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ArribaAbajoLibro cuarto de la historia eclesiástica indiana

Que trata del aprovechamiento de los indios de la Nueva España y progreso de su conversión



ArribaAbajoPrólogo al cristiano lector

Como en el libro tercero, para tratar la primera plantación y introducción del Santo Evangelio en esta Nueva España, fue menester escribir la venida de los doce frailes menores que la obraron, y de algunos otros que en aquellos principios les ayudaron, así también, habiendo de proceder adelante y tratar en este cuarto libro del progreso de esta nueva conversión y aprovechamiento poco o mucho de los indios, es justo que cuanto a lo primero se presuponga la venida a estas partes de los religiosos de otras órdenes, que juntamente con los Franciscos, con admirable ejemplo y suma diligencia cultivaron esta viña del Señor. Y porque a cada una de las órdenes incumbe el cuidado de dar entera y larga relación de lo que a su parte tocare, yo no haré sino darla sumaria y compendiosa de cómo comenzaron, y del estado en que ahora están sus religiones, haciendo memoria de singulares personas que la merecieron tener y de quien yo más noticia he podido haber. Lo mismo haré de los padres clérigos, que a imitación de los pobres religiosos, pobre y apostólicamente trabajaron en la conversión y ministerio de los indios en esta provincia de México, aplicando a cada una de las órdenes o estados un solo capítulo. Y por la misma forma aplicaré otro capítulo a cada una de las provincias de Michuacan, Guatemala y Yucatán, aunque son de nuestros frailes menores, tratando poco más que su fundación, remitiéndome en todo su progreso y suceso a lo que los historiadores de cada provincia escribieren. Y lo que de este cuarto libro se ha de notar son principalmente dos cosas: la una, que no tiene Dios tan desechada y puesta en olvido esta pobre nación indiana, cuanto los hombres del mundo la desechan y apocan; la otra, que si el fructo de su cristiandad y aprovechamiento no ha salido tan copioso como se podía desear, no ha sido tanto por falta de disposición de su parte, cuanto por la ocasión de inconvenientes que les han sido contrarios.




ArribaAbajoCapítulo I

De los primeros religiosos de la orden del padre Santo Domingo que fundaron su religión en esta Nueva España


Los primeros religiosos de la orden del padre Santo Domingo que vinieron a esta Nueva España, llegaron a la ciudad de México el año de mil y quinientos y veinte y seis, vigilia del glorioso S. Juan Baptista. Fuéronse a aposentar al convento de S. Francisco, donde los recibieron y trataron con mucha caridad, y estuvieron allí hasta que tuvieron casa para su morada. Vino por caudillo de ellos Fr. Tomás Ortiz, que había sido vicario del monesterio de Chiribichi que asolaron los indios por causa de un fulano Ojeda (como atrás queda contado) y mataron allí dos frailes, y él se escapó por hallarse ausente. En España negoció de traer para acá religiosos, de los cuales fueron siete los que de allí sacó, es a saber, Fr. Vicente de Santa María, Fr. Tomás de Berlanga, Fr. Domingo de Sotomayor, Fr. Pedro de Santa María, Fr. Justo de Santo Domingo, sacerdotes doctos y muy religiosos, y Fr. Gonzalo Lucero, diácono, y Fr. Bartolomé de Calzadilla, lego. Otros cuatro se le juntaron en la isla Española, es a saber, el padre Fr. Domingo de Betanzos, varón de gran santidad, Fr. Diego Ruiz, Fr. Pedro Zambrano, sacerdotes, y Fr. Vicente de las Casas, que aún era novicio, de suerte que por todos fueron doce. De estos padres, los cinco murieron pocos días después que llegaron a esta tierra, y otros cuatro se volvieron a España, es a saber, el mismo Fr. Tomás Ortiz, Fr. Vicente de Santa María, Fr. Tomás de Berlanga y otro con ellos, y así quedaron solos Fr. Domingo de Betanzos y el diácono y el novicio. Recibió el padre Betanzos en este tiempo muchos novicios, y viéndose solo con ellos concertó con el santo Fr. Martín de Valencia, que si Dios lo llevase de esta vida antes que tuviese ayuda de sacerdote de su orden, se encargase de mirar por su casa y por aquellos nuevos soldados de Cristo, enviando un sacerdote que les dijese misa, y el santo varón lo aceptó; aunque no fue menester, porque en breve volvió Fr. Vicente de Santa María con otros seis religiosos de España, y luego en el primero capítulo fue electo en vicario general. Fue este padre insigne predicador, y fundó la casa de México junto al sitio que ahora tienen, aunque al presente más suntuosa y con hermoso edificio y iglesia muy solemne. Los terceros religiosos vinieron de la Española con autoridad de su capítulo general para subjetar los de México a la isla, y por provincial Fr. Tomás de Berlanga, que después fue Obispo de Panamá, y un prior y subprior para México, y entre todos fueron veinte y dos los que vinieron. Fr. Domingo de Betanzos fue sobre este negocio a Roma, y alcanzó que esta Nueva España fuese provincia por sí, y llamáronla de Santiago, y así duró poco la subjeción a la Española. A la vuelta trajo consigo el padre Betanzos algunos religiosos de Castilla, y entre ellos a Fr. Pedro Delgado, muy principal religioso, y a Fr. Tomás de San Juan, el cual instituyó en México y a doquiera que estuvo la devota confradía de Nuestra Señora del Rosario, y dejó amasado en España que viniese por vicario general (como luego tras él vino) el maestro Fr. Domingo de la Cruz, varón de mucha santidad y letras. Entonces vinieron el presentado Fr. Andrés de Moguer, Fr. Pedro de la Peña, que fue Obispo de Quito en Perú, Fr. Pedro de Feria, Obispo que fue de Chiapa, Fr. Bernardo de Alburquerque, que fue Obispo de Guajaca, que por su mucha virtud, habiendo sido primero fraile lego, estudió y vino a ser provincial de esta provincia de México y después obispo, y a mi parecer (porque lo conocí) fraile santo y obispo santo. Después de estos vinieron otros muchos religiosos que en su historia nombrará el padre Fr. Domingo de la Anunciación (entre ellos digno de memoria) que los conoció a todos, y siendo de las mejores lenguas mexicanas que esta orden ha tenido, trabajó muchos años con los indios apostólicamente. Y no dubdo de que goza ahora del fructo de sus trabajos en el cielo, como sin duda gozará también otro venerable padre llamado Fr. Cristóbal de la Cruz, varón de extremada virtud y santidad. Las primeras casas que fundaron estos padres en pueblos de españoles, fueron en México, en la ciudad de los Ángeles y en Guajaca. También tomaron casas en Pánuco, en Guazacualco y en la Veracruz, aunque estas tres después las dejaron; pero en la Veracruz al cabo de muchos años ahora de nuevo hacen monesterio y también en el puerto de S. Juan de Ulúa. En pueblos de indios tomaron al principio en la comarca de México a Cuyoacan, Guaztepeque, Izúcar y Chimaluacan, y después otras muchas. En la Misteca y Zapoteca (que es otra tierra y de otros lenguajes, y algo apartada de México) tomaron al principio a Yanguitlan, y ahora están muy extendidos por aquella tierra, y es lo mejor que tienen al parecer, a lo menos en suntuosidad de iglesias y conventos, y en tener a los indios mas dóciles y obedientes que los de la comarca de México. En lo de Guatimala, que es parte de esta Nueva España, tienen otra provincia por sí. Aquello y esto de México fundó el padre Fr. Domingo de Betanzos en grande observancia, porque fue hombre austerísimo en el rigor de la penitencia de su propria persona, ejemplar y maestro de toda virtud, y así todo se ocupó en plantar su religión en la guarda de las costumbres y cerimonias santas en que había comenzado en el principio de su fundación en el tiempo del padre Santo Domingo. Y todos los compañeros que en aquella era tuvo, lo siguieron con extremado fervor, andando a pié y con hábitos pobres, como sus hermanos los frailes de S. Francisco. Y en ninguna manera quisieron admitir rentas, y duró esto por espacio de treinta años. Después la necesidad los debió de compeler a andar a caballo y tener rentas, aprovechándose en esto segundo de la concesión del sacro Concilio Tridentino. Con los indios cuasi no entendió el padre Betanzos, ni supo su lengua. De una su profecía, que los indios se habían de acabar (de que algunos hicieron mucho caso), lo que siento es que si señaló años, como se dijo, no acertó, pues los años son pasados y los indios no acabados. Y si no señaló tiempo, también lo profetizara otro cualquiera, conociendo la mucha cobdicia y orgullo de los españoles y la poca defensa de los indios, pues son sardinas en respecto de grandes ballenatos; cuanto más quien vio por sus ojos acabar a los de las islas, como este padre lo vio. Y pues hacemos memoria de los que la merecieron por haber trabajado fiel y apostólicamente en la obra de la conversión de los indios, razón será que se haga de quien entre los otros religiosos, más que otro alguno trabajó y más hizo por su conservación y cristiandad. Este fue el Obispo de Chiapa D. Fr. Bartolomé de las Casas, de esta orden del bienaventurado Santo Domingo, que aún antes de tomar aquel hábito, siendo clérigo en la isla Española, con cristianísimo y piadoso celo comenzó a llorar ante la clemencia divina y clamar ante los Reyes Católicos, poco antes de su muerte, y de D. Carlos su nieto, felicísimo Emperador, la gran destruición y asolamiento que nuestros españoles hacían en los indios naturales de estas regiones, y después siendo fraile y obispo renunció el obispado por hacerse procurador de ellos, asistiendo en corte de sus Majestades por espacio de veinte y dos años, donde pasando mucha penuria, trabajos y contradicciones, siendo avisado por algunos de sus frailes, y más por los Franciscos habitantes en esta Nueva España, de las vejaciones y daños que se hacían a los indios recién convertidos, con su buena diligencia fue parte para que muchos se remediasen, y sobre todo, que se libertasen los que eran tenidos por esclavos, y que no los hubiese de allí adelante entre los indios. Y sobre estas materias de su libertad y del buen tratamiento que se les debía hacer, y lo que nuestros Reyes de Castilla están obligados en su defensión y amparo, compuso muchos tratados en latín y en romance, muy fundados en toda razón y derecho divino y humano, como hombre muy leído y docto en todas buenas letras. Tengo para mí, sin alguna dubda, que es muy particular la gloria de que goza en el cielo, y honrosísima la corona de que está coronado por la hambre y sed que tuvo de la justicia y santísimo celo que con perseverancia prosiguió hasta la muerte, de padecer por amor de Dios, volviendo por los pobres y miserables destituidos de todo favor y ayuda. Émulos ha tenido hartos por haber dicho con desenfado las verdades. Plega a Dios que ellos hayan alcanzado ante Su Majestad alguna partecilla de lo mucho que él alcanzó y mereció, según la fe que tenemos. Por haberse extendido mucho esta provincia de Santiago de los padres Dominicos, se divide en dos distintas al tiempo que esto escribo. La principal, que es la de México, entiendo quedará con el nombre de Santiago, y la otra con título de S. Hipólito, que ahora se está fraguando este negocio.




ArribaAbajoCapítulo II

De los primeros religiosos de la orden del padre S. Augustín que fundaron su religión en esta Nueva España


Los primeros religiosos de la orden del bienaventurado Doctor de la Iglesia S. Augustín que vinieron a esta Nueva España, llegaron a la ciudad de México el año de mil y quinientos y treinta y tres. Vino por su superior Fr. Francisco de la Cruz, que ellos llamaron el Venerable, por su mucha santidad y virtud. Fue varón de continua oración y devoción y fervor de espíritu y de grande humildad. Trajo seis compañeros, a Fr. Augustín de la Coruña, que después fue Obispo de Popayan en Perú, a Fr. Gerónimo Jiménez de San Esteban, que floreció con grande ejemplo y santidad de vida, a Fr. Juan de San Román, a Fr. Juan de Oseguera, a Fr. Jorge Dávila, a Fr. Alonso de Soria, varón de mucha doctrina y ejemplo. A este religioso, predicando en la iglesia mayor de México contra la injusticia de hacer esclavos a los indios, lo hicieron echar del púlpito. Estuvieron estos siete padres en el convento de Santo Domingo cuarenta días, hasta que les prestaron una casa en la calle de Tlacuba, donde estuvieron algunos días, y después, con limosnas que por la ciudad recogieron, compraron una casa en el sitio donde ahora están, que por ser lugar bajo (como México está fundado sobre agua) se les ha hundido por veces lo que tenían curiosa y costosamente edificado (cosa de grandísima lástima); mas con todo esto tienen allí muy suntuosa iglesia y monesterio. Los segundos vinieron el año de treinta y cinco, solos seis, y por superior Fr. Nicolás de Ágreda, que era prior en su convento de Pamplona, y por venir a la conversión de infieles dejó el priorato. Los compañeros fueron Fr. Gil del Peso., Fr. Augustín de Balmaseda, Fr. Pedro de Pamplona, Fr. Juan de Aguirre, Fr. Lucas del Pedroso. A estos padres halló en Sevilla que ya venían para acá, Fr. Francisco de la Cruz, que iba a España por más frailes. Y así el año siguiente de treinta y seis trajo el dicho Fr. Francisco de la Cruz once frailes escogidos, que fueron los terceros, es a saber, Fr. Gregorio de Salazar, Fr. Juan Baptista de Moya (que habían sido nombrados para venir con los primeros), Fr. Diego de San Martín, Fr. Juan de Alva, Fr. Antonio de Roa, Fr. Antonio de Aguilar, Fr. Diego, de la Cruz, Fr. Pedro de Pareja, Fr. Juan de Sevilla, Fr. Augustín de Salamanca, Fr. Juan de San Martín, entre los cuales dio muestra de entera perfección y santidad el segundo arriba nombrado Fr. Juan Batista, que está enterrado en Guayangareo, ciudad de la provincia de Michuacan, fraile humílimo, paupérrimo, abstinentísimo y de extremada caridad para con todos, y finalmente, procediendo por las demás virtudes que hacen a un hombre santo, se le pueden aplicar en grado superlativo respecto de otros que llamamos virtuosos. Digo esto, porque lo conocí y experimenté su santidad. Juntamente con estos religiosos trajo Fr. Francisco de la Cruz, para leer artes y teología, al maestro que después tomó el nombre de la Veracruz, que viniendo seglar tomó el hábito para novicio en el puerto y ciudad de la Villarica, que por otro nombre llaman la Veracruz, y de allí le quedó el nombre de Fr. Alonso de la Veracruz. El cual por su mucho ejemplo de vida y ciencia en letras, ilustró y amplió mucho su orden en estas partes, y fue mucho tiempo lector de teología y catedrático de prima en la Universidad de México, y provincial de su orden, y ofreciéndole el Obispado de León y Nicaragua no lo quiso aceptar. En el año de treinta y nueve, Fr. Juan Estacio, viniendo por superior, trajo otros diez frailes en la cuarta barcada, y entre ellos a Fr. Diego de Bertanillo, gran religioso, al cual conocí siendo provincial andar a pie visitando su provincia (que es bien extendida y de tierras fragosas), aunque a la verdad en aquella sazón y tiempo ningún fraile de las tres órdenes andaba a caballo, sino compelido de manifiesta necesidad. Antes en aquellos tiempos (que fueron principio de la conversión de estos naturales) tuvieron ordenado estatuto estos padres, que por ningunos tiempos los religiosos de su orden en esta tierra recibiesen rentas, ni de los que tomasen el hábito de su orden heredasen legítima ni otra cosa por vía de herencia. Y así vinieron en mucha pobreza y penitencia, conformándose en todo las tres órdenes, como si fuera una sola, hasta que después la necesidad y mudanza de los tiempos y experiencia de cosas les hizo mudar parecer. Entre los demás religiosos de esta orden del sagrado Doctor Augustino, en esta su provincia de México, fueron dignos de memoria Fr. Juan de Medina, Obispo que fue de Mechuacan, y Fr. Pedro Juárez de Escobar, Obispo de Jalisco, verdaderamente santos obispos, y el maestro Fr. Juan Adriano, insigne predicador que con mucha aceptación sustentó el púlpito de México todo el tiempo de su vida, habiendo sido dos veces provincial de su orden. Y entre otros muchos que hubo, tampoco es de olvidar Fr. Esteban de Salazar, que después de haber predicado algunos años con la misma aceptación y aplauso en esta Nueva España, se volvió a la vieja y tomó el hábito de la Cartuja. Anda impreso un libro suyo de mucha erudición (aunque en lengua vulgar), intitulado Discursos de la Fe. Tienen los padres Augustinos en esta su provincia, que comprende lo de México y Michuacan, más de setenta monesterios, de suntuosos edificios y ricos ornamentos.




ArribaAbajoCapítulo III

De algunos padres clérigos que haciendo vida apostólica predicaron y doctrinaron a los indios en esta Nueva España


Porque esta nueva Iglesia indiana en sus principios fuese arreada con variedad de varones apostólicos, y que de todas las órdenes que entonces aquí se hallaban hubiese tales ministros cuales para la edificación de los nuevos en la fe convenían, quiso Nuestro Señor Dios poner su espíritu en algunos sacerdotes de la clerecía, para que renunciadas las honras y haberes del mundo, y profesando vida apostólica, se ocupasen en la conversión y ministerio de los indios, confirmando y enseñándoles por obra lo que les predicasen de palabra. Entre estos se señaló con grandes ventajas el canónigo llamado Juan González, ejemplo y dechado de toda virtud. Fue este santo varón natural de Valencia de Mombuey, del Obispado de Badajoz, hijo legítimo de Juan González y de Isabel García, honrados vecinos de aquel pueblo y de buena vida. Pasó a estas partes mozuelo, por ventura en demanda de un su pariente llamado Ruy González, que fue conquistador, en cuya casa estuvo algunos años después que vino de España, estudiando en México la latinidad, y después oyendo el derecho canónico de los primeros catedráticos que hubo en esta tierra. Inclinóse al estado eclesiástico, y en él fue de los prelados de la Iglesia con mucha aceptación recibido, por ser mancebo a todos amable, y de aspecto, condición y costumbres como de un ángel. Ordenólo de corona y grados, y de subdiácono y diácono, el primero Obispo de Tlascala D. Fr. Julián Garcés, y de misa el de México Fr. Juan Zumárraga. El cual viéndolo al cabo de algunos días en el pueblo de Ocuituco (que era como su recámara) aprendiendo la lengua de los indios y que ya predicaba en ella, cobróle tanta afición y devoción, que lo llevó a su casa y lo tuvo en su compañía hasta que le procuró un canonicato en su Iglesia de México, el cual sirvió mientras vivió el obispo y después algunos pocos años. Mas no hallando en aquel honroso estado el contento que su humilde espíritu pedía, y considerando lo mucho que podía servir a Dios ayudando a sus prójimos en la conversión de los indios, habiendo tanta falta (como entonces había) de ministros, renunció el canonicato, proponiendo de vivir pobre y apostólicamente sin recurso ni proprio adminículo de hacienda temporal. Viéndolo puesto en este estado de pobreza el Virey D. Luis de Velasco, el Viejo, rogóle mucho y importunóle que tomase un aposento en su palacio apartado de conversación, donde se estuviese recogido conforme a su deseo, sin obligación de le decir misa ni hacer alguna otra cosa más de estarse en su casa y compañía, y que él lo proveería de lo necesario para su comer y vestir. Aceptólo el siervo de Dios por dar contento al virey y por hallarse del todo descuidado de su temporal menester; mas no pudiendo allí excusar importunaciones de personas que se le encomendaban, y como su deseo era ayudar a los indios, a cabo de algún tiempo despidióse del virey y fuese al pueblo de Xuchimilco (que era de mucha gente), y allí estuvo algunos años ayudando a los frailes menores en la doctrina de los naturales, como uno de los súbditos de aquel convento. Y deseando aún más soledad que aquella (por ser Xuchimilco ciudad populosa de indios y acudir allí a esta causa muchos españoles), pasóse a otro pueblo de menos bullicio junto a Tezcuco, llamado Guaxutla (donde yo esto escribo), y con beneplácito del guardián, recogióse en una ermita del apóstol Santiago, visita de este convento, encargándose de confesar, predicar y baptizar a los indios de aquella vecindad. Lo mismo hizo últimamente en otra ermita de la Visitación de Nuestra Señora, subjeta en la doctrina al convento de S. Francisco de México, donde perseveró muchos años y acabó el curso de su vida. Cuando comenzó esta vida eremítica y solitaria, fue dejando las cosillas y libros que tenía, repartiéndolos por algunos conventos de nuestra orden y entre algunos religiosos particulares amigos suyos. Quedóse con sola una sotana de buriel grueso y un sombrero, y su calzado eran unas sandalias que usan los indios, caminando a pie como los frailes Franciscos. Era muy ocupado en la lección de los libros y en la santa oración y contemplación, y en esto repartía el tiempo y en ayudar a los naturales en sus necesidades espirituales, y a veces en las temporales. No recibía de ellos otra cosa sino sola la comida, y esa muy poca y mal aderezada, como ellos se la querían dar, aunque para su condición bastaba, por ser muy abstinente y penitente. Por su grande ejemplo de vida santa y doctrina, era muy querido y respetado, de los indios, y no menos lo fue de todos los españoles, teniéndolo todos en opinión de santo, en especial los potentados y tribunales, como vireyes, arzobispos y obispos y inquisidores, y entre ellos se le mostró aficionadísimo el reverendísimo Arzobispo que al presente es de México, D. Alonso de Bonilla, siendo inquisidor y deán de la Iglesia. Al cual el bendito Juan González respetaba y obedecía como si fuera su prelado, y ninguna cosa hacía sin su parecer y licencia. Y así después de haberla pedido para cualquier cosa al proprio prelado, que era el arzobispo, y juntamente a su provisor, también la pedía a su padre y señor el inquisidor. Y era tan temeroso de su conciencia y tan subjeto a la obediencia de sus mayores, habiendo renunciado del todo la voluntad propria, que todos sus papelejos (porque están cuando escribo esto en mi poder), fuera de los testimonios de las órdenes que recibió y algunos semejantes, los demás son memoriales de las licencias o exenciones que se le daban para las menudencias que él pedía, y van todas al tono siguiente: « viernes diez y seis de mayo de mil y quinientos y setenta y dos años me exceptó el señor inquisidor de cualquier mandato que su merced tuviese mandado. Viernes diez y ocho de julio del dicho año dispensó su merced con los libros que tengo. Viernes veinte y siete de julio de mil y quinientos y setenta y seis años me dio el señor inquisidor licencia para escribir,» como si no hubiera tenido antes veinte licencias de los arzobispos, y todo va de esta manera. Siendo el católico Rey D. Felipe nuestro señor informado de la cualidad de su persona, y cómo había renunciado el canonicato y se ocupaba en doctrinar a los indios, fue muy edificado de ello y envió una su cédula muy honrosa y favorable, mandando al virey de esta Nueva España que con particular cuidado tuviese mucha cuenta con la persona del padre Juan González y le hiciese proveer de todo lo necesario a su mantenimiento y vestuario, y le diese todo favor y calor para la obra de la doctrina en que se ocupaba. Llegado este siervo de Dios a la última vejez, fue llevado del sobredicho señor inquisidor a su casa, donde tenía el regalo que su edad había menester, y no dejaba de decir misa, que era todo su consuelo, y comenzóla a decir el día antes que muriese, que era último de diciembre, víspera de año nuevo del año de noventa (que pocos menos anos debía él tener), aunque no la acabó, porque después del credo le dio la enfermedad de la muerte, y espiró el día siguiente del año nuevo a la una hora del día, y el otro adelante fue su cuerpo enterrado con la solemnidad con que pudiera ser sepultado el mismo arzobispo, concurriendo el pueblo y tribunales de la ciudad, la cual toda recibió grande edificación y devoción en ver que los indios de la ermita donde él solía estar, acudieron con sus candelas encendidas, a honrar el cuerpo de su muy amado ministro. El día de los Reyes, que después se siguió, fue a decirles misa en su ermita y a predicarles un religioso de S. Francisco; y diciéndoles entre otras cosas tuviesen memoria del ejemplo y doctrina que aquel bienaventurado padre les había dado, para imitarle, todos se derritieron en lágrimas. Y de estas supe que tuvo especial don este siervo de Dios, como demás de personas religiosas que lo conversaron, da testimonio de ello un bufetillo que quedó en su celda del oratorio, en medio del cual tenía fijado un Cristo enclavado en la cruz, y fuera de lo que ocupaba la peaña del Cristo, lo demás del bufete estaba regado de unos goterones gruesos de lágrimas, que aunque estaban enjutas, se mostraban bien señaladas y gruesas. Según parece debía de ponerse de codos sobre la mesilla o bufete contemplando el Cristo, y a sus pies derramaba aquellas lágrimas en abundancia. Otras se hallaron en los corporales con que decía misa.




ArribaAbajoCapítulo IV

En que se prosigue la materia del precedente


Propuesto había de dar solo un capítulo a los padres clérigos, no entendiendo se me ofrecería tanta materia. Mas por la obligación que hay de particularizar algunas de sus cosas, y por ser tan pocos en número, y porque por ventura ninguno hará memoria de ellos, y por no ser fastidioso con largo capítulo, hago este segundo, donde contaré la vida de otro muy singular y excelente varón, llamado Juan de Mesa. Fue este siervo de Dios natural de Utrera, villa del Andalucía, y siendo mozuelo se vino a las Indias (como Juan González y otros muchos lo han hecho) a contemplación de un tío suyo que era encomendero de un pueblo llamado Tempuhal, en la provincia de la Guasteca, setenta leguas de México, aunque de diferente lengua. Y con ser bárbara y dificultosa, como era niño el Juan de Mesa, pegósele de tal suerte, que fue consumado en ella, y único predicador de aquellos indios después del padre Fr. Andrés de Olmos. Dióle Dios tan buena alma, que en su puericia y mocedad no se derramó en las vanidades que en aquella edad suelen ser comunes a los hijos de los hombres, mayormente en tierra tan ocasionada como es esta de las Indias, antes se aficionó al estudio de las letras con intento de servir a Dios en el estado eclesiástico; y como llegase a tener edad y suficiencia, luego se ordenó sacerdote, el cual oficio ejercitó con grande ejemplo de todos y aprovechamiento de aquellos naturales, predicándoles y peregrinando de pueblo en pueblo, particularmente por las fronteras de Tanchipa y Tamaholipa y Tamezin, que confinan con los Chichimecos infieles, caminando como apostólico varón, siempre a pie, y no pretendiendo otra cosa sino la salvación de las almas. Aprovechóle, a lo que entiendo, para esto la doctrina y ejemplo del santo varón Fr. Andrés de Olmos, que anduvo muchos años por aquella tierra convirtiendo y baptizando los moradores de ella. Y lo mismo aprovechó a otro padre clérigo muy siervo de Dios, llamado Luis Gómez, que después tomó el hábito del bienaventurado S. Augustín, y habiendo vivido muchos años en él con mucho ejemplo de vida y religión, murió en Guaxutla de la Guasteca el año de mil y quinientos y noventa y dos. Con este padre bendito, siendo clérigo, se acompañó el padre Juan de Mesa, y ambos anduvieron juntos en la mocedad, sembrando la palabra de Dios por aquellas fronteras. A cabo de algún tiempo que Juan de Mesa era sacerdote, estando para morir el tío, como careciese de hijos y viese en el sobrino tanta virtud y celo de las almas, parecióle que a ningún otro mejor podía encomendar la suya y fiar la hacienda que tenía para que se emplease en servicio de Dios, que a él, y así demás de haber procurado que se le encomendase el beneficio de su pueblo y sus anexos, lo dejó por heredero de todos sus bienes. Y él lo aceptó, no por cobdicia que tenía de bienes terrenos, sino por dispensarlos fructuosamente en aprovechamiento de muchos, mayormente descargando la conciencia del tío en lo que pudiera estar cargada por haberse servido de aquellos indios. Y cuanto a lo primero, él no quiso recibir salario o estipendio por el beneficio que servía, diciendo que él no servía al rey de la tierra en aquel beneficio, sino al del cielo. Lo segundo no quiso recibir cosa alguna de los indios (aunque se la quisiesen dar), sino pagándosela primero. Lo tercero, demás de ampararlos de toda vejación de españoles en cualquiera ocasión, por evitar del todo que no se les ofreciese con achaque de comprar comida los pasajeros, no consentía que algún español comiese en otra parte sino en su casa y a su costa, porque decía que con esto irían más contentos los caminantes, pues él procuraría de regalarlos más que los indios, y demás de esto se evitarían los inconvenientes y ofensas de Dios que en otras partes suele haber. No quiso tampoco servirse jamás de indios, sino de los esclavos que tenía morenos, a los cuales no trataba como a esclavos, sino como a hijos, para dejarlos libres y bien enseñados después de sus días. Teníalos todos casados dentro de su casa, y tan doctrinados como si se criaran en un monesterio de frailes, no sólo en las cosas de la fe, cristiandad y buenas costumbres, mas tan instruidos, que pudiesen predicar cuando él no podía, por ser muy quebrado y que a veces se le salían las tripas; como lo hizo uno de los morenos en presencia del reverendísimo Arzobispo D. Pedro Moya de Contreras, estando impedido con aquella enfermedad su amo, de que el arzobispo recibió muy particular contento. Hacia este padre muchas buenas limosnas, así para casar huérfanas, como para remediar otras necesidades. A los religiosos de S. Francisco tenía especial devoción, y de ordinario daba a sus monesterios de aquella comarca toda la carne y velas de sebo que habían menester, sin otras limosnas, y a algunos de ellos que conocía y con quien se comunicaba, escribía por momentos consultando todas las dudas que se le ofrecían, que eran muchas, por ser él muy escrupuloso y temeroso de su conciencia. Era en sumo grado limpio, y así en el aseo de las cosas del altar y de su persona ponía en admiración su limpieza, resplandeciendo juntamente en lo de su casa el celo de la pobreza, porque no se servía de alhajas si no eran de palo o de barro, y así jamás se vio en su mesa cosa alguna de plata. Siendo ya viejo, y hallándose cansado, renunció el beneficio y apartóse con su gente a la soledad, haciendo una casilla pequeña junto a la laguna de la villa de Tampico, a la parte del poniente, donde estuvo algunos meses ocupándose en solo el aparejo de su alma. Y viendo que se acercaba el fin de sus días, fuese a otra villa llamada Pánuco, poblada de españoles, donde en breve murió, y fue a gozar de Dios, según los ejercicios, trabajos y ejemplos de su santa vida. Fue tan honestísimo y recatado este siervo de Dios en conversar con mujeres, que se cree partió de este mundo virgen como entró en él. Otro sacerdote conocí habrá poco menos de cuarenta años, que llamaban el padre Urbano, de nación aragonés (si bien me acuerdo), gran latino y griego, que había enseñado latinidad en México a hijos de vecinos, y queriendo también ayudar en su vejez a los indios (porque era buena lengua mexicana), andaba de pueblo en pueblo peregrinando a pie, y predicando, sin recibir cosa más de una pobre comida. Vílo entonces en el valle de Toluca y lo hospedé en el convento de aquella villa, y nunca más supe de él ni dónde acabó la vida, solo sé que fue varón apostólico. De los padres de la Compañía (aunque no llegaron al tiempo de la nueva conversión de los indios de esta Nueva España) puedo decir que después que vinieron, con su ejemplo y doctrina han aprovechado mucho en la confirmación de su cristiandad, porque tienen muy buenas lenguas que les predican, y han recogido algunos hijos de principales en colegios, y les enseñan con todo cuidado en las cosas de nuestra fe, y a leer y escribir y latinidad, según lo usan con los hijos de los españoles. Y demás de esto hacen algunas entradas en las fronteras de tierras de infieles bárbaros, donde poniendo a riesgo sus vidas, no es menos sino que su predicación y ejemplo de vida hará impresión en aquellas duras almas, como la continua gotera que por tiempo cava la piedra.




ArribaAbajoCapítulo V

De la fundación de la provincia de Michoacan, y de los primeros religiosos que en ella florecieron


Michoacan, en la lengua de México, se deriba de michi, que quiere decir pescado, y así Michoacan significa lugar donde hay abundancia de pescado, como lo hay en aquella tierra, porque hay en ella una grande y hermosa laguna de donde se saca mucho y muy buen pescado. Era reino por sí Michoacan antes que viniesen los españoles a estas partes; y aunque no cae lejos de México (porque comienzan los términos o mojones menos de treinta leguas hacia el poniente), nunca los Reyes de México los pudieron subjetar, por ser gente belicosa la de aquella provincia, más corpulenta y dispuesta que la mexicana. Venidos los españoles, como Moctezuma vio que el capitán D. Fernando Cortés no se quería retirar, habiéndoselo él mucho rogado, sino que pretendía llegar a México, envió sus mensajeros al Rey de Michoacan, confederándose con él (porque antes eran enemigos y siempre se hacían guerra), y pidiéndole socorro para que ambos se ayudasen contra los españoles, porque no los privasen de sus reinos y señoríos que poseían. Y puesto que al principio le pareció bien el consejo al Rey de Michoacan, en su lengua llamado Caczonci, y aceptó la embajada; después mejor aconsejado, sin hacer aparato de guerra, se ofreció a la obediencia del Emperador y Rey de Castilla, y cuando supo que habían llegado a México los doce predicadores del Santo Evangelio, vino en persona a verlos, entrado ya el año de veinte y cinco. Y satisfecho de cómo enseñaban a los naturales de México, pidió con mucha instancia al padre Fr. Martín de Valencia que le diese uno de sus compañeros para que enseñase la ley de Dios a sus vasallos naturales de Michoacan. El varón santo le dio al padre Fr. Martín de Jesús, que por otro nombre se llamaba de la Coruña, con otros dos o tres religiosos de los que después de los doce habían venido de España. Estos fueron los que comenzaron a predicar el Santo Evangelio y fundaron la fe católica y religión cristiana en aquel reino y provincia, y tras ellos fueron otros a les ayudar, así como iban veniendo de España. Y por ser tan religiosos y observantes los frailes que en aquellos principios venían, fundaron su religión en aquella tierra, en grande pobreza y rigor de penitencia; y después de esta provincia del Santo Evangelio (que fue la madre y cabeza de las otras en esta Nueva España), siempre tuvo aquella de Michoacan más copia de varones santos que otra alguna de las Indias. Desde el año de veinte y cinco hasta el de treinta y cinco, no tuvo lo de Michoacan título de custodia, sino que como de las demás casas de esta provincia (que entonces era custodia), venían también de allá los guardianes al capítulo que acá se celebraba; y porque en esto recibían mucha molestia, en el año de treinta y cinco (en el cual esta custodia del Santo Evangelio se hizo provincia en el Capítulo General de Niza), entonces también lo de Michoacan se hizo custodia, con concierto que de los frailes que viniesen de España les diesen allá la tercia parte; y con este título de custodia estuvo subjeta al provincial de esta provincia del Santo Evangelio, por espacio de treinta años, hasta que el año de sesenta y cinco, en el Capítulo General que se celebró en Valladolid, se erigió en provincia por sí, con título de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo. Tiene esta provincia más de cincuenta conventos, porque fuera de lo que es Michoacan comprende otro reino más adelante hacia el poniente, que llaman de Jalisco o Nueva Galicia, cuya cabeza es la ciudad de Guadalajara, donde reside Audiencia Real y obispo de Nueva Galicia: mas el de Michoacan tiene su silla en Guayangareo. Hase tratado de dividir lo de Jalisco de Michoacan, y hacerlas dos provincias distintas, y entiéndese que antes de muchos años habrá efecto. Hay también en lo de Michoacan algunos conventos de la orden del bienaventurado S. Agustín, y en lo de Jalisco no más de dos o tres, y no hay frailes de otra religión que tengan cargo de la doctrina de los indios. Entre los que plantaron la fe en aquellas partes y son dignos de perpetua memoria, tiene el primado el padre Fr. Martín de Jesús, por haber sido allí el primero y principal prelado y uno de los doce, y tenido siempre en opinión de santo. En el segundo lugar pongo a Fr. Antonio de Segovia, que vino de las casas recoletas de la provincia de la Concepción, varón de admirable santidad y vida observantísima: de quien no se puede más decir sobre el testimonio que de él dio el siervo de Dios Fr. Alonso de Escalona, uno de los más austeros y penitentes que en estas partes ha habido. Tratando este bienaventurado con un su compañero de los varones santos que en esta tierra habían conocido, y habiendo nombrado muchos, llegando el compañero a nombrar a Fr. Antonio de Segovia, dijo el santo viejo Escalona como admirado: «¡Oh! ese sobre todos.» Vino este apostólico varón Fr. Antonio a estas partes de edad de cuarenta años, y trabajó fidelísimamente en la conversión de los indios otros cuarenta, y al cabo de su vejez lo visitó Nuestro Señor con un gran regalo para su alma, que perdió la vista y cegó: y lo tuvo (como he dicho) por gran regalo. Y así solía él decir: «No vi hasta que cegué.» Mas por esto no dejó de trabajar, como solía, y aún con mucho más fervor, predicando y confesando, y doctrinando y peregrinando. Yo lo vi en un Capítulo que tuvimos en la ciudad de Guaxocingo, que vino de más de cien leguas a pie, así ciego como estaba, y vino en su compañía otro gran siervo de Dios, y muy letrado, llamado Fr. Jacobo Daciano, natural de Dacia y descendiente de aquella casa real. Había sido provincial en aquella su tierra, y viendo que estaba toda contaminada de herejías, y que iba de mal en peor cada día, oyendo la mucha mies que Dios había descubierto en estas regiones, pasó a ellas con licencia del Emperador Carlos V, cuyos buenos sucesos siempre encomendaba a Nuestro Señor muy particularmente, y cuya muerte también supo el mismo día que murió, y luego le hizo sus honras. Fue el primero que administró a los Tarascos el santísimo sacramento de la Eucaristía, y supo muy bien aquella lengua y la mexicana. Floreció Fr. Miguel de Bononia, flamenco, que supo cinco lenguas diferentes de indios, y en ellas predicó y convirtió a muchos, y Fr. Juan Badiano, francés, de la provincia de Aquitania la antigua. Estos dos fueron luego al principio compañeros del padre Fr. Martín de Jesús, y con ellos Fr. Pedro de las Garrobillas, que fue muy diestro en la lengua indiana, y quitó los abominables sacrificios de Zacatula, y le acaecía en un día quebrantar mil ídolos. Fr. Antonio de Beteta, que había sido maestro de novicios en el convento del Abrojo, cerca de Valladolid, y también en esta tierra, excelente lengua de los indios, fue algunas veces custodio; y habiendo dicho primero la hora en que había de morir, murió cantando Te Deum laudamus. Fr. Ángel de Valencia, de la provincia de Valencia, verdaderamente ángel en condición, conocílo provincial, y pienso fue el primero de los provinciales de aquella provincia. Este padre, poco antes que muriese, habiendo estado como en éxtasi y arrobado un rato, vuelto en sí como despertando de un sueño, dijo aquellas palabras que Santa Isabel dijo a la Reina del cielo cuando la visitó: «Unde hoc mihi? ¿Dónde merecí yo que la Madre de mi Dios y Señor venga a visitarme?» Por donde se entendió que también fue servida de visitar en aquella hora a su siervo. Fr. Juan de S. Miguel, famosa lengua y excelente predicador (que hizo bajar de las montañas muchos indios que vivían derramados por ellas haciendo vida silvestre, y los juntó en poblaciones en los llanos), instituyó los hospitales que son de grandísima utilidad en aquella provincia: y dio el orden que tienen de sustentarse como se sustentan, lo que entre los mexicanos no ha habido remedio que tuviese buen efecto. Fr. Maturino Gilberti, francés, de la provincia de Aquitania, notable trabajador con los indios; y de gran compasión en ver la falta que tenían de ministros, traía contino en su boca aquellas palabras del profeta Jeremías: «Los pequeñuelos pidieron pan, y no había quien se lo partiese.» En la lengua tarasca (que es la de Michoacan) ninguno le hizo ventaja, y en ella compuso una obra de mucha doctrina. Otro francés hubo de Aquitania, llamado Fr. Juan de la Cruz, gran siervo de Dios y buen obrero de su viña. De la provincia de Castilla florecieron Fr. Francisco de Oropesa y Fr. Francisco de Torrijos. Del Andalucía Fr. Gerónimo de la Cruz, que padeció hartos trabajos por defensión de los indios, y Fr. Francisco de la Cruz, a quien (según se dice) se le tañeron las campanas cuando murió. Fr. Daniel, lego italiano que tomó el hábito en la provincia de Santiago, fue ejemplarísimo en su vida y de extremada penitencia. Trajo más de cincuenta años vestida a las carnes una cota de hierro. Ayunaba continuamente tres días en la semana a pan y agua, y más todas las vigilias que se ofrecían; no tenía cama ni otra cosa en su celda, dormía arrimado a un maderillo que tenía en un rincón de ella; era continuo trabajador, en especial en el oficio de bordar, y lo enseñó a los indios, primero en esta provincia y después en la de Michoacan y Jalisco, adonde murió; dándole la extremaunción le hallaron una cadena gruesa ceñida al cuerpo y la disciplina con que se azotaba, de cadenilla de hierro. No procedo más adelante en nombrar los varones santos que florecieron en aquella provincia, porque quererlos contar todos sería nunca acabar. Tiene esta dicha provincia de largo ciento y veinte leguas, y de ancho cincuenta.




ArribaAbajoCapítulo VI

De la fundación de la provincia de Yucatán y de los apostólicos varones que florecieron en ella


Yucatán, que algunos llaman Campeche por un pueblo y puerto que tiene, y otros Champoton, es una provincia que por la mayor parte parece isla, a la manera de España, porque por las tres partes es cercada de mar, aunque diferentemente, porque a Yucatán la cerca el mar por el oriente y poniente y septentrión, y solamente por la parte del mediodía entra en tierra firme. Y así por aquella parte se extienden más sus términos de norte a sur, y de oriente a poniente no tiene más de cien leguas. Estará Yucatán como trescientas leguas de México o poco menos a la parte del oriente, algo desviada al mediodía, de suerte que las naos que vienen de España al puerto de la Veracruz la dejan a la mano izquierda. Es tierra muy cálida, aunque sana por ser seca, que en la superficie no tiene ríos ni lagunas, sino que toda la agua de que se sirven es de pozos, y son de ríos que corren por debajo de tierra. Los hombres mueren de pura vejez, porque no hay las enfermedades que en otras tierras, y si hay malos humores, el calor los consume, y así dicen que no son menester allí médicos. Cerca de la fundación de aquella provincia en lo espiritual, y de la introducción del Santo Evangelio en ella, es de saber que el primero que llegó allí a dar noticia de nuestra fe y predicarla a los indios, fue el padre Fr. Jacobo de Testera, en el año de treinta y cuatro, con otros cuatro religiosos, siendo actualmente custodio de esta custodia que era de México, antes que se hiciese provincia, porque este padre (como hombre de singular espíritu y ferventísimo celo de la salud de las almas) no se contentó con procurar la doctrina y enseñamiento de las que tenía a su cargo en lo que era el Reino de México y sus comarcas, sino que quisiera convertir y traer al conocimiento de su Criador no solo a todos los indios, más aún a todas las gentes del mundo. Y con este deseo no dejó pedazo de tierra de lo que entonces por acá estaba descubierto que no anduviese. Y así fue a Michoacan y a Guatimala (según me lo afirma un indio que hoy día vive, criado suyo que consigo llevó a España cuandofue al Capítulo General de Mantua), aunque de ello no he tenido noticia por otra vía. Fue también (como ahora lo iba diciendo) a Yucatán, donde halló muy buen acogimiento en los indios, y mucha disposición y aparejo para imprimir en ellos la palabra de Dios, a quien dió muchas gracias por las muestras que daba de querer obrar salud en aquellas sus criaturas. Comenzó a juntar y enseñar a los hijos de los más principales, como se había hecho en lo de México, y con ellos juntamente servían él y sus compañeros las cosas de la iglesia, y trabajaban de apartar a los naturales de la tierra del servicio de los ídolos, con lo cual se les iba allegando mucha gente. Visto por los soldados españoles que los frailes tenían a los indios ya domésticos y congregados en la escuela, comenzaron a sonsacarlos y servirse de ellos, y a desordenarse en tanto grado, que totalmente les impidían la doctrina, porque ya con mucho trabajo apenas los podían juntar, y a los que acudían no les daban lugar para aprender lo que los frailes les enseñaban. El Fr. Jacobo iba a la mano en esto a los soldados, y en otras exorbitancias y excesos que de contino hacían, de donde comenzaron a tener entre sí rencillas y disensiones. Y tales obras hicieron ellos al bendito padre, y tal tratamiento, que fue compelido a dejarlos y volverse a México, llevando consigo a sus compañeros, viendo que con tanto estorbo, y sin tener favor, no se podía hacer fructo en aquellas ánimas, las cuales por entonces quedaron sin doctrina. Dicen que fue tanta la insolencia de aquellos malos cristianos, y que tan del todo perdieron el temor de Dios y vergüenza de los hombres, que traían allí ídolos comprados o tomados de otras partes y se los vendían a aquellos indios de Champoton, y les decían que no creyesen lo que les predicaban los frailes, sólo por tenerlos desocupados de doctrina para servirse de ellos en lo que les querían mandar. ¿Qué más mal que éste se puede decir de hombres baptizados y hijos de cristianos viejos? ¿Y qué es lo que no hará la malvada cobdicia, pues trae al hombre cristiano a tan maldita blasfemia? No sin causa el Apóstol a la cobdicia o avaricia llamó servidumbre de ídolos, pues hace que el cristiano los haga adorar, negando a su Dios verdadero. Los segundos religiosos que llegaron a Yucatán fueron unos que el padre Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo, siendo provincial de esta provincia del Santo Evangelio, envió en busca de nuevas gentes para les predicar la ley de Dios y reino de los cielos, como lo refiere el padre Fr. Toribio Motolinea, compañero suyo (que ambos eran de los doce). Dice, pues, el padre Fr. Toribio, que el de Ciudad Rodrigo envió el año de treinta y siete cinco frailes por la costa del mar del norte, y que fueron predicando y enseñando a los naturales por los pueblos de Guazacualco y Tabasco, donde había una población de españoles que se nombra Santa María de la Victoria, y llegaron a Xicalango. Y pasando la costa adelante, fueron a Champoton y a Campeche, que son pueblos de lo que los españoles llaman Yucatán. Y en este camino y entre estas gentes se detuvieron dos años, y hallaban en los indios habilidad y disposición para venir a nuestra fe y creencia, porque oían de grado y deprendían la doctrina cristiana (y esto sería como la ausencia del padre Fr. Jacobo los dejó con la leche en los labios). Y que estos frailes notaron en aquellos indios dos cosas; la una, que trataban verdad, y la otra que no tomaban cosa ajena, aunque estuviese muchos días caída en la calle. Esto es lo que dice el padre Fr. Toribio. Y (según parece) aquellos cinco religiosos dieron la vuelta a México al cabo de los dos años, porque no llevaban instrucción de quedar por allá, sino de volver a la presencia de su prelado. Los terceros que llegaron a Yucatán y comenzaron a hacer allí asiento, fueron cuatro religiosos que el mismo Fr. Toribio (de quien acabo de hacer mención) envió allí desde Guatimala el año de cuarenta y dos. Porque pasa así, que recién vuelto del Capítulo General de Mantua por comisario general el padre Fr. Jacobo de Testera, envió al sobredicho Fr. Toribio a Guatimala con doce frailes que para este efecto había sacado de la provincia de Santiago (que es la de Salamanca), de los cuales el dicho Fr. Toribio, llegado a Guatimala y proveído lo que convenía para aquella tierra, envió desde allí los cuatro que tengo dicho a Yucatán; varones bien suficientes para plantar de nuevo lo que se pretendía. Cuyos nombres fueron, Fr. Luis de Villalpando, buen letrado y notable religioso, y el primero que supo la lengua de aquella tierra y que hizo arte y vocabulario en ella; Fr. Lorenzo de Bienvenida, que perseveró allí mucho tiempo y trabajó por aquella planta hasta hacerla provincia, como después se dirá; Fr. Melchior de Benavente, santo religioso, que por serle muy contrario a su salud y quietud el calor de aquella tierra, se vino en breve a esto de México, a do santamente perseveró, como se podrá ver en su vida en el quinto libro de esta Historia; Fr. Juan de Herrera, lego, que tuvo allí escuela muchos años y sacó muchos y muy hábiles discípulos lectores, escribanos y cantores, y después vino a esta provincia de México, y de aquí pasó a la custodia de Zacatecas, por ventura llevado del Espíritu en estas mudanzas, para alcanzar lo que acá no pudiera, porque allí lo mataron los Chichimecos, como han hecho a otros muchos frailes, según adelante se verá. Con estos religiosos tuvo asiento la doctrina y predicación de nuestra santa fe en lo de Yucatán. Tras estos fueron otros que les ayudaron y aprendieron aquella lengua, enseñándosela Fr. Luis de Villalpando, que por esto y por ser el primero que la supo y predicó con ejemplo de esencial religioso, es digno de memoria. Y también lo es Fr. Lorenzo de Bienvenida, por lo mucho que trabajó y diversos viajes que hizo hasta poner a Yucatán en forma y título de provincia. Porque (contando sus peregrinaciones) cuanto a lo primero, no teniendo más de dos monesterios, uno en la ciudad de Mérida, donde están los españoles, y otro en Campeche, vino a México cerca de los años mil y quinientos y cincuenta, y alcanzó del padre Fr. Francisco de Bustamante (que a la sazón era comisario general de todas las Indias occidentales) que aquellas dos casás, por estar tan remotas, hiciesen custodia por sí y fuese subjeta a esta provincia de México. Después, teniendo algunas más casas, fue al Capítulo General de Aquila en Italia, que se celebró año de mil y quinientos y cincuenta y nueve, y allí negoció que de aquella custodia de Yucatán y de la de Guatimala se hiciese una provincia, concertando que los Capítulos se celebrasen a veces, y los provinciales también se eligiesen una vez de una parte y otra vez de otra, y cuando el provincial fuese de Yucatán, el guardián de Guatimala fuese vicario provincial de toda aquella parte (por estar lejos lo uno de lo otro), y cuando el provincial fuese de Guatimala, el guardián de Mérida fuese su vicario en lo de Yucatán. Mas (según la solicitud de Fr. Lorenzo) no pudieron durar mucho estos conchabos, porque también fue al Capítulo General de Valladolid, y allí negoció que lo de Yucatán y Guatimala cada una de las partes fuese provincia por sí, y a la de Yucatán intituló de S. José. Tiene al presente veinte y dos conventos, y no hay en todo aquel obispado otros religiosos sino solos los de S. Francisco, y de cinco obispos que hasta el día de hoy ha tenido, los cuatro han sido frailes franciscos. Fr. Francisco de la Torre, de la provincia de Santiago, fue de los que más trabajaron con aquellos indios, con ejemplo y doctrina, porque era muy buena lengua de aquella tierra, y aunque fue algunas veces custodio y provincial, siempre se mostró a todos muy humilde, por lo cual fue de todos, así españoles como indios, muy amado y respetado. Dicen tuvo espíritu de profecía, y que poco antes de su muerte lo vieron en oración levantado de la tierra. Lo que yo sé es que lo conocí por muy siervo de Dios, y dotado de singular paciencia, en una terrible enfermedad que padeció de asma, para la cual vino a buscar remedio a esto de México, y no lo hallando se volvió, y de ella murió. Fr. Diego de Landa, de la provincia de Toledo, fue también muy prima lengua de aquella nación y grande obrero en ella por espacio de muchos años. Tuvo grandes contradicciones y persecuciones de españoles, porque les reprendía ásperamente las tiranías que usaban con los indios, y aun de los mismos indios, porque halló ritos de idolatrías en algunos de ellos después de cristianos, y los hizo castigar con algún rigor, por lo cual dicen que con hechicerías o encantaciones intentaron de lo matar, mas siempre lo guardó el Señor y escapó de sus manos. Siendo guardián un año que hubo en aquella tierra grandísima hambre, de que murieron muchos españoles y indios, faltando aún seis meses para la cosecha, y apenas teniendo para un mes al sustento de su convento, mandó que a ninguno que llegase a pedir pan en la portería se le negase. Y proveyendo a todos abundantemente, al cabo de la hambre se halló la misma cantidad de maíz que había cuando aquello mandó en su casa. Fue a España sobre que le imponían y criminaban el rigor del castigo de los indios, y aun el obispo, que era fraile de su propria orden, era el que más lo acusaba. Empero examinada la causa en el Real Consejo de las Indias, conocidos sus méritos y vida inculpable, muriendo el obispo su contrario, fue promovido en obispo de aquella Iglesia de Yucatán. Dicen que predicando, por veces vieron sobre su cabeza una corona, y encima de ella una estrella. Vino por obispo el año de mil y quinientos y setenta y tres, y murió el de setenta y nueve. A su muerte, los que antes le habían sido enemigos vinieron a confesarlo por santo y amado de Dios; tanta es la fuerza que tiene la verdad, que aunque a tiempos adelgace por la malicia humana, al cabo se viene a manifestar. Está muy concertada aquella provincia de Yucatán, así en lo que toca a la religión de los frailes como en la doctrina y aprovechamiento de los indios. Y débelo de causar ser sola una la lengua de ellos, y ser de una sola orden los ministros; y lo principal, no residir españoles en los pueblos de indios.




ArribaAbajoCapítulo VII

De la fundación de la provincia de Guatemala, y de los santos varones que en ella florecieron


La provincia de Guatemala cae doscientas y cincuenta leguas de México entre el oriente y el mediodía. Es mucha tierra y doblada y de poca gente, aunque ella en sí muy templada, fértil y abundante de mantenimientos. El año de treinta y nueve salieron de la provincia de Santiago seis religiosos, según parece, pedidos por el primer Obispo de Guatimala D. Francisco Marroquín, y a su costa los trajo a esta Nueva España y provincia de México, y fueron estos Fr. Alonso de Casaseca (que el Rmo. Gonzaga llama Eras) por caudillo de los otros, Fr. Diego Ordóñez, Fr. Gonzalo Méndez, Fr. Francisco de Bustillo, Fr. Diego, de Alva, sacerdotes, y Fr. Francisco de Valderas, lego. Partiéndose de aquí para Guatemala enfermó el prelado Fr. Alonso de Casaseca, y murió en Tepeaca, donde está enterrado. Llegaron los cinco a la ciudad de Guatemala, y fueron recibidos con mucha alegría, caridad y honra, así de los españoles como de los indios, que ya tenían noticia de los frailes Franciscos, y en gran manera deseaban gozar de su doctrina. Y luego con particulares limosnas que les hicieron se compró un solar y sitio a do se edificase el monesterio, y en lo que primeramente pusieron su cuidado fue en aprender la lengua de los indios. Mas como eran pocos para tanta gente, con acuerdo del mismo obispo y de la Real Audiencia, enviaron a España por frailes al lego Fr. Francisco de Valderas, hombre de toda confianza y muy diligente. Y como tal, con mucha brevedad llegó a España y negoció que le diesen de la misma provincia de Santiago doce frailes, y se los dieron muy religiosos y doctos, y los trajo por el mismo camino que él y sus compañeros primero habían traído, desembarcando en el puerto de San Juan de Ulúa, que es de esta provincia de México. Y por llevarlos de presto a Guatemala (como el camino de aquí para allá es largo y trabajoso, y ellos venían fatigados de la mar) los más de ellos murieron, y así fue poca la ayuda que llevó el hermano lego. Mas proveyó Dios que por otra parte la tuviesen, porque en el mismo tiempo, viniendo del Capítulo General de Mantua el padre Fr. Jacobo de Testera por Comisario General de Indias con ciento y cincuenta frailes, envió a Guatimala al padre Fr. Toribio Motolinea con doce de ellos, todos de la misma provincia de Santiago, como ya queda dicho. Entre estos fue uno Fr. Pedro de Betanzos, que en aquellos principios supo mejor que otros la lengua de los indios (que es muy bárbara y dificultosa de pronunciar), y en ella compuso arte y vocabulario, y después un Fr. Francisco de la Parra la perficionó, añadiendo cuatro o cinco letras, o por mejor decir, caracteres, para mejor pronunciar aquella lengua, porque no bastaban las de nuestro a, b, c. Vuelto el padre Fr. Toribio a esta provincia de México, de allí a poco tiempo comenzó a desmedrar aquella plantación y estuvo en términos de desbaratarse, porque entrado por Comisario General el padre Fr. Francisco de Bustamante, y informado de que aquellos religiosos no andaban concordes entre sí, enviólos a llamar que se viniesen todos a México. Mas el buen Obispo D. Francisco Marroquín (como devotísimo de nuestra religión) no lo consintió, antes los detuvo, escribiendo al comisario. El cual después hubo de ir en persona acompañando al ilustrísimo D. Antonio de Mendoza, su muy íntimo devoto y amigo, que iba por virey al Perú, año de cincuenta o cincuenta y uno. Entonces les tuvo capítulo y les dió título de custodia del Nombre de Jesús, porque hasta allí no se regían sino por un comisario que ellos entre sí eligían, o se lo señalaba el prelado superior. Después en el Capítulo General de Aquila, arlo de cincuenta y nueve, por negociación de Fr. Lorenzo de Bienvenida (como queda dicho), de aquella custodia y de la de Yucatán se hizo una provincia, y últimamente en el Capítulo General de Valladolid, año de sesenta y cinco, ambas a dos custodias se hicieron provincias. Tiene al presente ésta de Guatemala veinte y dos monesterios de nuestra orden y muchos de ellos muy pobres y de poca gente. Los padres Dominicos tienen catorce conventos, sin los pueblos de visita, donde tienen casas mejores que las de nuestros monesterios, y demás de esto tienen buenos conventos en lo de Chiapa y Verapaz, que es todo una provincia. Los padres de la Merced tienen seis partidos. Los padres clérigos tienen veinte y dos, todos en tierra caliente y rica, a causa del cacao que allí se hace, y es fruta a la manera de almendra, que seca se trae y corre por toda la Nueva España, y sirve de moneda para comprar menudencias; y molida en polvo para brebajes cuotidianamente usados. La ciudad principal y cabeza donde está la catedral y reside la Real Audiencia (llamada de los Confines), se nombra también Guatimala, tomando el nombre universal de la provincia; aunque los españoles cuando la comenzaron a poblar la intitularon Santiago, tomando por su patrón a este bienaventurado apóstol. Entre los religiosos que en aquella provincia florecieron, se pueden con razón contar los muy doctos y observantísimos padres Fr. Antonio Quijada y Fr. Diego Ordóñez, de la provincia de Santiago, aunque no acabaron en Guatemala sus días, sino el uno en la custodia de Zacatecas, que fue el Ordóñez, y el otro en el convento de México, de quien se hará mención en el quinto libro. En el convento de Guatemala está sepultado Fr. Francisco del Colmenar, que trabajó y perseveró allí muchos años, ayudando siempre a españoles y indios, con fama y opinión de santo. Estando un español llamado Alonso Gutiérrez cerca de aquella ciudad con una llaga incurable, su mujer, Juana López, teniendo mucha confianza en las oraciones de este varón santo, escribióle dos renglones rogándole afectuosamente encomendase a Dios su marido, que estaba en peligro de la vida, a lo cual respondió el bendito padre que así lo haría. Ella, como vio letra de aquel en quien tenía tanta fe, y creía que por medio suyo les haría Nuestro Señor misericordia, no curó de más, sino que puso luego el billete del siervo de Dios sobre la llaga de su marido, con que quedó luego sano. Cuando murió este padre, concurrió toda la ciudad, españoles y indios, hombres y mujeres, a su entierro, por haber alguna partecilla de su ropa o algunos cabellos. Fue grande su sinceridad, humildad, pobreza y penitencia, trayendo siempre cilicio a raíz de sus carnes. No quedó atrás en este caso Fr. Gonzalo Méndez, que (como arriba se dijo) fue de los primeros que vinieron de la provincia de Santiago a fundar aquella de Guatemala, adonde perseveró. Y después de haber sido por veces custodio y provincial, con notable ejemplo de santidad, murió, y se enterró en el mismo convento, habiendo dicho primero la hora en que había de morir. Vivió en la religión en suma aspereza y penitencia. Nunca admitió jamás más que un solo hábito viejo, caminando siempre descalzo y a pie, y durmiendo en el suelo por cama y un palo por cabecera. Tuvo extremada afición al cristianísimo Emperador Carlos V, y después de su muerte continúa memoria de encomendar a Dios su ánima, hasta que tuvo revelación de cómo había salido del purgatorio. Esta revelación descubrió al tiempo de su muerte a Fr. Juan Casero, provincial de aquella provincia, el cual dio testimonio de ello firmado de su nombre y sellado con el sello de su oficio. Y porque saber las terribles tempestades que en nuestros tiempos han sucedido en la ciudad de Guatemala nos puede hacer provecho para considerar cuán espantosas serán las que a todo el mundo sobrevernán en su fin, y que por ventura estamos cerca de él (pues se cumplen las señales con que nuestro Redentor nos dejó prevenidos), referirlas he aquí con la brevedad posible, aunque por otra parte querría dilatar el caso, por haber en él entrevenido un manifiesto juicio de Dios, que a todos los mortales nos debe ser ejemplo, y por esta causa acordé de hacer de ello particular capítulo.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De la prodigiosa tempestad que destruyó la ciudad de Guatemala, y de la desastrada muerte de dos principales personas


Para entendimiento de lo que hemos de decir, se ha de presuponer que la ciudad de Guatemala tiene cerca de sí tres volcanes, que son cerros muy altos y aguzados, dentro de los cuales (según la experiencia que de algunos de ellos y de otros semejantes se tiene) hay materia de fuego, por haber cantidad de piedra zufre o alcrebite. Y a esta causa muchas veces en los más de estos volcanes se enciende fuego, y por las bocas que tienen echan humo. Y en algunos acaece esto de ordinario cada día una u dos veces, o más, y por otra parte se ve que casi de todos ellos salen fuentes o arroyos de agua, siendo estos dos elementos tan contrarios. Al pie del uno de estos tres volcanes, que es redondo, y tendrá por el pie doce o trece leguas de boj, fundaron y edificaron los españoles ciudad luego que ganaron aquella tierra, y llamáronla de Santiago. Hase también de presuponer que el capitán que la conquistó fue D. Pedro de Alvarado, caballero muy valeroso, que había venido en compañía de D. Fernando Cortés a la conquista de México, donde los indios por su gentileza y disposición lo llamaron «el Sol;» y por haber sido capitán general en lo de Guatemala, se le concedió el título de adelantado de aquella provincia. Éste había edificado en la ciudad de Santiago muy hermosas casas, donde tenía a su mujer, doña Beatriz de la Cueva, y él andaba por diversas partes de las Indias con mucha prosperidad, entendiendo en otras conquistas y descubrimientos de tierras. Y en aquel año que sucedió la tormenta de Guatemala, que fue el de cuarenta y uno, había él llegado a esta Nueva España por la mar del sur con una gruesa armada de quince navíos, que en la mar del sur son acá como ciento en la Europa, y por eso decimos ser gruesa armada. Llegado al puerto, supo cómo los indios de Jalisco estaban alzados y retraídos en seis peñoles o cerros muy fuertes a do se defendían, y bajaban a ofender a los españoles cuando veían la suya. Supo también cómo el Virey D. Antonio de Mendoza iba en persona sobre ellos con más de quinientos españoles de caballo y un ejército de cien mil indios cristianos. Y pareciéndole que Dios lo había traído para hallarse en semejante empresa, fue a mostrar su valor en aquella jornada. Andando, pues, en aquella guerra, el día de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo, habiendo subido a uno de los peñoles do estaban fuertes los indios alzados, fue tanta la multitud que de ellos cargó, y con tanto ímpetu, que hicieron retraer a los españoles por la cuesta abajo, y a los indios amigos con ellos. Y volviendo el adelantado por una ladera, que debía de ser bien agra, vio que venía de lo alto rodando un caballo, y por mejor guardarse no diese sobre él, apeóse del suyo, y puesto (a su parecer) en cobro, dio el caballo en una peña, y de allí tornó a resurtir hacia donde estaba el adelantado, y por mucho que quiso desviarse, embistió y dio con él el caballo por la cuesta abajo, rodando hasta que fue a parar en unas matas. Y aunque de presto lo socorrieron, sacáronlo medio muerto sin sentido. Volvió en sí, y vivió cuatro días, y en ellos le dio Dios entero juicio y entendimiento para se confesar y ordenar su ánima, que no fue pequeña misericordia del Señor. La nueva de su muerte llegó a su mujer a Guatemala en principio del mes de setiembre, porque hay de donde murió hasta aquella ciudad más de trescientas y cincuenta leguas. La doña Beatriz tenía tan desordenado amor a su marido, que fue demasiado y excesivo el sentimiento que hizo. Mandó teñir de negro toda su casa, dentro y fuera; no quería comer, ni beber, ni recibir consuelo de nadie, ni consejo. Hacía y decía cosas que ponían espanto a los oyentes. En especial traía en la boca una blasfemia con que respondía muchas veces a los que la consolaban, diciendo que ya no tenía Dios más mal que le hacer. Comenzáronse a hacer las obsequias de su marido, y comenzó Dios a llover por el mismo tiempo, principio de setiembre, y el día de la Natividad de Nuestra Señora (que era jueves) arreció más el agua, y prosiguió de la misma manera el viernes y sábado siguientes. Y particularmente el sábado, que fueron diez días del dicho mes, a las dos horas de la noche vino a deshora de lo alto del volcán muy gran tormenta y torbellino de agua, en tal manera y con tan gran ímpetu y fuerza, que arrancaba de camino piedras y peñas tan grandes como casas de indios, que son pequeñas, y las traía consigo con tanta velocidad como si fueran corchos, y árboles grandísimos y vigas sinnúmero, y la terrible fuerza y inundación de las aguas acanaló derechamente hacia las casas del adelantado, llevando las paredes de la huerta y los naranjos y otros árboles y algunos aposentos flacos. A este ruido se levantó doña Beatriz, y de la cámara donde estaba se pasó a un oratorio que cerca tenía, con otras once mujeres. Los hombres que estaban en casa habíanse levantado y la fuerza del agua los había llevado. Y llamando a otras doncellas y mujeres que estaban en otro aposento, queriendo ellas pasar hacia el oratorio o capilla, tomólas la corriente del agua en el camino y llevólas cada una por su parte, y de siete que eran escaparon las cuatro, que las llevó la tormenta cuatro tiros de ballesta fuera de la ciudad, y allí las hallaron a la mañana, habiéndolas tenido a todas por muertas. El agua subió muy alta en la casa del adelantado y la derribó, y mató a la desdichada doña Beatriz de la Cueva, que se había subido sobre el altar y estaba abrazada con una imagen y con una niña encomendándose a Dios. Murieron con ella las otras mujeres, y todas juntas fueron enterradas a la mañana en una sepultura, salvo a doña Beatriz, que la enterraron conforme a su estado como a señora tan principal. Quedó solamente en pie aquella cámara a do esta señora primero estaba cuando se pasó al oratorio, y dicen que si no saliera de ella no muriera. Yo digo que si no saliera de ella, por ventura el oratorio quedara en pie, y aquella cámara fuera la que mejor cayera. ¿Qué sabemos si aquella tormenta y tempestad principalmente la enviaba Dios por ella? Según de lo referido, se puede sospechar debió ser juicio y castigo de Dios que vino por su mano, y aún podría ser que para mayor bien de la defunta, según son grandes las misericordias de nuestro Dios, y lo mismo la desastrada muerte de su marido, para provecho de sus almas, pues ambos a dos tuvieron tiempo de arrepentirse de sus pecados y volverse a Dios, el cual recibiría sus trabajosas muertes y dichos en que caían en bocas de los hombres, por parte y en cuenta de satisfacción de sus culpas. Mayormente que de la doña Beatriz (que tuvo menos tiempo y no se pudo confesar) se dice era tenida en reputación de muy buena cristiana y muy honesta y virtuosa señora, y aquellos extremos que hizo y blasfemia que dijo, pudieron ser fuera de su entero juicio, como hemos visto perderlo por algún espacio personas cuerdas con sobrada y repentina pena, y en volviendo en sí luego se arrepienten de lo que han dicho o hablado. Estuvo este caballero D. Pedro de Alvarado casado primero con hermana de la doña Beatriz, y de ninguna de ellas le dio Dios hijos, que se tuvo por primera señal de que no le plugo este segundo casamiento, ni se paga de los tales. Y después con el suceso que hemos relatado se confirmaron los hombres en esta opinión. Y verdaderamente esto se tiene por larga experiencia muy conocido que nunca a Dios le placen ni agradan los tales casamientos, y que demás de no dar por la mayor parte hijos a los que así contraen, o permitir que no gocen de ellos, se les siguen otros muchos trabajos, como de ello hemos visto los que somos vivos hartos ejemplos, y hallamos otros escritos en muchos libros. Destruyó aquella tormenta la mitad de la ciudad de Guatimala, y por aquella parte que alcanzó la avenida del agua con las piedras, arena y cieno (que a partes subió una lanza en alto) murieron más de seiscientos indios y muchos españoles, y de estos más fueron mujeres que varones, y muchos niños, porque como cada uno buscaba su remedio, y la noche era escura y la tempestad tan recia, quedaban desamparados los que por sí no se podían valer. Ahogáronse también muchos caballos y otros muchos ganados, y perdióse mucha hacienda, y riquezas de gran valor.




ArribaAbajoCapítulo IX

En que se continúa la materia del pasado, contando cosas maravillosas. Y se trata la fundación de la provincia de Nicaragua


Pudiérase tener esta tempestad por meramente casual o natural, pues en todas partes fue aquel año de muchas aguas, que en otras partes hicieron grandes daños, sino que juntamente con ser tan terribles y espantosos los aires que corrían (que parecía probablemente andar por ellos los demonios), hubo señales de que andaban en formas visibles. Porque como a un español y a su mujer los hubiese tomado una gran viga debajo y los tuviese en punto de morir, llegó por allí un negro grande, y el español le rogó que les quitase aquella viga de encima, porque estaban para espirar, y el negro le preguntó: «¿Eres tú Morales?» y él respondió: «Sí soy.» Luego el negro con mucha facilidad levantó la viga, y saliendo Morales debajo de ella, tornóla a soltar sobre la mujer, la cual murió allí luego. Y afirmó este español que vio ir al negro por la calle adelante como si fuera por suelo enjuto, lo cual parecía imposible naturalmente en cuerpo humano, porque había dos estados de cieno y lodo, sin el agua, y según esto no podía ser sino algún demonio, pues que ángel no aparecería en figura de negro. Vieron también una vaca o toro con un cuerno quebrado y en el otro una soga arrastrando, que andaba por la plaza de la ciudad y arremetía contra los que querían ir a socorrer la casa del adelantado. Y a un español que pasaba adelante lo atropelló, y por dos veces lo tuvo debajo del cieno, que fue maravilla escapar. Y todos tuvieron por cierto que aquel animal que allí pareció, más fuese demonio que toro o vaca, como a quien quiera parecera lo mismo según toda razón. Afirmaron los indios que la corriente que de la sierra bajaba trajo tras sí dos muy grandes dragones, que tenían los ojos tan grandes como copa de sombrero, y que la misma corriente los llevó camino de la mar, que no está muy lejos. Quedó aquella ciudad tan destruida y asolada, que no había hombre que quisiese quedar en ella. Y así fue que luego los vecinos hicieron en el campo una ranchería, y allí sus casas de paja, hasta que se pasaron media legua pequeña de allí en el mismo valle, a la parte del norte, edificando otra ciudad que también la llamaron Santiago, donde no sabemos si tienen más seguridad, como a la verdad para los juicios de Dios y casos que tiene ordenados no la hay en parte alguna del mundo. Dígolo porque en el año de mil y quinientos y ochenta y uno, de otro volcán (de los tres que dije están por allí cerca) salió tan grande ímpetu de fuego, que parecía querer abrasar la ciudad con toda su comarca. Esto fue a veinte y seis de diciembre, y otro día siguiente salió tan grande copia de ceniza, que encenizada la ciudad y todo el valle, el aire se escureció y se volvió a manera de niebla tan espesa, que totalmente impidió la luz del sol y causó tinieblas; de suerte que en la mitad del día los ciudadanos tuvieron necesidad de alumbrarse con candelas. Y muchos hombres y mujeres con temor se fueron por los montes buscando cuevas en que se meter. Y si no fuera por un recio viento cierzo que Dios por su misericordia proveyó, con que se detuvo el salir de las cenizas y se ausentaron las que causaban aquella escuridad, sin duda se hubiera de desamparar aquella ciudad como la primera. Mas no pararon aquí las tempestades, porque el año siguiente de ochenta y dos, por el mes de enero, salió del mismo volcán tan grande ímpetu de fuego por espacio de veinte y cuatro horas, que bajando y discurriendo por las laderas del monte a la manera de un velocísimo río, volvía en ceniza los altísímos y poderosos árboles, y las muy grandes piedras y peñascos convertía en brasas de fuego, echando de sí el monte en este tiempo truenos, relámpagos y rayos, y saetas abrasantes como cometas. Y la tierra fue tan abrasada y comida del fuego, que en muchas partes parecía haber descubierto sus entrañas. Y un pueblo de los indios que estaba dos leguas de allí, lo volvió todo en ceniza, aunque por la piedad divina ninguno pereció, porque temiendo el peligro lo desampararon. Los españoles vecinos de la ciudad pensaron ser allí consumidos, y preveniendo el remedio para lo presente y para lo de adelante, tomaron de nuevo por sus abogados a los gloriosos Santiago y S. Sebastián (aunque de antes lo eran), haciendo cada uno sus particulares votos y promesas, y reconciliándose con mucha voluntad los que hasta allí andaban entre sí enemistados y divisos, lo cual haciendo, y componiéndose todos con Dios, cesó la llama de fuego. Y ofreciéndoseme a mí ocasión tan a propósito (aunque algo me alargue), ingratísimo sería a la clemencia divina y al beneficio de los dos gloriosos santos aquí nombrados, si no manifestase a todos los que este libro leyeren lo que me sucedió con su intercesión, y es que en el año de mil y quinientos y setenta y seis, siendo yo indigno guardián del convento de la ciudad de Xuchimilco, cuatro leguas de México, y corriendo en aquel año muy grave pestilencia por toda esta Nueva España, de que murieron (a lo que creo) más de quinientos mil indios, y muriendo muchos en Xuchimilco (como en las demás partes), dije al pueblo que en aquella necesidad tomásemos un santo por abogado, con promesa de hacerle un altar en aquella iglesia (que es bien solemne, pues tiene sesenta tercias de vara en ancho con ser de una nave), y que lo pidiésemos al Señor echando suertes con muchos nombres de principales santos. Echamos las suertes, y cúponos el sagrado apóstol Santiago. Y aunque aflojó la pestilencia, no dejaba de picar y morir harta gente. A cuya causa, llegando la festividad del bien aventurado S. Sebastián en el año siguiente, nos pareció de tomarlo por segundo abogado, pues generalmente lo es en toda la cristiandad para la peste, con promesa de levantarle otro altar; con que cesó la mortandad de aquel pueblo. Y yo les levanté luego sus dos altares a los lados de las gradas por do suben al altar mayor, a costa de las limosnas del convento, con sus retablos bien labrados y dorados, y las figuras de los dos santos de talla, que en sus fiestas se ponen en andas y los llevan en procesión. Y los indios cantores de la iglesia todos los días a las vísperas les hacen juntamente conmemoración. Lo que en este caso me admiró fue, que salido yo de allí en breve para otro convento, me escribieron que por mandado del Virey D. Martín Enríquez, se había contado la gente de aquel pueblo, y se halló antes más que menos de la gente que estaba por matrícula cuando comenzó la pestilencia, con haberse enterrado en aquel tiempo millares de indios. Y (si no me engaño) me lo escribió el mismo guardián que me sucedió, que (según me dicen) lo es cuando esto escribo, año de noventa y cinco, en el convento del Abrojo, bien afamado en España, junto a Valladolid, el padre Fr. Diego de Velasco, que lo tendrá en memoria. Toda esta digresión he hecho sin tenerlo, en pensamiento, por ser cosas maravillosas y dignas de ser sabidas, aunque van fuera de la principal materia. Volviendo, pues, a ella, réstame para concluir este capítulo que trataba de Guatemala, con escribir brevemente la fundación de otra nueva provincia que cae cerca de ella, más adelante hacia los Reinos del Perú, aunque entra en lo de la Nueva España, y es la de Nicaragua, que contiene también a Costarica. Tuvo su principio de que el año de mil y quinientos y cincuenta fue de Guatemala a lo que llaman Costarica, Fr. Pedro de Betanzos, de la provincia de Santiago, a quien Dios comunicó gracia de lenguas. Y habiendo trabajado mucho con los de Guatemala (cuya lengua supo escogidamente, como arriba queda dicho), quiso emplearse otra temporada con los de Costarica, que estaban todavía infieles. Y ayuntándose a él otros dos religiosos que habían venido de España con el licenciado Caballón, hicieron mucho fructo en la conversión de aquellas gentes. A este tiempo Fr. Lorenzo de Bienvenida, que a la sazón estaba en Yucatán, fue a Guatemala, y sabiendo que Fr. Pedro de Betanzos había desamparado aquella custodia, y ídose a Costarica, fue en su demanda con intento de hacerle volver a Guatemala. Mas acaecióle al revés, porque pudieron más las persuasiones del Fr. Pedro para hacerle quedar allí en su compañía. Y desde a poco tiempo se les juntó otro compañero, llamado Fr. Juan Pizarro, de la provincia de S. Miguel, que habiendo estado algunos años en Yucatán, por ciertas mohínas que tuvo con el gobernador, se fue en seguimiento de Fr. Lorenzo, que era el que más había sustentado aquello de Yucatán. Estando, pues, estos cinco religiosos ocupados en aquella obra, pareciéndole a Fr. Lorenzo de Bienvenida que para lo mucho que allí había que desmontar eran pocos los obreros, embarcóse para España, donde recogidos treinta frailes, volvió con ellos a Costarica, que es del Obispado de Nicaragua, para donde fue luego proveído por Obispo el padre Fr. Antonio de Zayas, de la misma orden franciscana, de la provincia del Andalucía. El obispo procuró otros treinta frailes de la mesma provincia, y por su comisario a Fr. Pedro Ortiz, y alcanzó del padre Francisco de Guzmán, que a la sazón era Comisario General de Indias, que de los frailes que llevaba Fr. Pedro Ortiz en su compañía y de los que estaban en Costarica, se hiciese una provincia que se intitulase de S. Jorge, y el comisario lo concedió por entonces, que era el año de setenta y cinco. Mas porque no bastaba esta erección de prelado particular sin la autoridad del Capítulo General, después en el que se celebró en París, año de setenta y nueve, se confirmó en provincia de S. Jorge, con número de doce conventos.




ArribaAbajoCapítulo X

De las jornadas y misiones que a los principios se hicieron para descubrir nuevas gentes. Y cómo el Señor no permitió que alguno de los doce se emplease en otra parte


Después que el siervo de Dios Fr. Martín de Valencia hubo predicado y enseñado, juntamente con sus compañeros, la palabra de Dios en México y en las provincias sus comarcanas por espacio de ocho años, quiso, a ejemplo de nuestro Redentor, ir a otras ciudades y tierras a predicar y enseñar su Santo Evangelio. Y como fuese prelado, dejó en su lugar un comisario, y de sus compañeros y de otros que de España habían venido en su busca, tomó ocho compañeros, y con ellos fue a Teuantepeque, puerto en el mar del sur, que dista de México más de cien leguas, para allí se embarcar y ir adelante; porque siempre tuvo como cosa cierta el varón santo que había otras muchas gentes que descubrir por la mar del sur. Y para este viaje que tanto deseaba, el marqués del Valle le había prometido navíos que le pusiesen a él y a sus compañeros por la derrota que su espíritu le dictaba, adonde Dios los guiase, y allí libremente predicasen el Evangelio de Jesucristo, sin preceder conquista por medio de armas. Estuvo en Teuantepeque esperando los navíos siete meses, que para aquel tiempo habían quedado los maestros de darlos acabados, y para mejor cumplir su palabra, el marqués desde su villa de Cuernavaca (a do era su continua residencia, que está once leguas de México), fue en persona a Teuantepeque al despacho de los navíos. Mas con toda la diligencia que él pudo poner, no se acabaron en aquel tiempo, porque en esta tierra con mucha dificultad y costa y muy a la larga se echan los navíos a la mar. Parece que aún no era llegado el tiempo que aquellas gentes se descubriesen. Ni tampoco quiso Dios que faltase la presencia de tal padre a estas plantas tan tiernas en la fe. Ni quiso (como luego lo diremos) que de los doce que él había escogido para principio y fundamento de esta conversión, alguno de ellos se ocupase en otra empresa. Pues viendo el siervo de Dios Fr. Martín, que los navíos le faltaban, y que el capítulo de la custodia se acercaba (para el cual él tuvo entendido que sería de vuelta, dejada ya descubierta otra gente), volvióse a México, dejando allí tres de sus compañeros para que acabados los navíos fuesen en ellos a descubrir. En el tiempo que el bendito padre se detuvo en Teuantepeque no estuvo ocioso él ni sus compañeros, sino que demás de su acostumbrado ejercicio de la oración (en que entonces más que nunca se ocuparon, aparejando sus ánimas al Señor y pidiéndole cumpliese en ellos su divino beneplácito), también ayudaron a los naturales de aquella comarca, predicándoles por toda ella, y volviéndoles en su propria lengua (que llaman zapoteca) la doctrina que les enseñaban. Y lo mismo hicieron a la ida en todos los pueblos por do pasaban. Y entre los demás pasaron por uno, llamado Mictlan, que quiere decir infierno o lugar de muertos, a do hubo en tiempos pasados (según hallaron las muestras) edificios más notables y de ver que en otra parte de la Nueva España. Había un templo del demonio y aposentos de sus ministros, maravillosa cosa a la vista, en especial una sala como de artesones, y la obra era labrada de piedra de muchos lazos y labores. Había en el templo muchas portadas, cada una de tres piezas grandes, una pieza de una parte y otra de la otra, y otra en lo alto. Eran tan gruesas y tan anchas, que en pocas partes de España se hallarán otras tales. Hay en aquellos aposentos una sala que los pilares de ella son redondos, y cada uno por sí de una pieza, y tan gruesos, que dos hombres abrazados a ellos apenas tocan con las puntas de los dedos. Serían de cinco brazas en alto con lo que decían estar debajo de tierra, semejables a los que dicen están en Roma en el portal de Santa María la Redonda. Cosa era maravillosa lo que el santo varón Fr. Martín de Valencia anhelaba y deseaba el descubrimiento de la China, puesto que entonces aún no había noticia de ella, sino que en espíritu le estaba revelada. Y derramando muchas lágrimas encomendaba continuamente a Nuestro Señor este negocio, suplicándole tuviese por bien de descubrir aquellos gentiles y traerlos al conocimiento de su santo Nombre, encorporándolos en el gremio de su Iglesia. Decía, tratando de esto espiritualmente, que aquellas gentes que estaban por descubrir, serían más hermosas y de más habilidad que éstas de la Nueva España. A estos comparaba a Lia y a los otros a Raquel. Decía más, que si Dios le diese vida, estaba aparejado en su vejez para emplear otros diez años con aquellas gentes, como había hecho con éstas. Y éste su ferviente deseo no perdió su mérito ante el acatamiento divino. Empero no quiso el Señor que en tiempo de éste su siervo se descubriesen, y fue servido de las descubrir en el nuestro, para los que él tenía diputados y escogidos en ministros de aquella conversión. Considerando muy bien esto un muy íntimo familiar del santo Fr. Martín, después de su muerte decía, que cuando es la voluntad de Dios que una gente infiel capaz de recibir la fe católica se descubra, para que esto venga a noticia de los fieles cristianos, lo quiere revelar a algunos siervos suyos que lo encomienden mucho al Espíritu Santo, y de ellos venga también a noticia, de personas hábiles y tales cuales convienen para aquel descubrimiento. Y así con las oraciones de aquellos sus siervos y con la industria de los otros se merezca descubrir la tal gente y tierra. Y que de esta manera (por ventura) quiso Dios revelar a su siervo Fr. Martín de Valencia las gentes que buscaba y deseaba ver, no para que él las viese, sino para que con sus ruegos y de otros sus siervos, las mereciesen descubrir y ver aquellos que ese mismo Dios para ello tiene escogidos y determinado que las descubran y conviertan. Los tres religiosos que dejó en Teuantepeque para que aguardasen los navíos y en ellos fuesen a descubrir tierras, tampoco quiso el Señor que saliesen con su intención, puesto que era santa y buena. Y sería por ventura (aplicándolo a nuestro propósito) porque el uno de los tres era de los doce primeros, es a saber, Fr. Martín de la Coruña, o de Jesús, a quien se había encomendado el apostolado de Mechuacan. Y (según parece) sabiendo este padre cómo su caudillo Fr. Martín de Valencia se iba a embarcar en busca de otras nuevas gentes, con el mismo espíritu dejó lo de Michuacan en manos de sus compañeros y vino a México, adonde se acompañó y anduvo esta jornada con el dicho padre, aunque en ella ni en otra que después intentó no tuvo el beneplácito de Dios, antes le resistió y puso estorbos para que dejase los nuevos designios y volviese a su primero llamamiento, como al fin hubo de volver y acabar la vida en Michoacan. Embarcáronse él y los otros dos en Teuantepeque cuando estuvieron acabados los navíos, y al cabo de algunos días que navegaron (como iban a tiento y no sabían la derrota que habían de llevar), cansáronse los marineros y también ellos mismos, y así los hubieron de echar en tierra en la misma costa de esta Nueva España. No escarmentó de esta el buen Fr. Martín de la Coruña con el fervor de su buen espíritu, sino que quiso probar la segunda vez lo que Dios ordenaba de su persona, y metióse en otros navíos que iban también en busca de nuevas tierras, y fueron a parar a una isla donde ni hallaron gente ni que comer, y padecieron mucha hambre, tanto que de ella murieron muchos españoles y indios que llevaban consigo. De suerte que compelidos del gran trabajo y necesidad hubieron de volverse a esta tierra. Otros dos de los doce, Fr. Juan Juárez y Fr. Juan de Palos, lego, determinaron de ir en otra armada que Pánfilo de Narváez llevaba a la Florida, y sin aprovechar cosa alguna murieron en aquella tierra, también de pura hambre, con otros españoles. Otro de los doce, movido con celo de la religión, quiso ir con otros compañeros a la isla Española, y llegados al puerto donde se habían de embarcar, ordenó Dios un estorbo con que no pudo cumplir su viaje, y se volvió. El primero provincial que se eligió después que de custodia se hizo provincia ésta del Santo Evangelio, llamado Fr. García de Cisneros, uno de los doce, estaba determinado de pasar en España, pareciéndole que la obediencia del Sumo Pontífice le obligaba a ir al santo Concilio Tridentino, que entonces se comenzaba, por ser prelado principal en esta nueva Iglesia. Y estándose aparejando para hacer este viaje (que por ventura fuera para no volver), fue el Señor servido de atajarlo, llevándolo a su gloria. Fr. Luis de Fuensalida, otro de los doce, después de haber sido acá custodio, y sabido la lengua de los indios mejor que ninguno de sus compañeros, se volvió a España con cierto achaque que tomó; mas su intento no fue sino de pasar en África para predicar a los moros y recibir martirio por amor de Jesucristo, como lo procuró luego en llegando allá y tuvo licencia para ello, sino que al tiempo de cumplirla se la hizo revocar Fr. Pedro de Alcántara. Y teniéndole echado el ojo para sacarlo por provincial de su provincia de S. Gabriel, acordó de volver a esta Nueva España con deseo de enterrarse con sus compañeros. Mas esto no le concedió Nuestro Señor (por ventura en pago y castigo de haber dejado su primera vocación, puesto que lo que él buscaba parecía de más perfección), porque murió en el camino en la isla de San Germán, donde quedó enterrado, viniendo de vuelta para esta Nueva España.




ArribaAbajoCapítulo XI

En que se prosigue la materia de las misiones y jornadas que hicieron algunos de los primeros doce


Entre los prelados de esta provincia, el que más cuidado tuvo de enviar ministros a predicar el Santo Evangelio por este nuevo mundo, fue Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo, uno de los doce, que siendo provincial envió frailes por muchas y diversas partes a predicarlo y enseñarlo. En el año de mil y quinientos y treinta y siete, recién electo en provincial, envió cinco frailes por la costa del mar del norte, que fueron predicando y enseñando la ley de Dios en las provincias de Guazacualco, Tabasco y Xicalango, hasta llegar a Champoton (como arriba se dijo tratando de la provincia de Yucatán), y en esta misión o peregrinación se detuvieron dos años. En el de treinta y ocho envió otros tres frailes en unos navíos del marqués del Valle que fueron a descubrir por la mar del sur, y dieron en una tierra, que aunque al principio se sonó era muy poblada y rica (como los españoles siempre la desean hallar), después pareció ser pobre y no muy poblada, y a esta causa la dejaron y se volvieron. Y cuando se descubrió lo de Cíbola, se supo cómo aquella tierra iba a confinar con la Florida, a trechos poblada y fría como la de España. En el mismo año de treinta y ocho envió otros dos frailes por tierra y por la misma costa del mar del sur la vuelta hacia el norte por Jalisco y la Nueva Galicia. Y yendo estos dos frailes acompañados con un capitán, que iba también a descubrir nuevas tierras (aunque con diferentes fines), ya que pasaban la tierra que por aquella parte estaba descubierta, conocida y conquistada, hallaron dos caminos bien abiertos, y el capitán escogió el de la mano derecha, que parecía ir a la tierra adentro, el cual a muy pocas jornadas dio en tan ásperas sierras y peñas, que no pudiendo ir adelante, fue compelido a se volver. De los dos frailes, el uno cayó enfermo y también se volvió, y el otro, con dos indios intérpretes, tomó por el camino de la mano izquierda, que iba hacia la costa, hallándolo abierto y seguido, y a pocas jornadas dio en tierra poblada de gente pobre, la cual salió al fraile, teniéndolo y llamándolo mensajero del cielo, y así salían a él a lo tocar y besar el hábito, pensando que había caído del cielo. Acompañábanlo de jornada en jornada doscientas y trescientas personas, y a las veces cuatrocientas. Y aquellos que lo acompañaban, un poco antes de medio día iban los más de ellos a caza de liebres, conejos y venados (de que hay mucha abundancia en aquella tierra), y como ellos se saben dar buena maña, en poco espacio traían mucha comida, y dando de ella primero al fraile, repartían entre sí lo demás. De esta manera anduvo más de doscientas leguas, y cuasi en todo este camino tuvo noticia de una tierra muy poblada de gente vestida, y que tienen casas de terrado, y no sólo de un alto, sino de muchos sobrados. Y otras gentes decían estar pobladas a la ribera de un grande río a do hay muchos pueblos cercados, y que a tiempo tenían guerra los señores de los unos pueblos con los de los otros. Y que pasado aquel río estaban otros pueblos mayores y de gente más rica. Y que también por aquellas tierras había vacas mayores que las de España, y otros animales muy diferentes de los de Castilla. Y que de aquellos pueblos traían muchas turquesas, las cuales con lo demás que está dicho había entre aquella gente pobre, no que en aquellos pueblos se criasen, ni en aquellas sus tierras, sino que las traían de los otros pueblos grandes, a do iban a tiempos a trabajar y a ganar su vida, como hacen en España los jornaleros. En demanda de esta tierra habían ya salido muchas y gruesas armadas por mar, y ejércitos por la tierra, y de todos la encubrió Dios, y quiso que un pobre fraile descalzo la descubriese primero que otros. Y cuando trajo la nueva a esta provincia de México, al tiempo que la publicó prometieron los que la gobernaban que no la conquistarían por armas, como se ha conquistado cuasi todo lo que en Indias está descubierto, mas guardadas las condiciones y modificaciones que los doctores teólogos y canonistas determinan, y que así se les predicaría el Evangelio conforme al modo que tuvieron los apóstoles en la primitiva Iglesia, y según debe ser la predicación que se ha de hacer a los gentiles. Buenas palabras eran éstas, si las obras conformaran con ellas; pero de estos buenos propósitos de nuestros españoles no hay que hacer caso cuando ya tienen la masa entre las manos. Como esta nueva se extendió y voló brevemente por todas partes, como a cosa hallada, muchos y por muchas vías se aprestaban con intento de ir en esta demanda. Era a la sazón provincial de esta provincia del Santo Evangelio Fr. Marcos de Niza, natural de la misma ciudad de Niza, en el ducado de Saboya, hombre docto y religioso, el cual por certificarse de lo que aquel fraile había publicado, quiso ponerse a todo trabajo tomando la delantera, antes que otros se determinasen, y fue con la mayor brevedad que pudo. Y hallando verdadera la relación y señales que había dado el fraile por las comarcas donde había llegado, dio la vuelta a México y confirmó lo que el otro había dicho. Visto esto, el mismo Virey D. Antonio de Mendoza se comenzó a apercibir para ir en persona y hacer esta jornada por servir a Dios y a su Rey, y no permitir que aquellas gentes domésticas y simples fuesen tratadas de los españoles con la crueldad que estotros de las islas, Nueva España y Perú, sino que con ejemplo de toda caridad y humanidad se les predicase la ley de Dios y su Santo Evangelio. Mas no hubo efecto ésta su determinación, porque no convenía privar a esta tierra de la presencia de su persona, poniéndose en viaje de tan larga distancia, cuyo suceso estaba dudoso. Y así se lo aconsejaron todos, y a él le pareció sano consejo. Y a esta causa envió en su lugar a Francisco Vázquez Coronado, principal caballero y hombre de cristiano celo, acompañado de mucha y buena gente, con gran carruaje de todas provisiones y ganados, y en su compañía al provincial francisco con otros religiosos. Partieron de México por el año de mil y quinientos y cuarenta, y pasadas las provincias de Chiametla, Colhuacan y Cinaloa (que ya estaban descubiertas), entraron por el valle de Corazones y llegaron a las provincias de Cíbola, Tiguex y Quivira, y otras muchas, hasta dar en la tierra de la Florida, de donde se volvieron con intento (según publicaban) de volver allá más de propósito. Y el achaque de la vuelta fue faltarles el agua, aunque la principal ocasión bien pudo ser no hallar en todas aquellas tierras otro México como el de la Nueva España, porque ni Francisco Vázquez Coronado, ni otro alguno se movió a volver a aquellas partes, hasta que al cabo de cuarenta años, en el de ochenta y uno movió Dios el corazón de un fraile menor, lego viejo, muy devoto y celoso de la salud de las almas, por cierta relación que tuvo de unos indios, morando en el valle que llaman de San Bartolomé, a entrar la tierra adentro en busca de aquellas grandes poblaciones que ya estaban olvidadas, que por ser tan afamadas, las llamaron el Nuevo México. Y para esto pidió licencia a sus prelados, y dos sacerdotes que llevase consigo (como los llevó), mancebos teólogos de muy buen espíritu, y con doce soldados que los quisieron acompañar partieron en aquella demanda. Y caminadas doscientas y cincuenta leguas hacia el norte, llegaron a una provincia que se llama de los Tiguas. Viendo los soldados que entraban en tierra poblada de cantidad de gente, y que ellos eran pocos para resistir a los sucesos que se podían ofrecer en tanta distancia de la vivienda de los españoles, y tan lejos del necesario socorro, acordaron de volverse, lo que pienso no hiciera Hernando Cortés si en aquella ocasión se viera, porque a los osados y animosos dicen que ayuda la fortuna, y sin duda no murieran los frailes si ellos no los desampararan, los cuales no quisieron volver atrás por miedo de la muerte, mayormente viendo que los naturales de aquellas tierras los recibían amorosamente y los trataban con humanidad, y anduvieron con toda seguridad otras ciento y cincuenta leguas, que eran cuatrocientas de México. Vueltos los soldados, dieron noticia de cómo los frailes quedaban en aquel riesgo, y entendiendo los prelados de la orden en poner diligencia de enviar gente porque aquellos religiosos no pereciesen, ofrecióse a ello un Antonio Espejo, hombre honrado y rico y deseoso de emplear su hacienda en servicio de Dios y de su Rey. Éste partió por el mes de noviembre del año de ochenta y dos con buena compañía de soldados, y más de cien caballos, y muchas armas, municiones y bastimentos, y gente de servicio, y con él un solo fraile francisco, llamado Fr. Bernardino Beltrán. Pasó por muchas provincias, donde siempre fue recibido de paz (como todo ello se puede ver en sus relaciones que andan impresas), y halló que los religiosos habían sido muertos a manos de aquellos infieles a do quedaron. Sus nombres eran Fr. Francisco López y Fr. Juan de Santa María, los sacerdotes, y el lego Fr. Augustín Rodríguez, cuyas muertes se pueden ver en el fin del quinto libro. Dio la vuelta Antonio Espejo para tierra de cristianos, y llegó a ella por principio de julio del año de ochenta y tres. De suerte que con esta ocasión de los tres frailes que por allá quedaron, se volvieron a descubrir aquellas amplísimas tierras que llaman el Nuevo México, para donde al tiempo que esto escribo (que es por abril del año de noventa y seis), por orden y mandato del rey D. Felipe nuestro señor envía el conde de Monterey, Virey de esta Nueva España, por general de esta empresa a D. Juan de Oñate, hijo de Cristóbal de Oñate, natural de la ciudad de Vitoria, que en su tiempo fue de los principales y más poderosos de esta Nueva España. Van con él ocho religiosos franciscos, todos ellos profesos, de esta provincia del Santo Evangelio. Entiendo que llevan seis capitanías de soldados, sin otros labradores y hombres buenos, casados, con sus mujeres y hijos, para la labranza y población de aquellas tierras. Guíelos el altísimo Dios y conceda el suceso, que para su servicio se pretende, en la conversión de aquellas gentes a su santa fe católica. Este discurso se ha hecho por el fraile que primeramente descubrió aquellas tierras y gentes, y dio noticia de ellas, habiendo sido enviado por el provincial Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo el año de treinta y ocho a convertir gentes de nuevo. El año de treinta y nueve entraron otros dos frailes por lo de Michuacan a unas gentes que se llaman Teules Chichimecos, que ya otras veces habían consentido entrar en sus tierras frailes menores, y los habían recibido de paz y con mucho amor, aunque de los españoles seglares siempre se habían defendido y vedádoles la entrada por ser gente belicosa, y tampoco a los españoles se les daba mucho, viendo el poco provecho que podían sacar de ellos, pues poco más poseen que un buen arco con sus flechas, salvo si a los mismos indios pudieran cazar para venderlos por captivos, que es el trato que nuestros españoles en esta parte mucho han usado, por donde los Chichimecos y las demás naciones indianas siempre se han alterado y remontado, que antes de recibir estas malas obras, nunca dejaron de acariciar a los que de nuevo entraban en sus tierras. Pues en éstas que ahora dije, descubrieron aquellos dos frailes cerca de treinta pueblos pequeños de hasta cuatrocientas o quinientas ánimas los mayores de ellos. Estos recibieron de muy buena voluntad la doctrina cristiana y trajeron sus hijos al baptismo, y por tener más paz y disposición de recibir la fe, pidieron libertad de tributo por algunos años, y que después lo darían moderado de lo que cogiesen y criasen en sus tierras, y con esta condición darían la obediencia al Rey de Castilla. Lo cual todo se lo concedió el Virey D. Antonio de Mendoza, y así vinieron al gremio de la Iglesia. De esta manera han hecho después acá los frailes franciscos muchas entradas por las tierras de estos que llaman Chichimecos, que ocupan la tierra hacia el poniente y norte, en los contornos del Reino de México y de las provincias de Michoacan y Jalisco, y la Guaxteca, y son de muchas y diferentes lenguas, y andan por los campos como venados, sin tener casas ni policía de hombres, y a muchos de ellos han traído los frailes al conocimiento de su Dios y a la obediencia de la santa madre Iglesia y de nuestros Reyes de Castilla, y puéstolos en poblaciones ordenadas y hécholes sus iglesias, aunque no a pocos les ha costado la vida, porque en alborotándose con vejaciones de seglares, luego lo pagan los frailes, como (con el favor de Dios) se verá parte de ello en el fin de esta Historia en el quinto libro.




ArribaAbajoCapítulo XII

Del ingenio y habilidad de los indios para todos oficios, y primero se trata de los que ellos usaban antes que viniesen los españoles


Porque los religiosos, demás de enseñar a los indios a leer y escribir y cantar, y algunas otras cosas de la iglesia (como adelante se dirá), pusieron también diligencia y cuidado en que aprendiesen los oficios mecánicos y las demás artes que la industria humana tiene inventadas, es bien presuponer el ingenio y habilidad que los mismos indios para percibir lo que se les enseñase de su parte tenían, y el primor que mostraban en los oficios que usaron en su infidelidad, antes que conociesen a los españoles. Había entre ellos grandes escultores de cantería, que labraban cuanto querían en piedra, con guijarros o pedernales (porque carecían de hierro), tan prima y curiosamente como en nuestra Castilla los muy buenos oficiales con escodas y picos de acero, como se echa hoy día de ver en algunas figuras de sus ídolos que se pusieron por esquinas sobre el cimiento en algunas casas principales de México, aunque no son de la obra curiosa que solían hacer. Los carpenteros y entalladores labraban la madera con instrumentos de cobre, pero no se daban a labrar cosas curiosas como los canteros. Las piedras de precio labraban los lapidarios con cierta arena que ellos conocían, y hacían de ellas las figuras que querían, y lo mismo hacen ahora, aunque lo usan poco porque ya no se hallan piedras preciosas entre los indios. A los plateros faltábanles las herramientas para labrar de martillo; pero con una piedra sobre otra hacían una taza llana de plata o un plato. Con todo eso, en fundir cualquiera pieza o joya de vaciadizo hacían ventaja a los plateros de España, porque funden un pájaro que se le anda la cabeza, la lengua y las alas. Y vacían un mono o otro animal, que se le andan cabeza, lengua, pies y manos, y en las manos le ponen unos trebejuelos que parecen bailar con ellos. Y lo que más es, sacan una pieza la mitad de oro y la otra mitad de plata, y vacían un pece la mitad de las escamas de oro y la otra mitad de plata; una escama de plata y otra de oro, de que se maravillaron mucho los plateros de España. Pintores había buenos que pintaban al natural, en especial aves, animales, árboles y verduras, y cosas semejantes, que usaban pintar en los aposentos de los señores. Mas los hombres no los pintaban hermosos, sino feos, como a sus propios dioses, que así se lo enseñaban y en tales monstruosas figuras se les aparecían, y permitíalo Dios que la figura de sus cuerpos asemejase a la que tenían sus almas por el pecado en que siempre permanecían. Mas después que fueron cristianos, y vieron nuestras imágines de Flandes y de Italia, no hay retablo ni imagen por prima que sea, que no la retraten y contrahagan; pues de bulto, de palo o hueso, las labran tan menudas y curiosas, que por cosa muy de ver las llevan a España, como llevan también los crucifijos huecos de caña, que siendo de la corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco, que los puede llevar un niño, y tan perfectos, proporcionados y devotos, que hechos (como dicen) de cera, no pueden ser más acabados. Había oficiales de loza y de vasijas de barro para comer y beber en ellas, muy pintadas y bien hechas, aunque el vidriado no lo sabían; pero luego lo aprendieron del primer oficial que vino de España, por más que él se guardaba y recataba de ellos. Otros vasos hacían de ciertas calabazas muy duras y diferentes de las nuestras, y es fruta de cierto árbol de tierras calientes. Éstas las pintaban y pintan hoy día de diversas figuras y colores muy finos, y tan asentadas, que aunque estén cien años en el agua, nunca la pintura se les borra ni quita. Y pónenles unos pies como de cálices de la misma labor. Son vasos muy lindos y vistosos. Para su vestido (mayormente de los señores y de los ministros del templo para su ministerio) hacían ropas de algodón, blancas, negras, y pintadas de diversas y muy finas colores, gruesas y delgadas, como las querían, y muchas como almaizales moriscos. Otras hacían de pelos de conejos, puesto, tejido o engerido con hilo de algodón, que usaba la gente principal, a manera de bernias, por no haber frío, porque son muy calientes, suaves y blandas, y tan artificiosamente hechas, que parece poderse poner allí el pelo de conejos, cosa de maravilla. En lugar de alhombras, hacían esteras de hoja de palma y de juncia, muy delicadas, y muchas de ellas muy pintadas, poniendo parte de las palmas o de la juncia de colores entretejidas, que podrían servir en casas de gente principal de Castilla, en lugar de paños de pared, especialmente en los veranos, por ser tan frescas, y juntamente vistosas. Había también oficiales de curtir cueros de venados, leones y tigres y de otros animales, y de adobarlos maravillosamente, con pelo y sin pelo, blancos, colorados, azules, negros y amarillos, tan blandos, que hacen hoy día guantes de ellos. Demás del calzado común (que eran sandalias del cáñamo del maguey, que es la cepa de su vino), hacían también para los señores y principales, alpargates muy delicados y polidos del mismo cáñamo y de algodón, y algunos muy curiosos, pintados y dorados. Pero lo que parece excederá todo ingenio humano, es el oficio y arte de labrar de pluma con sus mismos naturales colores, asentada, todo aquello que los muy primos pintores pueden con pinceles pintar. Solían hacer y hacen muchas cosas de pluma, como aves, animales, hombres, capas o mantas para se cubrir, y vestimentas para los sacerdotes del templo, coronas o mitras, rodelas, moscadores, y otras maneras de cosas que se les antojaban. Estas plumas eran verdes, azules, coloradas, rubias, moradas, encarnadas, amarillas, pardas, negras, blancas, y finalmente, de todas colores, tomadas y habidas de diversas aves, y no teñidas por alguna industria humana, sino todas naturales. Y a esta causa tenían en gran precio cualquiera especie de aves, porque de todas se aprovechaban, hasta de los mas mínimos pajaritos. Pues si tratamos del tiempo presente, después que vieron nuestras imágines y cosas muy diferentes de las suyas, como en ellas han tenido larga materia de extender y avivar sus ingenios, es cosa maravillosa con cuánta perfección se ejercitan en aquella su subtil y para nosotros nueva arte, haciendo imágines y retablos y otras cosas de sus manos, dignas de ser presentadas a príncipes y reyes y Sumos Pontífices. Y hay otra cosa de notable primor en esta arte plumaria, que si son veinte oficiales, toman a hacer una imagen todos ellos juntos, y dividiendo entre sí la figura de la imagen en tantas partes cuantos ellos son, cada uno toma su pedazo y lo van a hacer a sus casas, y después viene cada uno con el suyo, y lo van juntando a los otros, y de esta suerte viene a quedar la imagen tan perfecta y acabada como si un solo oficial la hubiera obrado. Y no es poco de notar que lo mismo que estos oficiales hacen de pluma, otros muy comunes y desechados hacen de rosas y flores de diversas colores, que ni más ni menos forman una imagen de santos, y armas, y letras y todo lo que quieren, asentando las hojas de las flores y yerbas con engrudo sobre una estera, conforme a las colores que pide cada parte de las figuras y menudencias que quieren pintar, y queda la imagen o pintura tan vistosa y graciosa, que después que han servido en la iglesia para donde se hacen, en fiestas principales, las piden los españoles para ponerlas en sus aposentos, como imágines perfectas y devotas. Oficiales tenían y tienen de hacer navajas de una cierta piedra negra o pedernal. Y verlas hacer, es una de las cosas que por maravilla se pueden ir a ver entre los indios. Y hácenlas (si se puede dar a entender) de esta manera: siéntanse en el suelo y toman un pedazo de aquella piedra negra, que es cuasi como azabache y dura como pedernal, y es piedra que se puede llamar preciosa, más hermosa y reluciente que alabastro y jaspe, tanto que de ella se hacen aras y espejos. Aquel pedazo que toman es de un palmo o poco más largo, y de grueso como la pierna o poco menos, y rollizo. Tienen un palo del grueso de una lanza y largo como tres codos o poco más, y al principio de este palo ponen pegado y bien atado un trozo de palo de un palmo, grueso como el molledo del brazo, y algo más, y éste tiene su frente llana y tajada, y sirve este trozo para que pese más aquella parte. Juntan ambos pies descalzos, y con ellos aprietan la piedra con el pecho, y con ambas las manos toman el palo que dije era como vara de lanza (que también es llano y tajado) y pónenlo a besar con el canto de la frente de la piedra (que también es llana y tajada), y entonces aprietan hacia el pecho, y luego salta de la piedra una navaja con su punta y sus filos de ambas partes, como si de un nabo la quisiesen formar con un cuchillo muy agudo, o si como la formasen de hierro al fuego, y después en la muela la aguzasen y últimamente le diesen filos en las piedras de afilar. Y sacan ellos en un credo de estas piedras, en la manera dicha, como veinte o más navajas. Salen estas cuasi de la misma hechura y forma de las lancetas con que nuestros barberos acostumbran sangrar, salvo que tienen un lomillo por medio, y hacia las puntas salen graciosamente algo combadas. án y raparán la barba y cabello con ellas, y de la primera vez y primero tajo, poco menos que con una navaja acerada; mas al segundo corte pierden los filos, y luego es menester otra y otra para acabar de raparse el cabello o barba, aunque a la verdad son baratas, que por un real darán veinte de ellas. Finalmente, muchas veces se han afeitado españoles seglares y religiosos con ellas. Mas ciertamente verlas sacar es cosa de admiración, y haber acertado en el arte de sacarlas, no es pequeño argumento de la viveza de los ingenios de los hombres que tal manera de invención hallaron. Y aunque sea cosa de juego (por ser de tanta subtileza y destreza), quiero añadir aquí uno que usaban mucho los indios en sus fiestas y regocijos, y ahora lo veo usar muy poco, y es de esta manera. Entra un indio con un palo rollizo cargado al hombro, de hasta nueve o diez palmos en largo, y grueso cuasi como un eje de carreta, y para ornato del juego acompáñanle otros siete o ocho indios disfrazados al traje de otra nación de indios que llaman Guastecos, cantando y bailando al modo que aquellos usan, al son de un atabalejo, y cercan al indio que trae el palo, el cual lo pone en el suelo atravesado a la parte donde estando echado ha de tener la cabeza. Y habiéndose compuesto y quedado con poca ropa, tiéndese en el suelo de espaldas de largo a largo, y volviendo los pies contra la cabeza y haciéndose una rosca, luego con los pies va a coger el palo que puso atravesado a su cabecera, y cogido lo levanta y arroja en alto, y vuelve a cogerlo con los pies de punta y de llano, y lo vuelve y lo revuelve, y lo torna a echar en alto y lo recibe treinta veces, y hace otras mil diferencias jugando con el palo, como podría hacer con una pelota de las nuestras un diestro jugador con las manos, sin que otra cosa de su cuerpo toque al palo ni se ayude sino de solos los pies. Y muchas veces parece que le va a dar en la cabeza (que si le diese le hundiría los cascos), y cuando menos catamos acude con él un pie y lo recoge, y con el otro lo arroja en alto. Y esto dura cuanto él quiere, hasta que se cansan los que lo están mirando, o él acuerda de dejallo.




ArribaAbajoCapítulo XIII

De cómo los indios aprendieron los oficios mecánicos que ignoraban, y se perficionaron en los que de antes usaban


El primero y único seminario que hubo en la Nueva España para todo género de oficios y ejercicios (no sólo de los que pertenecen al servicio de la iglesia, mas también de los que sirven al uso de los seglares), fue la capilla que llaman de S. José, contigua a la iglesia y monesterio de S. Francisco de la ciudad de México, donde residió muchos años, teniéndola a su cargo, el muy siervo de Dios y famoso lego Fr. Pedro de Gante, primero y principal maestro y industrioso adestrador de los indios. El cual no se contentando con tener grande escuela de niños que se enseñaban en la doctrina cristiana, y a leer y escribir y cantar, procuró que los mozos grandecillos se aplicasen a deprender los oficios y artes de los españoles, que sus padres y abuelos no supieron, y en los que antes usaban se perficionasen. Para esto tuvo en el término de la capilla algunas piezas y aposentos dedicados para el efecto, donde los tenía recogidos, y los hacía ejercitar primeramente en los oficios más comunes, como de sastres, zapateros, carpenteros, pintores y otros semejantes, y después en los de mayor subtileza, que por ventura si este devoto religioso en aquellos principios con su cuidado y diligencia no los aplicara y aficionara a saber y deprender (según ellos de su natural son dejados y muertos, mayormente en aquel tiempo que estaban como atónitos y espantados de la guerra pasada, de tantas muertes de los suyos, de su pueblo arruinado, y finalmente, de tan repentina mudanza y tan diferente en todas las cosas), sin duda se quedaran con lo que sus pasados sabían, o a lo menos tarde y con dificultad fueran entrando en los oficios de los españoles. Mas como comenzaron a desenvolverse con aquel ordinario ejercicio, y se acodiciaron algo al provecho que se les pegaba (demás de ser ellos como monas, que lo que ven hacer a unos lo quieren hacer los otros), de esta manera muy en breve salieron con los oficios más de lo que nuestros oficiales quisieran. Porque a los que venían de nuevo de España, y pensaban que como no había otros de su oficio habían de vender y ganar como quisiesen, luego los indios se lo hurtaban por la viveza grande de su ingenio y modos que para ello buscaban exquisitos, como arriba en el capítulo treinta y uno del tercero libro se dijo, de los que hurtaron su oficio al primer tejedor sayalero que vino de España. Un batihoja batidor de oro, el primero que vino, pensó encubrir su oficio, y decía que era menester estar un hombre seis o siete años por aprendiz para salir con él. Mas los indios no aguardaron a nada de esto, sino que miraron a todas las particularidades del oficio disimuladamente, y contaron los golpes que daba con el martillo, y dónde hería, y cómo volvía y revolvía el molde, y antes que pasase el año sacaron oro batido, y para esto tomaron al maestro un librito de prestado, que él no lo vio hasta que se lo volvieron. Este mismo era oficial de hacer guadamecíes, y recatábase todo lo posible de los indios en lo que obraba, en especial que no supiesen dar el color dorado y plateado. Los indios, viendo que se escondía de ellos, acordaron de mirar los materiales que echaba, y tomaron de cada cosa un poquito, y fuéronse a un fraile, y dijéronle: «Padre, dínos adónde venden esto que traemos. Que si nosotros lo habemos, por más que el español se nos esconda, haremos guadamecíes, y les daremos el color dorado y plateado como los maestros de Castilla.» El fraile (que debía de ser Fr. Pedro de Gante, y holgaba que hiciesen estas travesuras), díjoles donde hallarían a comprar los materiales, y traídos hicieron sus guadamecíes. Cuando quisieron contrahacer los indios las sillas de la gineta, que comenzaba a hacer un español, acertaron a todo lo que para ella era menester, su coraza y sobrecoraza y bastos, mas no atinaban a hacer el fuste. Y como el sillero tuviese un fuste (como es costumbre) a la puerta de su casa, aguardaron a que se entrase a comer, y llevaron el fuste para sacar otro. Y sacado, otro día a la misma hora que comía tornaron a poner el fuste en su lugar. Lo cual como vio el sillero, luego se temió que su oficio había de andar por las calles en manos de indios (como los otros oficios), y así fue de hecho, que desde a seis o siete días vino un indio vendiendo fustes por la calle, y llegando a su casa le preguntó si le quería comprar aquellos fustes y otros que tenía hechos, de que al bueno del sillero le tomó la rabia y quiso darle con ellos en la cabeza, porque él, como era solo en el oficio, vendía su obra como quería, y puesta en manos de indios había de bajar en harto menos precio. Uno de los oficios que primeramente sacaron con mucha perfección fue el hacer campanas, así en las medidas y grueso que la campana requiere en las asas y en el medio, como en el borde, y en la mezcla del metal, según el oficio lo demanda. Y así fundieron luego muchas campanas, chicas y grandes, muy limpias y de buena voz y sonido. El oficio de bordar les enseñó un santo fraile lego, italiano de nación (aunque criado en España), llamado Fr. Daniel, de quien se hizo memoria en el capítulo quinto de este libro, que trata de la provincia de Michuacan y Jalisco, adonde se fue a vivir y morir, dejando en esta de México muchos ornamentos, no costosos, mas curiosos y vistosos, hechos de su mano y de los indios sus discípulos. En los oficios que de antes sabían se perficionaron los indios después que vieron las obras que hacían los españoles. Los canteros, que eran curiosos en la escultura (como queda dicho), y labraban, sin hierro con solas piedras cosas muy de ver, después que tuvieron picos y escodas y los demás instrumentos de hierro, y vieron obras que los nuestros hacían, se aventajaron en gran manera, y así hacen y labran arcos redondos, escacianos y terciados, portadas y ventanas de mucha obra, y cuantos romanos y bestiones han visto, todo lo labran, y han hecho muchas muy gentiles iglesias y casas para españoles. Lo que ellos no habían alcanzado y tuvieron en mucho cuando lo vieron, fue hacer bóvedas, y cuando se hizo la primera (que fue la capilla de la iglesia vieja de S. Francisco de México, por mano de un cantero de Castilla), maravilláronse mucho los indios en ver cosa de bóveda, y no podían creer sino que al quitar de los andamios y cimbria, todo había de venir abajo. Y por esto cuando se ovieron de quitar los andamios, ninguno de ellos osaba andar por debajo. Mas visto que quedaba firme la bóveda, luego perdieron el miedo. Y poco después los indios solos hicieron dos capillitas de bóveda, que todavía duran en el patio de la iglesia principal de Tlaxcala, y después acá han hecho y cubierto muy excelentes iglesias de bóveda y casas de bóveda en tierras calientes. Los carpenteros, aunque cubrían de buena madera bien labrada las casas de los señores, y hacían otras obras de sus manos, es ahora muy diferente lo que hacen, porque labran de todas maneras de carpentería y imágines de talla, y todo lo que los muy diestros artífices o arquitectos usan labrar. Y finalmente, esto se puede entender por regla general, que cuasi todas las buenas y curiosas obras que en todo género de oficios y artes se hacen en esta tierra de Indias (a lo menos en la Nueva España), los indios son los que las ejercitan y labran, porque los españoles maestros de los tales oficios, por maravilla hacen más que dar la obra a los indios y decirles cómo quieren que la hagan. Y ellos la hacen tan perfecta, que no se puede mejorar.




ArribaAbajoCapítulo XIV

De cómo los indios fueron enseñados en la música y es lo demás que pertenece al servicio de la iglesia, y lo que en ello han aprovechado


No menos habilidad mostraron para las letras los indios, que para los oficios mecánicos. Porque luego con mucha brevedad aprendieron a leer, así nuestro romance castellano como el latín, y tirado o letra de mano. Y el escribir, por el consiguiente, se les dio con mucha facilidad, y comenzaron a escribir en su lengua y entenderse y tratarse por cartas como nosotros, lo que antes tenían por maravilla que el papel hablase y dijese a cada uno lo que el ausente le quería dar a entender. Contrahacían al principio muy al propio las materias que les daban, y si les mudaban el maestro, luego ellos mudaban la forma de la letra en la del nuevo maestro. En el segundo año que les comenzaron a enseñar, dieron a un muchacho de Tezcuco por muestra una bula, y sacóla tan al natural, que la letra que hizo parecía el mismo molde. Puso el primer renglón de letra grande como estaba en la bula, y abajo sacó la firma del comisario y un Jesús con una imagen de Nuestra Señora, todo tan al propio, que no parecía haber diferencia del molde a la que él sacó. Y por cosa notable y primera la llevó un español a Castilla para la mostrar y dar que ver con ella. Después se fueron haciendo muy grandes escribanos de todas letras, chicas y grandes, quebradas y góticas. Y los religiosos les ayudaron harto a salir escribanos, porque los ocupaban a la continua en escribir libros y tratados que componían o trasuntaban de latín o romance en sus lenguas de ellos. Yo llevé el año de setenta (que fui a España) un libro del Contemptus mundi, vuelto en lengua mexicana, escrito de letra de indio, tan bien formada, igual y graciosa, que de ningún molde pudiera dar más contento a la vista. Y mostrándolo al licenciado D. Juan de Ovando, que a la sazón era presidente en el Consejo de Indias, agradóle tanto, que se quedó con él, diciendo que lo quería dar al Rey D. Felipe nuestro señor. Demás del escribir, comenzaron luego los indios a pautar y apuntar, así canto llano como canto de órgano, y de ambos cantos hicieron gentiles libros y salterios de letra gruesa para los coros de los frailes, y para sus coros de ellos con sus letras grandes muy iluminadas. Y no iban a buscar quien se los encuadernase, porque ellos juntamente lo aprendieron todo. Y lo que más de notar es, que sacaban imágines de planchas de bien perfectas figuras, que cuantos las veían se espantaban, porque de la primera vez las hacían ni más ni menos que la plancha. El tercero año los pusieron en el canto, y algunos se reían y burlaban de los que los enseñaban, y otros los estorbaban diciendo que no saldrían con ello, así porque parecían desentonados como porque mostraban tener flacas voces. Y a la verdad no las tienen comúnmente, ni pueden tener tan recias ni tan suaves como los españoles, andando (como andan) descalzos y mal arropados, y comiendo poco y flacas viandas. Pero como hay muchos en que escoger, siempre hay buenas capillas y algunos contrabajos, altos, tenores y tiples que pueden competir con los escogidos de las iglesias catedrales, y en común todos ellos salen con el canto, lo que no es entre nosotros, que por mucho que en ello se ejerciten, hay muchos que poco ni mucho saldrán con ello. El primero que les enseñó el canto, juntamente con Fr. Pedro de Gante, fue un venerable sacerdote viejo, llamado Fr. Juan Caro, que bien barato y cumplido se mostraba con ellos, pues sin saber palabra de su lengua ni ellos de la española, se estaba todo el día enseñándoles, y hablando y platicándoles las reglas del canto en romance, tan de propósito y sin pesadumbre, como si ellos fueran meros españoles. Y los muchachos estaban la boca abierta mirándole, y oyéndole muy atentos a ver lo que quería decir. Y aunque algunos de los nuestros tomaban ocasión de reírse de ésta su tanta bondad y flema, de otra manera la consideraba aquel Señor que se agrada de los corazones sencillos y llanos. Y así la favoreció, obrando como poderoso artífice entre aquel maestro y sus discípulos, que poco ni mucho no se entendían; de suerte que sin medio de otro intérprete, los muchachos en poco tiempo le entendieron, de tal manera, que no sólo deprendieron y salieron con el canto llano, mas también con el canto de órgano. Y después acá unos a otros se lo van enseñando. Y hay entre ellos muchos muy diestros cantores y maestros de capilla, tanto que en cada capilla de cantores hay cuatro y cinco y seis y más, que se van cada año remudando en el oficio de maestros y capitanes que guían y rigen a los otros. La primera cosa que aprendieron y cantaron los indios fue la misa de Nuestra Señora, que comienza en el introito Salve, Sancta parens. No hay pueblo de cien vecinos que no tenga cantores que oficien las misas y vísperas en canto de órgano con sus instrumentos de música. Ni hay aldehuela, apenas, por pequeña que sea, que deje de tener siquiera tres o cuatro indios que canten cada día en su iglesia las horas de Nuestra Señora. Los primeros instrumentos de música que hicieron y usaron, fueron flautas, luego chirimías, después orlos, y tras ellos vihuelas de arco, y ahora cornetas y bajones. Finalmente, no hay género de música en la iglesia de Dios, que los indios no la tengan y usen en todos los pueblos principales, y aún en muchos no principales, y ellos mismos lo labran todo, que ya no hay para que traerlo de España como solían. Una cosa puede afirmar con verdad, que en todos los reinos de la cristiandad (fuera de las Indias) no hay tanta copia de flautas, chirimías, sacabuches, orlos, trompetas y atabales, como en sólo este Reino de la Nueva España. Órganos también los tienen todas cuasi las iglesias donde hay religiosos, y aunque los indios (por no tener caudal para tanto) no toman el cargo de hacerlos, sino maestros españoles, los indios son los que labran lo que es menester para ellos, y los mismos indios los tañen en nuestros conventos. Los demás instrumentos que sirven para solaz y regocijo de personas seglares, los indios los hacen todos, y los tañen; rabeles, guitarras, cítaras, discantes, vihuelas, arpas y monacordios, y con esto se concluye que no hay cosa que no hagan. Y lo que más es, que pocos años después que aprendieron el canto, comenzaron ellos a componer de su ingenio villancicos en canto de órgano a cuatro voces, y algunas misas y otras obras, que mostradas a diestros cantores españoles, decían ser de escogidos juicios, y no creían que pudiesen ser de indios. Sobre enseñarles la gramática latina o latinidad hubo muchos pareceres, así entre los frailes como entre otras personas, y antes que se la enseñasen, tuvieron muchas contradicciones con razones aparentes que los de la contraria opinión daban. Mas al fin prevaleció la razón verdadera de que era justo que a lo menos algunos de estos naturales entendiesen en alguna manera lo que contiene la Sagrada Escritura, y los libros de los sagrados doctores, así para que ellos mismos se fijasen y fortaleciesen más de veras en las cosas de nuestra santa fe, como para que pudiesen satisfacer a los otros indios de cuan diferentemente íbamos fundados los cristianos en lo que creemos y seguimos, de lo que ellos y los demás gentiles habían creído y seguido, sin fundamento, ni camino, ni rastro de alguna verdad. A los principios pasóse trabajo grande, y hallaron no poca dificultad los religiosos de nuestra orden, que eran sus maestros; porque puesto caso que sabían muy bien su lengua, como en ella nunca se habían tratado semejantes materias, no hallaban términos con que les explicar las reglas gramaticales, y así era muy poco lo que aprovechaban, y cuasi desmayaban y desconfiaban los discípulos y aun los maestros. Mas como en todas las demás cosas en que los siervos de Dios en el principio hallaban dificultad, tuvieron propicio el auxilio divino, así cuando plugo al Espíritu Santo (que es el verdadero maestro de todas las artes y ciencias) de abrirles los entendimientos, vieron la puerta que el Señor les abría, y hallaron términos de nuevo compuestos, por donde con facilidad se pudieron declarar y dar a entender las reglas de la gramática, y así en pocos años salieron tan buenos latinos, que hacían y componían versos muy medidos, y largas y congruas oraciones en presencia de los vireyes y de los prelados eclesiásticos, como se dirá en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo XV

De la fundación del colegio de Santa Cruz, que se edificó en la ciudad de México para enseñar a los indios en todo ejercicio de letras


Comenzóse a leer la gramática a los indios en el convento de S. Francisco de México en la capilla de S. José, adonde era su común recurso para ser enseñados en la doctrina cristiana y en todas las artes y ejercicios en que su buen padre y guiador Fr. Pedro de Gante (como se ha dicho) procuraba de los imponer. El primero maestro que tuvieron de la gramática fue Fr. Arnaldo de Bassacio, de nación francés, doctísimo varón y gran lengua de los indios, con quien aprovecharon en sus principios tanto, que visto su aprovechamiento por el buen Virey D. Antonio de Mendoza (padre verdadero de los indios), dio orden cómo se edificase un colegio en un barrio principal de México, un cuarto de legua de S. Francisco (donde los frailes menores tenemos otro segundo convento con iglesia de la vocación del apóstol Santiago, y el barrio se dice Tlatelulco), para que el guardián de aquel convento tuviese a su cargo la administración del colegio, y no embarazase este estudio a los frailes del convento principal. El mismo Virey D. Antonio edificó el colegio a su costa, y le dio ciertas estancias y haciendas que tenía, para que con la renta de ellas se sustentasen los colegiales indios que habían de ser enseñados, y estos fuesen niños de diez a doce años, hijos de los señores y principales de los mayores pueblos o provincias de esta Nueva España, trayendo allí dos o tres de cada cabecera o pueblo principal, porque todos participasen de este beneficio. Esto se cumplió luego, así por ser mandato del virey, como porque los religiosos de los conventos ponían diligencia en escoger y nombrar en los pueblos donde residían, los que les parecían más hábiles para ello, y compelían a sus padres a que los enviasen. De esta manera se juntarían al pie de cien niños o mozuelos para el tiempo que les fue señalado. Esta fundación del colegio de Santa Cruz se hizo con mucha autoridad, porque se hizo solemne procesión desde S. Francisco de México, donde se juntaron el Virey D. Antonio de Mendoza y el Obispo de México D. Fr. Juan Zumárraga, y el Obispo de Santo Domingo D. Sebastián Ramírez, presidente que había sido de la Real Audiencia de México (que aún no era ido), y con ellos toda la ciudad. Predicáronse tres sermones aquel día. El primero predicó el doctor Cervantes en S. Francisco, antes que la procesión saliese. El segundo, Fr. Alonso de Herrera, en Santiago, al tiempo de la misa. El tercero, Fr. Pedro de Rivera; todos tres hombres muy doctos y de mucha autoridad, y este último predicó en el refitorio de los frailes de aquel convento de Santiago, donde comieron aquellos señores a costa del buen Obispo Zumárraga. Estos niños colegiales fueron allí criados y doctrinados con mucho cuidado. Comían todos juntos como frailes en su refitorio, que lo tienen muy bueno. Su dormitorio es una pieza larga, como dormitorio de monjas, las camas de una parte y de otra sobre unos estrados de madera, por causa de la humedad, y la calle en medio. Cada uno tenía su frazada y estera, que para indios es cama de señores, y cada uno su cajuela con llave para guardar sus libros y ropilla. Toda la noche tenían lumbre en el dormitorio y guardas que miraban por ellos, así para la quietud y silencio, como para la honestidad. A prima noche decían los maitines de Nuestra Señora, y las demás horas a su tiempo, y en las fiestas cantaban el Te Deum laudamus. En tañendo a prima los frailes (que es luego en amaneciendo), se levantaban, y todos juntos en procesión iban a la iglesia vestidos con sus hopas, y dichas las horas de Nuestra Señora en un coro bajo que tienen, oían una misa, y de allí se volvían al colegio a oír sus lecciones. En las fiestas se hallaban a la misa mayor y la cantaban. Tuvieron notables y gravísimos maestros; en la latinidad (después de Fr. Arnaldo de Bassacio) a Fr. Bernardino de Sahagún ya Fr. Andrés de Olmos, y en la retórica, lógica y filosofía al doctísimo Fr. Juan de Gaona, todos ellos excelentísimas lenguas mexicanas, pues con verdad se puede decir que ninguno les ha hecho ventaja después que se descubrió esta tierra. Ninguna cosa hay en este mundo, por buena y provechosa que sea, que deje de tener contradicción, porque según son diversos los gustos de los hombres, lo que a unos contenta a otros desagrada. Y así este colegio y el enseñar latín a los indios, siempre tuvo sus contradictores. Algunos años (que podemos llamar tiempos dorados) fue favorecida esta obra todo el tiempo que gobernó su fundador D. Antonio, y después su sucesor D. Luis de Velasco el Viejo, que siendo informado no bastaba la renta del colegio para sustentar tantos colegiales, hizo de ello relación al Emperador, de gloriosa memoria, y de su mandato les ayudaba cada año con doscientos ducados o trescientos. Mas después que él murió, ninguna cosa se les ha dado, ni ningún favor se les ha mostrado, antes por el contrario, se ha sentido disfavor en algunos que después acá han gobernado, y aún deseo de quererles quitar lo poco que tenían, y el beneficio que se les hace a los indios aplicarlo a españoles, porque parece tienen por mal empleado todo el bien que se hace a los indios, y por tiempo perdido el que con ellos se gasta. Y los que cada día los tratamos en la conciencia y fuera de ella, tenemos otra muy diferente opinión, y es, que si Dios nos sufre a los españoles en esta tierra, es por el ejercicio que hay de la doctrina y aprovechamiento espiritual de los indios, y que faltando esto, todo faltaría y se acabaría. Porque fuera de esta negociación de las ánimas (para la cual quiso Dios descubrirnos esta tierra), todo lo demás es cobdicia pestilencial y miseria de mal mundo. Las razones que daban los contrarios a este estudio del colegio, eran: la primera, que el saber latín los indios, de ningún provecho era para la república, y esto la experiencia ha mostrado ser falsísimo, porque con estos colegiales latinos aprendieron su lengua perfectamente por arte los que bien la supieron, y con su ayuda de ellos tradujeron en la misma lengua las doctrinas y tratados que han sido menester para enseñamiento de todos los indios, y los impresores con su ayuda los han impreso, que de otra manera no pudieran. Demás de esto, por su habilidad y suficiencia han ayudado más cómodamente que otros a los religiosos en el examen de los matrimonios y en la administración de los otros sacramentos. Y por la misma suficiencia han sido elegidos por jueces y gobernadores en la república, y lo han hecho mejor que otros, como hombres que leen y saben y entienden. Y de esto buen ejemplo tenemos presente en D. Antonio Valeriano, indio gobernador de la ciudad de México, que habiendo salido buen latino, lógico y filósofo, sucedió a los religiosos sus maestros arriba nombrados, en leer la gramática en el colegio algunos años, y aun a religiosos mancebos en su convento, y después de esto fue elegido por gobernador de México, y ha poco menos (y no sé si más) de treinta que gobierna aquella ciudad, en lo que toca a los indios, con grande aceptación de los vireyes y edificación de los españoles. La segunda razón, decían, que por saber latín podrían dar en herejías y errores, y serían bastantes para revolver y alborotar los pueblos. Yo no sé con qué fundamento podían juzgar esto de los indios más que de los españoles o de otros de otras naciones, sino menos, por ser, como son, más encogidos y subjetos que otros. Mas el enemigo de todo lo bueno pone estas imaginaciones en los entendimientos de algunos para estorba el provecho de otros. Y bien podemos decir de estos lo del Salmista, que «temblaron y temieron do no había que temer,» como bien se ha visto, pues en tantos años como han corrido no se ha sentido herejía de indio latino ni de no latino, que si lo hubiera, pienso viniera a mi noticia, ni se ha sabido que alguno de ellos haya alborotado pueblos, mas antes que los hayan discreta y pacíficamente regido. Tampoco faltaron religiosos que les fueron contrarios. Y serían los no muy letrados, o por mejor decir, poco latinos, temiendo que en las misas y oficios de la iglesia les notasen los indios sus faltas. Pero no tenían razón de impedir el bien de sus prójimos por su descuido y negligencia: como no la tuvo un padre clérigo que se puso a riesgo de quedar confuso, por tener en poco y hacer burla (como dicen) de los mal vestidos. Y fue que este sacerdote, no entendiendo palabra de latín, tenía (como otros muchos) siniestra opinión de los indios, y no podía creer de ellos que sabían la doctrina cristiana, ni aún el Pater noster, aunque algunos españoles le decían y afirmaban que sí sabían. Él, todavía incrédulo, quísolo probar en algún indio, y fue su ventura que para ello hubo de topar con uno de los colegiales, sin saber que era latino, y preguntóle si sabía el Pater noster; y respondióle el indio que sí. Hízoselo decir, y díjolo bien. Y no contento con esto, mandóle decir el Credo. Y diciéndolo bien, el clérigo arguyóle una palabra que el indio dijo, Natus ex Maria Virgine, y enmendóle el clérigo, Nato ex Maria Virgine. Como el indio se afirmase en decir natus, y el clérigo que nato, tuvo el estudiante necesidad de probar por su gramática cómo no tenía razón de enmendarle así. Y preguntóle, hablando en latín: Reverende pater, nato, cujus casus est? y como el clérigo no supiese tanto como esto, ni cómo responder, hubo de ir afrentado y confuso, pensando de afrentar al prójimo. Así que, cada uno trabaje de saber lo que es de su oficio, y por ser él ignorante, no quiera que los otros también lo sean. Con todo esto ha cesado el enseñar deveras latín a los indios, por estar los del tiempo de ahora por una parte muy sobre sí, y por otra tan cargados de trabajos y ocupaciones temporales, que no les queda tiempo para pensar en aprovechamiento de ciencias ni de cosa del espíritu, y también los ministros de la Iglesia desmayados, y el favor y calor muerto, y así se ha ido todo cayendo. No las paredes del colegio (que buenas y recias están, y muy buenas aulas y piezas augmentadas por el padre Fr. Bernardino de Sahagún, que hasta la muerte lo fue sustentando y ampliando cuanto pudo), sino el cuidado, calor y favor que tengo dicho. Enseñóseles también un poco de tiempo a los indios la medicina, que ellos usan en conocimiento de yerbas y raíces, y otras cosas que aplican en sus enfermedades; mas esto todo se acabó. Y ahora poco más sirve el colegio de enseñar a los niños indios que allí se juntan (que son del mismo pueblo de Tlatelulco) a leer y a escribir y buenas costumbres. Estas plegas a Nuestro Señor se impriman en sus corazones, y no prevalezcan las malas que por otras vías les enseña la comunicación de tantos géneros de gentes como se van multiplicando en esta tierra y región de las Indias.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Del modo que se tiene en enseñar a los niños y niñas, y de las matronas que ayudaron mucho en el ministerio de la Iglesia


Todos los monesterios de esta Nueva España tienen delante de la iglesia un patio grande, cercado, que se hizo principalmente y sirve para que en las fiestas de guardar, cuando todo el pueblo se junta, oyan misa y se les predique en el mismo patio, porque en el cuerpo de la iglesia no caben sino los que por su devoción vienen a oír misa entre semana. A un lado de la iglesia (que es comúnmente a la parte del norte, porque a la del mediodía está el monesterio) está en todos los pueblos edificada una escuela, donde cada día de trabajo se juntan los cantores, acabada la misa mayor, para proveer lo que se ha de cantar en las vísperas (si han de ser solemnes) y en la misa del día siguiente, porque aunque se diga rezada en ferias y días simples, siempre cantan un motete en canto de órgano, después de haber alzado el Santísimo Sacramento. Y también se juntan para enseñar los que saben el canto a los que no lo saben, y para enseñarse los que tañen los menestriles. En la misma escuela, en otra pieza por sí o en la misma si es larga, se enseñan a leer y escribir los niños hijos de la gente más principal, después que han sabido la doctrina cristiana, la cual solamente se enseña a los hijos de la gente plebeya allá fuera en el patio, y sabida ésta los despiden para que vayan a ayudar a sus padres en sus oficios, granjerías o trabajos, aunque en algunas partes hubo descuido en hacer esta diferencia (especialmente en pueblos pequeños, donde es poca la gente), que sin distinción se enseñan todos los niños, hijos de principales y de plebeyos, a leer y escribir en las escuelas, y de aquí se sigue que en los tales pueblos vienen a regir y mandar los plebeyos, siendo elegidos para los oficios de la república por más hábiles y suficientes. Las niñas todas, así hijas de mayores como de menores, indiferentemente se enseñan en la doctrina cristiana por sus corrillos, repartidas por su orden; de suerte que en un corrillo se enseñan el per signum y el Pater noster y Ave María, y las que han sabido esto entran en otro corrillo al Credo y Salve Regina (todo esto en su propria lengua), y en otro aprenden los mandamientos de Dios; tras esto los artículos de la fe, y así van subiendo de grado en grado hasta saber los mandamientos de la Iglesia y sacramentos, y lo demás de la doctrina cristiana. Y en algunos pueblos donde la gente es más curiosa y avisada, y puesta en más policía, las mismas niñas que ya saben toda la doctrina, ruegan a las viejas que saben otras oraciones de coro, y maneras de rezar en sus cuentas, que las enseñen, y suplican al prelado del convento que se lo mande. Y de esta suerte se están enseñando en los patios muchas de ellas, hasta que se casan, o poco menos. Yo he tenido (siendo guardián en algún pueblo) más de trescientas doncellas casaderas, juntas en el patio de la iglesia, enseñándose unas a otras con la mayor sinceridad y honestidad que se puede imaginar. De donde se puede colegir y entender cuan diferente gente es esta indiana, de nuestra nación española y de las otras que en nuestra Europa tenemos conocidas, y con cuanta diferencia requiere su natural y capacidad ser regida y gobernada; que por no se entender esto tan bien como convenía, por pender su gobierno de España y no tener a su rey presente, se ha perdido harto de la cristiandad y policía que en ella se pudiera obrar, y no menos de su conservación. Todas estas mozas que he dicho, tienen sus matronas o madres espirituales (que así las llaman ellas), señaladas por sus barrios, que las traen a la iglesia y las guardan, y las vuelven a sus casas. Cuál trae media docena, cuál una, cuál más o menos, según son los barrios, grandes o chicos. Y demás de su guarda, hay alguaciles diputados de la iglesia que miran por ellas. Los niños y niñas pequeñas tienen viejos por guiadores que los traen de sus casas y los vuelven a llevar. Y estos viejos tienen los patios muy barridos y limpios, que generalmente están adornados con árboles, puestos por orden y renglera, que en tierra caliente son cipreses y naranjos entreverados, que es contento y motivo de alabar a Dios entrar entre ellos, y en la tierra templada y fría, árboles del Perú, que todo el año están verdes, y también cipreses. Y aunque dije que aquellas doncellas se están enseñando hasta que se casan, no se ha de entender que todas las indias se casan, porque muchas de ellas viven en perpetua continencia; y donde menos aparejo parece que hay para el recogimiento, y más ocasiones y peligros, allí se halla mucha virtud, como es en las grandes poblaciones, adonde así como hay mayores vicios y pecados, provee Dios que haya también mayores obras y ejemplos de virtud y bondad que en los pueblos pequeños. Dígolo, porque en la ciudad de México (que es una Babilonia), llena de mestizos, negros y mulatos, demás de la multitud de españoles distraídos, se hallan centenares de indias en su vejez doncellas, que en tanto número de años la gracia divinal las ha conservado en su pureza y limpieza, sin casarse ni saber qué cosa es varón. Y otras mozas que con no poder evitar de salir a los mercados a vender o comprar sus menesteres, están tan enteras en la guarda de su virginidad, como las muy encerradas hijas de señoras españolas metidas tras veinte paredes; que es de tener en mucho en gente tan abatida y desechada, y puesta entre tantas dificultades y peligros de mal mundo para conservar la castidad. De estas doncellas hubo en tiempos pasados muy señaladas matronas en muchos pueblos, particularmente en el contorno de México, en Suchimilco, Tezcuco, Guatitlan, Tlalmanalco y Tepepulco, y hacia lo de Tlascala, Cholula, Guaxocingo, Tepeaca y Tehuacan, las cuales recibieron con tanta devoción y buen espíritu la doctrina de aquellos primeros padres, que desde su mocedad perseveraron en perpetua continencia hasta la muerte, a manera de beatas, no porque ellas hiciesen algún voto (a lo menos público), mas de que voluntariamente se ofrecieron al Señor, no apartándose de su templo y servicio, ocupadas en oraciones, ayunos y vigilias, a ejemplo de aquella Santa Ana viuda, que adoró, confesó y predicó al Infante Jesús en el templo de Jerusalem, y juntamente ejercitándose en obras de caridad y virtud, a imitación de las santas mujeres que en la primitiva Iglesia seguían y servían a los apóstoles y discípulos de Cristo. Así estas beatas o matronas han servido y ayudado en muchas cosas en el ministerio de la Iglesia para utilidad de las almas, como es en lo que arriba queda dicho, de enseñar la doctrina cristiana y otras oraciones y devociones que ellas deprendieron, a las mozas y a otras mujeres que no las sabían, y en adestrar como madres y guiar las confradías que tienen del Santísimo Sacramento y de Nuestra Señora, que en todas partes son comunes, más en pueblos grandes también tienen las del Nombre de Jesús y de la Veracruz, y de la Soledad en la Semana Santa. Todas estas confradías en algunos pueblos se rigen tan principal y aún más principalmente por medio de estas matronas, que de los hombres. Y parece que en esta tierra les cuadra este oficio, (fuera de ser la devoción más natural a las mujeres, como el bienaventurado S. Augustín lo dice y la autoridad de la Iglesia lo confirma, llamándolas devoto sexo feminil), porque en este clima hace ventaja el mujeriego en su modo al sexo varonil. Y no es maravilla si el principal planeta que en esta región reina las favorece y es de su parte, que esto es de naturaleza, aunque la gracia sobre todo. Demás de esto han ayudado en el servicio de los hospitales y enfermos, y en instruir y aparejar a los ignorantes para la confesión y recepción del santísimo sacramento de la Eucaristía, el cual ellas frecuentemente reciben, a lo menos en las grandes festividades, y en tener recogidas las mujeres solteras que se halla andar derramadas en ofensa de Nuestro Señor, cuando el ministro de la Iglesia se las encomienda, y en otras buenas obras semejantes a éstas. Y puesto que en muchas partes haya habido muchas matronas de éstas, entre las demás fue señalada una Ana de la Cruz, natural del pueblo de Tlatelulco (que es como barrio por sí de la ciudad de México), india devotísima y bienhechora de la orden del padre S. Francisco, y celosa de las cosas de la religión y del servicio de Dios nuestro Señor, en cuyo tiempo por su buena industria y diligencia andaban con mucho fervor las cosas de la cristiandad en aquel pueblo. Ahora en muy pocas partes hay de estas matronas o beatas que se ejerciten en semejantes obras espirituales, por haberse disminuido mucho la gente que solía haber, y porque dicen tienen harto que hacer en buscar lo que han menester para su sustento, y para pagar su tributo y otras imposiciones que siempre les van añadiendo.




ArribaAbajoCapítulo XVII

De las grandes limosnas que algunos indios y indias han hecho para ornato de sus iglesias y sustento de sus ministros


Una de las cosas que manifiestamente confunde y desmiente la siguiente opinión que algunos han tenido y tienen de los indios, diciendo que no son verdaderamente cristianos, es el ordinario uso que han tenido de hacer limosnas a las iglesias, y de encomendar misas por sí o por sus defunctos. ¿En qué juicio (si no es temerario) cabe decir que el que ofrece un cáliz o una casulla, o otro ornamento para que con él se celebren los oficios divinos, o da alguna limosna para que le digan misas y encomienden a Jesucristo a él o a los suyos, el tal no es cristiano? ¿Si no tuviese fe en la misa, para qué la había de pedir gastando sus dineros? Este dicho, yo no puedo imaginar que sea sino de unos hombres del todo mundanos y gentílicos en su vivir, que no sólo se contentan con nunca hacer limosna de los bienes temporales que Dios les da, mas aún tienen por mal empleado lo que se gasta en las iglesias para el culto divino, y sólo aquello les parece bien empleado que se consume en trajes y juegos y banquetes, y otros vanos cumplimientos de mundo. Y así muchos de nosotros los cristianos viejos ponemos el fundamento y prueba de nuestra cristiandad en sólo el nombre de cristianos que nos dejaron nuestros padres y abuelos, y no la regulamos con nuestras obras, no mirando que ellas son las que informan la fe para que sea verdadera, y que sin las obras es muerta la fe. Teniendo respeto a los actos interiores del alma, sólo Dios sabe quién es bueno y verdadero cristiano, pero yo no tengo de juzgar esto, sino por las obras exteriores que viere. Y si las muchas limosnas son buenas obras, y obras de verdadera cristiandad (como lo son), argumento es que los indios son buenos cristianos, pues con mucha verdad se puede afirmar, que aunque es así que los españoles después que se conquistó esta tierra han hecho muchas limosnas a los conventos de los religiosos, en especial al de México, y mayormente en el tiempo de su prosperidad, pero en este caso, tanto por tanto, mucho más se han extendido los indios, así en común como en particular. Tratando de lo común, ¿quién ha edificado tantas iglesias y monesterios como los religiosos tienen en esta Nueva España, sino los indios con sus manos y proprio sudor, y con tanta voluntad y alegría como si edificaran casas para sí y sus hijos, y rogando a los frailes que se las dejasen hacer mayores? ¿Y quién proveyó las iglesias de los ornamentos, vasos de plata, y todo lo demás que para su arreo y ornato tienen, sino los mismos indios? En los tiempos antiguos, por espacio de más de cuarenta años, nunca los religiosos de S. Francisco quisieron recibir la limosna que la Real Majestad hace a los frailes de las órdenes que entienden en el ministerio de los indios para su sustento, porque con las limosnas ordinarias de los mismos indios se sustentaban suficientísimamente. Mas ahora recíbenla por no ser cargosos a los indios, que en este tiempo están pobres, y porque con la mayor parte de ella se va edificando la iglesia de S. Francisco de México. Y hasta el día de hoy ha habido pueblos donde con solas las limosnas de las misas que encomiendan los indios por sus defunctos y algunas otras limosnas que hacen particulares, se han sustentado, en cual doce, en cual veinte, y en cual más de treinta frailes, y se sustentan el día de hoy. La devoción y limosnas del pueblo de Cholula no se pueden ponderar. Los años atrás por la mayor parte se sustentaba el convento de S. Francisco de los Ángeles (que es ciudad de españoles) con las sobras del monesterio de Cholula, con morar de ordinario en el de Cholula más de treinta frailes, y acullá otros tantos, y aún más. En las ciudades de Suchimilco y Tezcuco han sido también los indios siempre muy devotos y limosneros, y lo mismo en Tlascala y en otras partes. El convento de Santiago de Tlatelulco (que es como barrio de México) se ha sustentado siempre abundantísimamente con las limosnas de los indios, habiendo allí de contino gran concurso de religiosos moradores y huéspedes. No es cosa de poca consideración que un convento de tanto número de frailes como es el de S. Francisco de México, que llegarán a ciento, se haya sustentado con las limosnas que los indios han hecho y hacen en su capilla de S. José, sin tomar hasta el día de hoy misas, como se reciben en los conventos de España. Verdad es que los españoles lo han sustentado mucho (como ya lo tengo dicho), mayormente a los principios, que hacían tantas limosnas de pan, vino, carne, pescado y otras cosas, que los guardianes las volvían a enviar diciendo que no las habían menester; pero de algunos años acá, como las cosas de esta tierra han adelgazado y venido a mucho menos, y los españoles han crecido en número y en necesidades, han faltado sus limosnas. Y si no fuera por la capilla de los indios, no se pudiera sustentar el convento; aunque en el tiempo de ahora (como se van acabando los indios, que con su multitud enriquecían la tierra) ya no basta lo uno ni lo otro. El año de setenta y dos contó el religioso que tenía cargo de la capilla de S. José, habían ofrecido los indios el día de la conmemoración de los defunctos después de Todos Santos, más de cinco mil panes de Castilla y tres o cuatro mil candelas de cera blanca, y veinte y cinco arrobas de vino (que para tierra de Indias es mucho) y gran cantidad de gallinas, y muy muchos huevos, y tanta fruta de Castilla y de la tierra de todo género, que con trabajo se pudo acarrear a la refitolería, con repartir gran parte de ella a pobres y a otros que se llegaban a pedirla, y esto ha sido ordinario todos los años. Los indios carniceros, que sirven de matar reses y carne a los españoles obligados en la ciudad de México, tienen por devoción más ha de cincuenta años, de hacer limosna al convento de S. Francisco de aquella ciudad, todos los sábados, de los menudos de vaca y carnero que son menester, y ellos mismos los llevan los viernes cuando el sábado es día de grosura (sin que los religiosos se lo pidan); sin otras limosnas que hacen entre año de otras cosas. Y es gran limosna esta ordinaria de los sábados, por haber siempre en el convento (como he dicho) más de cien frailes. Otras limosnas particulares, sería proceder en infinito quererlas contar, ni yo podría, ni las sé, sino muy pocas en respecto de las que ignoro, que no tienen número, mas contaré algunas. Y será la primera de aquella india matrona, llamada Ana, que en fin del capítulo pasado me dio motivo para tratar de esta materia, diciendo cómo era muy bienhechora de nuestro estado y orden. Esta devota mujer, demás de las ordinarias limosnas que hacía de hábitos y libros y otras cosas que habían menester a frailes particulares, enviaba a veces los doscientos y trescientos escudos para que se empleasen en la sacristía o enfermería de S. Francisco de México, como si fuera una reina o duquesa, no teniendo otra renta más de lo que ella y otras cuatro o cinco mujeres de su mismo espíritu (que le hacían compañía) ganaban con el trabajo de sus manos, y con la industria que su buena capitana les daba. La cual cuando se quiso morir, envió a rogar a dos padres viejos, Fr. Alonso de Molina y Fr. Melchior de Benavente, que la fuesen a ver. Y entrados adonde estaba, mandó salir la gente que allí había, y llamando a una vieja su compañera, dijo a los religiosos: «Padres, esta hermana dará doscientos pesos para S. Francisco,» los cuales después de muerta llevó la vieja, para que se empleasen en la sacristía, como la defuncta lo tenía antes dicho. Demás de esto, dejó muchas limosnas mandadas al monesterio de Tlatelulco, donde ella se enterró, y a la enfermería de S. Francisco y a frailes particulares para su vestuario y libros. Una india de Guacachula, llamada también Ana, todo cuanto ganaba lo ofrecía a la iglesia, y allegando alguna cantidad de dinero, acudía al guardián y le decía: «Padre, estos cien pesos o doscientos me ha dado Dios: mira lo que es menester para su iglesia.» Y como algunas veces el guardián no los quisiese recibir, diciendo que de ninguna cosa había necesidad, afligíase la buena mujer, y decía: «Padre, ¿para qué lo quiero yo? no tengo hijos ni marido, ¿a quién lo tengo de dar sino a Dios que me lo prestó?» Y así dijo aquel guardián que con las limosnas de aquella buena vieja había hecho, primero una casulla rica, y luego una capa, y después dalmáticas, y tras esto frontal, y otra casulla, y más adelante. En Tepeaca un indio mercader, llamado Juan de Torres, dio un terno de capa, casulla, dalmáticas y frontal de terciopelo negro bien guarnecido, y entre año siempre hacía largas limosnas al monesterio. Cuando éste se quiso morir, dejó a otros cuatro o cinco monesterios de aquella comarca cada cien pesos, sin otro cargo mas de que lo encomendasen a Dios; y al convento de Tepeaca doscientos, sin otros que dejó para misas. Y más mandó en su testamento, que setecientos pesos que le debía un español se cobrasen y se empleasen en lo necesario al convento, aunque nunca se cobraron, porque el español (que era un encomendero) también murió, y no con tan buen testamento. La mujer de este Juan de Torres murió algunos días después, siendo yo allí guardián, y porque tenía un yerno jugador y desperdiciado, no quiso declarar en su testamento lo que tenía guardado para Dios y para su alma; mas fióse de su única hija, mujer del dicho jugador (que era de tan buena masa como sus padres), declarándole en confianza cómo tenía guardados ochocientos escudos, y lo que quería se hiciese de ellos. Y la hija (con tener hijos pequeños) fue tan fiel, que muerta la madre, los llevó de secreto al monesterio, diciendo que se enviasen cada ciento a los conventos de la comarca, y de lo demás se comprase lo necesario a aquella iglesia, encomendando a Dios el alma de su madre. Considérese qué sinceridad de ánima y cristiandad era menester en una española o español para que no le llevara la codicia de aquel dinero, pudiéndose aprovechar de él sin que nadie se lo pidiera. Finalmente, los ornamentos que particulares indios han dado a las iglesias, y cálices y otros aderezos, han sido muchos y muy buenos, tanto, que por no les quitar su devoción (por ser nuevos en la fe) se han recibido hartos con escrúpulo de los religiosos, que celando la pobreza de su estado no los quisieran recibir. Y yo quisiera ya concluir con este capítulo (por no ser más largo), y no puedo con mi conciencia dejar de contar una limosna de un pobre, pues he dicho otras de los que poseían algún caudal. En el pueblo de Topoyango, de la jurisdicción de Tlascala, un indio viejo ofreció al guardián (que era un gran siervo de Dios) un real de pan y un azumbre de vino. Y viendo el guardián al indio tan viejo y pobre en su traje, preguntóle de dónde había habido los reales para comprar aquel pan y vino, que según dijo le había costado siete reales. A lo cual respondió el viejo: «Padre, pues lo quieres saber, quiérotelo contar. Sabrás que mi mujer y yo, viendo que otros nuestros vecinos te hacían limosna (como es razón, pues estás trabajando con nosotros), y no teniendo que darte por nuestra pobreza, estábamos con mucha pena. Mas quiso Nuestro Señor consolarnos en ella, y fue de esta manera. Teníamos una perrilla, y hízose preñada, y nacidos y criados los cachorrillos, yo fui a venderlos a tierra caliente, y con lo que me dieron por ellos compré un poco de algodón que mi mujer hiló, y con ello tejió una manta que vendí en siete reales, con los cuales compré este pan y vino que te traje.» Contando esta historia aquel padre bendito, preguntaba si sería ésta tal limosna acepta a Dios. Y respondíase él mismo con lo que está escrito en las vidas de los santos padres del yermo, de un monje que iba por el agua media legua. El cual yendo un día imaginando de pasar su ermita cerca de do estaba el agua, oyó tras sí unos pasos. Y volviendo la cabeza para ver quién era, vio un ángel que le dijo: «Voy contando los pasos que das en venir tan lejos por el agua, para que cada paso se te pague, sin que uno se pierda.» Y así concluía este padre, que de estos dos indios, marido y mujer, los pasos y palabras y pensamientos que tuvieron para hacer aquella limosna, los ángeles con gran placer (sin falta) los escribían para que les fuesen galardonados. Y yo también concluyo mi capítulo con decir, que pues los indios son tan limosneros, deben de ser buenos cristianos, y no fingidos como los moriscos de Granada, a los cuales sus émulos y detractores los comparan.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

De la fe y devoción que los indios siempre han tenido a las cerimonias y cosas de la iglesia


Entre los viejos refranes de nuestra España (que infaliblemente suelen salir verdaderos), este es uno: que quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can; y quiere decir, que quien bien quiere a un hombre, y le es buen amigo, a todas sus cosas tiene afición y le parecen bien, y por ellas habla y vuelve cuando se ofrece y es menester. Y si esto es verdad, mucho mayor verdad será que quien bien quiere al can de Beltrán, por ser cosa suya, mucho mas querrá al mismo Beltrán. De donde se infiere que los que son amigos y devotos de las cosas que pertenecen al servicio de Dios y a su culto divino, lo serán también del mismo Dios, y lo querrán mucho y amarán. Y por el contrario, serán enemigos de Dios los que son enemigos de las cosas que pertenecen a su servicio y culto divino, como lo son los malvados herejes que destruyen las iglesias y lugares sagrados, y queman las imágines y figuras de Dios y de sus santos, y niegan el santo sacrificio de la misa y todos los demás sacramentos, y persiguen y matan como a enemigos capitales a los sacerdotes que los administran, y escarnecen y burlan de las bendiciones, consagraciones y cerimonias santas de que usa la Iglesia Católica. Todo lo cual (para confusión de estos apóstatas descendientes de católicos cristianos) proveyó Dios que los probrecillos indios (que poco ha eran idólatras y ahora nuevos en la fe que los otros dejaron) tengan en grandísima estimación, devoción y reverencia. Cosa maravillosa fue el fervor y diligencia con que los indios de esta Nueva España (después que les fue predicada la palabra de Dios) procuraron edificar en todos sus pueblos iglesias, acudiendo hasta las mujeres y niños a acarrear los materiales, y aventajándose los unos con invidia de los otros en hacerlas mayores y mejores, y adornándolas según su posible, como en los capítulos precedentes se ha visto. Y si les dejasen, cada uno querría tener una iglesia junto a su casa. Y ya que esto no pueden, tienen todos ellos sus oratorios a do rezan y se encomiendan a Dios. Y los que alcanzan caudal, parece que todo lo querrían emplear en cosas que causen memoria de Dios y de sus santos. Y así es cosa ordinaria remanecer de nuevo en cada convento de cuando en cuando imágines que mandan hacer de los misterios de nuestra redención o figuras de santos en quien más devoción tienen; unos para sus casas, donde les hacen sus capillitas o retretes en que se guarden con decencia; otros las ofrecen a las iglesias, y les hacen sus andas para que se lleven en las procesiones. Y de éstas apenas hay pueblo que tenga religiosos donde no haya cantidad de ellas. Y en acabando de hacer estas imágines, tráenlas a mostrar al guardián o prior del convento para que vea si están bien hechas y devotas, y se use de ellas con su aprobación. A los sacerdotes tienen los indios tanto respeto y reverencia como si ovieran oído de la boca del padre S. Francisco lo que acostumbraba decir: que si encontrase con un santo que bajase del cielo, y con un sacerdote, iría primero a besar la mano al sacerdote, y después haría su debida reverencia al santo. En especial cuando el sacerdote acaba de decir misa, todos los indios circunstantes procuran de llegar a besarle la mano. Y si estando tres o cuatro o más sacerdotes juntos, llegan a pedir o tratar algo, por muchos que sean los indios, bien pueden prestar paciencia los sacerdotes, que de uno en uno han de ir todos besándoles las manos. Aunque algunos de nosotros tenemos tan poca, que desechándolos con desgracia, les damos ocasión de perder su devoción. Mas con todo esto, a doquiera que sea y en cualquiera ocasión les es agradable la bendición de los sacerdotes. Y cuando se ofrece entrar en sus casas a confesar algún enfermo o administrar otro sacramento, les parece que con haber entrado allí el sacerdote, queda santificada su casa. Por las calles y caminos a doquiera que vaya el religioso, todas las mujeres salen con sus hijuelos en los brazos para que les eche la bendición. Y los niños mayorcillos que pueden andar, ellos mismos van a recibirla, y la piden de palabra, diciendo: «Bendíceme, amado padre.» Y aunque esto pone harta devoción al que ha de bendecir, mucho mayor la pone cuando a veces alguna india, estando diciendo misa, pone su niño de teta tendido en la peaña del altar a los pies del sacerdote, y lo deja allí hasta el fin de la misa. Y es cierto que con haber pasado esto ante mí hartas veces, nunca he visto llorar ni dar pesadumbre la tal criatura, sino estarse quedita, como si fuera un ángel que supiera el lugar do estaba. Con el agua bendita tienen grandísima fe y devoción; tanto, que es menester cerrar muy a menudo las pilas que están fuera de la iglesia, y aún no basta, sino que vienen a pedir la que se guarda dentro de casa, porque teniendo algún enfermo, se la han de llevar para que la beba, y el enfermo se la bebe de golpe con tanta confianza, como si fuese medicina curativa de toda enfermedad. Y no hay duda sino que en ella, y en todas las demás bendiciones, hallan el efecto y eficacia de sanidad, pues con tanto afecto las buscan y piden. En las vigilias de las Pascuas de Flores y del Espíritu Santo, cuando se bendice la pila del baptismo, es cosa de ver la gente que acude con sus jarros y vasos para llevar de aquella agua bendita, que no es posible repartirla por entonces, ni poner en ella el olio y crisma hasta la tarde, por la grande apretura en que se ponen unos a otros por haberla primero. Y por poca que se dé a cada uno, es menester tener allí apercibidas y llenas las hidrias de las bodas de Caná de Galilea, para reinchir muchas veces la pila. Las cuentas en que han de rezar, luego en comprándolas, las traen a algún sacerdote para que se las bendiga. Y los que pueden haber alguna cuenta bendita del Santo Padre, lo tienen a mucha dicha, aunque por más dichoso se tendría el que pudiese alcanzar algún tantito de Agnus Dei; pero esto por ser tan raro y preciado, por maravilla lo alcanza cual o cual indio. Entre ellos, parece no es cristiano el que no trae rosario y disciplina. Y esta les arma muy bien, porque no tienen tan delicadas carnes como otros para azotarse, ni mucha ropa que les embarace a desnudarse, y así han usado mucho el disciplinarse, y lo usan todavía en las cuaresmas desde el miércoles de la ceniza. Y en otro tiempo fue costumbre muy usada (mayormente en lo de Mechuacan y Jalisco, y también en otros pueblos en esto de México), hacer disciplina delante de la iglesia por todo el año. Y muchas veces había cuasi toda la noche azotes en el patio, que estando en la oración después de maitines los religiosos, oían azotarse los indios allá fuera, y alababan a Dios en ver su aprovechamiento. A los templos y a todas las cosas consagradas a Dios tienen mucha reverencia, y se precian los viejos, por muy principales que sean, de barrer las iglesias, guardando la costumbre de sus pasados en tiempo de su infidelidad, que en barrer los templos mostraban su devoción (aun los mismos señores), cuando ya no tenían fuerzas para seguir las guerras y pelear. En el pueblo de Toluca el primero señor que se baptizó (a quien el marqués del Valle puso su nombre, llamándolo D. Fernando Cortés, y que en su juventud había sido muy valiente y esforzado) acabó sus días continuando la iglesia y barriéndola, como si fuera un muchacho de la escuela. Cuando entendieron los indios qué cosa era excomunión, grandísimo temor concibieron de ella. Si acontecía algunos mozuelos reñir en el cimenterio (que entre indios ya hombres pienso nunca ha acaecido), luego venían de conformidad hechos amigos a pedir absolución, temiendo estar excomulgados. Finalmente, no hay cosa que pertenezca a la iglesia, ministerio y ceremonias de ella, en que los indios no se hayan mostrado muy devotos y más religiosos que otras naciones. De donde bien se puede colegir que en efecto son cristianos de veras y no de burla, como algunos piensan.




ArribaAbajoCapítulo XIX

De la solemnidad con que los indios celebran las Pascuas y fiestas principales, y de las procesiones ordinarias que hacen


Las Pascuas y fiestas de Nuestro Señor, de su Santa Madre y de las vocaciones principales de sus pueblos, celebran los indios con mucho regocijo y solemnidad, adornando para ello, cuanto a lo primero, sus iglesias muy graciosamente con los paramentos que pueden haber, y lo que les falta de tapicería suplen con muchos ramos, rosas y flores de diversos géneros, que las produce esta tierra en abundancia, muy diferentes de las de nuestra España; y de las traídas de allá hay rosas a do las plantan, y acaece coger algunas en cualquiera tiempo del año, como se cogieron en la semana que yo esto escribo, siendo por el mes de noviembre. Clavellinas hay tantas, que no sé si de alguna flor se hallará tanta copia en alguna parte del mundo. Y no es menester ponerlas en macetas, ni guardarlas del frío, porque los patios de las iglesias y los huertos están llenos de ellas, y nunca en el invierno se yelan, y así se hallan por todo el año. De trébol están llenos los campos, y la yerbabuena (que no la había) se ha multiplicado en gran manera. Estas yerbas olorosas, juntamente con espadañas y juncia, sirven para tender por el suelo, así de la iglesia como de los caminos por do ha de andar la procesión, y encima de las yerbas van sembrando flores. Estos caminos de la procesión tienen enramados de una parte y de otra, aunque a las veces anda un tiro de ballesta, y más. Hacen del camino tres calles, la de en medio más ancha, por do van las cruces, andas, y ministros de la iglesia, y el demás aparato de la procesión. Y por las calles de los lados, por la una van los hombres y por la otra las mujeres. Y éstas se dividen o con arbolillos hincados en el suelo, o con una arquería de arcos pequeños, de un estado o poco más de alto, cubiertos de ramas y flores de diversas maneras y colores. Procesiones ha habido del Sacramento en que se contaron más de mil arcos de estos, porque una vez que se pusieron en ello se contaron mil y sesenta, y las flores y rosas que por todo ello había se tasaron y juzgaron por los frailes y españoles seglares en dos mil cargas, que es cosa notable. De trecho a trecho hacen sus arcos triunfales, y en las cuatro esquinas que hace el circuitu o vuelta de la procesión levantan cuatro como capillas, muy entoldadas y adornadas de imágines y de verjas de flores con su altar en cada una, a do el sacerdote diga una oración, y después de dicha, por vía de descanso y entretenimiento, sale una danza de niños bien ataviados al son de algunas coplas devotas o motetes, que juntamente con los menestriles cantan los cantores. Otra capilla como éstas se hace a la salida del patio enfrente de la puerta de la iglesia, que es el primer paradero o descanso de la procesión, en la cual van otras danzas y bailes que causan regocijo, aunque no mezcladas, sino aparte, a do no quiten la devoción del canto y la decencia de las cruces y andas, que en los pueblos grandes son muchas, porque demás de las que tiene la cabecera, traen las de las aldeas o pueblos subjetos, a lo menos para las procesiones de Corpus Christi y de la fiesta del santo cuya vocación tiene la iglesia principal. Y entonces salen también los oficios, cada uno con su invención en sus carros. Y en algunas partes hay representaciones de pasos de la Escritura Sagrada, que todo ayuda para edificación del pueblo y aumento de solemnidad a la fiesta. En cuyo principio (que es a la hora de las primeras vísperas) se comienzan a levantar los espíritus con el ruido de la mucha música de trompetas y atabales, y campanas chicas y grandes y medianas, y chirimías y otros instrumentos que se tañen encima de las bóvedas o azoteas de la iglesia, levantadas en lo alto banderas y pendones de seda, que tremolando, dan contento a la vista, cercada por el almenaje o coronación la iglesia con pintura de letreros a manera de romanos labrados de flores de muchas colores. Las vísperas en los tales días siempre se cantan en canto de órgano, diferenciando los instrumentos musicales, con la solemnidad que se pueden cantar en una iglesia catedral. El sacerdote sale a comenzarlas muy acompañado de acólitos, todos indios pequeñitos, vestidos con hopas coloradas y sobrepelices, y otros con roquetes labrados a la morisca hasta en pies, y en las cabezas diademas o coronas labradas de pluma con sus penachos de plumas ricas como las de pavones, y los seis de ellos llevan muy buenos ciriales dorados. La gente está con mucha devoción puesta de rodillas, levantándose al fin de cada salmo para inclinarse al Gloria Patri, y desde que comienza la Magnificat hasta el fin de las vísperas, con velas encendidas de cera blanca en las manos. Acabadas las vísperas vuelven a repicar y tañer en las azoteas o terrados de la iglesia brevemente, regocijando la gente que sale de la iglesia, y lo mismo hacen más largo a las completas y al tiempo del Ave María. Acabados los maitines a las dos o a las tres de la mañana, ya están aparejados en el patio de la iglesia los que han de comenzar el baile a su modo antiguo, con cánticos aplicados a la misma fiesta, según se dijo en el capítulo treinta y uno del segundo libro, porque ésta era la principal ceremonia de sus festividades. En las muy solemnes comiénzanlo en la manera dicha, antes del alba, por denotar la gran solemnidad de la fiesta, y cuando tañen a prima suspenden el baile hasta que se acabe la misa mayor, y entonces es cuando comienza en las menos solemnes, y en todo el día no cesa, hasta que ya tarde lo van a concluir en el palacio de los señores o más principales. La misa se dice con el aparato posible, y acabada, se hace la procesión si la ha de haber. La noche de la Natividad del Señor suelen poner muchas lumbreras en los patios de las iglesias, y algunos en los terrados de sus casas, y como son muchas las casas y van en algunas partes extendidas por más de una legua, parece como un cielo estrellado. Los maitines de aquella noche y misa del gallo, por ninguna cosa los perderán. Y si aguardan a abrir la iglesia cuando ya ha llegado el golpe de la gente, corren peligro de ahogarse algunos con el ímpetu con que entran por tomar lugar, que como no pueden caber todos dentro en la iglesia, por grande que sea, quedan muchos fuera en el patio, y allí se están de rodillas como si estuviesen dentro de la iglesia, hasta que dichos los rnaitines, sale un sacerdote a decirles misa en la capilla del patio. En la iglesia tienen hecho para aquella noche y los días siguientes hasta el de los Reyes, un portal y pesebre que represente al de Bethlen, con el Niño Jesús, y su Madre, y S. José y los pastores. Y en algunas partes con tanta curiosidad, que tienen harto que ver los españoles, y a unos y a otros pone no pequeña devoción. La fiesta de los Reyes también la regocijan mucho, como propria suya, en que las primicias de las gentes o gentiles salieron a buscar y adorar al Señor y Salvador del mundo, y representan el auto del ofrecimiento. Y en otros días tales en que se hace memoria de semejantes pasos de nuestra redención, también los representan. En la fiesta de la Purificación o Candelaria, todos traen sus candelas a bendecir, y después que con ellas han andado la procesión, tienen en mucho lo que les sobra, y lo guardan para sus enfermedades, y para truenos y rayos y otras necesidades, y como no les bastan, siempre entre año piden candelas benditas, en especial para el tiempo de su muerte. El domingo de Ramos adornan con particular cuidado las capillas de fuera de la iglesia, a do se bendicen los ramos, porque goce todo el pueblo de aquel acto, y el lugar de la procesión muy aderezado. Y porque sería imposible repartir los ramos a tanta gente, cada uno trae de su casa ramos de los árboles que les parece o pueden haber; unos palmas traídas de tierras calientes; otros olivas (que ya las hay en muchas partes) o ramos de otros árboles, adornados con rosas, y de ellas hacen también cruces asentadas en los ramos, blancas y coloradas y de otros colores. Y como están todos en pie y apeñuscados al tiempo de la bendición, y todos con ramos levantados en las manos y enrosados, parece un gracioso jardín o floresta deleitosa el patio donde están. Yo puedo decir con verdad que la cosa más agradable a la vista que en mi vida he visto, fue ver en Tlascala en tiempos pasados dos patios que tiene la iglesia, uno alto y otro bajo, a do bajan por una real escalera de dos andenes, como la de Aracoeli de Roma, patios y escalera llenos de gente apeñuscada con sus ramos en las manos, en tal día como el domingo de Ramos, que parecía al valle de Josafat acabado el juicio y echados al infierno los dañados, y que los justos con victoria y triunfo estaban a punto para entrar en la gloria con el Juez Soberano. Pues ver cuando anda la procesión la priesa con que algunos indios principales van tendiendo por el suelo sus ricas mantas, que les sirven de capas, y mucho más las indias tienden sus cobijas blancas de lienzo, que les sirven de mantos, para que el sacerdote y sus ministros, que representan a Cristo y sus apóstoles, pasen por encima, y son tantas, que toda la procesión van sobre ellas. Y por otra parte ver encima de los árboles que están de trecho en trecho en la procesión, los niños cantando Benedictus qui venit in nomine Domini: hosanna in excelsis, ¿qué pecho cristiano habrá que deje de derretirse en lágrimas de devoción? Y como tras esto se sigue el cantar la pasión, represéntase bien al natural la diferencia tan grande que hubo del recibimiento que los judíos hicieron a Cristo nuestro Señor cuando entró tal día a la ciudad de Jerusalem, a la procesión con que el viernes siguiente lo llevaron a crucificar al monte Calvario. Los ramos de este día guárdanlos cada uno en su casa como cosa bendita, y dos o tres días antes del miércoles de la ceniza solíanlos traer a la puerta de la iglesia. Mas como bastan algunos pocos, los sacristanes los recogen ahora y hacen de ellos la ceniza, y el que no la recibe aquel día, le parece que no es del número de los hijos de la Iglesia. Y aun en algunas partes se vestían los hombres y mujeres aquel día de negro, por entrar como en vigilia de la pasión del Señor, y se abstenían de las proprias mujeres. Mas en estas costumbres buenas y santas de supererogación y consejo que cobraron al principio de su conversión, y aun en otras de obligación, mucho han perdido con la comunicación y mixtura de españoles y otros linajes de gentes. El jueves santo con los dos días siguientes acuden a los oficios divinos como en días principales. Y porque las procesiones de disciplina y de la mañana de la Resurrección que hacen los indios de México requieren particular capítulo, y de ellas se entenderá lo que usan en los demás pueblos, cada uno según su posible, concluyo éste con decir que para hacer el monumento no tienen que desvelarse los frailes, ni para qué buscar paños, ni tapices, ni otros atavíos, porque en cada pueblo de indios, los que lo gobiernan, alcaldes, regidores y principales, por sus proprias personas con la gente que es menester, tienen este cuidado, y lo componen y aderezan, que es para alabar a Dios, en que parece claro que no son como los moriscos de Granada, sino verdaderos cristianos.




ArribaAbajoCapítulo XX

De las procesiones que salen de la capilla de S. José en México, y de la majestad de esta capilla


En los capítulos precedentes queda tocado (aunque de paso) cómo el convento de S. Francisco de México tiene edificada en las espaldas de la iglesia, a la parte del norte, una solemne capilla, dedicada a la vocación del glorioso S. José, esposo de la sagrada Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, que tomándolo aquellos doce apostólicos varones, primeros predicadores del Evangelio en estas partes, por su especial patrón para la conversión de los indios, fue ocasión para que después de algunos años, por medio de los religiosos de la misma orden que lo procuraron, fue elegido el mismo santo por general patrón (como lo es) de toda esta Nueva España. Y por ser esta capilla la primera, y como seminario de la doctrina de los indios para toda la tierra, y situada en la cabeza del reino, todas las capillas que después se iban edificando en los otros pueblos, las intitulaban los indios al mismo santo. Y puesto que algunas hayan intitulado los religiosos a otros misterios y santos, no saben los indios llamar las capillas que tenemos en los patios, sino S. José, y así para decir allá en la capilla, dicen allá en S. José, aunque sea dedicada a otro santo o a otro misterio (que de santo por maravilla la hay, si no es de la bienaventurada Santa Ana, después que el Papa Gregorio XIII, de felice memoria, concedió que se rezase de ella a do oviese iglesia o capilla suya). Ésta de que al presente tratamos, de S. José de México, es insigne por su capacidad y grandeza y curioso edificio; tanto, que por no haber en México otra iglesia ni pieza tan capaz para caber mucha gente, se celebraron en ella con muy notable suntuosidad las obsequias del invictísimo Emperador Carlos V y de otros príncipes, y se han tenido autos de fe por la Santa Inquisición. Y por la misma razón, demás de haber habido siempre en aquel convento de S. Francisco famosísimos predicadores, es el púlpito más cursado de México. A esta capilla fueron siempre subjetos en lo espiritual de doctrina, predicación y administración de sacramentos, todos los barrios de los indios de la ciudad de México, con sus subjetos, hasta que de algunos años a esta parte se adjudicó un barrio llamado S. Pablo a los padres de la orden de S. Augustín, a título de hacer un colegio en que tienen estudio, y a su cargo los indios de aquel barrio. Y poco ha el virey, marqués de Villamanrique, dio otro barrio de S. Sebastián a los padres del Carmen, a contemplación de un su confesor que era comisario de ellos. Otros han pretendido, y por ventura todavía pretenden desmembrar más este cuerpo, y todo es mal para el cántaro, como la experiencia lo ha enseñado, desde que comenzaron a dividirse. Hay en esta capilla un vicario, que aunque es súbdito del guardián del convento, él es el cura de los indios con otros sacerdotes compañeros que le ayudan. Es la capilla de siete naves, y conforme a ellas tiene siete altares, todos al oriente; el mayor, a do suben por escalera en medio, y tres a cada lado. El uno de estos altares es del bienaventurado S. Diego, tan frecuentado (a lo que creo) de gente, como su santo cuerpo en Alcalá, porque ha obrado allí Dios por él algunos milagros, y entre ellos ha resucitado un muerto. Tiene muchos y muy ricos ornamentos de brocado y otras telas, cálices y otros vasos, y cruz riquísima de plata. Tiene muy buenas capillas de cantores y ministriles muy expertos, y campanas grandes y de repique, como en la iglesia mayor; esto por particular privilegio habido del Emperador y Rey D. Felipe, nuestros señores, por haber sido México cabeza de imperio y tener los indios mexicanos aquella capilla por su iglesia parroquial, adonde acuden en todas las necesidades de sus ánimas. Y así se celebran en ella los oficios divinos y las festividades como en una iglesia catedral. En el capítulo pasado quedó por decir el modo que se tiene en la ceremonia del mandato, y lo demás que se hace el Jueves Santo, antes de la procesión de los disciplinantes, que es de mucha devoción entre los indios. Y es en esta forma, que juntado el pueblo en la iglesia, salen a ella (como es costumbre) los frailes en procesión, la cruz delante y el diácono revestido, y acabado de cantar el Evangelio, tienen a punto doce pobres escogidos, los más lisiados y necesitados que se pueden hallar, ciegos, cojos o perláticos (porque entre los indios el sano no es tenido por pobre), y está ya allí el agua caliente, sembrada de rosas olorosas, y tres bacías puestas en el lugar a do se han de lavar, con tres toallas nuevas; y asentados los pobres, les van lavando los pies el guardián y otros dos sacerdotes que le ayudan. Y como se van levantando ya lavados, los indios principales que están diputados para ello, les van vistiendo a cada uno de los doce una ropa nueva de las que ellos usan, y los llevan a asentar a una mesa que está puesta y aparejada allí en la misma iglesia, con sus manteles y sus raciones para cada uno. El guardián, que está en lugar de Cristo nuestro Redentor en la cabecera, hace una breve plática, trayendo a la memoria el lavatorio y cena del Señor, que allí se representa, y el ejemplo que nos dejó de humildad y caridad. El gasto de esta ceremonia hacen los principales; más por otra parte, como los demás pobres son tantos, que en algunas partes se juntan más de ciento y no sé si doscientos, es cosa de ver la abundancia de comida que las indias (según su devoción) tienen tendida por el patio, de cosas guisadas en sus cazuelas o vasos que ellas usan, y pan y fruta, que los pobres todos quedan bien hartos aquel día, y aun ricos en alguna manera, porque después de haber comido se van a asentar, haciendo dos hileras, desde la puerta del patio hacia la puerta de la iglesia, de manera que todos los que han de venir aquella tarde a la iglesia (que es todo el pueblo) han de pasar entre ellos, y ninguno deja de darles limosna, y los más la dan a todos, particularmente las mujeres como más devotas, que cada una trae una haldada de mazorcas de maíz y va dando a cada uno la suya, y acabada la una hilera, luego vuelve por la otra. Otras traen (y los hombres también) un montón de cacao, que les sirve de moneda menuda, y es como almendras, y molidas se hace de ellas muy buena bebida usada. También muchos de los españoles, de estas almendras que llaman cacao van dando a cada pobre cada uno las que quiere, como quien en España da tantas o tantas blancas. Esto que he contado, pasa en todos los pueblos de indios, grandes y chicos, a do residen religiosos, que en los demás no sé lo que hay. Y porque me he detenido en este discurso, abreviaré lo de las procesiones que salen de la capilla de S. José, contando cómo salieron en este presente año de mil y quinientos y noventa y cinco. El Jueves Santo salió la procesión de la Veracruz con más de veinte mil indios, y más de tres mil penitentes, con doscientas y diez y nueve insignias de Cristos y insignias de su pasión. El viernes salieron en la procesión de la Soledad más de siete mil y setecientos disciplinantes, por cuenta, con insignias de la Soledad. La mañana de la Resurrección salió la procesión de S. José con doscientas y treinta andas de imágines de Nuestro Señor y Nuestra Señora y de otros santos, todas doradas y muy vistosas. Iban en ella todos los confrades de entrambas confrandías arriba dichas de la Veracruz y Soledad (que es gran número) con mucha orden y con velas de cera en sus manos, y demás de ellos por los lados gente innumerable de hombres y mujeres, que cuasi todos también llevan candelas de cera. Van ordenados por sus barrios, según la superioridad o inferioridad que unos a otros se reconocen, conforme a sus antiguas costumbres. La cera toda es blanca como un papel, y como ellos y ellas van también vestidos de blanco y muy limpios, y esto al amanecer o poco antes, es una de las vistosas y solennes procesiones de la cristiandad. Y así decía el Virey D. Martín Enríquez, que era una de las cosas más de ver que en su vida había visto. Hacen otras muchas procesiones solennes entre año, en especial dos, con el mismo aparato de todas las andas; la una el día de la Asunción de Nuestra Señora, a una iglesia que llaman Santa María la Redonda, barrio principal de los indios mexicanos, y la otra el día de S. Juan Baptista, a la iglesia de S. Juan de la Penitencia, donde hay convento de monjas de Santa Clara, y es también barrio principal de los indios de México. Y por esta misma forma hacen sus procesiones en todos los pueblos grandes de esta Nueva España, y en algunos va tanta o poco menos gente, y aparato de andas y Cristos que en la de la Veracruz, como es Xuchimilco y Tezcuco y otros semejantes. Y más gente irá en la de Tlaxcala; a lo menos en un tiempo solían ir quince o veinte mil disciplinantes.




ArribaAbajoCapítulo XXI

De algunas condiciones naturales que tienen los indios para ayuda de su cristiandad, y cómo de su parte son muy salvables, si son ayudados


Puédese afirmar por verdad infalible, que en el mundo no se ha descubierto nación o generación de gente más dispuesta y aparejada para salvar sus ánimas (siendo ayudados para ello), que los indios de esta Nueva España. De los del Perú y otros no hablo, porque no los he visto. Mas de estos puédolo decir, pues los he confesado, predicado y tratado cuarenta y tantos años. Y porque esta verdad parezca más clara, diré las condiciones y cualidades naturales que en ellos conocemos, muy favorables para hacer vida cristiana y para agradar a Dios, y por el consiguiente para alcanzar la gloria del cielo. La primera es ser gente pacífica y mansa (que ambas a dos cosas pone el Redentor del mundo entre las ocho bienaventuranzas, diciendo: «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra; «es a saber, de los vivientes: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios»), y tanto, que tratando de esta materia, refiere cierto venerable obispo de estas Indias en unos sus escritos, que habiendo estado entre ellos antes de obispo, no sé si quince o veinte años, no había visto reñir un indio con otro, sino solos dos mozos, que el uno al otro se iban dando con los cobdos sin hacerse mal. Y lo mismo pienso que podría yo firmar de tantos, y por ventura mas años, los primeros después que vine a esta tierra; empero ahora ya veo que han aprendido a reñir los mozuelos medio jugando, que no los grandes, sino cuando con el vino están fuera de sí, que entonces sin alguna ocasión se matan como bestias. La causa de su natural mansedumbre es falta de cólera y abundancia de flegma, y a esta causa padecen harto con nosotros los españoles, que como somos coléricos, querríamos que no fuese dicho, cuando fuese hecho lo que les mandamos y pedimos, lo cual hacen ellos tan poco a poco, que no nos pueden dar contento. También podría ser que ésta su mansedumbre fuese acquisita, procurada, y enseñada entre sí mismos, como a la verdad la enseñaban los padres a sus hijos, aun en el tiempo de su infidelidad. Y en los señores y gente principal no se podía notar mayor falta que verlos enojados. Si se les daba ocasión por sus inferiores, mandábanlos castigar, mas sin mostrar turbación en el rostro ni en otros meneos, sino con todo el sosiego y reportación del mundo. Y así de los sacerdotes y religiosos (después del vicio de la carne), no pueden ver en ellos cosa que más los escandalice, que reñir unos con otros, o verlos turbados cuando a ellos les riñen. Si el fraile que los tiene a cargo, sabida la culpa de un indio (aunque sea alcalde del pueblo o gobernador), lo llama aparte y se la reprende con amor y caridad, y le dice que para aplacar a Dios a quien tiene ofendido haga allí luego penitencia, se despojará con entera voluntad y se azotará él mismo o se dejará azotar de otro, y dará muchas gracias al fraile, diciendo que le ha hecho mucha merced. Mas si ve que le mueve enojo y está con alteración o turbación, o se le desvergonzará y irá a los ojos, o se irá a quejar de él o ya que más no pueda, lo tendrá en mala posesión, y dirá que es como los cristianos, por decir que es como un seglar. La segunda condición de los indios es simplicidad, por lo cual si no hay en los que con ellos tratan conciencia, son fáciles de engañar. ¿Qué mayor simplicidad, que cuando al principio los españoles llegaron en cualquier parte de Indias, pensar que eran dioses o hombres del cielo, aunque los veían con armas ofensivas y dañosas, y recebirlos como a ángeles, sin algún recelo? ¿Y pensar que el caballero y el caballo eran una misma cosa? ¿Y también que los frailes no eran como los otros hombres seglares, sino que por sí se nacían? ¿O que los frailes legos eran las madres que los parían? ¿Qué mayor sinceridad, que tener en más estima las contezuelas de vidrio que el oro? ¿Y en el tiempo de ahora, comúnmente (fuera de algunos pocos que han abierto los ojos) dejarse engañar a cada paso, comprando gato por liebre, zupia por vino, lo podrido por sano, sin hacer diferencia de lo malo que les dan a lo que habría de ser bueno? Y ésta es una de las ocasiones por do corren peligro las almas de los españoles en tierra de Indias, porque muchos no hacen conciencia de engañar a los indios, vendiéndoles por bueno lo que entre españoles que lo entienden no habría quien lo quisiese comprar. Verdad es que algunos de los indios o indias también saben entre sí usar este trato a manera de gitanos, renovando lo viejo para que parezca nuevo, y haciendo otros semejantes embustes; pero el común de los indios en esto y en todo lo demás son fáciles para ser engañados, por su sinceridad y buena confianza. La tercera cualidad es pobreza y contentamiento con ella, sin cobdicia de allegar ni atesorar, que es el mayor tesoro de los tesoros, mayormente para un cristiano, que si deveras ha de seguir a su capitán Jesucristo, no ha de hacer más caso de los tesoros y riquezas del mundo, que si fuesen un poco de estiércol, como lo hacía el apóstol S. Pablo, y se preciaba de ello, y se contentaba con la comida que bastase a sustentar su cuerpo, y vestido con que pudiese cubrir sus carnes. Esta doctrina ejercitaban, aún siendo infieles, los indios, como si se la oviera predicado y metido en las entrañas el mismo Hijo de Dios, que lo podía hacer. Y la ejercitan ahora la mayor parte del común, contentándose los más de ellos con su pan de maíz y el chile o pimienta que en España llaman de las Indias, con algunas yerbezuelas; pero si les dan carne o la alcanzan, de muy buena gana la comen, y en esto se conforman con lo que el mismo apóstol decía: «Sé abundar a veces teniendo lo sobrado, y sé padecer mengua y pasar con ella.» El vestido del indio plebeyo es una mantilla vieja hecha mil pedazos, que si el padre S. Francisco viviera hoy en el mundo y viera a estos indios, se avergonzara y confundiera, confesando que ya no era su hermana la pobreza, ni tenía que alabarse de ella. Pues entren en la casa del indio, y las alhajas que hallarán en la choza (como la de S. Hilarión) cubierta de humo, es una piedra de moler, y unas ollas viejas, y cántaros, y si tiene una estera rota por cama para descansar en ella, no es poco regalo, porque muchos no la tienen, sino el suelo duro. Y no se engañen los que piensan que los indios no usan de la pobreza, ni la conocen por virtud, sino a más no poder, porque un indio principal de Tlalmanalco dijo a cierto religioso, que los indios recebían grande ejemplo de ver a los frailes con hábitos remendados, porque sabían que los podían traer nuevos, y por amor de Nuestro Señor Jesucristo querían andar pobres. Indios hay también ricos, y que saben granjear y buscar lo que han menester, y pasan con regalo su vida; pero son muy pocos en comparación de los pobres. Y aún estos no amontonan dinero para guardar en sus arcas, ni se fatigan por el dote que han de dar a sus hijas, ni por el mayorazgo que han de hacer en sus herederos, sino que en allegando ciento o doscientos o más ducados, conforme al intento que tienen, hacen para la iglesia un frontal o una casulla, o un cáliz o una imagen de un santo, con andas o sin ellas, y por festejar la ofrenda que hacen a Dios, convidan a sus parientes y vecinos. Otros que no tienen tan buen espíritu, todo lo gastan en fiestas y en banquetes. Y por el contrario, algunas indias viejas andan zanqueando y recogiendo con harto trabajo lo que ganan, andando cargadas de mercado en mercado, y su comer y vestir es como el de los muy pobres, y lo que afanan es todo para ornato de la iglesia de Dios, como arriba se dijo de algunas en el capítulo diez y siete. Y en conclusión es esto cierto, que no crió Dios, ni tiene en el mundo gente más pobre y contenta con la pobreza, que son los indios, ni más quitada de cobdicia y avaricia que (según S. Pablo) es raíz de todos los males, ni más larga y liberal de lo poco que tienen. De humildad, hartos ejemplos se pueden colegir de lo que hasta aquí se ha dicho. ¿Qué mas humildad que ponerse un gran señor a barrer la iglesia? ¿Qué más que dejarse azotar como un muchacho? ¿Qué más desprecio de sí mismos, que coger la basura en la ropa que traen vestida (que es uso general de todos ellos), y arrojar el sombrero en el suelo cuando han de hablar a quien tienen algún respeto? De obediencia, no tiene que ver con la suya la de cuantos novicios hay en las religiones. No parece sino que con solos ellos hablaba el apóstol S. Pedro, cuando dijo: «Sed súbditos y subjetos a todo humana criatura,» pues que en solos ellos se verifica. Blancos y negros, chicos y grandes, altos y bajos, todos les mandan, y a todos obedecen. No saben decir de no a cuanto les mandan, sino que a todo responden, mayhui, que quiere decir hágase así. Y aunque algunas cosas no hagan porque no les cuadran, a lo menos el Mayo ha de correr por todos los meses y tiempos del año. La paciencia de los indios es increíble. Dijo el Hijo de Dios en su Evangelio: «Que ninguno puede servir a dos señores juntamente, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o sufrirá al uno y no hará caso del otro.» Y sin que falte esta verdad (como no puede faltar), vemos que sufre el indio a una mala visión de mandones sin saberse quejar, ni chistar, ni murmurar, llevándolo todo con igual voluntad como si fuese obligado a todo. Ya le manda el alcalde que vaya a trabajar a su labranza, y va a la labranza; aún no ha vuelto a su casa, cuando el gobernador le manda que le acarree agua a la suya. Cógelo luego el regidor y entrégalo a un español por una semana. Por otra parte lo busca el alguacil para que vaya al repartimiento. Tras esto se ofrece una fiesta de la iglesia, mándanle que vaya por ramos al monte, o a la laguna por juncia. Échale otra mano para que al pasajero le lleve su hato o carga. Otro le envía diez o veinte leguas por mensajero con cartas. Viene virey o arzobispo o otro personaje a la tierra, ha de ir a aderezar los caminos. Hácense fiestas o regocijos en México, fuérzanlo que vaya a hacer barreras, tablados y lo demás, y todo lo ha de hacer sin réplica. Y esto es nada en respecto de lo más, y es que los bueyes, cabras o ovejas que pasan o meten por sus sementeras, le comen lo que tenía sembrado y había de coger para todo el año. El pastor le lleva hurtado el hijo, el carretero la hija, el negro la mujer, el mulato le aporrea, y sobre esto le llega otro repartimiento de que vaya a servir a las minas, donde acaba la vida. Por momentos le riñen y aporrean sin ocasión, aperrean y maltratan, porque ellos no le entienden ni él los entiende, le apalean y azotan sin culpa, y él calla y no se excusa. Es cierto que considerados los continuos trabajos, daños y vejaciones que esta miserable gente de nosotros recibe, suelo maravillarme cómo no se van a las montañas y riscos con los Chichimecos, o por esa larga tierra que en centenares de leguas está descubierta. También se prueba la paciencia en la facilidad con que perdonan las injurias y ofensas. Ninguno de ellos habrá sido tan ofendido, que con mediana persuasión de un sacerdote deje de perdonar luego al que le ofendió. En la paciencia y conformidad con la voluntad de Dios con que mueren, quisiera alargarme un poco, por ser muy notable y ejemplar para los cristianos viejos, y no puedo por ir tan largo este capítulo. Basta decir que ninguno de ellos muere con la inquietud y pesadumbre que muchos de los nuestros, mostrando alguna impaciencia o que le pesa de morir, sino con muestras de contento de que se cumpla en ellos la voluntad de Dios. Y así lo responden de palabra al confesor o a otro que los quiere en aquel paso consolar, diciendo: «Padre, ¿ya no sabemos que hemos de morir? ¿Por ventura es perpetua nuestra morada en la tierra? ¿No hemos de ir este camino cuando nuestro Dios y Señor fuere servido? Aquí estoy: hágase su santa voluntad.» Y no solo a grandes, sino también a niños, me ha acaecido oír en aquel paso cosas que me dejaban admirado y enternecido de gozo, porque me parecía que los veía ir volando al cielo. Y la razón porque en este caso nos hacen ventaja, es por estar ellos más despegados de los bienes y cosas de la tierra, y tener en el corazón más impresa la memoria de la brevedad de la vida.




ArribaAbajoCapítulo XXII

De los beatos de Chocaman, y de otros indios que se han señalado en querer seguir la vida evangélica


Doctrina es del bienaventurado apóstol S. Pablo, escribiendo a los romanos (muy diferente de la que nosotros platicamos), que para con Dios y ante su divina presencia, no hay diferencia del judío al griego, ni del bárbaro al escita, ni del español al indio, porque él es Criador y Señor de todos, y tan rico y poderoso para el uno como para el otro, y obra en el uno así como en el otro, cuando lo llama y invoca su santo nombre. Y el mismo Señor nos lo dijo más breve: «Que el Espíritu Santo a do quiere y en quien quiere espira y inspira buenos deseos y santos propósitos.» Digo esto, porque con ser los indios tan bajos y despreciados cuanto algunos los quieren hacer, ha habido muchos de ellos que han mostrado muy deveras en sus obras el menosprecio del mundo, y deseo de seguir a Jesucristo con tanta eficacia y con tan buen espíritu, cuanto yo, pobre español y fraile menor, quisiera haber tenido en seguimiento de la vida evangélica que a Dios profesé. De estos muchos, traeré en consecuencia algunos, para que confusos de su ruin vida, comparada a la de estos, se vayan a la mano los que se precian de apocar y abatir y maldecir los indios. A un indio natural de la ciudad de Cholula, llamado Baltasar, comunicó nuestro Dios tan buen espíritu, que no se contentó con procurar de salvar su sola ánima, sino que anduvo allegando por los pueblos circunvecinos (como son Tepeaca, Tecali, Tecamachalco y Guatinchan) los indios que pudo atraer a su opinión y devoción, y habiendo buscado en todas las sierras que caen detrás del volcán y sierra nevada de Tecamachalco, lugar cómodo y aparejado para lo que pretendía, que era tener quietud para darse a Dios en recogimiento y vida solitaria sin ruido, los llevó a los que tenía persuadidos y lo quisieron seguir, con sus mujeres y hijos (los que los tenían) a un asiento cual deseaba, entre dos ríos que salen de la misma sierra nevada, el uno grande y el otro pequeño. El grande lleva una espantable barranca, que para bajar a ella desde el sitio que Baltasar escogió, no pueden sino por escaleras de madera. En este lugar hizo una población de hartos vecinos, a la cual puso por nombre Chocaman, que quiere decir lugar de lloro y penitencia, y púsolos en muy buenas costumbres, haciendo de común consentimiento ciertas ordenanzas y leyes de cómo habían de vivir, y lo que habían de rezar; y finalmente, el modo de cómo en todas las cosas se habían de haber, que si yo imaginara ahora cuarenta años que había de escrebir esto, lo oviera sabido todo y lo pusiera aquí por extenso. Sólo me acuerdo que dieron estos indios grande olor de buena fama, por donde los llamaron beatos, y que fue mucho su recogimiento y mortificación; tanto, que las mujeres por ninguna vía ni causa miraban a la cara a algún hombre. El padre Fr. Juan de Ribas, uno de los doce, fue muy aficionado a estos indios, y los iba a consolar y esforzar muchas veces, y con su calor se alentaron y sustentaron en el rigor de penitencia y santas costumbres que habían comenzado. Y aunque ellos pidieron en los capítulos algún religioso o un par de ellos, que los tuviesen debajo de su amparo y doctrina (porque con la mudanza del tiempo no desmayasen), no hubo efecto su petición, porque en aquella sazón había otros pueblos grandes que anhelaban por lo mismo, y no lo alcanzaban. De suerte, que entrando un padre clérigo por beneficiado de otros pueblos de aquella comarca, por cercanía los redujo a su cargo, habrá treinta años o poco menos, y a esta causa no sabemos en lo que han parado, y lo más cierto será, que habrán vuelto al modo común de los otros indios. Los frailes de nuestra orden hemos usado recebir por donados, o a manera de ellos, algunos indios que se aplican a vivir entre nosotros recogidos, sin quererse casar, sino servir en nuestros monesterios como los frailes legos, lo cual no he visto en las otras religiones. Estos donados son de solo nombre, porque no hacen voto, ni se obligan a cosa alguna, ni la orden a ellos, mas de que se les da una túnica parda con que andan vestidos, y ceñidos con un cordón, y si prueban bien, perseveran en el monesterio, y si no, vuélvense al siglo. Yo he favorecido lo que me ha sido posible a los que han venido con esta devoción y buenos deseos a nuestra compañía, no faltando otros que han sido de contrario parecer, porque (como en otras materias se ha tocado) nunca el de los hombres suele venir a conformar en una cosa por acertada que sea. Lo que a mí me ha movido y mueve, es parecerme terrible inhumanidad, y de que Dios pedirá estrecha cuenta, querer privar a toda una nación y gente innumerable, de todo recurso y ayuda para poder vivir religiosa y espiritualmente. Porque ya sabemos que fuera de las religiosas congregaciones y monesterios, quedándose los hombres en la conversación y tráfago del mundo, por muy buenos deseos que tengan, por maravilla podrían vivir conforme a lo que pide y requiere el espíritu. Y a esta causa los hombres del siglo vienen a pedir el hábito de las religiones. Pues si estos miserables indios están ya del todo despedidos de profesar en alguna de ellas (porque en ninguna se admiten ni aún para legos), ¿no les ha de quedar siquiera este pequeño recurso a los que Dios llamare para se recoger, que anden con una tuniquilla, como familiares de la orden, sirviendo a los frailes? Mayormente siendo tan sin perjuicio de la religión, que en haciendo cosa que no deba, no hay más dificultad que quitarle la túnica, y decirle que se vaya con Dios. El no consentirles túnica larga como hábito de fraile, ni manto, ni sombrero de fraile con que parezca fraile, muy bien me parece, y no dejarlos andar solos fuera del monesterio; pero en lo demás no sé en qué pueden tropezar ni hallar inconveniente. Añado otra vez, habiendo visto y experimentado el buen ejemplo que han dado, y provecho y servicio que han hecho los más de ellos, que cuando pidieren en esta forma vivir entre nosotros, no se les debe negar. Los padres antiguos, primeros evangelizadores en esta nueva Iglesia, comenzaron a recebir algunos indios en esta forma de hábito de donados, y se hallaron bien con ello. Entre otros que recibieron, fueron dos hermanos, naturales de la provincia de Michoacan, llamados el uno Sebastián y el otro Lucas, tan dignos de memoria como algunos frailes que en nuestra reputación son tenidos por santos, porque ellos fueron ejemplarísimos en su vida, muy abstinentes, penitentes, devotos, grandes predicadores en su lengua tarasca y en la mexicana. Y aún entiendo que supieron otras lenguas de los bárbaros Chichimecos, porque anduvieron entre ellos en compañía de religiosos, y entraron muchas leguas la tierra adentro entre los infieles, ofreciéndose a morir de muy buena gana en sus manos por amor de Jesucristo, y por el celo de la salvación de sus ánimas. Estos dos indios (aunque no eran profesos) fueron siempre tenidos en reputación y estimación de frailes, por su mucha virtud y méritos, y cuando murieron se les hicieron los oficios y sufragios como si fueran verdaderos frailes. En lo de Jalisco hubo también otro indio, natural de Tuchpa, llamado Juan, que había sido mercader, y gentil mozo, por lo cual le trataron muchos casamientos; mas él, teniendo propósito de guardar castidad, rogaba a Nuestro Señor que le diese gracia de servirle en continencia, y que si su Majestad fuese servido, le diese alguna enfermedad, por donde le dejasen en paz sus parientes y no tratasen de casarlo. Oyó el Señor sus oraciones, y dióle una enfermedad en la garganta, de la cual quedó muy feo, y así lo dejaron de importunar, y él se hizo donado nuestro. Y un religioso gran siervo de Dios (que lo tuvo por compañero estando ambos solos en una casa) nos certificó, que se hallaba avergonzado y confuso en ver los ejercicios de oración mental, y disciplinas y otras muchas buenas obras que aquel indio hacía. Otros donados hemos tenido, y tenemos al presente, muy buenos hijos, trabajadores y ejemplares, y entre ellos otro Juan como el pasado, que si todos los frailes fuésemos tan celosos de las cosas de la religión, y tan observantes de lo que prometimos, como él (aunque no lo prometió), resplandecería la orden de S. Francisco en el mundo más que el sol. Mas por ser vivo no se especifica quién es y dónde al presente está.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

De otros indios que han dado ejemplos de mucha edificación


Por no dejar otros buenos ejemplos que se me han ofrecido, y por no hacer muy largo el capítulo pasado, acordé hacer otro de esta materia, que placiendo a Dios será más breve, si la razón no me obligare a ser más largo. Un mancebo llamado D. Juan, señor principal y natural de un pueblo de la provincia de Michoacan, que en aquella lengua se llama Tarecuato (como criado en la escuela de los religiosos), supo muy bien leer. Leyendo la vida del glorioso padre S. Francisco, que en aquella su lengua estaba traducida, vino en él tanta devoción y compunción y tan ferviente espíritu, que muchas veces y con muchas lágrimas hizo voto de vivir en el hábito y vida que el padre S. Francisco instituyó. Y porque no se tuviese a liviandad su mudanza, perseverando en su propósito, dejó el hábito y ropa de señor que traía, y buscando sayal grosero, vistióse de él pobremente. Y luego a la hora hizo libres muchos esclavos que tenía, y predicóles y enseñóles la ley de Dios, y atrájolos cuanto pudo a la guarda de sus santos mandamientos, y rogóles que como buenos cristianos se amasen unos a otros. Díjoles también, que si él oviera tenido antes conocimiento de Dios y de sí mismo, que antes los oviera libertado, y que se dolía (siendo él pecador) de haberlos tenido por esclavos, siendo todos comprados y libertados por la sangre de Jesucristo. Y que de allí adelante supiesen que eran libres, y volviólos a amonestar con santas palabras, rogándoles que fuesen buenos cristianos. Entonces (el desnudo por seguir a Cristo desnudo) renunció también el señorío, y las joyas y muebles que tenía repartiólo todo con los pobres, y demandó muchas veces el hábito de la orden en Michoacan. Y como allí no se lo diesen, vínose a México, y en el convento de S. Francisco lo tornó a pedir, y como también allí se lo negasen, fuese con la misma demanda al santo Obispo Fr. Juan Zumárraga, dándole cuenta de lo que tenía prometido. El cual viendo su devoción y constante perseverancia, cobróle mucha afición, y si pudiera lo consolara. Empero ya sabía que los frailes no habían de venir en ello. De esta manera estuvo algún tiempo el bueno de D. Juan, perseverando con su capotillo de sayal, y dando siempre muy buen ejemplo, hasta que llegó la Cuaresma, y se volvió a Michoacan por oír en su lengua los sermones de aquel santo tiempo, y confesarse, como lo hizo. Y después de Pascua tornó a un capítulo que se celebró en México, perseverando en su demanda. Y al cabo de su mucha diligencia, lo que pudo alcanzar fue, que con el mismo hábito o trage que traía anduviese entre los frailes, y que si les pareciese tal su vida y perseverancia, entonces le darían el hábito de la probación. La bondad de vida y la perseverancia no faltó en el indio; mas después de haberlo largo tiempo consultado y remirado, los frailes acordaron de disimular con él y dilatarle el cumplimiento de la promesa, por no abrir la puerta para otros, y así en su hábito de donado acabó la vida. En Tlaxcala, un D. Diego de Paredes, señor de muchos vasallos, habiendo sido gobernador de aquella provincia, con consentimiento de su mujer, pidió al guardián de aquel convento le dejase estar en un rincón de aquella casa para encomendarse a Dios y hacer penitencia de sus culpas. Y con licencia del provincial le dieron una celdilla en lo alto de los terrados, donde estuvo por espacio de cuatro o cinco años sin tratar con gentes, ni bajar, sino solamente a oír misa por una ventanilla que está en un rincón del tránsito por donde bajan a la sacristía, de do se ve el altar mayor. Hasta que al cabo de este tiempo, la mujer, por verse sola (que no tenían hijos), y hallándose embarazada con el cuidado de sus haciendas, pidió (como por justicia) que se lo diesen, y así hubo de volver a su casa contra su voluntad. Mucho antes de esto (porque era en el año de treinta y seis), de la misma Tlaxcala salieron dos mancebos criados y doctrinados en el monesterio, habiendo primero confesado y comulgado, y sin despedirse ni decir cosa alguna a sus deudos, se fueron más de cincuenta leguas de allí, a do por ventura entendieron que había más falta del conocimiento de Dios por no haber allí religiosos de asiento, con celo de predicar la doctrina de su santa fe católica. Y después de haber hecho fructo con su ejemplo y palabra, y padecido harto trabajo y mengua de mantenimiento por amor de Cristo, volvieron a su tierra, de que todo el pueblo recibió mucha edificación, y particular contento los religiosos. Un indio, Miguel, natural de Cuatitlan, salió muy buen latino, y leía la gramática en el colegio de Tlatelulco. Éste era muy buen cristiano, y amonestaba a sus discípulos el menosprecio del mundo. Cayó enfermo en la gran pestilencia, de que murió el año de cuarenta y cinco. Y estando ya al cabo de la vida, fuelo a visitar y consolar el padre Fr. Francisco de Bustamante, y entre otras cosas díjole en latín que se doliese mucho de sus pecados. El indio le respondió también en latín, y con gran sentimiento, diciéndole: «Oh padre, por eso tengo yo gran dolor, porque no puedo tener tan grande arrepentimiento de ellos como yo quisiera.» Bendito tal dolor y tal aparejo, que no lo pide Dios mayor ni mejor para usar de misericordia con el pecador, cuanto más con quien tan pocos pecados tenía como aquel pobrecillo en la vida y rico en la muerte. Cerca de las cosas arriba dichas, podríame arguir alguno, preguntar y decir: «Venid acá, hermano; vos decís que los indios comúnmente tienen muchas condiciones y inclinaciones naturales muy apropriadas para ayudarlos a ser buenos cristianos, y habéis traído ejemplos particulares de indios a quien Dios comunicó su espíritu, que tuvieron deseo de servirle, renunciando el mundo y siguiendo la vida evangélica. ¿Pues qué es la causa porque a estos tales no se les dará el hábito de la religión, no solamente para legos, más aún para sacerdotes, como en la primitiva Iglesia se elegían los gentiles y judíos nuevamente convertidos a la fe para sacerdotes y obispos? Antes parece sería esto de más provecho para la conversión y buena cristiandad de toda su nación, por saber ellos mejor sus lenguas para les predicar y ministrar en ellas más propria y perfectamente. Y porque el pueblo tomaría y recebiría la doctrina de boca de sus naturales con más voluntad que de los extraños.» A esto bastaba responder brevemente, confesando que así pasó en la primitiva Iglesia, y que entonces así convenía, porque Dios obraba con milagros en aquellos recién convertidos, y así eran santos, y se ofrecían luego al martirio por la confesión del nombre de Jesucristo. Mas en estos tiempos, la Iglesia, alumbrada por el Espíritu Santo y enseñada con la experiencia de los muchos reveses que se han visto en los nuevos cristianos, tiene ordenado, por determinación de los Sumos Pontífices Vicarios de Cristo, que no se admitan a la profesión de las religiones los descendientes de cualesquiera infieles en el cuarto grado, y esto mismo particularmente tiene ordenado nuestra religión en sus estatutos. Pero aún más quiero yo añadir, y es, que puesto caso no se presumiese en alguna manera de los indios que habían de volver al vómito de los ritos y ceremonias de su gentilidad (que es por donde la Iglesia se mueve a privarlos de este beneficio), hay en ellos más causa que en otros descendientes de infieles para no los admitir a la dignidad del sacerdocio ni a la de la religión, aunque fuese para legos, y ésta es un natural extraño que tienen por la mayor parte los indios, diferente del de otras naciones (aunque no sé si participan de él algunos de los griegos), que no son buenos para mandar ni regir, sino para ser mandados y regidos. Porque cuanto tienen de humildad y subjeción en este estado (como lo habemos pintado), tanto más se engreirían y desvanecerían si se viesen en lugar alto. Y así quiero decir, que no son para maestros sino para discípulos, ni para prelados sino para súbditos, y para esto los mejores del mundo. Es tan buena su masa para este propósito, que yo, pobrecillo inútil y bien para poco, con solo el favor del rey, y teniendo las espaldas seguras, como ahora las tenemos para no se poder ellos desmandar, me obligara con poca ayuda de compañeros de tener una provincia de cincuenta mil indios tan puesta y ordenada en buena cristiandad, que no dijeran sino que toda ella era un monesterio. Y que fuera a la manera de aquella isla, que algunos dicen encantada, y los antiguos llamaron Anthilia, que cae no muy lejos de la isla de la Madera, y que en nuestros tiempos la han visto algo lejos, y en llegando cerca de ella se desaparece, donde teniendo gran abundancia de todas las cosas temporales, se ocupan lo más del tiempo en hacer procesiones y alabar a Dios con himnos y cánticos espirituales. Dicen hay en ella siete ciudades, y en cada una de la seis un obispo y en la más principal un arzobispo. Y lo bueno es que al autor del libro de los reyes godos, que refiere lo que otros han dicho de esta isla, le parece sería cosa acertada que los Reyes de España, nuestros señores, suplicasen al Sumo Pontífice mandase hacer ayunos y plegarias por toda la cristiandad, para que nuestro Señor Dios fuese servido de descubrir esta isla y ponerla debajo de la obediencia y gremio de la Iglesia Católica. Igual fuera pedir a Nuestro Señor que a todos los indios los pusiera encubiertos, repartidos por islas de aquella misma forma y concierto, pues ellos vivieran quietos y pacíficos en servicio de Dios, como en paraíso terrenal, y al cabo de la vida se fueran al cielo, y se evitaran las ocasiones por donde muchos de los nuestros por su causa se van al infierno. Porque si en aquella isla se vive (según se presupone) cristianísimamente, claro está que los moradores de ella viven debajo de la obediencia y gremio de la Iglesia Católica, cuya principal cabeza (que es ese mismo Dios) tienen por Papa y Sumo Pontífice, y que poseen la suma felicidad que se puede desear en la tierra. Pues con esto concluyo lo propuesto, que los indios no son para prelados ni maestros, sino para siempre súbditos y discípulos, y para esto, en general, ningunos como ellos. Oído he decir de pocos días acá, que no falta quien se ofrezca a sacarlos idóneos y suficientes para el sacerdocio, y quien a esto se ofrece, a harto más se obliga que yo en lo que arriba dije, porque lo tengo por obra de sólo Dios (que los puede trocar y hacer de otro natural) y no de hombres. Y pluguiese a su divina bondad, que esto fuese posible y lo mereciésemos ver. Mas miren lo que hacen los que en esto se pusieren, porque aquellos primeros pilares que el Señor fue servido poner por fundamento de éste su edificio, aunque no presumieron de tanto saber como los modernos, tuvieron el espíritu del Señor, y él los guió y enseñó en el modo que habían de tener para esta conversión. A algunos de los indios criados y doctrinados de su mano, y al parecer bien inclinados, dieron el hábito de la orden para probarlos, y luego en el año del noviciado conocieron claramente que no era para ellos, y así los despidieron, y hicieron estatuto que no se recibiesen. Un gran letrado extranjero de los Reinos de España que pasó a estas partes, confiado de su saber, presumió afirmar que esta nueva Iglesia indiana iba errada por no tener ministros naturales de los convertidos, como la Iglesia primitiva; teniendo esta opinión, que a los indios se debían dar órdenes sacras y hacerlos ministros de la Iglesia. Y el doctísimo y religiosísimo padre Fr. Juan de Gaona lo convenció de su error en pública disputa, y lo obligó a que hiciese penitencia. Y ésta su apología que puso en escripto, está en pie hoy día entre nosotros. Mucho más me he alargado de lo que pensé; mas no está en mano del hombre atajar el espíritu. Concluyo con esto: que en los indios hallamos lo que en todas las demás naciones del mundo, que entre ellos hay de malos y buenos.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

De algunas visiones y revelaciones con que nuestro Señor Dios se ha querido comunicar a los indios


Es tan agradable a los ojos de nuestro Señor Dios la simplicidad del corazón humano, que (según lo dice el Espíritu Santo por boca del sabio) sus pláticas y razonamientos son con los simples, y con ellos se comunica y conversa. Esto mesmo hallamos bien probado por ejemplos de la Sagrada Escritura, así en la edad inocente de los niños, en lo que se dice en el primero libro de los Reyes, que la plática y conversación de Dios con el niño Samuel era preciosa, y lo que leemos en el Evangelio, que el Hijo de Dios se regocijaba con los niños, y los abrazaba por su simplicidad, como también en los hombres de edad, pues del santo Job, tan amigo de Dios, alabándolo el mesmo Señor de que no había su semejante en la tierra, y singularizando las calidades y razones de su bondad y mejoría, pone por la primera que era simple. Y en tanta manera pide esta simplicidad santa a los suyos, que les dice, que si no se convirtieren y volvieren en aquella simplicidad y sinceridad que tienen los niños, no entrarán en el reino de los cielos. Entre otras condiciones o cualidades naturales que arriba dijimos se hallaban en los indios, era esta simplicidad o falta de malicia, por do eran fáciles para ser engañados, a lo menos antes que nosotros los sacásemos de ella. Empero, dando más quilates a esta natural simplicidad, y poniéndola en el grado y valor en que el Redentor del mundo la pide, digo que hemos hallado muchos indios y indias, en especial viejos y viejas, y más de ellas que de ellos, de tanta simplicidad y pureza de alma, que no saben pecar; tanto, que los confesores con algunos de ellos se hallan más embarazados que con otros grandes pecadores, buscando alguna materia de pecado por donde les puedan dar el beneficio de la absolución. Y esto no por torpeza o ignorancia, porque dan muy buena cuenta de la ley de Dios, y responden a todas las menudencias de que son preguntados, sino que ayudado su simple y buen natural de la gracia, ni saben murmurar, ni quejarse de nadie, ni reñir aún a los muchachos traviesos, ni perder un punto de la obligación que la Iglesia les tiene impuesta. Y en este caso no hablo de oídas, sino de lo que tengo sabido por experiencia. Tales o semejantes a estos deben de ser aquellos indios a quien Dios ha querido revelar algunas visiones provechosas para sí mesmos o para otros sus prójimos, las cuales en tiempos pasados fueron muchas, según lo dejó testificado el siervo de Dios Fr. Toribio Motolinia en un su tratado de Moribus Indorum, como es ver al tiempo del alzar la hostia consagrada un niño resplandeciente, y ver también a nuestro Redentor crucificado con grandísimo resplandor, y ser visto en la misa sobre el Santísimo Sacramento un globo como llamas de fuego, y sobre el predicador, estándoles predicando, encima de su cabeza una muy hermosa corona que parecía de oro, y otras cosas semejantes a éstas. Y entre las demás, cuenta de cierta persona que tenía por costumbre venir muy de mañana a la iglesia los domingos y fiestas, y como hallaba la puerta cerrada, rezaba por la parte de fuera, y alzando los ojos al cielo por dos veces, vio que se abría, y en aquella abertura le parecía que por la parte de dentro había cosas de grandísima hermosura. En esta persona tal, bien se verifica aquello de la sabiduría: «Los que velando y madrugando de mañana me buscaren, hallarme han,» pues que viniendo de madrugada a buscar a Dios en su casa, por estar la puerta cerrada, hallaba el cielo abierto. En Tlaxcala, confesándose un indio con el padre Fr. Alonso de Ordoz, varón de mucha santidad, le dijo que estando un día oyendo misa con poca fe, sintió en su espíritu una nueva alteración, y mirando hacia el altar, estando el sacerdote consumiendo el Santísimo Sacramento, vio que salía de él una grandísima claridad, lo cual fue causa de afirmar su fe en que antes estaba tibio. En el pueblo llamado Tula, siendo guardián el venerable Fr. Melchior de Benavente, confesándose con él un indio de mucha razón dos días antes que muriese, le dijo que le descubría una cosa, la cual nunca había dicho a nadie, y era que un día de la Ascensión del Señor, celebrando misa cierto religioso, al tiempo que quería alzar el Santísimo Sacramento, vio el dicho indio con sus proprios ojos, que le trajeron al sacerdote un niño con unos pañales más blancos que la nieve, y se lo pusieron en las manos cuando alzó, y acabando de alzar lo volvieron a llevar por donde lo habían traído, que a su parecer era de hacia la sacristía, y súbitamente desapareció. Y cuando el indio vio esto al tiempo de alzar, dijo que se halló muy compungido y contrito, y clamó a Dios diciendo: «Señor, apiadaos de mí, que con vuestro favor nunca más os ofenderé.» Siendo yo indigno guardián de la ciudad de Xuchimilco, el año de setenta y cinco, la Vigilia de Pascua de Navidad vino a mí una india muy congojada y llorosa, y preguntándole yo qué había y sentía, me respondió, que por amor de Dios la confesase y remediase su alma que estaba puesta en grande tribulación. Y pareciéndome que la había visto confesar el día antes para comulgar con otras muchas personas que aquel día habían recebido el Santísimo Sacramento, preguntéle a tiento: «¿Pues cómo, no comulgaste ahora con esotros?» Respondióme: «Padre, verdad es que me confesé y había de comulgar; mas no comulgué porque no estaba aparejada, y anoche me aconteció una cosa espantosa, que tiene mi ánima atribulada hasta confesarme otra vez.» Oíla por saber lo que era: contóme que la noche antes, después de haber tañido al Ave María, entrando en su aposento algo de priesa para tomar cierta ropilla que estaba sobre una caja, no acordándose que estaba sobre la misma caja también un crucifijo, como hacía escuro dio con él en el suelo, y hízose algunos pedazos, y parecióle en aquel instante que tembló reciamente todo aquel aposento, y pensó que se abría la tierra para tragalla, porque juntamente oyó una voz que le dijo: «¡Oh desventurada de ti! ¿y es verdad que me has de recebir mañana, no habiendo confesado enteramente todos tus pecados?» Y que como esto oyó y vio, quedó tan espantada que no podía volver en sí. Yo la consolé y esforcé cuanto pude, y díjele que se aparejase y confesase todos sus pecados desde su niñez. Vino otro día, que era el primero de Pascua, a que la confesase, y no pude. Y es verdad que de día en día se pasó todo el ochavario de Pascua, que con las muchas ocupaciones no hallaba tiempo para ponerme a confesarla, y la pobre india ningun dia faltó de venir y aguardar allí mañana y tarde, que fue harta probación de la fe que traía, y del temor de lo pasado, hasta que en fin se confesó enteramente. Y cierto ella era muy buena cristiana, que desde su niñez frecuentaba la iglesia, oyendo siempre misa y los oficios divinos. En el año siguiente de setenta y seis, corriendo por todas partes una general pestilencia, de que murió mucha gente en casi todos los pueblos de esta Nueva España, un viernes, doce de octubre, andando por la laguna dulce, en términos de la mesma ciudad de Xuchimilco, un indio viejo, llamado Miguel de S. Gerónimo, natural de Azcapuzalco, aunque vecino de muchos años en el pueblo de Xuchimilco, y que tenía cargo de recoger en la iglesia para la doctrina los mozuelos de su barrio; andando (como digo) éste en su canoa o barquillo en el medio del día, le apareció una mujer en figura y hábito de india, muy bien aderezada y de buen parecer, la cual estando en pie en la ribera, se puso a hablar con él familiarmente, y él parado en su barquillo hasta tres o cuatro pasos de ella. Y le trató cosas secretas que tocaban a su persona, y le consoló en ellas. Y después de estas pláticas, le mandó que fuese al guardián de aquel monesterio y le dijese que amonestase al pueblo, que se enmendasen los pecadores y viciosos (especialmente en el vicio de la carne) y hiciesen penitencia para amansar la ira del Señor, que estaba ofendido, porque el pueblo no pereciese con la enfermedad que andaba. Y dicho esto, dice que se le desapareció la dicha mujer, haciéndose un remolino en el aire y en el agua. El indio quedó como espantado, y otro día sábado me lo fue a decir. Y amonestándole yo que mirase lo que decía, y no me mintiese, porque lo castigaría Dios gravísimamente, siempre se afirmaba en ello. Y no contento yo con esto, pasados ocho días después lo envié a llamar para ver si había sido fantasía, sueño o invención suya, riñéndole y diciéndole que porqué me había venido con aquella mentira, volvió a confirmarse en ello, derramando muchas lágrimas de sus ojos, por donde sin alguna duda le creí y me persuadí, que la que le apareció sería la Madre de piedad y misericordia, que por aquella vía quería favorecer aquel pueblo, o algún ángel, y que apareció en figura de india por no espantar aquel pobre viejo en otra figura. Y así hice la amonestación que se me mandó a la gente de aquella ciudad, que por ventura fue de algún provecho.




ArribaAbajoCapítulo XXV

De otras revelaciones hechas a algunas indezuelas indias y mozas de poca edad


Dije en el capítulo pasado, que hallamos santa simplicidad y pureza en muchos de los indios, mayormente en viejos y viejas, y de esto es la causa porque en la cansada vejez vuelven los hombres cuasi al estado de la niñez, en la cual más propria y naturalmente se halla la simplicidad y falta de malicia por el poco conocimiento que los niños tienen y poca experiencia de las cosas del mundo. Y así los niños en su tierna edad son comúnmente a todos amables, y más lo deben de ser a Dios, pues estando el Salvador del mundo en carne mortal, los abrazaba y regalaba, y mostraba particular contento en verlos. Y según esto, no es maravilla que se regale y comunique con ellos, como yo verdaderamente lo he hallado en veces en criaturas hijos de indios, estando en el artículo de la muerte, oyéndoles cosas de tanto sentimiento, que no eran para aquella edad. Mas porque éstas no las tengo en la memoria para referirlas con certidumbre, contaré solamente algunas que supe de otros, y las puse puse por escripto. Morando yo en el monesterio o ermitorio de Santa Ana, una legua de Tlaxcala, el año de mil y quinientos y ochenta y ocho, el domingo de Pascua de Espíritu Santo, que cayó a cinco de junio, acabando de cantar la misa mayor me envió a llamar una india vieja, llamada María, de hasta setenta años o poco menos de edad, y de ellos los cuarenta había hecho vida con su marido, y había catorce que estaba viuda, y a la manera de otra Ana profetisa, frecuentaba el templo del Señor. Ésta, como admirada de las misteriosas obras de Dios y de sus secretísimos juicios, me contó con gran sentimiento cosas maravillosas que diez días antes de aquella Pascua una niña de nueve años había dicho, estando para morir, así a ella como a un mozo que vivía en su casa, llamado Simeón. Dice que la dicha niña, llamada Francisca, se crió en su casa desde edad de año y medio (porque en aquella edad eran ya muertos sus padres), y que era de muy buena inclinación, avisada, y obediente a lo que le mandaban, y que cayó enferma mes y medio antes que muriese, y que se había confesado conmigo, y que estando ya al cabo de su enfermedad en solos los huesos, el viernes de la Ascensión del Señor, antes de la media noche, dijo a esta María, que la tenía por madre: «Madre mía, no tengas pena por mí, ni llores, que la voluntad de mi Dios y mi Señor es que yo acabe ya esta vida mortal y vaya para él. Y sábete que luego perderé la habla, y mañana no hablaré hasta la hora de mi muerte. Y consuélate, que Dios te pagará la caridad y la crianza que en mí has hecho. Y lo que conmigo has trabajado, yo de mi parte te lo agradezco.» Y otras palabras le dijo semejantes a éstas, y de allí a poco perdió la habla, como lo había dicho, y estuvo como muerta todo el sábado. Y en la noche, al tiempo que se tañe la campana para rezar por las ánimas, volvió en sí y comenzó a hablar con un indio mozo que esta dicha María tenía en su casa, el cual era vicioso en el beber y emborracharse, y a la sazón dormía, y dándole voces, le decía: «Levántate, Simeón, ¿qué haces? ¿porqué duermes tanto? Despierta, y oye lo que te quiero decir, que soy mandada.» Y como él todavía se estuviese quedo, decía la niña a esta María, que la estaba velando con una candela en la mano: «Madre, señora, despierta a ese mozo y haz que se levante,» y como el mozo se levantase, le dijo: «Mira lo que te digo, Simeón, de parte de Dios. Ya has sido muchas veces avisado y reprendido de nuestra madre y de su hermano Francisco, que dejes la borrachera que destruye tu ánima y te ha de llevar al infierno si no la dejas. Ahora te digo yo lo mesmo de parte de Dios, que te enmiendes de aquí adelante, y si no, verás el castigo que ha de hacer en ti.» Y sobre esto le dijo algunas palabras sentidas, como por vía de ruego, amonestándole que se enmendase en lo de adelante. Y después de esto habló con la dicha María, y le contó cierta visión que había visto de una grande y general borrachera de la gente de aquel pueblo, de que Dios era muy ofendido y estaba indignado. Y le rogó que en su nombre y de parte de Dios dijese a fulano y fulano, y a otro tercero y a su mujer, personas señaladas en el pueblo, que se enmendasen cerca de este vicio, y lo dejasen del todo, si no, que serían gravísimamente castigados de Dios. Y que a mí me dijese que de mi parte hiciese todo lo que pudiese para estorbar y remediar aquel vicio, aunque ya para con Dios estaba yo excusado de culpa en este caso, porque se lo había predicado muchas veces, y ellos no se querían enmendar; mas que con todo eso no cesase, y dicho esto, desde a poco dio su alma al que la crió. Díjome más la dicha María con mucho sentimiento, que estaba admirada y temerosa de los juicios de Dios, t cómo por medio de criaturas inocentes avisaba a los pecadores para que se convirtiesen. Y contóme cómo había pasado otro tanto como esto catorce años antes en una gran pestilencia que hubo por toda esta tierra: que otra niña de la mesma edad de nueve años, llamada Ana, hija de un su hermano llamado Francisco Cozal, cayó enferma, y su marido de esta María juntamente, luego que comenzó la pestilencia, antes que otros enfermasen. Y que aquella niña Ana dijo cosas maravillosas, que después acaecieron como ella las dijo. Y entre ellas declaró el día de su muerte, y dijo que ya comenzaba la fin del mundo, lo cual bien se podía entender del acabamiento de los indios, porque desde entonces siempre tienen pestilencia, poca o mucha, en unas partes o en otras. Y sin ellas, basta el repartimiento que de ellos se hace para el servicio de por fuerza. Dijo también aquella niña cómo moriría de aquella enfermedad el marido de esta vieja María. Y a su padre Francisco Cozal le hizo una plática muy sabia y cristiana, aconsejándole y rogándole dejase el vicio de la borrachera, porque era muy dado a él. Y que mirase que le quedaban doce horas de vida, y que en ellas procurase de restaurar lo hasta allí perdido. Y que el dicho Francisco dio crédito a su hija y se enmendó, y vivió después doce años justos, que la niña llamaba doce horas, y a cabo de ellos murió. Otras cosas me contó de estas dos niñas, que me dejaron con harta razón muy admirado, y le dí entero crédito como si las dijera un ángel del cielo, por ser mujer de la edad que dije y de muy buena y concertada vida, y muy devota, y aunque no lo fuera tanto, me pareció era imposible que ella ni otra persona las pudiera fingir, por el estilo y manera con que me las contó. Bendito sea tan buen Dios, que aún a las niñas indecitas hace profetisas y predicadoras para convertir a los pecadores. De otras dos hermanas (aunque mayorcillas) diré lo que pasó con ellas al varón santo Fr. Alonso de Escalona. Estaba este padre un día por la mañana confesando enfermos en la capilla de S. José (que es la parroquia principal de los indios, pegada al convento de S. Francisco de México) y llegaron a él estas dos indecitas, hermanas, que (si no me engaño) se llamaban Isabel y Inés, y la mayor de ellas dijo al padre Fr. Alonso que la confesase. Él, viéndola sin muestra de enfermedad, y conociéndola por lo mucho que frecuentaba la iglesia, le dijo, que poco había que se había confesado, que lo dejase para otro día porque entonces estaba bien ocupado. Ella replicó, que aguardaría allí hasta que oviese confesado los enfermos. En acabando, llegóse ella a sus pies para confesarse, y el bendito padre se excusaba por quedar algo cansado, diciéndole que otro día se confesaría. A lo cual la indecita le dijo: «Por amor de Dios, padre nuestro, que me confieses, porque hoy en este día me tengo de morir, que así me lo ha dicho el ángel que me guarda.» El padre, aunque le pareció mucha novedad aquella, cobró un temor interior y confesóla, porque de su parte no oviese alguna culpa si aquello sucediese, y también la comulgó. Cumplióse lo que la mozuela había dicho, que luego aquel día murió, y trayéndola a enterrar sus parientes, dijeron al Fr. Alonso: «Aquí traemos, padre, a tu hija, que confesaste y comulgaste esta mañana,» de que el buen viejo quedó espantado, y más quedó después, porque aquella misma tarde vino a él la hermana menor y le pidió que la confesase, porque su hermana le había dicho que otro día siguiente había de morir. Y así fue que murió, y puso esto en grande admiración al dicho padre y al continuo administrador de aquella capilla, Fr. Pedro de Gante, que después lo contaban, alabando a Dios en sus grandes misericordias. Enterraron a ambas hermanas en la peaña de un altar que está junto al que de nuevo se dedicó al glorioso S. Diego. Y refiriendo esto un siervo de Dios antiguo, delante del religioso que ahora tiene cargo de aquella capilla, los días pasados hizo cavar en aquel lugar do las enterraron, y no se halló rastro de ellas, que como eran tiernas y habían pasado muchos años después de su muerte, debiéronse de consumir del todo los huesezuelos. Como quiera que sea, ellas fueron dichosas hermanas, y dieron claro testimonio del mucho caso que Nuestro Señor hace de sus sinceras y limpias criaturas, por mucho que sean despreciadas y tenidas en poco de los hombres. Acabando de escrebir este capítulo, víspera de la fiesta del santo doctor S. Juan Crisóstomo, fuimos a los maitines, y en las lecciones advertí, cómo a la menor de las dos hermanas referidas acaeció lo mismo que a este glorioso santo, al cual apareció S. Basilico mártir y le dijo: «Juan, hermano, el día de mañana nos juntará a entrambos en un mismo lugar.» Esto mismo parece que dijo la hermana mayor a la menor, «Oh hermana, mañana moriréis, y nos veremos juntas,» como se cumplió sin faltar. Y concurrir lo que yo escrebía en semejante día, no poco me confirmó en la verdad de lo que se ha contado.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

De algunas indias que fueron comulgadas, y otras consoladas milagrosamente


De las visiones o revelaciones y otras grandes misericordias que los indios en diferentes tiempos han contado a religiosos haber recebido de la mano y voluntad de Nuestro Señor, bien tengo para mí que se pudiera hacer un volumen tan grande como esta Historia. Mas no todas fueron creídas, ni se hacía caso de ellas, salvo de aquellas que bien examinadas se entendía llevar mucho camino, por ser de personas conocidas en su sinceridad y manera de vivir, y por las circunstancias que en los semejantes casos concurrían. Y de esta suerte y calidad son las pocas que a mí me han ocurrido a la memoria para poderlas aquí referir. Y porque la clara noticia de las cosas ciertas es argumento para dar crédito a las semejantes dudosas, traeré aquí una, tomada por testimonio ante escribano real y testigos españoles, cuyo original al presente cuando esto escribo, yo tengo en mi poder, y es de verbo ad verbum en la forma que se sigue:

«En la ciudad de Guaxozingo de la Nueva España, en seis días del mes de diciembre, año del nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo, de mil y quinientos y noventa y un años, ante mí, Esteban de Coto, escribano del rey nuestro señor, y de los testigos aquí contenidos, el padre Fr. Pedro de Vargas, guardián del convento de S. Francisco de esta dicha ciudad (que se nombra S. Miguel), hizo parecer ante sí a Fr. Miguel de Estíbaliz, fraile lego y morador del dicho convento, al cual mandó que para honra y gloria de Dios nuestro Señor y de su bendita Madre, y edificación del pueblo cristiano, convenía que dijese y declarase lo que sabia acerca de que se tenía noticia que estando un religioso de la dicha orden administrando el Santísimo Sacramento de la Eucaristía a otras personas, había visto el dicho Fr. Miguel de Estíbaliz una forma de las consagradas que tenía el dicho religioso se había ido a la boca de una persona de las que estaban para comulgar; y para que de esto hubiese más fe y testimonio, el dicho guardián mandaba y mandó al dicho Fr. Miguel de Estíbaliz en virtud del Espíritu Santo y por santa obediencia, dijese la verdad de lo que sabía en el dicho caso. El cual postrándose en tierra de rodillas, dijo que así lo haría. Y que lo que sabe y pasa en esto es, que habrá más de cuarenta años que siendo conventual en el pueblo de Zinzonza, que es en la provincia de Michoacan de la dicha Nueva España, vio que el guardián del dicho convento de Zinzonza, que se decía Fr. Pedro de Reyna, estando administrando el Santísimo Sacramento de la Comunión a muchos indios, vio el dicho Fr. Miguel de Estíbaliz, estando con un cirio encendido en la mano ayudando al dicho guardián, que llegando cerca de una india que estaba para comulgar, una forma de las que el dicho guardián tenía consagradas en las manos para dar a los que allí estaban, una de ellas se fue de las manos del dicho guardián a la boca de la dicha india, y la recibió. Y el dicho guardián entendiendo que se le había caído en el suelo la buscó y no la halló. Y el dicho Fr. Miguel de Estíbaliz le dijo al dicho guardián que no la buscase, porque él la había visto ir por el aire a la boca de la dicha india. Y el dicho guardián para satisfacerse de esto se llegó a la india y le hizo abrir la boca para ver si estaba allí, y la dicha india le dijo cómo ya había recebido la dicha forma. Y lo que dicho tiene es la verdad, y en ello se afirma y ratifica, y que es de edad de ochenta años poco más o menos, y no firmó porque dijo no sabía; firmó por él un testigo, siendo testigos presentes a la dicha declaración Hernán Pérez de Olarte, juez repartidor de los indios del valle de Atlisco, y Carlos de Lizarraga y Juan Camacho, vecinos y estantes en la dicha ciudad, &c.»

Ha sido siempre este Fr. Miguel de Estíbaliz, fraile de grande ejemplo y muy trabajador en la conversión de los indios, y por ser todavía vivo no se pone su vida, como lo merecía, entre las de los varones apostólicos de esta provincia, aunque de su persona se hará mención en la vida y muerte del bendito mártir Fr. Francisco Lorenzo, a quien tuvo compañía en mucha parte de sus trabajos. Semejante caso de comunión miraculosa (aunque en diferente manera) aconteció en Tepeaca, que siendo allí guardián el padre Fr. Diego de Olarte, una india principal enfermó, y se confesó con él, y con mucha instancia le pidió el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. El guardián por entonces no se lo quiso dar, y otro día siguiente, movido de escrúpulo de la conciencia, envió por la dicha india enferma, y traída le dijo que se aparejase, que le quería dar el Santísimo Sacramento. La india respondió, que ya había comulgado. El guardián, maravillado, le preguntó que dónde y cómo. La india respondió, que después que le pidió el Sacramento y no se lo dio, estando en su casa fueron dos frailes, y allí donde ella estaba enferma pusieron un altar con todo su recado, y el uno de ellos dijo misa, y la comulgó. Tuvo el guardián este milagro por cierto y verdadero, porque la india no quiso más comulgar en aquella enfermedad de que murió, diciendo que ya había recebido el Santísimo Sacramento. En el pueblo de Xuchipila, a una india principal, mujer de un español, buen cristiano, llamado Hernando Alonso, le dio una enfermedad que le duró tres o cuatro meses. Al cabo de ellos, estando ya muy debilitada, después de haberla confesado un religioso llamado Fr. Gaspar Rodríguez, y dádole el Santísimo Sacramento del altar, la noche que pensaron se moriría, vino a ella la Madre de Dios a la media noche, muy resplandeciente y cercada de santa compañía, y un fraile menor venía delante alumbrando con una hacha. Y llegando la Virgen a la cama donde estaba la enferma, la consoló diciendo, que se esforzase, y le mandó abrir la boca y le dio unas cucharadas de cierto licor suavísimo, y le dijo que no la quería llevar hasta que pasase un mes, porque más mereciese, y luego desapareció la visión. Fue cosa de maravillar, que esta enferma luego tuvo mucha mejoría y se levantó desde a pocos días, y contó esta visión a su confesor. Y al cabo del mes tornó a recaer, y recebidos otra vez los sacramentos, la llevó el Señor para su gloria. Este padre Fr. Gaspar Rodríguez había sido mi súbdito en Toluca, fraile ejemplar y devoto, dado a la oración y vida espiritual, y con celo de la salvación de las almas fue a predicar y convertir los bárbaros (que llaman Chichimecos) y hizo mucho fructo entre ellos, y le acontecieron cosas maravillosas que me contó al cabo de algún tiempo que nos vimos, de las cuales sólo quiero añadir aquí otra visión con que una india fue librada de las manos del demonio, y pasó de esta manera. En un pueblo llamado Apozol, de la provincia de Jalisco, estaba una india casada, mujer simple y de buena vida, a la cual había confesado el dicho Fr. Gaspar, y su marido había caído enfermo de mal de ojos, que le duró muchos días; tanto, que la pobre mujer vino a cansarse de tan continuo trabajo, y a aborrirse con la enfermedad tan prolija del marido. Y un día, haciéndole de comer y yéndoselo a dar, con alguna ocasión de descontento perdió la paciencia, y ofrecióse al demonio, diciendo: «El diablo me lleve.» El enemigo malo, que no se descuida, acudió a su llamado, y a cabo de un rato aparecióle en forma de un indio cantero, que algunos días antes había muerto, y dijo a la india, que estaba asentada junto al fuego, que se levantase y lo siguiese. Ella, espantada de ver al que tenía por muerto, quedó medio desmayada, y él se salió a la puerta. Y como volvió en sí la india, tornó a ella y dijole: «Vete conmigo, si no, ahogarte he.» Y diciendo esto, llegóse a ella, y enclavóle, a su parecer, un hierro por la garganta, con lo cual estuvo fuera de sí más de cinco días sin comer ni hablar; de suerte que los de su casa y vecinos que acudieron, no sabían qué le hacer. Acaeció esto un lunes de la Semana Santa. Y dice que en la mañana de la Resurrección vio su casilla toda entoldada de paños de corte, y luego vio venir una procesión muy ordenada de mancebos muy hermosos, que excedían en hermosura a los hijos de los españoles, y traían en medio una cruz muy grande y resplandeciente, y al cabo de la procesión venía un niño más hermoso que todos, con un libro muy precioso en las manos, el cual se llegó a su lecho y la llamó por su nombre, y la consoló, y le dijo que él era el Tepapaquiltiami, que quiere decir consolador. Y le declaró cómo el demonio había querido llevar su alma, por las palabras que ella había dicho, ofreciéndose a él. Y preguntóle que si quería que él la llevase en su compañía. Ella le respondió, que en su mano estaba, que como él lo ordenase. Y dice que le mandó abrir la boca y le quitó aquel hierro que el demonio le había dejado clavado, y luego desapareció toda aquella visión, y ella se levantó muy confortada y fue derecho a la iglesia, a do estaba el dicho Fr. Gaspar su confesor (que a la sazón había ido a visitar aquel pueblo), y le contó lo que le había sucedido, con muchas lágrimas, y de cuando en cuando daba grandes sollozos, quejándose del dolor de la garganta, y decía que aquello le había causado el tormento en que el demonio la había puesto con el hierro con que la enclavó. Y porque lo siguiente es cosa de no menos admiración y breve, añado, que me contó el dicho Fr. Gaspar Rodríguez, que andando él entre los Chichimecos infieles entendiendo en su conversión, y llegando a un pueblo de ellos, diez leguas de la villa que los españoles llamaron Cinaloa, halló que era muerto el señor de aquel pueblo pocos días había, indio gentil que aún no estaba baptizado, y recibiéndolo muy bien los del pueblo, le contaron cómo estando para morir el dicho indio su señor, les hizo una plática, diciendo cómo un sacerdote cristiano vendría luego allí, que lo tuviesen en gran reverencia, y le creyesen y guardasen sus palabras, porque iba de parte de Dios para su salvación de ellos. Y que acabada su plática murió. Y así aquellos indios se baptizaron y recibieron la fe de Cristo. Y que aquel indio principal dijese aquellas palabras, no pudo ser sino en una de dos maneras: o por inspiración divina, muriendo él ya cristiano en voto y deseo, y por el consiguiente baptizado con el baptismo del Espíritu Santo (que los teólogos llaman Flaminis), o si murió infiel, habló por su boca el demonio, compelido por la voluntad y mandamiento de Dios.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

De algunos muertos cuyas almas volvieron a los cuerpos, o fueron arrebatados en espíritu para su enmienda y salud


En Tlaxcala, un viernes de Lázaro, año de mil y quinientos y treinta y siete, falleció un mancebo indio, natural de la ciudad de Cholula, por nombre Benito, el cual estando sano y bueno se fue a confesar a la iglesia de Tlaxcala, y desde a dos días cayó enfermo en casa de otro indio vecino, algo lejos del monesterio. Y estando ya muy al cabo y mortal, dos días antes que muriese, él mesmo por su pie volvió al monesterio. Y viéndolo de aquella suerte el padre Fr. Toribio, que lo conocía muy bien (porque se había criado en la iglesia), quedó espantado, porque en su figura más parecía del otro mundo que de éste. Y preguntóle a qué venía. Él dijo, que a reconciliarse, porque se quería morir. Y después de confesado, descansando un poco, dijo que había sido llevado su espíritu a ver las penas del infierno, a do del grande espanto, había padecido mucho tormento y grandísimo miedo. Y cuando esto decía, de la memoria de lo que contaba temblaba y estaba como atónito. Y dijo que en aquel lugar espantoso se levantó su ánima a llamar a Dios y pedirle misericordia, y que luego fue llevado a un lugar de mucho placer y deleite, y le había dicho el ángel que lo llevaba: «Benito, Dios quiere haber misericordia de ti; ve y confiesa tus pecados, y aparéjate, que aquí has de venir por la clemencia de Dios.» Dice el padre Fr. Toribio, que lo que más le espantó y puso admiración, fue verlo venir tan flaco y mortal, y poder andar el camino que anduvo, por donde no puso dubda en la visión que vio, y mayormente porque murió cuando él lo había dicho. Semejante caso que éste aconteció a otro mancebo, natural de una legua de Tlaxcala, a do llaman Santa Ana, el cual se decía Juan, y tenía cargo de saber de los niños que nacían en aquel pueblo, para el domingo recogerlos y llevarlos a baptizar, y también llevaba a los mozuelos a la iglesia para aprender la doctrina. Éste, como enfermase gravemente de la enfermedad de que murió, fue su espíritu arrebatado y llevado por unos negros por un camino muy triste y penoso a un lugar escuro y de grandísimos tormentos. Y queriéndolo lanzar en él los que lo llevaban, el mancebo a grandes voces llamaba y decía, como alegando de su derecho: «Señora mía, Santa María, ¿porqué me echan aquí? ¿Yo no recogía los niños y los llevaba a baptizar? ¿No juntaba a los muchachos y los llevaba a la casa de Dios? ¿Pues, en esto no servía yo a Dios, y a vos, Señora? Santa María, valedme, y libradme de estas penas y tormentos, que de mis pecados yo me enmendaré. Santa María, escapadme y defendedme de estos negros.» Librado y sacado de aquel peligro, y conhortado con el favor que la Reina de misericordia le envió, tornó al cuerpo su espíritu, que (según dijo su madre) todo aquel tiempo lo tuvo por muerto. Y cuando volvió en sí, dijo estas y otras muchas cosas de grande admiración y espanto, y proponía grande enmienda en su vida. Y luego procuró la confesión, y en aquel buen estado y propósito firme de bien vivir, murió de la mesma enfermedad. En Ahuacatlan, pueblo de Jalisco, solía estar un buen indio, llamado Pedro (que no sé si aún es vivo), y servía de intérprete a los frailes en las cosas de la doctrina. Este indio fue tenido por muerto, y él afirmó que realmente murió, y estando amortajado para llevarlo a enterrar, y su mujer y hijos llorando por él, llegaron dos frailes franciscos, el uno de los cuales era Fr. Alonso de Cebreros, que había fallecido siendo guardián de aquel monesterio, varón de loable vida y fiel trabajador en la doctrina de los indios, y al otro no conoció. Y hablando el Fr. Alonso de Cebreros con el otro su compañero, dijo: «A este dejémoslo acá, porque es intérprete de los frailes y les ha de ayudar, y también tiene hijos pequeños y mujer.»Y dicho esto desaparecieron. Y resucitó luego sano de la enfermedad que tenía. Este indio ha sido muy buen cristiano y devoto. En la provincia de Tlaxcala, en una aldea de Topoyanco, que se dice Santa Águeda, había un buen indio muy devoto, el cual todas las veces que iban los frailes a visitar aquella estancia, los salía a recebir con mucha alegría, y en especial a Fr. Rodrigo de Bienvenida, muy siervo de Dios, siendo allí guardián. Y una vez, entre otras, que fue allí el dicho guardián a visitar, saliólo a recebir al camino, como solía, aunque muy flaco. Y preguntóle el guardián cómo estaba de aquella manera. El indio le contó que había estado muy enfermo, en tanto grado, que estuvo dos o tres días como muerto, y por tal lo tuvieron los de su casa. Y en este tiempo dice que fue llevado a juicio, donde vio a los demonios que querían llevar su ánima, y los ángeles la defendieron, hasta que a la postre vino Santiago, en quien este indio tenía particular devoción, y hizo huir los demonios, y el indio volvió luego en sí y quedó sano, aunque flaco. Una india casada vino a quejarse a un religioso de su marido, que por andar amancebado con otra, la trataba mal. Sabido esto por el marido, aporreóla y hirióla de tal manera, que temiendo morir, se hizo llevar al monesterio para confesarse. Y por ser ya tarde y estar cansado el religioso de aquel monesterio, y pareciéndole que no estaba tan enferma como decía, dijo que otro día por la mañana la confesaría. Vuelta a su casa, le aparecieron aquella noche nuestro Señor Jesucristo y su bendita Madre, la cual rogaba a su Hijo por aquella india. Y dijo Nuestro Señor, que era menester que viniese Pedro, y vino S. Pedro, y tocando con las manos a la india (que según parece era devota del santo), la sanó, y dijo que a cabo de tantos días moriría. A la mañana siguiente fue la india ante el fraile ya sana, y contóle lo que pasaba, y vino a morir al tiempo que dijo. Este religioso, entiendo que era Fr. Juan de Ayora, varón apostólico de grande ejemplo, que siendo actualmente provincial de la provincia de Michoacan, renunció el provincialato y pasó con los frailes descalzos a las islas Filipinas con espíritu de comenzar a la vejez a trabajar de nuevo en la viña del Señor, y allá murió. Digo que sería él a quien aconteció este caso, porque fue el que me lo contó. Otra india, mujer de un principal, en el pueblo de Culiacan, vino a morir de enfermedad, y estuvo cuasi un día muerta y amortajada, y cuando la quisieron poner en las andas para llevarla a enterrar, se meneó, y descosiéndole la mortaja, con admiración de los presentes, dijo cómo había parecido en juicio ante nuestro Señor Jesucristo, al cual había visto muy indignado contra toda aquella provincia, y que la mandó volver al cuerpo para que les dijese que oyesen la palabra de Dios que les predicaban los religiosos, y guardasen lo que les decían. Y que ella, por la gracia y misericoráia del Señor, era salva, y había de morir en breve. Y así fue que murió a cabo de dos días. A esta india confesó Fr. Gaspar Rodríguez, de quien arriba se hizo mención, y dice que era buena cristiana, simple y sin vicio. En Xuchimilco trajeron a la iglesia un indio enfermo para que lo confesasen. Salió a confesarlo un religioso que se llamaba Fr. Diego de Sande. Y viéndolo tan al cabo (que ya cuasi no podía hablar), riñó a los que lo traían porque no lo habían traído con tiempo. Mas el enfermo le dijo: «Padre, no te enojes; óyeme lo que te quiero decir. Has de saber que yo no me quería confesar, y así no me dejaba traer de mis parientes, que me importunaban viniese a confesarme. Mas esta noche, cuando tañían a maitines, yo no podía dormir de dolor de mi enfermedad, y estaba solo, porque mi mujer dormía en otro aposento junto donde yo estaba. Y vi que del cielo venía gran resplandor, que entró en mi aposento, y vi a nuestro Señor Jesucristo crucificado, de la manera que está en la iglesia, que me dijo airadamente: «Pecador, ¿en qué piensas? ¿porqué no te vas a confesar con mi sacerdote? Pues sábete que has de morir mañana, y según tus pecados, habías de ser condenado; mas por sola mi misericordia te quiero perdonar con que luego te confieses de todos ellos.» Y por esto, padre, vengo a confesarme.» Confesólo el fraile, y luego aquella tarde murió el indio.