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VI

Así que Gonzalo Pizarro supo que el Virrey había llegado a Pasto, se vino a Quito, sacó su gente al encuentro de los contrarios y, holgadamente, tuvo tiempo para acampar a este lado del río de Guayllabamba en una cuesta, donde sentó sus reales y se fortificó.

Cuando se disponía a salir de la ciudad, díjole su amigo y confidente Fr. Jodoco, que mirase por sí; pues, observando las estrellas, había descubierto indicios de que (con la permisión divina), sería vencido y muerto el capitán, que saliera de la ciudad para dar batalla. Pizarro se rió del pronóstico, y respondió, que todos teníamos que morir irremediablemente, y que, si él perecía en la batalla, no le habría sucedido otra cosa, sino pagar la común deuda de la naturaleza humana. El vencer y el morir están en manos de Dios, añadió: yo defiendo la tierra, que, con tantos trabajos, descubrimos y conquistamos mis hermanos y yo76.

Ya había estado descansando más de un día en su campamento, cuando por la tarde vio llegar el ejército del Virrey y levantar sus toldos de campaña en las laderas opuestas, al otro lado del río. Así, los dos ejércitos estaban acampados uno enfrente de otro y ocupaban la hoya del   —354→   caudaloso Guayllabamba, con el río de por medio, de tal manera que, las avanzadas de ambos llegaron a hablar insultándose los corredores de uno y otro campo con el apellido de traidores, y provocándose unos a otros recíprocamente a pasar a sus banderas: los de Gonzalo proponían a los del Virrey, y los de éste estimulaban a los de aquel a pasarse a sus campos. Era esto un domingo por la tarde. Tan luego como anocheció, reunió el Virrey en su tienda a los principales capitanes, para pedirles consejo acerca de los planes convenientes al mejor éxito de la batalla, que, por fin, de una manera irrevocable tenía resolución de presentar. Hubo diversos pareceres; mas, a la postre, prevaleció el de Benalcázar, que aconsejaba venir a la ciudad, para fortalecerse dentro de ella. El Virrey adoptó este partido, y, ansioso como estaba por presentar la batalla, se resolvió a venir a Quito, muy confiado en que podría dar sobre los enemigos, cogiéndolos por la retaguardia, que suponía desamparada. Cuando se espesaron, pues, las tinieblas de la noche, el Virrey levantó su campo, pero tan en silencio que, las centinelas avanzadas del ejército de Gonzalo, estando casi sobre el real del Virrey, no advirtieron su partida. Para engañar a los contrarios, mandó dejar armadas las tiendas de campaña, hizo prender muchas candeladas y dispuso que se quedasen en el mismo punto los perros y la mayor parte de los indios de servicio que traía consigo, entregándoles un tambor y dos arcabuces, para que estuviesen tocando y haciendo tiros toda la noche.

Guiado por Benalcázar y algunos indios,   —355→   muy conocedores de la tierra, se puso, pues, en marcha para Quito el Virrey con su tropa, tomando el camino que de Guayllabamba sale a Guápulo para venir a Quito. La noche era oscura y lluviosa, el camino poco trajinado: andando a tientas, atascándose los caballos en atolladeros, rodando en las pendientes, pasaron inauditos trabajos, y, cuando rayó el alba, conocieron que estaban muy cerca de la ciudad, porque, al coronar una cuesta, salieron a los espaciosos llanos del ejido. El desabrimiento y el disgusto se apoderaron del corazón del Virrey, viendo desvanecida la ilusión, que en todo el camino le había venido halagando, de caer sobre los enemigos de sorpresa en la oscuridad de la noche. Era venida la mañana, y con la luz del nuevo día echaba de ver cuán lejos dejaba a sus espaldas el campo enemigo. Cuando estaban cerca de la ciudad, toparon un hombre, el cual preguntada por ellos, les dio cuenta del número de gente de tropa que tenía Pizarro y de la calidad de sus armas. Entonces Benalcázar se acercó al Virrey y, siguiendo ambos, andando a caballo, le dijo: Me parece, si Vuestra Señoría lo tiene por conveniente, que tratemos de hacer algún concierto con Pizarro, vista la ventaja que nos lleva en gente y en armas; y se ofreció el mismo Benalcázar a ir, desarmado, a parlamentar con Gonzalo en el campo enemigo. Mas el Virrey le contestó, con viveza: Los traidores, señor Adelantado, ni tienen palabra, ni jamás la saben cumplir, y pues el Rey os hizo caballero, sabed pelear como tal. Disgustado con esta respuesta, repuso Benalcázar: habla así Vuestra Señoría, por ser del escuadrón de salud; a lo cual   —356→   replicó el Virrey, a la hora del combate, la primera lanza que se rompa será la mía. Las últimas palabras de Benalcázar aludían a que el Virrey venía siempre en un cuerpo de reserva, bien escoltado, por lo cual, parecía que no quería exponer su vida en el combate. Mientras pasaba esta breve plática entre el Adelantado y el Virrey, llegaban ya a la ciudad. Cuando entraron en ella, la encontraron yerma y desolada, de manera que, al pasar el ejército por las desiertas y silenciosas calles, no se oía resonar más ruido que el de los cascos de los caballos, cuando tropezaban en las piedras del camino. Todos los vecinos de la ciudad habían salido de ella, huyendo, y dejándola abandonada. Al pasar por una calle vieron que se abría lentamente la puerta, de una casa, salió luego una muchacha y se quedó parada mirándolos pasar con atención, como si mentalmente los fuese contando uno por uno: así que reconoció al Virrey, acercándose a él, le habló al oído en secreto, y el Virrey exclamó, como sorprendido: Que no haya habido uno siquiera que me dijese la verdad, ni frailes, ni clérigos!!! Aquella mujer acababa de decirle el número exacto de hombres que tenía Pizarro y cuán bien armados estaban; pues el incauto Virrey hasta ese instante, entre diversas y contradictorias noticias, no había alcanzado a descubrir la verdad y venía convencido de la superioridad de sus tropas sobre las de Gonzalo.

El cansancio por una marcha de ocho leguas en la oscuridad de la noche, la zozobra del ánimo y las molestias de una jornada tan fatigosa, le habían quebrantado grandemente las fuerzas del   —357→   cuerpo al anciano Virrey; sintiéndose acosado de sed, llamó a la puerta de una casa y pidió un poco de agua: presentose una mujer y se la ofreció, diciéndole estas palabras: de mal agüero me parece esta agua, señor. ¿Por qué? -preguntó el Virrey; y la mujer, disimulando su intención, porque Pizarro tiene mucha gente, le contestó. ¡Esa mujer era la viuda de un español, a quien hacía poco había mandado ahorcar Blasco Núñez!

Llegados a la plaza, la hallaron desierta, por ninguna calle asomaba persona viviente; al cabo de un rato, se presentaron dos mujeres españolas con un pan y un pedazo de rábano, único desayuno con que obsequiaron al afligido Virrey, lastimándose de que hubiese venido a una muerte segura. Presentose también Fr. Jodoco para persuadirle que no empeñara la acción, y le rogó que se retrajera al convento de San Francisco, desde donde se podría entender con Pizarro y hacer arreglos de paz, sin derramamiento de sangre; pero, el Virrey no le dio oídos y se manifestó resuelto a confiar a la suerte de las armas el éxito de la jornada, que, como leal servidor de Su Majestad, había emprendido. Sin duda, Fr. Jodoco, viendo la clase de tropa que traía el Virrey, conoció el peligro que le amenazaba, y formó un pronóstico menos aventurado, que el que poco antes, con su vana ciencia astrológica, había leído en las estrellas respecto de su amigo Pizarro.

En ese momento eran en Quito las dos de la tarde de un lunes de enero. Las puertas y ventanas, todas, estaban cerradas; los soldados hambrientos rompieron algunas casas, para buscar   —358→   de comer. Pocas horas después sonó el toque de alarma; y en la misma plaza el Virrey pasó revista a su ejército y encontró que tenía más de trescientos hombres, con muy poca pólvora, y esa de mala condición. Una gran parte de su gente estaba compuesta de soldados bisoños y poco experimentados en la manera de pelear, que tenían entonces en América los conquistadores. Puesto a caballo, arengó a sus soldados recordándoles la lealtad que era debida al Rey, y cuánto habían padecido por serle fieles; procuró estimularles a pelear con denuedo, halagándoles con la promesa de remunerar magníficamente sus servicios, y concluyó diciendo: la causa es de Dios, la causa es de Dios; repitió tres veces con voz conmovida la misma expresión, y, volteando riendas a su caballo, hizo señal para que la corneta tocase el toque de marcha, y principió a caminar el ejército en la dirección del ejido. El sol se acercaba a su ocaso y pocas horas restaban ya a la moribunda tarde. El lunes por la mañana, como no se viese en el real del Virrey señal alguna de la agitación y movimiento, que suele haber en los ejércitos acampados para dar batalla, mandó Gonzalo algunos soldados para que averiguasen lo que significaba aquel silencio. Los soldados penetraron en el campamento y, encontrándolo abandonado, andaban confusos sin acertar con la causa de lo que veían, cuando en una de las tiendas dieron con el cura de Pasto, sacerdote español, de apellido Tapia, el cual les refirió la partida del Virrey, indicándoles el camino que había llevado. Preguntado sobre el número de gente de guerra, que tenía el Virrey, armas, pertrechos y municiones, contestó a   —359→   todo diciendo la verdad, sin ocultarla. Estas noticias no podían ser más halagüeñas para Pizarro, el cual desde aquel momento tuvo por segura la victoria, y así levantó el campo y se vino para Quito con la mayor diligencia, para impedir que el Virrey entrara en la ciudad; sin embargo, a pesar de toda su diligencia, no pudo estorbarlo. Orgulloso y ufano con la seguridad del triunfo, pretendió arengar él también a sus soldados, aunque era hombre de muy tosco ingenio y nada hábil para el uso de la palabra; así, toda su militar arenga se redujo a decir, de muchas maneras; a los soldados que iban a pelear, cosa que ellos muy bien sabida se la tenían: con todo, no se descuidó de llamar traidor al Virrey, porque, como suelen los que han cometido traición, Pizarro procuraba engañarse a sí mismo, llamando traidores a los leales. El corto número de gente que tenía el Virrey había hecho cobrar bríos a Gonzalo, que antes estaba temeroso y sobresaltado, pues, por los informes que había recibido, creía que el Virrey traía novecientos hombres. Esta noticia tenía su fundamento, porque desde Otavalo el ejército del Virrey venía marchando en orden, dividido en nueve grupos cada uno con su bandera única astucia estratégica que empleó el caballeroso Núñez en una tan larga guerra.

Pizarro llegó a las llanuras que llaman de Iñaquito, y sentó sus reales hacia el Occidente, en la falda de las elevadas colinas de San Millán: su vanguardia estaba flanqueada por una de las quebradas que cortan el suelo en aquel sitio. El Virrey acampó en la pendiente de las lomas, que, por tras el convento de San Juan, suben hasta el   —360→   Pichincha; también su vanguardia estaba flanqueada por un barranco; la formaba un pequeño cuerpo de arcabuceros: la infantería, compuesta de solas setenta picas, ocupaba el centro; el ala izquierda la formó un pequeño escuadrón de caballería, y en ese punto estaba el estandarte real; el ala derecha la ocupó otro pequeño escuadrón de cincuenta hombres de caballería; reservó doce de los más valientes para su guardia y con ellos se colocó delante del estandarte real: algunos arcabuceros de los mejores, al mando de Francisco Hernández Girón, se adelantaron en avanzada. Pizarro ordenó su tropa, de la misma manera y en disposición semejante, quedándose con quince de a caballo en la retaguardia. Observó la ventaja de su posición, y se dejó estar quedo.

Como viese el Virrey que el día se acababa y que Pizarro permanecía en el mismo punto sin moverse, dio la señal de acometer: la infantería principia a subir por el borde de la barranca, para ocupar posición más ventajosa; síguele la caballería, aunque con algún desorden, cuando a ese instante se rompen los fuegos y empiezan a escaramuzar entre los de las avanzadas; arremete entonces el batallón de infantería del Virrey contra el batallón de infantería de Pizarro y trábase de lleno un combate tan recio, que, pocos minutos después los de Gonzalo arrollados por los del Virrey que les cargaban con ímpetu, principian a retroceder y a desbandarse: Hernández Girón, armado de una parte sana, se lanza al medio del combate, y descarga golpes mortales: Sancho Sánchez de Ávila, empuñando un montante, le sigue; con recios descargues pone en fuga a los   —361→   enemigos y da el grito de victoria: mas, en ese mismo instante, el licenciado Cepeda acude volando con su escuadrón de caballería a reforzar la infantería, que, visto el peligro, ha principiado a retroceder: llegan también de corrida los escuadrones del Virrey y les hacen rostro a los de Cepeda: éstos apellidan libertad, libertad!!...; aquellos gritan lealtad, lealtad!!... Algunos del campo del Virrey huyen cobardemente y empieza a cundir el desorden: Blasco Núñez Vela, mete espuela a su caballo y, con valor y denuedo ajenos de su edad, arremete con su lanza diciendo Santiago y a ellos!!... Le siguen veinte de a caballo y vuelve a arreciarse el combate, creciendo por instantes la grita y vocería. Gonzalo Pizarro carga con la gente de refresco y la pelea se encrudece en torno de Sancho Sánchez de Ávila, que, rodeado de enemigos y chorreando sangre de todo el cuerpo, todavía hace extremos de valor. Al fin, cae muerto en tierra, cubierto de heridas. Pizarro observa que la infantería de los enemigos se hallaba desamparada, y embiste contra ella de tropel, cargándole con toda su gente de a caballo: cuatro de éstos, que van delante, encuentran al Virrey, le rodean dándole golpes con sus porras y estoques y le derriban del caballo, casi muerto. Viendo esto los suyos, se desalientan, decaen de ánimo, y se ponen en huida, perseguidos por los de Pizarro, que van clamando victoria. En efecto, era aquel un completo triunfo; pero triunfo sangriento.

El capitán Suárez de Carvajal venía a caballo gritando, ¿dónde está ese traidor de Blasco Núñez?... porque la victoria hace insolentes a los   —362→   cobardes, y discurría de una a otra parte, buscando al Virrey. Era este Carvajal, sobrino del factor Illán Suárez, a quien el Virrey mató en Lima, y ahora deseaba saborear la dulzura de la venganza. Un soldado Salinas y un sacristán de una de las iglesias de Quito descubren al Virrey, que yacía tendido en el campo; lo reconocen por la coraza, y se lo enseñan a Carvajal. Llega éste y le dice a gritos: Hola, ¿me conoces?... ¡yo soy el sobrino del Factor a quien tu asesinaste! Abrió el Virrey sus ojos moribundos, y, fijándolos un instante en el que le hablaba, guardó silencio: Suárez de Carvajal, entre tanto, se había apeado del caballo y se preparaba a cortar con sus propias manos la cabeza al Virrey, cuando llegó ahí Pedro de Puelles y le afeó aquella acción, como vil e indigna de caballero, por lo cual, Carvajal mandó a un negro, esclavo suyo, que se la cortase. El negro aprestó su cuchillo y le degolló, teniéndole unos de las manos y otros de los pies, para que le cortasen la cabeza: el Virrey se esforzó por hacer el ademán de golpearse el pecho y se le oyó decir, con voz clara, «Miserere mei Deus», principiando aquel Salmo de la penitencia que el infeliz fue a acabar en la eternidad. En ese momento acercándose un virtuoso sacerdote, llamado Francisco Herrera, que andaba recorriendo el campo de batalla para auxiliar a los moribundos, le dio la absolución. Era casi al anochecer de un lunes, 18 de enero del año de 1546. El sol había traspuesto ya el horizonte, y las sombras del crepúsculo de la tarde se habían derramado por la tierra.

Como en aquel día celebra la Iglesia Católica   —363→   la fiesta de Santa Prisca, andando el tiempo, se levantó una iglesia bajo la advocación de aquella santa mártir, en el mismo lugar en que le fue cortada la cabeza al primer virrey del Perú. La ciudad de Quito en aquella época remota terminaba pocas cuadras más allá de la plaza. La iglesia existió hasta el año de 1868, en que la dejó en completa ruina un terremoto: ahora se ha levantado en aquel sitio el edificio del seminario menor.

Cortada la cabeza, como Blasco Núñez había sido calvo, el negro no tenía cabellera de donde asirla, para traerla a la ciudad; diole, pues, una cuchillada en el carrillo, por ahí introdujo el dedo, y, sacándolo por la boca, trajo colgando la cabeza, y entró a Quito con ella delante de su amo. Llegaron derecho a la plaza y la pusieron, amarrada, en la picota, donde, por ser ya entrada la noche, estuvo algunas horas alumbrada por un candil, expuesta a las miradas de los curiosos, hasta que varios españoles, más caballeros que los asesinos del Virrey, alcanzaron de Pizarro permiso para quitarla de allí, y la juntaron con su cuerpo, para darle sepultura. El cadáver fue completamente desnudado por los indios, que acudieron a despojar a los muertos. El Virrey, no se sabe por qué, sobre su coraza se había vestido de una ropilla de indio y hasta de ella fue despojado, quedando su cuerpo completamente en carnes. Varios soldados de Ávila, que habían conocido allá a Blasco Núñez recogieron su cadáver, y envolviéndolo en una pobre mortaja lo enterraron al día siguiente de la batalla en la iglesia parroquial, cavándole sepultura en el suelo, a alguna distancia de las gradas   —364→   del presbiterio. Al domingo siguiente, cuando Gonzalo Pizarro fue a misa, sus criados colocaron el estrado y asiento para su amo sobre el sepulcro del Virrey, con lo cual se quiso dar a entender que lo tenía bajo sus pies. Y hubo algunos castellanos que arrancaron de la lívida cabeza de Blasco Núñez guedejas de su barba cana, y las pusieron en sus gorras, cual airones sangrientos, para adorno de sus tocados: así se paseaban ostentando por las calles de Quito semejantes trofeos; pero, para honra de nuestros antepasados, acción tan infame fue reprobada generalmente77.

Tal fue el fin del desgraciado Blasco Núñez Vela, primer virrey del Perú. Ahora, cuando los siglos han tendido su sombra benéfica sobre los hombres de aquellos tiempos, al contemplar   —365→   el fin trágico de Blasco Núñez, no podemos menos de compadecerle. Hombre de recta intención, varón noble en sus propósitos, quiso hacer el bien; pero, por desgracia, no acertó con la manera de hacerlo. Leal a su soberano, hasta sacrificarse por su Rey, habría hecho felices a estos desgraciados pueblos, si hubiera sabido gobernarlos como convenía; mas su inflexible severidad fue en gran parte causa de los males, que, por años continuados, siguieron asolando estas comarcas. Estaba tan convencido de la justicia de la causa que defendía, que, de esa persuasión, sacaba aquella energía para soportar los trabajos y molestias de una campaña de casi dos años, sostenida en la extensión de centenares de leguas, por caminos fragosos, con falta de las cosas más necesarias para la vida. Anciano y delicado, unas veces, cuando arreciaban las lluvias, se agazapaba bajo la barriga de su caballo, para guarecerse ahí por algunos instantes; otras tomaba un breve sueño parado junto a su caballo ensillado, teniéndolo de la brida. Solícito en procurar el servicio del Rey; se le vio en Popayán de pie junto a la fragua de los herreros sosteniendo él mismo con sus manos los arcabuces, cuando los barrenaban: la causa de su Rey era para él tan sagrada que, a ella inmolaba gustoso hasta los más tiernos   —366→   afectos del corazón: cuando le avisaron la prisión de su hermano Vela Núñez, a quien amaba entrañablemente, dio señales de dolor; pero envidiando al trismo tiempo la suerte que le había cabido de morir por ser fiel a su Rey, pues creyó que, sin duda, habría sido degollado. Propenso a la cólera, se airaba con facilidad, pero se calmaba pronto, dando lugar a la reflexión; pesole hasta su muerte y se arrepintió del asesinato cometido en la persona del factor Illán Suárez de Carvajal. Las frecuentes traiciones le hicieron derramar alguna vez sangre inocente; pero la alevosa cuchilla del esclavo que cegó su garganta le hizo espiar, sin duda, dolorosamente esas muertes injustas de víctimas, a quienes no condenaba la ley: porque ante la justicia incorruptible de la Providencia el magistrado, que castiga a los súbditos condenándolos a muerte injustamente, es reo de la sangre de sus víctimas78.



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VII

Un mozo llevaba alzado el estandarte de Pizarro: perseguido por dos soldados del Virrey, que a gritos le mandaban que lo arrojase y se rindiera, se mantuvo firme; alcanzado por los contrarios, se dejó matar primero, que entregar su bandera, y caído muerto al suelo, el caballo siguió corriendo con el estandarte por el campo. Por el contrario, Ahumada, que llevaba el estandarte real, huyó, echando a correr después de botarlo al suelo.

En estas guerras civiles, con que tan escandalosamente ensangrentaron los conquistadores el suelo americano, parece que el carácter del soldado español se bastardeó, perdiendo la nobleza y generosidad, que tanto le honran y enaltecen ¿cómo explicar esa sangre fría con que se daban la muerte unos a otros, y esa burla cruel que hacían de sus víctimas antes de sacrificarlas?

Los indios y los negros acudieron al campo de batalla, cuando apenas se había acabado la acción, y desnudaron a los muertos, mataron a los heridos, sin darles tiempo para huir a los que todavía podían hacerlo. Desnudo, sin más prenda de vestir que la camisa al cuerpo, estaba don Francisco Morán, alcalde de Pasto, en manos de los indios que lo querían matar, cuando asomó un soldado de Pizarro, llamado Martín Robles, y lo defendió; echole encima una capa para cubrirlo y, haciéndolo subir a las ancas de su caballo, se lo trajo a la grupa hasta la ciudad: mas, así que entró por las calles, principió a burlarse de su   —368→   prisionero; donde veía un grupo de gente, se detenía, y preguntaba si querían ver al alcalde de Pasto, y al punto haciendo dar vueltas a su caballo, se alzaba la capa y la camisa al cuitado de Morán y lo avergonzaba, exhibiéndolo desnudo ante los espectadores. Así se paseó Robles con su prisionero por las calles de Quito, hasta que en la plaza los amigos de Morán se lo quitaron, lo vistieron y, para salvarle la vida, lo depositaron en el convento de San Francisco79.

Otros españoles feroces andaban reconociendo a los caídos para saciar venganzas personales y satisfacer agravios pasados; así, murieron muchos asesinados a sangre fría después del combate. Era triste espectáculo ver a algunos heridos implorando compasión de los vencedores,   —369→   pidiéndoles que les salvasen la vida. No faltaron también vecinos caritativos de Quito, que fueran al campo y recogieran en sus casas algunos heridos, para curarlos. Entre éstos se hallaron don Sebastián de Benalcázar, conquistador de Quito, el oidor Álvarez, don Alonso de Montemayor y otras personas notables, gravemente heridos.

Al día siguiente se cavaron fosas en el campo y allí fueron sepultados los muertos, muchos en una misma huesa; pues de los del Virrey en la batalla murieron cincuenta, y, después de rendidos, fueron asesinados mas de setenta: de los de Pizarro murieron sólo veinte.

El martes, al otro día del combate, se celebraron en la iglesia mayor de Quito los funerales del Virrey, antes de dar enterramiento a su cadáver: Gonzalo Pizarro asistió a ellos, vestido de luto, para darles mayor solemnidad, porque era costumbre de los Pizarros, ponerse de luto y asistir como dolientes a las exequias de sus víctimas: así lo hizo Francisco en Cajamarca cuando la muerte de Atahuallpa, así lo hizo en el Cuzco Hernando en los funerales del viejo Almagro, y lo mismo hizo también en Quito Gonzalo en los del Virrey Blasco Núñez80.

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A la celebración de los funerales siguiose en la desolada ciudad el espectáculo aterrante de unos cuantos prisioneros de guerra del día anterior, a quienes Pizarro mandó ahorcar públicamente en la plaza: a otros hizo dar garrote en la cárcel.

A don Alonso de Montemayor, que, herido, se había refugiado en el convento de la Merced, dio orden para que lo matasen; y con grandes ruegos e instancias alcanzaron sus amigos que se suspendiera la ejecución: Gonzalo no sólo la suspendió, sino que la revocó, pero cuando le aseguraron que estaba tan malo que, moriría sin remedio.

También perdonó la vida a Benalcázar, a quien con algunas heridas había traído a su casa para curarlo, Gómez de Alvarado. Sabiendo un enemigo personal suyo que estaba en aquella casa, entró una mañana, y, encontrándolo en cama indefenso, quiso matarlo y le dio una cuchillada   —371→   en la cabeza; pero acudieron los de la casa y lo defendieron.

El oidor Álvarez fue hospedado en casa de su compañero Cepeda; mas poco tiempo después, viendo que había convalecido de sus heridas, resolvió Pizarro hacerlo envenenar; lo mismo quiso hacer con Benalcázar y con Montemayor, que estaban ya casi sanos. Por fortuna, el plan no fue tan secreto que, no lo llegasen a descubrir los amigos de los dos últimos, a, quienes dieron aviso de lo que en contra de la vida de ellos se tramaba, advirtiéndoles que se recatasen de los médicos, porque Pizarro los había cohechado, para que les pusiesen gangrena en las heridas. El oidor Álvarez no tuvo aviso oportuno y así murió a pocos días, envenenado por su mismo huésped y compañero Cepeda, el cual le atosigó en un vaso de almendrada, que le ofreció en el almuerzo.

Otros tres se habían refugiado en el convento de San Francisco, y de ahí los hizo sacar Pizarro para cortarles las cabezas, porque los denunció un perverso, que requería de amores a la mujer de uno de ellos. Dos eran personas muy notables y que habían ejercido en Quito elevados cargos políticos: estos eran Sancho de la Carrera, alcalde y regidor de Quito, y Hernando Sarmiento, que estaba desempeñando el cargo de teniente de gobernador y de capitán general de esta ciudad por nombramiento del Virrey. Sarmiento se refugió tras el sagrario donde estaba depositado el Santísimo Sacramento, y de ahí lo hizo sacar Pizarro para degollarlo públicamente en la plaza81.

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Como tres meses después concedió Pizarro licencia a Benalcázar, para que se volviese a su gobernación, exigiéndole antes pleito-homenaje de que jamás había de tomar las armas contra él, ni prestar auxilio a sus enemigos. Montemayor, Bonilla y el P. Comendador del convento de la Merced fueron desterrados a Chile: recibió encargo de llevarlos presos un tal Ulloa, hombre cruel, que les hizo andar a pie y les quitó todas sus cargas y criados, cuando les eran más necesarios en los despoblados, que había entonces entre Tomebamba y el asiento de Ayavaca, porque en aquella época ni Loja, ni Cuenca se habían fundado todavía.

Con el ejército de Pizarro andaba un fraile mercenario, llamado Pedro Núñez, sacerdote de nada ejemplares costumbres; y con el ejército del Virrey salió el día de la batalla el padre comendador de la Merced, acompañando a Blasco Núñez, porque era su confesor. Cuando se verificó, pues, la derrota y el consiguiente triunfo de los de Pizarra, el padre Núñez andaba   —373→   muy ufano, caballero en un buen caballo, puesto de coraza, terciado de una estola colorada a guisa de banda, amarrado al molledo del brazo derecho un manípulo del mismo color, y con tahalí y espada al cinto. Encontrándose con el padre Comendador, arremetió contra él, dándole espaldarazos con la espada desnuda y diciéndole donaires insultantes y palabras feas, a todo lo cual el Comendador no respondió palabra, callando con mansedumbre; pero el fraile agresor llevó adelante su malevolencia, pues alcanzó de Pizarro que el otro fuese desterrado. Éste es uno de aquellos hechos repugnantes, que la historia se ve obligada a narrar.

Cuando todavía estaba Pizarro en Quito llegó Hinojosa a darle cuenta de la capitulación celebrada con los vecinos de Panamá y de las proezas obradas en las costas. Traía preso a Vela Núñez, hermano del Virrey; Pizarro lo acogió benignamente y le concedió andar en libertad. Todo le salía, pues, prósperamente a Gonzalo, en todo veía llenos sus deseos y satisfecha su ambición: muchos le aconsejaban que se coronase por Rey, y aun algunos trataban de que mandase una comisión a Roma, para pedir al Papa la investidura del reino del Perú: los soldados, tomando en brazos al hijo de Pizarro, que acababa de llegar con Hinojosa, le besaban las manos y acariciaban, llamándole principito, y decían que ojalá creciera pronto para mandar y reinar. Gonzalo se hallaba a sus anchas, su casa rebosaba en lisonjeros y aduladores, las puertas de ella estaban pobladas de soldados envilecidos, y su digno capitán, que nunca había refrenado sus pasiones,   —374→   daba entonces rienda suelta a sus vicios; de su lujuria no estaba libre la castidad de ninguna mujer, y la hermosura de las esposas ponía en manifiesto peligro la vida de sus maridos, algunos de los cuales fueron muertos a traición, por orden del mismo Gonzalo.





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ArribaAbajoCapítulo décimo

Gobierno del presidente La Gasca


La Gasca es elegido para pacificar el Perú.- Llega a Panamá.- Medidas de Gonzalo Pizarro para estorbar la entrada de La Gasca en el Perú.- Lorenzo de Aldana vuelve con la armada real.- En Quito es asesinado Pedro de Puelles.- Rodrigo de Salazar es elegido por teniente de gobernador en esta ciudad.- La Gasca desembarca en el puerto de Manta.- Cuartel general en Jauja.- Batalla de Jaquijaguana.- Muerte de Gonzalo Pizarro.- Quién era Francisco de Carvajal.- Parte que tomó el clero en esta guerra civil.- Últimas disposiciones de La Gasca.- Muerte del conquistador de Quito don Sebastián de Benalcázar.- Fin desgraciado de los conquistadores del Perú.- Situación moral de la colonia.



I

La noticia de las revueltas y alteraciones del Perú llegó, entre tanto, a España. Sabida allá la revolución de Gonzalo Pizarro, principió el Real Consejo de Indias a deliberar sobre las medidas que deberían adoptarse, para reducir otra vez estas provincias a la obediencia de la Corona de Castilla, y hubo diversos y encontrados pareceres; unos aconsejaban medidas de rigor y severidad, diciendo que convenía mandar un ejército compuesto siquiera de unos tres mil hombres, para sujetar por la fuerza a los rebeldes; otros creían mejores y más acertadas las medidas de conciliación y de paz, teniendo por más conveniente reducir a Pizarro y a los suyos a la   —376→   obediencia por el camino de la persuasión y los halagos. Adoptado este segundo consejo, se eligió persona adecuada para ponerlo por obra, y ninguna lo pareció tanto, como el licenciado Pedro de La Gasca, sacerdote, que se hallaba entonces ocupado en arreglar ciertos asuntos importantes del reino de Valencia. Llamósele, pues, a la Corte, hízosele saber el grave asunto que el Gobierno quería confiar a su tino y prudencia, y, una vez aceptado el cargo, se le dio toda la suma de poder que el Licenciado creyó necesaria para llevar a cabo la negociación arriesgada y difícil, que se le confiaba. Las medidas tomadas por el príncipe D. Felipe, de acuerdo con el Consejo de Indias, fueron aprobadas por el Emperador, a quien se le dio parte de todo, por medio de enviados, que se despacharon a Alemania, donde a la sazón se hallaba Carlos V, ocupado en negocios de aquel imperio82.

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La Gasca se hizo a la vela para América, acompañado de los nuevos Oidores, que venían para formar la Audiencia de Lima, de la cual el mismo La Gasca había sido nombrado Presidente. Llegó a Nombre de Dios, donde fue recibido por Mejía, que gobernaba en aquel puerto por Gonzalo Pizarro. En Panamá se hallaba entonces de Gobernador Pedro de Hinojosa, quien, al principio, por ser muy amigo de Pizarro, hizo al Presidente un recibimiento frío y cauteloso, que el prudente La Gasca supo disimular con mucha cordura. Desde esa ciudad principió a ocuparse en disponer su entrada al Perú. Veamos, entre tanto, lo que hacía Pizarro.

Después de la batalla de Iñaquito, permaneció algunos meses en esta ciudad, de donde salió a principios de julio, dejando en ella por su teniente de gobernador a Pedro de Puelles83. Se   —378→   detuvo algún poco de tiempo en Tomebamba, y, por el camino de Piura pasando por Trujillo, se dirigió para Lima. Los vecinos de aquella ciudad le salieron a recibir con grande fiesta y aparato; y Gonzalo entró bajo de palio, llevando a sus lados al arzobispo de Lima y a los obispos de Bogotá y de Quito, acompañado de amigos y de soldados, al son de tambores y ministriles, haciendo ostentación de un rico y galano vestido de grana, con que se había adornado, para lucir en la fiesta de aquel día. Entretenido alegremente estaba ahí Gonzalo Pizarro, cuando recibió la nueva de la venida del presidente Gasca. Inquieto y cuidadoso se mostró al principio, porque no sabía las instrucciones que aquél traería de la Corte; pero, depuso en breve todo cuidado con las reflexiones que le hicieron sus amigos. El Presidente es un clérigo, decían, a quien no hay por qué temer, desde que viene solo y sin armas: podemos dejarle entrar en el Perú, añadían, pues aquí le obligaremos a hacer lo que nos convenga; y, si no trae del Rey el nombramiento de Gobernador perpetuo para Gonzalo Pizarro, fácil nos será   —379→   echarlo de aquí y alzarnos con la tierra. No faltaron también algunos que aconsejaran a Pizarro hacer dar muerte al Presidente mientras estaba todavía en Panamá, lo cual era, según ellos, el mejor atajo para salir de aquel conflicto. En estas circunstancias llegó a Lima el caballero Paniagua, mandado desde Panamá para saludara Pizarro a nombre de La Gasca y entregarle dos cartas, una del Emperador y otra del Presidente, escritas ambas a Gonzalo. Tal era la pública y ostensible comisión de Paniagua; pero, traía al mismo tiempo otra más importante y secreta, a saber, la de derramar por todo el reino cartas del mismo La Gasca para todas las ciudades, comunicándoles el largo perdón que de todo lo pasado concedía el Rey, la revocación de las ordenanzas y la promesa de grandes premios y gratificaciones para los que se mostrasen fieles a la voz de su soberano. Estas cartas esparcidas por todas las provincias y leídas con avidez, comenzaron a producir su efecto. Otras fueron traídas por algunos religiosos, que venían de España a estas partes, a quienes en Panamá confió La Gasca secretamente el encargo de hacerlas llegar a manos de los más honrados vecinos de las ciudades del Perú. Sorprendidas estas cartas por algunos agentes de Pizarro, se sometió a cuestión de tormento a los que las tenían, para que declarasen quién las había traído, y los religiosos fueron cruelmente castigados. A Quito las trajeron dos frailes, un franciscano y un mercenario: descubiertos por Pedro de Puelles, mandó darles recio tormento, y aun los habría ahorcado, si no fuera por las súplicas de Fr. Jodoco en favor del franciscano   —380→   y de los padres de la Merced en favor del mercenario, a quienes Pedro de Puelles les hizo gracia de los presos, porque hasta entonces Fr. Jodoco y los padres Mercenarios se habían manifestado muy amigos de Pizarro y favorecedores de su rebelión84.

Gonzalo no presto oídos a las cartas de Carlos V y de La Gasca, antes dio a la de este último una contestación desabrida, porque estaba muy puesto en conservar la gobernación del Perú por toda su vida. El Perú es mío, decía, porque lo conquistaron mis hermanos, y el Rey hizo merced a mi hermano, el Marqués, de la gobernación del Perú por tiempo de dos vidas, permitiéndole nombrar sucesor, y mi hermano Francisco me dejó a mí la gobernación. Acordose,   —381→   pues, en Lima mandar procuradores a España, encargados de solicitar del Rey para Gonzalo Pizarro la gobernación del Perú, y, lo que es más sorprendente, la supresión de la Real Audiencia, porque Gonzalo quería gobernar, como en los primeros tiempos de la conquista, sin otras leyes que su voluntad. Para dar mayor importancia a la petición, que los principales vecinos de Lima y otras ciudades del Perú hacían en favor de Gonzalo, se eligieron por procuradores al mismo arzobispo de Lima, D. Fr. Jerónimo de Loaysa y al superior de los padres Dominicos, los cuales con el capitán Lorenzo de Aldana partieron a España, para representar al Rey en favor de Gonzalo Pizarro. Así pensaba éste entretener el tiempo, para conservarse más seguro en la gobernación,   —382→   que había usurpado. Aldana llevaba además el cargo de hacer al presidente La Gasca un requerimiento a nombre de Pizarro, para que no viniese al Perú y se volviese a España, sin perturbar estas tierras: porque Pizarro y los suyos llamaban perturbar estas tierras, el querer volverlas a la obediencia de las leyes.

El discreto y advertido La Gasca recibió a los enviados de Pizarro con señaladas muestras de benevolencia, y se holgó grandemente con la vista del prelado Loaysa, de cuya autoridad esperaba mucho para el feliz término de su negociación.

Por el trato y conversación de Hinojosa alcanzó a conocer muy pronto Aldana, cuán de caída iba ya en Panamá el partido de Pizarro, pues La Gasca se había dado maña para traer a su devoción   —383→   al mismo Hinojosa y a los principales amigos de aquél. Promesas de perdón general, largos ofrecimientos, profunda reserva y sagaz cautela hasta en su más sencillo trato eran los medios empleados por La Gasca, para insinuarse en el ánimo de los amigos de Pizarro. Sus conversaciones eran sencillas, no hablaba jamás una palabra ni contra Pizarro, ni contra sus partidarios: mostró profundo sentimiento por la muerte del Virrey, cuando recibió la noticia de ella en Nombre de Dios; pero después guardó absoluto silencio, asegurando que aun para perdonar eso tenía amplios poderes del Emperador: todas sus palabras eran de paz y repetía con frecuencia que, si no podía entrar pacíficamente al Perú, se volvería a España. Pero, al mismo tiempo, con grande   —384→   discreción y tino procuraba estimular en el pecho de los soldados y capitanes de Pizarro los nobles sentimientos de hidalguía y fidelidad, a los cuales no podía ser indiferente ningún caballero español. De este modo; en breve tiempo tuvo cambiados a Hinojosa, al mismo Aldana y a los principales jefes de Pizarro, quienes andaban solícitos de ganarse por la mano unos a otros en fidelidad al Monarca. Aldana quemó las instrucciones que le había dado Pizarro y se puso a disposición del Presidente; el general Pedro de Hinojosa le entregó toda la armada y Palomino y los demás capitanes hicieron pleito-homenaje de servir al Presidente, para ser fieles a su Rey. Tanto pudo en aquellos hidalgos el miedo a la mancha de traidores.

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La Gasca volvió a confiar la armada a los mismos que la habían tenido por Pizarro, dándoles de esa manera una señalada prueba de confianza, con lo cual se honraron mucho aquellos militares. El Presidente, una vez dueño de la armada, ya se creyó enseñoreado del Perú, y empezó a obrar con tal eficacia que, en poco tiempo tuvo aparejada una expedición muy respetable. Llamó en su auxilio y pidió recursos de hombres, caballos y dinero al virrey de Méjico y a las Audiencias de Guatemala y de Santo Domingo; maridó guardar severamente el secreto más riguroso de todas cuantas disposiciones se habían dado y principalmente de la entrega de la armada,   —386→   a fin de tomar desprevenido a Pizarro; y, sin pérdida de tiempo, ordenó que el mismo Lorenzo de Aldana con algunas embarcaciones fuese recorriendo los puertos de Quito y del Perú, para proteger en ellos a todos los que quisiesen alzar bandera por el Rey en contra de Pizarro. Aldana empezó a surcar las aguas del Pacífico, y su presencia, como lo había calculado el Presidente, dio aliento a la reacción de los fieles contra los traidores. Francisco de Olmos, Teniente de gobernador en Puertoviejo, se declaró por el Rey; pasó a Guayaquil, dio de puñaladas a Estacio, que tenía aquella ciudad por Pizarro, y la puso bajo la obediencia del Presidente. La presencia de las naves de Aldana en Túmbez y Trujillo alarmó a Pizarro, quien no acababa de maravillarse de que Aldana le hubiese hecho traición; y firme en su primera resolución de hacer frente al enviado del Rey, llamaba en su auxilio a todos los capitanes y tenientes de gobernador que tenía establecidos en las provincias, mandándoles que acudiesen a Lima para hacer la guerra al enemigo común, que les amenazaba; pero de todas partes princiaba a recibir funestos desengaños, porque el astro de su fortuna comenzaba también a eclipsarse. Diego de Mora se pasaba al ejército real, entregando la ciudad de Trujillo, de la que era Gobernador, al capitán Lorenzo de Aldana, y en Quito se alzaba Rodrigo de Salazar, poniendo todas estas importantes provincias bajo la obediencia del Presidente, después de asesinar a Pedro de Puelles, que las gobernaba por Pizarro.



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II

Las cartas de La Gasca, la entrega de la armada, el levantamiento de algunas ciudades a la voz del Rey y la incertidumbre del éxito que veían dudoso eran causas poderosas para que los amigos de Pizarro principiasen a dejar de serlo, tan luego como la fortuna se mostrase adversa a su caudillo. Así es que, Pedro de Puelles andaba vacilante entre decidirse por Pizarro, o declararse por el Rey, y pensaba dar un banquete a los principales vecinos de la ciudad, para hacerles pronunciarse entonces por el Soberano, apartándose del bando de Pizarro, a quien comenzaban a llamar públicamente tirano. El capitán Diego de Urbina, confidente y amigo de Pedro de Puelles, descubrió en secreto el plan que éste meditaba al capitán Rodrigo de Salazar.

Pedro de Puelles tenía en Quito más de trescientos hombres armados y había mandado algunos para Guayaquil, cuando supo el asesinato de Estacio y la rebelión de Olmos, porque nunca pensó de buena fe en volver a la fidelidad debida a su Rey; antes pretendía reducir a la obediencia de Pizarro nuevamente las ciudades de Puertoviejo y Guayaquil, que se habían declarado por el Presidente.

Considerando, pues, Rodrigo de Salazar y otros individuos lo que en servicio del soberano habían hecho varios pueblos, comunicaron entre sí y trataron de matar a Pedro de Puelles, como el medio más expedito para alzar esta ciudad por el Rey. Tomaron parte en este concierto Hermosilla, Tyrado,   —388→   Morillo y otros soldados, de quienes más confianza tenía Salazar. Estando ya todos prevenidos y el plan bien concertado y secreto, un día domingo, Pascua del Espíritu Santo, a fines de mayo de 1547, muy por la mañana, Salazar fue a casa de Pedro de Puelles, a hora calculada para hallarlo todavía en cama. Golpea la puerta del aposento en que dormía Pedro de Puelles; de adentro se le manda entrar: Puelles aún estaba acostado, y, viendo a Rodrigo de Salazar, de quien nada podía recelar por ser muy su amigo, le dijo: ¿qué hay por acá tan de mañana, señor capitán? Nada, contestó Salazar; he venido para acompañar a misa a Vuestra Merced. Y comenzaron a hablar de cosas indiferentes. Mientras tanto, los asesinos, apostados a la puerta del cuarto, estaban en acecho aguardando para entrar, que Rodrigo de Salazar les diera la señal convenida, que era la llamada de Morillo. Para esto, torciendo la plática, principió Salazar a pedir permiso a Puelles para que entrara Morillo, diciéndole que deseaba aquél hablar con el Gobernador, para suplicarle que diese orden como le fuese devuelta cierta india que se la habían tomado. Que entre, respondió Puelles, en buen hora; pues con tal tercero, como Vuesa Merced, no podrá menos de hacerse lo que se pida. Salazar entonces llamó a Morillo, dándole voces por su nombre; Morillo entró muy comedido, con la gorra en la mano, y, acercándose cuanto más pudo a la cama del Gobernador, comenzó a exponerle su petición. En esto entran los demás conjurados y acometen de súbito a Pedro de Puelles, y le dan de puñaladas en su misma cama,   —389→   sin dejarle tiempo ni aun para articular una palabra. Enhiestos los puñales, tintos en sangre, salen luego por las calles y bajan a la plaza, gritando viva el Rey; mueran los traidores!!! Algunos deudos y amigos de Puelles se arman apresuradamente y pretenden vengar su muerte; pero son desbaratados y puestos fácilmente en fuga. Acude el pueblo al alboroto: el grito de «mueran los traidores» cunde por la ciudad; sacan arrastrando el sangriento cadáver de Pedro de Puelles, lo traen a la plaza, le cortan la cabeza, la cuelgan de la picota y sus miembros, hechos cuartos, se exponen en los caminos públicos, a la entrada de la ciudad, para escarmiento de los amigos de Pizarro. A la hora de mayor concurso ese mismo día, con voz de pregonero, en las esquinas de la ciudad, se proclamó que se había hecho justicia en Pedro de Puelles por traidor. Con la muerte de este hombre respiró el pueblo de Quito de la dura opresión en que había estado por más de un año.

Pedro de Puelles, era natural de Sevilla y había venido al Perú con Alvarado en 1534: cuando la capitulación de Riobamba se quedó con Almagro y obtuvo desde luego los cargos más elevados, como los de gobernador de Puertoviejo y Huánuco, en los que después fue confirmado por Vaca de Castro; pero, más tarde, se manifestó partidario decidido de Gonzalo Pizarro. Hombre enérgico y ambicioso, gobernó arbitrariamente, sin leyes, ni conciencia. Cuando supo la venida del presidente La Gasca, dio orden de que fuesen ahorcados todos los que habían estado con el Virrey en la batalla de Iñaquito, y tan cruel orden   —390→   fue confiada a la ejecución de Diego de Obando, no menos sanguinario que Puelles. Obando se hallaba entonces de alguacil mayor de Quito, nombrado por Gonzalo Pizarro, y, al día siguiente de recibida la orden, dio garrote a Blas Vega y a un tal Ulloa, que habían servido al Virrey, y a quienes Obando tenía en su propia casa, en son de ampararlos y defenderlos. También había hecho ahorcar el mismo Puelles, cinco días antes, a una mujer por instigaciones de otra, con quien tenía ilícitas relaciones.

El pueblo acudió en tropel a la plaza, y por largas horas grupos de gente, apiñada en torno de la picota, estuvieron contemplando la ensangrentada cabeza de Puelles, departiendo unos con otros acerca de sus infames hechos. En ese mismo lugar de pública afrenta había hecho poner Pedro de Puelles la cabeza de Blasco Núñez Vela: manos caritativas quitaron de allí pronto esa cabeza, para darle honrosa sepultura; empero la de Puelles hubo de permanecer allí hasta que los vientos y el sol, consumiendo poco a poco sus carnes corrompidas, la dejaron en una desnuda calavera, que, recogida de orden de la justicia fue, por mano del verdugo, arrojada en la fosa común. De esta manera la Providencia humilla al orgulloso allí, donde pensaba engrandecerse para siempre.

Rodrigo de Salazar se hizo cargo del gobierno de la ciudad y su primera diligencia fue despachar a Fr. Alonso de Montenegro y a Martín de Aguirre, dándoles la comisión de ir a poner en conocimiento de La Gasca, que había arribado al puerto de Manta, el reconocimiento hecho   —391→   en Quito de la autoridad del Rey. Los enviados cumplieron con su encargo, y Salazar fue confirmado por el Presidente en el destino de gobernador de Quito. Deseoso de ganar a todos por la mano en celo por el servicio del Rey, y, para asegurarse mejor de la fidelidad de todos los empleados subalternos, reunió a los alcaldes, regidores, mayordomo y tesorero de la ciudad y el 9 de junio, día de la fiesta del Corpus, asistió con todos ellos a la iglesia parroquial. Allí, al tiempo de la misa, el clérigo Alonso Pablos, cura entonces de Quito, después que hubo elevado la Sagrada Hostia, se volvió al pueblo con ella en las manos, y Salazar hizo, en alta voz, a todos los circunstantes un parlamento en que les habló de la tiranía en que habían gemido bajo la dominación de Pedro Puelles, de quien se había hecho justicia por los robos, asesinatos y otros delitos cometidos contra los servidores leales del Rey: ponderó la fealdad del crimen de traición y concluyó exhortando a todos a jurar en presencia de la Hostia consagrada que en adelante serían fieles al soberano y le sostendrían con todas sus fuerzas, conservando bajo su obediencia estas provincias, a fin de que, en ningún tiempo, caigan en poder de tiranos. Todos juraron fidelidad al Rey, ofreciendo sacrificar sus vidas en defensa de su causa, contra el traidor de Gonzalo Pizarro85.

El mismo Rodrigo de Salazar hizo el nombramiento de alcaldes, regidores, mayordomo,   —392→   procurador de la ciudad y tesorero, con los cuales instaló el Cabildo. Y al día siguiente el Cabildo, a su vez, le eligió por teniente de gobernador. Todos estos nombramientos eran condicionales, con tal que los aprobase el Presidente La Gasca. Fueron desterrados de la ciudad algunos de los principales partidarios de Pizarro, y ahorcados el escribano Oña, que había tratado de defender a Pedro de Puelles, y el alguacil Diego de Obando, culpable de la traición y tiranía de Puelles contra los servidores leales de su Majestad. Hechos estos preparativos necesarios para organizar el gobierno de la ciudad, se ocupó Rodrigo de Salazar en alistar la gente de tropa, con que debía marchar hacia las provincias de arriba, como se decía entonces, y, a mediados de julio, salió de Quito con hasta doscientos cincuenta hombres bien armados, cincuenta de a caballo, ochenta arcabuceros y los demás piqueros. Dejó en su lugar por justicia mayor al alcalde Pedro de Valverde.




III

El presidente La Gasca recibió en Manta la noticia del pronunciamiento de Quito y se holgó mucho de ello: confirmó todos los nombramientos hechos por Rodrigo de Salazar, aprobando la elección que de su persona había hecho el Cabildo para teniente de gobernador, y mandándole acudir con su gente de armas a Jauja, donde pensaban hacer el cuartel general.

La reacción de todas las provincias del Perú que se pusieron en armas contra Pizarro, a la   —393→   voz del enviado del Rey, fue tan rápida, como sorprendente. Sabida la muerte de Pedro de Puelles y la declaración de Quito por el Rey, volvieron a Guayaquil Olmos y los vecinos de aquella ciudad, que, de temor de la gente de tropa que Puelles mandaba contra ellos, se habían retirado a Yaguachi, donde pensaban estar más seguros. Alonso de Mercadillo, fundador de la ciudad de Loja, se declaraba también por el Rey y ponía su pequeña tropa a punto para marchar al sitio que el Presidente le señalara. Porcel, ocupado entonces en la reducción y pacificación de la provincia de Bracamoros, se redujo también a la obediencia del Presidente y se preparó a salir con sus soldados, tan luego como se le diera aviso del punto a que debía acudir. Centeno, en el otro extremo meridional del Perú, volvía a organizar su desbaratado ejército y se apoderaba del Cuzco, casi el mismo día en que Puelles era asesinado en Quito. Centeno y Lope de Mendoza habían sido derrotados completamente por Francisco de Carvajal el primero pudo salvarse apenas de la muerte, ocultándose en una cueva cerca de Arequipa; y el segundo, alcanzado en su fuga por Carvajal, fue degollado inmediatamente, sin compasión. Mas la llegada del presidente La Gasca a las costas del Perú infundió aliento al desgraciado Centeno, quien salió de su cueva y volvió a recoger sus soldados, que andaban dispersos, y, juntando hasta setenta de ellos, dio casi de sorpresa sobre Antonio de Robles, que gobernaba en el Cuzco por Pizarro, le venció en una batalla, más de astucia que de valor, y puso bajo la obediencia del Rey las provincias meridionales del Perú   —394→   hasta Arequipa. Tantos y tan rápidos triunfos iba obteniendo la presencia de La Gasca con la armada real en las costas del Perú.

Con larga y molesta navegación había llegado el Presidente a tomar puerto en la Bahía de San Mateo; de allí pasó a Manta y de Manta a Túmbez. En este último lugar permaneció, trabajando con afán en la formación de un ejército respetable, con el cual deseaba atacar a Pizarro. Así, pues, Diego de Mora recibió orden de reunirse en Cajamarca con Porcel, Mercadillo y otros capitanes, entre tanto, que el mismo Presidente, con el Mariscal Alvarado y el general Pedro de Hinojosa, acordaban el camino, por donde habíais de seguir con todo el grueso del ejército. Veamos ahora lo que, al mismo tiempo, hacía Pizarro.

Cuando supo la llegada de Lorenzo de Aldana con las primeras cuatro naves de la armada real al puerto de Trujillo, mandó echar a fondo todos los navíos que estaban surtos en el puerto del Callao, para que Aldana no se aprovechase de ellos. Esta medida, tan absurda, le fue sugerida por el licenciado Cepeda, que había dejado el ejercicio de letrado por la profesión de las armas: cuán aventajado hubiese salido en ella lo está mostrando la destrucción de las naves del Callao, de que tanto se lamentó, cuando la supo, el diestro y experimentado Carvajal. Los navíos que teníais en el Callao, dijo Carvajal a Gonzalo Pizarro, eran vuestros ángeles de guarda, y me pesa de que los hayáis destruido. En efecto, por este primer paso desacertado comenzó la ruina de Pizarro.

Reunido un ejército numeroso, bien armado   —395→   y provisto de vitualla, salió Gonzalo y situó su real entre Lima y el Callao, para impedir las maniobras de Lorenzo de Aldana, capitán de la armada real; pero, apenas hubo sentado allí sus reales, cuando principiaron las deserciones de su ejército, de tal manera que, a su misma vista, muchos soldados y capitanes, y entre ellos algunos de los que más prendados estaban con él, como el licenciado Carvajal, se iban a la armada real, gritando: «Viva el Rey; mueran los traidores». Así es que, con su ejército muy disminuido levantó su campo y tomó el camino de los llanos, resuelto a ir a tentar fortuna en los Charcas. Mas, apenas se había alejado como unas diez leguas de Lima, cuando esa ciudad alzó bandera por el Rey, poniéndose bajo la obediencia del Presidente.

Tan luego como supo la retirada de Gonzalo Pizarro hacia los Charcas, dio orden La Gasca para que todo el ejército real fuese a reunirse en Jauja, a donde marchó él también desde Trujillo, sin tocar en Lima. En el mes de diciembre de 1547 se encontraron reunidos en Jauja como dos mil hombres, provistos de vitualla y pertrechos. Ahí estaba Benalcázar, el conquistador de Quito, que había acudido a la llamada del Presidente desde la remota Popayán, caminando por tierra casi ochocientas leguas: ahí se encontraba también el célebre Valdivia, conquistador de Chile, que, desde el otro extremo opuesto del Sur, había venido deseoso de manifestar la fidelidad que tenía a su Rey. También se hallaban ahí acompañando al Presidente muchos clérigos y religiosos con el arzobispo de Lima y el obispo de Quito.

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Gonzalo Pizarro marchó por el camino de los llanos hasta reunirse con Acosta, y, siguiendo después su derrota por la sierra, se encontró con Centeno, que le salía al camino para cortarle la retirada. Tentole Pizarro, para atraerle con maña a su partido, y como conociese la firme voluntad que tenía Centeno de conservarse fiel a la bandera del Rey, en cuyo nombre estaba peleando, le presentó batalla, y cerca de Huarina le derrotó en sangriento combate. Viéndose victorioso Gonzalo, contramarchó sobre el Cuzco, para rehacerse allí y volver a reconquistar todo el Perú. La noticia del descalabro de Centeno llegó a Jauja, donde se hallaba todavía detenido por las lluvias de invierno el ejército real, y al oírla el Presidente, aunque la sintió mucho, disimuló como si la derrota fuese de ningún momento.

Cuando en Quito se tuvo noticia de la sangrienta derrota de Centeno en Huarina y del triunfo obtenido por Gonzalo Pizarra, se repitieron las tentativas de alzar otra vez la ciudad contra el Presidente: a este fin, un cierto Pedro Lunar, vecino de Guayaquil, con otros aficionados a la causa de Gonzalo Pizarro, echaron fama de que La Gasca iba huyendo, porque también había sido desbaratado, y se concertaron entre ellos para asesinar al Gobernador y a los alcaldes, a tiempo que estuviesen, un domingo, oyendo misa en la iglesia, resueltos a hacer lo mismo con todas las personas principales, que se resistieran a abrazar otra vez la rebelión de Pizarro. Mas estando todo a punto, uno de los mismos conjurados descubrió el intento a un religioso de Santo Domingo; éste dio aviso de ello a un alcalde:   —397→   Lunar fue prendido y ahorcado; hiciéronse ejemplares castigos en sus cómplices y la conjuración quedó completamente desbaratada.

Así que principió el buen tiempo, el Presidente levantó su campo de Jauja, marchando con dirección al Cuzco: detúvose algún tanto, mientras hacía fabricar con grande trabajo, para que pasase su ejército, un puente de mimbres sobre el cauce profundo del correntoso Apurímac. Gonzalo, sabiendo la aproximación del ejército real, mandó a Juan de Acosta con alguna gente de a caballo, para que le impidiese pasar el río, tomándolo desprevenido: pero Acosta llegó tarde, cuando el ejército había coronado la agria cuesta del otro lado de allá del río, y se volvió al Cuzco, para dar aviso de que el Presidente venía acercándose con su ejército. Pizarro entonces salió de la ciudad y acampó con su gente en el valle de Jaquijaguana: el Presidente llegó después, y sentó sus reales en el mismo valle al frente de Pizarro; y el día 9 de abril de 1548, por la mañana, principiaron a escaramuzar los corredores de los dos ejércitos; mas la escaramuza por parte de los de Pizarro se convirtió bien pronto en completa deserción. El primero que se pasó al campo del Presidente fue Garcilaso de la Vega; siguiole a poco rato el famoso licenciado Cepeda, que, metiendo espuela a su caballo, huyó corriendo a toda furia y se presentó a La Gasca: Pizarro, asombrado, quiso todavía probar fortuna y se esforzaba por pelear denodadamente, mas, en vano, porque aquello no era combate, sino manifiesta deserción, tanto que los soldados de La Gasca estaban ocupados solamente en proteger a los que   —398→   se les venían del campo enemigo. Después de pocos instantes, Gonzalo Pizarro abandonado de todos los suyos, cayó prisionero en poder de los contrarios, sin haber tenido siquiera la honra de combatir. Carvajal se puso en fuga; pero derribado del caballo en la carrera, fue tomado también prisionero: igual suerte cupo al capitán Acosta. Al mediodía todo el campo estaba ya en silencio, porque no ha habido batalla ni más provechosa para los vencedores, ni más fácilmente ganada.

Gonzalo Pizarro fue sentenciado inmediatamente a muerte como traidor: la misma sentencia se pronunció contra Carvajal y otros varios. Pizarro, viéndose precipitado en un instante de la cumbre del poder en el abismo de la desgracia, entró en cordura, y, aunque hombre de ingenio grosero, comprendió la insensata vanidad de las grandezas humanas; pues la fe cristiana, cuyas saludables máximas había desoído en la prosperidad, le halló dócil en la desgracia; y el que había vivido en tanta holganza, y disipación, sólo pensó en morir cristianamente. Al pie del cadalso, donde debía ser degollado, pidió de limosna que mandasen celebrar algunas misas por el descanso de su alma: la historia ha consignado en sus páginas un recuerdo que caracteriza la fisonomía moral de este hombre, tristemente famoso, a saber, que nunca, ni en la más grande prosperidad, se olvidó por completo de Dios, pues, con ser de corazón naturalmente duro y cruel, se dejaba ablandar cuando imploraban su conmiseración en favor de sus víctimas, invocando el nombre de la Santa Virgen María. En el momento de salir   —399→   al patíbulo tomó en sus manos una sagrada imagen de la Virgen, y, estrechándola a su pecho, la invocaba con fervorosas plegarias, para que le asistiese en su última hora. Deseó gobernar el vasto imperio del Perú con absoluta independencia; y, si su ingenio hubiera sido tan grande como su ambición, quizá habría fundado un reino poderoso, y sentado los fundamentos de la futura prosperidad y engrandecimiento de estos pueblos; mas, por desgracia, sin otro fin que el de gozar, sin otros principios de gobierno que una codicia loca, con odio a las leyes, porque para Pizarro la ciencia de gobierno consistía en hacer sus caprichos, ensangrentó en una feroz guerra civil inmensas comarcas, desde el Potosí hasta el Magdalena; quiso fundar un pueblo, pero sin moral, es decir, quiso dar vida a un cuerpo, privándole del espíritu que lo anima: ambicionó la corona y su trono fue el patíbulo. Tan juntas andan en las cosas humanas la grandeza y la humillación.

Carvajal fue condenado a que se le cortara la cabeza: pusiéronle en un serón, para que arrastrado por dos acémilas, fuese conducido al lugar del suplicio. Apenas principiaron a caminar las acémilas, cuando el pobre viejo dio de cabeza contra el suelo; pero al punto acudieron algunos soldados, y compadeciéndose de su antiguo jefe lo tomaron en brazos y lo llevaron al sitio donde el verdugo debía cortarle la cabeza.

Francisco de Carvajal, a quien los contemporáneos solían llamar el demonio de los Andes, era un hombre extraordinario: había militado por más de cuarenta años en Europa, como uno   —400→   de los más valientes soldados en las guerras de Italia bajo las órdenes del Gran Capitán. Vino primero a Méjico, de donde pasó al Perú, cuando el cerco de Lima y el alzamiento del Inca Manco: quiso regresar poco después a España, y no encontró buque ninguno en que embarcarse, por lo cual se quedó en el Perú y tomó parte en la rebelión de Gonzalo Pizarro. Un soldado de las prendas militares de Carvajal no podía menos de contribuís poderosamente al buen éxito de la rebelión: sobrio como ninguno, activo, sagaz y diligente, de ánimo muy esforzado y de cuerpo vigoroso; fecundo en ardides de guerra, impávido ante el dolor ajeno; cruel y sanguinario, con suma facilidad mandaba quitar la vida a los que tenían la desgracia de caer en sus manos: la edad, en vez de quebrantar había fortalecido sus miembros, y con pasar de ochenta años, era todavía tan ágil como un joven: siempre sereno, y tan imperturbable que, hasta en los momentos mismos de su muerte y cuando lo estaban encerrando en el zurrón en que debía ser arrastrado, todavía estaba diciendo donaires, con chocante sangre fría. Pequeño de cuerpo y muy grueso de carnes; con el rostro fresco y colorado, parecía al verlo un hombre pesado y tardío; pero a caballo hacía sin cansarse enormes jornadas, yendo en marchas militares rápidas por los fragosos caminos de la cordillera, sin parar, desde Quito hasta Charcas. En sus creencias religiosas parece que el viejo y endurecido soldado había maleado su conciencia, con cierto materialismo indiferentista, cosa muy sorprendente en un castellano del siglo decimosexto.

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A Pedro de Puelles y a otros españoles, vecinos de Quito, que habían tomado mucha parte en la rebelión de Gonzalo Pizarro contra el Virrey, se les formó juicio después de muertos, para pronunciar contra ellos sentencia condenándolos como traidores; por lo cual se mandó que la casa que Puelles tenía en Quito fuese derribada y puesto en ella un letrero, que manifestase su traición, como se cumplió exactamente. A Rodrigo de Salazar se le remuneró concediéndole, en la provincia de Oriente, la gobernación que llamaron de Zumaco; y a Martín de Ochoa, otro vecino de Quito, leal servidor del Rey, se le dio la gobernación del río de Mira, formada de parte de las dos provincias que hoy llamamos de Imbabura y Esmeraldas86.




IV

Notable fue la parte que en aquella época tomó el Clero, así en favor como en contra de Pizarro.

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Eclesiásticos hubo que predicaban en los templos, desde los púlpitos, en alabanza de Gonzalo Pizarro, ensalzando sus méritos, y recomendando al pueblo cristiano, en la casa misma de Dios y entre los divinos misterios, los proyectos de engrandecimiento del afortunado caudillo otros se enrolaban en las filas de sus ejércitos, y, olvidados de la santidad de su estado, llevaban armas públicamente, como un fraile de la Merced, a quien por el arcabuz que traía siempre terciado a la espalda sobre la cogulla, le apellidaba el pueblo Fr. Pedro Arcabucero87.

Algunos fueron tan lejos en sus planes políticos, que, viendo a Gonzalo Pizarro triunfante después de la muerte del Virrey, le aconsejaron que desconociera la autoridad del Emperador y se hiciera coronar por rey, pidiendo al Papa la investidura del reino del Perú, para lo cual, le decían que debía mandar al padre Santo un buen regalo de dinero, pues de esa manera le tendría propicio y conseguiría más fácilmente su pretensión. El más solícito en dar a Pizarro semejante consejo era Fr. Jodoco, quien escribió a este propósito una carta al licenciado Cepeda, estimulándole a que diese calor a los planes de monarquía que había formado Pizarro.

Con grande interés aceptó Gonzalo tan lisonjero consejo, y llamando a un cierto Sebastián de   —403→   los Ríos, que había estado en Roma, le preguntó cómo se solían negociar con el Papa semejantes asuntos. Para pedir al Papa que concediera a Gonzalo Pizarro la investidura del reino del Perú, decía Fr. Jodoco que se podía alegar las muchas exigencias de dinero que hacía el Emperador a los vecinos y conquistadores, sin contentarse jamás con los quintos, pidiendo con frecuencia crecidas sumas a manera de servicio o regalos, para las incesantes guerras que sostenía en Europa, con lo cual parecía que su Majestad quisiese dejarles sin haciendas, cosa que no les era dable soportar88.

Tampoco es satisfactorio encontrar en los ejércitos a los Obispos, como lo tenían de costumbre en la guerra contra Gonzalo Pizarro, yendo con el ejército real; pues el historiador se holgaría   —404→   más de hallarlos en sus iglesias, que en los campos de batalla.

Como cuando sucedieron en el Perú las guerras y revueltas, ocasionadas por Gonzalo Pizarro, se había hecho ya la erección del obispado de Quito, andaba por aquí un sacerdote, llamado Juan Coronel, a quien el Emperador había hecho merced de una de las canonjías, que habían de erigirse en la nueva Catedral. Viendo triunfante a Gonzalo Pizarro, abrazó su partido con tanto entusiasmo el futuro canónigo de Quito, que escribió en latín una obra titulada de Bello justo, para probar con cuanta justicia había hecho Pizarro la guerra contra el Virrey. Tanta decisión por su causa no podía menos de contentar a Pizarro, quien, para remunerar al canónigo de una   —405→   manera que lo tuviese más prendado con su partido, le escogió por ayo de su hijo natural, obligándole a seguirle a cualquiera parte que fuese. Por esto, cuando sucedió la batalla de Jaquijaguana, estaba en el Cuzco, donde fue tomado preso. Consignado al brazo secular, después de degradado, se pronunció contra él sentencia de destierro perpetuo del Perú; y en la primera armada fue mandado con otros presos a España, para que en las cárceles de la Península pagase su condena. Con este canónigo fue remitido también a España el hijo de Gonzalo Pizarro.

Por el contrario en Portoviejo el Comendador y los religiosos de la Merced tuvieron gran parte en que aquella ciudad desconociese la autoridad de Gonzalo Pizarro y proclamase la obediencia del Rey, jurándole de nuevo fidelidad; pues, un sábado de Ramos, estando oyendo misa en la iglesia del convento todos los oficiales de Pizarro, los padres dieron auxilio de armas y caballos al gobernador Francisco de Olmos, para que los prendiese a todos, como lo hizo tomandolos de sorpresa, enteramente desprevenidos.

  —406→  

Otros religiosos, trabajaron en conservar los pueblos en la obediencia del Rey, y, cuando vino La Gasca enviado por Carlos V, sirvieron para derramar en las ciudades y provincias las copias de las provisiones reales, por lo cual muchos de ellos fueron maltratados por Pizarro, y algunos también asesinados por su maestre de campo, como un sacerdote apellidado Pantaleón, a quien Carvajal hizo ahorcar, dejándolo colgado de un árbol en el campo con el breviario al pecho. Fue tanta la parte que en estas escandalosas guerras civiles tomaron los clérigos en favor de Pizarro que Carlos V hubo de acudir a la Santa Sede, solicitando un Breve, para que los Obispos pudiesen, sin apelación castigar a los culpables. El pensamiento de fundar en estas partes un reino independiente no dejaba de ser halagüeño; pero los hombres que lo concibieron estaban guiados únicamente por una ambición reprensible en sus proyectos de independencia de España. La suerte de la desgraciada raza indígena habría sido entonces más lamentable, pues las ideas de monarquía independiente eran sostenidas por los mismos que se habían puesto en armas, por no sujetarse a las ordenanzas del Rey, que mandaba hacer justicia a los desventurados indios. Por otra parte, ¿cuáles iban a ser las leyes?, ¿cuáles las instituciones de la nueva monarquía con hombres como Gonzalo Pizarro, el licenciado Cepeda y Carvajal, para quienes la horca, el puñal, el veneno eran medios de gobierno? Aquellos hombres habrían llegado, tal vez, a formar del Perú una monarquía aparte; pero nunca, una nación civilizada. El clero se unió a ellos, por medrar,   —407→   y se deshonró a sí mismo con la participación en proyectos tan inmorales, porque siempre y donde quiera la historia de los sacerdotes palaciegos será historia infame.




V

Después de la batalla de Jaquijaguana, Valdivia volvió a su gobernación de Chile y el adelantado Benalcázar, a la de Popayán, donde pasó lleno de disgustos y sinsabores, los últimos años de su vida. Benalcázar conquistó las provincias de Neyba y Popayán como Teniente de gobernador de Francisco Pizarro: deseando alcanzar para sí gobernación independiente, pasó a España y consiguió el título de adelantado de Popayán. De vuelta de la Corte, tuvo graves contestaciones con Andagoya, pues ambos pretendían que la ciudad de Cali con toda su comarca pertenecía a la gobernación, de que a cada uno de ellos, por separado, les había hecho merced el Emperador. Benalcázar, más audaz y resuelto que su competidor, no se curó de alegar ratones, y, por la fuerza, se apoderó, a traición, de la persona de Andagoya, lo llevó a Popayán y allí lo conservó preso, a buen recado, hasta que Vaca de Castro lo mandó soltar. Puesto en libertad, Andagoya hizo inmediatamente viaje a España, para implorar en la Corte justicia contra los agravios que había recibido de Benalcázar. Mas, sucedieron por aquella época la revolución de Gonzalo Pizarro, las alteraciones y disturbios de aquella guerra civil prolongada, y, por fin, la pausada y laboriosa pacificación, que del virreinato   —408→   del Perú hizo el Presidente La Gasca. Andagoya murió por aquel entonces, sin alcanzar la justicia que solicitaba contra su émulo, pues la Corte acababa de recibir por parte de Benalcázar señaladas pruebas de fidelidad e importantes servicios en la última guerra contra Gonzalo Pizarro.

Algún tiempo antes, en su misma gobernación de Popayán, había cometido Benalcázar un crimen, que enturbió los postreros años de su vida.

Fue el caso, que Benalcázar, sin autoridad ninguna para ello, condenó a muerte al mariscal Jorge Robledo, con quien disputaba acerca de la posesión de las provincias de Antioquía y Ancerma, sobre las cuales alegaba tener derecho el adelantado de Popayán. Benalcázar inmoló en Robledo una víctima a sus pasiones, condenándolo a muerte no por fallo imparcial de justicia, sino por cálculos de ambición: tan desastrado fin tuvieron los proyectos de prosperidad y engrandecimiento que el Mariscal se proponía realizar en las ricas y fértiles comarcas, que con grandes trabajos había pacificado.

Mas aún no había acabado de consumar Benalcázar su crimen, cuando principió a experimentar sus funestas consecuencias: Robledo dejaba una viuda, la cual hizo oír su voz en la Corte, implorando castigo para el que tan injustamente había dado muerte a su esposo; el Real Consejo de Indias acogió las quejas presentadas contra el adelantado de Popayán y mandó, para que le tomase residencia, al licenciado Briceño. El comisionado la tomó con tanto rigor y tan estrecha, que, al fin, pronunció sentencia de muerte   —409→   contra Benalcázar, condenándole además al secuestro de todos sus bienes. Viéndole caído, se levantaron contra él todos sus enemigos a acusarlo, pidiendo venganza de antiguos, pero no olvidados agravios. El desgraciado gobernador de Popayán tuvo por mucha fortuna alcanzar de su severo juez, que le concediera la apelación ante la Corte; y, ya viejo y enfermo, tomó el camino de España a implorar clemencia como reo, el que pensara acabar tranquilamente sus días en la abundancia, honrado por su soberano. Llegado a Cartagena murió, consumido de pesadumbre y aflicción, por dejar suspendido sobre su cabeza el fallo de un juicio, en el cual no sabía, si sería absuelto.

El 23 de abril de 1551, estando bajando a Cartagena, embarcado en la nao Santa Clara, se sintió muy agravado en su enfermedad, y conociendo que su hora postrera se le acercaba ya, hizo su testamento, dando poder para que en su nombre testaran en toda forma sus dos albaceas, que eran Fernando Andigno, que iba en compañía del mismo Benalcázar, y el capitán Juan Díaz Hidalgo, vecino de Cali, que a la sazón estaba en España. El día 28 de abril, estando ya en Cartagena, volvió a otorgar y ratificar el testamento que había hecho en el mar: declaró los hijos que dejaba, instituyó por su heredero del cargo de gobernador de Popayán a don Alonso de Fuenmayor, su yerno, expresando que, en caso de que éste faltara, era su voluntad que le sucediera en la gobernación su hijo Sebastián, y, como no supiera escribir, pidió que uno de los circunstantes firmara en su nombre.

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Así que el conquistador de Quito espiró, su fiel compañero Fernando Andigno compró cuatro varas de ruan para amortajarlo, pagó un peso a una mujer para que hiciera esta obra de piedad con el cadáver de su amigo, y cuidó de darle honrosa sepultura en la Catedral. A sus funerales concurrieron todas las personas notables de la ciudad, honrando públicamente a uno de los más famosos capitanes y conquistadores del Perú. Benalcázar era el último de los conquistadores del imperio de los Incas y del reino de los scyris, que había sobrevivido a sus compañeros: los demás habían perecido antes, con fin prematuro y muertes desastradas, unos muriendo, como Ampudia a manos de los indios en las guerras de la conquista; otros condenados a muerte por sus mismos compatriotas, como Almagro, en las guerras civiles con que ensangrentaron el suelo peruano. Aún no había pasado todavía ni medio siglo completo, cuando ya todos los más famosos conquistadores del Perú habían descendido a la tumba89.

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Considerada la conducta del conquistador de Quito, a la luz de la moral cristiana, no puede ser alabado sin grande reserva: constante en las empresas que acometía, esforzado para llevarlas a cabo, incansable en buscar siempre otras nuevas, recorrió distancias inmensas, descubriendo provincias de muy diversos climas, habitadas por naciones y tribus innumerables: jamás le rindió el trabajo, ni le acobardaron los peligros: la adversidad no le quebrantó y su ambición no moderada le condujo a cometer crímenes que deshonran su memoria: para tener gratos a los soldados les permitía toda clase de excesos, y para con los desgraciados indios se mostró muchas veces cruel e inhumano. Sin estas manchas, su nombre habría pasado con gloria a la posteridad.



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VI

Poco tiempo permaneció La Gasca en el Perú después de la fácil victoria de Jaquijaguana. Administró justicia, remuneró largamente a los servidores leales del Rey, organizó la Real Audiencia de Lima, confirió repartimientos y encomiendas, procurando poner orden en la revuelta sociedad de las colonias y, trascurrido algún tiempo se volvió a España, desde el país del oro y las riquezas, tan pobre y modesto, como había venido. Y no debemos extrañar que dejase muchos descontentos, si reflexionamos cuán insaciable era la ambición de los que, viniendo de su patria al Perú querían, de la noche a la mañana, adquirir riquezas fabulosas.

¿Cuál era en aquella época el estado moral de nuestros pueblos? ¿Quién, recorriendo las páginas sangrientas de la historia de las guerras civiles de los conquistadores del Perú, no siente su   —413→   corazón poseído de horror, al ver cómo se había pervertido tanto el criterio moral de los españoles, que consideraban el asesinato como un acto lícito y hasta como una virtud digna de alabanza? Se hiela la sangre en las venas, viendo cómo echaban mano del puñal y del veneno para llevar a cabo sus planes políticos, para satisfacer sus venganzas personales o para saciar sus apetitos carnales: ¿dónde la moral? ¿Qué había sido de ella?... En tiempos tan revueltos como los de las guerras civiles de los conquistadores del Perú, la moral y la justicia parecían haber sido echadas fuera de la sociedad humana.

No obstante, la influencia benéfica de la doctrina católica se deja sentir, aun a pesar de los vicios y pasiones de los conquistadores. Esos vicios son muchos, no hay duda; esas pasiones son fuertes e indomables, y la conquista es tanto más devastadora cuanto menos cristiana. Época de fe ardiente y entusiasta, pero también de grosera ignorancia: época de perturbaciones, trastornos y guerras; cuando a la conquista debía haber seguido la paz, necesaria para la enseñanza y evangelización de los indios, la guerra civil arrancó a estos infelices violentamente de sus hogares, llevándolos a los campos de batalla, para que sirviesen como testigos de luchas sangrientas. Los indios veían entonces en la conducta del soldado una contradicción monstruosa entre las enseñanzas de la Religión que profesaba y sus hechos de odios encarnizados, venganzas feroces y vida deshonesta. Por desgracia, hubo también clérigos y religiosos que, con su vida escandalosa y poco recatada, contribuyeron a hacer que indios y españoles   —414→   tuviesen en menos los preceptos de virtud y perfección inculcados por sacerdotes, que no se curaban de vivir ajustados a las enseñanzas de la severa moral cristiana. De aquí resultó un cristianismo degenerado, el cual hacía consistir la religión en muchas prácticas exteriores de devoción, con ausencia de sólidas virtudes cristianas; cristianismo de la letra y no del espíritu. Gonzalo Pizarro, siempre que entraba a una ciudad, iba primero derecho a la iglesia, adoraba allí al Santísimo Sacramento, se encomendaba a la Virgen, de la cual hacía alarde de ser devoto, y después pasaba a su casa: cuando entre la conversación oía alguna cosa que le sorprendiese o maravillase, se santiguaba para manifestar su admiración; pero no prestaba oídos a quien le diese consejos que contrariasen sus inclinaciones desarregladas. Así es que, sus palaciegos, para tenerle grato, aprobaban cuanto decía, y, si les pedía consejo, se lo daban a medida de sus deseos. Los Cabildos o Ayuntamientos de las ciudades, en todos sus acuerdos, ponían siempre por motivo de cualquiera medida que tomasen el servicio de Dios y el bien de los naturales de la tierra, sin que jamás se atreviesen a alegar por pretexto una causa que no fuese muy moral. En cuanto al Cabildo o Ayuntamiento de Quito, como lo hemos hecho notar antes, en varias ocasiones requirió a los más orgullosos capitanes, y entre ellos al mismo Gonzalo Pizarro, para que no maltratasen a los indios, llevándolos encadenados a las expediciones, que hacían entonces en demanda de tierras todavía no descubiertas.

No hubo en aquellos tiempos la vigilancia necesaria   —415→   para poner en armonía las costumbres con las creencias cristianas: creyentes fervorosos, pero católicos muy relajados, tales eran los hombres de aquella época. Causa, por cierto, admiración verlos tan firmes en esperar la protección del cielo para empresas, unas veces temerarias, y otras injustas; pero tan ofuscadas estaban entonces las nociones exactas respecto de la doctrina católica que, muchas veces los conquistadores atribuían a intervención sobrenatural de la Divinidad sus triunfos, sus victorias sobre los indios, y aun aseguraban que habían visto peleando a par de ellos en los campos de batalla ya al Santo Arcángel Miguel, ya al Apóstol Santiago, caballero en blanco corcel, como en otros tiempos creían haberlo visto en España, guerreando contra los Moros. La guerra contra los indios fue para los conquistadores guerra sagrada, porque era verdadera guerra de religión, de los adoradores de la Cruz contra los adoradores del demonio: de aquí es que, los conquistadores mientras quemaban a los indios rezaban el Credo, sin inquietarse acerca de la justicia o injusticia con que los condenaban a muerte. Pero cuando calmaba el furor de la guerra, esos mismos conquistadores deponían las armas y se unían con la raza conquistada, hermanándose muchas veces con ella en los tiernos lazos de familia: los castellanos formaron su hogar en medio de los indios; y no faltaron conquistadores que partieron su lecho conyugal con las mismas mujeres de la raza conquistada: hecho único en la historia de las razas conquistadoras.





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ArribaCapítulo undécimo

Erección del obispado de Quito


Organización del gobierno en los primeros tiempos de la época, colonial. Los gobernadores de Quito antes de la fundación de la Real Audiencia.- Rodrigo de Salazar.- Gil Ramírez Dávalos.- Salazar de Villasante.- Erección del obispado de Quito.- El Bachiller don Garcí Díaz Arias primer obispo de Quito.- Erección de la iglesia Catedral.- Costumbres ejemplares del primer Obispo.- Desacuerdo entre el Obispo y la Municipalidad de Quito.- La primera Sede vacante.- Costumbres y manera de vida en aquellos tiempos.- Fundación de las ciudades de Loja, Zamora y Cuenca.- Las primeras ordenanzas del cabildo de Cuenca.- Fin del primer período de la segunda época de la Historia general del Ecuador.



I

Restablecido el orden público y pacificadas las provincias del Perú, el presidente La Gasca se volvió a España, y desde entonces continuó el gobierno de los virreyes, los cuales se fueron sucediendo sin interrupción unos a otros, durante toda la época de la dominación colonial. Aunque nuestra historia está muy enlazada con la del Perú, en la primera centuria de la dominación y gobierno de los virreyes de Lima; con todo, al terminar las guerras civiles de los conquistadores, y aun antes de la erección del obispado de Quito y de la fundación de la Real Audiencia, ofrece una serie de hechos, con los cuales se puede tejer una relación completa, sin necesidad de referir los sucesos que se   —418→   verificaron en el Perú; por esto, ya desde el regreso de La Gasca a España, nuestra narración se concreta a lo que aconteció en el antiguo reino de Quito, de cuyas provincias se formó, andando los tiempos, la actual República del Ecuador.

¿Cuál era la condición social de nuestros mayores, al concluirse el período turbulento de las guerras civiles entre los conquistadores? ¿Cuál era el aspecto que presentaban estos nuestros pueblos en aquel período de nuestra historia política, cuando estaban apenas nacidos a la vida de la civilización? ¿De qué modo estaba organizada la sociedad de entonces? ¿Qué manera tenía de gobernarse? ¿Cuáles eran su carácter, su índole, su fisonomía moral? La historia debe ser como una maga, obradora de portentos, a cuya voz tornen a la vida las generaciones del pasado.

Veamos lo que en aquellos remotos tiempos era nuestra sociedad.

Una vez terminada la pacificación de la tierra, no podía menos de pensar el monarca español en organizar el gobierno de ella; y así lo hizo, en efecto.

Todas las provincias de que se compone actualmente nuestra República, formaban parte de un solo estado político, conocido con el nombre del virreinato del Perú, cuyos límites se extendían tanto como los del imperio de los Incas en los últimos tiempos del reinado de Huayna Capac, el más poderoso de todos ellos. La suprema autoridad, así política como militar, la ejercía un virrey, el cual hacía ordinariamente su residencia en Lima, que era la capital del virreinato.   —419→   El virrey nombraba gobernadores en las diversas provincias, y éstos tenían, en su territorio, la autoridad inmediata en lo civil, en lo militar y hasta en lo judicial.

El supremo poder judicial residía en la audiencia, cuyo tribunal, en el que presidía el virrey en persona, se hallaba establecido también en Lima. Los gobernadores en sus respectivos distritos eran jueces de primera instancia, de cuyos fallos se apelaba a la Audiencia: de las resoluciones dictadas por la Audiencia y de los decretos expedidos por los virreyes se podía apelar casi siempre al Rey.

El gobierno local se componía de los ayuntamientos o cabildos de las villas y ciudades, fundadas por los conquistadores. En estos cabildos presidía el gobernador de la ciudad o su teniente. Todo gobernador solía tener derecho de nombrar un teniente, que en casos de ausencia desempeñara sus veces.

Los cabildos de las ciudades estaban formados de dos alcaldes ordinarios y de ocho regidores. Cada cabildo tenía un secretario, que lo era siempre un escribano del Rey: nombraba además un tesorero y un mayordomo de la ciudad. Los alcaldes ordinarios duraban en sus empleos un año, pero podían ser reelegidos. Los regidores desempeñaban su destino ordinariamente por un tiempo indefinido, y los que alcanzaban su nombramiento del Rey, gozaban de su cargo perpetuamente.

Al principio, cuando se verificaba la conquista de una provincia o de un territorio, la suprema autoridad residía en el conquistador, que había   —420→   pactado con el soberano la empresa de conquistar, de pacificar y de incorporar a la corona de Castilla un reino o un imperio americano. El conquistador en este caso recibía el título de gobernador, con autoridad para ejercer justicia en el territorio que conquistara. El conquistador era el único que tenía derecho para fundar ciudades: así que se ponía por obra la fundación de una ciudad, el mismo conquistador nombraba los alcaldes ordinarios, y los regidores que habían de componer el cabildo de ella, y elegía un teniente de gobernador. La autoridad de los conquistadores era, pues, al principio omnímoda, como lo exigía la condición de la sociedad civil en aquellas circunstancias; pero, fundada una ciudad y constituido el cabildo de ella, la autoridad absoluta de los conquistadores era moderada por la acción de los municipios, encargados de mirar por el bien común.

Por esto, al principio, en todas estas provincias de la América Meridional conquistadas por Pizarro y sus compañeros, no había más autoridad que la del conquistador don Francisco, el cual, ennoblecido con el título de Marqués y provisto del cargo de gobernador, ejercía su jurisdicción sobre todos los territorios conquistados, desde los confines de Bolivia, hasta más allá de Pasto en Colombia. Pizarro fue el primero y el único gobernador que hubo en todas estas comarcas en los primeros años, que siguieron a la conquista y reducción del vasto imperio de los Incas. En nombre de Pizarro y con su autoridad fundó Almagro en el territorio ecuatoriano la ciudad provisional de Santiago y la villa de San   —421→   Francisco de Quito; asimismo, en nombre y con autoridad de Pizarro, llevó a cabo Benalcázar la conquista de todas estas provincias y fundó en ellas la ciudad de Guayaquil, el asiento de Chimbo y otras poblaciones de menor importancia.

Todo el actual territorio ecuatoriano en aquella época no tenía, pues, más que tres ciudades: la de Quito, en la sierra interandina, y las de Portoviejo y Guayaquil, en la costa del Pacífico: podemos, por lo mismo, decir que todo el territorio ecuatoriano durante las dos primeras décadas estuvo dividido solamente en tres provincias, correspondientes a las tres únicas ciudades fundadas en estas partes. Más tarde, se constituyó la gobernación de la ciudad de Loja, y después la de la ciudad de Cuenca. En todas estas ciudades y en las que se fueron fundando los años sucesivos en la región oriental, había tenientes de gobernador, puestos por la suprema autoridad de los gobernadores primero, y después de los virreyes del Perú.

Las ciudades de la costa prosperaron muy poco en aquellos primeros tiempos, y Guayaquil todavía menos que Portoviejo. Las tribus de los huancavillcas no se dieron de paz tan fácilmente; les pesaba ver a los blancos establecidos y señoreando en sus tierras, por lo cual las rebeliones y alzamientos eran frecuentes, hasta que la raza indígena fue poco a poco desapareciendo, consumida por enfermedades y aminorada en las guerras y guazabaras, que sostenían los indios con los conquistadores.

Quito estuvo gobernado al principio por el mismo conquistador Benalcázar: mas este, en sus   —422→   frecuentes y prolongadas ausencias, confiaba el cargo de teniente de gobernador y de capitán general a alguno de los primeros pobladores. En esos tiempos de fundación y de organización de la colonia la justicia estaba, pues, muy mal administrada.

A Benalcázar le sucedió Lorenzo de Aldana; y a Lorenzo de Aldana, Gonzalo Pizarro. Cuando éste andaba perdido en las selvas de la banda oriental en su novelesca expedición de la Canela, vino Vaca de Castro, y fue reconocido como gobernador de todo el Perú. Erigido el virreinato y fundada la primera audiencia de Lima, terminó el gobierno y administración de Vaca de Castro. Como España no dejaba impunes las faltas de sus hombres públicos, por grandes y elevados que fuesen, Vaca de Castro fue procesado, y tomósele estrecha cuenta de la autoridad, que, para gobernar el Perú, se le había confiado, y por largos años estuvo preso en las cárceles de la Península, hasta que se fallara su causa.

Sucedieron luego los trastornos causados por las nuevas ordenanzas, la guerra entre Gonzalo Pizarro y Blasco Núñez Vela, y la lenta pacificación del perturbado imperio del Perú, que terminó con el vencimiento y castigo de los rebeldes en Jaquijaguana, mediante el tino y la sagacidad, del Presidente La Gasca. ¿Cuál fue en aquel entonces la suerte de Quito?

Estas provincias estuvieron unas veces poder de Gonzalo Pizarro, y otras en manos de la autoridad real, según la varia fortuna de las armas en uno u en otro partido. Entre los hombres públicos de entonces se distinguieron los capitanes   —423→   Gonzalo Díaz de Pineda, que gobernó esta ciudad en varias ocasiones, y Pedro de Puelles, el cual, muy puesto en sostener la autoridad de Gonzalo Pizarro, murió a manos de sus mismos cómplices.

Rodrigo de Ocampo, otro de los gobernadores de Quito, fue decapitado por Blasco Núñez Vela; y Hernando Sarmiento, que hacía de teniente de gobernador en nombre del Virrey, fue muerto por orden de Pizarro. De este modo, en pocos años tres gobernadores de Quito perecieron con muerte desastrada.

Rodrigo de Salazar, el matador de Pedro de Puelles, era natural de Toledo: hombre mañoso y de no laudables costumbres, se casó en Lima con doña Leonor de Valenzuela, de la cual vivía separado por su propio querer. Cuando la guerra de Vaca de Castro con Almagro, estuvo en el ejército real, y él fue quien, en la batalla de Chupas, tomó prisionero al desventurado don Diego, el joven, hijo del Mariscal: mientras lo más encarnizado de la guerra civil entre Gonzalo Pizarro y el Virrey, se mantuvo retirado en Chimbo, donde tenía un repartimiento de indios, y no salió de allí sino después de la batalla de Iñaquito, manifestándose amigo fervoroso de Pizarro, hasta que conoció que la fortuna y prosperidad de este caudillo principiaban a decaer visiblemente: entonces, para labrar méritos ante el Presidente La Gasca, asesinó a su amigo y camarada Puelles, sorprendiéndolo alevosamente. Sus contemporáneos le conocían con el apellido de «el corcovado», por la giba deforme que afeaba sus espaldas. Ya en su vejez, fue castigado por la Real   —424→   Audiencia de Quito, con motivo de las quejas que elevaron los indios, a quienes solía maltratar muy duramente.- Rodrigo de Salazar no tuvo más que un hijo, el cual abrazó el estado eclesiástico, profesando en la orden de San Francisco90.

Los más notables entre los gobernadores de Quito antes del establecimiento de la Real Audiencia, fueron Gil Ramírez Dávalos y Salazar de Villasante.

Gil Ramírez Dávalos vino primero a Méjico, de donde, el año de 1551, pasó al Perú, con el virrey don Antonio de Mendoza. Obtuvo el cargo de corregidor del Cuzco, y se hallaba desempeñándolo cuando sucedió la rebelión y alzamiento de Francisco Hernández Girón, quien se apoderó de la persona de Gil Ramírez Dávalos y lo tuvo preso en su propia casa, durante cinco días, al cabo de los cuales lo echó fuera de la ciudad, despachándolo con una escolta, encargada de dejarlo veinte leguas distante de la población en el camino de Lima. Ramírez Dávalos había hecho en compañía del virrey Mendoza la jornada de Jalisco en Méjico, durante la cual perdió los dientes de una pedrada, que le acertaron en la boca los indios rebelados: en el Perú hizo con mejor   —425→   fortuna toda la campaña contra Girón, hasta que éste fue completamente desbaratado.

El 29 de junio de 1556 fue nombrado gobernador de Quito por el marqués de Cañete, tercer virrey del Perú; y en agosto de aquel mismo año llegó a esta ciudad, para desempeñar el cargo que se le había confiado.

Ramírez Dávalos estaba ya viudo en aquella época, pues su esposa había fallecido en España, algunos años antes. Este gobernador de Quito fue quien fundó la ciudad de Baeza en el valle de Cosanga, en el territorio del Oriente, y la de Cuenca en la provincia de los cañaris.- Su manejo fue atinado, y para con los indios, tan suave y justo, que logró reducir de paz muchas parcialidades.- En Cuenca le fueron adjudicados los terrenos de Cañar y de Inga-pircca91.

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En 1562, dos años antes de que se fundara la Real Audiencia, vino a Quito por gobernador el licenciado Salazar de Villasante, que a la sazón estaba desempeñando en Lima el cargo elevado de Oidor de aquella Audiencia. Durante el breve tiempo que ejerció la autoridad de Gobernador de esta ciudad, procuró Salazar de Villasante captarse la voluntad de los naturales, por el mejoramiento de cuya condición social trabajó celosamente. Reunió a los indios de los contornos de Quito y fundó dos pueblos de ellos, el uno en el sitio donde está ahora la parroquia de la Magdalena, a la orilla derecha del río Machangara, poniéndole el nombre de Velasco, en honra del virrey del Perú; y el otro, en los llanos de Iñaquito, al cual, de su propio apellido, le llamó Villasante. Mas no duraron nada estos pueblos, pues así que llegó aquí el presidente Santillana los deshizo, dispersando a los indios nuevamente por los campos92.




II

Uno de los encargos hechos por el Emperador Carlos V a Vaca de Castro cuando le mandó al Perú, para que restableciese la paz en las perturbadas   —427→   colonias, fue, como dijimos antes, que informara acerca de los puntos donde creyese conveniente erigir nuevos obispados. La fundación de la ciudad de Lima hecha por el marqués don Francisco Pizarro, y la vasta extensión de tierras descubiertas y pacificadas en los últimos años, obligaron a erigir nuevos obispados en Lima y en Quito, desmembrándolos del obispado del Cuzco, el primero y el único que existía en todo lo que entonces se llamaba reino del Perú.

Por medio del embajador que tenía en Roma, Carlos V pidió al Papa la erección de las nuevas diócesis; pero el determinar los límites respectivos de los distritos de ellas, por una concesión o gracia de la Santa Sede, se delegó, a solicitud del mismo Carlos V, al comisionado regio, enviado al Perú para arreglar las diferencias originadas entre los conquistadores. Al mismo tiempo que pidió al Papa la erección de nuevos obispados, hizo el Emperador la presentación, proponiendo, en virtud del derecho de patronato concedido por la misma Santa Sede, para el obispado de Lima a don Fr. Jerónimo de Loaysa, religioso dominico, y para el de Quito, al bachiller don Garcí Díaz Arias.

Ocupaba entonces la Silla de San Pedro el Papa Paulo III, y, accediendo a las súplicas del Emperador, expidió su Bula Super specula militantis Ecclesiae, por la cual erigió en obispado la ciudad de Quito, el día 8 de enero de 1545, el año duodécimo de su pontificado. Según esta Bula de Paulo III, la nueva Catedral debía erigirse bajo la advocación de la Santa Virgen María, y los Prelados del nuevo obispado debían titularse obispos   —428→   de San Francisco de Quito. En la misma Bula el Papa concedió a Carlos V y a los reyes de España, sus sucesores, el derecho de patronato sobre la Catedral de Quito, en virtud del cual podían presentar sacerdotes idóneos para obispos dentro del término de un año después de la vacante, atendida la inmensa distancia que separaba a estas tierras de la Metrópoli. Por el mismo derecho de patronato tocaba al Rey hacer la presentación para las Dignidades, Canonjías y Prebendas de la nueva Catedral ante el obispo, quien debía conceder la institución canónica a los presentados. Erigida en arzobispado la iglesia de Lima, quedó la de Quito por una de las sufragáneas de ella; pues, al principio, no sólo la iglesia de Quito, sino todas las de la América española eran sufragáneas de la Catedral de Sevilla93.




III

Muy pocas noticias tenemos acerca de la vida del primer obispo de Quito. Sabemos solamente que fue natural de Consuegra, pero ignoramos el año de su nacimiento. La primera vez que la historia de América hace mención de él, llamándolo Obispo electo de Quito, es con ocasión   —429→   de la muerte de Francisco Pizarro; pues, cuando Rada con los demás conjurados entró en casa del conquistador del Perú, se hallaba éste acompañado de varios amigos, entre los cuales estaba el bachiller Garcí Díaz Arias. Consta que fue capellán de Francisco Pizarro, que cuidó de que se diese a su cadáver honrada sepultura, y que, junto con el arzobispo Loaysa y los obispos del Cuzco y de Bogotá, que en aquella sazón estaban también en Lima, salió al encuentro de Gonzalo Pizarro, cuando este caudillo volvía triunfante a esa capital, después de la muerte del primer virrey del Perú.

Era el señor don Garcí Díaz Arias sacerdote de la diócesis de Toledo, y tenía parentesco, aunque no sabemos en qué grado, con la familia del conquistador Francisco Pizarro: sirvió en Lima el ministerio de cura de la ciudad, y estaba desempeñando ese cargo cuando fue elegido y presentado para el obispado de Quito.- Recibió la consagración episcopal en el Cuzco, de manos de don Fr. Juan Solano, el día cinco de junio de 1547, un domingo, fiesta de la Santísima Trinidad. Tomó posesión del obispado por medio del presbítero Loaysa, el cual salió de Lima para Quito en abril del mismo año de 1547.- En aquel tiempo ya La Gasca había ganado mucho terreno en el Perú, pues el primer obispo de Quito se consagraba en el Cuzco a los ocho días precisamente después del asesinato de Pedro de Puelles en esta ciudad94.

  —430→  

Hallándose el presidente La Gasca acampado con el ejército real en Jauja, llegó también allí el obispo de Quito, y sin duda asistió a la batalla de Jaquijaguana. De vuelta del Cuzco para Lima, se encontró en el camino con Juan de Acosta, que iba llevando refuerzo de tropa a Gonzalo Pizarro, procuró el Obispo persuadirle de la obligación de ser fiel al Rey, pero fue en vano, porque Acosta no dio oídos a sus reflexiones. Parece indudable que el primer obispo de Quito, aunque estaba prendado con la familia de Gonzalo Pizarro, por haber sido capellán del Marqués su hermano, guardó conducta noble y digna y acudió temprano a unirse con el presidente La Gasca, dando ejemplo de fidelidad a su Rey.

Ignoramos en qué año vino a Quito y cuándo hizo la erección de esta iglesia Catedral; pero no pudo menos de ser antes de 1550, pues el último día de aquel año consta que mandó salir de la iglesia Catedral al gobernador Francisco de Olmos, y a los regidores, declarándolos incursos   —431→   en excomunión mayor. Era el caso, que el Ayuntamiento de Quito había impuesto la contribución de un tomín de oro a los mercaderes y a los demás comerciantes por todos los efectos que introdujesen en la ciudad. El Obispo decía que, nadie podía poner pechos ni contribuciones, sin expreso consentimiento del Rey, el cual, con autorización de la Santa Sede, así lo tenía ordenado, bajo pena de excomunión mayor reservada al Papa para los que faltasen a esta disposición. Los miembros del Ayuntamiento, añadía el Prelado, han quebrantado esta orden real y, por lo mismo, han incurrido en la pena, con que el Rey amenaza castigar a los infractores de ella. El Cabildo, por su parte, requirió al Obispo advirtiéndole que no podía juzgar sobre asuntos puramente temporales, que de ninguna manera pertenecían a su autoridad. El Obispo contestó que, no usurpaba la jurisdicción temporal, pues no había hecho otra cosa que cumplir con el deber que, como Pastor, tenía de amonestar a sus ovejas, advirtiendo repetidas veces al gobernador y a los regidores que no podían imponer las contribuciones que habían impuesto: mas, como ellos, a pesar de todas sus amonestaciones, habían impuesto las contribuciones, el Obispo no había podido menos de declararlos incursos en excomunión mayor, por ser esa la pena, con que se castigaba a los que usurpaban el derecho de imponer nuevas contribuciones, reservado exclusivamente a su Majestad.

El gobernador y los regidores oyeron con atención la respuesta del Obispo y, reflexionando sobre ella, resolvieron suspender el cobro de las   —432→   nuevas contribuciones, hasta que el Rey, consultado sobre el asunto, resolviese lo conveniente95.

El primer obispo de Quito, a quien en la historia del Perú se le conoce con el nombre del bachiller Garcí Díaz Arias, era alto de cuerpo, blanco y sonrosado; de aspecto grave y modesto: tan medido y circunspecto en palabras, como sencillo y manso en sus modales, de suerte que inspiraba veneración en cuantos le trataban. Su vida en Quito fue ejemplar: todos los días, por la mañana y por la tarde, asistía precisamente al Oficio divino en la Catedral, dando muestras de fervor y de devoción, sobre todo en honrar a la Santísima Virgen, a cuya misa solemne no faltaba nunca los sábados.

Fue tan esmerado y tan solícito por el culto divino, que en su tiempo todas las funciones sagradas se celebraban con solemnidad. El ver pasar todos los días al Obispo por la mañana y por la tarde a la Catedral, acompañado de los pocos canónigos que entonces había, fue de mucha influencia en el ánimo de los indios, para convertirlos a la religión cristiana y hacerlos dóciles a las instrucciones, que el mismo Obispo les daba en persona, cada semana. Entonces la vasta diócesis de Quito casi no tenía rentas, y el Señor Díaz Arias vivió con mucha pobreza; pero, si careció de bienes temporales, no por eso su alma fue pobre de virtudes cristianas, las cuales son el verdadero tesoro y la riqueza de un obispo96.

  —433→  

Por una acto, del Cabildo eclesiástico se sabe que el señor Garcí Díaz Arias, primer obispo de Quito, murió en esta ciudad a fines de abril de 1562, después de haber gobernado esta iglesia por más de doce años. Desde su promoción al obispado hasta su muerte pasaron como diez y siete años; pero de éstos, los cuatro o cinco primeros, no pudo gobernar su diócesis, por los trastornos y guerras civiles, en que estaba entonces envuelto todo el Perú97.

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Cuando este primer Obispo vino a Quito, la iglesia parroquial era todavía de tapias, con techumbre de paja, y, aunque estaba en el mismo punto donde está ahora la Catedral, su extensión era mucho menor, pues hacia el lado occidental se hallaban las casas parroquiales, edificadas por el presbítero Juan Rodríguez, primer cura de Quito, en los sobres que le dieron los conquistadores. Después de la muerte de aquel sacerdote, dispuso el Cabildo secular que se compraran esas casas, a fin de que se ensanchara el espacio destinado para iglesia parroquial.

El Emperador Carlos V determinó que la nueva iglesia, que había de servir de Catedral, se construyese a expensas de la corona, de los indios   —435→   y de los encomenderos o vecinos acaudalados, distribuyéndose los gastos en partes proporcionalmente iguales. Para edificarla de una manera sólida y durable, se buscaron piedras y entonces fue cuando se descubrió la cantera, de donde todavía en nuestros días se sacan piedras para los edificios de la ciudad.

El primer obispo de Quito fue (como lo dijimos ya), muy esmerado en las cosas pertenecientes al culto divino y procuró celebrar las funciones religiosas con cuanta magnificencia era posible en aquellos tiempos: gustaba mucho de que los divinos oficios se hiciesen con buena música, y tanto empeño puso en tenerla buena que, en su tiempo, la de la Catedral de Quito era una de las mejores que había en las iglesias del Perú.




IV

En aquella época no había en Quito más que una sola parroquia, administrada en lo espiritual por dos curas rectores, como lo disponía el auto de erección de la iglesia Catedral.

Según este auto de erección, el Capítulo de la nueva Catedral debía componerse de veintisiete miembros, a saber, cinco Dignidades, diez Canonjías o Prebendas, seis raciones enteras y otras tantas medias raciones. Las dignidades son las siguientes, la de Deán, Arcediano, Chantre, Maestrescuela y Tesorero.

El deán debe presidir siempre en el capítulo y cuidar de que los divinos oficios se celebren con la debida compostura y reverencia: su dignidad   —436→   es la primera después de la del obispo. Al arcediano se le impone el cargo de examinar a los clérigos que han de ser promovidos a las sagradas órdenes, de asistir al obispo cuando ejerza sus funciones pontificales y de visitar la diócesis, siempre que el prelado le mandare visitarla, en caso de no poder hacer la visita por sí mismo. El eclesiástico que haya de ser promovido a esta dignidad, debe ser indispensablemente graduado en uno de los dos derechos, o siquiera bachiller en Teología.

Para la dignidad de chantre se exige conocimiento de la música y del canto gregoriano, a fin de que el chantre pueda cumplir, por sí mismo y no por otro, con el cargo de cantar al facistol y dirigir en el coro el canto del Oficio divino. El maestrescuela está obligado a enseñar gramática latina a los niños empleados en el servicio de la iglesia, y a todos los demás que quieran recibir sus lecciones. Este cargo lo puede desempeñar por sí o por otra persona. Es también un requisito indispensable para obtener esta dignidad ser graduado en alguna Universidad.

El tesorero debe cuidar del aseo de la iglesia, del vino, hostias, incienso, lámparas, ornamentos sagrados y de todo lo demás necesario para el culto divino.

A los canónigos toca celebrar todos los días, menos en las grandes fiestas del año, la misa conventual, aplicada por el pueblo: por esto no podían ser presentados para estas sillas sino solamente sacerdotes: para las raciones se exige el diaconado y para las medias raciones basta el subdiaconado, porque los racioneros y medio-racioneros   —437→   deben servir de ministros todos los días en la misa mayor98.

La catedral debe tener además dos curas rectores para la administración de Sacramentos; seis capellanes de coro, otros tantos acólitos, un sacristán mayor, un maestro de capilla, un mayordomo, un notario de capítulo, un pertiguero y un caniculario o perrero. En el auto de erección se expresan los deberes de todos estos empleados.

A cada uno de los individuos, ocupados en el servicio divino en la catedral, se les asigna su dotación respectiva, estableciéndose, al mismo tiempo, la distribución cuotidiana, para galardonar a los presentes y castigar a los que faltaren. El auto de erección declara sujetos a la distribución cuotidiana a todos, sin exceptuar uno solo, desde el deán hasta el caniculario.

El oficio divino, tanto diurno, como nocturno, debía celebrarse conformándose en todo con los usos, prácticas y costumbres de la catedral de Sevilla. Por esto la catedral de Quito tiene ceremonias peculiares, que han sido miradas como abusos por los que ignoran las condiciones con que fue erigida. El capítulo XXXVI del Auto de erección dice: «Queremos, establecemos   —438→   y ordenamos que se reduzcan y trasplanten, para hermosear y gobernar nuestra iglesia Catedral, las constituciones, ordenanzas, usos y costumbres legítimas y aprobadas; y los ritos así de los oficios, como de las insignias, trajes, aniversarios, misas y todas las demás cosas aprobadas de la iglesia catedral de Sevilla».

La iglesia Metropolitana de Lima fue erigida como la de Quito, con las mismas gracias y privilegios que la catedral de Sevilla.

Obedeciendo a disposiciones terminantes de los reyes de España, la catedral de Quito se dedicó a la Santísima Virgen, en el misterio de su gloriosa Asunción a los cielos.

Los límites del obispado eran inmensos, pues por el Norte llegaban al río de Patía, llamado entonces río caliente, y por el Sur pasaban de Paita, comprendiendo no sólo todo el territorio de la República actual del Ecuador, sino parte de la del Perú y de la de Colombia.

A la muerte del primer obispo de Quito, el Ilmo. señor don Garcí Díaz Arias, no había en la catedral más que dos canónigos, que eran don Pedro Rodríguez Aguayo, arcediano, y Juan de Ocaña, canónigo, los cuales, el 4 de mayo de 1562, se reunieron en Cabildo, para elegir Vicario Capitular, que gobernase la diócesis en su primera Sede vacante. El elegido fue el mismo Arcediano. Para hacer esta elección, nombraron primero dos vice canónigos, con quienes formaron Cabildo, compuesto de cuatro individuos.

Como por el auto de erección de la iglesia Catedral se disponía que las Dignidades y Canonjías se fuesen proveyendo una por una sucesivamente,   —439→   a proporción que fuese creciendo el producto de la renta de los diezmos, el vicario capitular en sede vacante dio la institución canónica de tesorero a don Leonardo Valderrama, presentado para aquella dignidad. Antes se había dado una prebenda al presbítero Gómez de Tapia, uno de los dos vice canónigos, mediante la presentación del marqués de Cañete, virrey del Perú; pero el rey Felipe II declaró nula dicha presentación advirtiendo al capítulo que, el derecho de presentación para las dignidades, canonjías y otros beneficios eclesiásticos, por el patronato real, estaba reservado exclusivamente al Soberano. Sin embargo, instruido el Rey de los méritos del presbítero Gómez de Tapia, lo juzgó digno de la Canonjía y lo presentó de nuevo para ella: tan celosos eran los reyes de España de su derecho de patronato.

El 17 de agosto de 1564, reunidos en Cabildo los canónigos que entonces había, hicieron donación a Francisco de Escobar, primer pertiguero que tuvo la catedral de Quito, de un medio solar de tierra, propio de la misma iglesia, para que allí edificara casa en que vivir, por ser casado, muy pobre y haber servido muchos años a la Iglesia con honradez y buena conducta. Escribimos cosas de nuestra patria para nuestros compatriotas, y nos deleitamos, por eso, recordando con cariño hasta la limosna que, en nombre de la Iglesia, daban al pobre nuestros mayores...



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V

Ya por entonces Quito había crecido en población. Desde 1541 el emperador Carlos V le había concedido el título y los privilegios de ciudad: diole también escudo de armas, a petición de Pedro Valverde, su procurador. Las armas eran «un castillo de plata metido entre dos cerros o peñas de su color, con una cava en el pie en cada uno de ellos de color verde; y asimismo encima del dicho castillo una cruz de oro con su pie verde, que la tengan en las manos dos águilas negras, grietadas de oro, la una a la mano derecha, y la otra a la izquierda, puestas en vuelo, todo en campo de colorado; y por orla un cordón de San Francisco de oro, en campo azul». En 1556, después de pacificado el Perú por La Gasca, el mismo Emperador honró a la ciudad de Quito, condecorándola con los títulos de muy noble y muy leal: concediole además estandarte real, con autorización para que lo sacase en público cualquiera de los miembros del Cabildo, el día que el mismo Cabildo eligiese. El Cabildo eligió el día de la Pascua del Espíritu Santo, en memoria de ser ése el día del aniversario del pronunciamiento que hizo Quito, alzando bandera por el Rey contra Gonzalo Pizarro99.

  —441→  

La población de Ambato era un asiento de españoles, establecido más abajo del punto donde existe ahora la ciudad del mismo nombre: se llamó San Bartolomé de Ambato, en memoria de cierta tradición, que encontraron los conquistadores entre los indios de esa comarca. Decían éstos que, en tiempos muy remotos, un varón desconocido, de extraño y venerable aspecto, había venido a predicarles doctrinas maravillosas sobre la religión, y que, al despedirse había dejado estampadas en una gran piedra ocho huellas de sus pies, para testimonio de su predicación. En efecto, la piedra existía en el lugar señalado por los indios100.

He aquí cómo se verificó la fundación de Loja. Vencido y muerto en la batalla de Iñaquito el virrey Blasco Núñez Vela, quedó Gonzalo Pizarro de dueño absoluto de todo el Perú: para dar, pues, ocupación a la gente de tropa, que le había acompañado hasta entonces, resolvió acometer varias empresas, ya de nuevos descubrimientos, ya de fundaciones de pueblos y ciudades. Con este fin escogió varios capitanes, designándolos para diversas partes: a Alonso de Mercadillo le mandó, con cien hombres, a la provincia que llamaban de la Zarza, dándole cargo de fundar en ella una ciudad, para contener a los indios paltas, sus moradores, que infestaban los caminos, robando y matando a los pasajeros. Ocupado en poner por obra la fundación de la nueva ciudad   —442→   se hallaba Mercadillo, cuando recibió la noticia de la llegada del presidente La Gasca a las costas del Perú: alzó entonces bandera por su Majestad y partió inmediatamente a unirse con el ejército del Rey. Después de la muerte de Gonzalo Pizarro, volvió por comisión del presidente, a continuar trabajando en la cuasi abandonada fundación, y entonces fue cuando eligió el valle denominado Cusibamba, para edificar la ciudad también entonces fue cuando le puso el nombre de Loja, pues a la que antes había principiado a fundar en el valle de Canga Chamba la había llamado Zarza.

Está la ciudad de Loja edificada cerca del antiguo camino de los Incas, que iba desde Quito al Cuzco: el plano de la ciudad ocupa el delta, que forman los dos ríos Malacatos y Zamora, y a un lado se levanta el Villonaco. El terreno es feraz, abundante en exquisitas y bien sazonadas frutas, y el clima húmedo y caliente.

La fundación definitiva de Loja puede fijarse por los años de 1548: la primera fundación, principiada en 1546, se hizo también a la orilla de dos ríos, que, en la lengua de los aborígenes de aquella comarca, se llamaban Pulacu el uno, y Guacamaná el otro. Hecha la fundación de Loja, el mismo Mercadillo pasó a hacer la de Zaruma, con el nombre de Villa: al principio tuvo el título de ciudad, pero no prosperó; antes decayó grandemente. Está Zaruma edificada sobre el río Amarillo, en terreno desigual; su clima es ardiente y malsano; y la tierra rica en minas de oro, aunque de baja ley.

El mismo Alonso de Mercadillo fundó, el año   —443→   de 1550, la ciudad de Zamora, llamada también de los Alcaides, al otro lado de la cordillera oriental, en tierras habitadas por una tribu de indios, apellidados poro-aucas, que significa hombres de guerra. Mercadillo puso a la tercera ciudad, fundada por él, como a veinte leguas de distancia de la ciudad de Loja, el nombre de Zamora, porque en una palabra, que repetían con frecuencia en su lengua nativa los indígenas moradores de aquellas comarcas, se imaginó oír el nombre de Zamora, propio de la ciudad de España donde había nacido. Los indios, preguntados por los castellanos cómo se llamaba el valle a que habían llegado, respondían, diciendo repetidas veces, en su lengua, zanco-rá, con lo cual, sorprendido Mercadillo, creyó oír en la respuesta de los indios el nombre de su patria, que, sin duda, por el capitán español no estaba olvidada.

Zamora prosperó a los principios de su fundación, merced a los ricos veneros de oro que se encontraron en su distrito: la tierra en su natural tiene hermoso aspecto; en partes es llana y en partes doblada de lomas, sierras y montañas; en lo bajo es de sabanas dilatadas y en la sierra, de mucho boscaje y arboledas. Desde los primeros años de la fundación de la ciudad se introdujeron negros esclavos, para ocuparlos en el laboreo de las minas, cuya riqueza era muy ponderada, porque se encontraban granos de tamaño extraordinario. Uno de éstos, del peso de algunas libras, fue remitido en obsequio a Felipe II. Zamora no alcanzó a vivir mucho tiempo, pues fue destruida por los indios, medio siglo después de su fundación.

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La ciudad de Cuenca estaba también fundada ya desde el año de 1557. Se refiere que, cuando el desgraciado Blasco Núñez Vela, huyendo de Gonzalo Pizarro, pasó por la provincia del Azuay, repetía que, tan luego como pacificara el Perú, había de ocuparse en fundar ciudades y pueblos en aquellos extensos y hermosos valles. Transcurrieron más de diez años sin que se pusiera por obra el pensamiento del Virrey; y aún parece que se había olvidado por completo, cuando un levantamiento de los indios cañaris, a consecuencia de las exacciones de un encomendero, hizo conocer la necesidad de fundar una nueva ciudad, que sirviese como de punto intermedio entre Loja, que estaba ya fundada, y Quito. Pues, aunque en la provincia existían ya dos pueblos formados, su extensión era tan grande, que había cómodo espacio para fundar una ciudad. Los dos pueblos que existían antes, eran el de Cañaribamba al Sudoeste, poblado casi completamente por indios, y el de Hatun-Cañar al Norte, el cual fue la primera población de españoles que hubo en toda la provincia.

Comisionado por el marqués de Cañete, tercer virrey del Perú, recorrió don Gil Ramírez Dávalos toda la provincia, buscando lugar a propósito para fundar una ciudad: reconocida y examinada la provincia en toda su extensión, ningún punto le pareció mejor que, el dilatado valle de Paucar-bamba; y allí eligió sitio cómodo para fundar la nueva ciudad. Llamados, pues, todos los caciques de la comarca y preguntados acerca de la nueva fundación, respondieron que no les causaba perjuicio alguno; con lo cual, en 12 de   —445→   abril de 1557, Ramírez Dávalos delineó el plano o traza de la proyectada ciudad, poniéndole, en obsequio del Virrey, el nombre de Cuenca, por ser don Andrés Hurtado de Mendoza, guardia mayor de la ciudad de Cuenca en España101.

Los españoles, al fundar Cuenca, hicieron lo que solían hacer siempre que fundaban una nueva ciudad, a saber, destinar, ante todo, un lugar para que allí se edificase el templo católico: antes de las casas para los hombres, la casa de Dios. Según una tradición antigua, que no parece destituida de fundamento, el primer templo que hubo en Cuenca fue la capilla que hoy se conoce con el nombre de Todos Santos, a la margen superior del río. Ese sería, sin duda, templo provisional, mientras construían la iglesia parroquial, en el lado de la plaza mayor que mira hacia el Oriente.

En la instrucción dada por el marqués de Cañete al gobernador Gil Ramírez Dávalos para la fundación de la nueva ciudad, se le prescribía que a un lado de la plaza principal señalara cuatro cuadras a la redonda para iglesia y cementerio, de tal modo que no haya próxima al templo casa ninguna de seculares, excepto la del párroco. También se le mandaba, que diera dos solares para convento de Santo Domingo. Y todo   —446→   lo cumplió puntualmente el fundador, al tiempo de hacer la distribución de solares en la nueva ciudad.

Gil Ramírez Dávalos no podía haber escogido sitio mejor para fundar la ciudad, que entonces solían llamar Nueva Cuenca del Perú. Paucar-bamba, en lengua de los incas, quiere decir llanura florida, campo de primavera; y llanuras floridas, campos de primavera son, por cierto, aquellos, donde está edificada Cuenca. El sitio, en que se delineó la traza de la ciudad, pertenecía a un cierto español apellidado Gonzalo Gómez de Salazar, vecino de Loja, el cual tenía su estancia en aquel valle. Se prolonga éste de Oriente a Occidente por más de seis leguas; al Norte se levanta, muy cercana a la ciudad, la colina de Culca, de pendiente suave y ligera; al Sur están los ramales de la cordillera, bajos y de aspecto casi uniforme: por el lado oriental asoman, distantes, los empinados cerros, que separan a Cuenca de las regiones trasandinas, habitadas por las belicosas tribus de los jíbaros. Riegan el valle varios ríos: el Bamba o Matadero, que pasa bañando la ciudad por el Mediodía: el Yanuncay, que serpentea en esa misma dirección por entre bosques pintorescos de árboles frutales; el Tarqui, que se arrastra silencioso al pie de la cordillera, y el Machángara, que baja del lado del Norte, haciendo rodar el grueso caudal de sus aguas por un ancho cauce: reuniéndose todos juntos, a alguna distancia de la ciudad, forman el Challuabamba, que entra en el Paute y dirigiéndose hacia el Oriente va a perderse en el Amazonas. Campos siempre cubiertos de verdor se extienden   —447→   a un lado y a otro de la ciudad: el plano en que ésta se halla edificada, bajo del lado de allá del río, y alto del lado de acá, contribuye a la hermosura de la perspectiva; pues, cuando se va de camino hacia el Sur, de repente se presenta a la vista un espectáculo inesperado: al pie, el río formando un corto remanso junto a vegas espaciosas, que se dilatan hasta tocar con la cordillera: al frente, un vistoso y tupido bosque de árboles frutales, cuyo verdor y lozanía no marchita jamás estación ninguna: cuando el sol, próximo al ocaso, esparce sus últimos rayos horizontales sobre la campiña, la hermosura del espectáculo es admirable... Las aguas del río, al tropezar en las piedras del cauce, brillan, quebrando la luz, como un grupo de amontonados cristales, y las formas indefinibles y variadas de los árboles, resaltan contrapuestas a la vívida lumbre del sol poniente. Empero, el terreno, donde crece ese bosque de árboles frutales, es un conjunto de piedras menudas, entre las cuales la mano laboriosa de los habitantes de esos lugares encuentra modo de hacer prosperar sus huertos: en torno de cada heredad se levantan vallados irregulares, compuestos de piedras rústicas, por entre cuyas grietas introduce sus raíces el moral silvestre, que, creciendo arrimado junto a los muros, tiende sobre ellos su agreste ramaje, matizado de enrojecidos racimos. Y en ese hermoso valle vive un pueblo, que cree en Dios con fervor, ama la paz como otro ninguno, gusta del trabajo y se complace en ser hospitalario.

Hemos descrito la situación física de las nuevas ciudades, que fundaron los españoles en el   —448→   territorio ecuatoriano; veamos cuál era en aquellos primitivos tiempos la condición social de los primeros pobladores.




VI

El cabildo miraba por el bien y la utilidad común: cada año se hacían las elecciones de los alcaldes y regidores, que no tenían esos cargos con derecho perpetuo: el cabildo era quien daba el arancel, a cuyos precios habían de sujetarse los sastres, los plateros, los herreros, los albéitares y todos los demás artesanos en sus oficios el mismo cabildo tasaba el jornal de los trabajadores y fijaba el precio, a que habían de venderse las cosas necesarias para la vida. Atribución propia del cabildo era también la de distribuir solares en la ciudad, para edificar casas, y terrenos para formar granjas, estancias y haciendas: al cabildo le tocaba conceder a los propietarios de ganado la marca, con que podían señalar sus animales, y, en fin, el mismo cabildo dictaba cuantas ordenanzas eran convenientes para la mejor conservación y aumento de la ciudad.

Pocos meses después de fundada la ciudad de San Francisco de Quito, quedó desierta la ciudad de Santiago de Riobamba, porque sus pobladores la abandonaron, viniendo a vivir a esta ciudad, a donde se trasladó también la casa de la fundición real. Como no eran más que unos doscientos los primeros pobladores de esta nuestra capital, Quito al principio sólo tuvo unas veinticinco manzanas: en sus calles rectas, anchas; tiradas a cordel, que se cortaban entonces como   —449→   se cortan ahora en ángulos rectos, las casas eran muy pocas, pues en cada cuadra no había más que dos ordinariamente: donde ahora campean muros elevados de edificios elegantes, se levantaban tapias humildes, coronadas de pencas, y en las calles los todavía poco numerosos transeúntes no podían marchitar la menuda y tupida grama, que las embaldosaba casi por completo.

Pero los vecinos trabajaban sin desmayar, y tenían grandes partidas de indios ocupados en las nuevas fábricas. Estos indios dormían dentro de la ciudad, en las casas de los encomenderos, en cuyos solares se habían levantado extensos chozones provisionales cubiertos de paja, que la Municipalidad mandó deshacer, a fin de evitar el peligro de incendios en la población.

De la antigua capital de los scyris y de la corte de Huayna Capac y Atahuallpa no quedó en breve edificio alguno, y solamente unos derruidos muros de un viejo palacio eran, a la salida de Quito por el camino del Norte, la única huella del pasado, que pronto, invadida por la creciente población española, desapareció también.

La ciudad de Cuenca, (a la cual el marqués de Cañete le concedió el título de muy noble y muy leal), en el primer año de su fundación no tuvo más que un sacerdote, el cual para sustentarse necesitaba servir también de capellán en las minas de oro, llamadas de Santa Bárbara, que estaban en el río de Gualaseo. El mismo marqués de Cañete en las instrucciones que dio a Gil Ramírez Dávalos para la fundación de la nueva ciudad, le previno que todos los primeros   —450→   pobladores de ella fuesen casados, personas honradas y amigas del trabajo: dispuso que se plantaran árboles principalmente frutales y que se proveyera a la población de agua perpetua.

La ciudad se fundó el lunes de la Semana Santa, y el domingo de Pascua, 18 de abril, Gil Ramírez Dávalos, después de hecho el repartimiento de solares para iglesia, cementerio, municipio, casa de rastro, cárceles y ejidos, eligió por sí mismo los primeros alcaldes ordinarios y los regidores, con los cuales declaró que quedaba constituido el ayuntamiento de la nueva ciudad. El primer alcalde ordinario fue Gonzalo de las Peñas.

El cabildo debía reunirse dos veces par semana, los lunes y los viernes, antes del mediodía: al que faltara, sin justa causa, se le impuso en calidad de multa una libra de cera, para la cofradía del Santísimo Sacramento.

A Gil Ramírez Dávalos le sucedió en la gobernación de Cuenca D. Melchor Vázquez de Ayala, que tomó posesión de su empleo el 23 de agosto de 1559. El nuevo gobernador traía la comisión de residenciar a su antecesor y a todos los demás empleados subalternos de la provincia.

Con la fundación de la ciudad de Cuenca desapareció completamente el asiento de Tomebamba, pues los pocos españoles que estaban establecidos en él, pasaron a avecindarse en la nueva ciudad102.

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Hasta aquí hemos referido la marcha lenta pero progresiva, con que los conquistadores castellanos fueron transformando el territorio ecuatoriano en una población española, con los usos y costumbres, tendencias y manera de vida de la patria, que al otro lado de los mares habían abandonado. Los españoles buscaban en las provincias del Nuevo Mundo, que iban descubriendo y conquistando, rasgos de semejanza con las de la Península, y se complacían en encontrarlos donde quiera: terminada la guerra de conquista con las tribus indígenas, enseñoreados de un territorio, le tomaban cariño, establecían allí su hogar, labraban la tierra y, para que la ilusión fuese todavía más completa, ponían a las ciudades que fundaban hasta los mismos nombres de las ciudades   —452→   españolas, donde ellos habían nacido. Los indios, vencidos y subyugados, aprendían las artes de sus vencedores; y, aunque ordinariamente solían abrumarlos de trabajo, con todo, el peso de las faenas que les exigían no podía menos de serles beneficioso, porque les ponía en la feliz necesidad de sacudir la pereza, a que es tan inclinada la raza americana. Cierto es que el indio regaba con el sudor de su frente el suelo, que el conquistador le obligaba a labrar; pero esas fatigas le eran saludables, porque le hacían aprovechar el tiempo, que el indio gusta de pasar en la inacción corruptora o en la holganza pecaminosa. La conquista no pudo menos de ser sangrienta; pero la colonización fue muy fecunda en bienes para la raza indígena. Males hubo, crímenes se   —453→   cometieron; pero también no faltaron bienes, y se practicaron virtudes: el soldado se convirtió en colono, y los indígenas, aunque muy defraudados en el goce de comodidades puramente temporales, aprendieron que había otras riquezas, cuya posesión no era negada a nadie, con tal que deseara eficazmente alcanzarla; y lo único que bajo este respecto no puede menos de condenar la historia es, que los malos ejemplos y la vida con frecuencia escandalosa de los castellanos hayan contribuido a desvirtuar las saludables enseñanzas cristianas. ¿Seremos injustos al condenar los crímenes de los conquistadores españoles? ¿Habremos sido, acaso, demasiado severos, al juzgarlos según las máximas de la moral cristiana, que ellos profesaban? Horroriza, verdaderamente, esa   —454→   monstruosa perversión moral, por la que ni aún los más honrados y mejores vacilaban en emplear el asesinato, como medio para alcanzar el fin que se proponían: los hechos que hemos referido bien claro están manifestando cuán pervertido se encontraba en muchos de los españoles de aquella época el criterio moral. ¿Qué juicio formaremos, por tanto, de los hombres de aquella época? ¿Los condenaremos inexorablemente? Hemos alabado las buenas acciones, podemos pues deplorar el mal y condenarlo, sin que en nuestra censura se oiga la voz de la pasión, sino el fallo de la justicia.

No puede haber prosperidad duradera, sino allí donde las costumbres están ajustadas a las prescripciones de la sana moral. A los indios se les había predicado la religión cristiana, se les había procurado inspirar odio y detestación al culto idolátrico y supersticioso en que habían nacido y vivido hasta entonces, se les había inculcado la moral evangélica; pero ¿cuál era el ejemplo que les daban los conquistadores? ¿Cómo podían adquirir verdaderas nociones cristianas acerca de la santidad del matrimonio, viendo al conquistador abrigar al calor de su hogar no sólo una sino muchas mujeres, introduciéndolas a todas en lo secreto de su tálamo?... Así, ¿cómo podían discernir los indios las costumbres de los cristianos de las costumbres paganas de sus antiguos régulos y caciques?... Ni eran para inspirarles   —455→   amor y afición a la civilización cristiana las guerras civiles, tan prolongadas y sangrientas, y el asesinato alevoso con que se quitaba la vida a los mismos jefes y magistrados, que estaban gobernando los pueblos. Tal era la situación moral de la colonia a mediados del siglo decimosexto, cuando todavía no se había fundado en Quito el Tribunal de la Real Audiencia.






 
 
FIN DEL TOMO SEGUNDO