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Homenaje de Emilia Pardo Bazán a Benito Pérez Galdós y a don Juan Valera

Marisa Sotelo Vázquez





En los últimos artículos que salieron de la pluma de Emilia Pardo Bazán para el diario ABC de Madrid desde 1918 a 1921, sobresalen entre otras múltiples cuestiones de actualidad, cultura, usos, costumbres y modas que atraían su curiosidad universal, los dos artículos de homenaje. El móvil que lleva a la ilustre escritora a emborronar unas cuantas líneas no es otro que evocar el perfil humano y reconocer los méritos literarios de dos escritores amigos: Galdós y Valera, a los que desde bastantes años atrás venía dedicando atención en su tarea crítica.

Se trata de los artículos que se reproducen al final de esta presentación, recogidos por primera vez en libro en Emilia Pardo Bazán, Un poco de crítica. Artículos en el ABC (1918-1921) (ed. Marisa Sotelo Vázquez), Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2006. El primero, «Estatua en vida», dedicado a su siempre admirado y querido don Benito, publicado el 27 de enero de 1919, y, el segundo, titulado «Aprendiz de helenista», del 13 de mayo de 1921, que se convertirá en póstumo, pues la autora fallece el día 12 de mayo. Ese día, ABC se ocupaba en portada de la necrológica de doña Emilia, por entonces una de sus más prestigiosas colaboradoras, y a continuación publicaba su último artículo con un breve preámbulo indicativo: «Artículo póstumo de la Condesa de Pardo Bazán. Nos honramos publicando el último artículo escrito por nuestra insigne colaboradora, quien al escribirlo hace muy pocos días, no pudo imaginar que sería su obra póstuma».

Como la generosidad entre los escritores es poco frecuente, y como además en el caso de la autora marinedina se ha insistido muchas veces en su afán de protagonismo, en su talante polemista, mientras que, por el contrario, muy pocas se reconoce su generosidad o la atención que prestó a sus amigos a lo largo de su producción literaria, conviene resaltar la importancia de estos dos trabajos, que permiten comprobar la admiración y el respeto que impregnaban dichas relaciones. Generosidad y admiración siempre presentes en sus trabajos de crítica literaria, aunque las relaciones humanas entre ellos no siempre fueron fáciles, pues a la mayoría de los escritores les incomodaba la presencia femenina en el terreno de las letras, en el mundo de las ideas, sobre todo, si se disponía de una plataforma de difusión tan importante como era la prensa diaria.

No obstante, doña Emilia supo pasar por alto aquellas pequeñas mezquindades y, ya en la madurez, con la serena distancia que otorga el tiempo vivido, evoca con afecto teñido de nostalgia la personalidad de ambos autores. No era la primera vez que doña Emilia dedicaba algún trabajo a Galdós. Se había interesado por él muy tempranamente en las prensas de la Revista de Galicia (1880) y en la Revista Europea (1881), tras descubrir casualmente, mientras paseaba por la Rúa Nova de Santiago, sus Episodios Nacionales en el escaparate de una librería. Se ocupará también de sus novelas hasta La desheredada en La cuestión palpitante y sobre sus últimas novelas, Tristana y Ángel Guerra, así como sobre su producción dramática, en varios artículos del Nuevo Teatro Crítico (1891-1893). Sin embargo, «Estatua en vida», que enlaza con otro titulado «El gabinete de Galdós» (NTC, agosto, 1891), no pretende reseñar ninguna obra, sino sencillamente sumarse al homenaje que se rendía al autor de Fortunata con motivo de erigirle una estatua en Madrid.

La autora coruñesa no asiste en persona a la colocación del monumento, pero se suma al homenaje desde su sección habitual «Un poco de crítica» del ABC. Los dos autores están ya en el último tramo de sus vidas. Galdós morirá en 1920 y un año después doña Emilia. No obstante, por el afecto y respeto que se desprende de sus palabras, parece evidente que la condesa conservaba vivo el recuerdo de la relación que empezó siendo literaria y derivó hacia un breve pero apasionado idilio allá por los años noventa y del que da testimonio su correspondencia. Desde esa afectividad de la que todavía quedan vivos rescoldos doña Emilia se refiere certeramente a Galdós como «el novelista del siglo», así como en otras ocasiones le había llamado también el «Dickens español», y alaba la iniciativa de la asociación de prensa madrileña de dedicarle una estatua en vida, en un país como el nuestro tan proclive a homenajear solo a los muertos.

La valoración que hace doña Emilia de la trayectoria galdosiana es altamente positiva, destacando el españolismo medular que vertebra todas sus obras y que se acentúa tras la crisis del 98. De ahí, que en este último artículo subraye su vertiente regeneracionista política en sentido auténtico, casi intrahistórico, al defender el ejercicio de la política como magisterio de ideas, como trabajo constante y silencioso, que es finalmente, a su juicio, lo único efectivo:

Por suerte, Galdós se convenció de que no había nacido para la política vulgar y al uso, sino para aquella más alta, que consiste en engrandecer a la Patria con el trabajo y la obra. No se elabora esta política en plazuelas, ni en tumultuosas reuniones, ni en antesalas de ministerios, ni en pasillos y escaños de las Cámaras, sino en el retiro del gabinete, en la amante contemplación de la verdad y la belleza, en el surgidero sosegado de los ideales. Sólo este género de política, a largo plazo y efectividad segura, es digna de un artista excelso, de un singular escritor como Galdós.


(Pardo Bazán, 1919)                


Resulta evidente que para la autora de Los Pazos de Ulloa, desde postulados críticos netamente tainianos, su amigo Galdós representaba como Cervantes y mejor que ningún otro escritor de su siglo la esencia del carácter nacional y sus obras de observador prendado de la vida callejera contenían, artísticamente presentadas, las señas de identidad de la cultura nacional:

Es el novelista que más España ha puesto en sus ficciones; el que ha profundizado nuestra psicología y limpiado con amor reverente los artísticos hierros tomados de orín de las tradiciones nacionales. Bástale para inmortalizar su memoria, porque se buscase a España en él, cuando se aprenda a estimar la originalidad y espontaneidad que la distingue entre todas las naciones, y que Galdós supo mostrar de realce.


(Pardo Bazán, 1919)                


Un caso bien distinto es la relación de doña Emilia con don Juan Valera, a quien dedicaría su último artículo titulado «Aprendiz de helenista», en alusión a uno de los primeros seudónimos que utilizó el autor en sus tareas de traductor de griego. En la relación entre doña Emilia y Valera, que data de los años de la polémica en torno a la difusión del naturalismo en España, es necesario hacer una distinción. Doña Emilia admiró siempre el talento y la originalidad de Valera como novelista. Precisamente la primera novela española contemporánea que leyó la autora fue Pepita Jiménez, y desde entonces no varió su concepto sobre el extraordinario novelista psicólogo al que no duda en poner a la altura de Stendhal. Sin embargo, no admiraba en el mismo grado al crítico literario, pues, aunque de acuerdo con él en que la aspiración máxima del arte debía ser la consecución de la belleza, le distanciaba la manera que ambos tenían de acercarse a la realidad.

Es sobradamente conocida la polémica en torno al naturalismo y las posiciones diametralmente opuestas de ambos frente a la estética francesa. Además, esta distancia se mantendrá a lo largo de la trayectoria literaria de ambos, pues si bien doña Emilia evoluciona desde el realismo y naturalismo de los años ochenta, con una clara inflexión espiritualista a partir del 87, que cristalizará en sus conferencias sobre la Revolución y la novela en Rusia, para pasar después a una preocupación cada vez mayor por el psicologismo en la línea de los postulados de Paul Bourget y su inclinación hacia el modernismo y decadentismo finisecular, Valera, sin embargo, se mantiene desde el principio fiel a los mismos planteamientos estéticos.

Y en cuanto a la relación humana cabe señalar que, aunque en algunos momentos no fuese todo lo cordial que cabría esperar, en el fondo, más allá de posicionamientos ideológicos enfrentados en cuestiones como la entrada de las mujeres en la Academia, cuestión por la que luchó tenazmente doña Emilia y se encontró siempre con la oposición férrea de don Juan, se admiraban y se respetaban mutuamente. Doña Emilia admiraba la pulcritud y elegancia de su estilo, su capacidad de penetración psicológica, reconocía su autoridad indiscutible en las disciplinas clásicas, sin renunciar por ello a su españolismo.

Conviene declarar que su clasicismo, aunque de igual origen que el de Luzán o un Moratín padre, muestra siempre una condición que basta a diferenciarle totalmente de sus predecesores: don Juan es un humanista y un pagano, su ideal es Grecia, no Francia. Esto le imprime un sello especial, que produce a cada momento brotes de españolismo y hasta de localismo andaluz.


(Pardo Bazán, 1921)                


El clasicismo de Valera había sido motivo de un estudio detenido por parte de Emilia Pardo Bazán en artículos publicados en La Lectura (1906), escritos bajo la impronta de la muerte del autor, y recogidos posteriormente en su libro Retratos y Apuntes literarios (1908). En todos ellos señala de forma recurrente los mismos rasgos, su carácter de clásico, que hacían de él un hombre fuera de su tiempo, un clásico, en parte, afín a la sensibilidad renacentista por su espléndida formación humanística y, en parte también, con un fisonomía mental propia de los enciclopedistas dieciochescos por su extraordinario bagaje cultural. Por su lado, Valera, aunque en más de una ocasión es arbitrario o malicioso en sus juicios sobre la autora coruñesa, siempre finalmente acaba por reconocer su innegable talento. La correspondencia de Valera en curso de publicación arroja luz sobre algunos aspectos de estas complejas relaciones literarias, tal como se patentiza en este largo comentario dirigido a Menéndez Pelayo, a propósito de Doña Milagros, la primera novela del ciclo de «Adán y Eva», publicada en 1894, cuando doña Emilia era asidua colaboradora de La España Moderna, la prestigiosa revista dirigida por su amigo Lázaro Galdiano:

Hasta ahora no he leído más del primer número de la nueva y reformada España Moderna que la novela de doña Emilia Pardo Bazán, de la que mucho me he maravillado. El diablo de la mujer tiene singular y muy raro talento; su espíritu es una máquina fotográfica que afea las cosas en vez de hermosearlas. Aquello es la verdad, pero ¿qué verdad? Lo soez, lo vulgar, lo villano y lo sucio, no superficial y alegremente pintado para hacer reír, sino pintado con delectación morosa y dispuesto de manera que se combine con lo trágico y lo pesimista. Y con todo, la novela interesa y no se suelta hasta que se lee. Creo (dentro de esta perversión del gusto, del sentido moral y de la teodicea) que doña Emilia es toda una novelista.


(Menéndez Pelayo 1986: 393-4)                


Como se desprende del fragmento epistolar citado -casi siempre estos comentarios maliciosos se hacían de forma privada, a través de la correspondencia-, a pesar de la evidente disparidad de gustos e, incluso, la sensibilidad artística de ambos y el visceral antifeminismo del autor de Pepita Jiménez, se ve obligado a reconocer los méritos de doña Emilia como novelista, así como el singular y raro talento de ese «diablo de mujer». Radical antifeminismo que doña Emilia le recriminará en más de una ocasión con frases tan gráficas como: «[Don Juan] era semita puro y le sentaría bien el jaique y al cinto la gumía», y añade no sin cierta ironía: «creía tal vez, como buen pagano, que las líneas y los contornos del cuerpo condicionaban irremisiblemente el espíritu» (Pardo Bazán, 1921).

Pero, más allá de las puyas, las discrepancias e incluso de los enfrenamientos por cuestiones estéticas, prevalece la admiración y el afecto de la autora gallega para con el novelista cordobés. Desde aquella generosidad y afecto deben ser leídas las palabras con que la condesa de Pardo Bazán evoca la tertulia de la Cuesta de Santo Domingo, en casa del autor de Pepita Jiménez, cuando una galopante ceguera le impedía leer y, sin embargo, con exquisita elegancia y resignado estoicismo seguía con curiosidad las conversaciones de sus contertulios:

Yo le escuchaba, con encanto, a la luz de su mente me parecía ver todo más claro y como de realce. Este goce de la conversación es de los que van desapareciendo en la infausta época presente, y yo procuré no desperdiciarlo, acudí siempre que me era posible a la reducida tertulia de la Cuesta de Sanco Domingo, donde ni se murmuraba, ni se cotorreaba de política, pero donde casi nos arañábamos a propósito de un libro, de un verso, de un drama reciente. Al empezar la sesión, D. Juan aparecía recostado en su poltrona, caída la cabeza sobre el pecho, en postura de fatiga. Apenas se iniciaba la polémica, iba reanimándose: enderezaba el cuello, prestaba atención, intervenía. Poco a poco se galvanizaba; la sonrisa jugaba su semblante de amplios rasgos; se apasionaba, alzaba la voz, se levantaba, andaba a largos trancos por el aposento; a veces se indignaba sin perder nunca el compás de la buena educación. Y esto sucedía cuando ya no tenían vista sus ojos.

La resignación con que le vi sufrir la ceguera me impresionaba: le llamaré, más que resignación, estoicismo. Don Juan, hombre de sociedad, refinado a su hora, tenía el fondo estoico de la gente ibera. Nunca le oí quejarse; nunca buscó la conmiseración de los demás. Ni la vista, ni creo que la vida, tembló perder. Cuando escribió su discurso postrero, y se lo alabaron murmuró serenamente: «Muy bueno será; pero huele a apoplejía». Y, en efecto, muy poco tardó en fulminarle el mal andaluz.


(Pardo Bazán, 1921)                


Basta con estas breves calas espigadas de los artículos mencionados al principio de este trabajo para certificar la actitud de lúcida discrepancia, pero siempre generosa, de doña Emilia con sus contemporáneos.




«Estatua en vida»

ABC, (27-I-1919)


El buen sentido va imponiéndose en algunas materias, ya que en cambio se ha perdido del todo en otras. Y el buen sentido, de un papirotazo ha echado a rodar al desván de las preocupaciones hereditarias (que diría Heriberto Spencer) aquella idea especiosa de que se debe esperar a la hora o al siglo de la muerte de un personaje para consagrarle un recuerdo en bronce, piedra o mármol.

Los romanos pensaban tan diferentemente, que era siempre en vida cuando dedicaban estatuas y hasta aras y templos a los Césares y a las Augustas. Los tuvo la Divina Faustina, y no digamos nada del dorado coloso que le erigieron a Enoberbo Nerón no lejos del Coliseo. En esta imagen votiva, Nerón aparecía en figura de Apolo, en desnudez atlética, aureolada la sien de rayos solares.

Se me dirá que estos ejemplos no favorecen a mi tesis, que muchas de aquellas efigies fueron derrocadas de sus pedestales, y la de Nerón, fundida para moneda. Aun en el momento presente sabemos de estatuas venidas al suelo, y recordamos cómo de la columnata Vêndome cayó la imagen napoleónica. ¿Qué quieren decir tales hechos? Que estatuas y monumentos habían sido elevados al poder, a los dueños del mundo en un instante dado.

En honor del género humano, debe confesarse que las estatuas de artistas, escritores, poetas, inventores, sabios, que fueron gente más bien modesta, que no ejercieron poder material, que no intervinieron en las luchas políticas, han obtenido el respeto de todo el mundo excepto, bien entendido, el de una granada o un obús, que ya es caso de fuerza mayor. Y como el homenaje no se tributaba a su fuerza violenta, sino a las irradiaciones de su espíritu, no cabía error en ello, ni protesta de la posteridad.

Hubiese sido más que simpleza esperar a que D. Benito Pérez Galdós desapareciese de este mundo, antes de rendir tributo a su pluma genial. Si como es tan obvio se le proporcionó con la estatua una alegría, dos veces lo celebramos sus admiradores. Triste sería no poder depositar la rama del laurel sino en un sepulcro, y más triste que por el olvido que sobreviene sin causa ni razón muy a menudo para las obras más altas, este deber de justicia con el autor de los Episodios Nacionales quedase incumplido hasta sabe Dios cuándo, y lo retrasase el avance de la ola turbia del beocismo y la proscripción del arte y la literatura.

Hubo un momento en que Galdós pareció dejado de la mano de las Musas. Hora fatal aquella en que el magnate literario se convirtió en maniquí político. Y digo maniquí, porque estoy convencida, y lo estuvo la mayoría también, de que Galdós, en el fondo, no solamente era indiferente a tal política circunstancial, sino que no presentaba ninguna de las señales características de las agrupaciones en que militaba aparentemente; iba a escribir automáticamente.

Quien haga un análisis, por somero que sea, de esa obra, por tantos estilos asombrosa, de fecundidad y de cordialidad humana, notará, sin ningún esfuerzo, en las creaciones de Galdós, no sólo en los Episodios, sino en todo el conjunto de sus novelas sueltas y de su dramaturgia, el rebosar incesante y fervoroso de la devoción a España, de la compenetración más estrecha con el alma ibérica, de un interés piadoso y reverente por las antiguas grandezas y los sentires genuinos, que sabe descubrir y reflejar por medio de un arte sencillo y franco, invariable desde sus primeras producciones hasta las últimas, pues D. Benito no se adscribió a escuelas ni a sistemas y creó sus fábulas con la naturalidad más graciosa y absoluta. Tal vez únicamente en el momento en que Electra le hizo correr el peligro de convertirse en propagandista a lo Michelet, trascendió a su estilo la peculiar afectación de los mítines y de la oratoria del club. Pero fue breve crisis.

Aun en tal ocasión no era difícil discernir en Galdós el estímulo que le guiaba. No era el revolucionario profesional: en su mentalidad no cabía tal conformación. Era meramente un patriota ulcerado por las desgracias de España, dolido amargamente por el derrumbamiento que suponía la pérdida de las colonias, y que sentía en torno suyo el indiferentismo glacial hacia muchas cosas íntimas y vivas, o que debieran estarlo, y en que generaciones torpes y frívolas no reparaban siquiera. Todos sufrimos entonces, en el fatídico año de 1898, esa misma decepción dolorosa, y el día en que se supo en Madrid la hecatombe de la escuadra, un grupo de inconscientes me preguntó por qué tenía los ojos como de llorar y si se me había muerto algún pariente; a lo cual respondí que se me había muerto el mismo pariente que a ellos... A Galdós también se le había muerto España, y de llorarla a querer vengarla no iba el canto de un duro. El error estaba quizá en el cálculo de quienes debían ser responsables del desastre. Una vez más sería preciso acordarse del famoso cuento del meco, favorito de mi paisano D. Eugenio Montero: «¡Matámoslo todos!».

Por suerte, Galdós se convenció de que no había nacido para la política vulgar y al uso, sino para aquella más alta, que consiste en engrandecer a la Patria con el trabajo y la obra. No se elabora esta política en plazuelas, ni en tumultuosas reuniones, ni en antesalas de ministerios, ni en pasillos y escaños de las Cámaras, sino en el retiro del gabinete, en la amante contemplación de la verdad y la belleza, en el surgidero sosegado de los ideales. Sólo este género de política, a largo plazo y efectividad segura, es digna de un artista excelso, de un singular escritor como Galdós. Lo otro debe borrarse de la cuenta, en el estudio sereno que merece tan relevante figura.

Galdós debiera reunir las admiraciones unánimes, y si alguna discrepancia pudo encontrar, hay que achacarlo al desacierto de su etapa política. Los periódicos, al dar cuenta de la inauguración de la estatua, dicen que fue como en familia, y recogen la frase de Francos Rodríguez: «En cualquier otra gran ciudad de Europa habrían acudido doscientas mil almas a honrar a un hombre como Galdós». Es verdad, y verdad también que, como observó un cronista, somos aquí insensibles a las tiernas y desinteresadas devociones estéticas. Si no fuese tan prosaica la observación, diría que aquí llueven regalos de Navidad en la casa de cualquier cacique de aldea, y a buen seguro que reciba Galdós, tan español, ni el españolísimo obsequio de un pavo y una caja de mazapán. En París, los escaparates de las librerías están llenos de retratos de los escritores, que el público compra, y aquí es al mismo escritor a quien un desconocido le pide su retrato, como si le dijese: «Págate tú la gloria, que para eso la disfrutas». Y no es sólo su retrato sino sus libros, y hasta la tela de su día, pareciendo extrañísimo que el escritor no esté dispuesto a «dar hora» al primero que llega, y a escucharle y aun a servirle. Hay quien toma a un escritor, sin más ni más, por agente de colocaciones.

No recibí invitación para asistir a la inauguración de la estatua del insigne; no sabía de qué género era la ceremonia, ni si en ella estarían representadas, además del Ayuntamiento, otras muchas entidades y corporaciones, que me parecían indicadas para prestar su concurso. En esta duda, preferí abstenerme de gestionar que me invitasen, por temor a no significar nada allí sólo, con un poco de ambición, pudiera figurarme que simbolizaba parte de esa literatura que triunfa al triunfar el autor de tantas páginas de oro nativo. Cuando he visto que no todos los que convendría que estuviesen estaban, sentí hallarme incluida en el número de los ausentes. No suelo asistir a demostraciones ni a solemnidades literarias, porque roban tiempo, y a mí me falta para todo; sin embargo, en esta contingencia hubiese hecho una excepción. Ya que no tuve la satisfacción íntima de presenciar la apoteosis del patriarca, me uno a ella desde aquí. Me hubiese recordado esta apoteosis las épocas de aurora en que, en Santiago de Compostela, unos cuantos entusiastas asaltábamos la librería para obtener el ejemplar del último Episodio que acabábamos de entrever al través del cristal, con su llamativa cubierta roja y gualda. Y esos brillantes colores de nuestra bandera tiñeron constantemente la producción de Galdós. Es el novelista que más España ha puesto en sus ficciones; el que ha profundizado nuestra psicología y limpiado con amor reverente los artísticos hierros tomados de orín de las tradiciones nacionales. Bástale para inmortalizar su memoria, porque se buscase a España en él, cuando se aprenda a estimular la originalidad y espontaneidad que la distinguen entre todas las naciones, y que Galdós supo mostrar de realce.




«Aprendiz de helenista»

ABC, (13-V-1921)


Artículo póstumo de la Condesa de Pardo Bazán


Nos honramos publicando el último artículo escrito por nuestra insigne colaboradora, quien al escribirlo hace muy pocos días no pudo imaginar que sería su obra póstuma.



Ya que por el propósito de erigirle otro monumento en Madrid (el primero álzase en Cabra, villa natal de D. Juan Valera) ha venido a ser de actualidad el autor de Pepita Jiménez, recordémosle, sin entrar en el análisis detenido de sus obras, aquí imposible.

Ha sido calificado D. Juan Valera de «clásico» y de «clasicista», que no es lo mismo. Como todo el que maneja y domina un idioma enriqueciéndolo, D. Juan Valera puede pretender justamente que se le llame «un clásico» del habla; y por la misma razón debemos considerar clásicos no únicamente a los del siglo de oro, sino hasta los románticos y naturalistas de antes y después de D. Juan, porque entre ellos abundan los que prestaron servicios a nuestra lengua; y nadie en tal concepto más clásico que Zorrilla, con su trova y su española capa.

Sería muy difícil calcular la cuantía de méritos que, como hablistas, han contraído los escritores que precedieron y siguieron a D. Juan Valera o fueron sus contemporáneos. Unos han sostenido la retórica tradicional, han cultivado el arcaísmo tan de moda hacia 1880; otros han renovado los estilos y los procedimientos, dando al idioma libertad, soltura, variedad, flexibilidad, insinuación sutil, colorido, gracia popular, ¡tantas y tantas cualidades que rata vez se hallarán reunidas en un escritor! No debemos reconocer a un clásico solamente en que retrocede hacia los surgideros del estilismo, y no en quien, al filo de la corriente, baña en los remansos claros de lo actual.

Clasicista si lo fue D. Juan Valera, y mientras el romanticismo efervescencia, y después, cuando el realismo naturalista dominó en bastantes géneros literarios, puede asegurarse que se mantuvo D. Juan en la misma posición de espíritu contra ambos movimientos, apareciendo como superviviente del siglo XVII, que, desde el advenimiento de la dinastía francesa, fue clásico, y sufrió una desviación bien conocida, teniendo que transcurrir más de una centuria y desarrollarse graves acontecimientos para reintegrar a España en sus verdaderas tendencias el romanticismo y el realismo. Esta misma dualidad que había de observarse en las letras (afrancesadas hasta en los románticos más extremosos), pudo existir en D. Juan Valera; pero conviene declarar que su clasicismo aunque de igual origen que el de un Luzán o un Moratín padre, muestra siempre una condición que basta a diferenciarle totalmente de sus predecesores: D. Juan es un humanista y un pagano; su ideal es Grecia, no Francia. Esto le imprime un sello especial, que produce a cada momento brotes de españolismo y hasta de localismo andaluz.

Algo, no obstante, de lo más esencialmente hispánico había sido arrancado de aquel alma; algo cuya falta fue notándose más según avanzaban los años. Para darse cuenta de la formación mental y psíquica de don Juan Valera, que es un heleno a lo Andrés Chenier, aunque le falte el fanatismo político, importa recordar lo que precedió, y darse cuenta de que no influyó en él ni el renacimiento sentimental y religioso que va envuelto en el romanticismo, ni siquiera la pasión revolucionaria y regeneradora de afrancesados como Lassa y cabezas calientes como Espronceda. Valera, que llega más tarde, ha visto la esterilidad de las luchas políticas. Gusta de la belleza y de la sabiduría. Lo demás, «chirimbolos». Figura entre los liberales, como pudieran haberle afiliado entre los «moderados», a imitación de Campoamor.

Pudiera llamársele a D. Juan el último clasicista, sino el último humanista. Su cultura tenía ese carácter, más señalado por lo mismo que hoy los estudios de humanidades no se practican o se practican bien poco. Lo primero que yo leí de D. Juan fue una traducción directa del griego, «por un aprendiz de helenista» rezaba modestamente la portada. Me pareció una égloga encantadora, adaptada por un enamorado de la antigüedad eternamente joven; un idilio de la Antología, extendido a novela. Lo preferí al de Amyot, que no perdona crudeza original. Y más tarde, Pepita Jiménez vino a confirmar mi impresión gratísima: desde el primer momento, Valera se colocaba entre los mejores novelistas, al frente, con una fábula de amor juvenil, que, mérito mayor aún, abría los horizontes españolistas de la mística y de la filosofía platónica, al través de la elegancia horaciana. Siendo Valera un admirador consciente de Goethe, había en Pepita Jiménez algo que recordaba el episodio de Fausto y Helena: el abrazo del paganismo al ideal cristiano. Pepita Jiménez fue la cumbre de la vida literaria de Valera. No volverán a estar nunca las estrellas para él, en tan feliz conjunción, aunque otras ficciones tan interesantes como Doña Luz, Pasarse de listo, Morsamor, vayan brotando de la infatigable pluma.

Hay algo que será preciso llamar inspiración y que engendra la obra maestra singular. El abate Prevost, que tantos libros dio a la Prensa, vive por uno: por la historia también amorosa y juvenil de Manón.

El dictado de «último humanista» pudiera disputárselo a Valera Menéndez y Pelayo. Coinciden ambos en algo que demuestra la fuerza de las circunstancias, esa sorda y pujante acción de lo externo, que tuerce, en tantos aspectos, la línea de la vida. No habían nacido Valera ni el ilustre montañés para vulgarizadores sino para las tareas pertinaces, calmosas, ahincadas de la erudición. Y, sin embargo, ¿cómo no incluir entre las labores de alta vulgarización, digámoslo así, la Historia de las ideas estéticas, y en otro terreno, el científico, la comenzada refundición de los Heterodoxos? Faena vulgarizadora fue la mayor parte de la crítica de D. Juan en las brillantes polémicas y en las impugnaciones donosas. Se engañaría quien supusiera que es fácil vulgarizar así. Los vulgares no saben cómo se vulgariza. Estos dos sabios, estos dos ingenios españoles, pudieron legarnos una historia de la literatura castellana digna de tal nombre, y acaso si Menéndez y Pelayo vive algunos años más la poseeríamos: yo no hablé con él una vez sola que no le recordase tal obligación, a la cual contestaba que los materiales iba allegándolos, en los prólogos a la Antología de poetas castellanos. Valera daba otras excusas: la falta de tiempo, la dificultad, en nuestra época, de empresas tan monumentales.

Así, la crítica de Valera bien puede afirmarse que, desde sus primeros estudios, no sufrió radical transformación. Últimamente era muy benigno, más por escepticismo que por otra cosa. Sobre todo con los escritores americanos.

Fue esta una de las razones por las cuales su conversación iba siendo aún más educadora que sus artículos. Don Juan, en la libertad de la confianza, hablaba con gracia y malicia erudita, con fuego cuando se discutían cuestiones estéticas, y si bien rara vez estábamos de acuerdo (véase el libro que publicó sobre El nuevo arte de hacer novelas), yo le escuchaba con encanto, a la luz de su mente me parecía ver todo más claro y como de realce. Este goce de la conversación es de los que van desapareciendo en la infausta época presente, y yo procuré no desperdiciarlo, acudí siempre que me era posible a la reducida tertulia de la Cuesta de Santo Domingo, donde ni se murmuraba, ni se cotorreaba de política, pero donde casi nos arañábamos a propósito de un libro, de un verso, de un drama reciente. Al empezar la sesión, D. Juan aparecía recostado en su poltrona, caída la cabeza sobre el pecho, en postura de fatiga. Apenas se iniciaba la polémica, iba reanimándose: enderezaba el cuello, prestaba atención, intervenía. Poco a poco se galvanizaba; la sonrisa jugaba su semblante de amplios rasgos; se apasionaba, alzaba la voz, se levantaba, andaba a largos trancos por el aposento; a veces se indignaba sin perder nunca el compás de la buena educación. Y esto sucedía cuando ya no tenían vista sus ojos.

La resignación con que le vi sufrir la ceguera me impresionaba: le llamaré, más que resignación, estoicismo. Don Juan, hombre de sociedad, refinado a su hora, tenía el fondo estoico de la gente ibera. Nunca le oí quejarse; nunca buscó la conmiseración de los demás. Ni la vista, ni creo que la vida, tembló perder. Cuando escribió su discurso postrero, y se lo alabaron murmuró serenamente: «Muy bueno será; pero huele a apoplejía». Y, en efecto, muy poco tardó en fulminarle el mal.

Acaso fuese más cruel castigo la ceguera, pues tuvo tiempo de sentirlo y sufrirlo. Para los que han amado la lectura, el golosear las bibliotecas, aquí cojo y aquí dejo un volumen catando y empapándose en ese río sin fin de la inteligencia humana, no poder leer es un suplicio. Por diestro que sea un lector, no substituye a la impresión directa.

No he querido hacer memoria de las ideas cerradamente antifeministas de D. Juan. No era en este particular helenista, sino semita puro, y le sentaría bien el jaique moruno y al cinto la gumía. Juzgué este modo de pensar, llevado al extremo a que él lo llevaba, una pared que se erguía entre su mentalidad y todo el sentir moderno. Las razones que alegaba en defensa de su criterio restrictivo, extraño en quien había residido bastante tiempo en los Estados Unidos de Norteamérica se asemejaban a las que quiso sugerir en el chascarrillo del «fraile forastero». Creía tal vez, como buen pagano, que las líneas y los contornos del cuerpo condicionan irremisiblemente el espíritu, y que son mujeres y son hombres todos los que revisten la forma de tales.

Seamos justos: D. Juan no ocultaba su manera de pensar respecto a la mujer y no pocos piensan más desdeñosamente aún y no lo confesarían, por no parecer atrasados ni anticuados.







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