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Hora actual de Miguel Delibes

Santos Sanz Villanueva


Universidad Complutense de Madrid

Hace ahora un cuarto de siglo, miraba Delibes la trayectoria literaria por él recorrida como lo haría el alpinista que se detiene en la ascensión y contempla el trecho escalado. En aquel interesante resumen de una obra por entonces ya amplia llegaba «a la conclusión de que hay una serie de motivos o de ambientes que se reiteran en mi producción: muerte, infancia, naturaleza y prójimo»1. En aquel mismo texto dejaba asentado con expresión certera y famosa que «un Hombre, un Paisaje y una Pasión» constituyen «los tres ingredientes que yo considero inexcusables para una novela»2. Esos componentes esenciales del género se refieren a la novelística de todos los tiempos3, pero ni que decir tiene que los subraya, por encima de cualesquiera otros, porque conforman la entraña de su propia práctica creativa.

Si hoy Delibes, estrenado el decenio final del siglo, tuviera que hacer un nuevo alto en su escalada hacia la cumbre de esa montaña que tanto ha crecido en una labor continuada durante otros veinticinco años, podría repetir, letra por letra, las antiguas palabras citadas. ¿Quiere esto decir que nos hallamos ante un escritor monótono, reiterativo, monocorde? De ninguna manera, aunque tampoco sería ninguna limitación, pues muchos grandes autores reescriben a lo largo de su vida un solo libro. Sus lectores saben del interés y hasta de la variedad de sus títulos posteriores a las famosas Cinco horas con Mario, aquel cuya cronología se corresponde con el enunciado de las afirmaciones precedentes. Delibes es persistente en sus asuntos, fiel a una determinada manera de narrar, regular en su trabajo. Tiene, además, bien establecida, desde hace muchos años, aunque no desde sus inicios, una visión del mundo coherente, y todos sus libros contribuyen a redondearla, con mayor o menor empeño, con diversa fortuna.

Esa obra unitaria en su esencia ha sido vista, sin embargo, por la crítica como fragmentada en sucesivos períodos. Ya se ha hecho casi lugar común de las visiones globales sobre el vallisoletano el distinguir una primera etapa guiada por un fuerte subjetivismo y un desarrollo muy convencional de la trama novelesca. Otra segunda vendría caracterizada por la adopción de un mayor distanciamiento del autor y por una práctica más objetivista (o selectivista, según quiere Ramón Buckley)4. A la inicial se pueden adscribir La sombra del ciprés es alargada (1948), Aún es de día (1949) y Mi idolatrado hijo Sisí (1953). La siguiente se abre, paradójicamente, con un libro anterior, El camino (1950), y sigue con el doble Diario (1955 y 1958) del bedel Lorenzo, La hoja roja (1959) y Las ratas (1962). Con matizaciones que no son del caso, así han considerado la trayectoria delibesiana tanto el mencionado Buckley como Gonzalo Sobejano5. Yo mismo, en otros lugares6, he dado por buena esa diferenciación, y me lo sigue pareciendo, aunque no ignore -y además respete- las reconvenciones a este respecto de Alfonso Rey7. Pasado el tiempo, dichas dos etapas se me hacen insuficientes, y, como ya sugería hace años, me parece necesario distinguir una nueva que arranca de Cinco horas con Mario (1966) y perdura hasta hoy mismo. Este último período corrobora la sustancial unidad de la cosmovisión del escritor y la persistencia de unos procedimientos formales cuyo dominio absoluto ya ha quedado patente antes, y que ahora, en todo caso, alcanzan sutiles modificaciones. Dos rasgos notables lo distinguen, no obstante, de los anteriores: una acentuación de la conciencia crítica y un franquear el paso, aun sin abrirle las puertas de par en par, a las vivencias íntimas y a las experiencias personales del escritor. Iremos viendo todo ello a lo largo de estas páginas8.






ArribaAbajoRasgos persistentes

Las obras de Delibes ofrecen una visión del mundo, decía, unitaria, y podemos agregar que, a esta avanzada altura de su producción, congruente y definitiva. Nos lo demuestran los motivos que una y otra vez se enlazan en la trama anecdótica o en el tema central de sus nuevas novelas, que confirman la cualidad delibesiana de observador de la realidad circunstante. Acaso no sea esa virtud la mayor ni más destacada de las suyas, pero tampoco debe figurar entre sus méritos secundarios, de tal manera que quedará para siempre como testigo de algunos sectores de un tiempo, de sus modos de vida y de una mentalidad coetánea. En sus novelas de los ochenta volvemos a hallar anotaciones testimoniales que pasan a erigirse en tema del relato o en simples apuntes complementarios de un buen número de asuntos que ha convertido en motivos reiterados de unas peculiares preocupaciones.

Persiste la descripción del mundo rural, y, dentro de él, se mantienen posturas ya conocidas. Así, atestigua la pervivencia de espacios primitivos, escenarios de la mayor injusticia (Los santos inocentes) o de pasiones elementales (El tesoro). Aprovecha el autor ese ámbito para dar noticias de su situación: el abandono de los pueblos y la desculturización. Sabemos, por boca del sexagenario Eugenio, que la cosecha de nuez es buena, «pero falta gente joven para el apaleo» (Cartas, p. 15), y éste nos cuenta la excepcionalidad de la bajada al pueblo de una familia de la sierra («son, pues, los primeros inmigrantes de Cremades desde el siglo XIX»; Cartas, p. 60). La desculturización alcanza dimensión burlesca por medio del retrato del emigrado Julián y su defensa a ultranza de todo lo vasco en Cartas (pp. 23-24); frente a esa actitud, se hace una rotunda apología del valor de las propias raíces en El tesoro. Lo rural también puede ser el acogedor dominio en el que se halla refugio y al que escapa el personaje en momentos de crisis (que es lo que hace Eugenio en Cartas), y, desde luego, los pueblos representan la autenticidad frente a la maleada vida urbana. El mismo Eugenio se aturde al llegar a Madrid, necesita un tiempo para habituarse y achaca a los semáforos el incremento de accidentes cardíacos (cf. Cartas, p. 108). Es este mismo personaje quien reniega también de la falsa inclinación al campo del hombre urbano, y de la afición moderna a construirse un piso en el pueblo:

¿Para aproximar la ciudad al campo? Quiá, no lo crea usted, la gente de la ciudad acaba de descubrir los pueblos y en un impulso gregario, como son hoy todos los impulsos, se vuelca en ellos pero no para adaptar su vida al ritmo rural sino para transferir a ellos el espíritu hedonista y decadente de la gran ciudad.


[Cartas, p. 45]                


A quien oímos es a Eugenio, pero no nos caben muchas dudas de que por su mediación habla el propio Delibes. En fin, la defensa de lo provinciano, equivalente a una mayor autenticidad, le lleva a cargar en tía Macrina -en Madera de héroe- una actitud de despectiva superioridad: «tía Macrina, proclive como buena madrileña a ver provincianismo en los modales y manifestaciones de sus cuñadas» (p. 22); «[Macrina hablaba] no en tono de pedir sino de ofrecer [...], propio de una madrileña para departir con provincianas» (pp. 121-122).

En la última etapa de Delibes, el motivo del progreso, unido al recién señalado de la naturaleza, adquiere una importancia de primer plano: no sólo es objeto de numerosas contribuciones ensayísticas y artículos, sino que lo convirtió en el asunto de su discurso de recepción en la Real Academia Española9. Observaciones sueltas al respecto las encontramos en Cartas, cuyo picajoso protagonista aprovecha su conservador inconformismo para arremeter contra algunos cambios de los tiempos modernos. Así, detesta unas innovaciones en la cocina que juzga negativas, proclama una amorosa dedicación a los fogones por su valor cultural diferenciador (p. 110), y advierte el engaño de avances pretendidamente nuevos:

[...] el enlatado, la congelación... Pero lo grave del caso es que todo esto se nos presenta como un avance, como una conquista, cuando en realidad, la salazón de carnes y pescados es un recurso tan viejo como el mundo. ¿Dónde estriba la novedad?, pregunto yo, ¿dónde el progreso?


[p. 11 ]                


Eugenio denuncia asimismo modernidades que luego obligan a tardías rectificaciones, como sucede con el redescubrimiento del valor del médico de familia después de haber trastornado el sistema tradicional de asistencia sanitaria (p. 16). También aparecen asociados progreso y daño que se causa en la naturaleza: Eugenio anota que «Estos pájaros [los estorninos], que, hace quince años, no se conocían aquí, constituyen ahora una plaga» (Cartas, p. 136), como muestra de los desequilibrios que produce la manipulación humana de los ámbitos naturales. Esa preocupación -una de las centrales del discurso académico de Delibes- reaparece, siquiera como anotación independiente e intencionada, en Los santos inocentes, en donde se nos informa de que los lobos han desaparecido desde que llegaron los hombres de la luz (p. 20).

A estos asuntos podemos agregar otros característicos del escrito, en una sucinta recapitulación. La muerte, especulación agobiante ya en su primera obra, se transforma en sinsentido o en agravio agresivo en Madera de héroe, y llega a la extremada depuración, a los acentos resignados de Señora de rojo. La soledad del jubilado de La hora roja vuelve con ese otro jubilado, aunque tan distinto en todo lo demás, de Cartas. También ese motivo casi emblemático de Delibes, el camino, nos lo tropezamos en varias ocasiones recientes. Constituye una duda de última hora, aunque nada despreciable, del protagonista de Cartas. En la vida no hay manera de encontrar un rumbo satisfactorio, afirma el sexagenario: se arrepiente el casado y se arrepiente el soltero (p. 96). Una importancia casi central alcanza en Madera de héroe. En el fondo, el dilema de Gervasio consiste igualmente en encontrar un camino: por uno equivocado, sin sustento real, el del heroísmo, querrán llevarle sus obcecados parientes, y el conjunto de la novela habla de un designio erróneo que marca por completo esa etapa crucial del acceso a la madurez. Como se ve, reconocemos un núcleo de preocupaciones persistente en el escritor, que arranca de sus primeros textos y que reaparece con una perseverancia guadianesca de carácter casi circular.

Este núcleo de asuntos se desarrolla mediante unos procedimientos formales ya arraigados en el escritor, que no son sino una concretización de una teoría de la novela que podemos calificar de tradicional y que él ha resumido en este expresivo párrafo, en el que anota las «tres virtudes esenciales [...] [que] revelan al novelista de raza»:

[...] agudeza para ahondar en el alma humana y descubrir sus pasiones, facultad de desdoblamiento [para ofrecer rica y variada gama de tipos humanos] y un personalísimo sentido de la narración que hace que una página de [un] autor sea fácilmente identificable por un lector de mínima cultura entre otras mil.10


En correspondencia con este ideario, la creación de personajes siempre ha ocupado un lugar preeminente en la novelística de Delibes, incluso cuando no han sido sino el soporte de otras preocupaciones, pongamos por caso la elaboración de una tesis (La sombra del ciprés es alargada) o la crítica de una mentalidad (Cinco horas con Mario). Sus títulos recientes comparten asimismo esa predilección por lanzar al mundo seres bien definidos en su aspecto externo y en una interioridad que se vuelca hacia fuera gracias al lenguaje. Hallamos tanto esos tipos desvalidos tan de su gusto (en Los santos inocentes) como los representantes de las clases medias acomodadas (Madera de héroe). Con los padecimientos de unos puede identificarse emocionalmente el lector (Los santos inocentes), pero también ha diseñado el protagonista carente de cualidades que produce rechazo o distanciamiento (eso ocurre con el Eugenio de Cartas), en quien encontramos un tipo bastante puro de antihéroe11.

La concepción delibesiana de la novela se basa en un frontal rechazo de la innovación por la innovación y en un pronunciamiento abierto a favor del relato que refiere una historia. Esa teoría la ha formulado de modo explícito en diferentes ocasiones, y tiene un ojo puesto en la forma y otro en el contenido para sostener que aquélla sólo tendrá sentido en función de éste. Veámoslo en sus propias palabras: «me parece encomiable toda reivindicación de la forma novelesca siempre que tengamos en cuenta que esa forma, sea cual sea, hay que llenarla necesariamente con algo»12; «Lo primordial en una novela es el qué se dice. El cómo se dice, por sí solo, nunca podrá darnos una gran novela y, apurando un poco, ni siquiera una novela»13. Delibes, pues, defiende una ficción que refiera sucesos. El lector, dice, sigue pidiendo un hombre, un paisaje y una pasión:

Tales elementos insertos en un tiempo nos darán una historia. Esta historia (o este argumento), más o menos fragmentada, más o menos dislocada en su enfoque, disposición de actores y cronología, es lo que aún solicita el hombre de hoy y lo que yo considero esencial para que la novela exista.14


Superadas las incertidumbres, limitaciones y hasta torpezas constructivas de sus primeros libros, señaladas por la crítica y admitidas por el propio escritor15, nos hallamos en esta última etapa con un narrador pleno de recursos, que, además, varía a gusto y conveniencia la forma de narrar, ya sea para configurar un relato muy sencillo y convencional (El tesoro), ya para lanzarse a estructuras singularísimas (Los santos inocentes). Y, en cualquier caso, se aprecia una voluntad de variedad que se constata en su poco apego por la repetición de una fórmula. Estamos hablando de la madurez, de la maestría artística de Delibes en esta etapa suya más reciente, y es preciso considerar aquí en qué medida esa actitud genérica en favor de una novela bastante tradicional es cierta y en cuál revela una sensibilidad hacia la renovación que le lleva, velis nolis, hasta posturas de vanguardia. Antes hay que decir, sin embargo, que su actitud teórica es claramente antiexperimental y no resulta difícil encontrar en sus escritos páginas de severo antivanguardismo. Entre ellas, puede recordarse la tajante calificación del nouveau roman como «ejercicios literarios»16, o sus pronunciamientos contra el gusto por las innovaciones, pues «parece que ha llegado el momento de preguntarnos si el prurito de originalidad no nos estará llevando demasiado lejos»17. Espigar una gavilla de opiniones en este sentido, con el único propósito de dejar bien clara su postura sin concesiones al respecto, no es dificultoso:

[si se practica la renovación por sí misma] me temo, nos quedaremos sin aquello que pretendíamos renovar, esto es, sin novela.18


[...] esos inteligentes monumentos formales, esas novelas eufónicas, pero sin hombre, pasión, ni vida [...] aportarán posiblemente algún enriquecimiento a la literatura, pero no son ni podrán ser nunca la novela.19


A despecho de esas declaraciones, esta última etapa delibesiana casi daba comienzo con un texto de llamativo experimentalismo, Parábola del náufrago, hito solitario de esa clase en el conjunto de su producción y para el que tendremos que reconocer como justificación una actitud paródica20. Los libros posteriores recalan en planteamientos más convencionales, pero no podemos ignorar la incursión casi vanguardista de Los santos inocentes. Llama la atención, de entrada, la novedosa presentación gráfica de los diálogos, sin signo alguno que los marque, como si estuvieran interpolados en el recitado del narrador:

[...] se quedaba un largo rato observando las chatas uñas de su mano derecha, moviendo arriba y abajo las mandíbulas y mascullando palabras ininteligibles y, de repente, resolvía,

me voy donde mi hermana,

y, en el porche, se encaraba con el señorito, emperezado en la tumbona, adormilado,

me voy donde mi hermana, señorito,

y el señorito levantaba imperceptiblemente el hombro izquierdo y,

vete con Dios, Azarías,

y él marchaba al otro cortijo, donde su hermana, y ella, la Régula, nada más abrirle el portón,

¿qué se te ha perdido aquí, si puede saberse?

y Azarías

¿y los muchachos?

y ella,

[...].


[p. 17]                


Acaso, después de las experiencias vanguardistas de entreguerras, del experimentalismo narrativo de los sesenta, esa manera de evitar una convención tipográfica parezca moderada, pero no debemos minusvalorar su valor expresivo. Por igual ocurre con la ausencia de puntos en los capítulos, en los que no existe otro que el que cierra cada uno de ellos. Estos recursos se acompañan de otros procedimientos. Quizá el más llamativo sea el de las repeticiones, que ya había utilizado, y con muy buena fortuna, en La hoja roja. Con una frecuencia machacona se repite el nombre de los personajes, seguido de su apodo (los de Paco, el Bajo, y don Pedro, el Perito, sobre todo, pero también los de algunos otros): como dando a entender un mundo monótono, opresivo, cerrado (esa impresión, bien subjetiva, me produce a mí y tal vez tenga que disculparme por pretender que posea un valor generalizable). En unas cuantas ocasiones se reitera también un sintagma a muy poca distancia, y con algunas modificaciones,

[...] el señorito o la señorita o los amigos del señorito, o las amigas de la señorita.


[p. 12]                


el señorito o la señorita, o las amigas del señorito, o los amigos de la señorita.


[p. 13]                


[contaba los tapones de las vávulas]

uno, dos, tres, cuatro, cinco...

y al llegar a once, decía invariablemente,

cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco...


[p. 15]                


[...] uno, dos, tres, cuatro, cinco...

hasta llegar a once, y, entonces, decía,

cuarenta y tres, cuarenta y cuatro y cuarenta y cinco...


[p. 15]                


[...] y los pastores, y los porqueros, y los apaleadores y los gañanes y los muleros, cuando les preguntaban, decían [...].


[p. 34]                


[...] y los porqueros, y los pastores, y los muleros y los gañanes y los guardas se decían entre sí desconcertados [...].


[pp. 34-35]                


O se reduplica un elemento oracional: «al concluir la jornada, a Paco, el Bajo, le dolían los hombros, y le dolían las manos, y le dolían los muslos y le dolía todo el cuerpo [...]» (p. 122).

No hay -o no se me alcanza a mí- función comunicativa alguna en esas reiteraciones. Podría pensarse en un cierto naturalismo lingüístico filtrado en la conciencia del narrador: esas gentes de no muchas luces y menos letras repiten los mismos términos o las mismas estructuras a falta de un discurso más complejo o más variado. Pero no tengo por muy viable esta hipótesis, porque el polisíndeton la echa por tierra al poner en evidencia la mano de un manipulador de la lengua que busca un efecto machacón. Me parece más razonable otra: es recurso que tiene algo de la intensificación expresiva que consigue la repetición en la lírica (el caso parece bien claro en el último ejemplo). Le da al texto, así, un carácter poemático y acentúa una visión subjetiva; vale decir emocional. No es la obra, desde esta perspectiva una crónica testimonial de una clamorosa opresión, sino el paulatino descubrimiento de los sentimientos de los personajes (desde la resignación a la rabia contenida y el homicidio) ante unos hechos que les afectan. Esos sentimientos desvelados nos los traslada un narrador que no enjuicia -no hay valoración alguna por su parte acerca de lo que sucede-, sino que los ofrece mediante una narración casi lírica. Así nos lo indica otra repetición, nada menos que de una expresión metafórica, de fuerte carga subjetiva, que califica en cuatro ocasiones la actividad del deficiente Azarías: el pobre hombre se nos describe «como masticando la nada» (pp. 10, 18, 163), o se nos dice que «mascaba la nada» (p. 64). En otra ocasión, sin embargo, se introduce una significativa variante. Cuando la señorita Miriam intercede a favor de que Azarías permanezca en el cortijo, donde ningún «mal hace», «sonrió a la nada» (p. 110).

La repetición de la metáfora, los procedimientos anafóricos reseñados, el polisíndeton artificial hablan bien a las claras de una intencionada desviación del texto respecto de la lengua común y lo alejan de una finalidad puramente informativa o narrativa, y es que casi podemos ver ese conjunto de recursos como elementos de una salmodia. También la suma de capítulos -aunque sea en ellos innegable un mínimo de progreso en la acción- tiene algo de reiterativo, a la manera de un poema lírico-narrativo que se centra, sucesivamente, en distintos ejes de atención. Esta impresión viene reforzada por la aludida ausencia de puntos y por la referida distribución gráfica de los diálogos, que llega, por momentos, a sugerir la presentación material de un poema sobre la superficie de una página21. Estaríamos, pues, en los límites de la confesionalidad lírica, y es que, en realidad, ese narrador invisible en tercera persona se encuentra muy cerca de una visión emocionada de los sucesos y también de la relación monologal.

No nos interesaba ahora tanto, sin embargo, el análisis del admirable mecanismo formal de Los santos inocentes como el advertir lo mucho que de vanguardismo hay en el texto. Roza Delibes la pura narración poemática, pero a partir de unos recursos que no llaman la atención sobre sí mismos, sino que obedecen a su deseo reiterado de buscar la forma expresiva más adecuada. Ello sin renunciar a los elementos sustanciales de una novela tradicional: una historia y unos personajes22. La alerta constructiva de Delibes, su gusto por la variedad formal requerida por el argumento, le lleva a sustanciales variaciones que incorpora a los recursos técnicos que utiliza. Pongamos por caso el punto de vista desde el que se hace la narración.

Retoma en esta última etapa el relato en primera persona, que cuenta con antecedentes en su propia obra como el diario del bedel Lorenzo o el soliloquio de Carmen. Ahora lo vemos en Cartas y en Señora de rojo. En aquélla mediante el procedimiento epistolar, en ésta a través de un monodiálogo (denominaré así, a falta de un término más preciso, el diálogo sin respuestas explícitas). Esta última resulta muy instructiva de la flexibilidad con que el autor emplea su recurso. Éste es el mismo, sin duda alguna, que el utilizado en Cinco horas con Mario: un diálogo con un interlocutor mudo (el difunto esposo en el caso de Carmen; la hija silenciosa en la relación del pintor de Señora de rojo). La identidad del procedimiento se debe a la semejanza de la situación (las reflexiones de un miembro de la pareja ante el fallecimiento del otro), que se nos transmite desde una misma perspectiva, la confesional. Comprobado el éxito de la manera de articular el discurso en Mario, podría haberlo repetido en Señora de rojo, y, sin embargo, la diferencia entre ambos textos es enorme. El parlamento de Carmen tiene un ritmo repetitivo, obsesionante, coge y deja los asuntos y su sintaxis expresa el desorden mental de la mujer. El del pintor es escasamente digresivo, pasa de unos asuntos a otros no sólo por asociaciones, sino por lógica, y la sintaxis, sin perder la frescura conversacional, resulta más ordenada. En Mario la pasión autoexculpatoria produce ese fluir torrencial y descontrolado; en Señora de rojo, la contención emocional, el sentimiento elegíaco tiene una cadencia reposada. La actitud de Carmen y del pintor no pueden ser más distintas aunque compartan una misma situación; son como las dos caras de una moneda.

Los restantes relatos de este Delibes más reciente se hacen en tercera persona, pero también ésta revela una cuidadosa disposición del escritor para enfrentar la variedad requerida por los asuntos. En El tesoro no parece haberse planteado mayores exigencias constructivas, hasta el punto de haber hecho un relato muy convencional. El narrador, desde una perspectiva exterior a los hechos, los conoce y domina, y no está muy lejos de la omnisciencia decimonónica, aunque no llegue a interrumpir la narración con molestas apostillas. Madera de héroe utiliza una tercera persona más compleja, más rica, que a medias se configura como un testigo informado pero distante de los hechos y a medias como alguien próximo a los protagonistas de la historia. Esa cualidad de testigo la revela una frase justo de la primera página de la obra: «referencias fidedignas atestiguan sin embargo que no puso objeción [...]» (pp. 11-12). Otras veces, sin embargo, el narrador se desplaza por el tiempo hasta la proximidad de los hechos referidos («Ahora, de pronto, a sus 46 años, cuando ya no esperaba sorpresas [...]», p. 35) o asume la perspectiva de los personajes. Así, cuando Telmo no quiere acompañar a su mujer Zita a un novenario, el narrador expresa una opinión que no es suya, sino de la esposa: «rehusó con una de sus frases irracionales y volterianas» (p. 150). Lo mismo ocurre cuando califica de «horda» (p. 244) a los asesinos de la familia de Zita, pues no hace sino interiorizar la perspectiva de la informante unos párrafos atrás («Esperanza, la mujer de David [...] soltó sin rodeos [...]: -La horda no ha perdonado. David y sus hermanos han sido asesinados», p. 243). Fijémonos, además, en un detalle de primerísima importancia que dice mucho de la cualidad del narrador, pero todavía más de la postura del autor. Me refiero al léxico con el que el narrador designa la guerra civil, pues ello mismo revela su posición respecto de lo referido: unas veces lo hace con los términos propios de los rebeldes («Alzamiento», p. 249; «tropas nacionales», p. 381) y otra con la perspectiva republicana («destacamento sublevado», p. 427). Es decir, se separa de cualquier posición partidista.

En la más lograda de las obras de Delibes de los ochenta, Los santos inocentes, se da con una admirable expresividad ese rasgo tan peculiar del escritor que consiste en un relato en tercera persona limitada que se coloca en un plano de especial relación con la materia tratada. En esta novela se hace bien cierta la hipótesis de Alfonso Rey: lo que concede originalidad a Delibes, lo que le hace pasar a la historia de la literatura es «la novelización del punto de vista», es decir, con las palabras de este mismo crítico, «la recreación, desde dentro, del sistema de valores y creencias de los personajes»23. En las mejores novelas de Delibes, el narrador adopta una postura de identificación con los personajes, y es esa visión del mundo desde la subjetividad lo que presenta el autor. Pero en Los santos inocentes la dificultad de hallar un narrador que abarque las dos perspectivas -la de los señores y la de los criados- es grande, y ahí demuestra Delibes su maestría al conseguir un relato muy singular y muy atrevido, desde el punto de vista de la construcción. Es más, con todo el mérito que tenga el testimonio desgarrado de una realidad oprobiosa -que luego volveré a mencionar-, éste no hubiera salido de la larga nómina de obras de denuncia rural a no ser por lo que lo hace distinto y memorable, su acierto formal.

Describir el comportamiento del narrador de Los santos inocentes requeriría un minucioso análisis que revelaría su gran complejidad bajo una apariencia sencilla. A veces, no somos capaces -o no lo es quien esto firma- de distinguir con precisión entre su propia voz y la incrustación en el relato de elementos que pertenecen al decir o al pensar de los personajes:

[...] y no es que le incomodase por él, que a él, al fin y al cabo, lo mismo le daba un sitio que otro, pero sí por los muchachos, a ver, por la escuela, que con la Charito, la Niña Chica, tenían bastante y le decían la Niña Chica a la Charito aunque, en puridad, fuese la niña mayor, por los chiquilines, natural, [...].


[p. 33]                


Lo subrayado puede ser tanto opinión del relator como de los personajes, y hasta de éstos pero asumida por aquél. El coloquialismo de la expresión nos haría pensar con fundamento que el habla de los personajes se ha deslizado dentro de un fragmento narrativo, pero otros pasajes nos obligan a dudar de ello, porque también el narrador utiliza giros coloquiales. Ninguna duda cabe en estas dos ocasiones en que encontramos la misma expresión:

[...] durmió una siesta y, así que amaneció Dios, se arrimó quedamente a la reja del tabuco e hizo [...] .


[p. 25, subrayado mío]                


[...] y a la mañana siguiente, conforme amaneció Dios, Paco, el Bajo, ensilló la yegua y, a galope tendido, franqueó la vaguada [...].


[p. 65, subrayado mío]                


Podríamos pensar, por tanto, en un narrador que habla desde la perspectiva de los humildes, que utiliza su lenguaje, y otros ejemplos, buscados al azar, lo confirman: «el Azarías ni se recordaba de esto» (p. 10); «el señorito hacía mal en renegarse por eso» (p. 10). Inmediatamente, sin embargo, nos sale al paso un fragmento narrativo que echa por tierra esa seguridad, porque el narrador -el mismo que hemos visto propicio a la expresión coloquial- se muestra culto, capaz de elaboradas imágenes:

[...] el cárabo ejercía sobre el Azarías la extraña fascinación del abismo, una suerte de atracción enervada por el pánico [...].


[p. 20]                


De hecho, lo que tenemos es un narrador que se mueve con amplísima libertad entre un polo y otro, sin que por ello disuene para nada su actuación. ¿Cómo se consigue esto? Tenemos que salimos algo, me parece, de la estricta técnica para advertir que el narrador es una voz que refiere los sucesos desde una óptica cordial, y por eso a veces se impregna del decir -y hasta del sentir- de los personajes y a veces describe desde una distancia emocionada. Aunque luego volveremos al contenido crítico de la obra, adelantaremos ahora que lo que se nos da no es el enjuiciamiento social o político de unos hechos, sino el relato vivencial de una tragedia humana. Se cuentan unos sucesos, pero antes se erige un o unos personajes. Este es el motivo por el que la fría objetividad de un informe sociológico sobre la supervivencia de estructuras feudales se ve sustituida por un tono poemático.




ArribaAbajoAcentuación de la conciencia crítica

La actitud solidaria con los sufridores, los marginados y las pobres gentes se va asentando en la novelística delibesiana en los años cincuenta. Nunca llegó el escritor a caer en el reduccionismo maniqueo ni en el proselitismo partidista -quiero decir, en una clara instrumentalización de la literatura-, como pedía por aquellas fechas una corriente entonces en auge, pero una crítica cierta y eficaz de unas formas de vida degradadas y degradadoras estaba ya temprano en la soledad del jubilado de La hoja roja. Y no de una manera fortuita, sino por consciente voluntad del autor, pues él mismo ha explicado que utilizó la literatura para decir lo que no le permitían escribir en los periódicos24. Ese sentido de denuncia de su literatura ya desde fechas tempranas no se ha señalado, sin embargo, con la intensidad necesaria por el ambiguo sentido de algunos de sus textos. Así, la obstinación del escritor al preferir el mundo rural al urbano ha podido verse como una actitud conservadora, y en ese sentido se puede interpretar la negativa de los personajes de El camino o de Las ratas a integrarse en la vida ciudadana. La visión de Delibes participa, como ha señalado Ramón Buckley25, a la vez del idilio y de la elegía: deplora una situación actual porque hay en él aspiraciones a la Arcadia. Es ese regreso a un mundo preindustrial, ajeno al desarrollo (estamos ante uno de los grandes temas delibesianos, el del progreso, como antes dijimos), el que refuerza una postura conservadora, pero sólo en apariencia. El mismo escritor ha discrepado de quienes le ven como un autor que alaba la Aldea y menosprecia la Corte, porque, ha dicho, él no ve sólo la virtud en el campo y el vicio en la urbe, sino que lo que hace es oponerse a la deshumanización y falsedad urbanas26. Por eso considera que el tiempo ha terminado dándole la razón: no había en sus proclamas rurales deseo de regreso a un pasado caduco, sino una advertencia sobre un camino que luego se ha recorrido: «Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble»27.

Ahora, con una perspectiva mucho mayor, podemos intentar una visión más globalizadora y comprensiva de los valores críticos en la obra del vallisoletano. A modo de síntesis, nos atreveríamos a decir que durante toda una etapa que se cierra a mediados de los sesenta su actitud crítica no pasa de un dolido humanitarismo, de una simpatía cordial con los desfavorecidos o con los marginados del campo. De entonces para acá entra con decisión una conciencia crítica en sus libros patente en el monólogo de Carmen, el cual revela una ruptura con posiciones precedentes. En la diatriba contra Mario, Delibes censura sin paños calientes una mentalidad a la vez provinciana y pequeñoburguesa. Se ha producido en él un descasamiento, expresión reiteradamente empleada al propósito por Francisco Umbral que no termina de gustarme, pero que utilizo porque no es fácil estar en desacuerdo con su sentido: el autor ha roto con las convenciones y los principios del grupo social al que él mismo pertenece. Tiene razón Umbral al señalar los límites de la denuncia precedente:

Ama aquello que denuncia. No se decide a hacer la proclama total, a romper con todo [...].

[...] él se nutre de lo que juzga, tiene en ello su razón de ser. Por eso, a fin de cuentas, Delibes no es un escritor revolucionario: la ternura le une a lo que critica. Está absolviendo con el sentimiento lo que condena con el pensamiento.28



Y ve con acierto las raíces de su nueva postura en Cinco horas con Mario:

[esta novela] sí supone una crítica total de la burguesía de provincias. Una crítica hecha ya con menos amor, con menos delectación en el medio, con menos ternura irónica que otros libros de Delibes.

Mediante Menchu, Delibes rompe casi definitivamente con su clase de origen. Proclama un socialismo cristiano en bicicleta [...].

No parece que Delibes vea como redimible a la clase burguesa.29



Producida esa ruptura, la crítica se hace esperpento, dice con agudeza el mismo Umbral. Así surge Parábola del náufrago. No es cosa de seguir por este camino apuntalando con nuevos títulos lo que ya parece con claridad como una postura de denuncia firme y tajante que puede llegar a poner en cuestión las bases mismas de la organización social de la España contemporánea, de su sistema de valores fundamentales, aunque no sólo de ésta.

En los ochenta, la conciencia crítica afecta en diversa medida a los libros de Delibes, pero conviene, para no desvirtuar el sentido global de su obra con una impresión parcial, decir unas cuantas palabras acerca de otros dos títulos de este último período, aunque aparecidos en los setenta, Las guerras de nuestros antepasados (1975) y El disputado voto del señor Cayo (1978). En el personaje de Pacífico Pérez, el protagonista de Las guerras, Delibes lleva a una de sus últimas consecuencias ese planteamiento de identificación entre hombre y naturaleza: es la sociedad, encarnada en las generaciones de ascendientes belicistas, la que trata de corromper la inocencia y las inclinaciones naturales del protagonista. El precio que Pacífico paga, el internamiento, es bien expresivo de cómo el escritor ve en la colectividad el enemigo del individuo. En el señor Cayo hallamos un personaje -uno de los más planos y menos logrados del novelista- que bordea el tipo simplificador por culpa de los valores que se quieren encarnar en él: el sentido común popular, la sabiduría rural... Una reivindicación, pues, del hombre de campo, natural y despejado, frente a la artificiosidad, el engaño y las falsas promesas que trae el político cortesano. De este modo, si son ciertos esos acentos de denuncia de la última etapa del vallisoletano, no lo es menos que ese mundo primitivo amenazado no desaparece de su producción.

Los aludidos testimonios críticos del Delibes más recientes se refieren a realidades distintas, dentro, claro está, de sus habituales preocupaciones. En El tesoro (1985), desde su ofrecimiento, «a cuantos dedican su vida a investigar nuestras raíces», sabemos la actitud positiva que guía al escritor en una línea que él mismo ha llamado «conservadurista» en el sentido estricto de conservar aquellos valores perdurables del legado cultural30. Los dardos del libro van contra quienes se oponen a esos valores o los ignoran: la barbarie de los lugareños destruirá para siempre una importante fuente de información histórica. La causa de esa actuación se halla, como dice varias veces uno de los personajes, en la falta de escuelas, dentro de una tradición que recuerda al Galdós más combativo.

En Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983) no se hace difícil perfilar su contenido crítico. Aspectos particulares de ese contenido resultan obvios. Por un lado, el comportamiento arribista y deshonesto del protagonista, Eugenio Sanz Vecilla, desde el mismo momento de su incorporación al periódico. Por otro, el conjunto de vejaciones que un poder político avasallador imponía a las empresas periodísticas y, en general, a la sociedad española, asunto que Delibes ha tratado con pormenorizada documentación en algún texto ensayístico31. De hecho, el recorrido biográfico de Eugenio es una breve historia de la dificultosa situación de la empresa española durante el franquismo: las restricciones de los periódicos después de la guerra (p. 39), la manera discrecional de conceder el carné profesional (pp. 39-40), la sujeción de la prensa a las directrices del Movimiento (pp. 67-69), el funcionamiento de la censura (p. 73), las difíciles relaciones entre los directores impuestos y la empresa propietaria del medio (pp. 98 ss.), las actividades de algún director favorables a la libertad (p. 99) o las multas gubernativas (p. 100).

Donde esa alerta crítica de Delibes se muestra en toda su contundencia es en los otros dos títulos, bien distintos entre sí, de este período, Los santos inocentes (1981) y 377A, madera de héroe (1987). En Los santos inocentes ha escrito uno de los más duros e implacables dramas rurales que puedan leerse y al que puede aplicarse la misma certera calificación que Delibes adjudicó a uno de los más estrictos predecesores de su obra, Los hijos de Máximo Judas, de Luis Landínez, del que ha dicho que se trata de «un relato transido de elementalidad y violencia»32. La parsimonia en la gestación de la obra33 nos habla, además, de unas antiguas y arraigadas raíces de su sentido justiciero, por lo que éste no ha de atribuirse tan sólo a una acentuación de la conciencia crítica en este más reciente período de su obra.

Dos mundos pone en contacto Delibes en Los santos inocentes, el de la humilde gente que trabaja en las posesiones rurales de los terratenientes y el de las antiguas familias que la emplean. La novela suma testimonios que se refieren a las condiciones materiales de vida de aquélla y a la actitud y sistema de valores de éstas. La obra se inserta en la tradición del drama rural, pero lo remoza en varios sentidos. El emplazamiento espaciotemporal es bastante preciso: el escenario se sitúa en tierras extremeñas -Azarías miraba hacia «el cerro de las Corzas (del otro lado del cual estaba Portugal)» (p. 16)-; la cronología de los sucesos se puede datar con cierta precisión: se menciona el ojeo inaugural del Día de la Raza en 1943 (p. 93) y los acontecimientos recientes se emplazan en fechas inmediatas posteriores el Concilio Vaticano II, contra el que arremete el señorito Iván (pp. 51-52). Los determinantes socio-culturales en la muerte del señorito no tienen mucha importancia, en contra de la tradición ruralista, al ser el homicida un disminuido psíquico que hubiera actuado igual de hallarse en otras circunstancias. Mantiene, sin embargo, el autor toda la capacidad revulsiva en la configuración del modo de vida de los empleados agrícolas: explotación económica, analfabetismo, ínfimas condiciones de vida, humillaciones, impotencia..., en suma, un sistema de relaciones laborales que perpetúa una dependencia feudal del señor. Los dueños van de la arrogancia y la falsa caridad cristiana de la Marquesa al señoritismo chulesco y despiadado de Iván.

Dicho así, se podría pensar en unos estereotipos que reflejasen la relación entre explotador y explotado, y, sin embargo, Delibes, conservando en lo esencial los rasgos más acusados que caracterizan a cada grupo, carga la obra de humanidad y hasta de ternura por medio de unos personajes con perfecta individualidad. El pundonor de Paco, el Bajo, da a su sumisión auténtica dignidad. Las cavilaciones de la mujer, la Regula, añaden un fibra cordial y humanísima. Los cambios de ánimo -el paso del coloquio desenfadado y amistoso a la ira incontrolada- de Iván reconstruyen a la perfección esa mezcla de paternalismo y ferocidad de los señores. La argamasa de servilismo y autoritarismo de don Pedro, el Périto, el encargado, se humaniza gracias al patético papel de burlado impotente que desempeña. Además, otras figuras complementarias, aunque muy importantes, aluden a una posibilidad de cambio que saca la historia de un fatalismo irremediable: me refiero a la actitud nada complaciente de los hijos de Paco (la atribulada Nieves y, sobre todo, el hosco Quirce) y al menor clasismo de Miriam, la hija de la Marquesa.

Si los datos testimoniales son muchos, la carga crítica del libro se debe, no menos que a ellos, al empleo de recursos emocionales, a los que no ha sido ajeno Delibes en otras ocasiones, pero que en ésta los intensifica hasta el propio límite en que un paso más se hubiera convertido en procedimiento de mala ley literaria. Se detiene, sin embargo, con sabiduría en el justo punto en que, sin sentimentalina, consigue un clima emocional tenso. Esos hechos que apuntan a las fibras cordiales del lector están distribuidos a lo largo del relato: la muerte del búho y su entierro con la Niña Chica en brazos de Azarías, la subnormalidad de Charito y sus acongojantes berridos, los planes de educación de Nieves con motivo de la primera comunión, el despido sin razones de Azarías, la escena en que Iván hace escribir sus nombres a varios empleados, la ceguera del palomo, la recaída de Paco por la intransigencia de Iván, y, en fin, como culminación de esta secuencia de sucesos, la muerte de la grajeta y la del señorito. Con todo ello, Delibes llama a la sensibilidad del lector y le pone en el trance de reaccionar emotivamente ante ese mundo cruel y primitivo.

377A, madera de héroe es una tardía novela de la guerra civil, y este distanciamiento temporal de aquellos hechos acrece la nitidez de los planteamientos del autor. Resulta extraño que Delibes, que fue combatiente, no hubiera dado su versión de aquellos trágicos sucesos hasta ahora, medio siglo más tarde del enfrentamiento civil, cuando éste, desde la perspectiva de su tratamiento literario por los autores más jóvenes, ha entrado en un nuevo derrotero, el de la consideración mitificadora, ajena a su dimensión política y social. Ese deliberado retraso le permite hacer una novelación no partidista, ni siquiera autojustificativa, sino explicativa de un caso personal que tiene bastante que ver, como veremos, con el del propio autor. No elude, por tanto, una interpretación o un juicio, sino que se sitúa en una postura comprometida que le lleva a indagar en las causas últimas de la lucha.

No es, sin embargo, del todo cierto que la guerra no hubiera aparecido hasta la fecha en sus novelas, y el modo como cauteloso en que lo había hecho permite valorar mejor la ambición de la perspectiva de Madera de héroe. Noticias de la lucha se incrustan ya en Mi idolatrado hijo Sisí34, y a su carácter fratricida se refiere la muerte de los dos hermanos, uno en cada bando, del protagonista de Cinco horas con Mario. La guerra civil aparece, como eslabón de una cadena, en Las guerras de nuestros antepasados, que aporta no un análisis del enfrentamiento de 1936, sino un punto de vista superior, las presiones para convertir a un muchacho sensible y pacífico -tanto que ostenta esta condición en el nombre propio- en un ardoroso defensor de la guerra.

No estamos, pues, en Madera de héroe, ante un motivo nuevo por completo dentro de la trayectoria de nuestro escritor, y a ella van a parar dos importantes rasgos anteriores: el cainismo y el peso del ambiente. Ambos funcionan como notas sueltas de un análisis en hondura de las causas de la guerra: un conjunto de circunstancias sociales, los caracteres de una mentalidad colectiva. Mantiene el escritor una actitud de denuncia radical en el sentido estricto de ir a la raíz de los hechos -el entorno político y religioso de la heroicidad- y desde ella dibujar un frondoso árbol de pasiones e intransigencias cuyo resultado no puede ser otro que un horror de acentos antibelicistas (tan remarquianos que el puro miedo se convierte burlescamente en heroicidad).

Aunque protagonista y ambiente estén bien fundidos en una trama unitaria, conviene separarlos en un análisis siquiera somero como el que hago para alcanzar un doble y sutil sentido del libro, porque en éste confluyen, a la vez, una narración colectiva y una novela de personaje. El ambiente reconstruye un período histórico anterior a 1936. La acción parte del erizamiento capilar del niño Gervasio «en la velada familiar del sábado 11 de febrero de 1927» (p. 11), pero distintas referencias históricas nos permiten hablar de un cuadro que retrata a una acomodada familia de provincias a lo largo del primer tercio de nuestro siglo. Delibes actúa de la misma manera que ha practicado en otros libros suyos: selecciona un narrador conocedor y hasta próximo a los sucesos referidos, y por su mediación desgrana innumerables datos que rescatan tanto una época como una mentalidad. El narrador atestigua unos hechos y con ellos levanta un sólido edificio: cómo sería la ordenación ideal del mundo según el sistema de valores y de creencias de una parte de los familiares de Gervasio.

Como relación rica y variada de una época, no deberíamos ignorar matices que reflejan la complejidad de las relaciones personales y colectivas, pero tampoco deformamos el sentido si reducimos el entorno de Gervasio a dos ámbitos de acentuada incomunicación. Uno, el que refleja una actitud ultraconservadora, clasista. Otro, el que podríamos calificar como progresista. Llegado el año 1936, aquél se pondrá de parte de los sublevados; éste será fiel a la legalidad constitucional. No vamos a anotar en detalle los rasgos testimoniales que configuran a uno y a otro. Sólo subrayaremos lo que sería fácil demostrar: la ecuanimidad con que Delibes ha querido reflejar aquella época. La vida palpitante de aquellos años es el marco real y vivísimo de un cisma que, llegada la ocasión, se convierte en tragedia. Las dos Españas están reflejadas en el libro, y la visión cainita de nuestra historia aparece en toda su crudeza a partir de 1936. Las ideas separan definitivamente a la familia: Gervasio se presenta como soldado voluntario del mismo bando que tiene preso a su padre. La guerra muestra el horror fratricida: el salvaje asesinato y ultraje de los tíos Adrián y Norberto tiene su exacta y ominosa réplica en la barbarie y la venganza de que son víctimas los hermanos de tía Macrina. No ahorra Delibes detalles truculentos en las por otra parte someras descripciones de esos crímenes, porque así pone de relieve el fondo antibelicista que le lleva a esta evocación presidida por el lema: «Recuerdo para los muertos, escarmiento para los vivos...».

Alguien conserva en el libro el sentido común y manifiesta su oposición a la guerra, Papá Telmo. Pero su voz, que llama a la concordia, no es sino la de esos incomprendidos tan caros a Delibes, liberales sin secta, cuyo retrato trazó con todo detalle en Cinco horas con Mario (aunque, por mor de la verdad humana del personaje, adornara al catedrático con algunas manías e intolerancias). Frente a Telmo se levanta el muro de la intransigencia, que, en este caso (al igual que en la confesión de la viuda Carmen), tiene una raíz poco atendida en la novelística sobre la guerra, la fundamentación religiosa de los comportamientos conservadores españoles. Más de tres lustros antes de Madera de héroe, ya había expresado Delibes su opinión al respecto:

Y ya que hablamos de Cristo, yo pienso que el factor religioso no se ha valorado lo suficiente en las historias de la guerra civil y, a mi juicio, es clave, hasta el punto de que yo soy de los que creen que si hubiera habido un Juan XXIII antes de 1936, la guerra española no se hubiera desencadenado o hubiese tenido otro carácter.35



Madera de héroe, de este modo, termina por ser una implacable y lúcida profundización en el peso del catolicismo de la mesocracia española en la explosión de una lucha propiciada en buena medida por el fanatismo religioso.

Al final, pues, la novela denuncia una mentalidad colectiva, pero, como antes decía, se convierte asimismo en la historia de un caso personal, el de Gervasio, o, mejor aún, generacional, el del muchacho y sus amigos; es decir, el de aquellas gentes que participaron en la contienda a una edad temprana. También aquí Delibes va al fondo del asunto: al conjunto de circunstancias socioculturales y al meollo de una mentalidad que convierte a un muchacho despejado e hiperestesia) en un iluminado. No se cuestiona en el libro la legitimidad de su decisión de combatir -es un convencido de la causa que va a defender-, y, por tanto, se asume con todas sus consecuencias su intervención en la lucha. Pero esa determinación proviene de factores ajenos a él y que incluso tuercen su propio carácter. El ostento -como se le llama al erizamiento capilar que padece36- podría no haber quedado en otra cosa que en una horripilación o «un fenómeno epileptoide» (p. 152), según el desapasionado veredicto profesional de Telmo, o en un «simple fenómeno físico» (p. 155), al entender del escéptico tío Vidal. El cónclave familiar, sin embargo, lo convierte en un hecho trascendente con componentes místicos: para tío Felipe Neri es «una señal de lo Alto» (p. 152); para tía Cruz, «pruebas de predilección celestial» (p. 154), y para ambos «distinciones de lo Alto» (p. 152). Esa visión religiosa se asocia, además, a designios políticos, porque (salvo disputas menores: «al niño no le seducía el martirio sino el heroísmo castrense», según Papá León, p. 29) mamá Zita «identificaba heroísmo y santidad» (p. 28). De modo que Gervasio, sugestionado por su familia, pone su falsa percepción de un destino casi sagrado al servicio de una causa política. Hizo la guerra por propia voluntad, pero fue llevado a ella por influencias ajenas. Se trata, por consiguiente, de la crónica de cuál fue la responsabilidad en la lucha de un sector de los participantes, los jóvenes que tomaron decisiones a una edad prematura. A ese mismo sector puede adscribirse el propio Delibes, lo que nos lleva a un sustento autoconfesional al que enseguida volveré.




ArribaDelibes en los ochenta

Los años ochenta confirman la solidez y firmeza de toda una trayectoria creadora. Para mí tengo que una de las dimensiones más admirables de Delibes es la honestidad y profesionalidad de un escritor que sigue por sus pasos un proceso de continua superación. Delibes nace a la novela de una forma un tanto compulsiva, por una necesidad instintiva de liberar terrores personales para los que podría haber habido distinto remedio que la literatura. Por jugar con el título de su primer libro, la sombra del propio autor planea, pesada, agobiante, sobre aquella obra. Poco a poco se ha ido distanciando de urgencias comunicativas y ha ido venciendo limitaciones técnicas hasta lograr -de esto hace mucho tiempo- una forma propia, distintiva y conseguir una visión del mundo unitaria. En suma, hasta hacerse dueño de eso que de una manera vaga, pero harto expresiva y definitoria, podemos definir como una voz personal. Además, ha mantenido una gran regularidad de creación -sin sobresaltos ni lagunas- con un nivel artístico medio muy alto. Este último decenio, en el que, por edad, era posible una caída en la rutina, en el manierismo, lo vemos tan alerta y perseverante como siempre. Una valoración de las obras de este período nos lleva a advertir algunos libros interesantes, correctos, pero menores -Cartas y El tesoro, Señora de rojo-, junto a dos de los mejores de toda su dilatada producción, Los santos inocentes y 377A, madera de héroe. Pocos escritores ofrecen un balance tan ejemplar. En esta etapa reciente, además, la obra de Delibes, según decía páginas atrás, se abre a otros aires, no del todo nuevos en él, pero que ahora irrumpen con una fuerza desconocida con anterioridad. Me refiero a una más estrecha comunión entre vida y literatura, que llega a exponerse de una manera incluso tan transparente que tenemos la impresión de que algunos de sus libros creativos van como saldando cuentas con la intimidad del propio autor.

Los componentes autobiográficos siempre han tenido bastante peso en la obra de Delibes, como consecuencia de unos planteamientos que él mismo ha admitido: «Yo traslado a mis personajes los problemas y las angustias que me atosigan, o los expongo por sus bocas. En definitiva, uno, si es sincero, se desdobla en ellos»37. Así, ya La sombra del ciprés es alargada tiene un soporte personal tan intenso -aunque no afecte a la trama anecdótica- que le ha dado pie para argumentar con su propia experiencia personal contra los que vieron inverosimilitud en la inquietud de su personaje. Ese era su caso, ha dicho, y el problema no resultaba exagerado, porque él mismo lo vivió como se relata en el libro38. Esos componentes autobiográficos reales pero disimulados se acrecientan ahora y aparecen de una manera más directa en la ficción. Y no sólo en los textos de invención, sino también en los ensayísticos. No es tampoco la primera vez que Delibes recoge en un volumen experiencias personales, que ocupan ya un amplio lugar de su bibliografía: a veces se trata de relatos de su afición cinegética (La caza de la perdiz roja, 1963; El libro de la caza menor, 1964; Con la escopeta al hombro, 1970; Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo, 1977; Mis amigas las truchas, 1977; Las perdices del domingo, 1981) o de reportajes o crónicas viajeras (Por esos mundos, 1961; Europa: parada y fonda, 1963; USA y yo, 1966; La primavera de Praga, 1968; Dos viajes en automóvil, 1982). No me interesan, sin embargo, tanto esos títulos que, al fin y al cabo, comparten el común denominador del predominio de la crónica de acciones externas (cazar o viajar), aunque por ella se infiltren abundantes impresiones personales, como otros que le permiten hablar de asuntos cotidianos -y no siempre de temas de gran trascendencia- en un tono personal, como pueden ser Vivir al día (1968) o el diario Un año de mi vida (1972). Con estos dos últimos conecta uno de los más recientes, Pegar la hebra (1990), que me sirve de prueba de lo que quiero decir porque en él se detecta un tono muy confidencial. El autor avisa que contiene «unas consideraciones bastante melancólicas sobre la fama, la amistad y la muerte» (p. 8). En él hay noticias de sus gustos y preferencias juveniles («Un hombre al aire libre»), sobre la memoria infantil («El primer recuerdo»), y divagaciones acerca de asuntos muy cotidianos como el fútbol («El fútbol en pantalla» y «El fútbol, en baja») o la comida («El cine y la buena mesa»). Además se agregan unas cuantas necrologías: del poeta Manuel Alonso Alcalde («Adiós Manolo»), de Ignacio Martín Baró, asesinado en San Salvador («Nacho, el mago»), del dramaturgo Luis Maté («Un hombre de teatro») y del mercantilista Joaquín Garrigues («Garrigues, el maestro»). Esta suma de asuntos no es peculiar de este último libro -su contenido se asemeja mucho al del citado Vivir al día-, pero se percibe en los artículos recopilados un tono muy vivencial, pues no trata de enfocarlos con distancimiento impersonal, sino con la subjetividad inmediata de quien habla para transmitir un parecer particular. Esa actitud es también muy clara en otro texto de estos mismos años, Mi vida al aire libre (1989), en el que el carácter confesional se descubre desde el mismo e intencionado pronombre que figura en su título39, y en el sustantivo, «memorias», que estampa en el subtítulo (Memorias deportivas de un hombre sedentario40).

Estos libros últimos, que hacen buena compañía a los precedentes de carácter semejante, nos ponen en el límite de la autobiografía no articulada (gustos personales, inclinaciones, el aleteo de la muerte en el entorno amistoso del escritor...) y acentúan, si es caso, la incorporación de la personalidad privada del escritor hasta un estatus público, pero no dejarían de ser apuntes dispersos de una biografía externa y moral si no contáramos con una presencia patente y llamativa de lo autobiográfico en las obras creativas. Intuyo -aunque no pueda, por ahora, extenderme en precisiones que lo corroboren- que Delibes se ha desdoblado en el Mario famoso, y que en él carga no sólo el respeto que le merece la dignidad personal, sino también un algo de irónica denuncia de una actitud en extremo puritana. Eugenio Sanz Vecilla, el protagonista de Cartas, es como el negativo del propio escritor, y tras él se camufla, pero poco, la propia experiencia profesional de Delibes. Percibimos en el libro como una intensa memoria sentimental de las relaciones de Delibes con el periodismo, del recuerdo entrañado de la evolución de los aspectos materiales de la confección de un periódico (así, la evocación de un trabajo muy artesanal y el proceso que llevó a la sustitución del telegrama por el teletipo y los cambios en la preparación de las noticias a que obligó). Eugenio entra a trabajar en el periódico algo antes de que lo hiciera Delibes -aquél en la inmediata preguerra, éste en la primera postguerra-, pero esa diferencia importa poco, porque lo que se nos cuenta es una fascinación por el periodismo que sin duda coincide con la que sintió Delibes en sus primeras colaboraciones, dibujos bajo seudónimo y notas sueltas. El contenido testimonial es tan directo que ni siquiera se molesta mucho en disimularlo buscando para el periódico de Eugenio, El Correo de Castilla, una cabecera menos alusiva que aquella para la que ha trabajado Delibes, El Norte de Castilla. El resto de la trayectoria de Eugenio en El Correo reproduce, hasta en detalles menudos, la de Delibes: los sucesivos cargos que desempeñó -aunque niega el sexagenario el privilegio de llegar a la dirección- y su papel difícil en el inestable equilibrio entre redacción, empresa y poder político. Todo lo que se nos cuenta son experiencias directas del Delibes periodista, bien que la actitud del ser de ficción sea todo lo opuesta posible a la del escritor éste luchó por la independencia de la redacción con el apoyo de la empresa y se enfrentó a las consignas gubernamentales; Eugenio es un instrumento del poder, un medio de control de la información y se opone a toda actitud crítica41. Mas lo importante no es subrayar la coincidencia de experiencias profesionales entre Delibes y su reverso Eugenio y el carácter testimonial de la anécdota novelesca, sino el calor con que aquéllas están referidas, que viene de unas vivencias personales que no ocultan algo de homenaje; Delibes desliza emociones, vivísimos sentimientos, autobiografía so capa de invención.

También entre el protagonista de Madera de héroe y Delibes hay notorias coincidencias, pues ambos hicieron la guerra en las mismas circunstancias. Veamos los recuerdos personales del autor:

Poco a poco [...] se iba aproximando el día de entrar en filas, puesto que la guerra se prolongaba. Entre tanto, como tenía mucho tiempo de sobra [...] y había amigos que no hacían nada, me reunía con ellos para charlar y jugar a las cartas en una buhardilla que mi madre nos prestó. Mi madre, con una clara visión de los riesgos de la adolescencia [...] nos cedió un cuarto trastero. Tenía el techo inclinado y una boquera para la luz. Allí surgió un día el entusiasmo marinero de un excelente amigo que murió en el Baleares. Los mayores de la pandilla se fueron enrolando en la Marina y nos escribían cartas en las que relataban con gran entusiasmo sus experiencias. Detrás, como era de cajón, nos fuimos prácticamente todos.42



Todos esos elementos están recogidos en la novela tan sin modificaciones -o tan levemente alterados- que pasan casi íntegros a la línea anecdótica del relato. La madre de Dámaso Valentín, uno de los amigos de Gervasio, el sedicente héroe, les facilita una buhardilla como lugar de reunión en el que establecen un «Club» (pp. 259 ss.). Casi al igual que en los recuerdos citados del escritor, les prestó un local de «techo oblicuo y doble claraboya» (p. 260). A raíz de las conversaciones en el «Club», dos de los amigos de la pandilla, Tato Delgado y Eduardo Custodio, solicitaron ingresar como marinos voluntarios, y a ese clima de entusiasmo se sumó Gervasio, quien, en alguna medida -pero sólo en alguna- se identifica con su creador. La noticia del amigo muerto en el crucero Baleares también aparece en el relato, aunque un poco retrasada en su emplazamiento cronológico, pues el hundimiento del navío se produce cuando Gervasio ya se ha incorporado a la Marina (cap. XV). Y es probablemente ese amigo muerto el mismo al que va dedicada la novela: «A la memoria de mi amigo de infancia y adolescencia Luis María Fernández, cuya tumba está en el mar». Existe todavía otro dato más que no se ha subrayado como se merece: el número que asigna el escritor a Gervasio, 377A, fue el mismo que tuvo Delibes como marino voluntario43. Lo más llamativo de esta relevante coincidencia es que tal sigla la haya llevado nada menos que al rótulo de la novela, porque con ello nos obliga a tener presente, en la lectura, una fuerte intención de testimonio personal, de modo que el libro pasa a ser una explicación de la propia intervención de Delibes en la contienda. O acaso todavía más: una liberación. Él mismo ha explicado que ningún español de su promoción está libre de culpa respecto de la contienda44, de manera que ésta podría ser la obra suya en que expone las causas de un comportamiento personal. Esta perspectiva se presenta como ficción, pero es, en sentido estricto, autobiografía.

Así pues, estamos en un terreno creativo que, si no es autobiográfico, poco le falta. Y no me refiero a las curiosas y aun detallistas coincidencias anecdóticas, sino al propio sustrato de casi todo escrito memorialístico: la necesidad de dar una imagen de la propia personalidad, de las raíces y motivos de una conducta. No me parece exagerado verlo así, porque también esas otras «memorias» citadas, las de Mi vida al aire libre, coinciden en semejante propósito de fijar las coordenadas y razones (incluso genéticas y educativas, que se abordan al comienzo del libro) de una manera de ser.

En la última obra, por ahora, de Delibes, Señora de rojo sobre fondo gris, entra con fuerza torrencial el subjetivismo autobiográfico. En ella, un pintor laureado se dirige a su hija para explicarle cómo fue el fallecimiento de su madre, que la joven no pudo presenciar por hallarse detenida como consecuencia de sus actividades políticas antifranquistas. La muerte se produjo en 1975, después de que él hubiera sido elegido académico de Bellas Artes y antes de que hubiera pronunciado el discurso de ingreso en la institución. En esas mismas circunstancias tuvo lugar la desaparición de la esposa de Delibes, y a ello dedicó un paréntesis en el discurso de recepción en la Real Academia Española45. «Vais a permitirme un inciso sentimental e íntimo», dijo a los académicos, y continuó con unas palabras que conviene citar en su integridad:

Desde la fecha de mi elección a la de ingreso en esta Academia me ha ocurrido algo importante, seguramente lo más importante que podría haberme ocurrido en la vida: la muerte de Ángeles, mi mujer, a la que un día, hace ya casi veinte años, califiqué de «mi equilibrio». He necesitado perderla para advertir que ella significaba para mí mucho más que eso: ella fue también, con nuestros hijos, el eje de mi vida y el estímulo de mi obra, sobre todas las demás cosas, el punto de referencia de mis pensamientos y actividades. Soy, pues, consciente de que con su desaparición ha muerto la mejor mitad de mí mismo. Objetaréis, tal vez, que al faltarme el punto de referencia mi presencia aquí esta tarde no pasa de ser un acto gratuito, carente de sentido, y así sería si yo no estuviera convencido de que al leer este discurso me estoy plegando a uno de sus más fervientes deseos y, en consecuencia, que ella ahora, en algún lugar y de alguna manera, aplaude esta decisión mía.



La larga y emocionada evocación de Ana-Angelines en Señora de rojo tiene un claro sentido de homenaje, porque se desarrolla en términos próximos a la elegía. No es mi propósito, en estos momentos, abordar el análisis del libro, sino tan sólo señalar un par de aspectos relacionados con su dimensión autobiográfica. El monodiálogo se desarrolla en ese mismo castellano sencillo y natural, horro de todo retoricismo, habitual en Delibes, pero en él se notan dos ausencias estilísticas subrayables: no hay ni uno solo de esos extraños cultismos que a veces se deslizan en su prosa; tampoco existen esas abundantes frases coloquiales en que se apoyan tanto los personajes como los narradores de sus novelas. Esto que podríamos llamar ascesis estilística -una depuración extremada para conseguir el máximo de naturalidad comunicativa- viene, me parece, de que la vivencia autobiográfica -homenaje a la viuda, es cierto, pero también soledad radical del viudo- no permite la menor impostura artística, el menor artificio retórico. Por ello la lengua de Señora de rojo está más cercana a Mi vida al aire libre que a cualquiera de las novelas46.

Un segundo aspecto quiero comentar. El personaje evocado, Ana, sugiere la imagen de la perfecta casada de la tradición bíblica: una mujer fuerte, fecunda madre de familia numerosa, centro del hogar, desprendida, amable, firme y abnegada hasta la renuncia. Nada escapa a su mirada amorosamente vigilante, mientras el marido se dedica a su arte y aporta los medios materiales, que ella administra con sabiduría. Otras muchas cualidades la adornan: sensibilidad para la belleza, prodigioso oído y buena mano para las relaciones sociales. Ni un solo defecto matiza su retrato, y el resumen de éste nos lleva más al tipo simplificado que al personaje artísticamente pleno y roza algo la inverosimilitud: demasiado perfecta para ser creíble. Que Delibes tenga esa imagen de un ser humano -de su propia esposa- no tenemos por qué cuestionarlo, pero la realización literaria no es del todo acertada porque no ha atinado a plasmarla mediante un enfoque que logre esa verosimilitud. Se ha producido, me parece, una disfunción entre el estímulo -elegía autobiográfica- y el medio adoptado -una ficción-. El punto de vista elegido -la primera persona inevitable por la confesionalidad buscada- no termina de ser suficiente, porque hubiera sido necesario, creo, un paso adelante: una completa identificación entre narrador y autor; es decir, ese asunto exigía la autobiografía directa que implica un pacto que nos hace aceptar la autenticidad de lo que se nos cuenta (otra cosa es que podamos discutir la veracidad de lo relatado).

Lo autobiográfico es una trama permanente e intensa en los escritos de Delibes durante los años ochenta, aunque sus raíces sean anteriores. No sería delicado hacerle indicaciones de futuro al escritor ni figura entre los designios de la crítica literaria vaticinar el porvenir, pero podemos aventurar que esta última etapa de su extensa obra está abocada al memorialismo. No se tome, sin embargo, como un giro o una rectificación de rumbo por parte del autor, sino como resultado de un proceso evolutivo que está en la misma sustancia de su manera de recrear el mundo. Aquel escritor algo retórico de sus inicios ha caminado hacia una descripción subjetivista de la vida (quiero decir: la vida contada desde la perspectiva subjetiva, personal, de un personaje que a veces se hace portavoz de las inquietudes del autor), que desemboca en la subjetividad no enmascarada de la autobiografía. Una trayectoria, pues, recorrida por sus pasos y muy coherente.





 
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