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Historia e intrahistoria, cuento y novela en «Flores oscuras» (2013), de Sergio Ramírez

Emiliano Coello Gutiérrez





Este artículo analiza el último libro de cuentos de Sergio Ramírez, Flores oscuras, publicado en 2013, a partir de los conceptos unamunianos de Historia e intrahistoria de Nicaragua y de América Latina. Del mismo modo, intenta justificar que algunos de los textos de esta colección están, genéricamente hablando, más próximos a las complejidades de la novela, mientras que otros encajan perfectamente en el canon estructural y temático del cuento o relato breve. Por último, se estudia la vinculación formal de ciertas narraciones del libro con géneros periodísticos como la crónica o el reportaje, entre otros apuntes que contribuyen a subrayar la riqueza y la complejidad de esta obra de Sergio Ramírez.

Unamuno emplea, en su obra En torno al casticismo (1895), una metáfora telúrica para referirse a la diferencia existente entre los conceptos de Historia e intrahistoria. Según el escritor bilbaíno, la Historia son las olas, la parte visible de un mar que oculta en su fondo una profundidad insondable, a la que no llega la luz, pero que es de todas maneras la matriz de la superficie bañada por el sol. Traducido esto a la vida de los pueblos (el Volksgeist hegeliano), la Historia representa la materialización en forma de sucesos (protagonizados en muchas ocasiones por individualidades), de hechos que pertenecen al alma de una nación, a su inconsciente colectivo, a un accionar milenario y anónimo que hace fermentar, día tras día, el sedimento de una cultura.

Al escribir el mentado libro, el pensador español, influido por la filosofía positivista, asocia el espíritu de un pueblo a su paisaje, a las montañas, llanuras, ríos, mares y demás accidentes que conforman su geografía. Años después el poeta Pablo Antonio Cuadra, en un texto fundamental titulado El nicaragüense (1967), va a encontrarse con el polígrafo bilbaíno. Según Pablo Antonio Cuadra, si hay un rasgo que define la personalidad del país nicaragüense, ese es la errancia, su carácter «exódico» debido al enclave privilegiado del que disfruta dicha nación centroamericana: un lugar abierto al mundo a través de dos océanos, el Pacífico y el Atlántico, que se han querido siempre unidos a través del río San Juan. Tal ubicación extraordinaria ha condicionado la intrahistoria y la Historia de Nicaragua, territorio asediado secularmente por la amenaza de los piratas y de las potencias invasoras. La geografía nica crea, pues, el tipo del aventurero, del nómada que cuenta con el humor y la burla como defensa en una vida que carece de estabilidad, porque está puesta en el viaje. La intrahistoria queda materializada por primera vez en la comedia El güegüence, cuyo protagonista es un personaje «mediterráneo» (en palabras del propio Cuadra), socarrón, insolente, desconfiado, vagamundo y desafiante de la autoridad que encarna el gobernador Tastuanes. Otro tipo que crea el paisaje nicaragüense, acosado históricamente por la acechanza extranjera, es el del guerrillero, que tiene su mito más famoso en la figura de Augusto César Sandino, sorprendentemente ausente en el libro de Pablo Antonio Cuadra. Tanto la naturaleza profundamente exterior de la geografía nica como los hombres que genera, el pícaro y el revolucionario (el impulso centrípeto y nacionalista que equilibra a su contrario), guardan una semejanza notable con una parte importante de la intrahistoria y de la Historia de España. El parecido salta a la vista.

En Flores oscuras (2013), la obra de la que va a hablarse en lo sucesivo, estas diversas figuras que ha forjado la intrahistoria nicaragüense se dan cita también. En «El mudo de Truro, Iowa» Sergio Ramírez nos entrega a un equivalente contemporáneo del macho ratón, un nicaragüense innominado que ocupa una posición marginal en el sistema, al que satiriza sin embargo de un modo implacable. Si en El güegüence era caricaturizado el orden colonial, este cuento de Ramírez se ocupa del american way of life, ya que nuestro protagonista emigra a Estados Unidos en busca de una vida mejor. Por otra parte, tanto en «Las alas de la gloria» como en «La colina 155» aparece el personaje del guerrillero desmovilizado. Se trata de hombres anónimos y heroicos que participaron en batallas, insurrecciones y gestas decisivas que cambiaron el destino de Nicaragua (Monimbó, el asalto al Palacio de Gobierno, la toma de la colonia Miraflores, la entrada triunfal en Managua) pero que, aun así, no lograron aflorar a la superficie histórica, porque el oropel de la fama se lo quedaron los comandantes.

En este sentido, en los cuentos de esta colección, hay una diferencia nocional y moral entre la Historia y la intrahistoria, como ocurría en el ensayo de Unamuno. En estos relatos la Historia se asocia al fasto y a una cierta prepotencia de los egoísmos descollantes, no conscientes quizá de que la gloria es también pasajera, no deja de ser efímera. Contrariamente, la intrahistoria abraza la tradición, se constituye en cepa de valores de un pueblo y, más allá de lo meramente cultural, es una unión del hombre con la naturaleza. No obstante esto, en los cuentos de Flores oscuras la Historia aplasta en no pocas ocasiones a su contraparte sumergida, al hombre del pueblo condenado comúnmente a la fatalidad de una vida oscura. De resultas de esto, hay personajes que descarrían el sendero de su vida por intentar subirse al tren de la Historia, aunque este tren los arrolle en el camino.


Historia e intrahistoria

La estructura de Flores oscuras posee una disposición equilibrada. En efecto, en los tres primeros relatos («Adán y Eva», «La puerta falsa» y «La cueva del trono de la calavera»), en la pugna entre Historia e intrahistoria que configura la trama, acaba imponiéndose la Historia. A este primer bloque le sigue un cuento novelesco («Ya no estás más a mi lado corazón») y un segundo bloque en que predomina la intrahistoria, formado por tres relatos: «Las alas de la gloria», «La colina 155» y «No me vayan a haber dejado solo». Tras esto hay una nueva transición, es decir, otro cuento novelesco («Ángela, el petimetre y el diablo»), y un tercer bloque en que aparecen pespunteados los cuentos en que domina la Historia («El mudo de Truro, Iowa»), la intrahistoria («El autobús amarillo») y de nuevo la Historia («Abbott y Costello»). El conjunto lo cierra un último cuento novelesco, que es el que da título al libro: «Flores oscuras». En total hay cinco relatos en que sobresale la Historia (lo superficial, lo convencional, el poder y la gloria) contra cuatro relatos en que impera lo intrahistórico (el magma cultural y natural del que está hecha la existencia un pueblo). Quizá sea esto lo que le confiere al libro su tonalidad sombría, «oscura».

«Adán y Eva» es un cuento breve y semifantástico en que un juez consulta con su conciencia (una mujer de su misma edad, algo inclinada a la moda) la posibilidad de excarcelar a un narcotraficante a cambio de veinte mil dólares. En el cuento hay una pugna entre la mitad volitiva y hedonista y la mitad moral del hombre, que se resuelve a favor de la primera a partir de una frase que inaugura el desenlace del cuento: «Ella se volvía vieja, hay que reconocerlo»1. El juez, que hasta ese momento ha cumplido con lo que tradicionalmente ha sido su valiosa misión, termina cediendo al canto de sirena de una época que ha puesto el confort por encima de cualquier otra cosa, aun sabiendo que con ello pierde su libertad, como le indica su conciencia: «No habrá reincidencia, se mofó ella. Es una emergencia justificada, dijo él, no tiene por qué volver a repetirse. A menos que sobrevenga otra emergencia, and so on, and so on…, dijo ella»2.

En «La puerta falsa» la Historia apisona literalmente a la intrahistoria, que encarna un boxeador modesto, Amado Gavilán, quien, gozando de una buena forma física y de un gran espíritu de sacrificio, carece de la voluntad o de la destreza suficiente para convertir el conocimiento de la técnica boxística en un estilo propio, original y pujante. De este modo, permanece siempre en la antesala del deporte, aceptando peleas de relleno que tiene que combinar con los más variados oficios. En el relato hay una bipolaridad permanente entre los boxeadores históricos (Julio César Chávez, Rocky Marciano, Joe Louis) y nuestro protagonista, quien finalmente acepta un combate con una promesa del peso minimosca, Arcadio Evangelista. Este supone el duelo más importante de su carrera, tiene lugar en los Estados Unidos y también lo termina perdiendo. La tensión entre Historia e intrahistoria que se acumula en el cuento termina estallando de un modo cruentísimo en un cierre sorprendente, en que nuestro personaje ha sido invitado junto con su hijo a la pelea por el título de Arcadio Evangelista. Este último triunfa, y en la cumbre de su fortuna, le dedica la victoria a Gavilán: «Rosendo lo ayudó a ponerse de pie cuando mencionaron su nombre, pero tuvo que apresurarse en detenerlo porque empezó a andar por el pasillo a paso lerdo, el trasero abultado por el pañal que usaba debido a la incontinencia urinaria, la mirada vacía y sin saber adónde iba»3. Cuando pierde su pelea con Evangelista, la pelea que lo jubila de por vida, su familia y hasta el presidente de México se inquietan por su salud. Podría decirse que Gavilán consigue por fin remontarse desde las profundidades del océano hasta la superficie (la fama), aunque ha pagado por ello un precio demasiado alto.

En «La cueva del trono de la calavera» se produce un ensamblaje no mediato de dos historias diferentes que se unen al final a través del motivo del anillo. En efecto, se produce un robo y el denunciante recupera sus pertenencias, que habían sido sustraídas por un niño, «el Jefe», protagonista de nuestra historia, de una condición paupérrima. Entre los objetos que recobra el demandante, se encuentra un anillo con una calavera estampada, el cual ni siquiera reconoce. Esta baratija, objeto de desprecio por parte del hombre, tiene un valor incalculable para el niño, porque es un regalo de su amigo entrañable, «el Capitán». En este cuento la Historia, es decir, el mundo convencional, materialista y frío del sujeto que pone la denuncia, se opone a la intrahistoria, al reino de fantasía, magia e ilusión en que viven los niños, el poderoso flujo inconsciente que será quebrado al final por la dureza del principio de realidad (en términos freudianos), o dicho de otra manera, de la vida histórica.

En los cuentos del segundo bloque predomina la intrahistoria. En «Las alas de la gloria» se empieza por el final, anulando la intriga, como ocurriera en Crónica de una muerte anunciada (1981) de García Márquez, una novela que está muy presente en Flores oscuras. En «Las alas de la gloria» nos encontramos ante un texto que se basa en la crónica periodística como modelo narrativo, pero una crónica periodística totalmente diferente a la que estructura el cuento «Ya no estás más a mi lado corazón» de este mismo libro. Mientras que en este segundo relato la primera persona prima por sobre la tercera (como ocurre en la novela marqueziana), en «Las alas de la gloria» el narrador cronista se pliega totalmente a su objetivo ideológico, que no es otro que ahondar en la vida épica de un héroe anónimo, José Trinidad Aranda Calero, quien habiendo peleado en tantas o más batallas que los comandantes más famosos del sandinismo, no ha logrado alcanzar la notoriedad de estos. Esta pretensión que tiene este cuento de profundizar en la intrahistoria de la gesta sandinista, yendo más allá de las versiones oficiales, lo acerca al género del testimonio. De hecho, el lector acompaña con cariño a nuestro héroe, gracias a la pericia del narrador, por el drama de la desmovilización (que ha desembocado en el alcoholismo por causa del desfase con respecto a un mundo que cambia vertiginosamente después de la guerra) y por las hazañas bélicas, como la insurrección de Monimbó, que inaugura la revolución sandinista, el asalto al Palacio Nacional, que supuso un varapalo importante para el somocismo, o la lucha en el frente sur, que culmina con la entrada triunfal en Managua en julio de 1979. En nuestro texto se presta tanta atención al personaje anónimo (José Trinidad Aranda) que la figura histórica, representada en este caso por el famoso Comandante Cero (Edén Pastora), se mienta una sola vez y de pasada. Como queriendo apuntalar la vanidad de la Historia, en nuestro relato el guerrillero, vencedor en cien batallas, es asesinado con su propio fusil por un mocoso insipiente que no le rinde el debido tributo, posiblemente porque en 2004 los héroes son otros (quizá futbolistas o gente del espectáculo) que en los años setenta, una época en que el pueblo se jugaba la vida por sus ideales. Todo es efímero en la Historia, incluso la epopeya.

En «La colina 155» el narrador juega con el lector de un modo cortazariano. El cuento tiene tres partes, y no es sino en la tercera cuando se aborda la acción que constituye la trama: «había escrito lo anterior buscando la manera de dar inicio a esta historia, pero me está apartando del tema, y es lo primero que recomiendo a mis alumnos en los talleres literarios: una vez que se ha hecho la escogencia del asunto central en un cuento, no alejarse nunca de él y enfrentarlo sin rodeos. Al toro siempre por los cuernos»4. Es gracioso que el narrador diga esto justo antes de iniciar la segunda parte del relato, una segunda parte que no pasará de ser un esbozo desechable con respecto a la tercera y definitiva. La primera parte de «La colina 155» es una digresión periodística del narrador, quien satiriza el absurdo de una época histórica, la nuestra, en la cual el aumento del consumo de metales innobles por parte de superpotencias como China o India, motiva que el pueblo llano tenga que robar las tapas de los manjoles o los cables del tendido eléctrico para poder comer. Hasta el busto de los próceres de la Independencia latinoamericana, expuesto en la vía pública, es víctima de atropellos, lo cual es una prueba de la falta de respeto que tiene el hombre común por la Historia, tanto pasada como presente. En la tercera parte del relato tiene lugar la tensión histórico-intrahistórica de la que se ha venido hablando hasta aquí, al tiempo que el escritor, en su condición libérrima, subraya lo artificioso de la Historia, ligada siempre a una determinada configuración del poder. En efecto, un hombre anónimo, que tiene que robar metales para sobrevivir junto con su hijo, salta el muro de una mansión para zafarse de la policía. El dueño de casa lo reconoce y por las palabras de este, terminamos sabiendo que el pordiosero de hoy fue otrora un jefe de destacamento de la revolución sandinista, y que además le salvó la vida al magnate (ahora inválido) en la toma de la colina Miraflores, luchando con el frente sur. El lisiado es hoy un campeón del neoliberalismo, un experto en especulaciones, fraudes, desahucios y demás artimañas legales que lo han hecho inmensamente rico. Frente a él un hombre entero, al que el cambio de etapa histórica no le ha sentado tan bien. El cierre subraya de forma elocuente la volubilidad de los tiempos, cuando el magnate ordena a uno de sus guardaespaldas que acompañe al mendigo y a su hijo en coche: «Al reparto Schick, nos deja por el tanque rojo, responde el hombre con voz tímida»5. El guerrillero innominado representa muy bien al individuo intrahistórico, un carácter fuerte que no sabe o no quiere adaptarse a los convencionalismos (y las servidumbres) que conforman la Historia.

«No me vayan a haber dejado solo» es una narración pseudo-autobiográfica en que el narrador recuerda con cariño su infancia, a los padres, a los hermanos, hasta a la sirvienta, la tienda de la familia, el mobiliario de la casa, diversas anécdotas. Como ocurre con cuentos de esta colección como «La cueva del trono de la calavera» o «El autobús amarillo», se trata de enfatizar el peso que tiene la intrahistoria en la existencia de la gente; detalles, objetos o circunstancias que pueden parecer anodinos desde un punto de vista histórico, y que sin embargo constituyen el tejido del que está hecha la vida.

«El mudo de Truro, Iowa» es un texto excepcional en muchos sentidos, pero sobre todo por el diálogo implícito entre el narrador y el narratario que formula, gracias al uso maestro de la sátira y la ironía. El cuento puede leerse siguiendo la pauta histórico-intrahistórica planteada desde el principio, ya que un camarero nicaragüense perteneciente a los estamentos populares no es capaz de aclimatarse a los estándares de la vida actual, pese a que tiene una oportunidad de oro de subirse al carro de la Historia, al casarse con una norteamericana que viene a su patria por trabajo. Hay distintos signos que hacen de él un loser al estilo estadounidense (un país que impone los criterios de valor en función de su liderazgo histórico): es incapaz de aprender inglés y por ello mismo carece de la llave para acceder a los beneficios de esta cultura; abandona su trabajo por amor, para que sea su esposa la que se realice profesionalmente; termina ocupándose de tareas domésticas, mientras que el sujeto económicamente activo de la familia es su mujer; pertenece a un país de la periferia, que merece el desprecio por parte del sujeto histórico, que en este caso es el padre de Charlotte, la esposa de nuestro personaje: «Se había empeñado en preparar a su hija para grandes destinos y nunca pensó que viniera a quedar en Nicaragua. Lo dijo en un tono tan apesadumbrado que cualquiera creería que Nicaragua era un triste cementerio. O peor que eso, el culo del mundo. Pero debo ser justo y reconocer que no se extendió a decir "nunca pensé que viniera a quedar en Nicaragua casada con un don nadie", cosa que de todos modos yo podía refutar con mi título universitario en la mano»6. Una lectura «histórica» se quedaría con el fracaso de un hombre que, teniendo la ocasión, no sabe crecer e imponerse, hasta el punto de quedar reducido a la incomunicabilidad al cambiar de país e irse a vivir a Estados Unidos, donde «se vuelve mudo». Es esta una interpretación que favorece la unidad de sentido propia del cuento. El problema es que el relato posee también una dimensión novelística que es la que conforma su característica más importante: la reversibilidad. De esta manera, el cuento puede leerse también como una crítica inclemente hacia el american way of life que prolifera en Nicaragua. Para empezar, el protagonista ha estudiado en una universidad privada (la «Universidad Técnica Continental») que regala los títulos a cambio de dinero y que ha sido construida sobre las ruinas de un antiguo prostíbulo. La esposa es una especialista en la inseminación del ganado, carrera que estudió con honores en el colegio Simpson de la ciudad de Des Moines, Iowa, y solo le interesa pasarse el día metiendo la mano en el sexo de las vacas. El protagonista acaba viviendo en Truro (de resonancias poco nobles en español), un lugar perdido en mitad de la nada, a pesar de vivir en el país histórico por excelencia en nuestro tiempo. Sus hijos están estupidizados por el consumismo, ya sea de videojuegos, de teléfonos o de comida rápida. Y el aprendizaje del idioma se le resiste, porque nuestro protagonista asocia el país del Norte con la cultura de masas: «Para poder escribir corn flakes, por ejemplo, debo copiarlo de la caja gigante en la que aparece feliz y contento el tigre Tony»7. Es por ello por lo que este señor, simbólicamente anónimo, acaba realizando trabajos subsidiarios en Norteamérica. El cuento-novela puede interpretarse además como una alegoría de la tensión histórico-intrahistórica entre los Estados Unidos y los inmigrantes latinoamericanos. Por otra parte, la supuesta «mudez» del protagonista es contradicha por su testimonio escrito, nuestro cuento, forjado en un castellano purísimo.

En «El autobús amarillo» se anticipa también el desenlace, igual de fatídico que en «Las alas de la gloria». En esta ocasión la voz que cuenta se solidariza con el dolor de una mujer que ha perdido a su marido en una excursión al mar. En el transcurso de la misma, las corrientes oceánicas se tragan literalmente a su esposo. En este cuento queda subrayada de un modo muy especial (no exento de crudeza) la distancia inabarcable que separa la vida, la intrahistoria de millones de seres en su accionar cotidiano (el amor, la pasión, lo que este hombre significa realmente para la mujer, para quien lo es todo) de la superficie, el mundo, lo histórico, donde el existir o no de esta persona apenas pesa nada: «le abrazaría las piernas y pegaría el oído a su vientre dentro del que latía aquel pequeño corazón que era de los dos [...]. Alrededor de la fogata las voces fueron subiendo de tono y de pronto se escuchó la primera risa. Una muchacha reía de lo que ella misma había contado. Cierta alegría en germen se abría paso»8.

«Abbott y Costello» es un cuento que adquiere forma con base al modelo periodístico del reportaje. De hecho, se trata de un suceso real, la muerte del joven Natividad Canda Mairena, nicaragüense afincado en Costa Rica, cuando se disponía a asaltar un taller mecánico en la ciudad de Cartago, próxima a San José, el jueves 10 de noviembre de 2005. En su día la muerte de este muchacho golpeó con fuerza a la sociedad centroamericana, tanto por la violencia del incidente como por la impasibilidad de quienes lo contemplaron. Efectivamente, entre las doce y veinte de la noche y la una y cuarenta minutos de la madrugada, Natividad Canda quedó expuesto al ataque de dos perros rottweiler, que le propinaron ciento noventa y siete mordiscos, ante la pasividad del dueño, del guarda del taller y de la policía. En nuestro texto no aparece por ninguna parte la subjetividad del narrador, ya que el relato se pretende totalmente objetivo. No obstante, es sabido que la objetividad completa no existe en literatura. Tanto la ordenación de los distintos puntos del «reportaje» como la extremada veracidad del mismo (rayana casi en lo morboso) cumplen con una función ideológica de denuncia. En el punto dos del cuento, «El occiso», se habla de la infancia paupérrima del protagonista en Chichigalpa, donde su padre muere por causa de una enfermedad en los riñones debida al intenso calor que tuvo que soportar en su trabajo como cortador de caña. Su madre, que realizaba el mismo trabajo, tuvo que criar ella sola a nueve hermanos. Como consecuencia de ello, Natividad se escapa a Costa Rica con trece años, y allí malvive dedicándose a diferentes actividades delictivas. Esta es la intrahistoria del suceso. La Historia asoma su rostro en el punto seis del cuento, «La sentencia judicial», donde el lector comprueba que la justicia tica manipula la verdad con el fin de absolver a los costarricenses encausados por negligencia. La Historia nos habla de un conflicto de poder entre dos países vecinos, Costa Rica y Nicaragua, que se salda en beneficio del más fuerte. Y el punto tres del relato, «El shock hipovolémico», trata del mal moral, químicamente puro, que no es otra cosa que el deseo de exterminación completa, por parte de un ser humano, de otro ser humano. El narrador reportero hace saber que en un caso como el vivido por Canda, a más del dolor físico, el progresivo desangramiento de la víctima conduce a una sensación de angustia y desasosiego extremo. El apartado siete, «Punto final», nos habla de unas cuantas pertenencias (una foto de primera comunión, unas zapatillas o un pantalón raídos) que es a lo que finalmente ha quedado reducida la existencia de un ser humano. La denuncia no puede ser más terminante.




Cuento y novela

Los teóricos de la literatura establecen una serie de características que definen al cuento como género literario, las cuales podrían aplicarse, una a una, a los textos que se han venido analizando hasta aquí. Se habla de la sustancia ejemplarizante del relato breve, inseparable de su esencia moral. Del mismo modo se hace alusión al reducido número de personajes que suele albergar la trama de los cuentos y a la escasa complejidad psicológica de los mismos, que los acerca al símbolo. Se menciona también el «monolitismo» de la narrativa breve, es decir, la resistencia que muestra el relato corto a integrar otros géneros literarios en su seno o, dicho de otro modo, se alude a la escasa receptividad que manifiesta el cuento al fenómeno discursivo de la intertextualidad. Por otra parte, los teóricos afirman que el relato breve está anclado en la acronía, a tal punto que el tiempo cronológico y lineal, de resultas de su interacción con el plano mítico, pierde su preponderancia en favor del espacio. Esto es perfectamente aplicable a los cuentos de nuestra colección, sobre todo a textos como «La colina 155» (el simbolismo del título es evidente), «Las alas de la gloria» (la vida del protagonista ha renunciado aquí definitivamente al tiempo, y se ha quedado a vivir para siempre en el Palacio Nacional) o «La puerta falsa», donde la posición, arriba o abajo del cuadrilátero, lo es todo. Todos los componentes concurren en los cuentos a la unidad de sentido, porque hay un mensaje que transmitir. En Flores oscuras será la dialéctica entre la Historia y la intrahistoria.

Las mentadas características de la narrativa breve pueden extraerse en oposición al género novelesco. De hecho la novela subvertirá todas y cada una de estas reglas que definen la esencia del cuento. Comoquiera que estas generalizaciones sean ciertas o no, no hay duda de que constituyen una herramienta válida de análisis. En Flores oscuras hay tres narraciones que por sus peculiaridades (y por su extensión en algunos casos) se acercarán más a la novela que al cuento.

En este punto «Ya no estás más a mi lado corazón» es representativo. Se trata de un cuento largo que por su complejidad rebasa las directrices de su género. La trama está compuesta por muchos personajes que entran y salen del circo de la vida, y por ello mismo el crimen irresuelto de la sin par Mireya, prostituta y cirquera del espectáculo Hermanos Garrido, propiedad de su esposo, emborrona la unidad de sentido que debe tener todo cuento. Flores oscuras, por su mismo título, debía contar en su seno con un relato de crónica negra, y he aquí el nuestro. Estamos aquí ante un texto policiaco, o más bien ante una parodia del género policiaco, ya que el crimen de Mireya Montes Caballero no se resuelve. Hay varios sospechosos, el primero de ellos el propio narrador, que tenía solo trece años: «había sido el último en permanecer con la occisa sin haber nadie más a la vista, siendo además la hora del deceso»9. Otros candidatos a la autoría del homicidio son el albino cegato Míster Tancredo (por alguna desavenencia con la occisa), el enano Leonardo el Galante (dizque porque la finada se había negado a mantener relaciones sexuales con él, debido a su cualidad de pigmeo) y más que todo su marido, el tragafuegos Luzbel, quien propinaba continuas palizas a su esposa y la obligaba a prostituirse, por causa de las magras ganancias de su circo en ruinas. El juez de instrucción se decide por este último, aunque siempre persiste la sombra de la duda.

«Ya no estás más a mi lado corazón» procede, entre otras cosas, de una lectura magistral de la novela Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez. Como en el texto del escritor colombiano, el molde narrativo del cuento va a ser la crónica periodística, pero una crónica periodística sui géneris donde la primera persona se impone ampliamente a la tercera, ya que la subjetividad domina y difumina el dato informativo. Tanto en la novela de García Márquez como en nuestro cuento, el narrador entrega un testimonio que ocurrió hace muchos años, y por ello mismo la objetividad diluye sus contornos. Por otra parte, en ambos casos se trata de un narrador ambiguo que da la impresión de saber mucho más de lo que cuenta y de estar implicado, quizá directamente, en el hecho criminal, a pesar de ocultarse detrás de varias máscaras, como son su elevada posición social y su extraordinario manejo de la cultura. En el cuento de Sergio Ramírez el niño que mantuvo relaciones sexuales con Mireya se convierte con el tiempo en juez de instrucción, y es el magistrado quien escribe ulteriormente la historia. Palabras como estas, en relación con la difunta, lo convierten en sospechoso: «cuando se despojaba de la malla verde limón su piel enseñaba estrías en el vientre, esas estrías que dejan los partos repetidos, y mejor no digo que el tajo de una operación cesárea, porque no me acuerdo bien ahora que han pasado los años, pero tampoco creo que me habría acordado entonces, de haberme interrogado sobre esos pormenores el juez de instrucción criminal llegado desde la cabecera departamental de Masaya»10. En efecto se trata de un narrador cínico que proyecta su versión esperpéntica del mundo en el relato. No hay un solo personaje en el cuento que no sea objeto de su lente deformante y de su implacable sátira quevedesca, en un mundo hampón que no dista mucho de la realidad del Lazarillo de Tormes. Ocurre que en esta ocasión el relato no ha sido escrito por el pícaro, sino por «vuesa merced». Así, el magistrado juega con el lenguaje de la alta cultura, con la intertextualidad jurídica y literaria, demostrando que puede moverse con suficiencia en ambos mundos, el alto y el bajo: «expresé que, en efecto, había sostenido trato carnal con la occisa, no una sino varias veces, pagando cada vez el emolumento, que alcanzaba la suma de cinco córdobas, con dinero sustraído del producto de la venta de la leche acarreada cada mañana desde la finca de mi progenitor y expendida en el zaguán de mi casa por mi progenitora»11. Y aquí nuestro cuento sigue también muy de cerca la novela del maestro colombiano. Como en Crónica, en el relato de Ramírez también hay una autopsia que termina en masacre, y como en Crónica aparecen desperdigados detalles de realismo mágico, como el hecho de que el «liliputiense» Leonardo el Galante le gane el pulso a los hombres más fuertes de la aldea.

Algo similar ocurre en «Ángela, el petimetre y el diablo». He aquí de nuevo una crónica en la que es fundamental la voz del «testigo implicado» que narra la historia. El mensaje es nuevamente difuso, desde la primera frase, escrita con ironía: «hay cosas que ocurren una sola vez en la vida»12. La voz que cuenta alude en este caso a la triste historia de Ángela, una solterona de mediana edad (hija de un músico fracasado y de una humilde confitera) a la que le basta pecar una sola vez en la vida, con un catrín beodo, para quedar embarazada: «Ángela tenía la virtud intacta, según es ya de nuestro conocimiento, y como ocurría en las radionovelas con las vírgenes, bastó una única vez para resultar preñada»13. Igual que ocurre con el cuento del que se ha hablado recién, aparece aquí un narrador cínico que narra desde arriba, aplicando su lente expresionista al mundo que lo rodea: un padre celoso que, a pesar de sus afanes, no logra salvar la virtud de su hija; una hija púdica pero también humana; un catrín que estudia mañas y artimañas para perder a la virgen, hasta que una noche de lluvia, tras el quicio de una puerta, lo consigue; el hijo esquizofrénico de la solterona y el borracho, que divierte a la concurrencia a base de exabruptos. Y el narrador de la historia (el diablo), oculto en su Olimpo inalcanzable, desde el que se mofa de todos, a pesar de reclamar con sus acciones la paternidad de ese hijo desafortunado: «también estuvo en el asilo mental de Chapuí, en Costa Rica, para el tiempo en que yo vivía allá, y lo visitaba algunas veces los domingos en el jardín donde las familias se congregaban en las bancas de cemento»14.

Por último, «Flores oscuras». Se trata de un cuento novelesco, por varias razones. Primero, su considerable extensión, de casi veinte páginas. No obstante, lo que importa sobre todo es su condición dialogística, propia de la novela. En este cuento no existe únicamente intertextualidad literaria (la Biblia que dialoga con los Evangelios apócrifos, por ejemplo) sino también intertextualidad semiótica, puesto que la pintura clásica conversa con los textos religiosos y en último término con la literatura. Por otro lado, la índole no clausurada del signo, como ocurre en toda novela, se mantiene en todo momento. Posiblemente como homenaje a Borges y a Cortázar, estamos aquí ante un cuento fantástico en que el personaje de Judas, presente en los cuadros que contempla el trasunto narrativo del autor, se convierte en un hombre de carne y hueso que le hace compañía al escritor durante un rato, y departe con él. O quizá no, quizá no se trataba del traidor bíblico en persona, sino de un simple enajenado... O quién sabe si Judas, en última instancia, solo formó parte de la fecunda imaginación del novelista.

El cuento tiene tres partes, que se estructuran en torno a la aparición de este hombre enigmático. En la primera, el narrador está solo y alude a un cuadro de Leonardo, «La última cena» y a un cenáculo de Daniele Crespi. En la segunda parte, que transcurre en la pinacoteca de Brera, hace irrupción el extraño personaje, quien discute con el narrador acerca de cenáculos de pintores famosos, como el de Rubens, el de Carducci, el de Veronese o el de Juan de Juanes. Y en la tercera parte el narrador se encuentra nuevamente solo y recupera con gusto su vida ociosa, después de una intensa conversación con «Judas».

La segunda parte del cuento, la más preñada de contenido, es fundamental de cara a su significado. De hecho ambos interlocutores se concentran en el personaje de Judas Iscariote, presente en los diversos cenáculos. Ya sea que haga su aparición solo (Crespi, Juan de Juanes) o acompañado de un perro (que simboliza al diablo) en Rubens, Carducci y Veronese, siempre ha sido caracterizado como presa de una angustia insoportable, el desasosiego de la traición, el pecado con mayúscula. A la vista de los distintos lienzos, ambos personajes hablan en torno a la naturaleza del mal, y curiosamente ninguno de los dos defiende la doctrina del libre albedrío: «Alguien da cuerda a los dos personajes. Uno va a morir crucificado, el otro va a colgarse de un árbol. Ninguno de ellos puede escapar»15. Es en ese momento cuando emerge la locura del hombre que discute con el narrador, quien defiende el lugar preponderante de Judas en la historia bíblica, contrariamente al papel marginal que históricamente se le ha asignado. Ello motiva una broma del escritor que disgusta enormemente a su contertulio, hasta el punto de acarrear su marcha: «La estrella de Lucifer, el portador de la luz -le digo yo-. Uno y el mismo, Judas y Lucifer»16. Judas se angustia por el absurdo lógico y ético del mal, que arrastraría consigo a la fuerza suprema que lo ha creado. Sin embargo, el narrador salva el escollo ético a través de una postura artística, pensando en las rentabilidades estéticas de lo irracional, de lo imperfecto y hasta de lo monstruoso. Este dilema kierkegaardiano es el que separa la segunda y la tercera parte de «Flores oscuras», tanto como a un personaje del otro.








Bibliografía

  • Cuadra, Pablo Antonio, El nicaragüense, Bogotá, Hispamer, 2007.
  • Fröhlicher, Peter y Günter, Georges, Teoría e interpretación del cuento, Berna, Peter Lang, 1995.
  • Ramírez, Sergio, Flores oscuras, Madrid, Alfaguara, 2013.
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