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La guerra se ha de emprender para sustentar la paz. In fulcrum pacis


Los animales solamente atienden a la conservación de sus individuos. Y, si tal vez ofenden, es en orden a ella, llevados de la ferocidad natural, que no reconoce el imperio de la razón. El hombre, al contrario, altivo con la llama celestial que le anima y hace señor de todos y de todas las cosas, suele persuadirse que no nació para solo vivir, sino para gozarlas fuera de aquellos límites que le prescribe la razón. Y, engañada su imaginación con falsas apariencias de bien, le busca en diversos objetos, constituyendo en ellos su felicidad. Unos hombres piensan que consiste en las riquezas. Y otros, en las delicias. Otros, en dominar a los demás hombres. Y cada uno, en tan varias cosas, como son los errores del apetito y de la fantasía. Y para alcanzarlas y ser felices aplican los medios que les dicta el discurso vago e inquieto, aunque sean injustos. De donde nacen los homicidios, los robos y las tiranías, y el ser el hombre el más injusto de los animales. Con que, no estando seguros unos hombres de otros, se inventaron las armas para repeler la malicia con la fuerza y conservar la inocencia y libertad, y se introdujo en el mundo la guerra. Este nacimiento tuvo, si ya no nació del infierno, después de la soberbia de aquellas primeras luces intelectuales. Tan odiosa es la guerra a Dios, que, con ser David tan justo, no quiso que le edificase el templo, porque había derramado mucha sangre. Los príncipes prudentes y moderados la aborrecen, conociendo la variedad de sus accidentes, sucesos y fines. Con ella se descompone el orden y armonía de la república, la religión se muda, la justicia se perturba, las leyes no se obedecen, la amistad y parentesco se confunden, las artes se olvidan, la cultura se pierde, el comercio se retira, las ciudades se destruyen y los dominios se alteran. El rey don Alonso la llamó «estrañamiento de paz e movimiento de las cosas quedas e destruimiento de las compuestas». Si es interior la guerra, es fiebre ardiente que abrasa el Estado. Si exterior, le abre las venas, por donde se vierte la sangre de las riquezas y se exhalan las fuerzas y los espíritus. Es la guerra una violencia opuesta a la razón, a la naturaleza y al fin del hombre, a quien crió Dios a su semejanza, y sustituyó su poder sobre las cosas, no para que las destruyese con la guerra, sino para que las conservase. No le crió para la guerra, sino para la paz. No para el furor, sino para la mansedumbre. No para la injuria, sino para la beneficencia. Y así nació desnudo, sin armas con que herir ni piel dura con que defenderse. Tan necesitado de la asistencia, gobierno y enseñanza de otro, que, aun ya crecido y adulto, no puede vivir por sí mismo sin la industria ajena. Con esta necesidad le obligó a la compaña y amistad civil, donde se hallasen juntas con el trabajo de todos las comodidades de la vida, y donde esta felicidad política los uniese con estrechos vínculos de amistad y buena correspondencia. Y porque, soberbia una provincia con sus bienes internos, no despreciase la comunicación de las demás, los repartió en diversas: el trigo, en Sicilia; el vino, en Creta; la púrpura, en Tiro; la seda, en Calabria; los aromas, en Arabia; el oro y plata, en España y en las Indias Occidentales; en las Orientales, los diamantes, las perlas y las especias; procurando así que la codicia y necesidad de estas riquezas y regalos abriese el comercio, y comunicándose las naciones, fuese el mundo una casa familiar y común a todos. Y para que se entendiesen en esta comunicación y se descubriesen los afectos internos de amor y benevolencia, le dio la voz articulada, blanda y suave, con que explicase sus conceptos; la risa, que mostrase su agrado; las lágrimas, su misericordia; las manos, su fe y liberalidad; y la rodilla, su obediencia: todas señales de un animal civil, benigno y pacífico. Pero a aquellos animales que quiso la Naturaleza que fuesen belicosos los crió dispuestos para la guerra con armas ofensivas y defensivas: al león, con garras; al águila, con presas; al elefante, con trompa; al toro, con cuernos; al jabalí, con colmillos; al espín, con púas. Hizo formidables con el veneno a los áspides y a las víboras, consistiendo su defensa en nuestro peligro y su valentía en nuestro temor. A casi todos estos animales armó de duras pieles para la defensa: al cocodrilo, de corazas; a las serpientes, de malla; a los cangrejos, de glebas. En todos puso un aspecto sañudo y una voz horrible y espantosa. Sea, pues, para ellos lo irracional de la guerra, no para el hombre, en quien la razón tiene arbitrio sobre la ira. En las entrañas de la Tierra escondió la Naturaleza el hierro, el acero, la plata y el oro, porque el hombre no usase mal de ellos. Y allí los halló y sacó la venganza y la injusticia, unos para instrumento y otros para precio de las muertes. ¡Gran abuso de los hombres, consumir en daño de la vida la plata y el oro, concedidos para el sustento y adorno de ella!

§ Pero porque en muchos hombres, no menos fieros e intratables que los animales (como hemos dicho), es más poderosa la voluntad y ambición que la razón, y quieren sin justa causa oprimir y dominar a los demás, fue necesaria la guerra para la defensa natural; porque, habiendo dos modos de tratar los agravios, uno por tela de juicio, el cual es propio de los hombres, y otro por la fuerza, que es común a los animales, si no se puede usar de aquél, es menester usar de éste cuando interviniere causa justa, y fuere también justa la intención y legítima la autoridad del príncipe. En que no debe resolverse sin gran consulta de hombres doctos. Así lo hacían los atenienses, consultando a sus oradores y filósofos para justificar sus guerras, porque está en nuestro poder el empezarlas, pero no el acabarlas. Quien con presteza las emprende, despacio las llora. «Mover guerra (dijo el rey don Alonso) es cosa en que deben mucho parar mientes los que la quieren fazer, antes que la comienzen, porque la fagan con razón e con derecho. Ca desto vienen grandes tres bienes. El primero, que ayuda Dios más por ende a los que así la fazen. El segundo, porque ellos se esfuerzan más en sí mismos por el derecho que tienen. El tercero, porque los que lo oyen, si son amigos, ayúdanlos de mejor voluntad; e si enemigos, recélanse más dellos». No es peligro para acometido por causas ligeras o deliciosas, como las que movieron a Jerjes a hacer la guerra a Grecia, y a los longobardos a pasar a Italia. Aquel es príncipe tirano que guerrea por el Estado ajeno. Y aquel, justo que solamente por mantener el suyo o conseguir justicia del usurpado, en caso que no se pueda por tela de juicio, y que sea más segura la decisión por las hojas de las espadas que por las de los libros, sujetos al fraude y cavilación. El suceso de las guerras injustas es un juez íntegro, que da el derecho de la vitoria al que le tiene. Tanto deseó el rey Felipe Segundo justificar el suyo a la Corona de Portugal por la muerte del rey don Sebastián, que, aun después de tener en su favor el parecer de muchos teólogos y juristas, y estar ya con su ejército en los confines de aquel reino, se detuvo y volvió a consultarse con ellos. El príncipe que, aventurando poco, quiere fabricarse la fortuna, búsquela con la guerra cuando se le ofreciere ocasión legítima. Pero el que ya posee Estados competentes a su grandeza mire bien cómo se empeña en ella, y procure siempre excusarla por medios honestos, sin que padezca el crédito o la reputación; porque, si padeciesen, la encendería más rehusándola. El emperador Rodolfo el Primero decía que era mejor gobernar bien que ampliar el Imperio. No es menos gloria del príncipe mantener con la espada la paz que vencer en la guerra. ¡Dichoso aquel reino donde la reputación de las armas conserva la abundancia, donde las lanzas sustentan los olivos y las vides, y donde Ceres se vale del yelmo de Belona para que sus mieses crezcan en él seguras! Cuanto es mayor el valor, más rehúsa la guerra, porque sabe a lo que le ha de obligar. Muchas veces la aconsejan los cobardes, y la hacen los valerosos. Si la guerra se hizo por la paz, ¿para qué aquélla cuando se puede gozar de ésta? No ha de ser su elección de la voluntad, sino de la fuerza o necesidad. Del cerebro de Júpiter nació Belona, significando en esto la antigüedad que ha de nacer la guerra de la prudencia, no de la bizarría del ánimo. El rey de Portugal don Sebastián, que la intentó en África, más llevado de su gran corazón que del consejo, escribió con su sangre en aquellas arenas este desengaño. No quieren las abejas rey armado, porque no sea belicoso y se aparte del gobierno de su república por conquistar las ajenas. Si el rey Francisco de Francia, y Gustavo, rey de Suecia, lo hubieran considerado así, ni aquél fuera preso en Pavía, ni éste muerto en Lutzen. Por la ambición de dominar empezó la destruición de muchas repúblicas. Tarde lo conoció Aníbal, cuando dijo a Escipión que fuera mejor que los dioses hubieran dado a los hombres tan modestos pensamientos, que los romanos se contentasen con Italia y los cartagineses con África.

§ Los príncipes muy poderosos han de hacer la guerra con sus mayores fuerzas, para acabarla presto, como hacían los romanos, porque la dilatación es de mucha costa y peligro. Con ella el enemigo se ejercita, se previene y cobra bríos. El poder que no obra con el ímpetu queda desacreditado. Por estas razones, no se han de intentar dos guerras a un mismo tiempo; porque, dividida la fuerza, no se pueden acabar brevemente. Ni hay potencia que las pueda sustentar largo tiempo, ni sujetos suficientes que las gobiernen. Siempre procuraron los romanos (como hoy el turco) no tener guerra en dos partes. En esto se fundaron las amenazas de Corbulón a los partos, diciéndoles que en todo el imperio había una paz constante y sola aquella guerra.




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Quien siembra discordias, coge guerras. Bellum colligit qui discordias seminat


Siembra Medea, para disponer el robo del vellocino, dientes de sierpes en Colchos, y nacen escuadrones de hombres armados que, batallando entre sí, se consumían. Siembran algunos príncipes y repúblicas (Medeas dañosas del mundo) discordias entre los príncipes, y cogen guerras e inquietudes en sus Estados. Creen gozar en ellos el reposo que turban en los ajenos, y les sale contrario el designio. Del equilibrio del mundo dicen los cosmógrafos que es tan ajustado al centro, que cualquier peso mueve la tierra. Lo mismo sucede en las guerras: ninguna tan distante que no haga mudar de centro al reposo de los demás reinos. Fuego es la guerra, que se enciende en una parte y pasa a otras, y muchas veces a la propia casa, según soplan los vientos. El labrador prudente teme en su heredad la tempestad que ve armarse en las cimas de los montes, aunque estén muy distantes. Con mayor razón las debe temer quien la ceba con vapores. Los que fomentan la potencia de Holanda podrá ser que con el tiempo la lloren sujetos al yugo de servidumbre, como sucedió a los que ayudaron a levantar la grandeza romana. Celosos los venecianos de que los portugueses con sus navegaciones les quitaban el comercio del mar Pérsico y de las provincias orientales, enviaron al Cairo un embajador contra ellos, y maestros de fundir artillería y hacer navíos para armar al rey de Calicut, persuadiendo a los holandeses que por el cabo de Buena Esperanza se opusiesen a aquella navegación. Pero habiendo éstos ejecutado el consejo e introducido sus factorías y comercio, se le quitaron a la república, a quien hubiera estado mejor que fuese libre la navegación de los portugueses y valerse de sus naves, como de cargadores de las riquezas de Oriente, y cuando estuviesen en los puertos de aquel reino aprovecharse de su trabajo, y con más industria y ganancia esparcillas por Europa. Los mismos instrumentos y medios que dispone la prudencia humana para seguridad propia con daño ajeno, son los que después causan su ruina. Pensaron los duques de Saboya y Parma mantener la guerra dentro del Estado de Milán. Y el uno abrasó el suyo y el otro le hizo asiento de la guerra. Un mal consejo impreso en la bondad del rey de Francia, y señalado en las divinas Letras, le tiene temeroso de sí, difidente de su madre y hermano y de todo el reino, persuadido a que sin la guerra no puede mantenerse y que su conservación pende de la ruina de la casa de Austria. Y para este fin levanta con los vapores de la sangre de la nobleza de aquel reino, derramada en discordias domésticas, nubes que formen una tempestad general contra la cristiandad, convocados el Reno, la Mosa, el Danubio y el Albis. Fomenta las nieblas de Inglaterra, Holanda y Dinamarca. Rompe los hielos de Suecia para que por el mar Báltico pasen aquellos osos del Norte a daño del imperio. Deshace las nieves de esguízaros y grisones, y las derrama por Alemania e Italia. Vierte las urnas del Po sobre el Estado de Milán, convocando en su favor al Tibre y al Adriático. Concita las exhalaciones de África, Persia, Turquía, Tartaria y Moscovia, para que en nubes de saetas o rayos acometan a Europa. Suelta por los secretos arcaduces de la tierra terremotos que perturben el Brasil y las Indias Orientales. Despacha por todas partes furiosos huracanes que unan esta tempestad y la reduzcan a efecto. Y turbado, al fin, el cielo con tantas diligencias y artes, vibró fuego, granizó plomo y llovió sangre sobre la tierra. Tembló el uno y otro polo con los tiros de artillería, y con el tropel de los caballos más veloces (descuido o malicia de algunos) que las águilas imperiales. En todas partes se oyeron sus relinchos, y se vio Marte armado, polvoroso y sangriento, experimentándose en el autor de tantas guerras lo que dijo Isaías de Lucifer: que conturbó la tierra, aterró los reinos, despobló el mundo y destruyó sus ciudades. Porque cuando Dios se vale de uno para azote de los demás, le da su mismo poder, con que sale con todo lo que intenta mientras dura su ira divina. A Moisés dijo que le había hecho dios sobre Faraón, y así, como Dios, obró milagros en su castigo y en el de su reino. Pero no sé si me atreva a decir que en el mismo Faraón y en su reino parece que está figurado el de Francia, y el castigo que le amenaza aquel divino sol de justicia, y que debemos esperar, en fe de otras milagrosas demostraciones hechas por la conservación y grandeza de la casa de Austria, que, serenando su enojo contra ella, deshará poco a poco las nieblas que obscurecen sus augustos capiteles, descubriéndose sobre ellos triunfante el águila imperial. La cual aguzadas sus presas y su pico en la mismo resistencia de las armas, y renovadas sus plumas en las aguas de su perturbación, las enjugará a aquellos divinos rayos, para ella de luz, y de fuego para Francia, cayendo sobre ésta toda la tempestad que había armado contra los demás reinos. En sí mismo se consumirá el espíritu de tantas tempestades, precipitado su consejo. Pelearán franceses contra franceses, el amigo contra el amigo, el hermano contra el hermano, la ciudad contra la ciudad y el reino contra el reino. Con que será sangriento teatro de la guerra quien la procuró a las demás provincias. Tales consejos son telas de arañas, tramadas con hilos de las propias entrañas. Merecida pena, caer en las mismas redes que se tejen contra otros. Inventó Perilo el toro de bronce para ejercicio de la tiranía, y fue el primero que abrasado bramó en él. No es firme posesión la de los despojos ajenos. A la liga de Cambray contra la república de Venecia persuadió un embajador de Francia, representando que ponía disensiones entre los príncipes para fabricar su fortuna con las ruinas de todos, y, unidos muchos, le despojaron de lo adquirido en tierra firme. Pudo ser que aquellos tiempos requiriesen tales artes, o que los varones prudentes, de que siempre está ilustrado aquel Senado, reconociesen los inconvenientes y no pudiesen oponerse a ellos, o por ser furioso el torrente de la multitud, o por no parecer sospechosos con la oposición. Ésta es la infelicidad de las repúblicas, que en ellas la malicia, la tiranía, el fomentar los odios y adelantar las conveniencias sin reparar en la injusticia, suele ser el voto más seguro y el que se estima por celo y amor a la patria, quedando encogidos los buenos. En ellas los sabios cuidan de su quietud y conservación, y los ligeros, que no miran a lo futuro, aspiran a empresas vanas y peligrosas. Y como en las resoluciones se cuentan y no se estiman los votos, y en todas las comunidades son más los inexpertos y arrojados que los cuerdos, suelen nacer gravísimos inconvenientes. Ya hoy con aplauso del sosiego público vemos ejecutadas las buenas máximas políticas en aquella república, y que atiende a la paz universal y a la buena correspondencia con los príncipes confinantes, sin haberse querido rendir a las continuas instancias de Francia ni mezclarse en las guerras presentes. Con que no solamente ha obligado a la casa de Austria, sino se ha librado de este influjo general de Marte, en que ha ganado más que pudiera con la espada. No siempre es dañosa la vecindad de la mayor potencia. A veces es como el mar, que se retira y deja provincias enteras al confinante. No son pocos los príncipes y repúblicas que deben su conservación y su grandeza a esta monarquía. Peligrosa empresa sería tratar siempre de hacer guerra al más poderoso, armándose contra él las menores potencias, como decimos en otra parte. Más poderosas son las repúblicas con los príncipes por la buena correspondencia que por la fuerza. Damas son astutas que fácilmente les ganan el corazón y la voluntad, y gobiernan sus acciones encaminándolas a sus fines particulares. Como a damas, les sufren más que a otros príncipes, conociendo la naturaleza del magistrado, en que no tienen culpa los buenos. No les inquiete, pues, el ver algunas veces a los príncipes airados, porque tales iras, como iras de amantes, son reintegración del amor. Culpen a sus mismas sombras y recelos, con que ponen en duda la correspondencia de sus amigos: vicio de la multitud, que no mide las cosas por la razón, sino por el recelo, las más veces vano.

§ Estas artes de sembrar discordias y procurar levantarse unos con la caída de otros son muy usadas en las Cortes y palacios, nacidas de la ambición; porque, estando ya repartidos los premios, y no pudiéndose introducir nuevas formas sin la corrupción de otras, se procuran por medio de la calumnia o de la violencia. Otras veces es envidia de unos ministros a otros por la excelencia de las calidades del ánimo, procurando que no estén en puesto donde puedan lucir, o que el mundo pierda el concepto que tienen de ellas, haciéndoles cargos injustos. Y cuando no se puede oscurecer la verdad, se valen de la risa falsa, de la burla y del mote, debajo de especie de amistad, para que, desacreditado el sujeto en las cosas ligeras, lo quede en las grandes. Tan maliciosos y aleves artificios son siempre peligrosos al mismo que los usa, como lo advirtió Tácito en Hispón y en los que le siguieron. Y si bien Lucinio Próculo se hizo lugar criminando a otros, y se adelantó a los buenos y modestos, esto suele suceder cuando la bondad y modestia son tan encogidas, que viven consigo mismas, despreciando los honores y la gracia de los príncipes, siendo por su poco esparcimiento inútiles para el manejo de los negocios y para las demás cosas. A éstos la malicia advertida y atenta en granjear voluntades arrebata los premios debidos a la virtud, como hacía Tigelino. Pero tales artes caen con la celeridad que suben: ejemplo fue el mismo Tigelino, muerto infamemente con sus propias manos.




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La mala intención de los ministros las causa. Llegan de luz y salen de fuego


Envía el sol sus rayos de luz al espejo cóncavo, y salen de él rayos de fuego: cuerpo es de esta Empresa, significándose por ella que en la buena o mala intención de los ministros está la paz o la guerra. Peligrosa es la reverberación de las órdenes que reciben. Si tuvieren el pecho de cristal llano y cándido, saldrán dél las órdenes con la misma pureza que entraron, y a veces con mayor; pero si le tuvieren de acero, abrasarán la tierra con guerras. Por esto deben estar advertidos los príncipes que desean la paz, de no servirse en ella de ministros marciales; porque éstos, librando su gloria o su conveniencia en las armas, hacen nacer la ocasión de ejercitarlas. No lloraría la Corona de Francia tantas discordias, ni Europa tantas guerras, si en ellas no consistiera la conservación de la gracia de aquel rey. En las Sagradas Letras hallamos que se entregaban a los sacerdotes las trompetas con que se denunciaba la guerra, porque la modestia y compostura de su oficio no usaría de ellas sin gran ocasión. Son los pechos de los príncipes golfos que se levantan en montes de olas, cuando sus ministros son cierzos furiosos. Pero, si son céfiros apacibles, viven en serena calma, porque un ánimo generoso, amigo de la paz y buena correspondencia, templa las órdenes arrojadas y peligrosas, reduciéndolas a bien: semejante al sol, cuyos rayos, aunque pasen por ángulos, procuran deshacerse de aquella forma imperfecta, y volver en su reverberación a la esférica. Y no basta algunas veces que sean de buena intención, si son tenidos por belicosos; porque o nadie cree que perderán tiempo sus bríos, y el temor se arma contra su bizarría, o la malicia la toma por pretexto. Reconoce el conde de Fuentes lo que había de resultar en Valtelina de las revueltas de grisones por la liga con la república de Venecia, y levanta un fuerte en las bocas del Ada para seguridad del Estado de Milán. Entra en aquel valle el duque de Feria, llamado de los católicos para defenderlos de los herejes. Procura el duque de Osuna con una armada en el Adriático divertir las armas de venecianos en el Friuli. Y se atribuyeron a estos tres ministros las guerras que nacieron después por la inquietud del duque de Saboya.

§ En los que intervienen en tratados de paz suele ser mayor este peligro, obrando cada uno según su natural o pasión, y no según la buena intención del príncipe. Ofendido don Lope de Haro del rey don Sancho el Fuerte, se vengó en los tratados de acuerdo entre aquel rey y el rey don Pedro de Aragón el Tercero, refiriendo diversamente las respuestas de ambos; con que los dejó más indignados que antes. La mayor infelicidad de los príncipes consiste en que, no pudiendo por sí mismos asistir a todas las cosas, es fuerza que se gobiernen por relaciones, las cuales son como las fuentes, que reciben las calidades de los minerales por donde pasan, y casi siempre llegan inficionadas de la malicia, de la pasión o afecto de los ministros, y saben a sus conveniencias y fines. Con ellas procuran lisonjear al príncipe, ordenándolas de suerte que sean conformes a su gusto e inclinación. Los ministros, y principalmente los embajadores que quieren parecer hacendosos y que lo penetran todo, se refieren a sus príncipes por cierto, no lo que es, sino lo que imaginan que puede ser. Précianse de vivos en las sospechas, y de cualquier sombra las levantan y les dan créditos. De donde nacen grandes equivocaciones y errores, y la causa principal de muchos disgustos y guerras entre los príncipes, porque para las disensiones y discordias cualquier ministro tiene mucha fuerza. Y así, es menester que los príncipes no se dejen llevar ligeramente de los primeros avisos de sus ministros, sino que los confronten con otros, y que para hacer más cierto juicio de lo que escribieren, tengan muy conocidos sus ingenios y naturales, su modo de concebir las cosas, si se mueven por pasiones o afectos particulares; porque a veces cobra el ministro amor al país y al príncipe con quien trata, y todo le parece bien, y otras se deja obligar de sus agasajos y favores, y, naturalmente agradecido, está siempre de su parte y hace su causa. Suele también engañarse con apariencias vanas y con avisos contrarios introducidos con arte, y fácilmente engaña también a su príncipe, porque ninguno más dispuesto para hacer beber a otros los engaños que quien ya los ha bebido. Muchos ministros se mueven por causas ligeras, o por alguna pasión o aversión propia, que les perturban las especies del juicio, y todo lo atribuyen a mal. Hay también naturales inclinados a maliciar las acciones y los designios; como otros tan sencillos, que nada les parece que se obra con intención doblada. Unos y otros son dañosos, y estos últimos no menos que los demás.

Otras veces, creyendo el ministro que es fineza descubrirle al príncipe enemigos y difidentes, y que por este medio ganará opinión de celoso y de inteligente, pone su desvelo en las sospechas, y ninguno está seguro de su pluma ni de su lengua. Y, para que sean ciertas sus sombras y aprensiones, da ocasión con desconfianzas a que los amigos se vuelvan enemigos, haciéndose porfía la causa, con grave daño del príncipe, a quien estuviera mejor una buena fe de todos, o que el ministro aplicase remedios para que se curen, no para que enfermen los ánimos y las voluntades.

También se cansan los ministros de las embajadas. Y, para que los retiren a las comodidades de sus casas, no reparan en introducir un rompimiento con el príncipe a quien asisten, o en aconsejar otras resoluciones poco convenientes.

Engáñanse mucho los príncipes que piensan que sus ministros obran siempre como ministros, y no como hombres. Si así fuese, serían más bien servidos, y se verían menos inconvenientes. Pero son hombres, y no los desnudó el ministerio de la inclinación natural al reposo y a las delicias del amor, de la ira, de la venganza y de otros afectos y pasiones, a las cuales no siempre basta a corregir el celo ni la obligación.

§ Pero estén muy advertidos los príncipes en que los que no pueden engañar a los ministros buenos y celosos que, estando sobre el hecho, conocen sus artes y designios y lo que es o no servicio de su príncipe, los acusan de inconfidentes y apasionados, de duros e intratables, procurando sacarles de las manos los negocios que les tocan y que pasen por otras menos informadas, o tratarlos con él inmediatamente, haciéndole especiosas proposiciones, con que le obligan a resoluciones muy perjudiciales. Nadie ha de pensar que puede mudar el curso de los negocios ni descomponer los ministros; porque, en pudiéndolo pensar, será mal servido el príncipe, porque la confianza causa desprecio o inobediencia en quien acusa, y el temor acobarda al ministro. De menor inconveniente es el error de éstos que admitir contra ellos las acusaciones, principalmente si son de forasteros. Y, cuando sean verdaderas, más prudencia es suspender el remedio hasta que no lo pueda atribuir a sí quien las hizo.




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Y las vistas entre los príncipes. Praesentia nocet


Esos dos faroles del día y de la noche, esos príncipes luminares, cuanto más apartados entre sí, más concordes y llenos de luz alumbran. Pero, si llegan a juntarse, no basta el ser hermanos para que la presencia no ofenda sus rayos, y nazcan de tal eclipse sombras e inconvenientes a la tierra. Conservan los príncipes amistad entre sí por medio de ministros y de cartas. Mas, si llegan a comunicarse, nacen luego de las vistas sombras de sospechas y disgustos, porque nunca halla el uno en el otro lo que antes se prometía, ni se mide cada uno con lo que le toca, no habiendo quien no pretenda más de lo que se le debe. Un duelo son las vistas de dos príncipes, en que se batalla con las ceremonias, procurando cada uno preceder y salir vencedor del otro. Asisten a él las familias de ambos como dos encontrados escuadrones, deseando cada uno que su príncipe triunfe del otro en las partes personales y en la grandeza. Y como en tantos no puede haber prudencia, cualquier mote o desprecio fácilmente divulgado causa mala satisfacción en los otros. Así sucedió en las vistas del rey don Enrique y del rey Luis Undécimo de Francia, en que, excediendo el lustre y pompa de los españoles, y motejando el descuido y desaliño de los franceses, se retiraron enemigas aquellas naciones, que hasta entonces habían mantenido entre sí estrecha correspondencia. Los odios de Germánico y Pisón fueron ocultos hasta que se vieron. Las vistas del rey de Castilla, don Fernando el Cuarto, y del de Portugal, don Dionisio, su suegro, causaron mayores disgustos, como nacieron también de las del rey Felipe Primero con el rey don Fernando. Y, si bien de las vistas del rey don Jaime el Primero con el rey don Alonso, y de otras muchas, resultaron muy buenos efectos, lo más seguro es que los príncipes traten los negocios por sus embajadores.

Algunas veces los validos, como hemos dicho, tienen apartados y en discordias a sus príncipes con los que son de su sangre, de que hay muchos ejemplos en nuestras historias. Don Lope de Haro procuraba la desunión entre el rey don Sancho el Fuerte y la reina su mujer. Los criados de la reina doña Catalina, madre del rey don Juan el Segundo, la indignaban contra el infante don Fernando. Don Álvaro de Lara intentó (para mantenerse en el gobierno del reino) persuadir al rey don Enrique el Primero que su hermana la reina doña Berenguela trataba de darle veneno. Los interesados en las discordias entre el infante don Sancho y el rey don Alonso el Sabio, su padre, procuraron que no se viesen y acordasen. Los grandes de Castilla impedían la concordia entre el rey don Juan el Segundo y su hijo don Enrique. Don Álvaro de Luna, la del rey don Juan de Navarra con su hijo el príncipe don Carlos de Viana. Los privados del rey don Felipe Primero disuadían las vistas con el rey don Fernando. Tales artes hemos visto usadas en Francia en estos tiempos, con daños del sosiego de aquel reino y de toda la cristiandad. El remedio de ellas es despreciar las dificultades e inconvenientes que representan los criados favorecidos y llegar a las vistas, donde, obrando la sangre, se sinceran los ánimos y se descubre la malicia de los que procuraban la desunión. Estas razones movieron al rey don Fernando a verse en Segovia con el rey don Enrique el Cuarto, su cuñado, sin reparar en el peligro de entregarse a un rey ofendido, que, o por amor natural, o por disimular su infamia, procuraba la sucesión de doña Juana, su hija, en la Corona; porque, si bien se le representaron estos peligros, pesó más en la balanza de su prudencia la consideración de que ninguna fuerza ni negociación obraría más que la presencia.




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Con pretextos aparentes se disfrazan. Formosa superne


Lo que se ve en la sirena es hermoso. Lo que se oye, apacible. Lo que encubre la intención, nocivo. Y lo que está debajo de las aguas, monstruoso. ¿Quién por aquella apariencia juzgará esta desigualdad? ¡Tanto mentir los ojos por engañar el ánimo, tanta armonía para atraer las naves a los escollos! Por extraordinario admiró la antigüedad este monstruo. Ninguno más ordinario. Llenos están de ellos las plazas y palacios. ¡Cuántas veces en los hombres es sonora y dulce la lengua con que engañan, llevando a la red los pasos del amigo! ¡Cuántas veces está amorosa y risueña la frente y el corazón ofendido y enojado! ¡Cuántas se fingen lágrimas que nacen de alegría! Los que hacían mayores demostraciones de tristeza por la muerte de Germánico eran los que más se holgaban de ella. Llevaron a Julio César la cabeza de Pompeyo, y, si bien se alegró con el presente, disimuló con las lágrimas su alborozo.


Non primo Caesar damnavit munera visu,
Avertitque oculos, vultus dum crederet, haesit
Utque fidem vidit sceleris, tutumque putavit
Iam bonus esse socer: lacrymas non sponte cadentes
Effudit, gemitusque expressit pectore laeto
Non aliter manifesta putans abscondere mentis
Gaudia quam lacrymis.


Lucano                


También tienen mucho de fingidas sirenas los pretextos de algunos príncipes. ¡Qué arrebolados de religión y bien público! ¡Qué acompañados de promesas y palabras dulces y halagüeñas! ¡Qué engaños unos contra otros no se ocultan en tales apariencias y demostraciones exteriores! Represéntanse ángeles y se rematan en sierpes, que se abrazan para morder y avenenar. Mejores son las heridas de un bienintencionado que los besos de éstos. Sus palabras son blandas; y ellos, agudos dardos. ¡Cuántas veces empezó la traición por los honores! Piensa Tiberio en la muerte de Germánico, celoso de la gloria de sus vitorias, y en extinguir la línea de Augusto, y le llamó al triunfo y le hizo compañero del imperio. Con tales demostraciones públicas procuraba disimular su ánimo. Ardía en envidia de Germánico y encendía más su gloria para apagarla mejor. Lo que se veía era estimación y afecto. Lo que se encubría, aborrecimiento y malicia. Cuanto más sincero se muestra el corazón, más dobleces encubre. No engañan tanto las fuentes turbias como las cristalinas que disimulan su veneno y convidan con su pureza. Por lo cual conviene mucho que esté muy prevenida la prudencia para penetrar estas artes de los príncipes, teniéndolos por más sospechosos cuando se muestran más oficiosos y agradables y mudan sus estilos y naturaleza, como lo hizo Agripina, trocadas las artes y la aspereza en ternuras y requiebros para retirar a Nerón de los amores de la esclava, cuya mudanza, sospechosa al mismo Nerón y a sus amigos, les obligó a rogarle que se guardase de sus engaño. Más es menester advertir en lo que ocultan los príncipes que en lo que manifiestan; más en lo que callan que en lo que ofrecen. Entrega el Elector de Tréveris aquella ciudad al rey de Francia para poner en ella presidio, aunque sabía que era imperial y que estaba debajo de la protección hereditaria del rey de España, como duque de Luxemburgo y señor de la Borgoña inferior, y que no solamente contravenía a ella, sino también a las constituciones del Imperio. Y por estas causas interprenden las armas de España aquella ciudad y casualmente detienen la persona del Elector, y le tratan con el decoro debido a su dignidad. Y, habiendo el rey de Francia hecho y firmado dieciocho días antes una confederación con holandeses para romper la guerra contra los Países Bajos, se vale de este pretexto, aunque sucedido después. Y entra con sus armas por ellos, a título de librar al Elector, amigo y coligado suyo. Fácilmente halla ocasiones, o las hace nacer, el que las busca. Es la malicia como la luz, que por cualquier resquicio penetra. Y es tal nuestra inclinación a la libertad, y tan ciega nuestra ambición, que no hay pretexto que mire a una de ellas a quien no demos crédito, dejándonos engañar dél, aunque sea poco aparente y opuesto a la razón o a la experiencia. Aún no acaba de conocer Italia los designios de Francia de señorearse de ella a título de protección, aunque ha visto rota la fe pública de las paces de Ratisbona, Cairasco y Monzón, usurpado el Monferrato, la Valtelina y Piñarolo, y puesto presidio en Mónaco. Con tales pretextos disfrazan los príncipes su ambición, su codicia y sus designios, a costa de la sangre y hacienda de los súbditos. De aquí nacen casi todos los movimientos de guerra y las inquietudes que padece el mundo.

§ Como se van mudando los intereses, se van mudando los pretextos, porque éstos hacen sombra a aquéllos, y los siguen. Trata la república de Venecia una liga con grisones. Opónense los franceses a ella, porque no disminuyese las confederaciones que tienen con ellos. Divídense en facciones aquellos pueblos, y resultan en perjuicio de los católicos de Valtelina, cuya extirpación procuraban los herejes. Hacen sobre ello una dieta los esguízaros, y no se halla otro remedio sino que españoles entren en aquel valle, pensamiento que antes fue de Clemente Octavo en una instrucción dada al obispo Veglia, enviándole por nuncio a los cantones católicos. En este medio consiente monsieur de Guffier, que trataba los negocios de Francia, y persuade al conde Alfonso Casati, embajador de España en esguízaros, que escriba al duque de Feria proponiéndole que con las armas de Su Majestad entre en Valtelina, para que, cerrado el paso de Valcamónica a venecianos, desistiesen de su pretensión, y quedase el valle libre de herejes. El duque, movido de estas instancias y del peligro común de la herejía que amenazaba al Estado de Milán y a toda Italia, y también de los lamentos y lágrimas de los católicos, entra en Valtelina, y luego franceses con nuevas consideraciones mudan las artes y se oponen a este intento, coligándose en Aviñón con Venecia y Saboya, con pretexto de la libertad de Italia, aunque ésta consistía más en tener cerrado aquel paso a los herejes ultramontanos que en lo que podían acrecentarse españoles. Y, siendo la Valtelina la causa aparente de la liga, sirvieron allí las armas de los coligados de diversión, y toda la fuerza y el intento se volvió a oprimir la república de Génova. Así los pretextos se varían según se varían las veletas de la conveniencia.

§ En los efectos descubre el tiempo la falsa apariencia de los pretextos, porque, o no cumplen lo que prometieron, o no obran donde señalaron. Quiere la república de Venecia ocupar a Gradisca, y toma por pretexto las incursiones de Uscoques, que están en Croacia. Dan a entender que defienden la libertad del mar, y hacen la guerra en tierra.

Muchas veces se levantan las armas con pretexto de celo de la mayor gloria de Dios, y causan su mayor deservicio. Otras, por la religión, y la ofenden. Otras, por el público sosiego, y le perturban. Otras, por la libertad de los pueblos, y los oprimen. Otras por la protección, y los tiranizan. Otras para conservar el propio Estado, y son para ocupar el ajeno. ¡Oh hombres!, ¡oh pueblos!, ¡oh repúblicas!, ¡oh reinos, pendientes vuestro reposo y felicidad de la ambición y capricho de pocos!

§ Cuando los fines de las acciones son justos, pero corren peligro que no serán así interpretados, o que, si se entendiesen, no se podrían lograr, bien se pueden disponer de modo que a los ojos del mundo hagan las acciones diferentes luces, y parezcan gobernadas con otros pretextos honestos. En que no se comete engaño de parte de quien obra, pues obra justificadamente, y solamente ceba la malicia, poniéndole delante apariencias en que por sí misma se engañe, para que no se oponga a los intentos justos del príncipe; porque no hay razón que le obligue a señalar siempre el blanco adonde tira, antes, no pudiera dar en uno si al mismo tiempo no pareciese que apuntaba a otros.

§ No es menos peligrosa en las repúblicas la apariencia fingida de celo, con que algunos dan a entender que miran al bien público, y miran al particular. Señalan la enmienda del gobierno para desautorizarle. Proponen los medios y los consejos después del caso, por descubrir los errores cometidos y ya irremediables. Afectan la libertad, por ganar el aplauso del pueblo contra el magistrado y perturbar la república, reduciéndola después a servidumbre. De tales artes se valieron casi todos los que tiranizaron las repúblicas. ¿Qué muestras no dio Tiberio de restituir su libertad a la romana cuando trataba de oprimirla? Del mismo artificio se valió el príncipe de Orange para rebelar los Países Bajos. Dél se valen sus descendientes para dominar las Provincias Unidas. El tiempo los mostrará con su daño la diferencia de un señor natural a un tirano, y querrán entonces no haber estimado en más la contumacia con su ruina que el obsequio con la seguridad, como aconsejó Cerial a los de Tréveris. Vuela el pueblo ciegamente al reclamo de libertad, y no la conoce hasta que la ha perdido y se halla en las redes de la servidumbre. Déjase mover de las lágrimas de estos falsos cocodrilos, y fía de ellos incautamente su hacienda y su vida. ¡Qué quieto estaría el mundo si supiesen los súbditos que, o ya sean gobernados del pueblo, o de muchos, o de uno, siempre será gobierno con inconvenientes y con alguna especie de tiranía! Porque aunque la especulación inventase una república perfecta, como ha de ser de hombres, y no de ángeles, se podrá alabar, pero no practicar. Y así, no consiste la libertad en buscar esta o aquella forma de gobierno, sino en la conservación de aquel que constituyó el largo uso y aprobó la experiencia, en quien se guarde justicia y se conserve la quietud pública, supuesto que se ha de obedecer a un modo de dominio; porque nunca padece más la libertad que en tales mudanzas. Pensamos mejorar de gobierno, y damos en otro peor, como sucedió a los que sobrevivieron a Tiberio y a Cayo. Y cuando se mejore, son más graves los daños que se padecen en el pasaje de un dominio a otro. Y así, es mejor sufrir el presente, aunque sea injusto, y esperar de Dios, si fuere malo el príncipe, que dé otro bueno. Él es quien da los reinos, y sería acusar sus divinos decretos el no obedecer a los que puso en su lugar. Mal príncipe fue Nabucodonosor, y amenazaba Dios a quien no le obedeciese. Como nos conformamos con los tiempos y tenemos paciencia en los males de la naturaleza, debemos también tenerla en los defectos de nuestros príncipes. Mientras hubiere hombres, ha de haber vicios. ¿Qué príncipe se podrá hallar sin ellos? Estos males no son continuos. Si un príncipe es malo, otro sucede bueno, y así se compensan unos con otros.




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Tales designios se han de vencer. Consilia consiliis frustrantur


Ninguna de las aves se parece más al hombre en la articulación de la voz que el papagayo.


Si me non videas, esse negabis avem.


Marcial                


Es su vivacidad tan grande, que hubo filósofos que mudaron si participaba de razón. Cardano refiere dél que entre las aves se aventaja a todas en el ingenio y sagacidad, y que no solamente aprende a hablar, sino también a meditar, con deseo de gloria. Esta ave es muy cándida, calidad de los grandes ingenios. Pero su candidez no es expuesta al engaño, antes los sabe prevenir con tiempo. Y, aunque la serpiente es tan astuta y prudente, burla sus artes, y para defender de ella su nido, le labra con admirable sagacidad pendiente de los ramos más altos y más delgados de un árbol, en la forma que muestra esta Empresa, para que cuando intentare la serpiente pasar por ellas a degollar sus hijuelos, caiga derribada de su mismo peso. Así conviene frustrar el arte con el arte y el consejo con el consejo. En que fue gran maestro de príncipes el rey don Fernando el Católico, como lo mostró en todos sus consejos, y principalmente en el que tomó de casarse con Germana de Fox, sobrina del rey Carlos Octavo de Francia, para desbaratar los conciertos y confederaciones que en perjuicio suyo y sin darle parte habían concluido contra él en Haganau el emperador y el rey don Felipe Primero, su yerno. No fue menos sagaz en valerse de la ocasión que le presentaba el deseo que el mismo rey de Francia tenía de confederarse con él y quedar libre para emprender la conquista del reino de Nápoles, disponiéndolo de suerte, que recobró los Estados de Rosellón y Cerdaña. Y cuando vio empeñado al rey de Francia en la conquista, y ya de Italia, que sería peligroso vecino del reino de Sicilia, en quien ponía los ojos, le protestó que no pasase adelante. Y, rompiendo los tratados hechos, le declaró la guerra y le deshizo sus designios, coligándose con la república de Venecia y con otros príncipes. Estas artes son más necesarias en la guerra que en la paz, porque en ella obra mayores efectos el ingenio quela fuerza. Y es digno de gran alabanza el general que, despreciando la gloria vana de vencer al enemigo con la espada, roba la vitoria y le vence con el consejo o con las estratagemas, en que no se viola el derecho de las gentes; porque, en siendo justa la guerra, son justos los medios con que se hace, y no es contra su justicia el pelear abierta o fraudulentamente.


Dolus an invidia quis in hoste requirat?


Virgilio                


Bien se puede engañar a quien es lícito matar. Y es obra de un magnánimo corazón anteponer la salud pública al triunfo y asegurar la vitoria con las artes, sin exponerla toda al peligro de las armas, pues ninguna hay tan cierta al parecer de los hombres, que no esté sujeta al caso.

§ En las conjeturas para frustrar los consejos y artes del enemigo no se ha de considerar siempre lo que hace un hombre muy prudente (aunque es bien tenerlo prevenido), sino formar el juicio según el estilo y capacidad del sujeto con quien se trata, porque no todos obran lo más conveniente o lo más prudente. Hicieron cargo al duque de Alba don Fernando, cuando entró con un ejército por el reino de Portugal, después de la muerte del rey don Sebastián, de una acción peligrosa y contra las leyes de la milicia, la cual se admiraba en un tan gran varón y tan diestro en las artes militares. Y respondió que había conocido el riesgo, pero que se había fiado en que trataba con una nación olvidada ya de las cosas de la guerra con el largo uso de la paz. Aun cuando se trata con los muy prudentes, no es siempre cierto el juicio y conjetura de sus acciones, hecha según la razón y prudencia, porque algunas veces se dejan llevar de la pasión o afecto, y otras cometen los más sabios mayores errores, haciéndolos descuidados la presunción, o confiados en su mismo saber. Con que piensan recobrarse fácilmente sí se perdieren. También los suelen engañar los presupuestos, el tiempo y los accidentes. Y así lo más seguro es tener siempre el juicio suspenso en lo que pende de arbitrio ajeno, sin querer regularle por nuestra prudencia, porque cada uno obra por motivos propios, ocultos a los demás y según su natural. Lo que uno juzga por imposible, parece fácil a otro. Ingenios hay inclinados a lo más peligroso. Unos aman la razón, otros la aborrecen.

§ Las artes más ocultas de los enemigos, o de aquellos que con especie de amistad quieren introducir sus intereses, son las que con destreza procuran hacer proposiciones al príncipe que tienen apariencias de bien y son su ruina. En que suele engañarse su bondad o su falta de experiencia y de conocimiento del intento. Y así es menester gran recato y advertencia para convertir tales consejos en daños de quien los da. ¿En qué despeñaderos no caerá un gobierno que, despreciando los consejos domésticos, se vale de los extranjeros, contra el consejo del Espíritu Santo?

§ Aunque el discurso suele alcanzar los consejos del enemigo, conviene averiguarlos por medio de espías, instrumentos principales de reinar, sin los cuales no puede estar segura la Corona o ampliarse, ni gobernarse bien la guerra; en que fue acusado Vitelio. Este descuido se experimenta en Alemania, perdidas muchas ocasiones y rotos cada día los cuarteles por no saberse los pasos del enemigo. Josué se valía de espías, aunque cuidaba Dios de sus armas. Moisés marchaba llevando delante un ángel sobre una coluna de fuego que le señalaba los alojamientos. Y con todo eso envió, por consejo de Dios, doce exploradores a descubrir la tierra prometida. Los embajadores son espías públicos. Y sin faltar a la ley divina ni al derecho de las gentes, pueden corromper con dádivas la fe de los ministros, aunque sea jurada, para descubrir lo que injustamente se maquina contra su príncipe; porque éstos no están obligados al secreto, y a aquéllos asiste la razón natural de la defensa propia.




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Previniendo antes de la ocasión. In arena et ante arenam


El cantero dispone primero en su casa y pule los mármoles que se han de poner en el edificio, porque después sería mayor el trabajo, y quedaría imperfecta la obra. De tal suerte estuvieron cortadas las piedras para el templo de Salomón, que pudo levantarse sin ruido ni golpes de instrumentos. Así los príncipes sabios han de pulir y perfeccionar sus consejos y resoluciones con madurez, porque tomarlas solamente en la arena, más es de gladiador que de príncipe. El toro (cuerpo de esta Empresa), antes de entrar en batalla con el competidor, se consulta consigo mismo, y a solas se previene, y contra un árbol se enseña a esgrimir el cuerno, a acometer y herir. En el caso todo se teme y para todo parece que faltan medios, embarazados los consejos con la prisa que da el peligro o la necesidad. Pero porque los casos no suceden siempre a nuestro modo, y a veces ni los podemos suspender ni apresurar, será oficio de la prudencia el considerar si la consulta ha de hacerse despacio o deprisa.

Porque hay negocios que piden brevedad en la resolución. Y otros, espacio y madura atención. Y si en lo uno o en lo otro se pecare, será en daño de la república. No conviene la consideración cuando es más dañosa que la temeridad. En los casos apretados se han de arrebatar, y no tomar, los consejos. Todo el tiempo que se detuviere en la consulta, o le ganará el peligro, o le perderá la ocasión. La fortuna se mueve aprisa, y casi todos los hombres, despacio. Por esto pocos la alcanzan. La mayor parte de las consultas caen sobre lo que ya pasó, y llega el consejo después del suceso. Caminan y aun vuelan los casos, y es menester que tenga alas el consejo y que esté siempre a la mano. Cuando el tiempo es en favor, se ayuda con la tardanza. Y cuando es contrario, se vence con la celeridad, y entonces son a propósito los consejeros vivos y fogosos.

Los demás negocios en que se puede tomar tiempo antes que sucedan se deben tratar con madurez; porque ninguna cosa más opuesta a la prudencia que la celeridad y la ira. Todos los males ministra el ímpetu. Con él se confunde el examen y consideración de las cosas. Por esto, casi siempre los consejos fervorosos y atrevidos son a primera vista gratos; en la ejecución, duros, y en los sucesos, tristes. Y los que los dan, aunque se muestren antes confiados, se embarazan después al ejecutarlos, porque la prisa es impróvida y ciega. Los delitos, con el ímpetu cobran fuerza, y el consejo, con la tardanza. Y aunque el pueblo quisiera ver antes los efectos que las causas, y siempre acusa los consejos espaciosos, debe el príncipe armarse contra estas murmuraciones, porque después las convertirá en alabanzas el suceso feliz.

§ Pero no ha de ser la tardanza tanta, que se pase la sazón de la ejecución, como sucedía al emperador Valente, que consumía en consultas el tiempo de obrar. En esto pecan los consejeros de corta prudencia, los cuales, confundidos con la gravedad de los negocios, y no pudiendo conocer los peligros ni resolverse, todo lo temen, y aun quieren con el dudar parecer prudentes. Suspenden las resoluciones hasta que el tiempo les aconseje, y cuando resuelven es ya fuera de la ocasión. Por tanto, los consejos se han de madurar, no apresurar. Lo que está maduro ni excede ni falta en el tiempo. Bien lo significó Augusto en el símbolo que usaba del delfín enroscado en el áncora con este moto Festina lente, a quien no se opone la letra de Alejandro Magno Nihil cunctando; porque aquello se entiende en los negocios de la paz y esto en los de la guerra, en que tanto importa la celeridad, con la cual se acaban las mayores cosas. Todo le sucedía bien a Cerial, porque resolvía y ejecutaba presto. Pero si bien en la guerra obra grandes efectos el ímpetu, no ha de ser ímpetu ciego e inconsulto, el cual empieza furioso y con el tiempo se deshace. Cuando el caso da lugar a la consulta, más se obra con ella que con la temeridad. Si bien en lo uno y en lo otro ha de medir la prudencia el tiempo, para que ni por falta dél nazcan los consejos ciegos, como los perros, ni con espinas de dificultades e inconvenientes, como los erizos, por detenerse mucho.

§ Cuando, pues, salieren de la mano del príncipe las resoluciones, sean perfectas, sin que haya confusión ni duda en su ejecución. Porque los ministros, aunque sean muy prudentes, nunca podrán aplicar en la obra misma las órdenes que les llegaren rudas y mal formadas. Al que manda toca dar la forma, y al que obedece el ejecutarla. Y si en lo uno o en lo otro no fueren distintos los oficios, quedará imperfecta la obra. Sea el príncipe el artífice, y el ministro su ejecutor. El príncipe que lo deja todo a la disposición de los ministros, o lo ignora o quiere despojarse del oficio de príncipe. Desconcertado es el gobierno donde muchos tienen arbitrio. No es imperio el que no se reduce a uno. Faltaría el respeto y el orden del gobierno si pudiesen arbitrar los ministros. Solamente pueden y deben suspender la ejecución de las órdenes cuando les constare con evidencia de su injusticia, porque primero nacieron para Dios que para su príncipe. Cuando las órdenes son muy dañosas al patrimonio o reputación del príncipe, o son de grave inconveniente al buen gobierno y penden de noticias particulares del hecho, y o por la distancia o por otros accidentes hallan mudado el estado de las cosas y se puede inferir que, si el príncipe le entendiera antes, no las hubiera dado y no hay peligro considerable en la dilación, se pueden suspender y replicar al príncipe, pero con sencillez y guardando el respeto debido a su autoridad y arbitrio, esperando a que, mejor informado, mande lo que se hubiere de ejecutar, como lo hizo el Gran Capitán, deteniéndose en Nápoles, contra las órdenes del rey don Fernando el Católico, considerando que los potentados de Italia estaban a la mira de lo que resultaba de las vistas del rey don Fernando con el rey don Felipe Primero, su yerno, y que peligrarían las cosas de Nápoles si las dejase en aquel tiempo. Pero cuando sabe el ministro que el príncipe es tan enamorado de sus consejos, que quiere más errar en ellos que ser advertido, podrá excusar la réplica, porque fuera imprudencia aventurarse sin esperanza del remedio. Corbulón se había ya empeñado en algunas empresas importantes, y, habiéndole escrito el emperador Claudio que las dejase, se retiró; porque, aunque veía que no eran bien dadas aquellas órdenes, no quiso perderse dejando de obedecer.

En las órdenes sobre materias de Estado debe el ministro ser más puntual y obedecerlas, si no concurrieren las circunstancias dichas, y fuere notable y evidente el perjuicio de la ejecución, sin dejarse llevar de sus motivos y razones; porque muchas veces los designios de los príncipes echan tan profundas raíces, que no las ve el discurso del ministro, o no quieren que las vea ni que las desentrañe. Y así, en duda, ha de estar siempre de parte de las órdenes y creer de la prudencia de su príncipe que convienen. Por esto Dolabela, habiéndole mandado Tiberio que enviase la legión nona, que estaba en África, obedeció luego, aunque se le ofrecieron razones para replicar. Si cada uno hubiese de ser juez de lo que se le ordena, se confundiría todo y pasarían las ocasiones. Es el reino (como hemos dicho) un instrumento, cuya consonancia y conformidad de cuerdas dispone el príncipe, el cual pone la mano en todas; no el ministro, que solamente toca una, y como no oye las demás no puede saber si está alta o baja, y se engañaría fácilmente si la templase a su modo. El conde de Fuentes, con la licencia que le daban su edad, su celo, sus servicios y experiencias coronadas con tantos trofeos y vitorias, suspendió alguna vez (cuando gobernaba el Estado de Milán) las órdenes del rey Felipe Tercero, juzgando que no convenían, y que habían nacido más de interés o ignorancia de los ministros que de la mente del rey: ejemplo que después siguieron otros, no sin daño del público sosiego y de la autoridad real. Grandes inconvenientes nacerán siempre que los ministros se pusieren a dudar si es o no voluntad de su príncipe lo que les ordena a que suele dar ocasión el saberse que no es su mano la que corta y pule las piedras para el edificio de su gobierno. Pero, aunque sea ajena, siempre se deben respetar y obedecer las órdenes como si fuesen nacidas del juicio y voluntad del príncipe, porque de otra manera se perturbaría y confundiría todo. La obediencia prudente y celosa sólo mira a la firma y al sello de su príncipe.

§ Cuando los príncipes se hallan lejos y se puede temer que llegarán las resoluciones después de los sucesos, o que la variedad de los accidentes (principalmente en las cosas de la guerra) no dará tiempo a la consulta, y se ve claramente que pasarían entre tanto las ocasiones, prudencia es dar las órdenes con libre arbitrio de obrar según aconsejare el tiempo y la ocasión, porque no suceda lo que a Vespasiano en la guerra civil contra Vitelio, que llegaban los consejos después de los casos. Por este inconveniente, enviando Tiberio a Druso a gobernar las legiones de Alemania, le puso al lado consejeros prudentes y experimentados, con los cuales se consultase, y le dio comisión general y arbitraria según la ocasión. Cuando se envió a Helvidio Prisco a Armenia, se le ordenó que se aconsejase con el tiempo. Estilo fue del senado romano fiarlo todo del juicio y valor de sus generales, y solamente les encomendaba por mayor que advirtiesen bien no recibiese algún daño la república. No le imitaron las de Venecia y Florencia, las cuales, celosas de que su libertad pendiese del arbitrio de uno, y advertidas en el ejemplo de Augusto, que volvió contra Roma las armas que le había entregado para su defensa, pusieron freno a sus generales.

Esta autoridad libre suelen limitar los ministros que están cerca de los reyes, porque todo depende de ellos.

De donde nace el consumirse mucho tiempo en las consultas, y el llegar tan tarde las resoluciones, que, o no se pueden ejecutar, o no consiguen sus efectos, perdiéndose el gasto y el trabajo de las prevenciones. Sucede también que, como entre los casos y las noticias y consultas de ellos interviene tanto tiempo, sobrevienen después nuevos avisos con nuevas circunstancias del estado de las cosas, y es menester mudar las resoluciones. Y así se pasan los años sin hacer nada donde se consulta ni donde se obra.




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Y pensando el valor de las fuerzas. Quid valeant vires


Todas las potencias tienen fuerzas limitadas. La ambición, infinitas. Vicio común de la naturaleza humana, que cuanto más adquiere, más desea, siendo un apetito fogoso que exhala el corazón. Y más se ceba y crece en la materia a que se aplica. En los príncipes es mayor que en los demás, porque a la ambición de tener se arrima la gloria de mandar, y ambas ni se rinden a la razón ni al peligro, ni se saben medir con el poder. Por tanto, debe el príncipe pesar bien lo que puede herir su espada y defender su escudo, advirtiendo que es su Corona un círculo limitado. El rey don Fernando el Católico consideraba en sus empresas la causa, la disposición, el tiempo, los medios y los fines. Invencible parecerá el que solamente emprendiere lo que pudiere alcanzar. Quien aspira a lo imposible o demasiadamente dificultoso, deja señalados los confines de su poder. Los intentos defraudados son instrumentos públicos de su flaqueza. No hay monarquía tan poderosa, que no la sustente más la opinión que la verdad, más la estimación que la fuerza. El apetito de gloria y de dominar nos precipita, facilitando las empresas, y después topamos en ellas con los inconvenientes no advertidos antes. Casi todas las guerras se escusarían si en sus principios se representasen sus medios y fines. Y así, antes de emprenderlas, conviene que tenga el príncipe reconocidas sus fuerzas, las ofensivas y defensivas, las calidades de su malicia, los cabos que han de gobernarla, la substancia de sus erarios, qué contribuciones puede esperar de sus vasallos, si será peligrosa o no su fidelidad en una fortuna adversa. Tenga notados con el estudio, con la leción y comunicación la disposición y sitio de las provincias, las costumbres de las naciones, los naturales de sus enemigos, sus riquezas, asistencias y confederaciones. Mida la espada de cada uno, y en qué consisten sus fuerzas. El rey don Enrique el Doliente, si bien agravado de achaques, no se descuidó en esto, y envió embajadores a Asia que le trajesen relación de las costumbres y fuerzas de aquellas provincias. Lo mismo hizo Moisés antes de entrar en la tierra de promisión. Y porque el príncipe que forma estas Empresas no eche menos esta materia, tocaré aquí algunos puntos generales de ella con la brevedad que pide el asunto.

§ La Naturaleza, que en la variedad quiso mostrar su hermosura y su poder, no solamente diferenció los rostros, sino también los ánimos de los hombres, siendo diversas entre sí las costumbres y calidades de las naciones. Dispuso para ello las causas, las cuales, o juntas obran todas en algunas provincias, o unas en éstas y otras en aquéllas. Los geógrafos dividieron el orbe de la tierra en diversos climas, sujeto cada uno al dominio de un planeta, como a causa de su diferencia entre los demás.

Y porque el primer clima, que pasa por Meroe, ínsula del Nilo y ciudad de África, está sujeto a Saturno, dicen que son los habitadores que caen debajo dél negros, bárbaros, rudos, sospechosos y traidores, que se sustentan de carne humana.

Los del segundo clima, que se atribuye a Júpiter, y pasa por Siene, ciudad de Egipto, religiosos, graves, honestos y sabios.

Los del tercero, sujeto a Marte, que pasa por Alejandría, inquietos y belicosos.

Los del cuarto, sujeto al Sol, que pasa por la isla de Rodas y por en medio de Grecia, letrados, elocuentes, poetas y hábiles en todas artes.

Los del quinto, que pasa por Roma, cortando a Italia y a Saboya, y se atribuye a Venus, deliciosos, entregados a la música y al regalo.

Los del sexto, en que domina Mercurio y pasa por Francia, mudables, inconstantes y dados a las ciencias.

Los del séptimo, sujeto a la Luna, que pasa por Alemania, por los Países Bajos y por Inglaterra, flemáticos, inclinados a los banquetes, a la pesca y a la negociación.

Pero no parece que esta causa sola sea uniforme ni bastante, porque debajo de un mismo paralelo o clima, con una misma altura de polo, con iguales nacimientos y ocasos de los astros, vemos encontrados los efectos, y principalmente en los climas del hemisferio inferior. En Etiopía abrasa el sol y vuelve en color de carbones los cuerpos. Y en el Brasil, que tiene la misma latitud, son blancos, y el temple apacible. Los antiguos tuvieron por inhabitada la tórrida zona por su destemplanza, y en América es muy templada y habitada. Y así, aunque tengan aquellas luces eternas alguna fuerza, obra más la disposición de la tierra, siendo, según la colocación de los montes y valles, mayores o diferentes los efectos de los rayos celestes, templados también con los ríos y lagos. Verdad es que suele ser milagrosa en sus obras la Naturaleza, y que parece que, huyendo de la curiosidad del ingenio humano, obra algunas veces fuera del orden de la razón y de las causas. ¿Quién la podrá dar a lo que se ve en Malavar, donde está Calicut? Dividen aquella provincia unos montes muy levantados que se rematan en el cabo de Comarín, llamado antiguamente el promontorio Cori. Y aunque la una y otra parte está en la misma altura de polo, comienza el invierno en esta parte cuando en la otra el verano.

Esta, pues, diversidad de climas, de colocaciones de provincias, de temples, de aires y de pastos, diferencian las complexiones de los hombres, y éstas varían sus naturales; porque las costumbres del ánimo siguen el temperamento y disposición del cuerpo. Los septentrionales, por la ausencia del sol y frialdad del país, son sanguinos, y así, robustos y animosos. De donde nace el haber casi siempre dominado a las naciones meridionales: los asirios, a los caldeos; los medos, a los asirios; los partos, a los griegos; los turcos, a los árabes; los godos, a los alemanes; los romanos, a los africanos; los ingleses, a los franceses; y los escoceses, a los ingleses. Aman la libertad, y lo mismo hacen los que habitan los montes, como los esguízaros, grisones y vizcaínos, porque su temple es semejante al del norte. En las naciones muy vecinas al sol deseca la destemplanza del calor la sangre, y son melancólicos y profundos en penetrar los secretos de la Naturaleza. Y así de los egipcios y árabes recibieron los misterios de las ciencias las demás naciones septentrionales. Las provincias colocadas entre las dos zonas destempladas gozan de un benigno cielo, y en ellas florece la religión, la justicia y la prudencia. Pero, porque cada una de las naciones se diferencia de las demás en muchas cosas particulares, aunque estén debajo de un mismo clima, diré de ellas lo que he notado con la comunicación y el estudio, porque no le falte esta parte principal a V. A., que ha de mandar a casi todas.

§ Los españoles aman la religión y la justicia, son constantes en los trabajos, profundos en los consejos, y así, tardos en la ejecución. Tan altivos, que ni los desvanece la fortuna próspera ni los humilla la adversa. Esto, que en ellos es nativa gloria y elación de ánimo, se atribuye a soberbia y desprecio de las demás naciones, siendo la que más bien se halla con todas y más las estima, y la que más obedece a la razón y depone con ella más fácilmente sus afectos o pasiones.

Los africanos son astutos, falaces, supersticiosos, bárbaros, que no observan alguna disciplina militar.

Los italianos son advertidos y prudentes. No hay especie o imagen de virtud que no representen en su trato y palabras para encaminar sus fines y conveniencias. Gloriosa nación, que antes con el imperio temporal, y ahora con el espiritual domina el mundo. No son de menor fortaleza para mandar que para saber obedecer. Los ánimos y los ingenios, grandes en las artes de la paz y de la guerra. El ser muy judiciosos los hace sospechosos en su daño y en el de las demás naciones. Siempre recelosos de las mayores fuerzas y siempre estudiosos en librarlas. No se empuña espada o se arbola pica en las demás provincias, que en la fragua de Italia no se haya forjado primero y dado filos a su acero y aguzado su hierro.

En Alemania la variedad de religiones, las guerras civiles, las naciones que militan en ella han corrompido la candidez de sus ánimos y su ingenuidad antigua. Y como las materias más delicadas, si se corrompen, quedan más dañadas, así donde ha tocado la malicia extranjera ha dejado más sospechosos los ánimos y más pervertido el buen trato. Falta en algunos la fe pública. Las injurias y los beneficios escriben en cera, y lo que se les promete en bronce. El horror de tantos males ha encrudecido los ánimos, y ni aman ni se compadecen. No sin lágrimas se puede hacer paralelo entre lo que fue esta ilustre y heroica nación y lo que es, destruida no menos con los vicios que con las armas de las otras. Si bien en muchos no ha podido más el ejemplo que la naturaleza, y conservan la candidez y generoso trato de sus antepasados, cuyos estilos antiguos muestran en nuestro tiempo su bondad y nobleza. Pero, aunque está así Alemania, no le podemos negar que generalmente son más poderosas en ella las buenas costumbres que en otras partes las buenas leyes. Todas las artes se ejercitan con gran primor. La nobleza se conserva con mucha atención; de que puede gloriarse entre todas las naciones. La obediencia en la guerra y la tolerancia es grande, y los corazones, animosos y fuertes. Hase perdido el respeto al Imperio, habiendo éste, pródigo de sí mismo, repartido su grandeza entre los príncipes, y disimulado la usurpación de muchas provincias y la demasiada libertad de las ciudades libres, causa de sus mismas inquietudes, por la desunión de este cuerpo poderoso.

Los franceses son corteses, afables y belicosos. Con la misma celeridad que se encienden sus primeros ímpetus, se apagan. Ni saben contenerse en su país ni mantenerse en el ajeno: impacientes y ligeros. A los ojos son amables, al trato insufribles, no pudiéndose conformar la viveza y libertad de sus acciones con el sosiego de las demás naciones. Florecen entre ellos todas las ciencias y las artes.

Los ingleses son graves y severos. Satisfechos de sí mismos, se arrojan gloriosamente a la muerte, aunque tal vez suele moverlos más un ímpetu feroz y resuelto que la elección. En la mar son valientes, y también en la tierra cuando el largo uso los ha hecho a las armas.

Los hiberneses son sufridos en los trabajos. Desprecian las artes, jactanciosos de su nobleza.

Los escoceses, constantes y fieles a sus reyes, habiendo hasta esta edad conservado por veinte siglos la corona en una familia. El tribunal de sus iras y venganza es la espada.

Los flamencos, industriosos, de ánimos cándidos y sencillos, aptos para las artes de la paz y de la guerra, en las cuales da siempre grandes varones aquel país. Aman la religión y la libertad. No saben engañar ni sufren ser engañados. Sus naturales blandos son metales deshechos, que, helados, retienen siempre las impresiones de sus sospechas. Y así, el ingenio y arte del conde Mauricio los pudo inducir al odio contra los españoles, y con apariencias de libertad, los redujo a la opresión en que hoy viven las Provincias Unidas.

Las demás naciones septentrionales son fieras e indómitas. Saben vencer y conservar.

Los polacos son belicosos, pero más para conservar que para adquirir.

Los húngaros, altivos y conservadores de sus privilegios. Mantienen muchas costumbres de las naciones que han guerreado contra ellos o en su favor.

Los esclavones son feroces.

Los griegos, vanos, supersticiosos y de ninguna fe, olvidados de lo que antes fueron.

Los asiáticos, esclavos de quien los domina y de sus vicios y supersticiones. Más levantó y sustenta ahora aquel gran imperio nuestra ignavia que su valor, más nuestro castigo que sus méritos.

Los moscovitas y tártaros, nacidos para servir, acometen en la guerra con celeridad y huyen con confusión.

§ Estas observaciones generales no comprenden siempre a todos los individuos, pues en la nación más infiel e ingrata se hallan hombres gratos y fieles. Ni son perpetuas, porque la mudanza de dominios, la trasmigración de unas naciones a otras, el trato, los casamientos, la guerra y la paz, y también esos movimientos de las esferas, que apartan de los polos y del zodíaco del primer móvil las imágenes celestes, mudan los estilos y costumbres y aun la naturaleza, pues si consultamos las historias, hallaremos notados los alemanes de muy altos y los italianos de muy pequeños, y hoy no se conoce esta diferencia. Dominaron por veces las naciones. Y mientras duró en ellas la monarquía, florecieron las virtudes, las artes y las armas. Las cuales después cubrió de cenizas la ruina de su imperio, y renacieron con él en otra parte. Con todo eso, siempre quedan en las naciones unas inclinaciones y calidades particulares a cada una, que aun en los forasteros (si habitan largo tiempo) se imprimen.

§ Conocidas, pues, las costumbres de las naciones, podrá mejor el príncipe encaminar las negociaciones de la paz o de la guerra, y sabrá gobernar las provincias extranjeras, porque cada una de ellas es inclinada a un modo de gobierno conforme a su naturaleza. No es uniforme a todas la razón de Estado, como no lo es la medicina con que se curan. En que suelen engañarse mucho los consejeros inexpertos, que piensan se pueden gobernar con los estilos y máximas de los Estados donde asisten. El freno fácil a los españoles no lo es a los italianos y flamencos. Y como es diferente el modo con que se curan, tratan y manejan los caballos españoles y los napolitanos y húngaros, con ser una especie misma, así también se han de gobernar las naciones según sus naturalezas, costumbres y estilos. De esta diversidad de condiciones de las gentes se infiere la atención que debe tener el príncipe en enviar embajadores que no solamente tengan todas las partes requisitas para representar su persona y usar de su potestad, sino también que sus naturales, su ingenio y trato se confronten con los de aquella nación donde han de asistir; porque, en faltando esta confrontación, más son a propósito para intimar una guerra que para mantener una paz; más para levantar odios que para granjear voluntades. Por esto tuvo dudoso a Dios la elección de un ministro a propósito para hacer una embajada a su pueblo, y se consultó consigo mismo. Cada una de las Cortes ha menester ministro conforme a su naturaleza.

En la de Roma prueban bien aquellos ingenios atentos que conocen las artes y disimulan, sin que en las palabras ni en el semblante se descubra pasión alguna; que parecen sencillos, y son astutos y recatados; que saben obligar y no prendarse; apacibles en las negociaciones, fáciles en los partidos, ocultos en los designios y constantes en las resoluciones; amigos de todos, y con ninguno intrínsecos.

La Corte cesárea ha menester a quien sin soberbia mantenga la autoridad, quien con sencillez discurra, con bondad proponga, con verdad satisfaga y con flema espere; quien no anticipe los accidentes, antes use de ellos como fueren sucediendo; quien sea cauto en prometer y puntual en cumplir.

En la Corte de Francia probarán bien los sujetos alegres y festivos, que mezclen las veras con las burlas; que ni desprecien ni estimen las promesas; que se valgan de las mudanzas del tiempo, y más del presente que del futuro.

En Inglaterra son buenos los ingenios graves y severos, que negocian y resuelven despacio.

En Venecia, los facundos y elocuentes, fáciles en la invención de los medios, ingeniosos en los discursos y proposiciones y astutos en penetrar designios.

En Génova, los caseros y parciales, más amigos de componer que de romper; que sin fausto mantengan la autoridad; que sufran y contemporicen, sirviendo al tiempo y a la ocasión.

En Esguízaros, los dispuestos a deponer a su tiempo la gravedad y domesticarse, granjear los ánimos con las dádivas y la esperanza, sufrir y esperar; porque ha de tratar con naciones cautas y recelosas, opuestas entre sí en la religión, en las facciones y en los institutos del gobierno; que se unen para las resoluciones, eligen las medias, y después cada una las ejecuta a su modo.

Pero si bien estas calidades son a propósito para cada una de las Cortes dichas, en todas son convenientes las del agrado, cortesía y esplendidez, acompañadas con buena disposición y presencia, y con algún esmalte de letras y conocimiento de las lenguas, principalmente de la latina; porque estas cosas ganan las voluntades, el aplauso y la estimación de los extranjeros, y acreditan la nación propia.

§ Así como son diferentes las costumbres de las naciones, son también sus fuerzas. Las de la Iglesia consisten en el respeto y obediencia de los fieles; las del Imperio, en la estimación de la dignidad; las de España, en la infantería; las de Francia, en la nobleza; las de Inglaterra, en el mar; las de Turco, en la multitud; las de Polonia, en la caballería; las de Venecia, en la prudencia, y las de Saboya, en el arbitrio.

§ Casi todas las naciones se diferencian en las armas ofensivas y defensivas, acomodadas al genio de cada una y a la disposición del país. En que se debe considerar cuáles son más comunes y generales, y si las propias del país son desiguales o no a las otras, para ejercitar las más poderosas; porque la excelencia en una especie de armas o la novedad de las inventadas de improviso, quita o da los imperios. El suyo extendieron los partos cuando se usó de las saetas. Los franceses y los septentrionales, con los hierros de las lanzas, impelidas de la velocidad de la caballería, abrieron camino a su fortuna. La destreza en la espada ejercitada en los juegos gladiatorios (en que vale mucho el juicio) hizo a los romanos señores del mundo. Otro nuevo pudieron conquistar los españoles con la invención de las armas de fuego y fundar monarquía en Europa, porque en ellas es menester la fortaleza de ánimo y la constancia, virtudes de esta nación. A este elemento del fuego se opuso el de la tierra (que ya todos cuatro sirven a la ruina del hombre). E introducida la zapa, bastó la industria de los holandeses a resistir al valor de España.

En el contrapeso de las potencias se suelen engañar mucho los ingenios, y principalmente algunos de los italianos, que vanamente procuran tenerlas en equilibrio, porque no es la más peligrosa ni la más fuerte la que tiene mayores Estados y vasallos, sino la que más sabe usar del poder. Puestas las fuerzas en dos balanzas, aunque caiga la una y quede la otra en el aire, la igualará y aun la vencerá ésta si se le añadiere un adarme de prudencia y valor, o si en ella fuere mayor la ambición y tiranía. Los que se levantaron con el mundo y le dominaron, tuvieron flacos principios. Celos daba la grandeza de la casa de Austria, y todos procuraban humillala, sin que alguno se acordase de Suecia, de donde hubiera nacido a Alemania su servidumbre, y quizá a Italia, sino lo hubiera atajado la muerte de aquel rey. Más se han de temer las potencias que empiezan a crecer que las ya crecidas, porque es natural en éstas su declinación y en aquéllas su aumento. Las unas atienden a conservarse con el sosiego público, y las otras a subir con la perturbación de los dominios ajenos. Aunque sea una potencia más poderosa en sí que otra, no por eso ésta es menos fuerte que aquélla para su defensa y conservación. Más eficaz es un planeta en su casa que otro en su exaltación. Y no siempre salen ciertos estos temores de la potencia vecina. Antes, suelen resultar en conveniencia propia. Temió Italia que se labraba en poniente el yugo de su servidumbre cuando vio unido a la Corona de Aragón el reino de Sicilia. Creció este temor cuando se incorporó el de Nápoles. Y todos juntos cayeron en la obediencia de Castilla, y llegó a desesperarse viendo que el emperador Carlos Quinto enfeudó a España el Estado de Milán. Y no por esto perdieron su libertad los potentados. Antes, preservados de las armas del Turco y de las ultramontanas, gozaron un siglo de paz. Inquietó los ánimos el fuerte de Fuentes, y fue juzgado por freno de Italia. Y la experiencia ha mostrado que solamente ha sido una simple defensa. Todos estos desengaños no bastan a curar las aprensiones falsas de esta hipocondría de la razón de Estado, complicada con humores de emulación y envidia, para que depusiese sus imaginaciones melancólicas. Pónense las armas de Su Majestad sobre Casal con intento de echar dél a los franceses y restituirle a su verdadero señor, facilitando la paz y sosiego de Italia. Y tratan luego los émulos de coligarse contra ellas, como si un puesto más o menos fuera considerable en una potencia tan grande. De esta falsa impresión de daños y peligros futuros, que -pudieran dejar de suceder, han nacido en el mundo otros presentes mayores que aquéllos, queriendo anticiparles el remedio. Y así, depongan sus celos los que, temerosos, tratan siempre de igualar las potencias, porque esto no puede ser sin daño de la quietud pública. ¿Quién sustentará el mundo en este equinoccio igual de las fuerzas, sin que se aparten a los solsticios de grandeza unas más que otras? Guerra sería perpetua, porque ninguna cosa perturba más las naciones que el encenderlas con estas vanas imaginaciones, que nunca llegan a fin, no pudiendo durar la unión de las potencias menores contra la mayor. Y cuando la derribasen, ¿quién las quietaría en el repartimiento de su grandeza, sin que una de ellas aspirase a quedarse con todo? ¿Quién las conservaría tan iguales, que una no creciese más que las otras? Con la desigualdad de los miembros se conserva el cuerpo humano. Así el de las repúblicas y Estados con la grandeza de unos y mediocridad de otros. Más segura política es correr con las potencias mayores e ir a la parte de su fortuna, que oponerse a ellas. La oposición despierta la fuerza y da título a las tiranías. Los orbes celestes se dejan llevar del poder del primer móvil, a quien no pueden resistir, y siguiéndole, hacen su curso. El duque de Toscana Fernando de Médicis bebió en Roma las artes de trabajar al más poderoso, y las ejercitó contra España con pláticas nocivas en Francia, Inglaterra y Holanda. Pero reconoció después el peligro, y dejó por documento a sus descendientes que no usasen de ellas, como hoy lo observan, con beneficio del sosiego público.




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Puesta la gala en las armas. Decus in armis


Algunos coronaron los yelmos con cisnes y pavones, cuya bizarría levantase los ánimos y los encendiese en gloria. Otros, con la testa del oso u del león, tendida por la espalda la piel, para inducir horror y miedo en los enemigos. Esta Empresa, queriendo significar lo que deben preciarse los príncipes de las armas, pone por cimera de una celada el espín, cuyas púas, no menos vistosas por lo feroz, que las plumas del avestruz por lo blando, defienden y ofenden. Ninguna gala mayor que adornar las armas con las armas. Vanos son los realces de la púrpura, por más que la cubran el oro, las perlas y los diamantes, e inútil la ostentación de los palacios y familia y la pompa de las Cortes, si los reflejos del acero y los resplandores de las armas no ilustran a los príncipes. No menos se preció Salomón (como rey tan prudente) de tener ricas armerías que de tener preciosas recámaras, poniendo en aquéllas escudos y lanzas de mucho valor. Los españoles estimaban más los caballos buenos para la guerra que su misma sangre. Esta estimación se va perdiendo con la comodidad de los coches, permitidos por los romanos solamente a los senadores y matronas. Para quitar semejantes abusos, y obligar a andar a caballo, dijo el emperador Carlos Quinto estas palabras en las Cortes de Madrid, el año 1534: «Los naturales destos reynos no solamente en ellos, sino en otros, fueron por la caballería muy honrados y estimados, y alcanzaron gran fama, prez y honra, ganando muchas victorias de sus enemigos, así christianos como infieles, conquistando reynos y señoríos que al presente están en nuestra Corona.» Por alabanza de los soldados valerosos, dicen las Sagradas Letras que sus escudos eran de fuego, significando su cuidado en tenerlos limpios y bruñidos. Y en otra parte ponderan que sus reflejos, reverberando en los montes vecinos, parecían lámparas encendidas. Aun al lado de Dios, dijo David que daba hermosura y gentileza la espada ceñida. El vestido de Aníbal era ordinario y modesto, pero sus armas excedían a las demás. El emperador Carlos Quinto más estimaba verse adornado de la pompa militar que de mantos recamados. Vencido el rey de Bohemia, Otocaro, del emperador Rodolfo, venía con gran lucimiento a darle la obediencia. Y aconsejando al emperador sus criados que adornase su persona como convenía en tal acto, respondió: «Armaos y poneos en forma de escuadrón, y mostrad a éstos que ponéis la gala en las armas, y no en los vestidos, porque ésta es la más digna de mí y de vosotros.» Aquella grandeza acredita a los príncipes que nace del poder. Para su defensa los eligió el pueblo. Lo cual quisieron significar los navarros cuando en las coronaciones levantaban a sus reyes sobre un escudo: éste le señalaban por trono, y por dosel al mismo cielo. Escudo ha de ser el príncipe de sus vasallos, armado contra los golpes y expuesto a los peligros y a las inclemencias. Entonces más galán y más gentil a los ojos de sus vasallos y de los ajenos, cuando se representare más bien armado. La primer toga y honor que daban los alemanes a sus hijos era armarlos con la espada y el escudo. Hasta entonces eran parte de la familia; después, de la república. Nunca el príncipe parece príncipe sino cuando está armado. Ninguna librea más lucida que una tropa de corazas. Ningún cortejo más vistoso que el de los escuadrones, los cuales son más gratos a la vista cuando están más vestidos del horror de Marte, y cuando en ellos los soldados se ven cargados de las cosas necesarias para la ofensa y defensa y para el sustento propio. No ha menester la milicia más gala que su mismo aparato. Las alhajas preciosas son de peso y de impedimento. Lo que más conduce al fin principal de la vitoria, parece mejor en la guerra. Por esto cuando pasó Escipión Africano a España ordenó que cada uno de los soldados llevase sobre sus hombros trigo para treinta días, y siete estacas para barrear los reales. Éstas eran las alhajas de aquella soldadesca, tan hecha a las descomodidades, que juzgaba haberse fabricado Roma para el Senado y el pueblo, los templos para los dioses, y para ella la campaña debajo los pabellones y tiendas, donde estaba con más decoro que en otras partes. Con tal disciplina pudo dominar el mundo. Las delicias, las galas y las riquezas son para los cortesanos. En los soldados despiertan la codicia del enemigo. Por esto se rió Aníbal cuando Antíoco le mostró su ejército, más rico por sus galas que fuerte por sus armas. Y preguntándole aquel rey si bastaba contra los romanos, respondió con agudeza africana: «Paréceme que bastará, por más codiciosos que sean.» El oro o la plata ni defiende ni ofende. Así lo dijo Galgaco a los britanos para quitarles el miedo de los romanos; y Solimán, para animar a los suyos en el socorro de Jerusalem:


L'arme, e i destrier d'ostro guerniti, e d'oro
Preda fien nostra e non difesa toro.


Tasso, Canto 9                


Y si bien a Julio César parecía conveniente que sus soldados fuesen ricos para que fuesen constantes, por no perder sus haciendas, los grandes despojos venden la vitoria, y las armas adornadas solamente de su misma fortaleza la compran; porque más se embaraza el soldado en salvar lo que tiene que en vencer. El que acomete por codicia no piensa en más que en rendir al enemigo para despojarle. El interés y la gloria son grandes estímulos en el corazón humano. ¡Oh, cuánto se riera Aníbal si viera la milicia de estos tiempos, tan deliciosa en su ornato y tan prevenida en sus regalos, cargado de ellos el bagaje! ¡Cómo pudiera con tan gran número de carros vencer las asperezas de los Pirineos y abrir caminos entre las nieves de los Alpes! No parecen hoy ejércitos (principalmente en Alemania), sino trasmigraciones de naciones que pasan de unas partes a otras, llevando consigo las familias enteras y todo el menaje de sus casas, como si fueran instrumentos de la guerra. Semejante relajación notó Tácito en el ejército de Otón. No hay ya erario de príncipe ni abundancia de provincia que los pueda mantener. Tan dañosos a los amigos como a los enemigos: relajación introducida por Frisland para levantar gran número de soldadesca, dándole en despojos las provincias; lo cual se interpretó a que procuraba dejarlas tan oprimidas, que no pudiesen levantarse contra sus fuerzas, o a que debilitaba al mismo ejército con la licencia, siguiendo las artes de Cecina.

Gran daño amenaza este desorden sino se aplica el remedio. Y no parezca ya desesperado, porque, aunque suele no constar menos cuidado corregir una milicia relajada que oponerse al enemigo, como lo experimentó en Siria Corbulón, esto se entiende cuando no da lugar el enemigo. Y no se conviene pasar luego de un extremo a otro. Pero si hay tiempo, bien se puede con el ejercicio, la severidad y el ejemplo reducir a buen orden y disciplina el ejército; porque sin estas tres cosas es imposible que se pueda reformar, ni que el más reformado deje de estragarse, como sucedió al de Vitelio, viéndole flojo y dado a las delicias y banquetes. Reconociendo esto Corbulón cuando le enviaron a Alemania, puso en disciplina aquellas legiones, dadas a las correrías y robos. Lo mismo hizo después con las de Siria. Hallolas tan olvidadas de las artes de la guerra, que aun los soldados viejos no habían hecho jamás las rondas y centinelas, y se admiraban de las trincheras y fosos como de cosas nuevas; sin yelmos, sin petos, en las delicias de los cuarteles. Y despidiendo los inútiles, tuvo el ejército en campaña al rigor del invierno. Su vestido era ligero, descubierta la cabeza, siendo el primero en la ordenanza al marchar y en los demás trabajos. Alababa a los fuertes, confortaba a los flacos, y daba a todos ejemplo con su persona. Y viendo que por la inclemencia del país desamparaban muchos las banderas, halló el remedio en la severidad, no perdonando (como se hacía en otros ejércitos) las primeras faltas. Todas se pagaban con la cabeza. Con que, obedecido este rigor, fue más benigno que en otras partes la misericordia. No se reduce el soldado al trabajo inmenso y al peligro evidente de la guerra sino es con otro rigor y con otro premio que iguale ambas cosas. Los príncipes hacen buenos generales con las honras y mercedes, y los generales buenos soldados con el ejemplo, con el rigor y con la liberalidad. Bien conoció Godofredo que la gloria y el interés doblaban el valor, cuando al dar una batalla:


Confortò il dubio, e confermò chi spera,
Et all' audace ramentò i suoi vanti
E le sue prove al forte; à chi maggiori
Gli stipendi promise, à chi gli honori.


Tasso, Canto 20                


No sé si diga que no tendrá buena milicia quien no tocare en lo pródigo y en lo cruel. Por esto los alemanes llaman regimiento al bastón del coronel, porque con él se ha de regir la gente. Tan disciplinada tenía Moisés la suya con su severidad, que, pidiendo un vaso, ofreció que no bebería de los pozos ni tocaría en las heredades y viñas.

De la reformación de un ejército mal disciplinado nos da la antigüedad un ilustre ejemplo en Metelo cuando fue a África, donde, habiendo hallado tan corrompido el ejército romano, que los soldados no querían salir de sus cuarteles, que desamparaban sus banderas y se esparcían por la provincia, que saqueaban y robaban los lugares, usando de todas las licencias que ofrece la codicia y la lujuria, lo remedió todo poco a poco ejercitándolos en las artes de la guerra. Mandó luego que no se vendiese en el campo pan o alguna otra vianda cocida. Que los vivanderos no siguiesen al ejército. Que los soldados ordinarios no tuviesen en los cuarteles, cuando marchasen, ningún criado ni acémila. Y, componiendo así los demás desórdenes, redujo la milicia a su antiguo valor y fortaleza, y pudo tanto este cuidado, que con él solo dio temor a Yugurta, y le obligó a ofrecerle por sus embajadores que le dejase a él y a sus hijos con vida, y entregaría todo lo demás a los romanos. Son las armas los espíritus vitales que mantienen el cuerpo de la república, los fiadores de su sosiego. En ellas consiste su conservación y su aumento, si están bien instruidas y disciplinadas. Bien lo conoció el emperador Alejandro Severo cuando dijo que la disciplina antigua sustentaba la república, y que, perdiéndose, se perdería la gloria romana y el imperio.

Siendo, pues, tan importante la buena soldadesca, mucho deben los príncipes desvelarse en favorecerla y honrarla. A Saúl se le iban los ojos por un soldado de valor, y le tenía consigo. El premio y el honor los halla, y el ejercicio los hace; porque la Naturaleza cría pocos varones fuertes, y muchos la industria. Éste es cuidado de los capitanes, coroneles y generales, como lo fue de Sofer, que ejercitaba a los bisoños. Y así, llaman a los generales las Sagradas Letras maestros de los soldados, porque les toca el instruirlos y enseñarlos. Como llamaron a Putifar y a Nabuzardán príncipe de la milicia.

Pero, porque esto difícilmente se reduce a práctica, por el poco celo y atención de los cabos y por los embarazos de la guerra, se debiera prevenir antes. En que es grande el descuido de los príncipes y repúblicas. Para los estudios hay colegios y para la virtud conventos y monasterios. En la Iglesia militante hay seminarios donde se críen soldados espirituales que la defiendan. Y no los hay para los temporales. Solamente el Turco tiene este cuidado, recogiendo en cerrarlos los niños de todas naciones y criándolos en el ejercicio de las armas, con que se forma la milicia de los genízaros. Los cuales, no reconociendo otro padre ni otro señor sino a él, son la seguridad de su imperio. Lo mismo debieran hacer los príncipes cristianos en las ciudades principales, recogiendo en seminarios los niños huérfanos, los expósitos y otros, donde se instruyesen en ejercicios militares, en labrar armas, torcer cuerdas, hacer pólvora y las demás municiones de guerra, sacándolos después para el servicio de la guerra. También se podrían criar niños en los arsenales, que aprendiesen el arte de navegar y atendiesen a la fábrica de las galeras y naves y a tejer velas y labrar gúmenas. Con que se limpiaría la república de esta gente vagamunda, y tendría quien le sirviese en las artes de la guerra, sacando de sus tareas el gasto de sustentarlas. Y cuando no bastase, se podría establecer una ley que de todas las obras pías se aplicase la tercera parte para estos seminarios, pues no merecen menos los que defienden los altares que los que los inciensan.

Es también muy conveniente para mantener la milicia dotar la caja militar con renta fija que no sirva a otros usos, como hizo Augusto, aplicándole la décima parte de las herencias y legados y la centésima de lo que se vendiese. La cual imposición no quiso después quitar Tiberio, a petición del Senado, porque con ella se sustentaba la caja militar. El conde de Lemos, don Pedro, dotó la de Nápoles. Pero la emulación deshizo cuanto con buen juicio y celo había trabajado y dispuesto.

§ Este cuidado no ha de ser solamente en la milicia, sino también en presidiar y fortificar las plazas, porque este gasto excusa otros mucho mayores de la guerra. La flaqueza la llama, y con dificultad acomete el enemigo a un Estado que se ha de resistir. Si lo que se gasta en juegos, en fiestas y en edificios se gastara en esto, vivirían los príncipes más quietos y seguros y el mundo más pacífico. Los emperadores Diocleciano y Maximiano se dieron por muy servidos de un gobernador de provincia porque había gastado en reforzar los muros el dinero destinado para levantar un anfiteatro.




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Porque de su ejercicio pende la conservación de los Estados. Me combaten y defienden


El mismo terreno en que están fundadas las fortalezas es su mayor enemigo. Por él la zapa y la pala (armas ya de estos tiempos) abren trincheras y aproches para su expugnación, y la mina disimula por sus entrañas los pasos, hasta que, oculta en los cimientos de las murallas o baluartes, los vuela con fogoso aborto. Sola, pues, aquella fortaleza es inexpugnable que está fundada entre la furia de las olas.

Las cuales, si bien la combaten, la defienden, no dando lugar al asedio de las naves. Y solamente peligraría en la quietud de la calma, si pudiese ser constante. Así son las monarquías. En el contraste de las armas se mantienen más firmes y seguras. Vela entonces el cuidado, está vestida de acero la prevención, enciende la gloria los corazones, crece el valor con las ocasiones, la emulación se adelanta, y la necesidad común une los ánimos, y purga los malos humores de la república. El pueblo apremiado del peligro respeta las leyes. Nunca los romanos fueron más valerosos ni los súbditos más quietos y más obedientes a los magistrados, que cuando tuvieron a las puertas de Roma a Pirro en un tiempo, y en otro a Aníbal. Más peligra una gran monarquía por su potencia que otra por su flaqueza; porque aquélla con la confianza vive desprevenida, y ésta con el temor tiene siempre alistadas sus armas. Si la disciplina militar está en calma y no se ejercita, afemina el ocio los ánimos, desmorona y derriba las murallas, cubre de robín las espadas, y roe las embrazaduras de los escudos. Crecen con él las delicias, y reina la ambición, de la cual nacen las discordias, y de ellas las guerras civiles, padeciendo las repúblicas dentro de sí todos los males y enfermedades internas que engendra la ociosidad. Sin el movimiento ni crecen ni se mantienen las cosas. Quinto Metelo dijo en el senado de Roma (cuando llegó la nueva de la pérdida de Cartago) que temía su ruina, viendo ya destruida aquella república. Oyendo decir Publio Nasica que ya estarían seguras las cosas con aquel suceso, respondió: «Agora corren mayor peligro», reconociendo que aquellas fuerzas enemigas eran las olas que combatían a Roma y la mantenían más valerosa y firme. Y así, aconsejó que no se destruyesen, reconociendo que en los ánimos flacos el mayor enemigo es la seguridad, y que los ciudadanos, como los pupilos, han menester por tutor al miedo. Suintila, rey de los godos en España, fue grande y glorioso en sus acciones y hechos mientras duró la guerra, pero en faltando, se dio a las delicias, y se perdió. El rey don Alonso el Sexto, considerando las rotas que había recibido de los moros, preguntó la causa, y le respondieron que era la ociosidad y delicias de los suyos. Y mandó luego quitar los baños y los demás regalos que enflaquecían las fuerzas. Por el descuido y ocio de los reyes Witiza y don Rodrigo fue España despojo de los africanos, hasta que, floreciendo la milicia en don Pelayo y sus sucesores, creció el valor y la gloria militar con la competencia. Y no solamente pudieron librar a España de aquel pesado yugo, sino hacerla cabeza de una monarquía. La competencia entre las órdenes militares de Castilla crió grandes varones, los cuales trabajaron más en vencerse unos a otros en la gloria militar, que en vencer al enemigo. Nunca la augustísima casa de Austria estuviera hoy en tanta grandeza, si la hubieran dejado en manos del ocio. Por los medios que procuran sus émulos derribarla, la mantienen fuerte y gloriosa. Los que viven en paz son como el hierro, que no usado se cubre de robín, y usado resplandece. Las potencias menores se pueden conservar sin la guerra, pero no las mayores, porque en aquéllas no es tan dificultoso mantener igual la fortuna como en éstas, donde si no se sacan fuera las armas, se encienden dentro. Así le sucedió a la monarquía romana. La ambición de mandar se estragó con la misma grandeza del imperio. Cuando era menor se pudo guardar la igualdad. Pero sujeto el mundo, y quitada la emulación de las ciudades y de los reyes, no fue menester apetecer las riquezas ya seguras, y entre los senadores y la plebe se levantaron disensiones. La emulación de valor que se ejercita contra el enemigo, se enciende (en faltando) entre los mismos naturales. En sí lo experimentó Alemania cuando, saliendo de ella las armas romanas y libre del miedo externo de otra nación, convirtió contra sí las propias, con emulación de gloria. La paz del imperio romano fue paz sangrienta, porque de ella nacieron sus guerras civiles. A los queruscos fue agradable, pero no segura, la larga paz. Con las guerras de los Países Bajos se olvidaron en España las civiles. Mucho ha importado a su monarquía aquella palestra o escuela marcial, donde se han aprendido y ejercitado todas las artes militares. Si bien ha sido común la enseñanza en los émulos y enemigos suyos, habiendo todos los príncipes de Europa tomado allí lección de la espada. Y también ha sido costoso el sustentar la guerra en provincias destempladas y remotas, a precio de las vidas y de graves usuras, con tantas ventajas de los enemigos y tan pocas nuestras, que se puede dudar si nos estaría mejor el ser vencidos o el vencer, o si convendría aplicar algún medio, con que se extinguiese, o por lo menos se suspendiese aquel fuego sediento de la sangre y del oro, para emplear en fuerzas navales lo que allí se gasta, y tener el arbitrio de ambos mares Mediterráneo y Océano, manteniendo en África la guerra, cuyos progresos, por la vecindad de Italia y España, unirían la monarquía. Pero el amor a aquellos vasallos tan antiguos y tan buenos, y el deseo de verlos desengañados de la vil servidumbre que padecen a título de libertad, y que se reduzcan al verdadero culto, puede más que la razón de Estado.

§ El mantener el valor y gloria militar, así como es la seguridad de los Estados donde uno manda, es peligroso donde mandan muchos, como en las repúblicas; porque en sus mismas armas está su mayor peligro, reducido el poder, que estaba en muchos, a uno solo. De la mano que armaron primero, suelen recibir el yugo.

Las fuerzas que entregaron, oprimen su libertad. Así sucedió a la república de Roma, y por aquí entró en casi todas las demás la tiranía. Por lo cual, aunque conviene tener siempre prevenidas y ejercitadas las armas, son más seguras las artes de la paz, principalmente cuando el pueblo está desunido y estragado, porque con la bizarría de la guerra se hace insolente, y conviene más tenerle a vista del peligro que fuera dél, para que se una en su conservación.

No estaba menos segura la libertad de la república de Génova cuando tenía por padrastros los montes, que ahora, que con la industria y el poder le sirven de muros inexpugnables; porque la confianza engruesa los humores, los divide en parcialidades, cría espíritus arrojados, y desprecia los medios externos. Y en las repúblicas que padecen discordias suelen ser de más peligro que provecho los muros. Y así, solamente serán convenientes, si aquel prudente senado obrare como sí no los hubiera levantado.




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Obre más el consejo que la fuerza. Plura consilio quam vi


A algunos pareció que la Naturaleza no había sido madre, sino madrastra del hombre, y que se había mostrado más liberal con los demás animales, a los cuales había dado más cierto instinto y conocimiento de los medios de su defensa y conservación. Pero éstos no consideraron sus excelencias, su arbitrio y poder sobre las cosas, habiéndole dado un entendimiento veloz, que en un instante penetra la tierra y los cielos; una memoria, en quien, sin confundirse ni embarazarse, están las imágenes de las cosas; una razón, que distingue, infiere y concluye; un juicio, que reconoce, pondera y decide. Por esta excelencia de dotes tiene el imperio sobre todo lo criado, y dispone como quiere las cosas, valiéndose de las manos, formadas con tal sabiduría, que son instrumentos hábiles para todas las artes. Y así, aunque nació desnudo y sin armas, las forja a su modo para la defensa y ofensa. La tierra (como se ve en esta Empresa) le da para labrarlas el hierro y el acero. El agua las bate. El aire enciende el fuego. Y éste las templa, obedientes los elementos a su disposición. Con un frágil leño oprime la soberbia del mar. Y en el lino recoge los vientos, que le sirvan de alas para transferirse de unas partes a otras. En el bronce encierra la actividad del fuego, con que lanza rayos no menos horribles y fulminantes que los de Júpiter. Muchas cosas imposibles a la Naturaleza facilita el ingenio. Y pues éste con el poder de la Naturaleza templa los arneses y aguza los hierros de las lanzas, válgase más el príncipe de la industria que de la fuerza, más del consejo que del brazo, más de la pluma que de la espada; porque intentarlo todo con el poder es loca empresa de gigantes, cumulando montes sobre montes. No siempre vence la mayor fuerza. Al curso de una nave detiene una pequeña rémora. La ciudad de Numancia trabajó catorce años al imperio romano. La conquista de Sagunto le fue más difícil que las vastas provincias de Asia. La fuerza se consume, el ingenio siempre dura. Si no se guerrea con éste, no se vence con aquélla. Segura es la guerra que se hace con el ingenio, peligrosa e incierta la que se hace con el brazo.


Non solum viribus aequum
Credere, saepe acri potior prudentia dextra.


Valerio Flaco                


Más vale un entendimiento que muchas manos.


Mens una sapiens plurium vincit manus.


Eurípides                


Escribiendo Tiberio a Germánico, se alabó de haber, en nueve veces que le envió Augusto a Germania, acabado más cosas con la prudencia que con la fuerza. Y así lo solía hacer cuando fue emperador, principalmente para mantener las provincias apartadas. Repetía muchas veces que las cosas extranjeras se habían de gobernar con el consejo y la astucia, teniendo lejos las armas. No todo se puede vencer con la fuerza. A donde ni ésta ni la celeridad puede llegar, llega el consejo. Con perpetuas vitorias se perdieron los Países Bajos, porque quiso el valor obrar más que la prudencia. Sustitúyase, pues, el ardid a la fuerza, y con aquél se venza lo que no se pudiere con ésta. Cuando entraron las armas de África en España en tiempo del rey don Rodrigo, fue roto el gobernador de Murcia en una batalla, donde murió toda la nobleza de aquella ciudad. Y sabiéndolo las mujeres, se pusieron en las murallas con vestidos de hombre y armadas. Con que admirado el enemigo, trató de acuerdo, y se rindió la ciudad con aventajados partidos. Eduardo Cuarto, rey de Inglaterra, decía que, desarmado y escribiendo cartas, le hacía mayor guerra Carlos el Sabio, rey de Francia, que le habían hecho con armas su padre y abuelo. La espada en pocas partes puede obrar, la negociación en todas. Y no importa que los príncipes estén distantes entre sí; porque, como los árboles se comunican y unen por las raíces, extendida por largo espacio su actividad, así ellos por medio de sus embajadores y de pláticas secretas. Las fuerzas ajenas las hace propias el ingenio con la confederación, proponiendo los intereses y conveniencias comunes. Desde un camarín puede obrar más un príncipe que en la campaña. Sin salir de Madrid mantuvo el rey Felipe Segundo en respeto y temor el mundo. Más se hizo temer con la prudencia que con el valor. Infinito parece aquel poder que se vale de la industria. Arquímedes decía que levantaría con sus máquinas este globo de la tierra y del agua, sí las pudiese afirmar en otra parte. Con dominio universal se alzaría una monarquía grande, si acompañase el arte con la fuerza. Y para que no suceda, permite aquel primer Móvil de los imperios que en los grandes falte la prudencia, y que todo lo remitan al poder. En la mayor grandeza se alcanzan más cosas con la fortuna y con los consejos que con las armas y el brazo. Tan peligroso es el poder con la temeridad, como la temeridad sin el poder.

§ Muchas guerras se pudieran excusar con la industria. Pero, o el juicio no reconoce los daños ni halla partidos decentes para excusarlos; o con ligereza los desprecia, ciega con la ambición la prudencia o la bizarría del ánimo hace reputación el impedirlos, y se deja llevar de lo glorioso de la guerra. Ésta es una acción pública, en que va la conservación de todos, y no se ha de medir con los puntos vanos de la reputación, sino con los intereses y conveniencias públicas, sin que haya medio que no aplique el príncipe para impedirla, quitando las ocasiones antes que nazcan. Y si ya hubieren nacido, granjee a los que pueden aconsejar la paz, busque medios suaves para conservar la amistad, embarace dentro y fuera de su reino al enemigo, atemorícele con las prevenciones y con tratados de ligas y confederaciones en su defensa. Estos medios humanos acompañe con los divinos de oraciones y sacrificios, valiéndose del Pontífice, padre de la cristiandad, sincerando con él su ánimo y su deseo del público sosiego, informándole de la injusticia con que es invadido, y de las razones que tiene para levantar sus armas si no se le da satisfacción. Con lo cual, advertido el Colegio de Cardenales e interpuesta la autoridad de la Sede Apostólica, o no se llegaría al efecto de las armas, o justificaría el príncipe su causa con Roma, que es el tribunal donde se sentencian las acciones de los príncipes. Esto no sería flaqueza, sino generosidad cristiana y cautela política para tener de su parte los ánimos de las naciones, y excusar celos y las confederaciones que resultan de ellos.




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Huyendo el príncipe de los consejos medios. Consilia media fugienda


Abrazado una vez el oso con la colmena, ningún partido mejor que sumergirla toda en el agua; porque cualquier otro medio le sería dañoso para el fin de gozar de sus panales y librarse de los aguijones de las abejas: ejemplo con que muestra esta Empresa los inconvenientes y daños de los consejos medios, practicados en el que dio Herenio Poncio a los samnites cuando, teniendo encerrados en un paso estrecho a los romanos, aconsejó que a todos los dejasen salir libremente. Reprobado este parecer, dijo que los degollasen a todos. Y preguntado por qué seguía aquellos extremos, pudiendo conformarse con un medio entre ambos, enviándolos libres después de haberles hecho pasar por las leyes impuestas a los vencidos, respondió que convenía, o mostrarse liberales con los romanos para que tan gran beneficio afirmase una paz inviolable con ellos, o destruir de todo punto sus fuerzas para que no se pudiesen rehacer contra ellos, y que el otro consejo medio no granjeaba amigos ni quitaba enemigos. Y así sucedió después, habiéndose despreciado su parecer. Por esto dijo Aristodemo a los etolos que convenía tener por compañeros o por enemigos a los romanos, porque no era bueno el camino de en medio.

§ En los casos donde se procura obligar al amigo o al enemigo, no alcanzan nada las demostraciones medias, porque en lo que se deja de hacer repara el agradecimiento, y halla causas para no obligarse. Y así, el rey Francisco de Francia no dejó de ser enemigo del emperador Carlos Quinto después de haberle librado de la prisión, porque no fue franca como la del rey don Alonso de Portugal, que, habiéndole preso en una batalla el rey de León don Fernando, le trató con gran humanidad, y después le dejó volver libre y tan obligado que quiso poner el reino en su mano. Pero se contentó el rey don Fernando con la restitución de algunos lugares ocupados en Galicia. Esto mismo consideró Felipe, duque de Milán, cuando teniendo presos al rey don Alonso el Quinto de Aragón y al rey de Navarra, se consultó lo que se había de hacer de ellos. Y dividido el Consejo en diversos pareceres, unos que los rescatasen a dinero, otros que los obligasen a algunas condiciones, y otros que los dejasen libres, tomó este parecer último, para enviarlos más obligados y amigos.

§ Cuando los reinos están revueltos con guerras civiles es peligroso el consejo medio de no declinar a esta ni a aquella parte, como lo intentó el infante don Enrique en las inquietudes de Castilla por la minoridad del rey don Fernando el Cuarto, con que perdió los amigos y no ganó los enemigos.

§ No es menos dañosa la indeterminación en los castigos de la multitud, porque conviene, o pasar por sus excesos, o hacer una demostración señalada. Por esto en la rebelión de las legiones de Alemania aconsejaron a Germánico que diese a los soldados todo lo que pedían o nada. Y porque les concedió algo y usó de sus consejos medios, le reprendieron. También en otra ocasión semejante propusieron a Druso que, o disimulase, o usase de remedios fuertes. Consejo fue prudente, porque el pueblo no se contiene entre los medios, siempre excede.

§ En los grandes aprietos se pierde quien ni bastantemente se atreve ni bastantemente se previene, como sucedió a Valente, no sabiéndose resolver en los consejos que le daban.

§ En las acciones de guerra quiere el miedo algunas veces parecer prudente, y aconseja resoluciones medías, que animan al enemigo y le dan lugar a que se prevenga, como sucedió al rey don Juan el Primero; el cual, pretendiendo le tocaba la Corona de Portugal por muerte del rey don Fernando, su suegro, se resolvió a entrar solo en aquel reino y que después le siguiese el ejército. Con que dio tiempo para que se armasen los portugueses, lo cual no hubiera sucedido si luego se valiera de las armas, o queriendo excusar la guerra, remitiera a tela de juicio sus derechos. Poco obra la amenaza si la misma mano que se levanta no está armada, y baja, castigando, cuando no es obedecida.

Los franceses, impacientes, ni miran al tiempo pasado ni reparan en el presente, y suelen, con el ardor de sus ánimos, exceder en lo atrevido y apresurado de sus resoluciones. Pero muchas veces esto mismo las hace felices, porque no dan en lo tibio y alcanzan a la velocidad de los casos. Los españoles las retardan para cautelarlas más con la consideración, y por demasiadamente prudentes suelen entretenerse en los medios, y queriendo consultarlos con el tiempo, le pierden. Los italianos saben mejor aprovecharse del uno y del otro, gozando de las ocasiones; bien al contrario de los alemanes, los cuales, tardos en obrar y perezosos en ejecutar, tienen por consejero al tiempo presente, sin atender al pasado y al futuro. Siempre los halla nuevos el suceso. De donde ha nacido el haber adelantado poco sus cosas, con ser una nación que por su valor, por su inclinación a las armas y por el número de la gente pudiera extender mucho sus dominios. A esta misma causa se puede atribuir la prolijidad de las guerras civiles que hoy padece el Imperio, las cuales se hubieran ya extinguido con la resolución y la celeridad. Pero por consejos flojos, tenidos por prudentes, hemos visto deshechos sobre el Reno grandes ejércitos sin obrar, habiendo podido penetrar por Francia y reducirla a la paz universal, en que se ha recibido más daño que de muchas batallas perdidas, porque ninguno mayor que el consumirse en sí mismo un ejército. Esto ha destruido el propio país y los confines por donde se había de sacar fuera la guerra, y se ha reducido el corazón de Germania.

§ En las demás cosas del gobierno civil parecen convenientes los consejos medios, por el peligro de las extremidades, y porque importa tomar tales resoluciones, que con menos inconveniente se pueda después (si fuere necesario) venir a uno de los dos extremos. Entre ellos pusieron los antiguos la prudencia, significada en el vuelo de Dédalo, que ni se acercaba al sol, porque sus rayos no le derritiesen las alas, ni se bajaba al mar, porque no las humedeciese. En las provincias que no son serviles por naturaleza, antes de ingenios cultos y ánimos generosos, se han de gobernar las riendas del pueblo con tal destreza, que ni la blandura críe soberbia ni el rigor desdén. Tan peligroso es ponerles muserolas y cabezones como dejarlas sin freno; porque ni saben sufrir toda la libertad ni toda la servidumbre, como de los romanos dijo Galba a Pisón. Ejecutar siempre el poder, es apurar los hierros de la servidumbre. Especie es de tiranía reducir los vasallos a una sumamente perfecta policía; porque no la sufre la condición humana. No ha de ser el gobierno como debiera, sino como puede ser; porque no todo lo que fuera conveniente es posible a la fragilidad humana. Loca empresa querer que en una república no haya desórdenes. Mientras hubiere hombres habrá vicios. El celo inmoderado suele hacer errar a los que gobiernan, porque no sabe conformarse con la prudencia; y también la ambición, cuando afectan los príncipes el ser tenidos por severos, y piensan hacerse gloriosos con obligar los vasallos a que un punto no se aparten de la razón de la ley. Peligroso rigor el que no se consulta con los afectos y pasiones ordinarias del pueblo, con quien obra más la destreza que el poder, más el ejemplo y la blandura que la severidad inhumana. Procure, pues, el príncipe que antes parezca haber hallado buenos a sus vasallos que haberlos hecho, como gran alabanza lo refiere Tácito de Agrícola en el gobierno de Bretaña. No le engañen los tiempos pasados, queriendo observar en los presentes las buenas costumbres que considera en aquéllos, porque en todos la malicia fue la misma. Pero es vicio de nuestra naturaleza tener por mejor lo pasado. Cuando haya sido mayor la severidad y observancia antigua, no la sufre la edad presente, si en ella están mudadas las costumbres. En que se engañó Galba, y le costó la vida y el imperio.




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Asista a las guerras de su Estado. Rebus adest


No se contentó el entendimiento humano con la especulación de las cosas terrestres; antes, impaciente de que se le dilatase hasta después de la muerte el conocimiento de los orbes celestiales, se desató de las pihuelas del cuerpo, y voló sobre los elementos a reconocer con el discurso lo que no podía con el tacto, con la vista ni con el oído, y formó en la imaginación la planta de aquella fábrica, componiendo la esfera con tales orbes deferentes, ecuantes y epiciclos, que quedasen ajustados los diversos movimientos de los astros y planetas. Y si bien no alcanzó la certeza de que estaban así, alcanzó la gloria de que, ya que no pudo hacer el mundo, supo imaginar cómo era o cómo podía tener otra disposición y forma. Pero no se afirmó en esta planta el discurso; antes, inquieto y peligroso en sus indagaciones, imaginó después otra diversa, queriendo persuadir que el sol era centro de los demás orbes, los cuales se movían alrededor dél, recibiendo su luz. Impía opinión contra la razón natural, que da reposo a lo grave; contra las divinas Letras, que constituyen la estabilidad perpetua de la tierra; contra la dignidad del hombre, que se haya de mover a gozar de los rayos del sol, y no el sol a participárselos, habiendo nacido, como todas las demás cosas criadas, para asistirle y servirle. Y así, lo cierto es que ese príncipe de la luz, que tiene a su cargo el imperio de las cosas, las ilustra y da formas con su presencia, volteando perpetuamente del uno al otro trópico con tan maravillosa disposición, que todas las partes de la tierra, si no reciben dél igual calor, reciben igual luz. Con que la eterna Sabiduría previno el daño que nacería si no se apartase de la Equinoccial; porque a unas provincias abrasarían sus rayos, y otras quedarían heladas y en perpetua noche. Este ejemplo natural enseña a los príncipes la conveniencia pública de girar siempre por sus Estados, para dar calor a las cosas y al afecto de sus vasallos. Y nos lo dio a entender el Rey Profeta cuando dijo que Dios tenía su palacio sobre el sol, que nunca para y siempre asiste a las cosas. El rey don Fernando el Católico y el emperador Carlos Quinto no tuvieron Corte fija. Con que pudieron acabar grandes cosas por sí mismos que no pudieran acabar por sus ministros; los cuales, aunque sean muy atentos y solícitos, no obran lo que obraría el príncipe si se hallara presente; porque o les faltan órdenes o arbitrio. En llegando Cristo a la piscina, dio salud al paralítico, y en treinta y ocho años no se la había dado el ángel, porque su comisión era solamente de moverlas aguas, y, como ministro, no podía exceder de ella. No se gobiernan bien los Estados por relaciones. Y así aconseja Salomón que los mismos reyes oigan, porque ése es su oficio, y en ellos, no en sus ministros, está la asistencia y virtud divina, la cual acompaña solamente al cetro, en quien infunde espíritu de sabiduría, de consejo, de fortaleza y piedad, y una divinidad con que antevé el príncipe lo futuro, sin que le puedan engañar en lo que ve ni en lo que oye. Con todo eso, parece que conviene en la paz su asistencia fija, y que basta haber visitado una vez sus Estados; porque no hay erarios para los gastos de las mudanzas de la Corte, ni pueden hacerse sin daño de los vasallos, y sin que se perturbe el orden de los Consejos y de los tribunales, y padezca el gobierno y la justicia. El rey don Felipe Segundo apenas salió de Madrid en todo el tiempo de su reinado.

En ocasión de guerra parece conveniente que el príncipe se halle en ella guiando a sus vasallos, pues por esto le llaman pastor las divinas Letras, y también capitán. Y así mandando Dios a Samuel que ungiese a Saúl, no dijo por rey, sino por capitán de Israel, significando que éste era su principal oficio, y el que en sus principios ejercitaron los reyes. En esto fundaba el pueblo su deseo y demanda de rey, para tener quien fuese delante y pelease por él. La presencia del príncipe en la guerra da ánimo a los soldados. Aun desde la cuna creían los lacedemonios que causarían este efecto sus reyes niños, y los llevaban a las batallas. A Antígono, hijo de Demetrio, le parecía que el hallarse presente a una batalla naval equivalía al exceso de muchas naves del enemigo. Alejandro Magno animaba a su ejército representándole que era el primero en los peligros. Cuando se halla en los casos el príncipe, se toman resoluciones grandes, las cuales ninguno tomaría en su ausencia. Y no es menester esperarlas de la Corte, de donde llegan después de pasada la ocasión y siempre llenas de temores vanos y de circunstancias impracticables; daño que se ha experimentado en Alemania, con grave perjuicio de la causa común. Cría generosos espíritus y pensamientos altos en los soldados el ver que el príncipe que ha de premiar es testigo de sus hazañas. Con esto encendía Aníbal el valor de los suyos, y también Godofredo, diciéndoles:


Di chi di voi no sò la patria, e'l seme,
Quale spada m'è ignota, ó qual saetta,
Benche per l'aria ancor sospesa treme.


Tasso, Canto 20                


Se libra el príncipe de fiar de un general las fuerzas del poder; peligro tan conocido, que aun se tuvo por poco seguro que Tiberio las pusiese en manos de su hijo Germánico. Esto es más conveniente en las guerras civiles, en las cuales, como diremos, la presencia del príncipe compone los ánimos de los rebeldes.

§ Pero no por cualquier movimiento de guerra o pérdida de alguna ciudad se ha de mover el príncipe a salir fuera y dejar su Corte, de donde lo gobierna todo, como ponderó Tiberio en las solevaciones de Germania. Y, siendo en otra ocasión murmurado de que no iba a quietar las legiones de Hungría y Germania, se mostró constante contra estos cargos, juzgando que no debía desamparar a Roma, cabeza de la monarquía y exponer él y ella al caso. Estas razones consideraban los que representaron a David que no convenía que saliese a la bata a contra los israelitas que hacían las partes de Absalón, porque la huida o la pérdida no sería tan dañosa en ellos como en su persona, que valía por diez mil, y que era mejor estarse por presidio en la ciudad. Y así lo ejecutó. Si la guerra es para vengar atrevimientos y desacatos, más grandeza de ánimo es enviar que llevar la venganza.


Vindictam mandasse sat est.


Claudio                


Si es para defensa en lo que no corre evidente peligro, se gana reputación con el desprecio, haciéndola por un general. Si es para nueva conquista, parece exceso de ambición exponer la propia persona a los casos, y es más prudencia experimentar por otro la fortuna, como lo hizo el rey don Fernando el Católico, encomendando la conquista del reino de Nápoles al Gran Capitán, y la de las Indias Occidentales a Hernán Cortés. Si se pierde un general, se substituye otro. Pero si se pierde el príncipe, todo se pierde, como sucedió al rey don Sebastián. Peligrosas son las ausencias de los príncipes. En España se experimentó cuando se ausentó de ella el emperador Carlos Quinto. No es conveniente que el príncipe por nuevas provincias ponga a peligro las suyas. El mismo sol, de quien nos valemos en esta Empresa, no llega a visitar los polos, porque peligraría entre tanto el uno de ellos.


Medium non deserit unquam
Coeli Phoebus iter, radiis tamen omnia lustrat.


Claudio                


Alas dio la Naturaleza al rey de las abejas, pero cortas, porque no se apartase mucho de su reino. Salga el príncipe solamente a aquella guerra que está dentro de su mismo Estado, o es evidente el peligro que amenaza a él. Por esto aconsejó Muciano al emperador Domiciano que se detuviese en León de Francia, y que solamente se moviese cuando el estado de aquellas provincias o el imperio corriesen mayor riesgo. Y fue malo el consejo que Ticiano y Próculo dieron a Otón, de no hallarse en la batalla de Beriaco, de cuyo suceso pendía el imperio. Más prudente y valeroso se muestra en la ocasión presente el señor archiduque Leopoldo, que, aunque se ve en Salefelt acometido de todas las fuerzas juntas de los enemigos, muy superiores a las suyas, desprecia los peligros de su persona, y se mantiene con generosa constancia, conociendo que en aquel suceso consiste la salud del imperio y de la augustísima casa de Austria; siendo el primero en los peligros y en las fatigas militares.


Monstrat tolerare labores,
Non iubet.


Lucano, Libro 9                


Pero aun en estos casos es menester considerar la calidad de la guerra: si ausentándose el príncipe dejará su Estado a mayor peligro o interno o externo; si aventurará su sucesión; si es valeroso y capaz de las armas; y si las tiene inclinación; porque, en faltando alguna de estas calidades, mejor obrará por otra mano, sustituyéndole su poder y fuerza, como sucede al imán, que, tocando al hierro y comunicándole su virtud, levanta éste más peso que él. Y cuando sea grande la ocasión, bastará que el príncipe se avecine a dar calor a sus armas, poniéndose en lugar donde más de cerca consulte, resuelva y ordene, como hacía Augusto, transfiriéndose unas veces a Aquileya y otras a Ravena y a Milán, para asistir a las guerras de Hungría y Alemania.




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Llevando entendido que florecen las armas, cuando Dios les asiste. Auspice Deo


No siempre es feliz la prudencia, ni siempre infausta la temeridad. Y si bien quien sabe aprisa no sabe seguramente, conviene tal vez a los ingenios fogosos resolverse con aquel primer impulso natural; porque si se suspenden, se hielan y no aciertan a determinarse, y suele suceder bien (principalmente en la guerra) el dejarse llevar de aquella fuerza secreta de las segundas causas. La cual, si no los impele, los mueve, y obran con ella felizmente. Algún divino genio favorece las acciones aventuradas. Pasa Escipión a África, y libremente se entrega a la fe africana de Sifaz, poniendo a peligro su vida y la salud pública de Roma. Julio César en una pequeña barca se entrega a la furia del mar Adriático. Y a ambos sale felizmente su temeridad. No todo se puede cautelar con la prudencia, ni se emprendieran cosas grandes si con ella se consultasen todos los accidentes y peligros. Entró disfrazado en Nápoles el cardenal don Gaspar de Borja cuando las revueltas del pueblo de aquella ciudad con la nobleza. El peligro era grande. Y representándole uno de los que le asistían algunos medios con que asegurase más su persona, respondió con ánimo franco y generoso: «No hay ya que pensar más en esta ocasión. Algo se ha de dejar al caso.» Si después de acometidos y conseguidos los grandes hechos, volviésemos los ojos a notar los riesgos que han pasado, no los intentaríamos otra vez. Con mil infantes y trescientos caballos se resolvió el rey don Jaime de Aragón a ponerse sobre Valencia. Y, aunque a todos pareció peligroso el intento, salió con él. Los consejos atrevidos se juzgan con el suceso. Si sale feliz, parecen prudentes. Y se condenan los que se habían consultado con la seguridad. No hay juicio que pueda cautelarse en el arrojamiento ni en la templanza, porque penden de accidentes futuros, inciertos a la providencia más advertida. A veces el arrojamiento llega antes de la ocasión, y la templanza después. Y a veces entre aquél y ésta pasa ligera, sin dejar cabellera a las espaldas, de donde pueda detenerse. Todo depende de aquella eterna Providencia que eficazmente nos mueve a obrar cuando conviene para la disposición y efecto de sus divinos decretos. Y entonces los consejos arrojados son prudencia; y los errores, aciertos. Si quiere derribar la soberbia de una monarquía, para que, como la torre de Babilonia, no intente tocar en el cielo, confunde las intenciones y las lenguas de los ministros para que no se correspondan entre sí y, cuando uno pide cal, o no le entiende el otro o le asiste con arena. En las muertes tempranas de los que la gobiernan, no tiene por fin el cortar el estambre de sus vidas, sino el echar por tierra aquella grandeza. Refiriendo el Espíritu Santo la vitoria de David contra Goliat, no dice que con la piedra derribó su cuerpo, sino su exaltación. Pero si tiene decretado el levantar una monarquía, cría aquella edad mayores capitanes y consejeros, o acierta a toparlos la elección, y les da ocasiones en que mostrar su valor y su consejo. Más se obra con éstos y con el mismo curso de la felicidad que con la espada y el brazo. Entonces las abejas enjambran en los yelmos y florecen las armas, como floreció en el monte Palatino el venablo de Rómulo arrojado contra un jabalí. Aun el golpe errado de aquel fundador de la monarquía romana sucedió felizmente, siendo pronóstico de ella. Y así, no es el valor o la prudencia la que levanta o sustenta (aunque suelen ser instrumento) las monarquías, sino aquel impulso superior que mueve muchas causas juntas, o para su aumento o para su conservación. Y entonces obra el caso, gobernado por aquélla eterna Mente, lo que antes no había imaginado la prudencia. Rebelada Germanía, y en última desesperación las cosas de Roma, se hallaron vecinas al remedio las fuerzas de Oriente. Si para estos fines está destinado el valor y prudencia de algún sujeto grande, ningún otro, por valiente que sea, bastará a quitarle la gloria de conseguirlos. Gran soldado fue el señor de Aubeni, pero infeliz, por haber campeado contra el Gran Capitán, destinado para levantar en Italia la monarquía de España, disponiendo Dios (como lo hizo con el imperio romano) sus principios y causas por medio del rey don Fernando el Católico, cuya gran prudencia y arte de reinar abriese sus fundamentos, y cuyo valor la levantase y extendiese: tan atento a sus aumentos, que ni perdió ocasión que se le ofreciese, ni dejó de hacer nacer todas aquellas que pudo alcanzar el juicio humano; y tan valeroso en la ejecución, que se hallaba siempre el primero en los peligros y fatigas de la guerra. Y como en los hombres es más fácil el imitar que el obedecer, más mandaba con sus obras que con sus órdenes. Pero porque tan gran fábrica necesitaba de obreros, produjo aquella edad (fértil de grandes varones) a Colón, a Hernán Cortés, a los dos hermanos Francisco y Hernando Pizarro, al señor Antonio de Leiva, a Fabricio y Próspero Colona, a don Ramón de Cardona, a los marqueses de Pescara y del Vasto, y a otros muchos tan insignes varones, que uno como ellos no suele dar un siglo. Con este fin mantuvo Dios largo tiempo el estambre de sus vidas, y hoy, no el furor de la guerra, sino una fiebre lenta, le corta. En pocos años hemos visto rendidas a sus filos las vidas de don Pedro de Toledo, de don Luis Fajardo, del marqués Espínola, de don Gonzalo de Córdoba, del duque de Feria, del marqués de Aytona, del duque de Lerma, de don Juan Fajardo, de don Fadrique de Toledo, del marqués de Celada, del conde de la Fera y del marqués de Fuentes: tan heroicos varones, que no menos son gloriosos por lo que obraron que por lo que esperaba de ellos el mundo. ¡Oh profunda providencia de aquel eterno Ser! ¿Quién no inferirá de esto la declinación de la monarquía de España, como en tiempo del emperador Claudio la pronosticaban por la diminución del magistrado, y las muertes en pocos meses de los más principales ministros, si no advirtiese que quita estos instrumentos porque corra más por su cuenta que por el valor humano la conservación de una potencia que es coluna de su Iglesia? Aquel primer Motor de lo criado dispone estas veces de las cosas, estas alternaciones de los imperios. Un siglo levanta en una provincia grandes varones, cultiva las artes e ilustra las armas; y otro lo borra y confunde todo, sin dejar señales de virtud o valor que acrediten las memorias pasadas. ¿Qué fuerza secreta sobre las cosas, aunque no sobre los ánimos, se oculta en esas causas segundas de los orbes celestes? No acaso están sus luces desconcertadas, unas por su colocación fija y otras por su movimiento. Y pues no sirve su desorden a la hermosura, señal es que sirve a las operaciones y efectos. ¡Oh gran volumen, en cuyas hojas (sin obligar su poder ni el humano albedrío) escribió el Autor de lo criado con caracteres de luz, para gloria de su eterna sabiduría, las mudanzas y alteraciones de las cosas, que leyeron los siglos pasados, leen los presentes y leerán los futuros! Floreció Grecia en las armas y las artes; dio a Roma que aprender, no que inventar; y hoy yace en profunda ignorancia y vileza. En tiempo de Augusto colmaron sus esperanzas los ingenios, y desde Nerón comenzaron a caer, sin que el trabajo ni la industria bastase a oponerse a la ruina de las artes y de las ciencias. Infelices los sujetos grandes que nacen en las monarquías cadentes; porque, o no son empleados, o no pueden resistir el peso de sus ruinas, y envueltos en ellas, caen miserablemente sin crédito ni opinión, y a veces parecen culpados en aquello que forzosamente había de suceder. Sin obligar Dios el libre albedrío, o le lleva tras sí el mismo curso de las causas, o faltándole aquella divina luz, tropieza en sí mismo y quedan pervertidos sus consejos o tarde ejecutados. Son los príncipes y sus consejeros ojos de los reinos; y cuando dispone Dios su ruina, los ciega, para que ni vean los peligros ni conozcan los remedios. Con lo mismo que habían de acertar, yerran. Miran los casos, y no los previenen; antes, de su parte los apresuran. Peligroso ejemplo nos dan de esta verdad los cantones esguízaros, tan prudentes siempre y tan valerosos en la conservación de sus patrias y libertad, y hoy tan descuidados y dormidos, siendo causa de la ruina que los amenaza. Había el autor de las monarquías constituido la suya entre los antemurales de los Alpes y del Reno, cercándola con las provincias de Alsacia, Lorena y Borgoña, contra el poder de Francia y de otros príncipes. Y cuando estaban más lejos del fuego de la guerra, gozando de un abundante y feliz sosiego, la llamaron a sus confines y la fomentaron, estándose a la mira de las ruinas de aquellas provincias, principio de la suya, sin advertir los peligros de una potencia vecina superior en fuerzas, cuya fortuna se ha de levantar de sus cenizas. Temo (quiera Dios que me engañe) que pasó ya la edad de consistencia del cuerpo helvético, y que se halla en la cadente, perdidos aquellos espíritus y fuerzas que le dieron estimación y grandeza. Tienen su período los imperios. El que más duró, más cerca está de su fin.




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Que conviene hacer voluntarios sus eternos decretos. Volentes trahimur


¿Qué fuerza milagrosa incluye en sí la piedra imán, que produce tan admirables efectos? ¿Qué amorosa correspondencia tiene con el norte, que, ya que no puede por su peso volver siempre los ojos y fijarlos en su hermosura, los vuelven las agujas tocadas en ella? ¿Qué proporción hay entre ambas? ¿Qué virtud tan grande que no se pierde en tan inmensa distancia? ¿Por qué más a aquella estrella o punto del cielo que a otro? Si no fuera común la experiencia, lo atribuiría a arte mágica la ignorancia, como suele los efectos extraordinarios de la Naturaleza cuando no puede penetrar sus ocultas y poderosas causas.

No es menos maravilloso el efecto del imán en atraer a sí y levantar el hierro, contra la repugnancia de su gravedad. El cual, movido de una inclinación natural que le obliga a obedecer a otra fuerza superior, se une con él y hace voluntario lo que había de ser forzoso. Esta discreción quisiera yo en el príncipe para conocer aquel concurso de causas que (como hemos dicho) levanta o derriba los imperios; y para saberse gobernar en él, sin que la oposición le haga mayor o le apresure, ni el rendimiento facilite sus efectos; porque aquella serie y conexión de cosas movidas de la primera causa de las causas, es semejante a un río, el cual cuando corre por su madre ordinaria fácilmente se sangra y divide, o con presas se encamina su curso a esta o aquella parte, dejándose sujetar de los puentes. Pero en creciendo favorecido de las lluvias y nieves deshechas, no sufre reparos. Y si alguno se le opone, hace la detención mayor su fuerza y los rompe. Por esto el Espíritu Santo aconseja que no nos opongamos a la corriente del río. La paciencia vence aquel raudal, el cual pasa presto, desvanecida su potencia; que es lo que movió a tener por mal agüero de la guerra de Vitelio en Oriente, el haberse levantado y crecido el Eúfrates, revuelto en cercos como en diademas de blanca espuma, considerando cuán poco duran los esfuerzos de los ríos. Así, pues, cuando muchas causas juntas acompañan las vitorias de un príncipe enemigo, y felizmente le abren el camino a las empresas, es gran prudencia darles tiempo para que en sí mismas se deshagan, no porque violenten el albedrío, sino porque la libertad de éste solamente tiene dominio sobre los movimientos del ánimo y del cuerpo, no sobre los externos. Bien puede no rendirse a los casos, pero no puede siempre impedir el ser oprimido de ellos. Más vale la constancia en esperar que la fortaleza en acometer, conociendo esto Fabio Máximo, dejó pasar aquel raudal de Aníbal, hasta que, disminuido con la detención, le venció, y conservó la república romana. Cobran fuerza unos sucesos con otros, o acreditados con la opinión crecen aprisa, sin que haya poder que baste a oponerse a ellos. Hacían feliz y glorioso a Carlos Quinto la monarquía de España, el Imperio, su prudencia, valor y asistencia a las cosas, cuyas calidades arrebataban el aplauso universal de las naciones. Todas se arrimaban a su fortuna. Y émulo el rey de Francia a tanta grandeza, pensó menguarla y perdió su libertad. ¡Qué armado de amenazas sale el rayo entre las nubes! En la resistencia descubre su valor. Sin ella, se deshace en el aire. Así fue aquel de Suecia, engendrado de las exhalaciones del Norte. En pocos días triunfó del Imperio y llenó de temor el mundo, y en una bala de plomo se desapareció. Ninguna cosa desvanece más presto que la fama de una potencia que en sí misma no se afirma. Son achacosos estos esfuerzos de muchas causas juntas; porque unas con otras se embarazan, sujetas a pequeños accidentes y al tiempo, que poco a poco deshace sus efectos. Muchos ímpetus grandes del enemigo se enflaquecen con la tardanza, cansados los primeros bríos. Quien entretiene las fuerzas de muchos enemigos confederados los vence con el tiempo, porque en muchos son diversas las causas, las conveniencias y los consejos, y no pudiendo conformarse para un efecto, desisten y se dividen. Ninguna confederación mayor que la de Cambray contra la república de Venecia. Pero la constancia y prudencia de aquel valeroso senado la advirtió presto. Todas las cosas llegan a cierto vigor y descaecen. Quien les conociere el tiempo, las vencerá fácilmente. Porque nos suele faltar este conocimiento, que a veces consiste en un punto de poca duración, nos perdemos en los casos. Nuestra impaciencia o nuestra ignorancia los hace mayores, porque, no sabiendo conocer la fuerza que traen consigo, nos rendimos a ellos o los disponemos con los mismos medios violentos que aplicamos para impedirlos. Encaminaba Dios la grandeza de Cosme de Médicis, y los que quisieron detenerla, desterrándole de la república de Florencia, le hicieron señor de ella. Con más prudencia notó Nicolao Uzano el torrente de aquella fortuna. Y, porque no creciese con la oposición, juzgó (mientras vivió) por conveniente que no se le diese ocasión de disgusto. Pero con su muerte faltó la consideración de tan prudente consejo. Luego se conoce la fuerza superior de semejantes casos, porque todos los accidentes le asisten, aunque parezcan a la vista humana opuestos a su fin. Y entonces es gran sabiduría y gran piedad ajustarnos a aquella fuerza superior que nos rige y nos gobierna. No sea el hierro más obediente al imán que nosotros a la voluntad divina. Menos padece el que se deja llevar que el que se opone. Loca presunción es intentar deshacer los decretos de Dios. No dejaron de ser ciertos los anuncios de la estatua con pies de barro que soñó Nabucodonosor por haber hecho otra de oro macizo, mandando que fuese adorada. Pero no ha de ser ésta resignación muerta, creyendo que todo está ya ordenado ab aeterno y que no puede revocarlo nuestra solicitud y consejo, porque este mismo descaecimiento de ánimo sería quien dio motivo a aquel orden divino. Menester es que obremos como si todo dependiera de nuestra voluntad, porque de nosotros mismos se vale Dios para nuestras adversidades o felicidades. Parte somos, y no pequeña, de las cosas. Aunque se dispusieron sin nosotros, se hicieron con nosotros. No podemos romper aquella tela de los sucesos, tejida en los telares de la eternidad. Pero pudimos concurrir a tejerla. Quien dispuso las causas antevió los efectos, y los dejó correr sujetos a su obediencia. Al que quiso preservó del peligro. Al otro permitió que en él obrase libremente. Si en aquél hubo gracia o parte de mérito, en éste hubo justicia. Envuelta en la ruina de los casos cae nuestra voluntad. Y siendo árbitro aquel Alfaharero de toda esta masa de lo criado, pudo romper cuando quiso sus vasos, y labrar uno para ostentación y gloria y otro para vituperio. En la constitución ab aeterno de los imperios, de sus crecimientos, mudanzas o ruinas, tuvo presentes el supremo Gobernador de las orbes nuestro valor, nuestra virtud o nuestro descuido, imprudencia o tiranía. Y con esta presencia dispuso el orden eterno de las cosas en conformidad del movimiento y ejecución de nuestra elección, sin haberla violentado, porque como no violenta nuestra voluntad quien por discurso alcanza sus operaciones, así tampoco el que las antevió con su inmensa sabiduría. No obligó nuestra voluntad para la mudanza de los imperios. Antes los mudó porque ella libremente declinó de lo justo. La crueldad en el rey don Pedro, ejercitada libremente, causó la sucesión de la Corona en el infante don Enrique, su hermano, no al contrario. Cada uno es artífice de su ruina o de su fortuna.

Esperarla del caso es ignavia. Creer que ya está prescrita, desesperación. Inútil fuera la virtud y escusado el vicio en lo forzoso. Vuelva V. A. los ojos a sus gloriosos progenitores que fabricaron la grandeza de esta monarquía, y verá que no los coronó el caso, sino la virtud, el valor y la fatiga, y que con las mismas artes la mantuvieron sus descendientes, a los cuales se les debe la misma gloria; porque no menos fabrica su fortuna quien la conserva que quien la levanta. Tan difícil es adquirirla, como fácil su ruina. Una hora sola mal advertida derriba lo conquistado en muchos años. Obrando y velando se alcanza la asistencia de Dios, y viene a ser ab aeterno la grandeza del príncipe.