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Huellas de la Vulgata en la poesía de San Juan de la Cruz1

Sebastián Mariner Bigorra





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Desde el artículo de J. BARUZI, Le problème des citations scripturaires en langue latine dans l'oeuvre de St. Jean de la Croix «Bull. Hispanique», 24 (1922) 18-40, parece objetivamente probado que la Vulgata era el texto bíblico de que ordinariamente se servía San Juan, no sólo para sus citaciones latinas, sino en general2.

Que el Santo pudiese leer directamente el texto original, es problemático, especialmente por lo que atañe a los libros escritos en hebreo. Por lo menos, en su obra conservada no aparece referencia alguna a dicho texto original, a pesar de ser las citaciones bíblicas abundantísimas. A este argumento ex silentio puede añadirse otro, parecido: en lo que al hebreo se refiere, no consta que S. Juan hubiese no ya aprendido, pero ni siquiera estudiado, dicha lengua3.   —30→   El hecho mismo de que, aun en el único caso registrado en todo el conjunto de su obra en prosa, en que dice acudir intencionadamente a una interpretación distinta4 de la que acaba de dar según la Vulgata, no afirme sino que «otra translación dice...», sin alusión alguna al texto hebreo que permita inclinarse por una u otra, antes dejando sin resolver la cuestión de cuál de las dos resulta preferible, puede tomarse también como indicio de que no estaba en sus alcances el llegar a esta decisión.

Mas, conociese o no el hebreo, le cabía la posibilidad de manejar traducciones directas: la misma mención de «otra translación» induciría a sospecharlo. Lamentablemente, esta «otra translación» no ha sido todavía identificada5. Pero, fuese directa o no, lo cierto es que un uso habitual de otro texto que el latino de la Vulgata no parece admisible; más bien cabe pensar que aquella «otra translación» pudo conocerla de alguno de sus maestros en las exposiciones de la Sagrada Escritura; en esta hipótesis se explicarían dos cosas: la extrema rareza de esta mención única de discrepancias entre versiones, y el hecho de que no se haya podido dar con el contexto de la misma: se trataría de una, tal vez ni publicada siquiera, manejada -y quizá realizada personalmente- por alguno de dichos maestros en exégesis. A los argumentos propuestos por Baruzi en comprobación de que no parece verosímil un uso habitual de traducciones directas, sacados de la impresión que la lectura de sus citas escriturarias da de haber sido traducidas   —31→   por él mismo, a saber, primero, a causa de su gran diferencia -en el texto y en el estilo- con la versión directa general de que podía disponer (Biblia de Ferrara) y, en segundo lugar, porque se dan variantes de traducción de un mismo lugar escriturístico citado en pasajes diferentes, creo que cabría añadir el que se desprende de citas como la siguiente, que, por parecerme especialmente significativa entre el conjunto de las que enumera J. Vilnet (Bible..., p. 88, nota 1), desarrollaré con algún detalle.

En Subida I 7 traduce el Santo la primera parte del v. 61 del Ps. 118: «Funes peccatorum circumplexi sunt me. Los cordeles de mis pecados, que son mis apetitos, en derredor me han apretado». Desglosada de su contexto y atendiendo sólo al giro latino, esta traducción puede parecer aceptable. Ahora bien, en el original no se trata de «cordeles de pecados», sino de «cordeles de los pecadores»6; lo que también resulta ser peccatorum. Muy poco probable parece que, ante la ambigüedad del lat. peccatorum, a quien hubiese conocido el texto original o alguna versión no pasada por el latín (donde la ecuación «de los pecadores» = peccatorum = «de los pecados» no pudiera darse) no se le hubiese ocurrido automáticamente el verdadero sentido «ataduras de los pecadores», tan ayudado, además, por el contexto. Es decir, y formulando directamente la argumentación: el haber tomado el genitivo plural peccatorum como de peccatum supone que ni siquiera en la inconsciencia, por así decir, se tuviese noción de que el texto original lo refería a peccator. Luego dicho texto o sus versiones directas eran (por lo menos, en lo que afecta al presente pasaje) desconocidos de S. Juan, o, si no, estaban en un estado de olvido rayano en el desconocimiento. Pues no sería justo achacar al Santo que, al tratar de aprovechar el pasaje escriturístico para ilustración de su doctrina, hubiese admitido una traducción gramaticalmente posible, pero errónea, a sabiendas de que lo era. Para desvirtuar tal supuesto, basta atender al contexto sanjuanístico: «La segunda manera de mal positivo que causan al alma los apetitos es que la atormentan y afligen a manera del que está en tormento de cordeles, amarrado a alguna parte, de lo cual hasta que   —32→   se libre no descansa. Y de éstos dice David: Funes...» (cf. arriba). El salmo está aducido en sentido evidentemente acomodaticio7: «de mis pecados, que son mis apetitos»; apenas se necesita decir que, en pura lógica, los apetitos no son pecados dentro de la moral cristiana en general y dentro de la ascética de S. Juan en particular. Sólo cabe la ecuación aquí propuesta por el Santo en la inteligencia de que los tales apetitos pueden y suelen arrastrar al pecado. Ahora bien, para este sentido, no hacía ninguna falta excluir la versión «pecadores». Incluso la acomodación indicada parece más fácil a partir de «pecadores»; pruébese, si no, a substituir en el texto de la Subida esta palabra en vez de «mis pecados», y se tiene un contexto tan claro o más que el actual: los apetitos se llamarían «pecadores» precisamente porque pueden y suelen llevar al pecado. En corroboración, nótese cómo en la lengua habitual encajan perfectamente, según esta noción, expresiones como «instintos pecadores», «inclinaciones pecadoras» y, en fin, no creo que disonara en absoluto «apetitos pecadores». Por tanto, es de excluir en S. Juan una intencionalidad gramatical determinada al acomodar este pasaje. Peccatorum pasó a «de mis pecados» por inadvertencia de que podía y debía ser «de los pecadores».

Hasta aquí con respecto a la prosa. Pero la influencia de la Biblia en la obra poética del Santo no es menos evidente. Textos proféticos y evangélicos en los Romances sobre la Creación, Encarnación y Nacimiento (cf., especialmente, Romances 5-9), un romance entero «sobre el salmo Super flumina Babylonis»; inspiración del Cantar de los Cantares en el inicio y en la «segunda parte» de la Noche, en el Cántico espiritual y en la Llama8.

La cuestión de si, previamente a la creación de estas composiciones   —33→   poéticas, conoció su autor los poemas hebreos al margen de la Vulgata ha podido también plantearse. En efecto, aunque las poesías sean cronológicamente anteriores a los comentarios en prosa (y aun descartando, según acaba de decirse, el conocimiento del texto original por parte del Santo), no lo son tanto que su fecha más temprana -cárcel de Toledo, 1577- excluya la posibilidad de que versiones directas y, concretamente, la que Fr. Luis de León había dado del Cantar -¿1561?-, hubiesen llegado a conocimiento de S. Juan. Dos han sido las ocasiones principales en que se ha efectuado este planteamiento; en primer lugar, por Dámaso Alonso en la nota 196 de su citado libro La poesía de San Juan de la Cruz (1.ª ed. 1942). La solución a que llega es taxativamente, que «la comparación entre una traducción directa del hebreo, como la de fray Luis de León, el texto de la Vulgata y los pasajes correspondientes en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, no puede dejar lugar a dudas» de que «la Vulgata... era la versión que utilizaba». Si un escrúpulo le queda, con respecto al v. 1 de Cántico XV (= XXIV del códice de Jaén), «Nuestro lecho florido», donde «lecho» le resulta corresponder más bien al «tálamo» que dan las traducciones directas de Cantar III 9 que al ferculum «litera» que figura en la Vulgata, lo resuelve atendiendo a que en dicho primer verso enlaza con ibid. I 15, Lectulus noster floridus9

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Un segundo planteamiento de esta cuestión surgía, indirectamente, del problema que para la crítica literaria supuso recientemente la aparición de una traducción del Cantar en liras, con versos a veces casi coincidentes con los del Cántico, en un manuscrito oxoniense que la atribule a Fr. Luis de León, paternidad apoyada por el descubridor de la versión en dicho códice10. Indirectamente, porque, de haber sido esta versión conocida por el autor del Cántico, y de ser cierta la atribución del manuscrito, resultaría aquél depender de la traducción de un hebraísta, cuya posición con respecto a la preferencia por el texto original es famosamente conocida. No está a mi alcance, ciertamente, ni siquiera el intento de dilucidar esta que fue interesante cuestión. Sólo más adelante (cf. nota 15) he de aportar un dato más a favor de la objeción que a la atribución leoniana se ha opuesto11, basada en el hecho de que el traductor en liras no parece conocer el original hebreo. Me basta con hacer constar ahora que, sea de ello lo que sea, aun supuesta la dependencia por parte de S. Juan, resultaría que, como diré luego12, éste se habría apartado de su pretendido modelo justamente en un pasaje en que dicho modelo parece, a su vez, discrepar de la Vulgata, es decir, que dentro de este hipotético conocimiento,   —35→   S. Juan habría preferido, en un caso de discrepancia, atenerse a la interpretación jeronimiana.

Y, efectivamente, después de un cotejo de los lugares de la obra poética sanjuanista en que la influencia bíblica es reconocible13, sólo hallo un pasaje en abierta dependencia del sentido original y en discrepancia con la Vulgata. Pero es significativo que este pasaje pertenezca también -como el del comentario en prosa arriba aludido- a una adaptación de un salmo (la pésima calidad de cuya traducción latina era tradicionalmente conocida en la Iglesia desde S. Dámaso) y a una adaptación en la que, por otra parte, la huella de la Vulgata es evidente. Se trata del Romance sobre el salmo Super flumina Babylonis. Sus versos 45-52 rezan según sigue:


Sión, por los verdes ramos
que Babilonia me daba,
de mí se olvide mi diestra,
que es lo que en ti más amaba,
si de ti no me acordare
en lo que más me gozaba
y si yo tuviere fiesta
y sin ti la festejaba.



Ahora bien, este «de mí se olvide mi diestra» no corresponde   —36→   al obliuioni detur dextera mea de la Vulgata, sino más bien al «olvídese de mí mi diestra» (trad. Nácar) del texto hebreo. Y, exactamente como en el caso del pasaje en prosa del que se cita «otra translación», esto ocurre ahora en un lugar también controvertido; baste citar, en comprobación, su versión en otra traducción directa (Cantera), casi entroncable con el sentido de la Vulgata: «no mi derecha recuerde más». De nuevo, pues, viene a mano la explicación antes propuesta: el santo pudo conocer el sentido por el que se decide en su obra de resultas de que, por ser lugar difícil, en sus estadios de exégesis había oído hablar de él, en discrepancia con el que daba la Vulgata. Pues, como ya he sugerido, en este mismo romance hay un indicio de que su autor no podía disponer del sentido del original a su voluntad. En los versos 9-14:


Dejé los trajes de festa
los de trabajo tomaba,
y colgué en los verdes sauces
la música que llevaba
poniéndola en esperanza
de aquello que en ti esperaba



aparece la única imagen osada del poema: esa música colgada en los verdes sauces. ¿A qué música se alude? Indudablemente, el poeta ha sacado partido a su atrevimiento; que se trate de un abstracto por concreto (el arte por el instrumento) apenas llega al lector del texto castellano, quien se deja llevar fácilmente a pencar en una música totalmente volatilizada, colgada en las ramas de los sauces, que se mecen al oreo del aire produciendo un «silbo sonoroso», expresión de la «esperanza de aquello que en ti [Sión] esperaba». Pero ¿de dónde ha surgido esa música? Apenas cabe seguir dudando cuando se lee el texto latino del salmo (v. 2): In salicibus in medio eius suspendimus organa nostra, y se compara con el original: «De los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras» (trad. Nácar). La explicación salta a la vista: el traductor latino no ha dado con la palabra apropiada para traducir el nombre específico del instrumento músico que los cautivos en Babilonia han colgado del ramaje de los sauces, y ha recurrido al procedimiento expeditivo de resolverlo mediante el término genérico de «instrumentos», organa. Pero este vocablo es inadmisible   —37→   en una versión al castellano; una especialización de sentido lo ha restringido a un instrumento específico, ¡y a un instrumento que a nadie se le puede ocurrir colgar de las ramas de un sauce! Afortunada inadmisibilidad, que lleva al Santo a substituir a su vez: ya no es el instrumento, es la música en sí lo que queda -o, al menos, lo que sugiere que queda- confiado a las ramas de los sauces. Posiblemente, de haber conocido el poeta el texto original, nos habríamos perdido esta sugestiva figura; nótese, efectivamente, que «cítara» resultaba, métricamente, equivalente a «música» en acento y dimensión.

De acuerdo, pues, con esta apreciación, creo poder demostrar que debemos a otro par de inseguridades en la transmisión de los textos poéticos hebreos a través de la vía indirecta, de la Vulgata, con que llegaban a S. Juan, algunas elevaciones de bastante mayor importancia en la producción poética sanjuanista, si no me engaño, que la últimamente indicada del Romance, no sólo por corresponder a los poemas mayores, sino por referirse a conceptos mucho más adentrados en el mundo de su mística.

Véase, en efecto, la profundidad alcanzada en el comentario ante el hecho de que sea el Amado el que verdaderamente «pazca» entre las flores, en lugar de «apacentar», sencillamente, entré ellas su ganado14:

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«Por tanto, mucho es de desear este divino aire del Espíritu Santo y que pida cada alma aspire por su huerto para que corran divinos olores de Dios. Que, por ser esto tan necesario y de tanta gloria y bien para el alma, la Esposa lo deseó y pidió por los mismos términos que aquí en los Cantares, diciendo: Levántate de aquí, cierzo, y ven, ábrego, y aspira por mi huerto, y correrán sus olores y preciosas especias. Y esto todo lo desea el alma, no por el deleite y gloria que de ello se le sigue, sino por lo que en esto sabe que se deleita su Esposo y porque esto es disposición y prenuncio para que el Hijo de Dios venga a deleitarse en ella; que por eso dice luego;

y pacerá el Amado entre las flores.

Significa el alma este deleite que el Hijo de Dios tiene en ella en esta sazón, por nombre de pasto, que muy más al propio lo da a entender, por ser el pasto o comida cosa que no sólo da gusto, pero aun sustenta. Y así el Hijo de Dios se deleita en el alma en estos deleites de ella y se sustenta en ella, esto es, persevera en ella, como en lugar donde grandemente se deleita, porque el lugar se deleita de veras en él. Y eso entiendo que es lo que él mismo quiso decir por la boca de Salomón en los Proverbios diciendo: Mis deleites son con los hijos de los hombres; es a saber, cuando sus deleites son estar conmigo, que soy el Hijo de Dios.

Y conviene aquí notar que no dice el alma aquí que pacerá el Amado las flores, sino entre las flores; porque como quiera que la comunicación suya, es a saber, del Esposo, sea en la misma alma mediante el arreo ya dicho de las virtudes, síguese que lo que pace es la misma alma transformada en sí, estando ya ella guisada, salada y sazonada con las dichas flores de virtudes y dones y perfecciones, que son la salsa con que y entre que la pace; las cuales, por medio del aposentador ya dicho, están dando al Hijo de Dios sabor y suavidad en el alma, para que por este medio se apaciente más en el amor de ella. Porque ésta es la condición del Esposo: unirse con el alma entre la fragancia de   —39→   estas flores. La cual condición nota muy bien la Esposa en los Cantares, como quien tan bien la sabe, por estas palabras, diciendo: Mi Amado descendió a su huerto, a la erica y aire de las especias odoríferas, para apacentarse en los huertos y coger lirios [VI 1]. Y otra vez dice: Yo para mi Amado, y mi Amado para mí, que se apacienta entre los lirios [VI 2], es a saber, que se apacienta y deleita en mi alma, que es el huerto suyo, entre los lirios de mis virtudes y perfecciones y gracias».



Ahora bien, que el Amado en el poema hebreo no es quien se apacienta, sino un pastor que apacienta su ganado, está claro: «pastorea entre azucenas» (Nácar), «él apacienta su ganado entre los lirios» (Cantera); y debió de estarlo ya en la traducción y comentario de Fr. Luis15. En cambio, S. Juan sigue una   —40→   tradición que debe de arrancar del pascitur que da invariablemente la Vulgata en todos los indicados pasajes. Razonar esta forma gramaticalmente, no es difícil; también aquí el latín es, al menos en parte, el responsable del nuevo sentido: se trata de una contaminación al pasivo pascor (tomado, por así decir, como deponente en una época en que la inseguridad de esta categoría de verbos y sus oscilaciones con los activos correspondientes es abundante y notoria) del sentido a expresar por su respectivo activo pasco «apacentar, llevar a pacer», contaminación originada en el hecho de que éste pedía, usado absolutamente, equivaler a su pasivo «pacer, pastar»: cf. pascit Gellius en Marcial (= «Gelio come, tiene de qué comer»), pascebant herbosa Palatia uaccae en Tibulo (= «pacían las vacas la hierba del Palatino» lit. «el Palatino abundante en hierba»)16. Es decir, formulariamente: «apacentar» = pascere = «pacer [pastar]» = pasci. De aquí, pues, pascitur empleado en lugar de pascit. Posiblemente, el error ha podido verse afianzado por dos motivos: ante todo, por el significado figurado de «recrearse» que pasci como tal pasivo tenía, significado que el contexto «entre flores» o «entre lirios» no hacía sino favorecer; en   —41→   segundo lugar, por una razón específicamente cristiana, a saber, el simbolismo cristológico del Cordero, abonado también aquí por el contexto ennoblecedor, que entroncaba tan bien el casto amor del Amado simbolizado por el Cordero (¡no se olvide la falsa ecuación etimológica agnus - a)gno/j!) con el hecho de que éste se apacentara justamente en paraje tan simbólicamente puro como es el cubierto de flores y, precisamente, de azucenas. Es lo que, probablemente, y antes de «espiritualizarlo» fuertemente en su comentario, había imaginado el autor del Cántico: el recreo del Amado en un paisaje pastoril, con oreo de brisa, aroma de jardín y delicada blancura de una alfombra en flor.

Ya en esta dirección, no ha de parecer arriesgado, seguramente, el atribuir a una interpretación jeronimiana otro de los rasgos poéticos sanjuanísticos más celebrados. Interpretación que, esta vez, no cabe dar como señaladamente errónea, sino sólo como ambigua, con una ambigüedad que la pone en desacuerdo con la que parece imponerse en las traducciones y exégesis modernas.

En Cantar I 12-13, la Esposa enaltece a su Amado mediante comparaciones metafóricas (v. 13: «racimo de cofer mi Amado a mí, de las viñas de Engaddi»). El símil precedente al citado viene interpretado por las modernas traducciones directas en el sentido de que el Amado es comparado al hacecillo o bolsita de mirra que ella lleva en su seno como perfume (así, p. e., Nácar: «es mi amado para mí bolsita de mirra que descansa entre mis pechos»17). Pero la Vulgata y otras traducciones directas antiguas lo mismo permiten entender que sea el hacecillo o que sea el Amado mismo -puesto que es «como el hacecillo»- el que descansa en dicho regazo: fasciculus myrrhae dilectus meus mihi: inter ubera mea commorabitur. Cf. Fr. Luis de León: «manojito de mirra mi amado a mí; morará entre mis pechos»18.

Ahora bien, S. Juan de la Cruz escribe en la Noche (estrofa VI):

  —42→  

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.



Es sorprendente, a primera vista, este pecho florido donde el Amado duerme. Sobre todo, recordando que en el Cántico (XXIV 1) el mismo poeta había asignado19 al Esposo, por boca de la Esposa, un lecho florido («Nuestro lecho florido»), que se explica mejor que un pecho florido y, especialmente, se explica también mejor que se quede el Amado dormido en él; incluso el contexto alude inmediatamente a una de las características de fidelidad conyugal más habitualmente simbolizadas en la unicidad del tálamo: «que entero para él solo se guardaba».

Con todo, nada creo que autorice aquí a plantear otra cuestión por el estilo de la célebre de las «cuevas de leones» que habrían venido a substituir subrepticiamente a unas supuestas «cueras de leones». Cierto que de esta estrofa no hay comentario en prosa. Sin embargo, creo que nada se opone a pensar que ella representa un grado más en la intimidad conyugal. «Nuestro lecho florido» habría estado presente (o, por lo menos, Lectulus noster floridus) en el poeta que escribía «En mi pecho florido» y añadía «que entero para él solo se guardaba». Pero esto, que explica razonablemente la presencia de flores en el pecho de la Esposa, entronca directamente, en un «cruce de trayectorias» típico del Santo, con otra idea del Cantar: el Amado que descansará (más preciso: morará) en el seno de la Esposa. Para acabar de atarlo, el hacecilio   —43→   de mirra, con su idea de perfume, entronca también con las flores del regazo de la Amada.

La mejor prueba, creo, de la legitimidad de esta interpretación puede darla, sin más, la que, a mi ver, es sublimación de esta imagen conyugal tomada del poema hebreo: la estrofa IV de la Llama:


¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno,
donde secretamente solo moras!
Y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno,
¡cuán delicadamente me enamoras!



La relación entre Noche VI y esta estrofa me parece evidente: el pecho donde el Amado quedó dormido se ha convertido en algo más íntimo, pero conexo, el seno mismo del alma -ya no te trata de un contacto exterior, por estrecho que sea, como el de quien duerme reclinado en otro; es la presencia en su interior-; el quedarse es ahora morar (¡recuérdese el commorabitur de la Vulgata!), la idea de «dormido» es evocada por el «secretamente» y, como en continuación, por el despertar («recuerdas»), la fidelidad viene representada por el mismo término «solo»: allí, el pecho «para él solo se guardaba»; aquí, en este seno, mora «secretamente solo».

Podrá parecer una profanación disecar esta estrofa, célebre por marcar, en lo místico, la frontera de lo inefable -el Santo la «despachó como pudo» en su comentario, resignándose a decir apenas nada de los tres últimos versos, «porque veo claro que no lo tengo de saber decir»-. No es éste lugar a propósito para mencionar los elogios que en este sentido se han acumulado sobre ella. Permítaseme, en cambio, apuntar que, literariamente considerada, contiene versos que bien pueden recibir el apelativo de «criaturas perfectas» de la poesía castellana con que D. Alonso (La poesía... p. 128) ha calificado a otros del Santo: silencio del «recordar» secreto del Amado, en la secuencia de eses de les cuatro primeros; suavidad de ese Amor que delicadamente enamora, en la serie de líquidas de los tres que cierran la estrofa. Y quizá profanación todavía mayor cuando se hace estribar la más profunda de las estrofas   —44→   del más alto de los poetas castellanos, la estrofa teopática en una progresión que arranca de un poema altísimo y divino, sí, pero a través dé una traducción prosaica y que, en una de sus conexiones -fundamental, por cierto-, estriba en una interpretación de legitimidad más que dudosa. Pero, para no salir de la Biblia, «las cosas débiles de este mundo eligió el Señor para confundir a las fuertes».

Por lo demás, no debe extrañar. Ser un Midas literario, que convertía en puro oro poético cuanto tocaba, ya fuesen malas traducciones o interpretaciones defectuosas o ambiguas de la Vulgata, ya anodinos poemitas galantes, ya incluso la escoria literaria que representan las divinizaciones garcilasianas de Sebastián de Córdoba, constituye una de las características más acusadas de la esencia poética de S. Juan de la Cruz.





 
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