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Historia del año 1883

Emilio Castelar






ArribaAbajoCapítulo I

Antecedentes necesarios


Antes de convertir los ojos al año que nos proponemos historiar, describiremos los meses últimos del año anterior como premisa indispensable al desarrollo lógico de nuestro importante trabajo, y sin más exordio, entramos de lleno en los asuntos de mayor interés político.

Porfían los cortesanos del Pontífice, pues hasta ellos alcanzan las competencias de nuestra vida, por interpretar cada cual a su guisa, y todos a derechas, el pensamiento inefable contenido en la conciencia infalible de su enorme oráculo. En otros tiempos, tales porfías, dada su magnitud, empeñaríanse por los claustros o por las aulas; mas en este nuestro siglo se urden y empeñan, natural resultado del tiempo presente, por las columnas de los periódicos diarios. Il Observatore Romano pareció, quizás a causa de su vetustez, sobradamente inclinado a la reacción, y se publicó hace poco L'Aurora, más inclinado en su nacimiento a las conciliaciones. Ahora se conoce que no ha bastado L'Aurora como intérprete veraz de las ideas abrigadas en las cimas del Vaticano, y se funda otro diario que lleva por nombre Il Godofredo. Parecía que, dada la inmarcesible aureola cuyo nimbo rodea las sienes del rey virgen y santo, su nombre místico estaba destinado, en el vocabulario eclesiástico, a expresar cosas más bien sobrenaturales que naturales, perdidas allá en las cimas del cielo y en los misterios de la eternidad; algo como esos espíritus puros, etéreos, invisibles, los cuales traen el aliento creador a los mundos o llevan al Empireo el eco de la plegaria universal, en sus continuos aleteos y en sus descensos de lo infinito a lo finito y en sus ascensiones de lo finito a lo infinito. Mas hanlo pensado de otra suerte los buenos eclesiásticos vaticanos, y acaban de lanzar un prospecto poniendo a Godofredo por cobertera...¿de qué? preguntaréis. Pues de una lotería. Convencidos, sin duda, los piadosos sacerdotes de que no basta con la santidad incomunicable de sus ideas y con la virtud indecible del nombre adoptado para llamar suscritores, han decidido repartir a cuantos se abonen unos billetes que, si os tocan alguna vez, os dan derecho a decir tal o cual número de misas, después de las cuales puede caer sobre vuestra frente pecadora tanta lluvia de indulgencias que os regeneren y os den la santísima bienaventuranza. No he visto jamás combinación tan bien urdida como la mezcla y aligación de los arrebatos y arrobamientos y éxtasis religiosos con cosas tan mezquinas de suyo como los juegos de azar. Si el fomento de la lotería es todo lo que tienen a mano esos eclesiásticos para conducirnos al cielo, tememos que sus crédulos suscritores vayan a dar en las garras de Satanás, por haberse alzado a mercaderes como aquellos despedidos por Jesús de la eterna casa de su padre. Y luego se maravillan estos señores de la general impiedad, cuando ellos arrojan los cálices a la fundición donde se acuñan las monedas.

Nadie ha pugnado como yo para que la democracia reconociese de grado su origen evangélico y acatase a la Iglesia católica en vez de promover disentimientos religiosos, propios tan sólo para sembrar guerras en los ánimos y detener y retardar el movimiento de todos los progresos. Pero debo decir sin reserva que muchos de los conflictos lamentados provienen de la enemiga del clero a las públicas libertades y al espíritu moderno. Esos obispos, que percibiendo un sueldo de la República y gozando las preeminencias ofrecidas por un Estado tan poderoso como el Estado de Francia, desacatan la civil autoridad tanto como los demagogos y atizan la guerra civil tanto como los legitimistas, ¡oh! parecen resueltos en conciencia y adrede a quitar almas a la religión y tender el desierto en torno de los altares católicos. Creeríamos imposible que uno de los prelados del Mediodía se haya, en su fanatismo, atrevido a celebrar la fiesta del último triste vástago de los Borbones franceses como si aún estuviera en el trono.

Hay más, mucho más todavía, igualmente nocivo a la Iglesia y al Estado, en las cóleras episcopales, tan contrarias a la mansedumbre y caridad evangélicas. Como dijera, no ha muchos días, al obispo de Angers, a Freppel, prelado batallador en la Cámara, uno de sus colegas que dependía del Estado, inconvenientemente que sólo dependía del Papa. ¿Cómo es eso? Pues hay que renunciar al sueldo percibido de las arcas del Tesoro, y al nombramiento hecho por el Presidente de la República, y al presupuesto votado por las dos Cámaras, y a las garantías ofrecidas por un Estado democrático, de quien se reciben todas las prerrogativas y todas las preeminencias, pero a quien no se le cumplen las obligaciones y los deberes en la correspondencia natural de oficios que lleva consigo todo cargo público. Es de justicia: si el clero se aferra, con demencia verdaderamente suicida hoy, al proceder de otros tiempos, irreconciliable con la libertad y la democracia modernas, él y sólo él recogerá la cosecha de males contenida en tan perversa siembra, y continuará la obra tremenda de aislar en la cima de los panteones góticos de la Edad Media el Pontificado y la Iglesia.

Los tiempos no están para que las aristocracias religiosas arriesguen muchos intereses y desafíen a muchas batallas. En el seno de las sociedades más pagadas de su tradición siéntense impulsos a soluciones que parecían privativas de las escuelas más radicales y más utópicas. En parte alguna del mundo tienen la Iglesia establecida y el patriciado histórico arraigo como el que alcanzan ambas instituciones antiguas en el semirealengo y semialodial suelo de Inglaterra. Mezclado el protestantismo y sus ideas, como la nobleza y sus privilegios, al desarrollo mismo de la libertad, confúndense con la nación y su historia, con el derecho y su vida, con el Estado y su independencia. Cuando acudís a la Cámara Alta o a la catedral de San Pablo en Londres, y notáis el supersticioso culto que allí rodea el santuario de la nobleza y del clero, diríaisles eternos, pues al desarraigarlos de la sociedad creeríais desarraigar también la nación del planeta o al pueblo inglés de la nación. Y nos engañamos nosotros mucho en todos nuestros presentimientos, si las reformas discutidas ahora para el interior régimen de los Comunes no tienden a evitar, más que las obstrusiones irlandesas, las obstrusiones conservadoras, en los altos y trascendentes cambios preparados por el primer ministro a favor de la democracia, como cumplimiento a sus compromisos con los radicales y como compensación a la política imperial y conservadora seguida por fuerza en los asuntos egipcios.

Las Cámaras están circuidas en Inglaterra de una tradición tan sagrada como la liturgia secular en los antiguos templos. Huelen a historia los Parlamentos ingleses, como huelen a incienso las catedrales católicas. El sargento de armas; el saco de leña; el blasón áureo; el speatler, con su túnica de mangas perdidas y su peluca empolvada; la maza histórica sobre la mesa presidencial; el capellán de las Cámaras; el reglamento, escrito más en la memoria que en los libros; las fórmulas de rito, en sí tan sagradas como las antiguas fórmulas de jurisprudencia romana: todo esto constituye una especie de vida histórica, en la cual arraiga mucha parte de la fortaleza obtenida por el régimen inglés, como asentado de antiguo sobre bases verdaderamente inconmovibles y tallado en la razón pública y en el tiempo eterno, coordinando así la fuerza del derecho con la fuerza de la tradición y de la historia. Pues en todo eso ha puesto mano el primer ministro con audacia digna de un tribuno revolucionario y de un Bautista radicalesco. Cualquier partido, cualquiera, podrá detener una reforma en el Parlamento inglés con sólo proponerse prolongar indefinidamente las discusiones. Así, medidas tan beneficiosas como la abolición de la trata, o como la emancipación de los esclavos, o como la libertad de los católicos, o como las prestaciones del juramento litúrgico, han tardado lustros y lustros, detenidas por una libertad de discusión que se perpetuaba indefinidamente, como no concluyesen por imponerse con su imperio incontrastable las santas indignaciones del voto público apoyado en el juicio claro y explícito de la pública conciencia. Pues bien; ahora las discusiones del Parlamento inglés, las discusiones eternas, se concluirán y terminarán cuando lo resuelva la Cámara por simple mayoría. En vano hase presentado una tras otra enmienda en requerimiento y logro de algún respeto para la tradición y la historia. En vano se ha querido que las dos terceras partes del Congreso y no la mayoría pura y simple decidieran la terminación o clausura del debate. Su primer ministro ha mostrado una entereza rayana en la tenacidad, y la clausura por simple mayoría se ha decidido ya, después de largos y tempestuosísimos debates. El partido irlandés, cuyas obstrusiones sistemáticas tanto han contribuido a esta radical y trascendente alteración, después de resistirse, ha concluido por ceder, sumándose a la mayoría, en previsión, o cuando menos presentimiento, de que a ninguna clase ni partido le interesa tanto como a los irlandeses el detener y contrastar las obstrusiones conservadoras.

En efecto, según mi sentir, el suelo de Irlanda es como un campo donde Gladstone, el gran reformador de nuestros tiempos, ensaya las reformas varias, aplicables después al suelo de Inglaterra. Parece la pobre nación maltrecha un desahuciado enfermo expuesto en clínica triste a las experiencias y ensayos de médicos audaces. Aquella Iglesia luterana, tan rica, eterno testimonio del triunfo de los sajones protestantes sobre los celtas católicos, obra de los nombres que señalan el engrandecimiento inglés, como Oliverio Cronwell, Guillermo de Orange, aquella Iglesia, especie de áureo clavo puesto sobre la frente de cada irlandés para significar su servidumbre, ha caído en nuestro tiempo, rota y deshecha por un estadista, que si ama exaltadamente a su patria, no cree necesario confundir el patriotismo con la tiranía y con la violencia. Las reformas sociales de Irlanda preparan también el movimiento social de Inglaterra. Gladstone, auxiliado en su oposición y en su gobierno por los radicales, siente y comprende que no basta para satisfacer a éstos una nueva política y se necesita una nueva sociedad más en armonía con el espíritu moderno y menos apegada de suyo a las rutinas aristocráticas y monárquicas. Y no sólo medita la destrucción de las vinculaciones y de los mayorazgos, con lo cual arrancará su raíz al trono y al patriciado, sino que también medita la asociación del arrendatario a la propiedad. Poco previsor será, muy poco previsor quien, después de haber visto el empeño de Gladstone por alterar el reglamento, no vea tras él otro empeño, mayor y más trascendental aún, dirigido contra las antiguas instituciones británicas, el mayorazgo en la propiedad, el clero privilegiado y la iglesia oficial, la Cámara de los Lores.

Confesamos que pocas obras políticas de la Europa contemporánea merecen tanto nuestro aplauso como la reforma de Irlanda por la iniciativa de Gladstone. Digan cuanto quieran sus enemigos, el primer ministro se ha interesado en su larga y gloriosa vida por los vencidos como no se interesara jamás ninguno de los repúblicos ingleses, en ningún tiempo de la historia. Últimamente aún, y con motivo del discurso pronunciado en la comida del Lord Corregidor, ha dicho con evangélica unción, cuyos acentos recordaban el lenguaje de los puritanos, cómo aguarda que la isla hermana, reconociendo sus esfuerzos por salvarla, entre de lleno en la vida del derecho. Al considerar que de quinientos crímenes agrarios cometidos mensualmente hace poco, han bajado ahora en estos meses últimos a cien, su ánimo se esparce y explaya como su esperanza y su fe se recrean mirando más despejados y tranquilos horizontes en los espacios de próximo y seguro porvenir. Mucho ha hecho con su palabra O'Connell por la tierra de su cuna y por la religión de sus padres en el grande y logrado empeño de la libertad completa de los católicos; pero ha hecho más Gladstone, con su reflexiva y madura voluntad, por una tierra y por una raza sometida y eternamente contraria por siglos de siglos a su propia patria, ¡sublime abnegación! la cual presta resplandores más vivos aun a la grandeza de su idea y a la santidad de su justicia.

Pero de vez en cuando sobreviene un caso, el cual asombra todas estas ideas y aterra y marchita las más lisonjeras ilusiones, como el atentado al juez Lawsson. Salía éste, conocido por su actividad en reprimir las rebeliones y castigar a los rebeldes, pocas tardes hace, a la hora de anochecer, con su obligado acompañamiento de dos guardas a caballo en armas, y a pie cuatro agentes encargados de atisbar cualquier amenaza y contener cualquier atentado. Nadie creería que pudiese un criminal atreverse a quien va guardado en sus salidas y en sus paseos de tan formidable suerte. Pues se han atrevido, y hubieran inmolado al juez en plena calle, como inmolaron a Cavendish en pleno parque, de no andar bien listos los agentes a impedir un crimen, arrancando de las manos del atrevido certero revólver, que llevaba ocho proyectiles de carga. El juez, al verse detenido así en medio de una calle concurrida, se desmayó, y esta es la hora en que no ha podido salir de la triste angustia que le causa el verse bajo tan aterradoras amenazas. Proceden contra sus intereses las gentes de Irlanda no aviniéndose a la política conciliadora de Parnell y no contentándose con las reformas alcanzadas hoy, gérmenes de otras superiores para mañana. Inglaterra es una demasiado grande nación y necesita, para su tranquilidad y reposo, de Irlanda. Cuantos han profetizado la decadencia británica de antiguo, han visto sus profecías burladas y desmentidas por los hechos. En una de las últimas sesiones parlamentarias aparecieron de pronto en la tribuna de los Comunes varios oficiales del ejército indio, llevados a Londres para presenciar una revista y recibir los homenajes debidos a su lealtad y arrojo en la campaña egipcia. Los hijos del Ganges, reyes un día del Oriente y siervos hoy del Occidente, hijos de aquellos que levantaron las primeras aras y vertieron las primeras ideas; padres de nuestra raza; tostados por el sol del Asia y del África, vestidos a la oriental, apareciendo allí como recuerdos vivos del Imperio guardado por la isla de las nieblas y de las sombras en la cuna del día y del sol, merecieron que la primera Cámara del mundo se levantara en peso, y volviéndose a ellos, entrados allí contra reglamento, como en Londres contra ley, pues tenían armas, les consagrase un ruidoso y fervorosísimo aplauso, muy semejante al rumor del antiguo Senado latino cuando entraban los representantes de las razas vencidas en el sacro templo de la Victoria Romana. Y aquellos aplausos indicaban algo más que un sentimiento de orgullo, indicaban una esperanza muy fundada y firme, la esperanza de poner algún día medio millón de hombres, traídos por los elementos de transporte mejores que han conocido los siglos, a cualquier campo de batalla donde se litiguen los intereses británicos. ¿No dice nada todo esto a los pobres irlandeses empeñados en el temerario imposible de vencer a su poderosísima dominadora la invencible nación inglesa? La resistencia es un suicidio, y el suicidio puede dar el descanso de la muerte a los individuos desesperados, pero no a las naciones inmortales.

La prueba del poder británico se halla en la cuestión egipcia. Destruyendo la intervención de Francia y acaparando el canal de Suez, tan sólo suscita protestas de fórmula y obstáculos de aparato. Últimamente ha mandado Inglaterra su embajador en Constantinopla, lord Dufferin, al Cairo, para demostrar cómo se ha concluido el supremo imperio de los sultanes en el antiguo dominio de los Faraones. El enviado pertenece a la estirpe de los experimentados estadistas británicos. Gobernador de las Indias por mucho tiempo, diplomático de Oriente ahora, en cargos tan importantes ha desplegado facultades dobles, la habilidad y la energía, difíciles de juntar en una sola personalidad y de constituir un solo temperamento. Al despedirse de la corte donde representaba un poder tan grande y tenía una tan legítima influencia, en guisa de los antiguos señores feudales, ha dejado como rehenes a sus dos hijos. Cosa difícil para tal diplomático, volver por los rehenes, después que haya de Turquía separado región tan hermosa y unídola por el vínculo de una indirecta conquista con el Imperio. Mas nadie se mete con los hijos de naciones que representan la conquista.

Y para ver cómo se agrava la británica sobre su Egipto, no hay sino seguir las manifestaciones varias del Gabinete inglés. En vano la oposición ha querido indagar lo porvenir y saber cuanto encerraba en las entrañas de sus ocultos propósitos la política dominante. A todas las interrogaciones Gladstone ha respondido con esos discursos largos y embrollados, los cuales, diciendo mucho, aún dicen menos que la reserva y el silencio. Maestro en la palabra, nadie le gana hoy allí a concretar las cuestiones o iluminarlas, si quiere darles concreción y luz. Pero nadie tampoco, en queriendo embrollarlas, gánale a confundirlas y oscurecerlas. Más fácil adivinar un enigma de los entallados por el tiempo antiguo en los obeliscos y en las esfinges sobre la pasada suerte del Egipto, que un discurso de Gladstone, confiado al aire de la Cámara, sobre la suerte por venir de nación tan extraña y tan caída en manos de los ingleses. Lo que sacamos de sus aseveraciones en limpio, es que las tropas de invasión subían a treinta y dos mil hombres, mientras las de ocupación se han reducido a unos doce mil escasos, los cuales quedarán allí por algún espacio de tiempo. ¿Y a cuánto este tiempo se alargaría? ¡Oh! Averígüelo Vargas. Nada tan relativo como el tiempo, que nunca se detiene. Los que cuentan cien años llaman jóvenes a los de cincuenta. Los siglos, comparados con la eternidad, son mucho menos que las gotas comparadas con el mar o las arenillas comparadas con el desierto. Puede -la ocupación prolongarse muchísimo si, como indican los menores indicios, deben pagarla de su peculio los vencidos, rehacios en aprontar tributos, y mucho más a los ingleses, quienes apenas perciben ni la mitad siquiera de lo percibido en los tiempos anteriores a su reciente dominación. El primer ministro ha comparado la ocupación británica del Egipto en 1882 con la ocupación europea de Francia en 1815, y no sabemos qué ha querido con tal comparación, si exaltar a sus africanos súbditos o dirigir maquiavélicas amenazas a sus contrariados vecinos al verlos tan tenaces en demandar una parte del despojo, si hubieran tenido en el combate parte. Hasta los periódicos ingleses más leídos resucitan el antiguo aforismo socrático y dicen que sobre la ocupación egipcia sólo saben que no saben nada.

Pero sabemos, si bien confusamente, cómo allá en el Sudán, tierra donde las corrientes del Nilo se pierden por completo entre los misterios que rodean sus ignorados manantiales, acaba de levantarse una cruzada fanática y supersticiosa contra los perros cristianos reunidos en el Cairo para devorar a los fieles musulmanes y contra el cobarde y traicionero Emir del Egipto, que consiente con calma la invasión y aún contento la obedece y acata. Jamás la idea nuestra, de antiguo connaturalizada con las lentitudes propias de la civilización moderna, podrá comprender cómo cuatro predicaciones al aire libre reúnen esas inmensas moles movibles de pueblos en armas, que se trasladan de un punto a otro, conducidas por la palabra de cualquier santón o por la gumía de cualquier guerrero, a irrupciones fatales y ciegas, semejantes a los giros del huracán en la soledad inmensa de los silenciosos arenales, tan áridos de vegetación como fecundos en profecías y en plegarias. A nosotros los españoles no deben decirnos qué sea eso, pues tenemos testimonios de todo ello grabados en nuestra historia de la Edad Media, y guardamos huellas todavía de tales plagas en las ruinas de nuestros santuarios y en las piedras de nuestros caminos. Un profeta del Islam, Abadlah, suscita los caudillos almorávides, a quienes industriara en sus dogmas y disciplinara con su látigo, lanzándolos, no sólo sobre las heréticas ciudades de la fiel Andalucía, sino sobre nuestros propios reyes en Zalaca, nefasto campo de terrible derrota; y otro profeta del Islam, Mahomed, simple atizador de lámparas en una mezquita, engendra los almohades, quienes allende y aquende nuestro estrecho se sobreponen a los almorávides y vencen también a nuestros reyes en Alarcos, batalla que les hubiese abierto el camino de Francia y demás pueblos europeos, a no interponerse nuestros padres, movidos por su valor, y obligarles a morder el polvo en los sangrientos picos de las Navas. Ya sabemos que todas estas irrupciones suelen adelantar y retroceder con la celeridad de cualquier fenómeno natural; pero también sabemos que suelen causar muchos daños, sobre todo si cuentan, como ahora, con la complicidad universal del Egipto, aún confiado en que Alah, por intercesión de Mahoma, les envíe cualquier mahedi encargado a un tiempo de su redención y de su venganza.

Es muy observada y atendida en el asunto egipcio la suerte de Arabi, ayer en las cumbres del Gobierno y hoy en las tristezas del cautiverio. La expectación pública, concentrada en esa gran tragedia, suele aplicar el oído a las cerraduras del calabozo para escuchar y saber cómo siente los rigores quien ayer tuvo las mercedes todas de la tornadiza fortuna. Tamaños contrastes aumentan, así el interés general de los espectadores, como el carácter trágico de los protagonistas en tan terribles incidentes. Hasta hoy, Arabi sólo ha publicado una breve carta, bien distante del oriental estilo por cierto, diciendo que corriera de suyo a las armas para evitar la dominación extraña, mas convencido y penetrado por ulteriores experiencias y revelaciones de que los ingleses no son tan malos como parecían a primera vista, se rindió, cuando aún contaba 35.000 hombres de línea y probabilidades muchas de resistencia. Después de decir esto, ya por todos sabido, cuentan las crónicas diarias que ha sujetado a examen de sus jurisconsultos valedores varios ensueños, con los cuales quiere palmariamente demostrar cómo en sus hechos le moviera un impulso divino; caso tan propio del hijo natural de Oriente, que creeríais leer antigua página sacra de cualquier libro litúrgico dictado en aquella extraña región de las teocracias y de los dioses. Y añádense sucedidos que mueven a verdadera lástima, levantando en los más indiferentes indeliberada indignación. Al pasar de manos inglesas a manos egipcias y encerrarlo en los calabozos del Jetife, aquellos cortesanos, tan complacientes y serviles en los días de su dominación, trataron al general como a un perro. La noche del 9 de Octubre habíase Arabi rendido al sueño, cuando a eso de las ocho y media le despierta una grande algazara de voces varias encrespadas a la puerta de su calabozo. Los goznes ruedan y los portones abren paso a diez o doce soldados, que acompañan a un favorito del Jetife, llamado Ibrahim-Bajá, quien de rabia demente, y olvidado del respeto debido a la desgracia, llama cerdo al pobre Arabi, le insulta y escupe al rostro, le pone las manos encima, golpeándole con tal furia y ensañamiento que imaginó el pobre cautivo llegada la hora de su muerte. Francamente, Inglaterra está en el caso de intervenir para evitar tamañas ofensas a un vencido. El infeliz dictador no se rindió a sus rivales de la corte y del ejército nacional, sino a los soldados del pueblo invasor y enemigo. Un grande respeto se le debe, por infeliz en sus empresas y por prisionero de guerra. Y dejarle maltratar así equivale a complicidad con la cruel barbarie africana o es impotencia para detener los caprichos del Jetife y descargar sus increíbles rencores y sus injustificables venganzas. Para destruir el efecto de tal proceder han apelado los humanitarios ingleses a una condenación solemne de Arabi a muerte, indultándolo después y conduciéndolo a la isla de Ceylán, donde vivirá muy bien, pues diz que allí fue confinado Adán después de abandonar el paraíso.

No hace mucho tiempo, a principios de otoño, pasó el príncipe Napoleón por Madrid. Pocos le conocían entre nosotros, naturalmente, por no haber estado aquí desde los días del 49 y por haber, a las injurias de los años, perdido aquella olímpica fisonomía que tan completa semejanza le daba con Napoleón el Grande. Pero uno de mis amigos, que personalmente le conociera en casa de Girardin el año 48, acercósele, guiado por un sentimiento de hospitalidad al verlo solo, y entabló con él una verdadera conversación política, recurso para departir tan socorrido en todos los actos del comercio social, como los recursos que procuran el tiempo y la estación. Está visto; las ideas cuya virtud penetra con la educación primera en el cerebro, salen difícilmente, conservándose, como se conservan el acento y los modismos de la infancia en toda nuestra vida. El príncipe se mostró muy esperanzado de un retroceso nuevo a la monarquía, en atención a las dificultades encontradas por la república. Y para este retroceso descartó la persona del Conde de París, perdida completamente desde que visitó al Conde de Chambord, concentrando en su familia y en su tradición bonapartistas el simbolismo natural del único principio monárquico hacedero en tiempos de revolución y en pueblo tan democrático e igualitario como Francia.

Un émulo se le presentaba, en su sentir, algo temible, un émulo de regia familia, el Duque de Aumale, quien desea constituir cierta magistratura semirepublicana y semimonárquica, como la de Holanda, en cuya virtud puedan los Orleanes, revolucionarios y Borbones al mismo tiempo, representar en fines del siglo decimonono idéntico ministerio que el representado por los Oranges a fines del siglo decimoséptimo. Pero los Orleanes sólo representan en Francia las clases medias, y desde la revolución última impera el sufragio universal, para cuyas muchedumbres será preferible siempre, puestas en el caso de optar, a un Orleans, un Bonaparte.

Mecido por tales ilusiones el príncipe Napoleón ha iniciado en estos últimos días una nueva era de propaganda imperial. A pesar de los desdenes con que ha recibido el público todos sus diarios, proyecta crear uno que al mismo tiempo salga en las capitales de los ochenta departamentos de Francia. Llegado a la pubertad su heredero, el príncipe Victor, lo ha conducido él mismo al regimiento, donde debe iniciarse su educación militar, y allí ha dicho palabras bien expresivas de sus fantásticos proyectos y de sus inútiles maquinaciones. Para Jerónimo Bonaparte, para este Catilina de su dinastía, el bonapartismo no es tanto el Imperio semicarlovingio con que sueña la derecha de su partido, como el principio revolucionario en una dictadura organizada. ¡El principio revolucionario! Tamaño error difundido por Thiers en sus historias, por Quinet en sus discursos, por Beranger en sus canciones, por David en sus cuadros, nos trajo la reacción imperial del año 51; reacción horrible, así para la humanidad como para el progreso. Y ahora que las agitaciones socialistas vuelven, que los desengaños anejos a toda realidad vienen, que se divide por necesidad el partido republicano, que surge con sus inconvenientes el déficit, que baja el papel, se quiere de nuevo matar la República, la forma inseparable de la democracia y de la libertad, para hundirnos en los babilónicos proyectos de un Sardanápalo de Comedia. No, mil veces no. La Revolución y el Imperio se contradicen, como se contradicen el día y la noche, la verdad y el error, el bien y el mal, puesto que la Revolución y su idealidad sublime, sean cualesquiera las dificultades presentes, sólo puede con verdad encarnarse y sostenerse dentro de la República.

Heme alargado mucho más de lo que pensaba refutando sofisma tan peligroso como el Imperio revolucionario, todavía divulgado en Francia, y sólo asimilable al sofisma de la monarquía democrática, todavía divulgado en España. Cuando no se puede vencer frente a frente la libertad y la democracia, se las falsifica y adultera. El Imperio es la falsificación sistemática de una y otra. Y esta falsificación sólo puede impedirse por un medio, por la más consumada prudencia en los republicanos y en la República. Felizmente, comiénzase ya entre nuestros vecinos de allende a ver claro y a medir el abismo a que nos arrastran palabras tan destituidas de fijeza y concreción como la palabra reforma, en cuyo fondo ponen unos los perfeccionamientos pedidos por todo aquello que se mueve y vive, mientras ponen otros una revisión del Código fundamental y hasta un cambio profundo y radicalísimo de toda la sociedad francesa. Los más cegados por el dogmatismo positivista, los mayores jacobinos de pelo en pecho y dictadura en puerta, reconocen ya la imposibilidad para la República de chocar con el clero, con la magistratura y con el ejército, sin deshacerse en cien pedazos, como nave rota contra formidables bajíos y arrastrada por los vientos a las espirales de férrido y terrible oleaje. Desengañémonos: en pueblo donde la propiedad está dividida como en Francia, el crédito público repartido entre tantas manos, la igualdad política y civil arraigada en las costumbres e instituciones, el sufragio reconocido en todos los ciudadanos, cualquier ideal político llevado mucho más allá de semejante plausible realidad encierra insondables abismos, por más que parezca luminoso, pues el abismo tanto está para nosotros en los esplendores del cielo inaccesible como en las profundidades y entrañas del triste y oscurísimo planeta.

En los más exagerados se ha sentido la reacción más pronto: Clemençeau ha dicho, entre un gran tumulto, que matan la República todos cuantos promueven el terror social, generador de dictaduras e imperios. Maret ha clamado por una conciliación estrecha en las huestes republicanas como único medio de burlar las maquinaciones reaccionarias. Spuller ha confesado que la última ley sobre la enseñanza laica y sus aplicaciones trae dificultades múltiples, las cuales podrían subir en su funesta progresión, si la Iglesia y el Estado llegaran a separarse, como pretenden los avanzados, hasta desencadenar una guerra civil en cada familia. Ranc ha hecho mucho más: se ha opuesto con energía igual en discurso vehementísimo al torpe licenciamiento del clero y a la elección de los jueces por el pueblo. Andrieux, ejecutor de las órdenes que despojaban a las escuelas de sus símbolos cristianos, se ha dolido de todo esto, y ha declarado que la República no entraría en período completo de calma y en plena estabilidad hasta que no restañase y cubriese las heridas abiertas con triste impresión en la fe religiosa de Francia.

Sabía yo de antiguo que tal despertamiento iba, tarde o temprano, a cumplirse por necesidad. Cuando más embriagados estaban todos los demócratas franceses con su obra de alteración religiosa y más ocupados en abrir la puerta de los sepulcros llamados monasterios para echar almas solitarias a la calle, más gritaba yo anunciando los peligros encerrados en tales aventuras y el estímulo y el aliento y el vigor prestado a las pasiones demagógicas. Ha sido necesario que las cruces de los caminos saltaran en pedazos por las campiñas de Borgoña; que los encrespamientos socialistas crecieran amenazadores en las calles de Lyon; que una especie de comunidad revolucionaria, otra especie de nihilismo ruso, relampaguearan por los aires, para que los republicanos comprendieran todo el temporal corrido por la República de cargar con todas esas pasiones y errores, Bautistas de la reacción universal y gérmenes de dictaduras e imperios. Por eso, cuando el ministerio Duclerc, aunque oscuro y sin autoridad, ha dicho en su programa último, ante las Cámaras, aludiendo a las perturbaciones recientes, que tenla la resolución inquebrantable de resistir, un aplauso fragoroso cubrió su voz, porque todo el mundo comprendió cómo en la guerra con el desorden y el motín permanentes se halla la fuerza que ha de acerar la República. Si el Gobierno señala con fijeza y seguridad el verdadero límite a donde los progresos han de pararse y detenerse por ahora, logrará reunir una mayoría y un verdadero Gobierno dispuesto a ejercer la indispensable autoridad; y con verdadera mayoría en torno del Gobierno, sosiéganse todas las pasiones y ábrese un camino de progreso verdaderamente seguro y pacífico hacia los horizontes de lo porvenir, tan resplandecientes con el éter de las nuevas ideas y tan propicios a toda verdadera democracia.

Los más cansados de las utopías de la demagogia, de las amenazas revolucionarias, son los pueblos mismos; quienes padecen, como nadie, ahora, en las perturbaciones continuas, tan ocasionadas al descenso de sus salarios. Un hecho ha sucedido en Bélgica, el cual demuestra esta observación hasta la evidencia. Cansada Luisa Michel de pasear su fría tea de furia revolucionaria por los teatros de París, concertóse con un empresario para extenderla y atizarla por Gante y por Bruselas. Esta mujer, privada del carácter tierno y dulcísimo de su hermoso sexo, gózase con verdadero gozo en contemplar los monumentos cayendo como las cimas de los volcanes en erupción calcinados por las llamas voraces, que se avivan al viento de las ideas revolucionarias; cual si la última fórmula de los progresos humanos se hallara en el fin apocalíptico de la tierra y en el suicidio de la humanidad entre los estremecimientos de un sacudimiento cósmico y los horrores de un juicio universal. Para ella, Estados, templos, hogares, deben saltar en pedazos a impulsos de la dinamita, y aplastar una generación, quien todavía no ha emancipado su conciencia del yugo de la fe, ni su trabajo de la tiranía del capital. En su furor se le ha ocurrido la huelga de las mujeres para interrumpir así el hilo de la vida y suspender la generación de tantos siervos como nacen a la esclavitud en esta Europa llena, cual aquella Roma imperial antigua, de gemonias y ergástulas. Por los desbarajustes de su inteligencia la infeliz no recordaba el pueblo donde iba con tal aquelarre de peligrosos disparates. En Bélgica, no obstante sus libertades, las competencias políticas se hallan empeñadas entre un partido liberal muy realista y un partido religioso muy ultramontano. Nada, pero absolutamente nada en aquel pueblo de nuestras competencias contemporáneas, donde late un respeto grande a la conciencia libre, y un desvío más o menos vehemente, pero muy universal y arraigado, al predominio teocrático. Idos a pueblos educados así con el colectivismo en la propiedad, el amor sin freno en la familia sin ley, la religión pesimista de la nada para sustituir al dulce Cristo en los altares y en los templos, el principio de la anarquía social para reemplazar al Estado, que, además de representar la seguridad, representa la patria, y encontraréis que todas las ideas y todos los sentimientos se alzan contra tal cúmulo de incendiarios errores, y sin que ni las autoridades ni las leyes puedan impedirlo, rompen por cualquier parte violentos, y acallan a los apóstoles de la mentira en los arrebatos más líricos de su demencia. Así, en cuanto ha surgido Luisa en las tablas, los silbidos la han acompañado a todas partes, y tras los silbidos los golpes en tal número y con tanta fuerza que ha tenido necesidad la policía de intervenir en su favor y protegerla contra los odios de la misma pobre gente a quien deseaba en su furor demagógico redimir y salvar. ¿Se convencerá la infeliz de que provoca en unos violencias, en otros carcajadas, en muchos lástima y en todos odio?

No es tan cierto, como creen los rojos franceses y como quieren los monárquicos europeos, que las ideas exageradas tengan innumerables prosélitos en Francia. Casualmente la República se mantiene allí por ser la forma de gobierno natural a toda verdadera democracia; y la democracia progresa porque guarda para la marcha progresiva compensadores múltiples de resistencia, los cuales dan por fortuna en el mecanismo de la política bases inconmovibles a la conservación y a la estabilidad. En las poblaciones rurales, y en las mismas poblaciones fabriles, con sus virtudes múltiples de trabajo y con sus saludables hábitos de ahorro, merced a la extensión del goce de la propiedad, y a la repartición, a veces infinitesimal, de los valores públicos, existe una calma profunda, contrastando con la tempestad tonante desencadenada en las cabezas de los pensadores utópicos y de los tribunos radicales. El empeño puesto por Mr. Barodet en demostrar con prolijo informe sobre los programas electorales últimos la progresión creciente de las tendencias avanzadas, ha demostrado lo contrario. Su propuesta de información para dar en rostro a los elegidos con las promesas de candidatos, debió desoirse porque llevaba en su seno el mandato imperativo de los comicios y la derogación de toda libertad y de toda independencia parlamentaria. Cada diputado, corepresentante de sus electores, debe cumplir sus compromisos electorales, pero por móviles íntimos e internos, de conciencia y de honra, mas no por ajenas imposiciones de coacción material y moral contrarias a su pensamiento soberano o a su voluntad inviolable dentro del fijo límite de sus atribuciones y de sus derechos. Pero cometido el error de tal información, se han sacado de él consecuencias muy favorables a la democracia francesa, madura ya en política, y apta por ende para gobernarse a si propia sin la intervención de coronados y regios tutores, por completo repulsivos a su razón e incompatibles con su tranquilidad. Más de quinientos diputados tiene Francia. Pues de tal número sólo sesenta y cuatro han pedido la supresión del presupuesto eclesiástico, y sólo ciento cuarenta y cinco la supresión de una segunda Cámara. ¿No prueba esto que gobernando con verdadera mesura el Gobierno francés, cumple con lo que pide la naturaleza de todo Gobierno, y cumple también con la voluntad de los pueblos?

Y no se diga que la República francesa encuentra contra sí las procelosas agitaciones socialistas. Me tienen sin cuidado. Nadie las siente más y a nadie alarman menos. Mientras los vientos venidos de arriba con resoluciones como la malhadada prohibición de enseñar, y otras análogas, no susciten movimientos desordenados, por la naturaleza íntima y la sustancia esencial de la sociedad francesa, toda grave agitación socialista resulta de una imposibilidad absoluta. ¡Cuán cómico y burlesco, por lo convencional y artificioso, el terror que han mostrado los monárquicos a las condenables y absurdas violencias sucedidas en el distrito de Monceaux-les-Mines, donde tanto predominan los trabajadores y tan duras condiciones lleva consigo el trabajo! Si hubiéramos de creerlos, estas zozobras acompañan a las repúblicas y a las democracias, como al cuerpo la sombra. ¡Parece imposible! De todas las grandes naciones europeas, ninguna menos agitada que Francia. No me figuro qué dijeran los reaccionarios, de perpetrarse a la sombra del pabellón de la República los crímenes agrarios perpetrados en Irlanda por terribles agitadores a la sombra del pabellón de la Monarquía. El socialismo es antes un mal de los imperios que un mal de las repúblicas. Si tuviéramos instrumentos morales para medir la temperatura y la presión como los tenemos materiales para medir la temperatura y la presión aérea, veríamos los grados que bajó el socialismo en Francia desde que bajaron los Bonapartes a su merecido destronamiento. En Alemania los socialistas han llevado su audacia terrible hasta consumar dos atentados contra el Emperador victorioso; y en Rusia, después de romper en pedazos el cuerpo de Alejandro II, han impedido la coronación de Alejandro III, y lo han obligado a encerrarse, como los ogros de las fábulas, en los retiros y apartamientos de las selvas. Ahora mismo, Viena, capital de un Imperio tan vasto como el Imperio austriaco, ha padecido agitaciones socialistas muy semejantes a las antiguas batallas revolucionarias. Con motivo de haber disuelto la policía una sociedad cooperativa de zapateros, alzándose con sus ahorros y con sus fondos, tres noches seguidas, en los barrios bajos, hanse trabado entre las tropas y las muchedumbres conflictos varios, los cuales han traído un grande número de contusiones y heridas. Pasará esto en París, y ya veríamos estallar los sentimientos de horror en los apocados espíritus monárquicos, y surgir en todos los periódicos reaccionarios el pronóstico siniestro de una inmediata catástrofe. Dicen los entendidos que semejante agitación debe atribuirse al disgusto de Viena por la política de Taafe, quien, pretendiendo la coexistencia de las naciones diversas que forman tal Imperio en el pie de una relativa igualdad, hiere y rebaja el elemento germánico, aquejado de una indignación, cuyas explosiones rompen y estallan con facilidad al menor impulso de abajo y al menor motivo de arriba. Pero, sea de esto lo que quiera, conste cómo la reciente agitación socialista de Francia no llega, ni con mucho, a las consuetudinarias agitaciones de Inglaterra, Rusia, Prusia y Austria, los cuatro grandes Imperios europeos.

Otra democracia continental, aunque bajo distinta forma de gobierno, muestra la madurez de su juicio y el progreso de su vida: la democracia italiana. Ocupada la grande nación, por motivo de su reciente arribo a la legión de las nacionalidades modernas, en constituir su indispensable unidad y afirmar su independencia, no pudo dar a sus instituciones la grande amplitud pedida por el movimiento de las ideas liberales y por el conjunto de las circunstancias contemporáneas. El Gobierno radical, por fin, ha llegado en sus últimas leyes a impulsar el movimiento democrático, abriendo los comicios a un número tan grande de electores, que casi toca ya en los límites del sufragio universal. Y este número de electores, enigma indescriptible para muchos, lejos de perturbar el movimiento político, lo ha perfectamente asegurado, dando su tranquilo impulso, concediendo una mayoría de gobierno al Ministerio actual y un aumento de diputados a la democracia progresiva y serena. El Milanesado, las Marcas y otros territorios de igual importancia nombrarán unos cincuenta diputados de carácter republicano, pero muy convencidos, en su corazón y en su conciencia, de que la democracia y la república no pueden progresar en su patria sino por medio de la legalidad constitucional y de la propaganda pacífica, evitando los conflictos revolucionarios, en cuyos escollos podría romperse y naufragar un Estado construido poco tiempo hace a precio de grandes y extraordinarios sacrificios. El mérito mayor de la política del Ministerio radical ha consistido en la modestia con que se ha dado a robustecer la hacienda y administración pública sin hacer caso de los que le impulsaban a grandes armamentos, contrarios a su apostolado de libertad y de paz. El espíritu moderno, con su vitalidad, ha cuajado esa nacionalidad brillante y luminosa para que sirva de faro a los progresos pacíficos y brille como una estrella de primera magnitud, derramando la luz de las grandes inspiraciones en los espacios infinitos de nuestra libertad.

Ha muerto Luis Blanc, y su nombre, aparte los méritos literarios, sólo debe juzgarse, cuando de política se trata, en el período de su gobierno provisional, que imprimió carácter indeleble, así a su pensamiento como a su vida. El Gobierno Provisional de la Revolución de Febrero se hallaba de tal manera formado, que parecía satisfacer todas las aspiraciones de la nación francesa. Dupont de l'Eure, su presidente, representaba la antigua democracia, fiel, honradísima, tenaz, imponiéndose a sus mayores enemigos por el respeto involuntario que la virtud inspira. Lamartine era la poesía, el genio, el arte, el ideal gobernando, la demostración viva de que los pueblos conservan culto aún por todo aquello que eleva y ennoblece el espíritu. A estas cualidades intrínsecas de su alma se unía la confianza que su origen, su sangre, su educación, su carácter, inspiraban a las clases conservadoras, y aún a los mismos reaccionarios. Arago era la ciencia. Cremieux, judío, y jefe, sin embargo, de la Iglesia francesa, el testimonio vivo de la libertad religiosa. Ledru-Rollin, el representante más enérgico y más popular de la democracia política, el justador incansable, en la tribuna y en la prensa, de los derechos del pueblo. Luis Blanc y Albert, socialista teórico el uno, trabajador el otro, representaban aspiraciones no bien definidas, pero carísimas a las clases desheredadas. De suerte que el Gobierno Provisional, por sus hombres, por la historia de estos hombres, por la popularidad que tenían, por los varios intereses que representaban, con justicia aspiraba a ser, más que un gobierno de partido, la fórmula de la idea y la expresión de la voluntad de todo un pueblo. Mas desde el primer día empeñóse entre ellos una lucha. Los que representaban la democracia puramente política tenían por enemigos implacables a los que representaban la democracia puramente social. Instalados los unos en el Hôtel de Ville, los otros en el Palacio del Luxemburgo, eran blanco mutuo, sin quererlo, sin pensarlo, de mutuos odios y mutuas desconfianzas.

El día 17 de Marzo de 1848 organizaron los ministeriales del Luxemburgo una manifestación que tenía por objeto avivar la atención del Gobierno Provisional, de los ministros del Hôtel de Ville, por las grandes cuestiones de la organización del trabajo. Esta manifestación, que fue pacífica, pero imponente, disgustó a los dos partidos que en el seno del Gobierno Provisional batallaban. Los unos, los republicanos puros, vieron recelosos y desconfiados aquellos 100.000 hombres, que, en realidad, formaban el formidable ejército del trabajo. Los otros, los republicanos socialistas, vieron con dolor que sus jefes desaprovechaban aquella coyuntura de acabar con los más conservadores del Gobierno y de sustituirlos con otros del partido exaltado, ya impaciente por una total y exclusiva victoria.

Todas estas mutuas desconfianzas engendraban quejas mutuas, en que unos y otros perdían, ganando los reaccionarios, que cuentan siempre con nuestras faltas. El día 17 de Abril se organizó otra manifestación. Ya en la primera habían pedido los trabajadores que se alejara de París la fuerza armada. Los elementos reaccionarios, siempre despiertos, divulgaron la idea de que habían dirigido tal petición porque pensaban derribar un mes justamente más tarde al Gobierno. Este rumor reaccionario ganó el ánimo de Lamartine. Con su carácter y su lenguaje, esencialmente persuasivos, contagió de su temor al mismo Ledru-Rollin. Llega el 17 de Abril. Mientras los trabajadores se reúnen a millares en el Campo de Marte, los milicianos se reúnen, convocados por generala, delante del Hôtel de Ville. Los trabajadores hacen una cuestación para presentar lisonjera ofrenda al Gobierno Provisional, y el Gobierno Provisional manda calar bayoneta para recibir a los manifestantes. Luis Blanc y Albert vieron, desolados, esta conducta, pero les fue imposible evitarla. Pasaron los trabajadores entre muros de fusiles ante el Gobierno Provisional, que fruncía el ceño. Y cuando acabaron de pasar los milicianos nacionales, dirigieron groseros insultos a los miembros del Gobierno más interesados en la cuestión del trabajo. Todos estos hechos enconaban los ánimos y los apercibían para una ruda pelea, en que, fuese quien fuese el vencedor, sólo había un vencido verdaderamente: la República.

Los enemigos de la República explotaban hábilmente las disensiones republicanas para sembrar calumnias, que iban a herir a los republicanos en el corazón. Es imposible recordar las falsedades que dijeron y que acreditaron con sus dichos. Ledru-Rollin había dado cenas dignas de la Regencia en Trianon, y había emprendido por Chantilly cacerías que eclipsaban con su fausto y pompa el fausto y pompa de la Monarquía. Spinelli, diamantista cuya tienda estaba en la plaza de la Bolsa, recurría a los periódicos para negar la noticia de que el gran tribuno hubiera comprado 30.000 francos de alhajas en su casa. En los mismos días en que el ministro Cremieux conjuraba a los fiscales de las Asambleas para que dejasen libre la prensa, en esos mismos días la prensa monárquica contaba la patraña de que el ministro acababa de comprar un bosque del Estado. Ni siquiera el poeta, esperanza de las clases conservadoras, fue perdonado. Francia se gozaba en arrojar el lodo recogido en las calles a los astros de su gloria. Lamartine abrió de par en par las puertas de su casa, levantó la tapa de su caja y enseñó a todo el mundo el estado lastimoso de su hacienda. Los miembros del Gobierno Provisional se veían forzados a enterar al público de su fortuna privada. Aún después de las investigaciones más escrupulosas y de la publicidad más clara, empeñábase la multitud en que los ministros habían depositado sumas fabulosas en el Banco de Londres.

Uno de los más calumniados era Flocon. Las tristes alternativas de la vida pública lanzáronlo bien pronto a la emigración. Sus ahorros eran pocos y habían sido devorados en los días del gobierno, en que toda su vida fue para la patria. En sus apuros conservaba como reliquia sacratísima un reloj, última joya de familia. Enajenarlo era tanto como enajenar el corazón. Las almas menos sensibles comprenden el precio infinito que tiene uno de esos vínculos de familia, una de esas joyas que recuerda días de felicidad o lágrimas arrancadas por la desgracia; que los placeres y los dolores del hogar inspiran el mismo culto. Separarnos de esas joyas ¡oh! es como separarnos de una parte de nuestra alma. Pero el hambre, la muerte, aterran a los más valerosos. Era cierto día de exacerbada miseria. Flocon llega a una tienda de Ginebra y vende su reloj. En el momento de partir, como es costumbre cuando se compra una alhaja de valor, preguntóle el joyero al vendedor su nombre y las señas de su casa. Flocon tiembla, vacila, como si perpetrara un crimen; pero da nombre y señas. A las pocas horas recibió su reloj con una inscripción que decía: «Al honrado miembro del Gobierno Provisional de la República francesa, los trabajadores de relojería de Ginebra.»

Y hombres así eran calumniados por aquellos que trataban de restaurar un Imperio para que diera banquetes, besamanos, espectáculos, fiestas, saraos, revistas militares, bailes orgiásticos, iluminaciones babilónicas, fiestas dignas de Baltasar y de Sardanápalo. Y hombres que iban a entregar millones de francos a un Emperador echaban en cara sus comidas a los miembros del Gobierno republicano, comidas que subían a cinco francos diarios por persona. Los pueblos suelen así, complacientes con sus tiranos, crueles, implacables con sus mejores amigos.

Aunque uno de los empeños que tenían los avanzados del Gobierno Provisional era retardar las elecciones, reunióse la Asamblea el día 5 de Mayo de 1848. Jamás un pueblo abrigó esperanzas tan gratas. El anciano Dupont penetraba en la Asamblea apoyado en Alfonso Lamartine y en Luis Blanc, e inenarrable aclamación los acogía. El pueblo quiso ver a la Asamblea, a la representación augusta de su propia autoridad. Era una tarde primaveral, una tarde propia del 5 de Mayo. El sol poniente doraba aquel espectáculo grandioso. La Milicia Nacional llevando lilas y laureles en las bocas de sus fusiles, hallábase apostada por todos los alrededores de la Asamblea. Los músicos tocaban la Marsellesa. En el vestíbulo desde donde se descubren a la derecha las torres góticas de Nuestra Señora, y los muros de las Tullerías y del Louvre; a la izquierda, la cúpula de los Inválidos y el Arco de la Estrella; al frente, el Obelisco egipcio, las estatuas de las grandes ciudades francesas, el intercolumnio griego de la Magdalena; en aquel vestíbulo a cuyos pies corre el histórico río que tanto ha amado Francia, aparecía la Asamblea, compuesta de todas las clases, desde las religiosas hasta las jornaleras; de todos los grandes oradores, desde Montalambert hasta Lamartine; de todos los partidos, desde el borbónico hasta el comunista; y un clamor infinito, mezclado al estampido del cañón y al eco de las músicas, un clamor agrandado por el centellear de tantas armas sostenidas en las manos del pueblo, por el ondear de tantas banderas tricolores; un clamor de entusiasmo llenó los espacios e hirió de profunda conmoción los corazones; pues parecía que el pueblo se recreaba en contemplar su propio espíritu, desceñido de las ligaduras de la monarquía y en plena posesión de sus derechos, trasfigurado por la conciencia de su fuerza y el amor a la humanidad, llamada por Dios a ver bien pronto el comienzo feliz de una era de paz y de justicia.

¿Quién diría que diez días más tarde iba todo este encanto a romperse? La parte avanzada del Gobierno Provisional fue excluida del nuevo gobierno denominado Comisión ejecutiva por el voto de la Asamblea. Luis Blanc propuso la fundación de un ministerio del Trabajo encargado de las cuestiones sociales y del mejoramiento progresivo de las clases jornaleras. Su discurso fue un discurso exaltadísimo. En aquel horno de pasiones delirantes no debían lanzarse combustibles como los que encerraban estas palabras: «en tiempo de Luis Felipe anuncié la revolución del desprecio; guardaos ahora de la revolución del hambre.» La proposición de Luis Blanc, fue desechada y el ministerio del Trabajo, negado. Los clubs se enardecieron contra la Asamblea. En tal estado de sobreexcitación llegan tristísimas noticias de Polonia. El aliento de la República francesa ha galvanizado el cadáver. La nación, muerta, disyecta, enterrada en pedazos, ha sacado la lívida cabeza de la tumba, merced a un relámpago de esperanza que cruzara sobre su pesado sueño de plomo. El tirano que la martiriza vuelve a herirla. Nueva sangre sale de aquel exánime cuerpo. Nuevas paletadas de fría tierra caen sobre su sepulcro que huellan las herraduras de los caballos cosacos hondamente clavadas ¡ay! hasta en los huesos de Polonia. Pero los clubs ardían y una manifestación es convenida. La manifestación se compone de millares de trabajadores; arrastra en pos de sí los desocupados y los ociosos que hay en todas las grandes poblaciones; forma como un mar encrespado en la plaza de la Concordia; rompe la verja que rodea el palacio legislativo, como el viento rompe frágil encañizada; salta por encima de la Guardia Nacional; entra en el salón de sesiones; asalta bancos y tribunas; desacata la presidencia; desoye la voz de los más autorizados demócratas, comete toda suerte de irreverencias; declara disuelta la Asamblea Nacional, y sólo se deshace cuando el ruido de tambores, clarines, sables, fusiles, y los pasos de regimientos, avanzando en columna, y el rodar de cañones anuncian que una batalla se empeñará en el mismo santuario de la soberanía popular, el cual, después de haber sido desacatado, va a ser también tristemente ensangrentado y con sangre del pueblo.

De todos modos, el día 15 de Mayo fue un día funestísimo para la libertad. Barbes, el íntegro, el heroico republicano, dejándose llevar de su ardiente fantasía y de su corazón abierto, a todo ímpetu generoso, empezó por rechazar la manifestación y concluyó por unirse a los manifestantes, después de lo cual fue a caer, como en tiempo de Luis Felipe, en profundo calabozo, donde pasó otro cautiverio de ocho años. Marrast conspiró contra sus propios colegas desde la alcaldía de París. Causidière perdió la prefectura de policía. La Comisión ejecutiva se fraccionó en dos grupos contrarios e irreconciliables. Luis Blanc fue acusado ante los tribunales, y la autorización de su proceso mantenida por Julio Favre. Beranger, que se había distinguido siempre por su genio cáustico y claro, renunciaba su cargo de diputado y decía que en Francia no era posible la República, porque encontrándose a millares candidatos para la Presidencia, para el primer lugar, no se encontraba uno solo que quisiera el segundo lugar, que quisiera ser Vicepresidente. A estos males se unían la impaciencia de las clases jornaleras por la revolución del problema social y la furia de las clases conservadoras en cuanto se mentaba este problema. No había remedio, la República estaba herida de muerte. Su restablecimiento de hoy, así como su consolidación de mañana, se deberán indudablemente al trabajo que ha puesto para destruir la utopía y pacificar y organizar la libertad.

Noviembre de 1882.




ArribaAbajoCapítulo II

Serie lógica de las principales cuestiones Europeas


El asunto capital de la política europea es el sentido dado por la cancillería germánica y el canciller Bismarck al pacto diplomático de alianza estrecha entre Prusia y Austria. Mucho ha costado al grande político reducir a satélite suyo el sol en torno de cuyo disco había por tantos siglos girado su patria. Los dos gérmenes de nación, el electorado humildísimo de Brandeburgo y el espléndido ducado de Austria, divididos por sus caracteres geográficos y religiosos, debían en una competencia sin término tirar cada cual de su lado a reunir en torno suyo las fuerzas de su raza, tan anárquicas y disgregadas por el natural individualismo germánico, abocado de suyo siempre a las divisiones atomísticas en que sólo quedan las individualidades aisladas. Por estas inclinaciones irremediables a la división parcialísima, no hubo pueblo en la tierra tan necesitado de un verdadero núcleo como el pueblo alemán. Sus ciudades municipales y republicanas, sus electores poderosos, sus reyes varios, sus príncipes eclesiásticos, sus señores feudales, eran atraídos por centros varios, como esos crepúsculos brillantes diseminados y esparcidos por los espacios cuasi al acaso, que concluyen por obedecer y rendirse al astro mayor, en cuya esfera de atracción penetran. Naturalmente, las dos ideas que se habían dividido la conciencia germánica, los dos altares que se habían trocado en fortalezas, los dos campamentos de las guerras religiosas, los Austrias y los Brandeburgos, habían de aspirar, personificación éstos de los luteranos, personificación aquéllos de los católicos, a producir y crear una Germania grande, a su imagen semejanza. En la revolución religiosa, por la fuga de Inspruk y el desacato de Mauricio de Sajonia; en la guerra de los treinta años, por la paz de Westphalia; en la guerra de los siete años, por el establecimiento definitivo de la monarquía prusiana, las fuerzas católicas iban de vencida por necesidad al empuje impetuoso de las fuerzas protestantes. Pero vino el Imperio napoleónico, que descompuso el mapa de Alemania, y tras el Imperio la Santa Alianza, que promovió un terrible retroceso; y Austria quedó con predominio sobre Alemania, el cual contrastara la creadora revolución del cuarenta y ocho, hasta que lo destruyera para siempre la terrible batalla de Sadowa. He indicado a la ligera estos recuerdos para explicar cuán irreductibles son a una síntesis elementos tan contradictorios como Alemania y Austria, y cuántos esfuerzos y aún sacrificios ha necesitado consumar el Canciller para poner olvido en las venganzas, bálsamo en las heridas, honor en las derrotas, consuelo en los destronamientos, persuadiendo al Austria de que todo el secreto de su política estaba en trastrocar la enemistad antigua en profunda y constante amistad, precursora de una inviolable alianza. Y en efecto, Austria es hoy el órgano de Alemania en Oriente.

La Germania que rodeó de tribus enemigas e irruptoras el antiguo Imperio romano, hállase hoy su vez por análogas amenazas circuida en todas sus fronteras del Norte y del Oriente. La raza eslava y la raza mongólica, el Imperio moscovita y Imperio turco, contrastan su poder como en otro tiempo los godos y ostrogodos del Danubio, los cimbrios de los Alpes, los alemanes del Rhin, contrastaban el poder latino. Alemania necesita, pues, que una potencia verdaderamente alemana ejerza predominante tutela sobre jóvenes pueblos eslavos y sobre los viejos pueblos turcos. En la descomposición del Oriente, donde no se sabe qué admirar más, si los seres en germen o los seres en podredumbre, no puede suceder cosa tan grande como el nacimiento de las naciones eslavas y como la muerte del Imperio turco sin que Alemania intervenga directamente y saque algún provecho de tan graves acaecimientos. Además, no hay nacionalidad poderosa en el mundo si carece de salidas hacia el Mediterráneo o de colonias en los grandes archipiélagos y continentes de Asia, de África y de Australia. Alemania, pues, cree necesitar que una potencia verdaderamente alemana penetre por las riberas del Adriático en el corazón de Europa y pese con tanta pesadumbre a su vez en la península de los Balkanes que le abra un camino hacia el continente de los grandes recuerdos y de las provechosas colonias. Imposibilitada Prusia por el ministerio que ha de realizar en el inmenso campo germánico, de vaciar su vida y sus fuerzas fuera, quiere a toda costa que Austria, en cuyo seno habitan los cheques, los ruthenos, los croatas, los eslavos de todas procedencias, realice una hegemonía sobre las nacionalidades eslavas del Sur, como tiene Rusia realizada y cumplida otra hegemonía sobre las nacionalidades eslavas del Norte. Así quita cada vez más su carácter germánico al antiguo Imperio de Carlos V y al antiguo ducado de Austria, para sellarlos con el oriental sello de los húngaros y para dirigirlos a los senos procelosos del formidable y temido eslavismo. No hubiera, no, Prusia cumplido su obra providencial con despedir a los austriacos de la Confederación germánica, sino les hubiera señalado el camino de Oriente, abierto a las proezas de su genio. Así Austria rige, siquiera sea nominalmente, a Hungría; concuerda, siquiera sea en apariencia, la voluntad de los rumanos desprendidos de su patria con la voluntad de los magyares y de los croatas; ejerce una tutela sobre los bosniacos semieslavos y semimongoles; atrae al radio de su atracción Servia y Bulgaria, solicitadas de continuo por el inmenso Imperio ruso; y poniendo los ojos en Salónica, una entre las primeras claves de la península balkánica, demuestra que no consentirá en paz la rusificación de Constantinopla cuando llegue de nuevo el día tremendo, día verdaderamente apocalíptico, en que los cristianos bizantinos lleguen-a desquitarse de su terrible rota y a reivindicar su antiguo Imperio.

Pero algunas veces el Austria suele fatigarse al contemplar el proceloso camino que le señala en las tristes eventualidades de lo porvenir su terrible paracleto el canciller Bismarck, y tiende a detenerse con algún espacio en las cuestiones interiores húngaras o germánicas. Pero cuando tal hace, levántase el férreo Canciller con imperio a decirle aquella palabra oída por Ahasverus de continuo en los aires: « Anda, anda, anda.» Y no tiene más remedio que andar, pues de lo contrario la enemiga de su implacable dominador se desencadenaría contra el Austria, rompiéndola en mil pedazos como el fuerte oleaje a la frágil barca en los remolinos de la tormenta. Austria no es más que Alemania en Oriente. Esos partidos austriacos tan soñadores que creen posible tener una intervención directa en los asuntos germánicos, han de resignarse a vivir como Dios les dé a entender allá en las fronteras semiaustriacas del Imperio turco y del Imperio ruso, donde tienen todavía un ministerio histórico que cumplir y un papel providencial que representar en pro de la grande patria alemana. Tal es la orden imperiosa ida últimamente a Viena desde las tristes soledades de Varzin, pobladas tan sólo con los ensueños gigantescos que al fin de sus días llenan como nubes en el ocaso la vasta mente de Bismarck.

Si Austria vacila; si alguna vez recuerda que Prusia sa ha engrandecido quitándole dominios morales y dominios materiales en Alemania; si compara sus desgracias con las desgracias francesas y recuerda que han ido a la par en estos últimos tiempos; si tiene alguna veleidad occidental; si pretende algún género de influencia sobre sus antiguos vasallos como Baviera o como Sajonia; el Canciller no tarda en amenazarla nada menos que con una alianza moscovita, lo cual equivaldría en último término al Juicio final del austriaco Imperio. Ahora mismo, con ocasión de la última correría del ministro ruso Giers, la prensa prusiana unánime ha recordado a los austriacos que implacable indiferencia suele tener Bismarck en sus alianzas, y cómo le daría lo mismo unirse con Austria para vencer y aplastar a Rusia, como unirse con Rusia para vencer y aplastar al Austria. El mismo Katkoff, es decir, el publicista a quien los eslavófilos de Moscou tienen por su oráculo, ha dicho que no vería con desplacer una estrecha alianza entre los dos Imperios, moscovita y alemán, de antiguo unidos por tan estrechos y formidables lazos. Y todo esto ha sobrevenido porque Kalnoky, el primer ministro de la monarquía austro-húngara, ha preferido en estos últimos tiempos fijar más su atención sobre los asuntos germánicos que sobre los asuntos orientales, y Bismarck quiere que Austria vaya de continuo y sin desencanto al Oriente. Así, le ha recordado que tienen los dos Imperios germánicos una estrecha alianza cuyo principal objeto es asegurar a Prusia la posesión de Alsacia y de Lorena, como sostener al Austria en Oriente y empujarla en las complicadas eventualidades de lo porvenir hacia la codiciada Salónica. El pensamiento de Bismarck está claro. Para Prusia todos los pueblos alemanes del Norte y del Mediodía, sin excluir a la Baviera y al Austria, y para el Austria una verdadera hegemonía sobre los elementos esclavos de todo el Mediodía.

En tal repartición de las fuerzas alemanas, Austria está irremisiblemente condenada como salió un día de la Confederación germánica tristemente, a salir otro día del territorio germánico y convertirse por ensalmo en una potencia oriental de carácter semiasiático. Por tal razón, sin duda, los partidarios más fieles de tal dinastía, en estas últimas horas de su dominación y en estos últimos instantes del año, han redoblado sus muestras de lealtad y de cariño a esa gigantesca sombra. La casa de Habsburgo reina desde el 27 de Diciembre de 1283, es decir, que reina hoy hace seis siglos. Rodolfo I invistió en Auxburgo a sus hijos Alberto y Rodolfo con los ducados de Austria, Estiria y Carniola, desprendidos de Bohemia y que debían formar los núcleos del inmenso Imperio próximo a desaparecer de Alemania. Tal dinastía, hechura de un caballero feudal en quien se juntaban las condiciones del terrateniente germánico y del condotiero italiano, alzóse más tarde con Bohemia y Hungría, reinó en España, Portugal e Italia, tuvo a su merced los Países-Bajos y una gran parte considerable de Francia, imperó en Alemania, y extendiéndose como un sueño por las tierras occidentales y orientales del planeta, poseyó las dos Indias, siendo la cruz de su corona imperial, unida con la cruz de la tiara pontificia, el remate de la tierra, esmaltado por los resplandores del cielo. Durante muchos siglos, Austria, enemiga de Suiza y sus republicanos, enemiga de los protestantes en Alemania, enemiga de los comuneros en Castilla, enemiga de los holandeses, Carcelera de Venecia y Milán, acaparadora de Polonia y sus restos, ha representado la estabilidad monárquica y ha servido a la reacción universal. Hoy el destino la expulsa de Alemania y la obliga fatalmente a ser una especie de Imperio asiático. Esto, después de todo, prueba cómo los viejos poderes tradicionales nada tienen que hacer ya en la libre y democrática Europa.

Como siempre, Francia llama capitalmente nuestra atención, y en Francia, el debate sobre la gestión económica. Jamás ningún presupuesto embargó los sentidos y potencias de un pueblo, como embargado el presupuesto último los sentidos y potencias del pueblo francés. Desde principios del otoño comenzaron a sentirse múltiples síntomas de malestar, graves en todas partes, gravísimos en democracia tan trabajadora de suyo como la democracia de allende. Bajaban a una todos los valores y a una se resentían todos los ingresos. Los más apasionados por la forma republicana sentíanse doloridos de una situación que dañaba por extremo a la República, la cual, o no es nada, o es el seguro universal de todos los intereses legítimos. En esto apareció un artículo del antiguo ministro M. Leon Say, economista ilustre, y este artículo un terrible augurio de próximas catástrofes en la triste y malparada Hacienda. Tal artículo produjo indignación grande, por creer, y con fundamento, el sentido común, tan certero en fijar las cosas universalmente sentidas, que cuadraba mucho más a un ministro el prevenir todos esos males desde las alturas del Gobierno con oportunidad, que deplorarlos inútilmente desde los bancos de oposición a deshora. Pareció tan extraño el proceder y tan inexplicable, que los recelosos vieron todos en la obra científica del economista un golpe certero a la República, y en el golpe una conjuración urdida con maquiavelismo a favor de los Orleanes. El rumor público tomó tales proporciones, que Leon Say hase visto en conciencia obligado a templar muchas de sus primitivas afirmaciones y a reconocer que depende todo el malestar de un trabajo, al fin y al cabo reproductivo, es a saber: del enorme caudal consagrado en estos últimos años a obras públicas, las cuales con seguridad trasformarán el suelo de Francia y enriquecerán su cuantioso presupuesto.

No han faltado en esta campaña parlamentaria las arriesgadas proposiciones económicas que allá en la oposición se acarician y que, una vez en el poder, se desvanecen. La derecha, por boca de un excelente orador suyo, ha exigido cien millones de rebaja. Y como le preguntaran sobre qué género de gastos, ha remitido su rebusco al Sr. Ministro de Hacienda. Y cuando, acosado éste, ha insistido en que se le señalarán las oficinas o gravámenes que debía en tal apuro abrogar, le han señalado los reaccionarios la instrucción pública, cual si el deber de doctrinar a las generaciones nacientes no fuese ya el primero entre los deberes sociales. La oración del Ministro de Hacienda, M. Tirard, más informado que sus contradictores, ha venido a desvanecer las añejas dudas y a encalmar los agitados ánimos. Mientras en el gobierno de la Restauración solamente se consagraban 27 millones de francos para el deber de amortizar la deuda, en el presupuesto de la República se consagran hoy 137 millones, con lo cual se han amortizado, desde el año 71, 2.200 millones de deuda. Nada tan saludable para desvanecer dudas y aplacar temores como la luz vertida por los debates parlamentarios.

Una larga discusión se ha empeñado en Italia sobre tema de la mayor gravedad, sobre el juramento político. Fórmula tan opuesta en su letra y en su espíritu al derecho de la humana conciencia, mostrará en la lógica real y objetiva de los hechos su incompatibilidad radicalísima con todo el espíritu moderno, promoviendo continuas dificultades en el seno de las Cámaras. No se puede, no, en sociedades asentadas sobre la base capital de la soberanía de los pueblos, y ceñidas con los derechos inviolables de la humana conciencia, proferir esas fórmulas, cuyo texto liga lo eterno, el alma y su fe, a lo transitorio, el poder y su organismo. Allí donde la monarquía proviene del pueblo y se asienta en el plebiscito, están demás los votos feudales y teocráticos, propios de los tiempos férreos y de las sociedades teocráticas. El Estado, forma externa del derecho interno, debe limitarse a procurar la coexistencia de las personalidades libres en sus respectivas autonomías, como se limita el espacio a dar sus respectivas órbitas a los diversos cuerpos astronómicos. Por eso los poderes públicos han de reducirse a exigir la obediencia material, y no el asentimiento interno, que sólo tienen derecho a recabar las religiones de las conciencias que creen sus dogmas y obedecen su moral. Nunca están más cerca de caer las monarquías que en los momentos de superstición, ajena por completo a la crítica moderna, en que se las quiere sacar de su carácter constitucional y laico para convertirlas en una especie de divinidad metafísica y abstracta. Reino tan revolucionario como el reino de Italia no debía nunca tener fórmula tan arqueológica y feudal como la fórmula del juramento.

Así es que un diputado exaltadísimo, al entrar en la Cámara, se negó a prestar el juramento, un diputado por Macerata, de cuyo nombre no queremos acordarnos, pero a quien estamos en la obligación de aplaudir, no por las exaltaciones de sus sentimientos políticos, por la resistencia incontrastable a la fórmula humillantísima del juramento político. Yo de mí sé decir que si la libertad de nuestra gloriosa tribuna y la tolerancia de nuestras arraigadas tradiciones parlamentarias no me hubieran permitido en su amplitud dar por nulo y no advenido el juramento a D. Alfonso XII, jamás lo hubiera prestado, porque yo puedo acatar y obedecer al Rey, pero no puedo servirle y mucho menos exaltarle con homenajes internos tan extraños a la naturaleza de mi derecho como a la naturaleza de su autoridad. En las Cámaras italianas hoy no existe la libertad de palabra impuesta por las costumbres en las Cámaras españolas. Y no tiene más medio el diputado resistente a la feudal fórmula que abandonar el Congreso e irse a su casa. Tal ha hecho el diputado por Macerata. Mas, al dejar desocupado su sitio, ha surgido el problema de su representación, y al surgir el problema de su representación, el Ministerio ha propuesto una ley en cuya virtud quedan vacantes los distritos de los injuramentados después de transcurrido cierto tiempo; ley verdaderamente reaccionaria para presentada por un Ministerio progresivo.

Así, todos los elementos conservadores se han apresurado a inclinarse del lado ministerial para darle al Ministerio su color, sabiendo, como saben, cuánto gana un partido cuando sus ideas fundamentales y propias las aceptan y validan los más implacables adversarios. Pero mientras han procedido así los conservadores, por deber y por necesidad se han ausentado los liberales, y entre todos ellos el más venerable y querido, el célebre Cairoli. Todos a una en todas partes, aún sus mayores enemigos, confiesan que pocos espectáculos tan admirables como la presencia de tan verdadero héroe, que ha dado a la patria los mejores entre los suyos, jefe de una legión de mártires y que lleva las cicatrices abiertas en defensa de la persona del Rey, levantándose a protestar contra el entusiasmo sobrado realista de sus platónicos y ojalateros correligionarios y amigos. A quien más han alcanzado sus justas reconvenciones ha sido al Ministro de Justicia, Zanardelli, quien, de suyo inclinado a las ideas radicales, cambia con tanta facilidad y presenta proyectos de ley, por lo menos, arriesgados y temerarios. El viejo Depretis, como le llaman familiarmente sus amigos, se ha presentado en el combate con todos los ardores de la juventud entusiasta y todos los prestigios de la vejez honrosa. Para él no pueden dar los diputados italianos muestra mayor de ciega ingratitud que negarse a jurar fidelidad al primogénito de aquel que, habiendo hecho la patria, la representa y la personifica en su descendencia. El diputado Crispi ha respondido al Ministro; y sin caer de lleno en la extrema izquierda ni tocar en los linderos de la República, sobria y prudentemente ha expresado el deseo de ver circuida la monarquía italiana por instituciones democráticas. La verdad es que los servicios prestados por la Casa reinante a su patria tienen poco que ver con la fórmula verdaderamente arqueológica de tamaño increíble homenaje. O hay que negar toda legalidad a los partidos republicanos, expulsándolos del suelo de la patria como los viejos Estuardos expulsaron a los inmortales peregrinos del seno de Inglaterra, o hay que reconocer los derechos inviolables del humano pensamiento a la profesión y a la confesión de su fe. Nosotros creemos que la conciencia permanecerá esclava mientras acepte fórmulas coercitivas del Estado ajenas a su natural inspiración, y que los hombres no llegarán a ciudadanos mientras presten acatamiento eterno a poderes movibles y transitorios.

Un asunto no menos grave que las fórmulas parlamentarias ha exaltado la opinión y la conciencia pública en estos últimos días. Cierto estudiante de Trieste, más eslavo que italiano, así por su nombre, Orbendak, como por su complexión, se había enamorado perdidamente de Italia, cual pudiera enamorarse con locura en edad temprana de una hermosa joven. Llamado a la reserva, no sabía cómo proceder para desprenderse de tal carga opuesta por completo a su deseo, embargado por el anhelo de la patria, que creía merecer en la religión de su entusiasmo. Así, desertó de las banderas del Austria, y se acogió al patrocinio de Italia. Pasó, pues, de los cuarteles austriacos a las escuelas romanas, donde aparecía como un apóstol y un mártir de su ciudad irredenta, ciudad italiana por la geografía y por la lengua, si austriaca por una secular dominación y una vieja conquista. En Roma, la exaltación natural a quien tenia tales antecedentes creció mucho, hasta darle aquella sed inextinguible de martirio, que despierta la tierra de los mártires. En todas las manifestaciones políticas veíasele con frecuencia encendiendo los ánimos y excitando al combate. Para su fantasía enardecida, ningún título tan ilustre y honroso cual ese título de romano, que han lucido tantos y tantos héroes en la antigua y en la moderna historia. Por consiguiente, nada tan fácil como comprender a la romana los caracteres de la virtud y pensar que podía servir a la patria de su elección personal con hechos como los antiguos de Casio y Bruto. Así, pensó en asesinar al Emperador de Austria, y este pensamiento le condujo a Trieste cuando el postrer imperial viaje, y ya en Trieste, cayó bajo el poder de los consejos de guerra, que le condenaron a muerte.

Joven, elocuente, de alta estatura, de rubio cabello y azules ojos, tenía todos los caracteres de un apóstol, y las gentes más prosaicas adivinaban, ora en sus palabras de ferventísima exaltación, ora en sus miradas de fuego, el destinado a pelear y a morir por el pueblo de sus decididas preferencias. Así, cuando llegó a Italia la noticia de la terrible suerte que le aguardaba, conmovióse la nación toda, especialmente la juventud liberal, desde un extremo a otro extremo de la Península, y acudió a todos los medios, a todos, de conservar una vida en peligro sugeridos por el afecto. Las personas de mayor influencia intercedieron. La solemne voz de Víctor Hugo sonó. Pero la razón de Estado ha prevalecido en los Consejos imperiales, y el enamorado de Italia ¡oh! acaba de morir en una horca.

El relato de sus últimas horas ha corrido por todas las regiones del suelo itálico. Quién describe su serenidad, quién su entereza, quién su patriotismo, quién su resignación sublime al holocausto y al martirio. Éste cuenta que no tuvo una hora de intranquilo desfallecimiento, y aquél que fue al cadalso como sólo saben ir los verdaderos mártires, comprendiendo la enormidad del sacrificio y aceptándola como el complemento austero de un deber penoso. Cuentan todavía más; cuentan que lanzado al vacío, sus estremecimientos fueron horribles, repitiéndose a largos intervalos, en que parecía como yerto, para colmar el propio sacrificio y justificar el horror ajeno. Todos estos relatos han corrido de boca en boca y se han agrandado con verdadera grandeza, la que tienen de suyo naturalmente sobre nuestro sombrío planeta los misterios todos de la muerte. Y ha sido universal, si, el estremecimiento de la juventud italiana, que ha sentido en el frío lazo al cuello de su mártir ceñido los últimos restos de las ligaduras que por espacio de muchos siglos han ceñido y atado al carro de Austria los miembros encadenados de Italia. En tal situación, hanse las manifestaciones sucedido con una grande celeridad, y han tomado un carácter de horrible hostilidad al Imperio austriaco. En las altas regiones de la política, los hombres de Estado verdaderos lamentan tamaña imprudencia y temen que siembre gérmenes de discordia entre Alemania e Italia, puesto que Alemania se halla indisolublemente unida por necesidad en estos supremos instantes al Imperio austriaco. La verdad, es que por todas partes se descubren sombras y sombras espesísimas en los horizontes de Europa.

Vuelve a presentarse como un factor importantísimo de la política europea al Imperio ruso. El viaje último de su primer ministro Giers, que ha conversado con Bismarck en Varzin y con Mancini en Roma, engendra innumerables aprensiones y suscita muchos y muy graves problemas. Ese inmenso Estado, a pesar de la debilidad que le presta su población escasa en sus inmensos dominios, tiende por el Occidente a dirigir sus lineas férreas estratégicas sobre las regiones centrales de Europa, y tiende por el Oriente a disputar el incontrastable predominio inglés en el vasto continente asiático. A mayor abundamiento, su ejército se organiza con mayor pujanza cada día, y sus armamentos se concentran con mayor fuerza en Armenia, punto estratégico de primer orden para maniobrar pronto, así en los territorios asiáticos cual en los territorios europeos del agonizante Imperio turco. Rusia tiene con seguridad enclavados dentro de Turquía dos príncipes, los cuales han de moverse a una señal suya como a ella le plazca. Es uno el Príncipe de Montenegro, y es otro el Príncipe de Bulgaria, especie de vasallos feudales obligados por sus posiciones respectivas a obedecer el indiscutible mandato de Rusia.

Podría este colosal Imperio indudablemente moverse con desembarazo, de no tener en sí la grave dificultad de sus agitaciones interiores, tanto más temibles cuanto más ocultas. A cada paso quedáis sobre la tierra de Rusia, sentís bajo vuestras plantas la oscilación de un terremoto y el cráter de un volcán. Diríase que aquel suelo se levanta, no sobre las bases graníticas de todo el planeta, sino sobre los círculos tempestuosos de una continua tormenta. Las sociedades secretas extienden sus mallas espesas desde la corona del soberano hasta la cabaña del mugick. Los periódicos clandestinos parecen redactados por genios invisibles y llovidos por misteriosas nubes. En ninguna parte se siente con tanta verdad tal estado como en las Universidades, en esos centros de las ideas y de las esperanzas donde se renuevan los Estados con la savia recibida de las venas en que la vida universal circula con más ardor, de las venas de la juventud. Todos los conocedores de Rusia pintan a una con los más sombríos colores la triste condición del estudiante moscovita. Como no existen allí las clases medias con el poder y con la fuerza que gozan en Francia, no puede haber esos estudiantes alegres, vivos, retozones, inquietos, que llevan por todas partes el movimiento natural de su interior y propio regocijo. Pobres hasta la miseria, enflaquecidos y enfermos por el hambre, los estudiantes rusos suelen distinguirse de todos los estudiantes europeos por la contradicción inconciliable y eterna entre su mísera suerte y sus altas y constantes aspiraciones. Educados luego en aquellas Universidades parecidas a cuarteles, o por catedráticos ortodoxos que hacen de la religión bizantina una especie de mecanismo, o por catedráticos materialistas que hacen del pensamiento una fuerza material, despéñanse necesariamente sus inteligencias y sus corazones por los agrios desfiladeros de un desconsolador nihilismo. Tal estado de los ánimos engendra por fuerza una constante agitación y derrama por doquier una eterna zozobra.

Así, las medidas más simples traen los resultados más desastrosos. Como quiera que ciertas clases no pueden mandar sus hijos al estudio si carecen de oficial apoyo, las autoridades burocráticas tienen que ocurrir a esta necesidad y que fundar innumerables becas. Tales becas daban derecho en otro tiempo a una pensión mínima, pero que, cobrada personalmente, convenía para los estudios y dejaba en libertad a sus poseedores. El deseo de disciplinarlo todo y de someterlo todo al régimen militar de los cuarteles ha hecho que los estudiantes rusos se hallen hoy con una reforma, en cuya virtud, para disfrutar las becas, tendrán que vivir en comunidad como frailes y que someterse a una severa disciplina como soldados. El disgusto ha sido general en Rusia. Los estudiantes de Petersburgo han comenzado por expresar, bien ruidosamente por cierto, una protesta vehementísima, y a los estudiantes de Petersburgo han seguido los estudiantes de Moscou, y a los estudiantes de Moscou han seguido los estudiantes de Kiew, dilatándose por todas partes con mucho empeño esta especie de pronunciamiento estudiantil. Y ha intervenido en su represión desde la policía hasta el ejército, desde los agentes administrativos hasta los tribunales ordinarios, para encontrar al fin y al cabo que toda Rusia, y mucho más la Rusia joven, se encuentra hoy tristemente minada por las devastadoras fuerzas del nihilismo.

Así, no es mucho que la ceremonia de coronar al Emperador se dilate indefinidamente. Los zares de Rusia no lo son a la verdad en toda la plenitud del poder hasta que no han sido consagrados, de igual suerte que los reyes de Aragón y Cataluña no eran verdaderos reyes hasta que no habían jurado los fueros sacrosantos de ambos pueblos. Por la consagración el autócrata reconoce algunas limitaciones a su poder absoluto, siquier provengan estas limitaciones de un poder tan cómplice del absolutismo como el poder de la Iglesia. La coronación equivalía en Rusia y en los pueblos adheridos a Rusia, equivalía en el fondo a un contrato con la nación y al reconocimiento de que vive con alguna independencia hasta donde parece como desaparecida y muerta bajo el sudario de un manto imperial y bajo el peso de una férrea corona.

Es un acto de tal naturaleza la coronación de los zares, que los rusos lo elevan allá, en sus letras patrias, a mística leyenda. El Kremlim de Moscou guarda recuerdos vivos de tales ceremonias tras sus muros blancos cual los mármoles y sus torres verdes cual las selvas y sus puertas del color sonrosado de los arreboles del ocaso. Allí están las catedrales en cuyos hieráticos senos las fórmulas de la coronación se guardan como los dogmas religiosos en los antiguos santuarios. Allí está el trono portátil de madera esculpida bajo el cual ayer se consagraba Waldimiro el Monomaco y se consagran hoy sus poderosos descendientes. Las grandes y rígidas figuras bizantinas con sus líneas sagradas, con sus ojos fijos, con sus mantos litúrgicos y con sus peanas angélicas, parecen formar allí el calendario vivo y animado de la horrible autocracia eslava. Cuando se ven aquellas alas de oro, aquellos nimbos cuajados de piedras preciosas, aquellas reliquias incrustadas en paredes por los artistas griegos esculpidas y cinceladas, parece que veis en formas y relieves la ortodoxia bizantina en su Empíreo y con todas sus innumerables jerarquías.

No hay tradición alguna tan arraigada en Rusia como la tradición del épico ceremonial relativo a las coronaciones. Sus mayores publicistas, sus primeros poetas las describen con la sencillez de Homero, creyendo que toda su grandeza está en su prístina y antigua originalidad. Cuando leéis tales páginas creeríais leer anales propios de las cortes asiáticas y asistir a ceremonias dignas del Oriente. Los arciprestes precedidos de la cruz, acompañados de diáconos que llevan el agua lustral en jarros de oro, bendicen, rociándolo, el camino que ha de seguir y pisar la persona del Emperador. Ningún cortejo puede haber en el mundo que se asemeje al cortejo de los zares, con sus ministros vestidos a la europea; con sus damas de honor peinadas a la rusa; con los representantes de los mercados y ciudades envueltos en sus túnicas recamadas de oro; con los chinos y sus trajes de bordados varios; con los tártaros ceñidos de pieles finísimas; con los georgianos de pantalones bombachos y yataganes corbos; con los persas, que parecen sacerdotes de antiguos templos; con los turcomanos medio salvajes, luciendo unos las condecoraciones de las primeras cortes del mundo y otros los arreos de las primitivas selvas, llevando éstos a la espalda su escopeta de caza como si estuvieran todavía en los desiertos de la estepa, y aquéllos su sable bruñido y cincelado como un símbolo verdadero de las grandezas y esplendores propios de las varias razas del Asia. Son de ver los guardias imperiales con sus corazas rojas sembradas con estrellas de plata; los heraldos con su traje de áureo tisú, la toca de encendida escarlata y la maza de oro macizo; los clérigos mitrados con sus dalmáticas rociadas de pedrería, sus tiaras persas en la cabeza, sus ricos incensarios en las manos; los palios que semejan águilas abriendo sus alas para los combates; en fin, los tronos que creeríais sedes verdaderas de dioses, los símbolos varios de la desmedida omnipotencia.

Pues bien; todas estas grandezas, todas, se ven detenidas y contrastadas por una conjuración enorme, tanto más de temer cuanto que se halla en todas partes y no se la ve y no se la toca en ninguna. Impalpable, fantástica, incoercible, cual esos seres fingidos por las leyendas de la Edad Media, vestiglos y vampiros que chupan allá en su sed rabiosa la sangre de Rusia, persiguiendo con persecuciones incansables a sus nefastos zares. Rusia en tal estado sólo puede tener una salida, la guerra exterior. Mientras no se divierta su espíritu inquieto de la interior concentración que hoy lo consume y lo postra, no habrá, no, esperanza de quietud para pueblo tan desgarrado por ambiciones imposibles, nacidas todas de fantásticos ensueños. El zar, encerrado en Gatchina, convertido en una especie de divinidad invisible como los micados asiáticos, no puede salir del tristísimo y apartado retiro donde se consume sino para una guerra tan poderosa y grande que llegue hasta romper y desquiciar el planeta como una catástrofe apocalíptica.

De aquí el que Rusia no descanse hoy un punto en urdir política de tal género aviesa que atraiga tarde o temprano un conflicto universal. Para los rusos hay cuatro gérmenes de batallas ciclópeas en el presente mundo europeo. Es uno de ellos el despojo y botín que ha de resultar para las potencias circunvecinas del postrimer día de los sultanes y su Imperio. Es otro de ellos la rivalidad eterna de la raza germánica y de la raza eslava, sujetas como las especies enemigas a eternas e irremisibles guerras. Es otro de ellos el empeño de Austria por disputarle al Imperio ruso una parte de la península balkánica y otra parte de la tutela eslava. Es otro de ellos el poder de Inglaterra sobre Asia, poder que le disputará siempre, y con grandísimo empeño, una potencia tan asiática y tan formidable como Rusia. En estas tremendas complicaciones se ven surgir elementos tales de guerra y destrucción, que pueden compararse con las fuerzas ciegas de la muerte. Cualquiera diría que va el mundo a quedar prendido en el manto de los zares como la pobre mosca en las telas de la araña. Así, la política rusa va poco a poco apoderándose del centro misterioso de la región asiática y ramificando las diversas razas contradictorias que pululan en sus inmensos senos. Lo que más prueba su angustia en este momento y su necesidad de prepararse con una grande anticipación a las eventualidades futuras, es el cambio de política respecto a Polonia. Todo el mundo sabe, o por lo menos todo el mundo recuerda, que Rusia, en su amor supersticioso a las razas esclavonas, exceptuaba siempre la infeliz Polonia. Carne de su carne, sangre de su sangre, alma de su alma, no habían bastado, no, todos estos antiguos títulos y timbres para matar un odio nacido del recuerdo de la antigua servidumbre rusa a que dio lugar la conquista polaca sobre los moscovitas, de la cual fue luego tardío pero cruel desquite la desmembración y el repartimiento consumados en los días de la grande y terrible Catalina. Desde tal conquista los rusos no pudieron ver a los polacos, y desde tal desmembración los polacos no pudieron ver a los rusos. Cuantos moscovitas querían la unidad eslava chocaban a una con esa Polonia rebelde siempre y protestando siempre contra las demás naciones de su propia familia, y especialmente contra Rusia. Descoyuntada, disyecta, dividida, rotos sus miembros, despedazadas sus carnes, Rusia no ha tenido piedad de Polonia, ni Polonia voluntaria sumisión a Rusia. Cada tres o cuatro lustros la nación mártir se ha levantado en el potro de sus tormentos para decir y significar que no había concluido su martirio, porque no había concluido su vida. Pues bien; ahora, en este momento histórico, Rusia teme tanto la unión de austriacos, alemanes y escandinavos contra ella, que intenta reconciliarse con Polonia la mártir, a fin de oponer a los odios de tantas razas enemigas la unidad y la fuerza de la familia eslava.

Uno de los acontecimientos que más han movido el pensamiento ruso a las grandes maquinaciones de que saldrá indudablemente la guerra, es el triunfo incondicional de los ingleses en Egipto. La Turquía desmembrada, y no en provecho de Rusia; el leopardo inglés sobre la cúspide altísima de las pirámides africanas; los caballeros de San Jorge por las orillas del Nilo; el Jetif preso en su palacio; el general de los tropas egipcias conducido a Ceylán: todo este contraste profundísimo de las últimas operaciones realizadas por los rusos en Turquía durante su postrer campaña, y todo este desquite británico, que, no satisfecho con la isla de Chipre, toma también la tierra de los Faraones, ha sublevado la conciencia moscovita, dirigiéndola resueltamente a pensar en nuevas empresas orientales.

Y los sucesos apremian. Lord Duferin, el embajador mismo de Inglaterra que ha luchado con tanto empeño en Constantinopla contra la influencia rusa, dispone a su antojo del Egipto. Nuevos tribunales se fundan. Nuevas comisiones de percepción de impuestos se organizan. El Jetif, tan sumiso, parece a los ojos británicos soberbio, y está bien cerca de ser destronado y depuesto para que le suceda un niño, sobre cuya cabeza pueda ejercer el grande Imperio sajón una simulada regencia. El código penal y el código civil dejaron de inspirarse allá en los principios del Korán para inspirarse de algún otro modo en los principios de la legislación británica. La tierra de Egipto será definitivamente anexionada, por este o por el otro camino, por un protectorado más o menos amplio, más o menos hipócrita, a la tierra británica. Y esto no lo puede consentir Rusia, porque de seguro equivaldría hoy a una disminución del poder ruso en Oriente.

Lo que más indigna hoy a los diplomáticos moscovitas es el hipócrita lenguaje de la cancillería británica. Al mismo tiempo que condenan en bélicos tribunales al desgraciado Arabi, ensalzan su programa. Según ellos, los ingleses han cogido el Egipto y han captado su gobierno tan sólo para fundar una indígena y nacional administración. No les ha bastado, pues, según la prensa rusa, convencer y dominar al Egipto; lo han escarnecido también e insultado. Quieren rehacer un partido nacional cuya existencia negaron siempre, tan sólo para que sirva como de responsable fiador a la descarada conquista. Todo cuanto se arbitra por los ingleses tiende a formar en Egipto una especie de India, si bien africana. Habrá, sí, Asamblea de notables, pero concretada únicamente a tratar de agricultura. Habrá, sí, ejército nacional, pero en que sean egipcios todos cuantos hayan de obedecer e ingleses todos cuantos hayan de mandar. Habrá un virrey de quien sea verdadero rey el Parlamento y la corona de Londres.

Mientras Derby al entrar de nuevo en el Gabinete declara que quiere la paz con Francia y la amistad de Francia; mientras Chamberlein se dirige a sus electores para contarles que no quiere al pie de las Pirámides una nueva Irlanda; mientras Carlos Dilke, otro radical, sube a la categoría de ministro en nombre de los principios progresivos, la política que triunfa y prevalece hoy en los Consejos británicos es la política de Disraeli, tan vejado en vida y tan seguido en muerte.

Aquel espíritu de Cobden, que soñaba con la paz perpetua, que sustituía las relaciones mercantiles a las relaciones guerreras, que levantaba el régimen del trabajo y hacía del Imperio inglés una inmensa legión de trabajadores, aquella política se ha olvidado y perdido como un sueño para ser tristemente reemplazada por la política de las anexiones, de los engrandecimientos, que hoy halagan el amor propio nacional, y no muy tarde, no, sembrará guerras, en las cuales habrá de perder más el pueblo que más comercia y trabaja. Rusia siente la batalla y husmea la sangre como un animal carnívoro. Sus huestes se levantan a los aires como se levantan los buitres en las grandes carnicerías humanas. Nación asiática de combate, aprovecha cuantas ocasiones le depara el hado de emplear los instrumentos de la conquista y de ir a las citas de la guerra.

Mucho ha festejado la Gran Bretaña su conquista. Las tropas han sido recibidas con lauros, a pesar de haber logrado victorias tan fáciles como la victoria de Tell-Kebir. La elocuencia política de sus periódicos se ha agotado en loas continuas a la previsión británica. Después de haber ido con toda resolución a la guerra, no se han cansado de decir y declarar que esta guerra tenía por objeto único la paz. Y sin embargo, pocas veces el mundo se ha visto, muy pocas, tan afligido como se ve hoy por la triste perspectiva de grandes conflictos guerreros. Italia y Austria, que parecían haber olvidado sus antiguos rencores, se insultan y amenazan mutuamente como en los tiempos de la esclavitud tristísima de Milán y de Venecia; Alemania y Rusia, que durante la dominación de Alejandro II parecían un solo pueblo, se aperciben a tremendo choque; deslígase la estrecha y tradicional amistad existente desde la guerra de Crimea entre Inglaterra y Francia; esta nación continental, cuya suerte se halla fija en el centro mismo de Europa, se apodera de Túnez, se arraiga en las líneas argelinas cercanas a Marruecos, se alza con la tutela de Madagascar, se apercibe a una guerra en Tonkin, y por todas partes se dirige al aumento de un régimen colonial que no le servirá mucho, por divertirla y distraerla del primero y más capital de todos sus ministerios, del influjo permanente, intelectual y moral, sobre toda la Europa moderna, influjo a que le dan derecho las preclaras dotes de su ingenio y la especial naturaleza de sus instituciones políticas. Por consiguiente, nos encontramos hoy con que las ambiciones por todas partes se han avivado y los temores de guerra por todas partes han crecido. Me serena y tranquiliza un poco el pensar que acaban de salir al gobierno dos hombres como Derby, enemigo de todas las intervenciones, y Dilke, de ideas verdaderamente radicales y favorables por tanto a la paz de Europa. Que la tranquilidad general no se resienta y Dios prospere la causa de la libertad y de la justicia: he ahí nuestros votos al cerrar y concluir esta larga e incorrecta historia.

En el momento mismo de soltar la pluma nos sorprenden las noticias telegráficas anunciándonos que ha escrito un manifiesto el príncipe Napoleón Bonaparte, por el cual acaba de ser encerrado en la Conserjería. Tal ruido han armado los reaccionarios europeos con la especie de confundir la muerte del gran orador Gambetta y la muerte del gran principio republicano, que han llegado a creerlo así los pretendientes y han requerido las plumas para escribir sus memoriales. Pero la República funda su fuerza en la gran virtud propia de su organismo y en la necesidad social que la impone, y la justifica por medio de sus leyes incontrastables. Así es que la Cámara no ha debido conmoverse ni apresurarse a tomar medidas de proscripción. Vencidos están todos los pretendientes, sombras de lo pasado, que se desvanecen, pero ninguno tanto como el príncipe Napoleón Bonaparte. La República no debe oír sus proclamas ni saber que un despechado la mofa y la denuesta. ¿Qué le importan los ciegos al sol y los ateos a Dios?

Enero de 1883.




ArribaAbajoCapítulo III

Leon Gambetta


Parece imposible que, después de haber concentrado tanta vida en las altas cimas de la tribuna, le haya herido, como al más humilde y más silencioso de los mortales, el cetro de la muerte. Ayer aún, el mármol retemblaba vibrante bajo sus manos, como un altar consagrado por los cánticos y por las llamas; estremecíase bajo sus plantas el suelo como un volcán herido por los sacudimientos de las erupciones; innumerables muchedumbres pendían de sus labios abrasados por el fuego de la elocuencia; ejércitos ceñidos de ideas surgían al resuello tempestuoso de su titánico pecho; y hoy, horrible frío le hiela, inerte rigidez le postra, eterno silencio le posee, cual si enviado por Dios como sus espíritus angélicos a llevar el verbo divino por los espacios y verter en torno suyo el éther con su color y con su luz, se perdiera y encerrara como una triste oruga en el polvo frío de los mismos mundos surgidos al acento de su palabra. Yo le he visto golpeando sobre los bordes de la tribuna como el Titán sobre las cimas del Etna; yo le he oído despidiendo ideas tonantes que relampagueaban como las nubes del alto Sinaí. Parecía en aquellos minutos creadores, ese cadáver yerto, al empujar hacia adelante con su ímpetu soberano el río de los tiempos y adelantar las horas del humano progreso, disponer por completo y a su antojo de la insondable eternidad. Hoy la cabeza donde ardía la llama divina cae como una inerte piedra sobre las tablas de un ataúd oscuro, y el cuerpo que sustentara con sus espaldas la Francia y la República se desploma y se derrumba, confundiéndose, como los gusanos que habrán de devorarle, con la humilde tierra.

¡Oh! No pasa, no, un ilustre mortal así de pensamiento a polvo. La vida que ha latido en su seno y que ha derramado tantas ideas inmortales en el seno de la humanidad, no se desvanece como la niebla de la mañana o como el arrebol de la tarde. Cual queda su memoria viva en el tiempo, sube su esencia incomunicable a la eternidad. Todas las convenciones de sectas más o menos materialistas concluyen por estrellarse contra un misterio tan sublime como el misterio de la muerte. Al ver los labios que despedían el verbo divino, mudos, involuntariamente se convierten los ojos al cielo y adivinan por intuiciones sobrenaturales, sumergiéndose allá en la luz eterna, que así como no se explica todo por nuestra razón propia, no se concluye todo en nuestro mísero planeta. Quien ha dado tantas alas al espíritu, no se las dio para que se troncharan en el vacío; quien sembró de ideas la conciencia como de mundos el espacio, no las sembró para que fueran una sombra más añadida por el hado a las sombras del sepulcro. El aire vital y el calor eterno circundan nuestro globo, y el alma no puede, no, estar circuida de la nada. Los átomos van a continuar la circulación misteriosa de la vida, y el pensamiento no puede ir a sumarse, no, a las frías cenizas de un cementerio. Cuando se ven seres oscuros, nacidos en las ínfimas clases sociales, sin más fuerza que la voluntad, sin más guía que su vocación, huérfanos de todo amparo, destituidos de toda fortuna, saber subir con esfuerzo, entre la indiferencia de unos y el odio de otros, contrastados aquí, aborrecidos allí, calumniados en sus móviles, y llegar a las cimas de los Estados para disponer en la tribuna del alma de una generación y en el gobierno de la suerte de un pueblo, ejercitando un ministerio de que no se dan cuenta ellos mismos, y cumpliendo un fin para ellos mismos incomprensible, unas veces levantados a las alturas y otras veces hundidos en las profundidades por inexplicables encrespamientos, persuádese ¡oh! el alma menos reflexiva fácilmente a creer que hay en las sociedades como en el Universo una finalidad providencial y que rige a los hombres como rige a los mundos una ley dimanada indudablemente de la suprema y divina inteligencia, la cual advierte más y enseña más a quien menos la reconoce y la proclama.

Los que columbramos y advertimos el ministerio providencial de Gambetta, cuando sólo sus condiscípulos más allegados le conocían en Francia; al considerar su vida, heroica verdaderamente, rompiendo con la pólvora de sus altas pasiones todos los obstáculos; su muerte, sobrevenida después de cumplir los destinos con que soñara en su buhardilla de mísero estudiante, nos confirmamos en dos ideas capitales de nuestro ser en la inmortalidad del alma espiritual y en la existencia de nuestro próvido Criador.

No había más que ver a Gambetta para descubrir en él su complexión verdadera, la complexión del combatiente. Naturaleza lo había forjado para las batallas. Su elocuencia misma fulminó más que iluminó. El exceso de sangre prestábale ardores continuos de guerra. El cuello grueso, las espaldas amplias, los brazos nervudos, los pulmones resonantes, la voz fragorosa, la melena desordenada, el ojo ardentísimo, el talante imperioso, el aire soberbio, acusaban el atleta cargado de frases tan cortantes como armas de una campaña perdurable. La hirviente sangre servíale para la tenaz y activa acción como sirven al movimiento de la máquina los hervores e impulsos del vapor. Alguna vez se le subía de súbito a la cabeza y le causaba vértigos increíbles de rabia y arrebatos cuasi dementes de odio. Pero, serenándose pronto, recobraba un fondo de dulzura inalterable, propio de aquel natural exaltadísimo, necesitado de un frecuente reposo. Así, lo mismo sus discursos que sus actos, inclinábanse, por una propensión de toda su naturaleza, incontrastablemente al combate. Su vida pública fue una guerra tenaz. Tres luchas homéricas la constituyen: primera, la lucha con el Imperio y sus cortesanos; segunda, la lucha con el extranjero y sus irrupciones; tercera, la lucha con los reaccionarios y sus maniobras. En el Cuerpo Legislativo, en el Hôtel de Ville, en la prefectura de Tours y en las elecciones subsiguientes de diez y seis de Mayo, Gambetta, como Aquiles, empleó la eterna pasión del guerrero, empleó la cólera. De modo que Dios no había hecho, no, al grande hombre infeliz, ni para la victoria, ni para el reposo; lo había hecho para el combate; y en cuanto el combate concluyera se durmió en el eterno sueño y entró en la inmortalidad, como un ser que ha cumplido todo su ministerio providencial y ha realizado toda su épica obra.

Y, sin embargo, este hombre, tan ardoroso y valiente, dio a la democracia francesa con empeño tenacísimo el carácter legal que tuvo en los años próximos a su victoria, y que tanto le valió luego para gobernarse con calma en medio de los mayores peligros y reponerse pronto, sin apelar a la guerra civil, de los hipócritas atentados dirigidos contra su derecho por los últimos esfuerzos de la reacción espirante. Después de haber puesto en la frente del césar la marca del réprobo con su arenga indignada sobre el martirio de Baudin, como las muchedumbres, ansiosas de un pronto y súbito cambio, le pidieran que las acaudillara, no tanto en los comicios como en los combates, contestóles Gambetta que habían pasado los tiempos heroicos de la democracia francesa, y que precisaba esperarlo todo, primero, de los errores del enemigo, y después, de la fuerza del tiempo y del concurso de las circunstancias. Advenido al Congreso de su nación por el voto de colegios tan ardientes como los colegios de Marsella y de París, explicó a los suyos la naturaleza pacífica de un mandato recibido para pelear en la tribuna y no en las barricadas. Inútilmente las agitaciones crecían; los discursos de Flourens y de Rochefort tronaban; los funerales de Víctor Noir, asesinado por un príncipe de la familia imperial, sobrevenían como la coyuntura propicia de una revolución formidable; Gambetta mantenía su serenidad olímpica y conjuraba con esfuerzo a los suyos para que perseveraran firmes en ir a las discusiones del Parlamento y esquivar los combates de las calles. Se necesita subir con el pensamiento a tales tiempos y evocarlos y repetirlos con la memoria para estimar todo el valor que había Gambetta menester en aquellas ocasiones solemnes de furia revolucionaria.

¡Las calles! Nada tiene que hacer un diputado en las calles. Su mandato es legal; su oficio, de discusión, de ideas; su arma, la palabra y el voto; su barricada, la tribuna. Estos hábitos revolucionarios nos han perdido siempre y han malogrado nuestras más preciadas conquistas y nuestros días más propicios. Enseñándole al pueblo la perspectiva de una revolución, la cima de una barricada, se le acostumbra a esperarlo todo de la fuerza y a no librar nada, absolutamente nada, en el derecho. Y no hay necesidad de aguijonearlos para que vayan a la pelea a estos pueblos latinos, más prontos a buscar en un minuto la muerte por la libertad que a consagrar a la libertad toda la vida. Tienen el heroísmo de un momento, que improvisa soluciones brillantes, pero frágiles, verdaderos seres efímeros, y no tienen aquella perseverancia de los sajones, aquella tenacidad de los suizos, que trabajan medio siglo por conquistar una idea, por implantar una reforma; que mil veces vencidos vuelven a luchar en los comicios y en los Parlamentos, cual si nada hubiera pasado; y que no están jamás seguros de su victoria cuando ven triunfar sus ideas, sino cuando las ven aceptadas por la conciencia pública, queridas por la voluntad general, puestas bajo el amparo de todos los poderes públicos y por el concurso de todos los medios legítimos en el altar sacrosanto de las leyes. Luego, ¿a qué vais a prometer revoluciones a los pueblos en un día señalado, a una hora fija? ¿Tenéis en vuestras manos las fuerzas sociales? ¿Imagináis que se puede mover el mundo con la palanca de la voluntad individual, y que se pueden calcular los eclipses de la pública autoridad como se calculan los eclipses del sol y de la luna? Los tribunos, los escritores no tienen, como tenía el Júpiter antiguo, siempre el rayo hirviendo y centelleando a su lado; no tienen la revolución a su arbitrio. Ideas escapadas de muchas conciencias; efluvios esparcidos por muchas indomables aspiraciones; el trabajo lento de los tiempos; las combinaciones providenciales de los sucesos; algo que se escapa a la voluntad de los individuos y que entra en la categoría de los grandes elementos sociales, decide un cambio radical, una revolución, casi siempre alcanzada antes por la fuerza de las ideas y las cosas, que por las conjuraciones y los combates de los partidos políticos. El estallido de la revolución es un momento en el tiempo. Pero la condensación de las revoluciones exige largos años, a veces largos siglos. Sobre todo, se necesita una generación pronta al sacrificio y dispuesta por las generaciones anteriores. El hombre que se compromete a hacer una revolución en día dado por su esfuerzo solitario, por su propio ímpetu, por su fanatismo, su ambición o su despecho, es como los césares, semi-dioses de los antiguos, un verdadero insensato, que cree personificar él toda la sociedad.

Rochefort y Flourens la prometían; Gambetta la dejaba, con previsión, a los tiempos y a las circunstancias. Él y aquellos políticos, o menos fanfarrones, o más previsores, que no prometían la revolución para un momento dado, para un día fijo, caían de la estima del partido republicano en impopularidad verdaderamente triste, verdaderamente aflictiva, porque indicaba con qué asombrosa rapidez cambian las opiniones de los pueblos y los ánimos se pervierten. Una de aquellas noches del mes de Noviembre de 1869, mes de ardor revolucionario, fue Gambetta, ídolo del pueblo en el mes de Abril, a una de estas tempestuosas reuniones, y, como parecía natural a cuantos le rodeaban que subiera a la presidencia, subió. ¡Nunca lo hubiera hecho! La reunión protestó con estrépito, y el orador se vio obligado a decir con franqueza que no quería imponerse al pueblo y que esperaba la confirmación de su cargo. Le confirmaron; pero la elección de los individuos restantes de la Mesa produjo verdadero tumulto. Uno de los que más gritaban, de los más desaforados, de los más intransigentes; uno de esos que, no pudiendo llamar sobre si la atención por sus méritos, la llaman por sus extravagancias, y que a grito herido se decía enemigo de la propiedad individual y partidario de la política anárquica; demagogo de temperamento, comunista de tradición, fue nombrado de la Mesa, pero no tomó asiento, porque no quería mancharse con el contacto de un Gambetta, con el contacto de un traidor. A un republicano que sostenía el principio de que los diputados se nombran para el Parlamento y no para las calles, para las discusiones y no para los combates, le interrumpieron a injurias y le ahogaron el discurso en la garganta con los gritos y las vociferaciones de «¡viva Rochefort!», el expendedor y repartidor de revoluciones en día fijo, hora precisa y a domicilio. En cambio fue acogido con espasmos de frenético delirio un orador que, levantándose con las manos crispadas, los ojos centelleantes, la melena esparcida, ronca la voz, trémulo el acento de ira, preguntó a Gambetta qué respondía al epíteto de traidor. «El desprecio», debió decir el insigne repúblico. Pero en una de esas frases, tan admirables por su concisión como por su energía, dijo:

-No quiero contestar, porque no quiero ser presidente y acusado. No rebajaré la majestad del sufragio universal hasta defenderme contra el órgano de una minoría usurpadora.

¡Traidor! He aquí otra de las manías de los partidos revolucionarios en Europa; desacreditar a sus jefes, maldecir de ellos, ofenderlos, desautorizarlos, desoír sus consejos leales, burlarse de sus lecciones aprendidas en larga experiencia, ponerlos a los ojos de sus enemigos como vendidos al poder, como traidores a la causa del pueblo, que es su propia causa; y luego, cuando merced a todas estas faltas que son verdaderos crímenes, llega la hora de las desventuras y de las derrotas, fácilmente evitables con sólo oír la voz del patriotismo y de la autoridad ganada en largos años, echar sobre ellos, los demolidos, los acusados, los puestos en la picota del ridículo, los abandonados de todos, el abrumador peso y la tremenda responsabilidad de las desgracias que han previsto, de las consecuencias que han anunciado, de los males que han querido a toda costa evitar a los suyos y de que son las primeras víctimas sin haber sido en ellos ni cómplices ni reos.

En medio de tantas dificultades, aunque asediado a la continua por el grito atronador de los intransigentes, Gambetta organizaba su partido, y de una manera muy sólida y muy firme, dentro de las leyes. La nueva era por el emperador Napoleón abierta con la designación del demócrata Ollivier para el gobierno y con la restauración del régimen parlamentario en las Cámaras, no bastó a desfruncir su altivo ceño ni a modificar su constante política. Irreconciliable con el Imperio, de quien desdeñaba con desdén verdadero hasta la devolución graciosa de los derechos arrebatados en la noche del dos de Diciembre, no quería salir, ni en imaginación, del camino de la legalidad. Esta resolución suya le obligaba con su complicado carácter a reprimir toda veleidad revolucionaria en las suyas y a descargar golpe sobre golpe con dureza sobre el Emperador y el Imperio. Los funerales de Víctor Noir, víctima de la familia imperial, no habían traído a París una revolución, como Rochefort esperara; mas habían traído a Rochefort un proceso. Periodista éste y diputado, se desquitaba con su graciosa y ligera pluma de las deficiencias de su torpe y pesadísima lengua. Y asesinado uno de sus redactores por la pistola de un príncipe de la sangre, asestó a toda la dinastía el rayo de su indignación. El artículo fue denunciado, y pedida naturalmente al Parlamento la indispensable autorización para intentar el proceso; demanda que dio coyuntura oportuna y brillante a Gambetta para esgrimir su hercúlea y atronadora elocuencia. La discusión de las autorizaciones fue tormentosísima. Los grandes oradores de la izquierda demostraron de la manera más evidente y más palmaria que aquel proceso era un trascendental error político. Hasta en los mismos grupos de la mayoría hubo un corazón bastante generoso y una palabra bastante levantada para pedir que se respetara en el diputado de la nación el principio de la soberanía nacional. Tanto honor cupo al honrado Marqués de Piré, el cual pedía que se pusiera sobre la silla de la Presidencia el retrato de Borssy d'Anglas, aquel Presidente de la Convención, tranquilo cuando los fusiles apuntaban a su cabeza y a su pecho; tranquilo cuando las injurias más soeces y las amenazas más homicidas sonaban en sus oídos; tranquilo, al presentarle en una pica la cabeza del diputado Ferand, e inclinándose profundamente para saludar, bajo el sable de sus verdugos todavía teñido en sangre humeante, al mártir de las leyes. Estas palabras fueron tomadas por una extravagancia y desatendidas lo mismo de la mayoría que del Gobierno.

Pocos debates dan una idea tan clara de la genial elocuencia de Gambetta como este debate. Gravísimo incidente sobrevino. Emilio Ollivier añadió en el extracto oficial de un discurso dirigido a Leon Gambetta, cierta palabra no pronunciada en la sesión. El Ministro había dicho en la tribuna, dirigiéndose al Diputado: «necesitaríais un relámpago de patriotismo», y añadió en el extracto: «necesitaríais un relámpago de patriotismo y de conciencia.» Gambetta se volvió airado contra tal adición, diciendo que no reconocía en nadie el derecho de calificar su conciencia, y mucho menos en quien la tenía tan cambiante y movediza. Las reclamaciones fueron ruidosas. Ollivier le dijo que se creía fuera del alcance de esos ataques, pensando que si la conciencia de monsieur Gambetta no hubiera estado por la pasión perturbada, jamas tratara de agraviarlo con aquellas injurias. «No os he dirigido ninguna injuria, decía Gambeta; os he recordado que no tenéis derecho para atacar mi conciencia. Os he dicho y os repito que no reconozco en una conciencia tan movediza como la vuestra, jurisdicción alguna sobre la mía, que es firmísima. No os disputo el derecho a cambiar de opinión; pero hay algo que no explicaréis jamás satisfactoriamente, y es el haber coincidido vuestro cambio con vuestra fortuna.» Magullado y maltrecho, el Ministro se limitó a responder, como quien sale del paso y burla el cuerpo, que no había necesidad de defender su entereza de carácter y su consecuencia política. Gambetta, cada vez más irritado, y cebándose en su presa con verdadero furor, le replicó: «Vuestros electores os han declarado indigno.» «El ejercicio del poder, dijo Emilio Ollivier, es una carga pesada de conciencia.» «No, le replicó Gambetta, no es una carga de conciencia, es un cargo de corte.» «Desde mil ochocientos cincuenta y siete, sólo he tenido un pensamiento, exclamó Ollivier, la libertad.» Gambetta le dijo: «Pero os habéis llamado republicano.» «Yo, añadió Olivier, he cumplido mi juramento. En mil ochocientos sesenta y uno dije al Emperador que diera la libertad, y yo, aunque republicano, le seguiría y admiraría. La ha dado, y le sigo y le admiro. He cumplido mi promesa.» Después de estas palabras del Ministro, la mayoría pugnaba y gritaba para que se cerrase el debate. Gambetta no quería dejarle sin respuesta y hablaba en medio del tumulto. El Presidente pronunció estas palabras: «Llamo a M. Gambetta al orden.» «Señor Presidente, está bien, dijo Gambetta; pero llamad antes a ese Ministro a la honra.»

En esto sobrevino una demostración práctica de que, obediente a su origen, el Imperio usa del Parlamento para caer en el plebiscito. La tribuna resonante, las Cámaras abiertas a una discusión continua, los partidos organizados ya y con sus jefes a la cabeza, los ministros cuasi responsables, la presidencia del Ministerio con una especie de autonomía peculiar, todas estas graves trasformaciones iban dando al régimen napoleónico todo el carácter de una república parlamentaria, cuando menos, de una monarquía representativa, y Napoleón III, metido mal de su grado en aquellas sirtes, comprendía que acababa el Imperio si desistía de su origen y dejaba en manos de los parlamentarios el carácter y la complexión de dictadura plebeya. No podía, no, llamarse nadie ya entonces a engaño. Napoleón revelaba todo el móvil de su política y todo el secreto de su plebiscito en las siguientes palabras: «Dadme nueva prueba de confianza, depositando en la urna un voto afirmativo, y conjuraréis las amenazas de la revolución, y asentaréis sobre sólidas bases la libertad, y haréis más fácil en lo porvenir la transmisión de la corona a mi hijo.» En efecto, el asegurar la dinastía era todo el empeño de la política, todo el móvil de los plebiscitos. Emilio Ollivier, que se había dado a imitar el estilo de Lamartine careciendo por completo de su estro poético y de su gusto literario, trazaba en tierna pastoral égloga una imagen virgiliana de aquel césar, consagrado como el labrador a contar sus bueyes y sus borregos para trasmitirlos con toda su hacienda al hijo de sus entrañas en la hora de bendecida muerte. Esta literatura sentimental, en que los tigres se vuelven corderos, me, recuerda los idilios con que los infames esclavistas bordan el tema de la esclavitud: el negro, seguro de su alimentación, cuidado como el mejor caballo; recluido en su cabaña a la sombra del cocotero y de la palma real; advertido, más que castigado, por el cepo y el látigo; educado y corregido en el tormento; teniendo a su amo por su patriarca y a su ama por su diosa; cantando el tango melancólico que recuerda el viento del desierto y el rumor de las selvas; incapaz de sentir sus cadenas materiales, su rebajamiento moral, su falta de dignidad, su condición de cosa aprovechable, la venta de su mujer y de sus hijos, porque vive completamente despojado de personalidad y de conciencia, como enorme feto en las próvidas entrañas de la Naturaleza. La transmisión de las naciones como se trasmiten los establos, ¿no os parece el mayor de los sarcasmos del poderoso y la mayor de las injurias al débil?

Los cortesanos auxiliaban poderosamente a su César. En la calle de Rívoli, bajo la presidencia del Duque de la Albufera, habían organizado una comisión directiva, que escribía programas, circulares, cartas, carteles, periódicos, proclamas, folletos, boletines, conjurando al pueblo a que votase «sí» y diciéndole que salía de una Constitución cesarista y entraba en una Constitución liberal. ¡Ah! Muchos y muy poderosos esfuerzos eran necesarios para contrastar tanto poder. La izquierda de la Cámara comprendió que estaba perdida si no podía organizar, frente a frente de la comisión imperial, una comisión republicana. Y organizó e instaló en la calle de La Sourdière una junta directiva que se levantara frente a frente de la junta directiva instituida e instalada en la calle de Rívoli. Pero ¡cuántas dificultades y cuántas divisiones! ¡Qué organización tan poderosa, qué fuerzas tan grandes, qué conjunto de miras tan completo, qué unidad de pensamientos, de acción, en todos los imperialistas, y qué divisiones tan profundas, qué desorganización tan completa, qué falta de unidad de idea y de unidad de acción en las filas republicanas! Mil cuestiones personales surgían a cada paso, llevando consigo mil irremediables quebrantamientos.

Aparte estas cuestiones personales, había otros motivos de disentimiento más profundos y más graves entre los miembros de la comisión republicana. Unos, como Simon y Grevy, pertenecían a la escuela que deseaba concluir con los poderes permanentes y hereditarios, para reemplazarlos por los poderes amovibles, responsables, republicanos, pero sin salir del régimen parlamentario ni quitar a las clases medias la dirección de la democracia; otros, como Peirat y Delescluze, estaban por la revolución francesa, por el Código del 93, por el Estado fuerte y por la dictadura republicana, por la Convención permanente, por la omnipotencia jacobina, por el ideal de Robespierre; mientras algunos seguían creyendo que toda reforma era inútil, todo trabajo estéril, todo tiempo perdido, toda combinación política ilusoria si el partido democrático no entraba de una vez en pleno socialismo.

Armonizar estas ideas contradictorias, reunir en uno solo estos partidos opuestos, hacer de estos capitanes desbandados huestes aguerridas, con un solo propósito y una sola bandera, obra difícil parecía a primera vista; pero la llevó a cabo, con grande tacto en su proceder y mucha elevación en su pensamiento, Gambetta, que se había ganado la jefatura del partido por el vigor de su frase, verdadero continente de ideas profundas, y por el acierto de su conducta, que mezclaba con la energía de un convencional antiguo la maravillosa flexibilidad propia de su estirpe italiana. El discurso pronunciado en tal debate constituye quizás el primero entre los timbres del orador al reconocimiento de la posteridad. No encontraréis en él aquellos esplendores literarios difundidos por la elocuencia de un Berrier o de un Guizot; pero sí la fijeza en el punto capital de la polémica y la exactitud matemática en la definición del Estado político y las enumeraciones lógicas de las verdaderas indeclinables consecuencias. Gambetta proclamó que la triste apelación al plebiscito significaba el reconocimiento positivo de una superior soberanía nacional y la revocabilidad inmediata de todos los poderes imperiales. Efectivamente buscaba el César en aquella maniobra política la seguridad de un legado y se hallaba de manos a boca, impensadamente, con el único heredero permanente de todos los poderes fundados sobre la soberanía nacional: con el pueblo. Aquel vigoroso discurso de Gambetta quedó como un eterno comentario al plebiscito y como una próxima reivindicación de la soberanía nacional inmanente y eterna.

En esto, la nación tuvo que reivindicar materialmente su poder. Los que a sí mismos se llamaban personalidades providenciales, mandadas por Dios para enfrenar la revolución y sostener la sociedad, cayeron en la sima sin fondo de una guerra sin nombre. Vencidos, rotos, prisioneros, malbarataron el honor a cambio de unos días de vida, y trajeron la desmembración del suelo nacional, que acapararan y retuvieran en una noche luctuosa, eternamente infame. Los republicanos quisieran que no les tocara en suerte la horrible liquidación del régimen imperial; pero no podían desertar del puesto de peligro a que les llamara la fatalidad incontrastable sin desertar también de todo sentimiento de honor. Los partidos no se suceden unos a otros por su propio albedrío, sino por leyes más altas y más inevitables. Gambetta, en quien predominaba la exaltada virtud del verdadero patriotismo, creyó que un retroceso inmenso venía si la República se apagaba en Francia y Francia se perdía para Europa. Movido por esta convicción, a un tiempo nacional y humana, intentó contrastar con su voluntad impetuosa los inflexibles decretos del destino. Y a este pensamiento se transfiguró. Quien le hubiera visto como yo antes y después de aceptar tamaña empresa, imaginara encontrar en él un hombre distinto. La defensa nacional se levantó en su corazón a un verdadero sacerdocio. De las ruinas quiso extraer una Francia nueva. De la derrota pensó forjar el triunfo. Dominado el Este, vencida Estrasburgo, entregada Metz, asediado el sacro recinto de París, constreñido el Gobierno a guarecerse tras la línea del Loira, que significaba media Francia perdida y disgregada de la otra media, no tuvo un momento de desmayo en aquella lucha gigante y a brazo partido con la fatalidad. Él constituyó un Ministerio de la Guerra con generales improvisados, ingenieros civiles, marinos; Ministerio por el cual circulaba el estro de un ardiente patriotismo, si no el genio de la verdadera inspiración militar. La leyenda del 93 tomaba de nuevo cuerpo allí, si no con igual fortuna, con empeño igual. Apenas es creíble, apenas, el número de soldados que se reunió, el material de guerra que se acumuló, el núcleo de ejército que se improvisó, la resistencia que se opuso, en medio de la desesperación, al poder incontrastable del hado y al decreto inflexible de la victoria. Diríase que aquel hombre vencía, por un milagro de su voluntad, a la muerte, y arrancaba de su sepulcro a Francia soterrada, como el Salvador a Lázaro corrupto. No pudo una fuerza menor y desorganizada vencer a una fuerza mayor y orgánica. Las leyes de la mecánica se sobrepusieron a las leyes de la moral. Tuvo el universo entero implacable indiferencia por la justicia o la injusticia. Reinó a su antojo la ciega fatalidad. Alemania no sólo tenía su propio ejército innumerable, tenía el ejército entero de Francia completamente a su merced. Por salvar el trono antes que la nación, los imperiales, en su horrible campaña, lo habían entregado al invasor. Gambetta no pudo salvar la integridad de Francia; pero salvó la honra de Francia. Merced a él cayó la nación, traicionada por el cesarismo, con la protesta en los labios, las armas en la mano y la esperanza del desquite en el corazón. Le había devuelto con tal esfuerzo a su patria la vida que de su patria recibiera.

Su viaje aéreo, tan ridiculizado por sus enemigos, le dio renombre universal, no sólo entre los suyos, entre los pueblos extranjeros. Yo, en aquellos días, pasados algunos en la prefectura de Tours, entreteníame mucho escuchando las aventuras aerostáticas. Recuerdo ahora mismo una expedición contada con viveza por uno de los aeronautas. Cinco eran los atrevidos. A las ocho de una mañana de Octubre habían abandonado París, alzándose a los aires desde la estación de Orleans. En quince minutos subieron ochocientos metros. En los primeros momentos parecían estar inmóviles. Desde aquellas alturas contemplaban París como un estudiante de Geografía contempla un mapa en relieve. Los monumentos, los edificios, las calles, todo se dibujaba clara y distintamente a su vista. Una hora pasaron sobre París, como si París los atrajese o como si el globo obedeciera a las ideas, a los sentimientos de su tripulación y no quisiese apartarse de aquella gran ciudad, más amada de sus hijos cuanto más perseguida y desdichada. En dos horas, el viento los llevó hacia el bosque de Bolonia, desde donde pasaron pronto sobre las líneas prusianas. Los soldados enemigos se dedicaban a cazarlos. Las descargas sonaban, las balas silbaban, pero ninguna les tocó. En cambio los navegantes llovían sobre los prusianos hojas republicanas impresas en París. A la disminución del lastre corresponde rápido ascenso. Desde una niebla frigidísima, dentro de cuyos pliegues apenas se veían los viajeros mutuamente las caras, cual si en vez de subir a las espléndidas regiones de la luz descendieran a los abismos, comienzan a entrar en espacios iluminados. Primero el sol, pálido como una gigantesca pavesa, extiende por las nubes mortecinos reflejos. Después salen de esta oscuridad y entran en pleno azul, en aire puro, luminoso, alegre, donde la vista y el pensamiento se dilatan. ¡Maravilloso espectáculo! me decían. A nuestras plantas, blancas nieblas como encrespado océano de nieve; sobre la cabeza, el cielo, en azul espléndido y en su serena alegría; por todas partes la inundación de los rayos solares, quebrándose en reverberaciones increíbles, en arreboles que la fantasía no puede combinar; al Oriente, rojas fajas de vapores con fuerza iluminados; al ocaso, tintas desvanecidas, tintas de colores del mar; el astro del día subiendo a su zenit en aquella soledad, como si brillase únicamente para los seres que lo contemplan desde la frágil nave; y allá en lo profundo la sombra del globo, proyectándose sobre las nubes, sombra oscurísima rodeada de una aureola resplandeciente con todos los colores del iris. En estos momentos llegaron hasta dos mil metros. El viento empezó a tener fuerza y el globo a marchar con celeridad. A través de las nubes pasaban a los ojos de los viajeros los pedazos de tierra, los campos, las ciudades, los ríos, de una manera tan rápida, que daba vértigos y producía el efecto de los colores de un cuadro disolvente. En algunos momentos creyeron haber andado hasta encontrarse sobre el Océano, por la parte del Havre; pero no se habían alejado tanto. Cerca de las cuatro de la tarde bajaron en el departamento del Eure. Habían recorrido en ocho horas un trayecto de noventa y cuatro kilómetros. El peso total, con toda su carga, de aquel pájaro gigantesco, era 1.436 kilos. Estas inmensas aves artificiales, y las inteligentes palomas mensajeras, fueron los medios únicos que tuvo París asediado de comunicarse con las provincias.

Parece imposible que la pasión política llegue hasta el extremo de convertir un acto de arrojo, como la increíble ascensión de Gambetta, en un acto ridículo. Pero la verdad es que los pueblos, más justos, se lo han cantado como una gloria, y esa entrada en las regiones celestes y esa caída de los aires le ha valido una mágica leyenda. ¡Bien había menester tal compensación el destinado a pasar por las terribles pruebas del terrible día de la definitiva derrota y del horroroso tratado!

Imaginaos cuánta sería la extrañeza de Gambetta en el momento de recibir la nefasta nueva. Ya estaba en Burdeos. El primer rumor vino del Oeste por las correspondencias del Times, verdadera gaceta del Canciller imperial. El Gobierno de Burdeos se apresuró a desmentirlo. Hacía pocas horas que el Ministro de la revolución acababa de pronunciar un discurso en Lila, conjurando vigorosamente a todos los franceses a que pelearan con ahínco, si, con desesperación de la propia vida, pero con esperanza firmísima en la inmortalidad de su Francia. El vigor de su enérgica frase parecía tomar filo y corte en la adversidad, templarse en las lágrimas que silenciosamente venían a sus ojos para caer, contenidas por su viril ánimo e invisibles a cuantos le rodeaban, como una lluvia de plomo derretido, sobre aquel gran corazón. Gambetta decía que un pueblo decidido a vivir no puede ser vencido.

¡Imposible describir la impresión que en ánimo tan fuerte como su ánimo produciría la confirmación súbita de las noticias llegadas por la prensa inglesa! Un rayo hirió su frente cuando el telégrafo le dijo que el Gobierno había ajustado la capitulación para la capital y el armisticio para toda Francia. Cuéntase que un ataque epiléptico le sobrecogió y que estuvo en gravísimo peligro su existencia. Burdeos se exaltó como se exaltan los pueblos meridionales, con delirio. Los edificios públicos no bastaban a contener las numerosísimas reuniones en que la suerte de Francia se discutía. Todas unánimes protestaban contra el armisticio y pedían la guerra sin tregua, la guerra a muerte. Muchas de estas reuniones enviaron sus comisionados a Gambetta para sostenerle en tan amargo trance y alentarle en su enérgica fe. No pudieron verlo, porque se había encerrado, entregándose a todo el dolor de su corazón y a todas las meditaciones exigidas por la tremenda responsabilidad que su nombre le impusiera ante su patria y ante la historia. ¡Supremas horas aquellas! ¿Aceptaba el armisticio? Perdía su significación política, soltaba de las manos su bandera, desdecía el ideal de su vida, abandonaba la patria a la misma debilidad mil veces maldecida en aquellas proclamas suyas cuyos viriles acentos recogerá la historia. Gambetta cree haber merecido que la posteridad le señale como un francés incapaz de dudar ni un momento de la inmortalidad de Francia. No podía, pues, aceptar el armisticio. Pero si lo rechazaba, la guerra civil sobrevenía; con la guerra civil la división del gobierno; con la división del gobierno la división del partido republicano; con la división del partido republicano la muerte de la República; con la muerte de la República la muerte de Francia. En crisis tan extraordinaria y suprema, Gambetta resolvió declarar que la guerra se sostendría rudamente. El armisticio, en su sentir, sólo sería una tregua, y la tregua una escuela de disciplina. ¡Imposible creer que muera Francia! Y Francia votará, por medio de sus representantes, la integridad de su independencia, la salvación de su honra, y todos los recursos en gentes y en dineros indispensables a salvar estos dos sagrados intereses que todo francés ha recibido en depósito de las pasadas generaciones y ha de transmitir a las generaciones venideras.

Lo más triste del caso era que preguntaba al Gobierno particularidades del armisticio y no recibía respuesta. Decía que viniesen a Burdeos, como habían prometido, algunos de los ministros, y no llegaban. Para mayor confusión y tristeza, el armisticio no se cumplía en el Este. Los prusianos, protestando que aquellos departamentos les tocaban por la distribución convenida, perseguían a los soldados de Bourbaky al mismo tiempo que bombardeaban a Belfort, la gran fortaleza de Vauban, último refugio en el alto Rhin de la bandera tricolor. Los infelices soldados de Bourbaky, después de haber pasado unos días horrorosos, después de haber recorrido largas jornadas a 12 grados bajo cero sobre la nieve petrificada, casi desnudos, muertos de hambre, porque la furia de los elementos había cortado todas las comunicaciones, al tocar a la frontera de Suiza, a la tierra neutral, a la tierra de refugio, son cañoneados sin piedad por los prusianos y mueren a cientos fuera de combate, sin responder a la agresión, sin haber empeñado ni sostenido batalla, víctimas de una ferocidad increíble al mundo civilizado y gravosa para ese ejército alemán, que, pretendiendo representar la más alta cultura europea, reproduce todas las salvajes iras de la más cruel, de la más implacable barbarie. Las tierras cercanas a Suiza se hallan sembradas de cadáveres.

¿Cuáles serán las condiciones de paz que el vencedor imponga a esta nación tan destrozada, tan profundamente herida? Según unos, cruelísimas. Cesión de la Alsacia y la Lorena; 10.000 millones de francos por gastos de la guerra; una colonia en el Asia; la mitad de la escuadra. Según otros, cesión de la Alsacia solamente, 2.000 millones de francos, algunas rectificaciones de fronteras provechosas para Alemania por la parte de la Lorena germánica.

Gambetta convoca la Asamblea, con el propósito de que se niegue a todas estas condiciones y sostenga la guerra, más gloriosa cuanto más desesperada. A este fin pone en su decreto de convocatoria cláusulas gravísimas. La primera es que ninguno de los príncipes que pertenecen a las varias familias pretendientes de una restauración monárquica puedan ser elegidos. Yo apruebo esta cláusula. Esos príncipes que creen siervos de sus privilegios la Francia, y la seducen con sus prestigiosos recuerdos, y la explotan bárbaramente; y luego, por aumentar algunas perlas a su corona, algunos días de gloria a sus anales, algunos títulos de orgullo a sus pergaminos, algunas preeminencias que les ayuden a perpetuar su dominación, desencadenan guerras, como esta guerra maldita, no merecen, no, tener en los pueblos libres la dignidad de ciudadanos.

Pero Gambeta añadió a esta cláusula otra que yo altamente reprobé entonces. Gambetta declaró incapacitados para aspirar a la diputación a todos los ministros, a todos los senadores y a todos los candidatos oficiales del Imperio. Fue aquélla una restricción arbitraria al sufragio universal, restricción que no puede defenderse ni por razones de justicia ni por razones de conveniencias políticas. Si Francia, al verse en el abismo de todas las desolaciones, al ahogarse en el diluvio de sangre que sobre ella ha llovido el Imperio, al tender la vista mortecina sobre las ruinas amontonadas en su privilegiado suelo y los cadáveres amontonados en las ruinas, elige a los viles cortesanos que, después de haberla deshonrado en la opresión, la han vendido a la conquista, Francia, falta de todo instinto nacional, es un órgano muerto, corrupto, de la humanidad, y merece la suerte de Polonia; merece que su territorio sea desmembrado y maldecido su nombre. Yo creo que es injuriar a Francia, que es proseguir la política autoritaria, que es sentar un funesto antecedente ese acuerdo, por el cual se votará la República como se votó el Imperio, entre listas de prescripciones, que la República no ha menester, porque es la expresión de la justicia y con su luz le basta para vivificar a los buenos y deshacer, como cadáveres insepultos, a los perversos.

El Gobierno de París envió uno de sus individuos, Julio Simón, a Burdeos, encargándole de promulgar un decreto de convocatoria en el cual ninguna de las conclusiones de Gambetta era reconocida. Julio Simón no tuvo periódico oficial donde publicar su decreto, porque Gambetta había promulgado el suyo e impedido el que traían los miembros del Gobierno. En esto, Bismarck protesta también contra el decreto de Gambetta y dice que no se ha convenido el armisticio para traer una Asamblea de ese género, sino una Asamblea libremente elegida por toda la nación y que a toda la nación represente. Gambetta escoge la ocasión para sobreponerse al Gobierno de París y denunciar ante Francia que los excluidos por su decreto son los cómplices de la invasión, los cortesanos de Bismarck, los que entregarían cien veces, por restaurar su dominación propia, al conquistador, en jirones la patria. Pero la fatalidad lo venció y tuvo que resignarse a su derrota.

En tal caso, la desgracia de Francia le pareció su propia desgracia, y el retiro y apartamiento de la cosa pública su principal deber. Envejecido prematuramente a los treinta y tres años; desgarrado como el náufrago a quien los remolinos tempestuosos han estrellado contra los bajíos y los bajíos han devuelto a las olas, mil veces pensó en una especie de abstención definitiva, equivalente a una especie de moral suicidio. Los que le acompañaron, como yo, en aquel dolor y pusieron, como yo, empeño en confortarlo, pueden decir muy claro y muy alto que jamás se quejó de haber caído desde las alturas de un gran poder a las tristezas de un voluntario destierro, sino de que hubiera Francia, la Francia de su corazón, el amor de sus amores, caído del alto y espléndido trono que desde los tiempos de Luis XIV ocupara en el centro de nuestro continente, a sus horribles catástrofes. Y, en efecto, las lamentaciones del antiguo profeta, esa elegía eterna de los pueblos vencidos y de las naciones deshechas, no hubieran podido pintar las desgracias francesas. Aquella política de conquista y engrandecimiento territorial acababa de traer la desmembración; y aquella política de socialismo y reforma social en pro de un cuarto estado, utópico, imaginario, producido para recreo de la retórica revolucionaria y justificación de la dictadura cesarista, ¡oh! había traído la horrible Comunidad de París. Los veinte años de Imperio daban la desmembración del cuerpo de Francia, descoyuntado sobre el potro de todos los tormentos, y la demencia del alma de Francia, desgarrada en el estruendo de una revolución sin salida. El fragor de los incendios llamó de nuevo la voluntad enérgica de Gambetta con siniestros llamamientos al combate y al peligro. De un lado, las avanzadas del partido demócrata soñaban con la Internacional y el colectivismo; de otro lado las huestes de los antiguos partidos monárquicos soñaban con la restauración y con la dictadura. Ni los monárquicos de Versalles ni los comuneros de París tenían razón. Los unos podían estrellarse con estrépito en la utopía de lo pasado y traer nuevas revoluciones; los otros en la utopía de lo porvenir y traer nuevos cesarismos. Necesitábase, pues, salvar la República, porque salvando la República se salvaba también la Francia, y Gambetta entró en París y dio su programa de combate a la reacción y a la revolución, tan vigoroso como su anterior programa de guerra al extranjero y a la conquista. Desde tal punto y hora volvió de nuevo a encabezar el partido republicano.

En este minuto de su vida cometió Gambetta un error, bien pronto rectificado por su finura italiana y su reveladora experiencia. Como si la República estuviese ya definitivamente asentada sobre bases inconmovibles, propuso la formación de un partido republicano radical, frente a frente del partido republicano conservador, que con Thiers y con Simon ocupaba entonces el poder y ejercía el gobierno. Los dos partidos gobernantes, radical uno y conservador otro, cuadran a tiempos de regularidad suma, y pueden vivir sin peligro bajo instituciones arraigadas y firmes. Pero crearlos sobre las lavas corrientes y en medio del combate universal, era como desgarrar las entrañas de la República, y debilitándola, impedir su sólido establecimiento. El partido conservador hubiera tenido que reclutarse, para mal de todos, en las huestes monárquicas, y el partido radical en las huestes comunistas, igualmente contrarias y opuestas a toda verdadera República. Bien pronto se tocó en las esferas de los hechos el sofisma tristemente acreditado por el incontestable ascendiente de Gambetta en la esfera de las ideas. Con motivo de una elección malhadada en París, los dos bocetos borrosos de los dos partidos republicanos en formación se mostraron dentro de las urnas, votando el conservador a M. de Remusat, insigne literato y ministro, mientras el radical a M. de Barodet, maestro de escuela lionés, avanzado y cuasi socialista. Vencieron los radicales a los conservadores en las urnas; pero radicales y conservadores fueron vencidos en la Cámara, cayendo M. Thiers del Gobierno y entrando la República francesa en poder y bajo la tutela de los monárquicos.

Para mi la página más brillante de todas las páginas que constituyen la historia épica de Gambetta, es la que comienza en Mayo de 1873, después de la victoria del partido monárquico en la Asamblea, y concluye en Octubre de 1878, después de la victoria del partido republicano en los comicios. Igual energía que en la famosa campaña de Tours, igual perseverancia rayana en tenacidad, igual valor cívico; mucho más arte, mucha más habilidad, consumada prudencia; reserva, cuando el callarse parecía conveniente; ataque atrevido, si lo demandaban las circunstancias; mesura en el paso, madurez en las resoluciones, conocimiento de las cosas, conciliación suprema de un precio subidísimo, firmeza y flexibilidad maravillosa; prendas todas que revelaban el convencional acostumbrado a los furores de la Montaña republicana, convertido en estadista por el genio florentino de disimulo, de transacción, de conveniencia, de templanza, de táctica para vencer ciertos obstáculos y burlar otros, de todo aquello en que fueron maestros los atenienses, los latinos y los italianos. Otro, más dogmático, se sublevara contra la Constitución monárquica, ideada por un realista neo-católico para Francia republicana; él, como la Constitución tenía los dos principios capitales, talismán de su credo, el principio electoral y el principio parlamentario, la recoge, la consagra y la hace triunfar por un voto, extrayendo del seno de la derrota ideada y urdida por sus enemigos, el mayor y más duradero de sus triunfos. Todavía recuerdo cómo se reía en su comedor de la Chassée d'Antin, con qué sonoras carcajadas, cuando, al felicitarle yo por el arte que había puesto en sacar de una Asamblea monárquica una Constitución republicana, le comentaba de paso, en mi mal francés, como Dios me daba a entender, el refrán español: «A caballo regalado no se le mira el diente.» Otro, más vulgar, cuando las cóleras de Broglie lo elevaban a personificación única de la Francia republicana, cayera en el burdo lazo, y se proclamara heredero inmediato del pobre Mac-Mahon dimisionario: él no; comprendiendo que su mucha parte activa en la batalla le constreñía y condenaba por necesidad a tener poca parte después en la victoria, propuso como presidente, primero a Thiers, y muerto Thiers, a Grevy, proposiciones en que a porfía se mostraban su ciencia y su experiencia política. Pues no quiero decir nada de los viajes políticos, de las reuniones populares, de los discursos al aire libre, de la organización electoral, de la lucha titánica en las urnas, del triunfo pacífico que coronó todos aquellos esfuerzos y que salvó y constituyó definitivamente sobre la tierra de Francia el sublime corolario de la revolución del cuarenta y ocho, esa trilogía del espíritu moderno con sus tres términos, por la democracia, la libertad y la República.

En tal periodo de combate, jamás se le ocurrió apelar a la revolución, jamás. «Todo está salvado, le decía yo, fortaleciéndole con mis consejos en sus propósitos de paz; todo está salvado, porque ni Mac-Mahon tiene un ejército con que derribarnos a nosotros por un golpe de Estado, ni nosotros tenemos milicia con que derribarlo a él por un sacudimiento de revolución.» Y en efecto, jamás he visto a Gambetta, jamás tan molestado, como una noche, casa de Víctor Hugo, después de comer, en que algunos diputados intransigentes de la tertulia departían sobre las probabilidades de una próxima revolución. «La Francia, decía, no necesita disparar un tiro, y no lo disparará; la Francia quiere la República, y la tendrá. No hay poder humano que se oponga en el mundo a la voluntad de Francia. Tenemos un partido republicano tan disciplinado como el ejército, y un ejército de línea tan patriota como el partido republicano y tan sumiso a las leyes. No me habléis de guerra civil, porque se me indigestará la comida, no me habléis de eso; el general Mac-Mahon se irá o no se irá, según le plazca; pero lo que se queda ya definitivamente sobre la tierra es la inviolable y pacífica soberanía de nuestra Francia.»Y confesemos que merecían así el gran pueblo como el gran tribuno por su moderación y por su prudencia.

Pero digamos la verdad, toda la verdad, debida por nosotros a la muerte y a la historia. Nuestra constante admiración a Gambetta tiene una reserva como su genio tuvo un eclipse; tiene la reserva del tiempo que se dilata desde su triunfo definitivo hasta la caída del último Ministerio Freycinet, tiempo en que lo hallamos inferior a cuanto debíamos prometernos de su genio y de su grandeza. ¡Oh! si la inspiración antigua le acompañara en este momento supremo, no diera ocasión a tantas dificultades como ha encontrado la República en su camino, y mucho menos al rápido y triste Ministerio que disminuyera en los últimos días de su vida la incomparable alteza de su nombre. Gambetta, en su trato natural con los imperialistas y en su juventud bajo el Imperio, había como aspirado por los poros de su alma una concepción del Estado muy semejante a la concepción bonapartista, la cual llevábale indeliberadamente y como de la mano a exagerar los resortes del gobierno y a desconocer los beneficios del derecho. De aquí su empeño en dar al Estado una especie de doctrina científica, cual habíanle dado los Emperadores una especie de doctrina religiosa; y al darle tal doctrina científica, surgió el funestísimo intento de limitar la libre enseñanza y cohibir la libre asociación y fundar un Ministerio de Instrucción pública completamente consagrado a defender por medios coercitivos la nueva ciencia y combatir a la antigua Iglesia. A esto unía tristemente vaguedades socialistas, de esas que sólo sirven para henchir las inconscientes aspiraciones del pueblo sin darles ninguna satisfacción verdadera; voluntariedades arbitrarias, que desdecían de su antiguo culto a las leyes y que se prestaban al rumor calumnioso de sus tendencias cesaristas; un espíritu guerrero, un espíritu de engrandecimiento desmedido, tanto en África como en Asia, el cual, además de traer un gran desequilibrio al presupuesto y aumentar los gastos, desconocía que Francia debe reconcentrar su espíritu dentro de sí misma, tomando el más soberano y el más seguro de todos los desquites, el de dar su forma de gobierno, con la virtud de la enseñanza y del ejemplo, a los pueblos circunvecinos.

De todos modos, su muerte ha herido mi corazón y mi memoria. Nuestros disentimientos de los últimos años no empecen mi admiración y mi cariño. Cualesquiera que hayan sido los errores de Gambetta, imposible olvidar sus esfuerzos supremos para defender contra el extranjero la Francia, y sus esfuerzos supremos para salvar de la reacción su República. En el primero de tales esfuerzos mostró la energía de su voluntad, y en el segundo la luz de su inteligencia. Las dos grandes faltas de su vida fueron las supersticiones de sectario llevadas a la relación indispensable del Estado con la Iglesia, y la designación de aquel ministerio de compadres, cuando su deber le imponía un Ministerio de estadistas. Menos positivismo en la inteligencia, menos jacobinismo en la política, menos tendencias cesaristas en el proceder, y su gobierno hubiera igualado a su defensa del territorio y a su gloriosa campaña electoral. La multitud innumerable de obligaciones que abruman a un estadista habíanle forzado a retirarse de París un poco, y a buscar en la soledad del campo los esparcimientos del ánimo. Allí le sorprendió un terrible accidente, la herida en la mano causada por un pistoletazo más o menos casual, pero sobre cuyo triste origen se ha guardado una prudentísima reserva. La cirugía ocurrió a la cura; y en efecto, la logró feliz. Pero la inmovilidad, la dieta, la sobra de linfas, la crónica impureza de su sangre le trajeron las enfermedades y las complicaciones que han causado su muerte. Gambetta realmente se distinguía de todos los republicanos franceses por su fuerza de voluntad y por la convicción profunda en que se hallaba de la necesidad imprescindible de reforzar los resortes del gobierno en Francia. Durante los postreros meses, en la época del ministerio Duclerc, había tenido una gran reserva y mostrado que no le impacientaba el apartamiento, a que se veía por fuerza condenado, de las altas esferas del gobierno. Cuando empezaba con la resolución de siempre a entrar por el camino que, moderando la exuberancia de su fantasía y la exaltación de su sentimiento, hubiérale alzado a las alturas de los verdaderos estadistas, le sorprende tristemente la muerte. Llorémosle, que aún dejando tantos y tan vivos recuerdos, llévase consigo muchas y muy vivas esperanzas.

Su muerte, inesperada y sorprendente, ha venido a dispertar esperanzas dormidas en el seno de los desbandados monárquicos franceses. Si alguna demostración práctica se necesitara para poner de relieve la superioridad indiscutible del régimen republicano, que los electores han preferido sobre aquel régimen imperial que han dejado muerto en las urnas, suministraríala el luto que lleva hoy con verdadero dolor la Europa republicana. Gran orador, jefe de numeroso partido, presidente respetado un día de la Cámara, futuro director del Gobierno y tal vez del Estado, con todas estas ventajas y calidades altísimas, no resultan hoy, no, sus derrotas y su muerte la derrota y la muerte del régimen republicano, establecido y fundado en cosa más sólida que la voluntad y la conciencia de los individuos, en la voluntad y en la conciencia de los pueblos. Nuestros reaccionarios se creen siempre allá en el año cuarenta y ocho y con una democracia inexperta caída por casualidad en el seno de una República improvisada, y con una Europa triste y asustadiza, dispuesta en cualquier evento a mandar los croatas del Austria absolutista o los cosacos del Don ruso contra las ciudades revolucionarias. Hoy la democracia universal, curada de utopías, conoce los límites trazados por la necesidad a su política, y gobierna con tal conocimiento de la realidad y tal respeto al tiempo, que podrían de seguro envidiarla, por su madurez y por su experiencia, los primeros estadistas del viejo mundo político. Y si la democracia gobierna con madurez, la Europa diplomática podrá ser, por motivos de necesidad, más o menos monárquica, pero no es, no puede ser de ningún modo reaccionaria. Nicolás de Rusia, Meternich de Austria, Federico Guillermo de Alemania, Fernando de Nápoles, Gregorio XVI de Roma, todos los fantasmas de la reacción europea, todos, han pasado como las pesadillas de un penoso ensueño.

Pedid reacción a los garibaldinos aquí, a los kosutistas allá, en Berlín a los diputados de la Asamblea de Francfort, en Petesburgo a los destructores de la servidumbre, o en Londres a los radicales de Cobden. Todo régimen que hoy surgiera en Francia traería consigo una revolución a corto plazo y tendría tras de sí el renacimiento de la República inevitablemente demandado por el espíritu de las nuevas generaciones y el natural progreso de los tiempos.

La República, por fin, acostumbró a Francia, nación artística y nerviosa de suyo, a todos los inconvenientes de la libertad, a sus zozobras, a sus estruendos, a sus peligros; y no recaerá, no, en el silencio y en la inacción de otros tiempos. Hay quien cree que la muerte de Gambetta excitará los ardores del partido demagógico, y aumentará su número. Por lo contrario, ese partido pierde una gran sombra, pues Gambetta, por sus creencias positivistas en filosofía y sus vaguedades raras de reforma social en política, más bien favorecía que contrariaba las plétoras de una izquierda demente. No se me oculta, no, las dificultades inmensas que trae consigo el problema de fundar la libertad moderna en pueblos tan acostumbrados a la igualdad como el pueblo francés. No se me oculta cuánto más fácil es allegar la igualdad en los senos de la obediencia servil que en los senos del derecho moderno. Comprendo fácilmente la imposibilidad de gobernar a un pueblo, tan acostumbrado al yugo monárquico, si no se crean y producen jerarquías naturales que tengan por timbre la ciencia y la virtud, generalmente reconocidas como capaces de sustituir a las fuerzas materiales del antiguo régimen. Pero no se lanza tanta cantidad de luz y de calor sobre un pueblo; no se allega filosofía tan humana como la filosofía del pasado siglo; no se intenta cambio tan radical y profundo como el cambio de la revolución francesa; no se alza tribuna tan reveladora del Verbo como la tribuna donde hablara la legión de los grandes oradores modernos, sin que todo este maravilloso éter espiritual se condense y organice por su propia virtud en el seno de una verdadera República. No temamos, pues, no, por la democracia republicana francesa. El hombre muere; la humanidad es inmortal.

De todas suertes, juzguemos a los grandes hombres con benevolencia. Es muy fácil juzgar desde el retiro de una biblioteca y sobre el frío e inconmovible pupitre al genio que ha pasado a través de la tempestad. Pero idos por el mundo social; comenzad esa carrera que no podéis medir y calcular; proponeos la reforma y la mejora en naciones acostumbradas a la servidumbre; y decidme cuántas veces vacilaréis y caeréis, críticos rígidos con la rigidez del frío de la muerte, en los combates, en los cementerios, en los abismos, en las tormentas de la vida. Quered descubrir nuevos mundos o estudiar, nada más que estudiar, la naturaleza. Aquí una tierra desconocida; allá una playa donde el aire es mortal; ya la calma chicha hasta podrir vuestros barcos, ya el huracán hasta estrellaros en los escollos; en este punto necesitaréis la perfidia y el engaño para burlar a quienes os ganan en número y en fuerza, y allá la crueldad para combatir por la vida; al través de las montañas gigantescas el alud que os hiela o el volcán que os abrasa, la nube que os envuelve y el abismo que os llama, la noche que os extravía con sus tinieblas y el sol que os achicharra con sus dardos; ora un desierto donde morís de sed, ora una laguna donde os ahogáis en el cieno, y decidme si al pasar por todo esto emplearéis los procedimientos ordinarios de la vida y no os saltará mil veces la sangre al corazón y la hiel de los hígados en una continua batalla. Pues las supersticiones del mundo moral amedrentan más todavía que las calamidades del mundo físico. El más sublime de los redentores pidió a Dios que apartara de sus labios aquel cáliz de su pasión, donde estaba contenida la salud de la humanidad. En lo alto de la Cruz lanzó esta palabra de reconvención a los cielos: «Padre mío, ¿por qué me habéis abandonado?» Y si esto pasa al que siente en sí como un espíritu divino y como una vocación sobrenatural para el sacrificio, ¿qué pasará al vulgo de los mortales? El interés que herís, el privilegio que soterráis, la ambición que no podéis satisfacer, tantas pasiones que se levantan como serpientes con sus fauces abiertas para combatir, concluyen por imponeros las leyes y las necesidades supremas del combate. Acordaos de Mirabeau. No hay hombre que haya combatido como ese hombre. Así, la naturaleza lo ha forjado en el molde donde forja los titanes; lo ha hecho grande y monstruoso como a esos seres que han vivido en otras edades planetarias; ha puesto sobre aquel rostro deforme, granizado por la viruela, una frente celeste, y entre tantas pasiones como han consumido su vida, el amor a la libertad, en el cual parece que se abrasa su sangre y se derrite todo su ser, como se abrasaba la sangre y se derretía el ser de los místicos en los celestes ardores del amor divino. Yo no conozco otro que hubiera podido acercarse a la vieja encina de la monarquía y desarraigarla; dirigirse a la aristocracia armada de sus aceradísimas espadas, ceñida de sus prestigiosos blasones, circundada de sus recuerdos, y herirla; llevar, como la nube lleva la electricidad y la lluvia, en su palabra la idea para empapar con ella el terruño feudal y bautizar en el derecho al siervo, más pegado a la tierra aún que el nido de la alondra; encontrar en medio del relámpago que a todos deslumbra y ciega la fórmula divina que todo lo salva; destruir un mundo y fundar otro con prodigios de elocuencia; precipitar lo antiguo en su caída, y cuando quiere detenerlo como una cariátide hercúlea en sus hombros, sin doblegarse, para que no caiga en los abismos hasta que su destructor, complacido en reconstruirlo por un día para probar su fuerza, no haya caído en el sepulcro y dejado la vieja monarquía privada de lo único que ya prolonga su existencia, de la sombra gigantesca de aquel genio.

A pesar de todos sus vicios y de todas sus caídas, Mirabeau era, en realidad, un milagro de la naturaleza. Lleno de tempestades el aire y agrietado por los terremotos el suelo; entre cien batallas encendidas por las pasiones más exaltadas; circuido de innumerables enemigos que le asedian; acompañado de la envidia y de la calumnia que le muerden; con mil proyectos en la cabeza, vasta como un universo de ideas, y con mil pasiones en el corazón, de grandes sentimientos henchido; trabajador y combatiente infatigable; filósofo en acción que piensa de improviso y dice en fórmulas eternas lo pensado; hombre de mundo que va de las asambleas a los salones y de los salones a los clubs; hombre de sentimientos que necesita así la amistad como el amor; hombre de Estado que prevé y calcula y tiene tiempo para todo y se encuentra en todas partes; su grande alma se asemeja a esos cometas, los cuales llenan con sus fajas y colas de luz incierta los cerúleos espacios. Aquel cerebro es un motor siempre alimentado por el fuego de grandes pensamientos; aquel corazón es una máquina que impele y expele la sangre con una fuerza generadora de acciones incesantes y continuas; aquellos nervios, como esas arpas sensibles que suenan a los tañidos del aire; aquella vida, como un torrente que se despeña y que, aparentando buscar en su tortuoso y devastador curso, ya la satisfacción de las ambiciones, o ya la satisfacción del renombre y de la gloria, busca realmente el eterno y solemne reposo de la muerte, único remanso concedido a su vertiginosa carrera.

Mirabeau es jefe de un partido político, y por tanto, general de ejército que exige suma atención y revistas continuas; es guía de un grupo parlamentario, y por tanto, cabeza de diputados que piden una dirección sostenida, la cual impela sin fuerza y mande sin imperio; es justador eterno en las justas oratorias, y por tanto, siervo de un estudio prolijo, de una meditación reflexiva, con cuya virtud recorra toda la escala de las ideas, encerrándolas en formas artísticas que hagan pensar a los hombres superiores y sentir a los pobres pueblos; es presidente de comisiones y redactor de dictámenes, que le imponen el profundizar desde la relación de los poderes públicos entre sí en la obra de un código fundamental, hasta la relación del suelo con el subsuelo en los proyectos de minas; es comandante de la Milicia Nacional, y llamado por ese cargo a guardias, a paradas, a procesiones, a fiestas, a combates; es publicista que debe ojear cien obras, dictar mil artículos, sostener polémicas; es amante de la sociedad y de la naturaleza, lo cual así le arrastra a las cenas de las bailarinas y a los bastidores de la Ópera como al retiro de Argenteuil, donde conversa con los campesinos como un labrador y recoge el rumor de las selvas y el cántico de las aves como un poeta; inmensa naturaleza tan una en sí misma y tan varia en sus manifestaciones, que cansa con sus aspectos múltiples a todos los comentaristas y que aplasta bajo su inmensa pesadumbre los sólidos altares de la historia.

Oriundo de Italia, la patria del genio; nieto de aquella Florencia tan diestra en el arte como en la política, y que ha sabido reunir la inspiración y la falsía; hijo de Provenza, donde la luz aviva el estro y caldea los corazones; miembro de feudal familia, en la que andan juntos los vicios más monstruosos con las más puras virtudes; raptor en edad bien juvenil de una mujer amada, cuyo recuerdo ha pasado a fervoroso culto en su pecho; huésped de aquellas fortalezas y calabozos guardados por las ceñudas torres, símbolos de la siniestra edad antigua; perteneciente al patriciado por su cuna y por sus gustos, al pueblo por sus doctrinas y por sus ideas; con los ímpetus del orador y las reservas del estadista; con la sensibilidad femenil de los poetas y el valor sublime de los héroes; con faltas y virtudes como ningún otro hombre; filósofo y orador, había tal ductibilidad en su complexión y tales facultades en su inteligencia, que para juzgarlo, sobre todo, en frente de las estatuas correctas y frías que en mármol de Paros nos ha dejado la antigüedad, quizás necesitemos las perspectivas inacabables del tiempo, las cuales dan con sus lejos y sus penumbras a las figuras más reales y más verdaderas de la historia, sin quitarles nada de su verdad, la alta entonación del poema y los varios arreboles de la leyenda y la apoteosis de la poesía y del arte.

Gambetta, de mejor vida pública y mucho mejor vida privada que Mirabeau, cierra con su palabra los tiempos abiertos por la palabra de éste, y corona con su espíritu el cielo inmortal de la revolución francesa por aquel otro grandioso espíritu, en medio de tempestades, abierto e iniciado. Quizás le han faltado a Gambetta, cuya historia sólo tiene catorce años, dos lustros más de vida para asombrarnos por sus calidades varias de estadista, como nos asombró por sus calidades varias de tribuno. ¡Oh muerte! que extiendes tus límites sombríos en torno del ser, a manera del negror de la noche en que van como engarzados los astros; muerte, que todo lo descompones y lo pudres, para rehacerlo y renovarlo todo, porque sin ti parecería la vida como un lago inmóvil; muerte, que envuelta en tu manto de sombras y ceñida de tu corona de adormideras, te alzas en los confines de la eternidad; muerte, implacable en tu rigidez, detente algunos minutos al pasar por el lado de ese cerebro, tan vasto en su invisible magnitud como la bóveda celeste, y perdónalo, puesto que elabora continuamente algo inaccesible a tu exterminadora pujanza, el pensamiento y el espíritu, cuya es la eternidad destinada a tender sus alas inmensas sobre la ruina y la demolición del Universo.

Pero la muerte ni ve ni escucha a nadie, como sorda a nuestros clamores y ciega a nuestras ideas; importándole poco la obra que destruye bajo sus plantas de esqueleto y la inspiración que extingue con su soplo de hielo, pues aniquila tristemente así al orador como al jornalero, así al rey como al esclavo, así al pontífice como al monaguillo, así al astro como al mosquito, cual a su vez las especies, implacables en su crueldad, se ven obligadas a matar para vivir, exterminando innumerables seres en la necesaria asimilación, por cuya virtud se apropian las sustancias y perpetúan el ser de la naturaleza. ¡Oh! Apresuraos a oír los grandes oradores, porque así como al acabarse el mal se acaba también el heroísmo, al acabarse el privilegio se acaba también la elocuencia, ese divino verbo del derecho.



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