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«Algunos autores designan con este nombre las diez ciudades siguientes: Cesárea de Filipo, Azor, Cedes, Nephtalí, Sepheth, Corozain, Cafarnaúm, Betsaida, Jotapata, Tiberiades y Bethsan o Seythopolis» (De Saley, Dict. de las Antig. bibl., pág. 202.)

 

552

Luc., VI, 17-19; Math., IV, 24, 25.

 

553

Math., V, 1, 16.

 

554

Los Hebreos tenían dos clases de tribunales. El primero se componía de veinte y tres personas: los Judíos modernos le llaman el Pequeño Sanhedrín; se hallaba establecido en todas las ciudades algo notables de la Judea, y conocía de todos los delitos ordinarios. A este tribunal alude Nuestro Señor con el nombre de Consejo. El segundo se componía de setenta jueces y de un presidente. Era el tribunal supremo que entendía de las causas mayores o más graves. Los Judíos le llamaban Concilio o Gran Sanhedrín (Sune/drion). Los Escribas, es decir, los doctores de la ley y los Fariseos, muy numerosos en Judea, pretendían que el homicidio era el único crimen, propiamente dicho, de que pudiera hacerse un hombre culpable, considerando las otras faltas como simples delitos. Su moral era, pues, bastante semejante a la del indiferentismo moderno, que expide* una patente de honor a quien no ha matado ni robado. Pero la doctrina de Jesucristo es muy diferente. Cualquiera que se abandona a un impulso de cólera sobre su prójimo, es culpable ante Dios, y comete una falta, cuya gravedad es del mismo género que la de los delitos ordinarios sometidos a la represión del Consejo o Pequeño Sanhedrín (th= kri/sei). Si agrega a la cólera el desprecio, demostrado con el término ofensivo roca (hombre despreciable), se agrava su falta y adquiere las proporciones de las que tenía que castigar el gran Sanhedrín (tw= sunedri/w). Finalmente, si agregaba al desprecio el ultraje demostrado entre los Judíos con la palabra Fatuo (Mwre/), tomada en el sentido de impío, llegaba la falta a su último límite, como las que castigaba el Sanhedrín con el suplicio del fuego. En la interpretación de este pasaje, hemos seguido el texto griego de San Mateo. La traducción de la Vulgata se prestaría más a una confusión de las dos jurisdicciones establecidas entre los Judíos. Como quiera que sea, aquí se indica por Nuestro Señor Jesucristo claramente la gradación entre las faltas espirituales, apreciándose, midiéndose y juzgándose su grado de culpabilidad. He aquí por qué tiene por todas partes la Iglesia tribunales en que se juzgan y gradúan los pecados de los hombres. [Mw/re en el original (N. del E.)]

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* [«pide» corregido de la fe de erratas del original (N. del E.)]

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Quadrantem « kodra/nthj» (), moneda que valía la cuarta parte de un As romano, El As, en tiempo de Nuestro Señor Jesucristo, valía cerca de cinco céntimos de nuestra moneda actual. Los lectores que hayan tomado seriamente la afirmación de un sofista moderno: «Jesús no sabía el latín», quedarán sin duda grandemente admirados al hallar una expresión tan exactamente latina en el sermón de la Montaña. [ kodra/nthn en el original (N. del E.)]

 

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Ponemos en nota las explicaciones exegéticas, para no interrumpir el admirable contexto del sermón de la Montaña. No debe separarse del contexto la fórmula: «Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo; si tu mano derecha te escandaliza, córtatela». El Salvador habla aquí de la pasión más tiránica, cuya violencia era imposible pintar de una manera más perceptible. El ojo, la mano, ¿qué es esto para el desgraciado esclavo que sacrificaría mil vidas al objeto de su ciego y criminal ardor? He aquí por qué, el Dios que sabía el barro de que había formado el corazón del hombre, se sirve de este enérgico lenguaje. Opone al furor de las pasiones, el heroísmo del sacrificio y a las llamas de la voluptuosidad, que conducen a las del infierno, el fuego de una generosa y santa mortificación.

 

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Deuter., XXIV, 1.

 

558

Math., V, 16-32. El repudio entre los Judíos, había sido escrito en la ley por una condescendencia divina: Ad duritiam cordis, como dijo en otra parte el mismo Jesucristo (Math., XIX, 8). No fue así en su origen; Ab initio autem non fuit sic (Id. Ibid). El Salvador estableció, pues, aquí la indisolubilidad del matrimonio, exactamente en los mismos términos con que la Iglesia Católica lo ha sostenido siempre, a pesar de todas las ciegas recriminaciones de las pasiones humanas. La cláusula de excepción formulada por Jesucristo, se conserva hoy por la Iglesia, aunque no se encuentra ya en nuestros códigos. Quien desee meditar seriamente este asunto que ha fijado la atención de los más grandes legisladores, no tardará en convencerse de la profunda sabiduría de la cláusula excepcional. No se puede añadir ni quitar nada al Evangelio, sin precipitarse en abismos.

 

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Exod., XX, 7; Levit., XIX, 12; Deuteron., V, 14. Los Escribas y los Fariseos habían abusado del mandamiento mosaico: «No tomarás el nombre de Dios en vano», hasta el punto de enseñar ex profeso, que era permitido engañar a los extranjeros con toda clase de juramentos, con tal que no se prestaran bajo el nombre sagrado de Jehovah. Así, sostenían que no obligaba absolutamente a nada jurar por el Templo do Jerusalén, por el Altar de los holocaustos, por la tierra o por el cielo. Sabido es cuál era en la antigüedad la religión del juramento. La interpretación farisaica de la ley, restringiendo a solo el nombre de Jehovah la obligación absoluta de sostener una promesa, suministraba a los Judíos un pretexto muy cómodo para violar todos sus empeños. Así es, que tenían, como tienen actualmente, una marcada inclinación por la predicción mosaica: «Abrumarás al extranjero con el peso de la usura» Faenerabis gentibus (Deuteron., XV, 6; XXIII, 19; XXVIII, 12). Así tenían en el mayor aprecio una doctrina que los ponía de acuerdo con su conciencia, autorizándoles para prodigar, respecto de los Romanos, de los Griegos y de todos los paganos en general, las fórmulas de juramento más terribles y más explícitas. Éstos, al oír jurar a un judío por el Templo de Jerusalén, se creían asegurados suficientemente, y el hijo de Jacob especulaba con su credulidad, aplaudiéndose de sus farisaicos subterfugios.

 

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Caelum sedes mea (Isa., LXVI, 3).