta Dios sobre los sicomoros de las religiones antiguas, sin poder llegar a las alturas celestiales. Era preciso que el Verbo Encarnado   —577→   se bajase él mismo, y viniera a decir al orgullo humano: ¡Zaqueo, baja pronto, porque pienso hoy hospedarme en tu casa! Recibir a Jesús, es recibir, con la gracia de conversión, la fuerza de hacer bien. El humilde Zaqueo se eleva un instante por la fe, al heroísmo de la virtud. La tradición judaica había fijado en un quinto de la renta anual la suma de las limosnas de un Hebreo infiel. Nadie estaba obligado a hacer más. El Publicano se ofrece a distribuir a los pobres la mitad de sus bienes, y a dar el cuádruplo a aquellos a quienes hubiera podido defraudar. ¡Verdaderamente, si en la víspera era el Zaqueo «un pecador» como le echaba en cara la multitud, es a la sazón un modelo de caridad, de abnegación y de fe!

46. «Jesús, dice el Evangelista, añadió en seguida esta parábola, atento a que se hallaba vecino a Jerusalén, y las gentes creían que luego se habla de manifestar el reino de Dios. Dijo, pues: Un hombre de ilustre nacimiento marchose a una región remota para recibir la investidura del reino, y volver con ella. Con cuyo motivo, habiendo convocado a diez de sus criados, dioles diez minas927, diciéndoles. Negociad con ellas hasta mi vuelta. -Es de saber, que sus naturales le aborrecían; y así, despacharon tras de él embajadores, diciendo: No queremos a ése por nuestro rey. -Mas habiendo tomado posesión del reino, volvió e hizo llamar los criados a quienes había dado su dinero, para informarse de lo que había negociado cada uno. -Vino, pues, el primero y dijo: Señor, tu mina ha adquirido diez minas. Y el Señor le dijo: Bien está, buen criado, ya que en esto poco has sido fiel, tendrás mando sobre diez ciudades. Llegó el segundo, y dijo: Señor, tu mina ha dado cinco minas. Dijo asimismo a éste: Tú tendrás también el gobierno de cinco ciudades. Vino otro y dijo: Señor, aquí tienes tu mina que he guardado envuelta en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre de un natural duro y austero, tomas lo que no has depositado, y siegas lo que no has sembrado. -El príncipe respondió: ¡oh mal siervo! por tu propia boca te condeno: sabías que yo soy un hombre duro y austero, que me llevo lo que no deposité, y siego lo que no he sembrado: ¿pues cómo no pusiste mi dinero en el banco para que yo en volviendo lo recobrase con los intereses? Por lo que, dijo a los que estaban presentes: Quitadle la mina,   —578→   y dádsela al que tiene diez minas. -Pero, Señor, exclamaron, ¡si tiene ya diez minas! Respondió el Señor: Dígoos, que a todo aquel que tiene, dársele ha, y se hará rico; pero al que no tiene, aun lo que parece que tiene se le ha de quitar. Pero en orden a aquellos enemigos míos que no me han querido por rey, conducidlos acá y quitadles la vida en mi presencia928».

47. «De cada rasgo de los discursos más auténticos de Jesús resulta, que no tuvo conocimiento alguno del estado general del mundo, escribía ha poco un literato. Parece que ignoraba el nuevo estado de sociedad que inauguraba su siglo. No tuvo idea alguna del poder romano, habiendo llegado solamente a él el nombre de «César929». Esto es correcto como una lección de profesor a un escolar de vigésimo Orden; el cinismo del sacrilegio afecta aquí los aires del pedantismo más estirado, en su proverbial ignorancia. Perdónesenos por esta vez la explosión de un sentimiento que hemos podido comprimir hasta aquí, en ciertos límites. Pero si es permitido a un retórico ultrajar así al Dios de los cristianos y al hombre más grande de la historia para los mismos racionalistas, debe permitirse la indignación a un cristiano que adora a Jesús como Dios, y que le encuentra, como hombre, superior a todo cuanto puede concebir la humanidad. Y ahora, diremos al sofista, ¿habéis leído por acaso la parábola de las diez Minas de plata? ¿La habéis comprendido? ¡Qué inverosimilitud en el tema evangélico! Parte un pretendiente a recibir la corona en una región extranjera, y le envían los habitantes mismos del país una embajada encargada de decirle: «¡No queremos que este hombre reine sobre nosotros!» El nuevo emperador de Méjico parte en este momento para sus remotos Estados, ¿cómo imaginar que alarmada la Germanía, le haga seguir a su futura capital de una diputación que le diga: la Alemania no quiero que el archiduque Maximiliano suba hoy al trono de Viena? No es posible que cupiera semejante concepción política en la cabeza de un demente. Tal es, no obstante, dicen los racionalistas, la idea de la Parábola. Los compatriotas del pretendiente del Evangelio son realmente los que protestan contra él, cuando deberían, por el contrario juzgarse sobrado felices en verse desembarazados de su odiosa presencia. Es inexplicable el paso que dan; y no obstante, el pretendiente   —579→   coronado vuelve a ejercer su tiranía en su propio país, y quita la vida a los desgraciados que se han permitido combatir sus ambiciosos designios. ¡Cómo hallar en todo esto la apariencia de alguna noción de política! Indudablemente, pues, «Jesús no tenía conocimiento alguno del estado general del mundo; y juzgada su argumentación según las reglas de la lógica aristotélica, era muy débil». Pues bien, esta parábola inverosímil, incoherente, ininteligible, es la historia verdadera, exacta y luminosa de las relaciones políticas de la Judea con el poder romano en tiempo de Nuestro Señor Jesucristo «El hombre de noble raza que parte a una región lejana a recibir la regia investidura», tenía para todos los oyentes de la Parábola, un nombre muy conocido. Su tiranía, impuesta en un principio, y quebrantada en seguida por el poder del César, era para los Judíos uno de los acontecimientos más importantes de su historia contemporánea, habiendo sido su resultado la pérdida de su independencia nacional, la extinción de la monarquía jerosolimitana, y la reducción de la Palestina a provincia romana. Aquí se alude a Arquelao, hijo de Herodes, el Idumeo, que debió embarcarse en Joppé, y volver a Italia a solicitar del emperador Augusto la confirmación del testamento paterno y la investidura del reino de Judea930. Ya hemos trazado más arriba este episodio. Las circunstancias eran críticas. La degollación de los tres mil Hebreos bajo los Pórticos del Templo, mandada por Arquelao, había levantado un grito de indignación en toda la Palestina. Por todas partes se hallaba armado el pueblo. Arquelao, antes de su partida, había confiado sus tierras, sus bienes muebles y los tesoros de su padre a algunos amigos y servidores fieles, entre los cuales nombra Josefo al oficial Filipo, que defendió, durante la ausencia del príncipe, con riesgo de su vida, las sumas que se le habían entregado, contra la rapacidad de Sabino, gobernador de Siria931. Estos pormenores históricos son el comentario vivo de las palabras del Evangelio: «Habiendo llamado a diez de sus criados, entregó a cada uno una mina, diciendo: negociad con ellas hasta que yo vuelva». Sin embargo, una diputación de cincuenta Judíos había seguido a Arquelao a Roma. Agregaron a ella los ocho mil Hebreos fijados en la capital del mundo, y todos juntos se postraron a los pies de Augusto, suplicándole   —580→   que los desembarazase para siempre de la dinastía de Herodes. Herodes, dijeron ellos, no fue un rey, sino un monstruo. Si pudiera reinar sobre los hombres una fiera, sería menos cruel. Esperábamos de su hijo Arquelao una conducta más prudente y moderada, y ha respondido a nuestra esperanza con la degollación de tres mil Hebreos, en el recinto del Templo de Jerusalén932». Tal es el discurso que pone el historiador Josefo en boca de los embajadores judíos. La Parábola lo resume en una fórmula más concisa y no menos enérgica: «No queremos que reine este hombre sobre nosotros». Sabido es que la política imperial, sin consideración a la protesta de todo un pueblo, confirió al pretendiente el título de Etnarca de la Judea. Arquelao volvió, pues, como señor irritado, a un país que entregaba a su tiranía la investidura concedida por César. Sació de riquezas y de honores a todas sus hechuras, haciendo caer sobre el partido de la oposición todo el peso de su resentimiento y de sus venganzas, hasta que acarreó la misma exageración de sus crueldades su propia ruina y la de la nacionalidad hebraica. Por eso en la Parábola le hace decir el Salvador: «¡Tú sabias que yo soy un Señor implacable que tomo lo que no he depositado, y que siego lo que no he sembrado!»

48. He aquí cómo «no tuvo Jesús conocimiento alguno del estado general del mundo, ni idea alguna exacta del poder romano». Es manifiesta la aplicación de la Parábola al reinado del Salvador. El Hijo de Dios descendía del cielo para venir a buscar en esta región lejana y terrestre, una regia investidura. Iba a Jerusalén a oír los gritos de reprobación de una multitud ciega. «No queremos, dijeron los Judíos, que reine este hombre sobre nosotros». Su trono, será una cruz; su diadema una corona de espinas; su advenimiento la muerte. Y no obstante, vendrá un día con el aparato de la majestad suprema, y pedirá una severa cuenta a los que hayan recibido el depósito de sus enseñanzas, de su doctrina y de sus luces. La mina de plata de la Parábola evangélica, es el don de la fe, confiado por el divino Maestro a la responsabilidad de cada conciencia. Es preciso que fructifique el sagrado depósito en nuestras manos. ¡Desdichado el mandatario negligente e infiel que haya enterrado su tesoro, durante la ausencia del monarca! Al regreso,   —581→   le abrumará el Juez supremo con su cólera, así como vengará en sus enemigos su sediciosa oposición. Al Nolumus hunc regnare super nos, responderá la sentencia que ha de entregar a los malditos al eterno imperio de Satanás.

49. «Al salir de Jericó Jesús y sus discípulos, seguidos de una multitud inmensa, dice el Evangelista, un ciego llamado Bartimeo (hijo de Timeo) se hallaba sentado junto al camino pidiendo limosna. Y sintiendo el tropel de la gente, preguntó qué novedad era aquella. Dijéronle que Jesús Nazareno pasaba por allí de camino. Y al punto se puso a gritar: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí. Los que iban delante, le reprendían para que callase. Pero él levantaba mucho más el grito: Hijo de David, ten piedad de mí. Parose entonces Jesús y mandó traerle a su presencia. Llamaron, pues, al ciego, diciéndole: Ea, ten confianza, levántate que te llama. A estas palabras, arrojando al suelo su capa al instante, se puso en pie y vino a Jesús. Cuando Jesús le tuvo ya cerca, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? -El ciego le respondió: Señor, haz que yo vea. Y Jesús le dijo: Anda, que tu fe te ha salvado. Y el ciego vio al momento, y se puso a seguir a Jesús por el camino, dando gloria a Dios. Y todo el pueblo, testigo del milagro, alabó al Todo Poderoso933». Nuestros literatos se lisonjean de haber resumido imparcialmente este hecho evangélico en las tres líneas siguientes: «Al salir de la ciudad el mendigo Bartimeo le dio sumo gusto, llamándole obstinadamente 'Hijo de David', no obstante intimársele que callara934».

50. El divino Maestro prosiguió su camino a Jerusalén en medio de ovaciones triunfales y sembrando milagros a su paso. La excomunión del Sanhedrín fue impotente ante el entusiasmo popular, y las precauciones que quisieron tomar los discípulos desde luego contra manifestaciones que comprometían, tales como los clamores del mendigo Bartimeo, llegaban a ser inútiles. Todos debieron creer que se iba camino de un trono. Sólo Jesús sabía que iba al Gólgota. «Seis días antes de la Pascua935, continúa el Evangelista, volvió Jesús a Bethania, donde había muerto Lázaro, a quien resucitó Jesús. Durante su permanencia allí, le dispusieron una cena en casa de Simón el Leproso. Marta servía y Lázaro era uno de los   —582→   que estaban a la mesa. Y durante la cena, María, llevando en la mano un vaso de alabastro lleno de un perfume precioso de ungüento de nardo puro936, se acercó al triclinio en que estaba reclinado Jesús, quebró el vaso de alabastro y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús, ungiendo también sus pies, que enjugó con sus cabellos, y se llenó la casa de la fragancia del perfume. Indignáronse algunos de sus discípulos de esta profusión, y Judas Iscariote, uno de los doce Apóstoles, aquel que había de entregar a su Maestro, dijo: ¿Para qué esta prodigalidad de un perfume que se hubiera podido vender en más de trescientos denarios para limosna de los pobres? Esto dijo, no porque él pasase algún cuidado por los pobres, sino porque era ladrón; y teniendo la bolsa, quitaba el dinero que entraba en ella. Pero Jesús, conociendo estos murmullos, les dijo: ¿Por qué censuráis a esta mujer? La obra que ha hecho conmigo, es buena y laudable; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, y podéis hacerles bien (o darles limosna) cuando quisiereis; mas a mí no me tendréis siempre. Al verter sobre mí este perfume, se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo, que do quiera que se predicare este Evangelio por todo el mundo, se contará también en memoria o alabanza de esta mujer lo que acaba de hacer937».

51. Hay en la narración del festín de Bethania supuestos tales como nos ha suministrado en gran número el estudio del sagrado texto y que son otras tantas pruebas intrínsecas de autenticidad. La Caena, es decir, la comida de la noche, es ofrecida con gran pompa al divino viajero. Jesús llegaba a Bethania el sexto día antes de la Pascua, es decir, el 7.º del mes de Nisan (8 de abril) que caía aquel año en viernes. Pues bien; la cena de la noche del viernes, conforme a la costumbre judaica que contaba los días de   —583→   una puesta del sol a otra, se llamaba la Cena del Sábado, y era siempre más solemne que las demás. Ocho días después, se ofrecía únicamente por alimento al Hijo del hombre la hiel y el vinagre del Gólgota. La pequeña ciudad quiere obsequiar dignamente en esta ocasión la llegada del Salvador. El Evangelista lo da a comprender suficientemente, indicando que fue la cena obra de los habitantes. Fecerunt autem ei caenam ibi. Pero ¿por qué este universal afán? Si como pretenden los racionalistas, no hubiera sido más que una farsa de familia, representada hábilmente por Marta y María, es evidente que se hubiera sospechado algo en aquella pequeña población. Había en Bethania, como en cada una de nuestras aldeas, entendimientos perspicaces y rebeldes a la seducción, que hubieran adivinado el fraude, y en tal caso se hubiera dejado a la familia que se jactaba de haber sido objeto del pseudo milagro, el honor muy equívoco de ofrecer la hospitalidad al pretendido taumaturgo. Mas, por el contrario, la aldea de Bethania procura una ovación al Salvador. Fecerunt autem caenam ibi. Elígese la casa más considerable de la población, la de Simón el Leproso. ¿Quién era Simón el Leproso? Si recordamos las rigurosas prescripciones de la ley mosaica, relativamente a la lepra, hay motivo para creer, que había sido invadido de esta horrible enfermedad. Había, pues, sido leproso, pero no lo era ya; y según la tradición de todos los Padres, debía su curación a la omnipotencia de Jesús. Uno de los convidados es Lázaro, el resucitado. Marta, su hermana, quiere servir por sí misma, y María derrama sobre la cabeza del Salvador un vaso de alabastro, lleno de un perfume de nardo, de valor de más de trescientos denarios938. Si no hubo resurrección en Bethania, si jamás curó Jesús leprosos, ni verificó un solo milagro, todo esto es ininteligible. Sin embargo, el texto del Evangelio lleva en cada línea un testimonio irrecusable de veracidad. Supóngase que se quiere ofrecer hoy un festín a un huésped distinguido; ¿quién pensaría nunca en derramar sobre su cabeza, en medio de la comida, un ungüento perfumado? Entre los Judíos era costumbre en los banquetes solemnes, ungir de esta suerte la cabeza del Rabbi que los presidía. María Magdalena celebra la llegada del divino Maestro como el acontecimiento más feliz. La acción espontánea de Magdalena   —584→   se explica, pues, por las costumbres locales. Pero ¿por qué romper el vaso de alabastro en vez de abrirlo solamente para derramar su contenido? El alabastro era entre los antiguos, así como entre nosotros, una materia preciosa, que no se prodigaba inútilmente. En aquel tiempo lo monopolizaba la ciudad de Tiro, pues según dice Plinio el naturalista, tallábase allí y se hacían vasos que tenían la propiedad de conservar admirablemente los perfumes939. Sin embargo, María Magdalena quiebra el vaso precioso: Fracto alabastro. Era costumbre judaica en los festines suntuosos, romper un vaso de valor; acción simbólica que debía recordar a los convidados la fragilidad humana y la corta duración de los goces o alegrías de la vida940. En esta circunstancia, la copa quebrada en Bethania tenía una significación que determina aun más el mismo Jesús. Mientras murmura Judas, el ladrón y el traidor, de esta prodigalidad, llama el Salvador la atención de los oyentes sobre su muerte próxima. Anuncia que María no podrá tributarle otros deberes sepulcrales que este embalsamamiento anticipado; y añade, que no perderá jamás el mundo la memoria de este acto de adicta y respetuosa ternura. Profecía dupla, que se verifica en su primer parte con ocho días de intervalo, y en su segunda parte se efectúa aun a nuestra vista, y no ha cesado de realizarse en un período de diez y ocho siglos. La Iglesia Católica celebra la piedad de Magdalena, la perpetúa en su seno, y no cesa de derramar preciosos perfumes a los pies del Dios de la Eucaristía.

52. El día siguiente, sábado, permaneció Jesús en Bethania. Sabiendo una multitud de Judíos que estaba allí, dice el Evangelio, vinieron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Por eso los Príncipes de los Sacerdotes deliberaron quitar también la vida a Lázaro, visto que muchos de los Judíos, por su causa, se apartaban de ellos, y creían en Jesús941. «Tal fue la sentencia de excomunión pronunciada por el Sanhedrín contra Lázaro. El Talmud refiere, dice el doctor Sepp, que al día siguiente de la llegada de Jesús a Bethania, habiéndose divulgado esta noticia por Jerusalén, envió allí el Gran Consejo a dos de sus miembros, Ananías y Azarías, con el fin de tenderle   —585→   algún lazo. Estos dos emisarios llegaron hasta Nobé, población sacerdotal, situada al Oeste y muy próxima a Bathania, pues es verosímil que no se atrevieran a entrar en una población en que se aclamaba al Salvador. Es digno de notarse que la antigua aldea de Nobé, en cuyo solar todavía subsisten algunas cabañas, lleva aún hoy entre los Árabes el nombre de Villa de Jesús, sin que se encuentre nada en el Evangelio que pueda ilustrarnos sobre el origen de este nombre942».

53. «Al día siguiente943, dice el Evangelista, acercándose Jesús y sus discípulos a Jerusalén, luego que llegaron a la vista de Bethphagé al pie del Monte de los Olivos, despachó Jesús a sus discípulos, diciéndoles: Id a esa aldea que se ve en frente de vosotros, y a la entrada encontraréis un jumentillo en el cual nadie ha montado hasta ahora, atado junto a su madre. Desatadlos y traédmelos. Y si alguno os pregunta ¿por qué le desatáis? contestad: El Señor lo ha menester; y al instante se os los dejará llevar. Todo esto sucedió en cumplimiento de lo que dijo el Profeta: Decid a la hija de Sión: mira que viene a ti tu rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino944». Los dos discípulos hicieron lo que Jesús les mandó, y hallaron el pollino atado junto a su madre ante la puerta de Bethphagé en la confluencia de dos caminos; y estando desatándole, algunos de los que estaban allí, les dijeron: ¿Qué hacéis? ¿Por qué desatáis ese pollino? Lo necesita el Maestro, contestaron los discípulos, conforme a lo que Jesús les había mandado, y se lo dejaron llevar. Y trajeron el pollino a Jesús seguido de su madre, y habiéndolos aparejado con los vestidos de ellos, montó Jesús en él945. Entre tanto la multitud que acudía de Jerusalén para la fiesta de Pascua, habiendo sabido que llegaba Jesús, salió de la ciudad llevando ramos de palmas en las manos, y fueron a su encuentro, exclamando: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en nombre el Señor! Y las gentes tendían sus vestidos por el camino y cortaban   —586→   ramas u hojas de los árboles, y las esparcían por donde había de pasar. Y estando ya cercano a la bajada del Monte de los Olivos, todos los discípulos en gran número comenzaron a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto, diciendo: ¡Bendito sea el rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas del firmamento! Y las gentes, tanto las que iban delante como las que iban detrás, clamaban diciendo: ¡Hosanna946 al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el reino de nuestro padre David que vemos llegar ¡Hosanna en lo más alto de los cielos! -Algunos de los Fariseos que iban entre la gente, dijeron a Jesús: ¡Maestro, haz callar a tus discípulos Respondioles él: En verdad os digo, que si éstos callan, las mismas piedras prorrumpirán en aclamaciones. -Al llegar cerca de Jerusalén, poniéndose a mirar esta ciudad, derramó lágrimas sobre ella, diciendo: ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! que matas a los profetas y apedreas a los que a te son enviados; cuantas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo sus alas, y tú no lo has querido947. ¡Ah! si por lo menos conocieses en este día que se te ha dado lo que puede atraerte la paz o felicidad; mas ahora, está todo ello oculto a tus ojos. ¡Porque vendrá para ti un tiempo en que tus enemigos, te circunvalarán, y te rodearán de contramuro, y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán con los hijos tuyos que tendrás encerrados dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre   —587→   piedra, por cuanto has desconocido el tiempo en que Dios te ha visitado948 -Después de haber hablado así, continuó su camino. Entrado que hubo en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad, diciendo muchos: ¿Quién es éste? -A lo que respondían las gentes: ¡Éste es el Profeta Galileo, Jesús de Nazareth! -Así fue como hizo el Señor su entrada en el Templo. Y al llegar a él, echó fuera a todos los que vendían allí y compraban, y derribó las mesas de los banqueros o cambiantes y las sillas de los que vendían palomas, y les dijo: Escrito está: Mi casa será llamada casa de oración; mas vosotros la tenéis hecha una cueva de ladrones. -Al mismo tiempo le fueron conducidos varios cojos y ciegos que estaban en los pórticos del Templo, y los curó. Los Príncipes de los Sacerdotes y los Escribas buscaban el medio de perderle, pero temían atacarle, porque le demostraba su admiración la multitud. Testigos, pues, de las maravillas que hacía y oyendo a los mismos niños aclamarle en el Templo, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David, le dijeron: ¿Oyes estas aclamaciones? Jesús les respondió: Sí, por cierto. Pues ¿qué no habéis leído jamás la profecía: De la boca de los infantes y niños de pecho es de donde sacaste la más perfecta alabanza949? «Si estos niños callaran las mismas piedras hablarían. -Y siendo ya tarde, salió Jesús de la ciudad de Bethania950».