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Historia general de la República del Ecuador

Tomo séptimo

Libro sexto: La colonia o Ecuador durante el gobierno de los Reyes de España (1534-1800)

Estado de la cultura científica, literaria y artística en el Ecuador durante el gobierno de los Reyes de España


Federico González Suárez


Imprenta del Clero (imp.)



Portada



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ArribaAbajo Advertencia

Una de las cosas que contribuyen más para dar a conocer mejor el grado de civilización a que ha llegado un pueblo, es su cultura intelectual y la estimación que hace de las bellas artes; incompleta quedaría, pues, la Historia General de la República del Ecuador en tiempo de la colonia, si omitiéramos la narración de la fundación de las escuelas, de los colegios, de las academias universitarias y de todos los demás establecimientos de educación pública que   -VI-   hubo en aquel tiempo; si pasáramos en silencio el régimen escolar de entonces y los métodos de enseñanza, y, en fin, si dejáramos sepultados en el olvido los trabajos, así científicos como puramente literarios, de nuestros mayores, de los que nacieron, vivieron y cultivaron las letras y las ciencias en el territorio de la antigua Presidencia de Quito, que ahora es República del Ecuador, y de los que, venidos a estas provincias, residieron en ellas y deben ser considerados como ecuatorianos.

Un pueblo, que de las bellas artes no hubiera hecho aprecio ninguno, habría sido pueblo muy atrasado y hasta envilecido: ¿qué aprecio hicieron de las bellas artes los colonos de la antigua Audiencia de Quito? ¿Se dedicaron al cultivo de ellas? ¿Han quedado algunas obras, con cuyo examen podamos conocer el grado de perfección, a que en el cultivo de las bellas artes habían llegado? ¿Cuál era el ideal, a cuya realización aspiraban? He ahí   -VII-   las preguntas a que el historiador debe dar una respuesta concienzuda e imparcial. El Libro sexto de la Historia General de la República del Ecuador está consagrado a la exposición del estado de cultura, tanto literaria como artística, de los ecuatorianos en tiempo de la colonia.

Dando a conocer ese estado de cultura, sus comienzos y sus alternativas, habremos trazado el último rasgo del cuadro que de nuestra sociedad colonial como historiadores nos habíamos propuesto hacer; y así, con el Libro Sexto quedará terminada la Historia General de la República del Ecuador en tiempo de la colonia.

No es una historia de la literatura ecuatoriana lo que intentamos escribir, ni menos un análisis crítico y razonado de las obras científicas, literarias y artísticas, compuestas por nuestros antepasados durante los tres siglos, en que estas provincias dependieron de la Corona de Castilla y formaron parte de la   -VIII-   monarquía española en el Nuevo Mundo; lo único que como historiadores nos proponemos hacer es, dar a conocer el grado de cultura intelectual a que llegó el Ecuador en tiempo de la colonia: una historia crítica de la literatura ecuatoriana no puede escribirse todavía, porque aún no cuenta el Ecuador con los elementos necesarios para una obra semejante; y, suponiendo que esa obra pudiera escribirse, no podría ni debería formar parte de una historia General del Ecuador en tiempo de la colonia.

Necesario nos parece advertir, que nosotros no hablaremos aquí de algunos escritores famosos, considerados, con mucha justicia, como ecuatorianos; pues, aunque ellos nacieron en el territorio de la antigua Presidencia de Quito, que actualmente constituye la República del Ecuador, con todo, ni estudiaron en Quito ni en Quito residieron durante su vida, y así su formación literaria y su madurez científica se verificaron   -IX-   en otra parte, lejos del suelo que los vio nacer. El Ecuador tiene la gloria de que hayan nacido en su suelo; pero, según nuestro juicio, no pertenecen a la historia de las letras ecuatorianas durante el período colonial.

Quito, junio de 1894.

FEDERICO GONZÁLEZ SUÁREZ.



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ArribaAbajo Capítulo primero

Establecimientos de Instrucción pública en tiempo de la Colonia


Criterio histórico imparcial.- Dos extremos igualmente apasionados.- Primer establecimiento de instrucción pública fundado en Quito.- Fundación del Seminario de San Luis.- Régimen del Seminario.- Fundación del convictorio de San Fernando.- Disputa y litigio de los jesuitas con los dominicanos a causa de la fundación del Colegio de San Fernando.- Sistema de educación.- Facultad universitaria de San Gregorio Magno.- Facultad universitaria de Santo Tomás de Aquino.- La Universidad llamada de San Fulgencio.- El Seminario de San Luis después de la expulsión de los jesuitas.- Erección de la nueva Universidad de Santo Tomás de Aquino.- Las escuelas primarias.- Escuelas primarias para niñas.- La primera biblioteca pública.



I

Los criterios, igualmente apasionados, ha habido hasta ahora para juzgar acerca del estado de la ilustración de estas provincias en tiempo de la colonia; unos han condenado esa época, llamándola tiempos de ignorancia y   -2-   de oscuridad, en los cuales no hubo nada digno de alabanza; otros, por el contrario, han negado todo lo malo que entonces hubo, y han exagerado y ponderado lo bueno; para los unos el gobierno colonial fue un gobierno amigo de tinieblas por sistema; para los otros el gobierno colonial favoreció decididamente la instrucción pública y fue amante de la difusión de las luces. Ambos asertos carecen de verdad: son aseveraciones demasiado absolutas y no están de acuerdo con la realidad de los hechos, examinados con un criterio histórico desapasionado.

Debemos principiar por reconocer sinceramente, que el antiguo reino de Quito no fue nunca una provincia de las de primera importancia entre las muchas que formaban la vasta monarquía, que los Reyes de España poseían en el Nuevo Mundo; jamás constituyó ella sola, por separado, una sección en el sistema administrativo de las colonias, y siempre estuvo dependiendo o del Virreinato de Lima o del Virreinato de Bogotá, como parte integrante de una de esas dos circunscripciones territoriales.

Las comarcas, que actualmente forman la República del Ecuador, eran, pues, una colonia oscura y de importancia secundaria en tiempo del gobierno colonial; la imparcialidad histórica exige de nosotros esta confesión. Si en esta declaración no fuéramos modestos, como debemos serlo, dejaríamos de ser imparciales, y faltaríamos, por lo mismo, a uno de los más trascendentales deberes de todo historiador.

No conviene sacar a los hombres del siglo en que nacieron y vivieron, para juzgarlos según   -3-   las ideas y las exigencias sociales del tiempo en que nosotros vivimos; ese juicio no sería justo. Nosotros nos hemos puesto en un punto de vista elevado, para juzgar desde ahí desapasionadamente a los hombres y a las cosas de los tiempos pasados; ¿cuál es ese punto de vista? El punto de vista elevado, desde el cual han de ser examinados los hombres y las cosas de los tiempos que fueron, es el conocimiento de las necesidades sociales de cada época y del modo como procuraron remediarlas los encargados del gobierno de los pueblos. Para que el bien sea fecundo, debe hacerse con prudencia; y la prudencia acondiciona el bien a la medida de la necesidad social que ha de llenar, y lo aplica en el momento más oportuno. La instrucción pública es necesaria a todos los pueblos, pero no de la misma manera ni en la misma medida para todos los pueblos.

Para juzgar con acierto acerca del estado de la instrucción pública en tiempo de la colonia, es necesario no echar en olvido que la época en que se fundaron aquí los colegios y las universidades, fue cuando en la Península comenzaba ya la decadencia en los estudios; y así los establecimientos de instrucción pública en la colonia no podían menos de padecer la misma calamidad, que iba acabando con los de la Metrópoli; en las colonias no era posible que se enseñaran ciencias, de las cuales todavía no se habían establecido cátedras ni en las Universidades de España; y, si en España el culteranismo había inficionado a los escritores en prosa, y el gongorismo se tenía como un primor en la poesía, ¿sería posible que reinara el buen gusto en los escritores de la colonia,   -4-   que consideraban como sus maestros y sus modelos a los prosistas y poetas españoles, aplaudidos y admirados en la Península? ¿Quién se sorprenderá, pues, de que la literatura hispanoamericana haya recibido una influencia tan directa y tan decisiva de la literatura castellana?

Los mejores colegios de la colonia ¿qué habían de ser sino trasunto de los colegios de España? ¿Qué ciencias podían enseñarse en ellos, sino las ciencias que se enseñaban en los colegios de España?... Por lo mismo, juzgar de los establecimientos de instrucción pública del tiempo de la colonia, comparándolos con los que ahora florecen en Europa, sería nada discreto y expuesto, además, necesariamente a equivocaciones manifiestas y a injusticias evidentes1.

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La ciudad de Quito, capital ahora de la República del Ecuador, se fundó en agosto de 1534, y casi al mismo tiempo comenzaron los levantamientos de los indios contra los conquistadores y las guerras civiles de éstos entre ellos, lidiando Almagro contra Pizarro y Pizarro contra Almagro, y después los secuaces de Gonzalo Pizarro contra Blasco Núñez Vela, primer virrey del Perú. Vino luego la desmoralizadora dominación del envanecido Gonzalo; siguió la calculada pacificación de La Gasca y, otra vez, tornó a alterarse la tranquilidad de la colonia con motivo de la rebelión de Francisco Hernández Girón; así pasaron, entre agitaciones y trastornos, los primeros veinte años después de fundada la ciudad,   -6-   y en ese tiempo no era posible que nadie pensara en la fundación de establecimientos de instrucción pública.

Cuando, con la paz, se comenzó a gozar de tranquilidad, entonces fue cuando los canónigos de Quito, después de la muerte del segundo obispo, pusieron por obra la fundación del primer colegio que hubo en la colonia, pues hasta aquel tiempo sólo había habido enseñanzas privadas de Teología Moral, para los eclesiásticos, y una cátedra de Gramática latina para los niños, fundada y sostenida mediante los esfuerzos privados de un sacerdote. Había también una clase de lengua quichua a cargo de un religioso dominicano, y una escuela de primeras letras, en la que enseñaba un individuo particular; pues, aunque hacía como cuarenta años a que había sido erigido el obispado de Quito y sesenta a que se había fundado la ciudad, con todo en el extenso territorio que abarcaba la presidencia no había todavía ningún establecimiento de instrucción pública. El primero, digno de ese nombre, formal y bien organizado, fue el colegio Seminario de San Luis, fundado por el ilustrísimo señor Solís, cuarto obispo de Quito, el año de 1592. En otro lugar de esta Historia hemos narrado ya todo lo relativo a la fundación del colegio Seminario de San Luis y no hay necesidad de repetir aquí cuanto en aquel lugar hemos referido2.

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Durante casi un siglo entero este Seminario fue el único colegio que hubo en la colonia, y acudían jóvenes desde Panamá y desde Popayán a educarse en él, porque el colegio de San Luis de Quito no era rigurosamente un Seminario, sino más bien un establecimiento mixto, en el cual recibían educación así los jóvenes que deseaban abrazar el estado eclesiástico como los que no pretendían abrazarlo nunca. Había dos clases de becas, unas costeadas por la autoridad eclesiástica, y otras fundadas por el Gobierno civil; con aquéllas eran favorecidos los que aspiraban al sacerdocio, y con éstas eran agraciados los hijos de los oidores y de los ministros reales, para quiénes fueron fundadas especialmente; se recibía además en el colegio a todos los que pagaban una pensión anual para su alimentación, mientras permanecían recogidos como alumnos internos en el establecimiento. En el Seminario, por una ley especial, estaba prohibido recibir a los hijos de los artesanos; y los que pretendían ser admitidos como alumnos habían de acreditar primero, mediante una prolija información judicial, su limpieza de sangre, para lo cual era necesario probar que ninguno de sus mayores había ejercido oficio alguno; pues, según las preocupaciones   -8-   coloniales, el trabajo era deshonroso y la holganza muy honorable.

En cuanto al régimen disciplinario con que eran educados los alumnos, no había variedad ninguna, pues todos estaban sujetos a la misma distribución cuotidiana, que alternaba entre prácticas devotas y horas de estudio; no obstante, los seminaristas acudían a la Catedral en ciertos y determinados días del año, para servir como acólitos en las funciones del culto divino, aunque de este deber estaban exceptuados así los que gozaban de becas reales, como los que pagaban para su sostenimiento una pensión personal. Un colegial de los de beca real se habría tenido como humillado, si hubiera concurrido a los divinos oficios en la Catedral; tales eran las ideas dominantes entre los colonos nobles, a pesar de su ponderada religiosidad; y tan hondamente grabada tenían en su alma la idea errada de su nobleza, que la creían empañada con cualquiera clase de trabajo, aunque fuera hecho en servicio del culto divino. Ya el mismo señor Solís, fundador del Seminario, previó esta contradicción, tan obvia, según las ideas de aquel tiempo, y en los reglamentos que hizo para los alumnos exceptuó a los nobles del servicio de la iglesia, y, más tarde, los jesuitas alcanzaron de la Silla Apostólica una amplia aprobación de los estatutos del fundador, a fin de que ningún obispo de Quito pretendiera hacer en ellos innovación alguna3.

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El régimen, con que eran educados los alumnos del Seminario de San Luis de Quito, no siempre produjo buenos resultados, y hubo tiempo en que la moralidad de los jóvenes necesitó de censuras eclesiásticas y de excomuniones episcopales, para que se enmendaran graves escándalos; no lo creeríamos, si los autos del ilustrísimo señor Oviedo y del ilustrísimo señor Sotomayor no nos revelarán cuán frecuentes eran ciertas faltas en la única casa de educación, que, por mucho tiempo, hubo en la colonia...4

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En cuanto a la enseñanza científica y literaria, no debe sorprendernos lo pobre, lo limitado y lo rutinario de ella; era la misma, que en aquella época se daba generalmente en los colegios y en los seminarios de la Metrópoli. La lengua latina, la Filosofía especulativa y la Teología tanto Moral como Dogmática eran las materias que se enseñaron durante el primer siglo de la existencia del Seminario.

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La enseñanza de Gramática latina duraba tres años, y la de Filosofía otros tres; en el estudio de la Teología se gastaban cuatro. El estudio de la lengua latina era indispensable, porque en aquel idioma se dictaban los cursos no sólo de Teología sino de Filosofía: ésta era la escolástica, con todas sus sutilezas de ingenio y sus multiplicadas cuestiones sobre asuntos, muchas veces, de ninguna importancia. Los profesores seguían de preferencia las doctrinas y opiniones filosóficas de Aristóteles, a quien explicaban y comentaban, según lo solían hacer los más célebres profesores europeos en aquella época.




II

Casi a principios del siglo decimoctavo se fundó en Quito otro colegio. La población había crecido considerablemente y la necesidad de un establecimiento de educación que no fuera dirigido por los jesuitas era manifiesta, pues, a los padres de familia no les era posible conservar siempre a sus hijos en el Seminario de San Luis. Los padres dominicanos conocieron esa necesidad, y se aplicaron a remediarla con un tesón infatigable.

Fray Jerónimo de Ceballos y fray Ignacio de Quesada, apoyados por toda la comunidad y secundados por muchos de los principales vecinos de la ciudad y aún por varios de los ministros de la Real Audiencia, llevaron a cabo la para entonces ardua empresa de la fundación del nuevo colegio de enseñanza secundaria y superior, al cual le pusieron el nombre de Convictorio de San   -12-   Fernando. El padre Ceballos buscó recursos para la fundación, compró unas casas situadas en la misma plaza del convento de Santo Domingo y aplicó al sostenimiento de los profesores algunas haciendas de la comunidad. El padre Ceballos era uno de los frailes más graves y autorizados que tenía entonces la provincia dominicana de Quito; hombre de ánimo resuelto y nada tímido, en su empresa usó de toda la autoridad que le daba su cargo de provincial, para poner por obra la proyectada fundación del colegio. El padre Quesada era activo y emprendedor; calculaba despacio las dificultades y arbitraba con serena astucia la manera de vencerlas eficazmente; luego se dirigía al blanco que se había propuesto, sin levantar mano del trabajo hasta no ver realizados a su satisfacción todos sus propósitos. Los dos padres estaban unidos estrechamente en sus planes y caminaban de acuerdo en los medios de darles cima felizmente, aguijoneados por la emulación que como dominicanos alimentaban contra los jesuitas; la fundación del nuevo colegio disminuiría indudablemente la autoridad de los padres de la Compañía de Jesús en la colonia, y daría importancia a los dominicanos, y así entre éstos y aquéllos se dividiría la estimación, durante un siglo entero monopolizada por los jesuitas. Ya de antiguo se había hecho ostensible la emulación entre las dos comunidades religiosas, y los jesuitas no pudieron menos de alarmarse cuando supieron los propósitos de los dominicanos, tanto más cuanto éstos solicitaban solamente para ellos la facultad de conceder grados, con mengua de los privilegios de que hasta   -13-   entonces habían estado disfrutando en Quito sus émulos. En efecto, los dominicanos pidieron al Real Consejo de Indias no solamente la licencia para fundar el nuevo colegio sino, además, la gracia de poder conferir grados universitarios, con la declaración de que en adelante nadie podría conferirlos en Quito sino tan sólo ellos, con lo cual los jesuitas quedaban muy desfavorecidos y humillados. Hubo contradicción de parte de éstos; en la defensa de sus justos derechos agriáronse los ánimos y la discordia entre las dos comunidades rivales hízose trascendental a los vecinos de la ciudad. Los jesuitas declararon que no se oponían a la fundación del nuevo colegio ni menos a que los dominicanos confirieran grados a sus propios alumnos, pues lo único que reclamaban era que, por favorecer a los padres de Santo Domingo, no se les hiciera injuria a ellos, quitándoles, sin motivo ninguno, la gracia que de conceder grados habían tenido durante un siglo entero ellos solos en la colonia. Algunos años se retardó la fundación del proyectado convictorio, a consecuencia de las contradicciones que los jesuitas oponían a los intentos de los dominicanos; y, aunque casi a fines del siglo decimoséptimo, mediante la intervención del ilustrísimo señor Figueroa, las dos comunidades celebraron un pacto de concordia, con todo ni la turbada armonía se restableció ni la disputada fundación se puso por obra: ambas corporaciones acudieron al Rey, presentaron memoriales, alegaron privilegios, adujeron informes y solicitaron un fallo definitivo. Diose éste, por fin, y el colegio de San Fernando se fundó en Quito, a los ciento   -14-   dos años después de la fundación del Seminario de San Luis5.

El colegio de San Fernando fue puesto por los dominicanos, de una manera especial, bajo el amparo y el patronazgo del Rey, quien, a instancias de sus fundadores le concedió armas reales y el título de colegio real, y aun le dio el derecho de precedencia sobre el Seminario de San Luis estas gracias del monarca, que ennoblecían tanto el colegio fundado por los dominicanos, inquietaron a los jesuitas y les pusieron en el caso de elevar al Real Consejo de Indias nuevas quejas y más apremiantes reclamos. La rivalidad de las dos corporaciones se hizo trascendental hasta a   -15-   las familias y durante algunos años todo fue inquietud y división en la antes pacífica colonia. Las gestiones y los reclamos de los jesuitas alcanzaron, al fin, el éxito por ellos tan apetecido: el Seminario de San Luis fue condecorado con el título de Colegio real y mayor, y en cuanto a la precedencia se resolvió que en las conclusiones y actos públicos alternaran los alumnos de entrambos colegios6.

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El de San Luis continuó gozando del privilegio pontificio de conferir grados en Teología y en Filosofía; y el de San Fernando se contentó con la gracia de conferirlos también, pero solamente a sus propios alumnos. De este modo comenzaron a tranquilizarse poco a poco los ánimos y la capital de la colonia se envaneció con sus dos facultades universitarias, a las que llamaban pomposamente Universidad de San Gregorio Magno y Universidad de Santo Tomás de Aquino; ésta regentada por los dominicanos en el nuevo colegio de San Fernando, y aquélla dirigida por los jesuitas en el Seminario de San Luis. Los jesuitas no podían conferir grados indistintamente a todos, sino tan sólo a sus discípulos: a éstos no les era lícito incorporarse en la Universidad de Santo Tomás, ni los colegiales de San Fernando podían ser incorporados en el   -17-   claustro universitario de San Gregorio Magno. La separación se tuvo como necesaria para conservar la paz y la tranquilidad en la colonia.

Ambas Juntas universitarias conferían, pues, grados a los discípulos de sus respectivos colegios: en Filosofía se daban los grados de Bachiller y de Maestro, y en Teología los de Licenciado y de Doctor. En cuanto a la precedencia, en tiempo de Felipe quinto alcanzaron los jesuitas que se devolviera ese privilegio a los colegiales del Seminario de San Luis, lo cual fue ocasión para nuevos resentimientos entre los padres de Santo Domingo y los de la Compañía de Jesús.

Para el colegio de San Fernando se trabajaron prolijamente constituciones, que fueron aprobadas por el Real Consejo de Indias. Imponíase en ellas a los alumnos un método de vida severo, con prácticas religiosas tan frecuentes, que habrían convenido más bien para una casa monástica, que para un colegio de seglares; pero sucedió con semejante reglamento lo que no podía menos de suceder, y lo que de ordinario sucede con los reglamentos muy severos, y fue que en la práctica se observó muy flojamente; en los primeros años se guardó con puntualidad, pero más después fueron directores y colegiales mitigando el rigor de la observancia, hasta que, andando los tiempos, vinieron unos y otros a dar en la relajación. En la comunidad de Santo Domingo el espíritu evangélico había casi completamente desaparecido y las virtudes propias de la profesión religiosa se echaban de menos; ¿serían en un colegio buenos directores de la juventud, los que en el claustro no resplandecían en la disciplina   -18-   regular?... Mientras los dominicanos tuvieron al frente de ellos la competencia de los jesuitas, el colegio de San Fernando se conservó sin decaer en los estudios; pero después de la expulsión de los jesuitas decayó rápidamente.

En cuanto a la enseñanza, en el colegio de San Fernando se fundaron las cátedras de Gramática latina, de Filosofía y de Teología, y, además, la de Derecho Canónico y la de Jurisprudencia civil; se proyectó fundar también una de Medicina. Desde que los jesuitas sospecharon el proyecto que de fundar un colegio y una Facultad universitaria tenían los dominicanos, se adelantaron a solicitar el permiso de fundar cátedras de Cánones y las fundaron, progresando así la enseñanza en la colonia, merced a la emulación entre las dos corporaciones religiosas. Se enseñaban, pues, en ambos colegios la Filosofía, la Gramática latina y las Ciencias eclesiásticas; los profesores de Derecho canónico debían ser seculares y las cátedras estaba mandado que se dieran por oposición. La Filosofía en ambos colegios se estudiaba en latín, según los textos que los profesores habían compuesto y que los alumnos copiaban, porque no se acostumbraba enseñar ni la Filosofía ni la Teología por obras impresas, sino por textos manuscritos. La enseñanza del Álgebra, de la Geometría y de las otras partes de las Matemáticas no se comenzó a dar en los colegios de Quito sino mucho tiempo después. De la Física se enseñaba lo que con ese nombre se encuentra en los libros de los filósofos escolásticos, expositores de las doctrinas de Aristóteles.

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En cuanto a la Astronomía, todos los filósofos de la colonia profesaban y sostenían el sistema de Tolomeo, abrazándolo decididamente como el único aceptable7.

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En la vida apaciblemente monótona de la colonia sólo dos cosas estimulaban la actividad de los quiteños: las elecciones de provinciales en los cuatro conventos de Quito, en las que se preludiaban las luchas de los futuros bandos políticos, y las conclusiones públicas o disputas sobre puntos de Filosofía y de Teología, cuando argumentadores y sustentantes hacían alarde de erudición y de sutileza de ingenio. Había conclusiones privadas, que se tenían sólo dentro del mismo colegio entre los profesores y los alumnos, y conclusiones públicas, a las cuales eran invitados los catedráticos de todos los demás colegios y conventos de la ciudad, y éstas se celebraban con grande aparato y mucho concurso de espectadores, que, ordinariamente se dividían en bandos, según sus intereses o simpatías8.



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III

Con la expulsión de los jesuitas el año de 1767, tanto el Seminario de San Luis como la Universidad de San Gregorio padecieron quebrantos notables, y hasta casi desaparecieron por un poco de tiempo ambos establecimientos. En agosto salieron de Quito expulsados los jesuitas; en octubre, en la misma fecha en que constantemente se habían solido abrir las clases, se principiaron los cursos, merced al celo sacerdotal y a la actividad del señor doctor don José Cuero y Caicedo, entonces canónigo doctoral de Quito, quien se ofreció espontáneamente a abrir y dirigir el Seminario; las clases comenzaron el día señalado y el concurso de alumnos fue muy numeroso, y tan cumplidamente se desempeñaron los nuevos profesores, que, por lo pronto, los quiteños se felicitaron del nuevo arreglo y casi no echaron de menos a los jesuitas, a quienes se los había creído irreemplazables. Sin embargo, este arreglo duró muy poco, pues el Seminario con todo cuanto le pertenecía, incluso hasta el mismo edificio, fue confiscado entre los bienes pertenecientes a los jesuitas expulsados; las clases se cerraron y la enseñanza se suspendió indefinidamente. El ilustrísimo señor Carrasco reclamó   -22-   el Seminario y se formó un largo y complicado expediente sobre un asunto tan claro y tan manifiesto: falleció el Prelado y se continuó el litigio por varios años, hasta que en el de 1783 se resolvió, declarando que eran de propiedad del Seminario los bienes raíces que le habían pertenecido; el ilustrísimo señor Minayo abrió, por fin, las clases, organizando y reglamentando con esmero la enseñanza; y ya parecía que comenzaba para el colegio una época de prosperidad, cuando los disgustos escandalosos entre el Rector y el Obispo lo redujeron de nuevo a una situación lamentable. Era rector el señor Egüez y Villamar, canónigo de Quito, y le disputaba al Obispo diocesano la jurisdicción sobre el Seminario y hasta el gobierno de un establecimiento, que, según lo prescrito por el Concilio de Trento, debía estar bajo la inmediata dependencia del Prelado eclesiástico.

En la América española, durante el tiempo de la dominación colonial la independencia de la autoridad espiritual era reconocida y confesada especulativamente; pero en la práctica, la potestad real era, de hecho, superior a la potestad espiritual, y la dirigía y la gobernaba y aun la esclavizaba en muchas cosas, alegando los derechos del patronato regio, mediante los cuales los monarcas de Castilla habían llegado a ser unos como delegados de la Silla Apostólica en América, sin facultades bien definidas. Así no era extraño que un rector invocara el patronato real, para desconocer los fueros de la jurisdicción episcopal sobre el Seminario; por fortuna, al andar de los tiempos, las cosas fueron entrando poco a poco   -23-   por el sendero de la justicia, y el Gobierno español devolvió al obispo de Quito el antiguo edificio del Seminario, con todos los bienes que le pertenecían, y reconoció la jurisdicción que sobre él tenía por derecho la autoridad episcopal. Para la dirección y la enseñanza se pusieron eclesiásticos seculares, sujetándose en la práctica al régimen trazado por el señor Minayo9.

Hasta fines del siglo decimoctavo no hubo en Quito una Universidad propiamente dicha; lo   -24-   que había habido antes no eran sino Facultades Universitarias, con privilegio de conferir grados en Filosofía y en Teología, y esos grados eran válidos, como los obtenidos en cualquiera Universidad legalmente establecida. Facultades Universitarias eran y no propiamente Universidades la de San Gregorio Magno, que tuvieron los jesuitas, y la de Santo Tomás de Aquino, que, más tarde, fundaron los dominicanos.

Expulsados los jesuitas, se confió la enseñanza de Teología en la de San Gregorio a los franciscanos, con encargo especial de explicar las doctrinas y las opiniones teológicas de Escoto, pero las clases no llegaron a organizarse formalmente. El edificio de la Universidad estuvo confiscado y el claustro universitario perdió su importancia social en la colonia. Casi un cuarto de siglo después de la expulsión de los jesuitas, fue cuando se erigió y constituyó en Quito una verdadera Universidad; se declaró secularizada la que dirigían los dominicanos y se estableció, con un régimen enteramente diverso, la que continuó llamándose de Santo Tomás de Aquino. En ésta se refundieron todas las Facultades que había habido hasta entonces, y solamente en ella se comenzaron a conferir grados profesionales.

Compúsose la nueva Universidad de las Facultades de Teología y de Filosofía, de las cátedras de Cánones y de Instituta de Derecho civil y de una clase de Gramática latina; eligiose rector y secretario; redactáronse sus estatutos y el obispo Calama, por comisión del presidente don Luis Muñoz de Guzmán, formuló un nuevo Plan de Estudios, el cual no llegó nunca a ponerse en   -25-   práctica. El primer rector, elegido por el voto secreto de todos los doctores que componían el claustro universitario, fue don Nicolás Vaca y Carrión, sujeto de partes no muy distinguidas, por lo cual su elección no fue generalmente aplaudida. La vida de la nueva Universidad comenzó sin esplendor y continuó sin notable adelantamiento10.

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Había también en Quito una otra Facultad de conferir grados en Teología, la cual se honraba a sí misma con el ostentoso nombre de Universidad de San Fulgencio y pertenecía a los Padres Agustinos; el fundamento de ella sostenían   -27-   que era una bula de Sixto quinto, cuyo original no se presentó nunca en el Consejo de Indias, y por eso, carecía del pase regio. En el archivo del convento de San Agustín de Quito no poseían tampoco el original, y lo único que presentaban era un trasunto, sin los requisitos formales de autenticidad; no obstante, durante dos siglos los agustinos conferían grados de doctor en Teología a los que los solicitaban, que no eran muchos, pues ese doctorado de la Universidad de San Fulgencio no gozaba de prestigio en la colonia, y, al fin, llegó a ser hasta vergonzoso el recibirlo, por la facilidad con que los frailes lo concedían a todo el que lo solicitaba, llegando a conferirlo a un zapatero de Popayán, que ignoraba por completo la lengua latina. Denunciado este escándalo al Rey, mandó el Consejo de Indias recoger el trasunto de la bula pontificia y prohibió a los agustinos investir con el grado de Doctor a ninguno de cuantos lo solicitarán en adelante; y, establecida definitivamente la Universidad secular de Santo Tomás, se puso un dique a la venal prostitución de los grados académicos o profesionales. ¿Qué es el grado, sin la ciencia?11

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En la vanidosa ostentación de un mero título, al cual no correspondía saber ninguno, debemos reconocer una de las flaquezas de la sociedad colonial, tan prendada de la sola apariencia de las cosas; en religión el culto externo, sin la sólida virtud cristiana; en las letras un título huero de Doctor...

En sus colegios de Cuenca, de Latacunga, de Riobamba, de Loja, de Guayaquil y de Ibarra sostenían los jesuitas una clase de Gramática latina, y esas clases eran los únicos establecimientos de Instrucción pública que había fuera de Quito, a fines del siglo decimoctavo, en lo que actualmente es República del Ecuador.

Honra, que nadie puede disputar a los dominicanos y mérito del padre fray Ignacio de Quesada para con la posteridad, es el haber sido ellos quienes dieron impulso a los estudios con la fundación de las cátedras de Cánones y de Jurisprudencia civil, que hasta entonces no se habían establecido en la capital de la colonia; y muy dignos de reconocimiento son también por debérseles a ellos la idea de la fundación de una cátedra de Medicina en su convictorio de San Fernando. Para poner por obra la fundación de esa cátedra, el padre Quesada y el padre García buscaron fondos y estimularon a un vecino distinguido de Quito, a que cooperara con una considerable suma de dinero para aquel tan loable objeto: la primera idea de establecer en Quito la enseñanza   -29-   de la Medicina se debe a los religiosos de Santo Domingo, y ellos fueron asimismo los primeros en reconocer cuán necesaria era la fundación de cátedras de Matemáticas en los colegios de Quito. De cátedras de Medicina y de Matemáticas hablaba ya el padre Quesada a fines del siglo decimoséptimo, en sus Estatutos del colegio de San Fernando12.

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Quito, capital de la colonia, era, pues, la única ciudad donde había establecimientos de Instrucción pública; las otras poblaciones carecían hasta de escuelas de primeras letras. En Ibarra, en Latacunga, en Loja y en Guayaquil, sostenían los jesuitas escuelas primarias gratuitas para niños; y, expulsados los jesuitas, esas escuelas desaparecieron, sin que ni el Gobierno de la Metrópoli ni los Ayuntamientos civiles de esas ciudades cuidaran de volverlas a abrir.

La clase de Gramática latina, que los jesuitas sostenían en Cuenca fue lo único que se conservó con las rentas confiscadas a los Padres de la Compañía en la segunda ciudad de la Presidencia, pues ni el señor Carrión y Marfil, primer obispo de Cuenca, ni el señor Quintián, que fue el cuarto, lograron llevar a cabo la fundación del Seminario; el segundo Obispo y el tercero no fueron a Cuenca: aquél, trasladado a Quito, se quedó en esta ciudad; y el señor Fita falleció poco después de consagrado13. La diócesis de Cuenca careció,   -31-   pues, de Seminario en tiempo de la colonia; ¿podría tenerse como Seminario la clase de Teología Moral, que en el Convento de Santo Domingo se daba a los clérigos de la ciudad, de quienes aseguraba el ilustrísimo señor Carrión que habían sido ordenados, sin que supieran entender el latín del breviario?...

En Quito sostenían los dominicanos una escuela gratuita de primeras letras, anexa al colegio de San Fernando, y en ella un Hermano converso enseñaba solamente a leer y a escribir; el número de alumnos pasaba de ciento. Había maestros particulares que tenían escuelas privadas y enseñaban mediante una pensión miserable, que les pagaban los padres de los niños; si el alumno había de aprender a leer y a escribir, la pensión era doblada; lo ordinario era que se les enseñara solamente a leer. La forma de la letra, el carácter de la escritura, la ortografía de lo escrito cosas eran, en las cuales ni padres ni   -32-   maestros ponían mucho cuidado. En cuanto a la Aritmética, se enseñaba en las escuelas a los que pagaban una pensión mensual de cuatro reales para aprenderla, y, por esto, los hijos de los pobres ordinariamente no la aprendían14.

El sistema de enseñanza de la lengua latina era sumamente defectuoso, pues se reducía tan sólo a hacer estudiar de memoria las reglas de la Gramática y a ejercitar a los alumnos en traducir de un modo rutinario algunos trozos de los Diálogos de Luis Vives, sin que ni siquiera se les iniciara en el conocimiento de las bellezas literarias de los clásicos romanos. Ni la prosodia ni la métrica latina hacían parte del programa de enseñanza en el Seminario, después de la expulsión de los jesuitas.

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Si la educación que se daba a los niños varones en la capital de la colonia era tan escasa y tan defectuosa, nadie se maravillará de que la de las niñas estuviese del todo olvidada; durante largo tiempo hubo en la colonia una preocupación, hondamente arraigada, de que a las mujeres les era nocivo y aun peligroso el saber escribir, y así se les enseñaba únicamente a leer en libros impresos. Las primeras escuelas de niñas se abrieron en Quito en los monasterios de monjas, mediante un privilegio pontificio, que para toda la América española obtuvo de Pío sexto el Rey don Carlos cuarto. Colegios fundados y organizados para la educación de las niñas no los hubo en Quito durante la época colonial15.

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El cuadro que acabamos de trazar no es lisonjero, ni hemos de desfigurar la verdad para halagar la vanidad de nuestros compatriotas; el siglo decimoctavo en la colonia en punto a ilustración fue época de adelanto indudablemente pero de un adelanto lento y lleno de tropiezos y de dificultades; así es que, la instrucción se hacía difícil y, por lo mismo, no estaba al alcance de todos. Había en los criollos amor a la ciencia, deseo de ilustrarse, pero faltaban del todo estímulos para el ingenio, y los medios de ilustración eran escasos; el comercio de libros era enteramente desconocido, y los aficionados al estudio necesitaban hacer sacrificios, casi siempre superiores a sus recursos económicos, para proveerse de libros, en que apagar la sed que de ilustrarse los devoraba.

En los conventos había bibliotecas formadas con laudable constancia por los frailes, que, mediante sumas considerables de dinero, las habían logrado acrecentar y enriquecer con obras raras y valiosas; la entrada a esas bibliotecas era accesible a todos, pues los religiosos no sólo no negaban la entrada a ellas, sino que se complacían en franquear a todos los tesoros científicos y literarios que en ellas poseían. La más rica en obras magistrales de ciencias eclesiásticas era, a no dudarlo, la del convento máximo de San Francisco; el padre fray Ignacio de Quesada gastó una suma muy crecida en la formación de la biblioteca del colegio de San Fernando, para la cual compró en España, en Francia y en Roma muchísimos volúmenes de obras valiosas, buscándolas y escogiéndolas personalmente, sin   -35-   ahorrar viajes ni sacrificios de dinero; para la Recolección del Tejar se proveyeron también los mercenarios de una biblioteca selecta y numerosa, enriqueciéndola no sólo con una colección casi completa de los Santos Padres, en la edición maurina, sino con libros de ciencias naturales y de matemáticas, entre los cuales el sabio colombiano Caldas se sorprendió agradablemente encontrando las Memorias de la Academia de Ciencias de París, que entonces no se poseían en Bogotá16.

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Los jesuitas tenían en todos sus colegios bibliotecas domésticas bien arregladas; la del colegio de Quito, que era muy rica, se destinó para el público, después de la expulsión de los padres y extinción canónica de su Orden, y el primer bibliotecario fue el célebre hombre de letras e insigne patriota don Eugenio de Santacruz y Espejo.





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ArribaAbajoCapítulo segundo

Las ciencias y las letras en tiempo de la colonia


Introducción de la imprenta.- Las primeras imprentas que hubo en Quito.- Presidentes literatos y escritores.- El ilustrísimo señor Montenegro y su obra para los párrocos.- El ilustrísimo señor Romero y la Primera Carta Pastoral de que hay memoria.- Escritos del ilustrísimo señor Calama.- Su Plan de Estudios para la Universidad de Quito.- La enseñanza de la Teología Moral.- El Derecho canónico y el régimen colonial.- La enseñanza de la Filosofía.- Observaciones necesarias.- Juicio sobre el estado de la ilustración en tiempo de la colonia.



I

La historia de los trabajos, con que en tiempo de la colonia procuraron nuestros mayores adelantar por el camino de la ilustración, no puede menos de ocupar una página muy honrosa la introducción y el planteamiento de la primera imprenta que hubo en nuestro país; y, por esto, vamos a narrar ahora, con la más menuda prolijidad, todo lo relativo a ese suceso, de veras memorable. ¿Cuál fue la primera imprenta que hubo en tiempo de la colonia? ¿Quién la trajo? ¿En qué año? ¿Dónde se estableció? He ahí las preguntas, que, con justa y razonable curiosidad, se hace todo el que reflexiona sobre la condición social de nuestros pueblos en tiempo de la colonia; daremos satisfacción a esas preguntas, fundándonos en documentos irrecusables.

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Mucho tiempo tardó en introducirse la imprenta en Quito, y habían transcurrido dos siglos después de fundada la ciudad, cuando se trasladó a ella la primera imprenta formal que hubo en la colonia. En efecto, el año de 1740 hicieron un viaje a Roma y a Madrid los padres Tomás Nieto Polo del Águila y José María Maugeri de la Compañía de Jesús, que iban a Europa con el cargo de procuradores de la provincia, que los jesuitas llamaban de Quito entre varios otros objetos llevaban los padres también el de traer una imprenta para uso privado de su comunidad; pero, como el Consejo de Indias nu hubiera permitido traerla a Quito con esa condición, resolvieron alcanzar la licencia para una imprenta pública y de uso general, y solicitaron, por medio de una tercera persona secular el permiso de llevar la imprenta a la colonia. Desde Quito salió con los dos jesuitas un joven, pobre y de condición humilde, el cual hacía el viaje a la Península como criado o paje de los padres: solía vivir en Quito en el colegio de los jesuitas, sirviendo a los religiosos en los menesteres domésticos, como fámulo de la comunidad, y llamábase Alejandro Chaves Coronado. Una vez en Madrid, el padre Nieto Polo presentó en nombre de Alejandro Chaves Coronado la petición de la licencia para traer a Quito una imprenta; el Consejo de Indias no pidió informe ni al Presidente ni a la Audiencia de Quito, sino a don Dionisio de Alcedo, que, a la sazón, se hallaba en la Corte, de regreso de América, donde, como ya lo hemos referido en otra parte, había desempeñado entre otros cargos públicos de importancia el de presidente   -39-   de Quito. En los primeros días del mes de septiembre del año de 1741 emitió su informe don Dionisio de Alcedo, opinando que no sólo convenía dar licencia a Alejandro Chaves Coronado para que llevara una imprenta a Quito, sino que se le debía agradecer por una obra que, indudablemente, sería muy útil al bien público. Censura Alcedo en su informe la desidia de los quiteños y su negligencia en procurar tener una imprenta, hace notar que muchas otras ciudades así del Virreinato del Perú como del mismo Nuevo Reino de Granada poseían imprentas públicas, y deplora que, por falta de imprenta en la capital de la colonia, no hayan logrado dar a luz los criollos algunas producciones recomendables del ingenio de ellos. El Consejo no opuso dificultad ninguna por su parte; y, el 6 de octubre de 1741, se expidió la real cédula en favor de Coronado, concediéndole permiso para llevar a Quito una imprenta pública. La actividad de los jesuitas, dando calor al despacho del asunto, había logrado un éxito feliz, y la imprenta concedida a Coronado fue traída por ellos a lo que ahora es República del Ecuador17.

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Alejandro Chaves Coronado falleció poco después, en el Puerto de Santa María, cuando se estaba aparejando para regresar a América en compañía de los mismos jesuitas. Como catorce años más tarde la imprenta, con todo lo necesario para establecerla completamente, llegó a la provincia de Tangurahua; y los jesuitas, que eran los verdaderos dueños de ella, la plantearon en Ambato, en la casa de residencia que tenían ellos en esa ciudad. De este modo Ambato, que, andando los tiempos, había de ser cuna de tres insignes escritores, tuvo la suerte de ser la ciudad donde se estableció la primera imprenta, que en la época de la colonia hubo en el Ecuador. La imprenta de Ambato era de los jesuitas, y así se llamaba imprenta de la Compañía de Jesús en las obras que se editaban en ella; no obstante, los jesuitas, para conservar ante el Consejo de Indias de una manera segura la imprenta, indujeron a Ángela Coronado, madre de Alejandro Chaves Coronado, a que celebrara con Raimundo de Salazar una escritura pública, por la cual aquélla cedía a éste el uso mas no la propiedad de la imprenta. Esta escritura de contrato se otorgó en Quito el año de 1748, cuando a imprenta no estaba en uso todavía.

El Real Consejo de Indias se había manifestado claramente resuelto a negar a los jesuitas el permiso de traer una imprenta a Quito, y, por   -41-   esto, ellos hicieron que la madre de Alejandro Chaves Coronado continuara apareciendo en público como propietaria legal de la imprenta, y, con este fin, le acudieron cada semana con una módica limosna; pero los padres eran, en realidad, los verdaderos propietarios y dueños de la imprenta, pues con dinero suyo la compraron en España y la trajeron hasta Ambato y después la trasladaron a Quito y la establecieron en el colegio Seminario de San Luis, donde estuvo hasta mediados del año de 1767, en que fue confiscada e inventariada entre los bienes muebles, que se secuestraron a los jesuitas, cuando fueron expulsados de Quito. La primera imprenta, que hubo, pues, en el Ecuador fue traída por los jesuitas y estuvo primero algunos años en Ambato, y luego fue trasladada a Quito; debía haber sido imprenta pública; pero, en rigor, servía casi exclusivamente sólo para los padres de la Compañía de Jesús18.

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Mas la imprenta de los jesuitas no era la única imprenta, que, por aquel tiempo, había en Quito; pues, en esta ciudad, se hallaba establecida otra imprenta, que pertenecía a un quiteño, que ejercía a la vez la profesión de maestro de primeras letras y de impresor; llamábase Raimundo de Salazar y Ramos, y, con licencia no del Real Consejo de Indias sino tan sólo de don Pío Montúfar, Marqués de Selva-alegre, presidente de Quito, había hecho venir una imprenta comprada en Lima.

La imprenta de los jesuitas estuvo secuestrada más de diez años y todo ese tiempo se conservó arrumbada entre las demás cosas que habían pertenecido a los padres, y la única imprenta que quedó en Quito fue la de Raimundo de Salazar, la cual servía para trabajar las cartas de pago de la recaudación de los tributos de los indios, y para dar a luz, de cuando en cuando, algún cuaderno devoto y nada más.

En el año de 1779, cuando don José García   -43-   de León y Pizarro se hallaba empeñado en reglamentar la Real Hacienda, entonces mandó sacar de entre las cosas de los jesuitas la imprenta y la entregó a Raimundo de Salazar, para que se sirviera de ella, con la obligación de imprimir de oficio, o sin remuneración alguna, todo cuanto le mandara imprimir el Presidente de la Audiencia. Salazar recibió la imprenta que había sido de los jesuitas, y, juntándola con la suya propia, formó una imprenta relativamente copiosa para aquellos tiempos; diose también maña para reponer los tipos que faltaban, fundiéndolos él mismo, con grande paciencia, en Quito. Esta imprenta fue la única que hubo en Quito durante el lapso de más de veinticinco años: en ella se dieron a luz todas las publicaciones, que se hicieron en letra de molde, como se decía entonces, y ésta misma fue la que continuó sirviendo con el nombre de Imprenta de Mauricio Reyes, después del fallecimiento de Salazar19.

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El primer tipógrafo que hubo en Quito fue un jesuita, alemán de nación, el Hermano coadjutor temporal Juan Adán Schwarz nacido en Ausburgo, en febrero de 1730; el primer tipógrafo nacional fue Raimundo de Salazar, que trabajaba en la imprenta de los jesuitas; y el primer cajista en la imprenta de Salazar, fue Ignacio Vinueza, de profesión soldado, pues tenía el   -45-   grado de cabo en el regimiento o cuerpo de caballería que había entonces en Quito. El oficio de imprimir era cosa como de curiosidad en aquella época, y no se consideraba como ocupación lucrativa que diese recursos para las necesidades ordinarias de la vida; la imprenta se conservaba cerrada durante meses enteros y la única obra segura era la impresión de los añalejos para los clérigos de Quito20.

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Hemos referido con detenimiento y prolijidad las noticias relativas a la introducción y al planteamiento de las primeras imprentas que hubo en Quito en tiempo de la colonia; Quito era la capital de la colonia y sólo en Quito hubo imprentas en aquella época, pues las otras ciudades de la colonia no las tuvieron sino en tiempo de la República, consumada la empresa de nuestra emancipación política de España. Nos detendremos, pues, aquí de propósito para dar una ojeada a toda la época colonial, considerándola brevemente desde un punto de vista literario.

No hemos de enumerar como escritores, o, mejor dicho, autores en el significado que esa palabra tiene en la historia de las Bellas Letras, a todo el que en tiempo de la colonia haya puesto por escrito una cosa cualquiera, sino a los que en las manifestaciones de su ingenio, hechas por medio de la palabra escrita, intentaron la realización de la belleza o el mayor progreso de la ciencia; contar como autores a todos los que hayan consignado por escrito las elucubraciones de su ingenio sería desconocer el mérito y la índole de las composiciones literarias, y tener en muy poco la literatura21.



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II

Entre los presidentes que vinieron a Quito en tiempo de la colonia, hubo algunos que eran instruidos y conocían la jurisprudencia española. Tres de ellos merecen mención especial como escritores, y son el licenciado don Hernando de Santillana, primer presidente y fundador de la Audiencia, don Antonio de Morga y don Dionisio de Alcedo. Obra del primero es una relación concienzuda de los usos y costumbres de los indios bajo la dominación de los Incas22. Morga dio a luz una Historia de la conquista de Filipinas; y Alcedo compuso tres obras históricas recomendables, una de las cuales es su monografía descriptiva e histórica de la provincia de Guayaquil. La Historia del doctor Antonio Morga sobre la conquista de Filipinas es obra verdaderamente literaria, y por el estilo y por el lenguaje digna de ser comparada con la que el sesudo Leonardo   -48-   de Argenzola escribió sobre la conquista de las Malucas23.

En los escritos de Alcedo se echa de menos la rigurosa exactitud histórica; su lenguaje es correcto, pero su estilo adolece de los resabios del amaneramiento culterano, que tan en boga estaba en su tiempo. Las noticias que da sobre Guayaquil son deficientes, principalmente en la parte histórica24.

Si entre los presidentes hubo hombres de letras, entre los obispos de Quito en tiempo de la colonia se contaron varones eminentes por su saber en ciencias eclesiásticas; ocupa, indudablemente, el primer lugar entre todos ellos el ilustrísimo señor Montenegro, autor del Itinerario para los párrocos de indios, obra notable por lo rico y selecto de la erudición, por la lenidad de las opiniones morales del autor y por la solidez de su   -49-   doctrina; los tiempos no han envejecido la obra del antiguo obispo de Quito, y en ella pueden todavía nuestros eclesiásticos encontrar luz abundante para ejercer con fruto el ministerio pastoral entre los reacios y descuidados indígenas. El ilustrísimo señor Montenegro fue una lumbrera entre los obispos de la colonia25.

No inferior en celo pastoral al señor Montenegro y tan benigno y docto como él, fue el señor Romero; es el primer obispo de Quito, que escribió y publicó por la prensa una Carta Pastoral; propúsose en ella excitar el celo de los curas en favor de los indios, y sostuvo y demostró que a estos infelices no sólo se les podía, sino que se   -50-   les debía dar la sagrada Comunión. Es imposible leer sin conmoverse la Pastoral del ilustrísimo señor Romero; el Prelado se manifiesta en ella lleno de piedad y de solicitud evangélica por los indios, tan poco atendidos hasta por los mismos párrocos, que les negaban la participación del más divino de los sacramentos de la Iglesia católica26.

Un lugar distinguido entre los obispos de la colonia merece ocupar el ilustrísimo señor Calama; su erudición era variada, aunque no tan vasta ni tan sólida como la del señor Montenegro, y su ciencia era más superficial que profunda; la más aventajada de sus dotes intelectuales era la memoria, y de ahí que el cúmulo de sus ideas fuese rico, pero sin el debido discernimiento; pues el señor Calama había leído mucho, aunque sin detenerse a meditar con reposo en los asuntos de sus variadas lecturas. Para el estudio de la ciencia de la legislación recomendaba con calor la obra del napolitano Filangieri, sin hacer acerca de las teorías del autor corrección ni salvedad alguna; y al ilustrísimo señor Calama se debió no sólo el conocimiento de la obra de Filangieri, sino la propagación de ella en la colonia, porque trajo a Quito y regaló no pocos ejemplares de la traducción   -51-   castellana. Ningún obispo se ha manifestado tan amigo de la ilustración del clero como el señor Calama, y entre los obispos de la colonia nadie expidió tantos decretos y reglamentos, ni publicó tantas pastorales como él; esas pastorales harán época en nuestra historia, así por su número como por los asuntos que en ella trató el Obispo, alguno de los cuales parécenos propio más bien de una ordenanza de higiene pública, que de una exhortación pastoral. El lenguaje es, por lo regular, correcto; y el estilo, sencillo hasta tocar en la llaneza27.

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Entre los prelados de Quito ninguno merece mayor gratitud de los ecuatorianos, que el ilustrísimo señor Calama, por su afán en beneficio de la instrucción pública; quiso que los jóvenes quiteños cultivaran las ciencias y derramó, con generosidad, sus rentas para dar impulso a los estudios; trajo libros, antes desconocidos, y los obsequió al colegio Seminario y a la Universidad; fue el fundador del estudio de las ciencias públicas en la colonia, y el iniciador de reformas trascendentales en el régimen de los colegios y en los sistemas de enseñanza; al señor Calama se le deben el conocimiento de las primeras obras de Economía política y el gusto por las lecturas amenas e instructivas. Celosísimo por la instrucción del Clero, desde que llegó a su obispado comenzó a promoverla, con un tesón infatigable; y todavía, al despedirse de Quito regresando para España, volvió a inculcar a los sacerdotes la obligación, que de estudiar e instruirse les imponía la santidad misma del estado que habían abrazado. Se ensancha el ánimo y se llena de satisfacción, considerando los nobles arranques de celo del ilustrísimo Calama; ¿quién ha proclamado tan clara y tan categóricamente como este Obispo la civilizadora doctrina católica, de que el precepto de la caridad fraterna nos obliga a trabajar con ahínco en todas cuantas obras sean de utilidad pública? Ahí está su Edicto sobre el camino llamado entonces de Malbucho y ahora del Pailón; ese Edicto es un documento, que honra y enaltece grandemente al célebre Prelado de los últimos tiempos de la colonia...

Su Plan de estudios para la Universidad de   -53-   Quito no podría satisfacer ahora las justas exigencias de la civilización contemporánea; pero, a fines del siglo decimoctavo, para una Universidad modesta, en una colonia de tan escasa importancia política como la antigua Audiencia de Quito, ese plan era amplio y daba lugar a notables adelantamientos en los estudios académicos, fundando cátedras de enseñanzas hasta entonces desconocidas; se dedicaba campo de preferencia al cultivo de la Teología y del Derecho Canónico, pero se planteaba también la enseñanza de las Ciencias públicas y se recomendaba, con mucho encarecimiento, el estudio serio y prolijo de la Gramática Castellana y de las Bellas Letras; y se introducía una reforma trascendental en el estudio de la Filosofía, prohibiendo que en adelante se sirvieran los profesores de cursos manuscritos, en latín, y fijando textos de sana doctrina, impresos, y en castellano.

¿Desmerecerá el elogio de la posteridad un Plan de estudios semejante?...

¿Fue el ilustrísimo señor Calama un literato? Su lenguaje es correcto, aunque afeado, de cuando en cuando, por galicismos de expresión; y su estilo, de ordinario claro, sencillo y grave, desciende repentinamente hasta la chocarrería, para levantarse de nuevo, reflejando así el candor del alma del Prelado. El obispo Calama era, en verdad, candoroso, con el candor amable de un niño.

La expulsión de los jesuitas y, poco después, la extinción de la Compañía de Jesús por la Santa Sede dieron motivo al Gobierno español para dictar órdenes contra la doctrina que se llamaba   -54-   de los expulsos. Atribuíaseles maliciosamente a los jesuitas la doctrina del tiranicidio, y ciertas opiniones demasiado laxas en punto a la moral cristiana; y en los púlpitos y en las cátedras de Teología Moral, para hacer alarde, de apartarse de las opiniones de los jesuitas, así los predicadores como los confesores, dieron en el rigorismo, y lo exageraron tanto, que hicieron casi imposible la práctica del Sacramento de la Penitencia. Los grandes teólogos de la extinguida Compañía de Jesús eran mirados con recelo, y se los juzgaba y condenaba sin tomarse el trabajo de leerlos28.

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Muy poco conocida es todavía la historia de los jesuitas en la América española, y las circunstancias de su expulsión merecen un estudio serio, minucioso, concienzudo y desapasionado, y sólo mediante ese estudio se conseguirá explicar cómo semejante medida se llevó a cabo con una facilidad tan asombrosa; España, el reino católico por antonomasia; Carlos tercero, creyente fervoroso; las colonias hispanoamericanas, pueblos piadosos como los que más; los virreyes y los presidentes, tan hondamente católicos como el mismo monarca, y, no obstante, la expulsión se verifica fácilmente, sin que en ninguna parte se hiciera demostración ninguna en favor de los jesuitas; ¿cómo se explica esto?... Una cosa es indudable: el convencimiento que los colonos tuvieron de que los pobres padres eran expulsados, no por causa de odio contra la religión católica, sino por motivos puramente temporales, y, entre esos motivos, el principal, sus cuantiosas riquezas. El Gobierno prohibió discutir esos motivos, y fue obedecido sin dificultad; el padre fray Eugenio Díaz, Provincial de los franciscanos de Quito, impuso a sus frailes el precepto de enseñar en el púlpito, en el confesonario y en conversaciones privadas la doctrina de que, estando como estaba el corazón de los reyes en manos de Dios, era moralmente imposible que los reyes pudieran errar en lo que para el bien de sus vasallos ordenaban.

Esta premisa es claro que era la aprobación, tácita pero evidente, de la expulsión de los jesuitas; pues, si era moralmente imposible que los reyes erraran, Carlos tercero había acertado expulsando   -56-   de América a los jesuitas. La doctrina del Provincial de San Francisco no podía ser más favorable al despotismo29.

En la enseñanza del Derecho Canónico, el Real Consejo de Indias desconfió siempre de los jesuitas, cuyos doctores, según se decía, exageraban los derechos de la Silla Apostólica, con mengua y quebranto de la autoridad de los Reyes; y así, en América no se permitió la introducción de las obras del cardenal Belarmino, y aun se mandó recoger los ejemplares que de su tratado De Romano Pontífice estuviesen, acaso, circulando en las colonias30.

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Expulsados los jesuitas, las cátedras de Jurisprudencia y de Derecho Canónico se transformaron poco a poco en cátedras de regalismo; y sobre el origen de la potestad de los reyes, y sobre los fueros de su autoridad, y sobre las relaciones entre las dos potestades, se difundieron y se sostuvieron todas, las teorías y todas las máximas de la escuela regalista española; y tanto se popularizó el error, ¡que la verdad llegó a causar escándalo hasta a los buenos! Cuando narremos la historia de las luchas por nuestra emancipación política de España, entonces discurriremos largamente sobre este mismo punto, porque es muy conveniente conocer a fondo las ideas dominantes en un pueblo, para explicar los sucesos ocurridos en él, de cuya narración se forma la historia.

Los estudios de Filosofía no estuvieron nunca florecientes; pues, aunque las enseñanzas eran prolijas, de ordinario, se hacían con poco aprovechamiento y de una manera casi rutinaria; así es que, en la historia de las ciencias filosóficas en el Ecuador no se puede presentar ni un solo autor eminente, durante la época colonial. El   -58-   sistema que se enseñaba era siempre el escolástico, aunque no faltaron profesores jesuitas que se manifestaran instruidos en el sistema cartesiano y afectos a sus principios; pero, como sistema de Filosofía el cartesianismo no se enseñó magistralmente en los colegios de Quito31.

Los dominicanos hacían profesión de seguir las doctrinas de Santo Tomás, y a los alumnos del colegio de San Fernando les obligaban a prestar juramento no sólo de adoptar y de defender las enseñanzas de Santo Tomás, sino de entender los escritos del Santo y exponerlos como los entendían y exponían los doctores de la escuela, llamada Tomista, la cual, según los dominicanos, era la que interpretaba genuinamente los escritos del Angélico Doctor.

Cuando comenzaron a llegar a Quito las obras del padre Feijoo, causaron tanta admiración y despertaron tanto entusiasmo, que se compraban a cualquier precio por subido que fuese, y se leían con avidez y hasta se aprendían de memoria largos trozos del Teatro crítico y de las Cartas eruditas, y no había persona alguna que no leyera siquiera algo de las obras del docto benedictino. La variedad de   -59-   las materias, la claridad del lenguaje, la culta sencillez del estilo y ese desenfado en rebatir errores comunes y preocupaciones arraigadas, hacían deleitable la lectura de los libros de Feijoo para los criollos quiteños, en cuyas cabezas inquietas habían comenzado a bullir ya las ideas de emancipación de las colonias hispanoamericanas.

Entre los admiradores del padre Feijoo el más fervoroso fue un cuencano, don Ignacio de Escandón, escritor afamado por su erudición, aunque censurable por su estilo eminentemente gongorino; su elogio del padre Feijoo se reduce a una serie de alabanzas hiperbólicas al autor del Teatro crítico, sin que haya entre tanto encomio ni un solo pensamiento original ni una sola metáfora de buen gusto. Escandón era pródigo en aplausos y fácilmente encontraba méritos superlativos en todos los que en aquel tiempo no eran ignorantes. El erudito peruano Llano y Zapata le estimulaba a Escandón a que escribiera la historia de la literatura de la América española; pero, según nuestro juicio, faltábale a Escandón un criterio sereno y desapasionado para obra semejante. Los literatos del siglo decimoctavo en las colonias americanas se distinguían por una erudición asombrosa; mas su ciencia no estaba siempre en relación con sus lecturas; sabían lo que otros habían pensado, pero ellos mismos pensaban muy poco32.

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Si la lectura de las obras del padre Feijoo contribuyó a despertar en los quiteños la afición al estudio y el deseo de poner en tela de discusión hasta los más triviales asuntos; la presencia de los académicos franceses fue gran parte para estimular el ansia de entender la lengua francesa y de leer las obras de los escritores franceses, algunas de las cuales se introducían, como a hurtadillas, en la colonia. La simpatía por la Francia era manifiesta en no pocos de los criollos quiteños33.

Hasta el año de 1789 no se había establecido todavía ni en el Convictorio de San Fernando ni en el Seminario de San Luis una cátedra de Matemáticas ni una de Física ni siquiera una de Geografía; mas, organizado de nuevo el Seminario,   -61-   la enseñanza de Filosofía se puso a cargo del presbítero don Miguel Antonio Rodríguez, quien fue el primero que sostuvo y enseñó el sistema copernicano en Quito. Rodríguez era estudioso, perspicaz y de ánimo nada apocado; sus tesis de Filosofía fueron una novedad en la colonia. Era, en verdad, un acontecimiento la enseñanza sistemática del Álgebra, de la Geometría, de la Física y de la Cosmografía en el Seminario, y era un acontecimiento no solamente por lo nuevo de aquellas enseñanzas, sino también por lo discreto en la elección de las opiniones, que había adoptado y sostenido el profesor34.

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Por el testimonio de La Condamine y por la autoridad del historiador Velasco sabemos, que en Quito hubo a fines del siglo decimoctavo una academia científica llamada Academia Pichinchense; pero de ella no se ha conservado más que la noticia de que existió, sin que conste ni la fecha precisa en que fue fundada ni el reglamento que debían observar los socios; parece que el principal objeto de esta academia era el cultivo de las ciencias naturales. La vida de la academia pichinchense no pudo menos de ser muy efímera, como lo es, por desgracia, hasta ahora la vida de toda corporación meramente literaria o científica entre nosotros.





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