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Imágenes del judío y antisemitismo en la literatura y la prensa católicas del siglo XIX

Solange Hibbs-Lissorgues





A finales del siglo XIX, la reivindicación de un catolicismo hispánico así como las manifestaciones intolerantes con respecto a los judíos por parte de los sectores católicos más íntegros no pueden valorarse sin tener en cuenta la reactivación de algunos mitos cuyas raíces eran fundamentalmente teológicas.

Nos parece oportuno enfocar esta temática bajo una doble perspectiva. Numerosas fuentes alimentaban el caudal de las representaciones tradicionales y desvalorizantes del judaísmo; llegaron a constituir el substrato persistente de un catolicismo intolerante y dogmático. Apologistas de los siglos XVII y XVIII encontraban en los textos sagrados y las exégesis de autores cristianos como San Jerónimo, San Agustín, San Ambrosio y otros, los argumentos que favorecían la pervivencia de los mitos antijudaicos. En el siglo XIX, y más particularmente en la segunda mitad, se produjo la maduración de estas discriminaciones teológicas que se convirtieron en una clara manifestación de antisemitismo. La reactivación de mitos y de representaciones colectivas había sido posible gracias a la confluencia de varios acontecimientos políticos, sociales y religiosos entre los que cabe destacar el impulso que representó el pontificado de Pío IX para el integrismo español, la revolución liberal de 1868 y la grave crisis económica que afectó España en las postrimerías del siglo. Tampoco puede menoscabarse el impacto del antisemitismo católico europeo que se expresaba mediante publicaciones muy difundidas como La Civiltà Cattolica, publicada por los jesuitas italianos desde 1850 y periódicos como La Croix, Le Pélerin o L'Univers en Francia.

La evolución desde un ostracismo esencialmente teológico hasta un antisemitismo con sobre tonos raciales era palpable en la prensa y literatura católicas españolas del siglo XIX.


Mitos y discriminaciones teológicas


El judío deicida

El asesinato ritual es la pieza central de la representación negativa y odiosa del judaísmo. Lo que pesa sobre el judío desde el origen es la muerte de Cristo. En una sociedad que adora el Dios que mataron los judíos, éstos inspiran el horror religioso. A lo largo del siglo, la representación tradicional del judío está centrada en este pecado original, fuente de oprobio y repulsa.

Desde una visión maniquea en la que se oponen los principios del Bien, encarnado en el Catolicismo, y del Mal, representado por el judaísmo, se renueva la acusación del «Crimen espantoso» tanto en la obra de historiadores católicos como en la producción apologética y en la prensa más integrista.

La valoración teológica e histórica del judaísmo se basa en una argumentación fundamentalmente simplificadora y parcial. Se busca la adhesión emotiva e ideológica por parte de un público al que no se proponen datos ni explicaciones históricos. En la literatura apologética y en la prensa finiseculares abundan calificativos condenatorios y anatemas que estigmatizan «la raza maldita», el judaísmo que es «el primer perseguidor del cristianismo, no ya solamente en la persona de su divino Fundador, sino en la de sus discípulos y predicadores» (1881d, pág. 90).

Resultaría monótono transcribir los términos despreciativos con los que se denuncia, de manera obsesiva, la responsabilidad del pueblo judío en la muerte de Cristo. El judío deicida es el «abyecto Caín» único responsable de «la sangre derramada [...] que cayó sobre Israel como una maldición» (Villaescusa, 1890, pág. 238). Historiadores y escritores católicos como Menéndez Pelayo, Hernández Villaescusa o Polo y Peyrolón, cuyas obras alimentaron el integrismo intelectual del sector neo-católico, adoptaban un punto de vista apologético para justificar la maldición divina que había recaído sobre el pueblo judío y difundían la tesis de una raza judía, fundamentalmente distinta de la raza latina, y que se definía por atributos morales y físicos específicos.

Lo que nos interesa aquí es ver como el prejuicio religioso, las acusaciones teológicas que impregnan la doctrina católica, fomentaron una valoración simplificadora en la que el judaísmo aparecía como la encarnación del mal.

En las múltiples expresiones del catolicismo del siglo XIX, el antijudaísmo teológico favoreció una visión esencialista del judío. Predominaba la representación de una naturaleza judía (la judería) fuera de toda contingencia histórica. El judío era una entidad monolítica cuyos atributos estaban fijados para siempre. Partiendo de un hecho histórico cuya validez no se averiguaba, es decir la responsabilidad directa de los judíos en la muerte de Cristo, se elaboraba una verdad que tenía fuerza de dogma: la maldad del pueblo judío que determinaba su comportamiento y justificaba la intolerancia y el odio de los que era objeto.

En general la literatura apologética y los artículos de la prensa católica recogían las condenas teológicas y los prejuicios contenidos en textos más antiguos. Citemos a este respecto fuentes tan remotas como El tratado sobre el Evangelio de San Lucas de San Ambrosio, cuyo libro décimo hacía referencias constantes en su relato del juicio y de la muerte de Cristo a la maldad de los judíos:

Los gentiles son mucho más dignos de perdón que los judíos y pueden ser atraídos a la fe mucho más fácilmente por las obras divinas. Porque ¿cómo podrán serlo aquellos que crucificaron al Dios de toda majestad?1


(San Ambrosio, 1966, p. 597)                


Estos judíos, «cuyos corazones son más duros que las piedras» y que se aprovecharon de la venta de Cristo a Judas para colocar «este precio de sangre en lugar aparte en su tesoro sagrado», son los que denuncia el Padre Francisco de Torrejoncillo, cuya obra extensamente citada por los escritores católicos del siglo XIX, es una recopilación de textos antiguos sacados del Evangelio, y de los libros de San Jerónimo, San Agustín, Jacobo de Valencia y del mismo San Ambrosio.

Esta obra del predicador franciscano, publicada en Barcelona en el año 1731, y ensalzada por el Santo Oficio por su «admiración en la enseñanza [...] y utilidad en el fin» es una descripción apocalíptica y terrorífica de los crímenes y ultrajes de los judíos, «lobos sangrientos ocultos en la viña del Señor y fuente de muchas amarguras para el católico».

En este exhaustivo catálogo, que narra las supersticiones, los ritos mágicos y las conspiraciones secretas del pueblo judío, encontramos los estereotipos discriminatorios que iban a recuperar los apologistas del siglo XIX.

La lectura de la abundante producción impresa católica de aquellos años que trata, bajo la forma de sermones, artículos de prensa, manuales de historia o folletines, el tema del judaísmo, pone de relieve la pervivencia de determinados mitos que justificaban a ojos de los católicos, la intolerancia teológica. Estas representaciones tradicionales y colectivas se reactivaron en momentos claves de la historia española.

En 1881, con motivo de una solicitud dirigida al Gobierno de Cánovas por 60000 judíos rusos que querían huir de los pogromos de su país, la prensa católica más integrista esgrimió la amenaza de una «invasión judía». De hecho el gobierno canovista nunca acogió a estos judíos pero la prensa íntegra aprovechó esta oportunidad para emprender una nueva campaña de desprestigio contra un gobierno liberal y una constitución considerada «herética» ya que había permitido la libertad de cultos. Para el sector integrista, la constitución de 1876 que era más liberal que católica, había sacrificado la unidad católica y representaba una peligrosa incitación para el desarrollo de las herejías.

En una significativa serie de artículos titulados «La judería», la conocida revista integrista catalana trataba de demostrar a sus lectores el peligro que representaba para España, nación católica por excelencia, la venida de este pueblo «satánico». Recurriendo a las representaciones tradicionales que alimentaban el antijudaísmo católico, dedicó más de 10 artículos a explicar como el destino judío venía condicionado por la muerte de Cristo y como, pese a sus esfuerzos, los judíos nunca podrían modificar la forma sustancial de su naturaleza. Este principio judío o «judería» que definía de manera inmutable su forma de ser, les incitaba a cometer el mal. Los judíos son presos de «sentimientos perversos» y lo que forma el ser moral del judaísmo y explica perfectamente la terrible historia de sus relaciones con el pueblo cristiano en todos los siglos, es su odio contra Cristo y el dogma católico:

Su moral es el odio contra los hijos de la Cruz; en el Talmud se canonizan el perjurio, la usurpación, la usura, el mismo asesinato, con tal que se ejerzan contra los discípulos del Evangelio.


(1881c, pág. 57)                


La Revista Popular invoca los textos sagrados y los libros santos para recordar que el judío es el «primer asesino prófugo sobre la tierra» y que encarna el Mal. Como tal encarnación, su presencia no puede más que suscitar las peores catástrofes. La condena religiosa del judaísmo da progresivamente paso a un antisemitismo evidente cuya argumentación está basada en el concepto de raza judía. El pueblo judío «personificación de toda perversidad y bajeza, [...] ruin carcoma» es una «raza degradada» marcada por el estigma de un crimen y que amenaza la integridad de las demás nacionalidades y razas. En la misma serie de artículos, la revista se felicita de que se produzca en las naciones del Norte, «un movimiento antisemita o antijudaico» y reivindica la existencia de una moderna inquisición similar a la que promovieron los Reyes Católicos y que decretaron tan sabiamente «la expulsión de aquella raza forastera» (1881e, pág. 194).

Un recorrido por la obra de historiadores del tradicionalismo íntegro como Marcelino Menéndez Pelayo, Modesto Hernández Villaescusa o Vicente de la Fuente que se preocuparon por el problema judío, permite comprobar como se elaboraba, desde una perspectiva providencialista, una representación del judaísmo cristalizada en una serie de atributos y rasgos esencialistas. El judaísmo nunca se analiza dentro de una dinámica histórica. El judío es el enemigo jurado del Cristianismo y el judaísmo, comparable con todas las demás herejías, se distingue de ellas sólo por «la sangre derramada por haber hecho perecer al justo».

Partiendo de un criterio de raza y de religión, Hernández Villaescusa opone el carácter del pueblo español que se distingue por «su piedad, su valor, su generosidad [...] la veneración a nuestras sacrosantas tradiciones, su hidalguía y su honor» al carácter de la «raza maldita por Jesucristo que es repulsivo, astuto y solapado» y cuyos rasgos imborrables son «la usura y su odio al cristianismo» (Hernández Villaescusa, págs. 238-239).

En cuanto a Vicente de La Fuente, que dedicó en los años 1870-1871 una extensa obra a la historia de las sociedades secretas en la que trataba de demostrar el origen judío de las revoluciones y de la masonería, recurre a los argumentos manejados por los apologistas tradicionales para estigmatizar el carácter «fanático y asesino» de los judíos que habían matado al Cristo (Vicente de la Fuente, 1870, pág. 63).

En su Historia de los Heterodoxo (1880), Menéndez Pelayo dejaba asentada la tesis de pureza religiosa y racial en la que iba a centrar el resto de su obra. La unidad católica de España, unidad en la que se basaba el ser nacional, se había preservado porque nunca habían arraigado en su suelo las herejías. Los judíos, raza «maldita» que llevaba el sello del deicidio, eran inasimilables en una nación en la que el instinto de la unidad de raza no podía convivir con las costumbres y los ritos heterodoxos. Esta tesis de la pureza religiosa, basada en una visión providencialista, legitimaba la depuración y la expulsión de los judíos cuya presencia en España era inaceptable para la fe cristiana.

Esta caracterización sintética y esencialista del judío es la que iba a poner en marcha la argumentación antisemita y racista de la prensa neo-católica finisecular.




El crimen ritual

En la representación tradicional del judío deicida se injertaron múltiples variantes. Una de las variantes que pervivió hasta mediados del siglo XX fue la del crimen ritual. El pueblo judío, inspirado por su odio al cristianismo, había sido responsable de la muerte del hijo de Dios y su «furor asesino» se prolongó en los asesinatos rituales de católicos. Con el tema del crimen ritual, el judaísmo aparece como un anticristianismo, como la religión de Satán. Estamos en pleno mito, un mito que nutre la doctrina religiosa y vivifica el relato legendario. Toda una corriente de literatura católica que podríamos llamar literatura «negra» cargada de dimensiones sombrías e inquietantes, alimenta a lo largo del siglo XIX el mito de los crímenes judíos.

Este mito, que desde la fábula de la matanza de los Inocentes impregnaba el catolicismo y estaba ilustrado por una abundante hagiografía (Martirio de San Simón de Trento, el niño mártir Dominguito de Zaragoza, etc.) se refería a la supuesta costumbre judía de matar y crucificar niños el Viernes Santo como parodia de la Crucifixión de Cristo.

El mito recuperado por la propaganda antisemita francesa y alemana en el siglo XX, tenía sus raíces en el clericalismo antijudaico de escritores como el abate francés Henri Desportes, autor de una obra extensa titulada Mystère du sang chez les juifs de tous les temps y publicada en 1889 (Pierrard, pág. 129).

Esta acusación había suscitado numerosos juicios escandalosos en Europa Central, juicios que fueron difundidos y comentados por el órgano de prensa jesuita La Civiltà Cattolica. De 1880 a 1882, dicha revista, que fue uno de los instrumentos de propaganda antijudaica más conocidos en la prensa católica, era una referencia constante para el catolicismo español. Publicaciones como la Revista Popular dirigida por el sacerdote integrista Sardá y Salvany, El Siglo Futuro, periódico neo-católico de los Nocedales o El Integrista Catalán, declaradamente antisemita, recogían con fruición las descripciones aterradoras de los crímenes sangrientos de La Civiltà2.

De hecho encontramos una curiosa amalgama de revelaciones misteriosas y acusaciones terroríficas en la prensa católica y en la historiografía de finales de siglo. Los relatos que se refieren a crímenes rituales cometidos por judíos son una muestra significativa de lo que puede dar de si la imaginación colectiva que. a partir de datos y testimonios en general controvertibles y confusos, alimentaba un mito heredado de épocas anteriores. En la obra citada del predicador franciscano Francisco de Torrejoncillo, encontramos algunas de las acusaciones irracionales y arcaicas que confieren a las prácticas rituales y religiosas de los judíos una dimensión misteriosa y pavorosa. Abundan en ella relatos que se refieren a la leyenda de crucifixión de niños, a los hechizos de judíos con las hostias y a otras «inhumanidades y crueldades [...] contra la ley de Dios y contra los pobres cristianos» (Torrejoncillo, 1731, pág. 160). Los casos más conocidos de asesinatos rituales se refieren a niños, y ponen en escena prácticas crueles y sangrientas cuya validez histórica podía comprobarse, según Torrejoncillo, en las descripciones de autores cristianos anteriores como el Padre Fray Felipe de Salazar, en el Sermón de la Cruz, Jacobo de Valencia y San Ambrosio:

En Valladolid, pusieron a otro niño en forma de cruz, y con unas aceradas agujas le traspasaron el cuerpo varias veces, el año 1452. El año de 1454, sucedió no muy lejos de Zamora [...] que dos judíos hurtaron un niño, y sacándolo fuera del pueblo a un campo, le abrieron por el medio y le sacaron el corazón; y llamando a otros judíos conocidos, lo quemaron, hicieron ceniza y mezclándolo con vino lo dieron a beber a todos.


(Ibid., pág. 151)                


Reproducimos una cita tan extensa porque, curiosamente en la prensa católica y las obras de historiadores católicos, de finales del siglo, se encuentran prolijas descripciones de crímenes de niños sacadas en su gran mayoría de relatos conocidos como el del franciscano Torrejoncillo y los de autores extranjeros. En 1881, la Revista Popular reproducía detalladamente datos sacados de estos relatos que confirmaban «la inmoralidad y la bajeza» seculares del judío. Las fuentes citadas por la revista eran obras que habían tenido cierta resonancia en Francia como la de Achille-Maurent, publicada por el editor católico francés Gaume con motivo, en 1840, del asesinato del capuchino Padre Tomás. El asesinato del Padre Tomás, erróneamente atribuido al judío David Harari, había reactivado el mito del asesinato ritual y contribuido a fomentar la publicación de requisitorios y novelas antijudaicos3. La Revista Popular recogía los prejuicios clericales contra el Talmud, «libro satánico» y las fiestas y ritos judíos reducidos a prácticas cabalísticas mágicas y maldiciones contra los cristianos:

Esta satánica moral de los judíos y además las supersticiones mágicas a que los entregó en cuerpo y alma el abominable Talmud, fueron causa de que la sangre cristiana corriese mil veces en sus conciliábulos. Fue práctica de los judíos en todas las naciones del mundo, [...] reunirse en días determinados para la realización de muy execrables misterios.


(1881 d, pág. 91)                


Con las mismas tintas sombrías, El Integrista Catalán, publicado en Barcelona en el año 1897 proponía a sus lectores extensos relatos de los perjurios y de las barbaridades cometidos por «la raza maldecida que [llevaba] sobre su frente el estigma del deicidio». Inspirándose en los artículos de La Civiltà Cattolica, acusaba a los judíos de todos los crímenes. La violencia del tono, propia de un libelo, refleja los brotes de antisemitismo que surgieron en la prensa católica finisecular, y más especialmente en el momento del caso Dreyfus:

Desde la crucifixión de Jesucristo profesan a los cristianos un odio irreconciliable todos los israelitas y emplean sangre de cristianos en sus ceremonias religiosas [...] Según este código diabólico (El Talmud), es lícito matar, robar, deshonrar a todos los cristianos, los cuales por esta ley quedan reducidos a la categoría de bestias indignas de todo miramiento y compasión.


(1897, pág. 1)                


Esta leyenda negra que, en algunos casos como El Integrista Catalán, se recuperaba con fines políticos, impregna toda la historiografía católica del siglo XIX. En su estudio histórico crítico sobre Recaredo y la Unidad católica, Villaescusa dedica un capítulo entero a los crímenes de la raza judía y encontramos pasajes enteros sacados de la obra del predicador franciscano Torrejoncillo y de La Civiltà, destinados a confirmar la autenticidad de los datos utilizados. Esta total sumisión a fuentes consideradas fidedignas permitía a autores católicos como Villaescusa eludir todo planteamiento verdaderamente histórico. Centrado en la apología de la nacionalidad española «fundada sobre la inconmovible base de la religión católica», el estudio «histórico-crítico» de Villaescusa seguía la corriente de la apologética integrista y se limitaba a una serie de afirmaciones contundentes y a la crítica intolerante4.

En su Historia de los heterodoxos españoles, T. I, Menéndez Pelayo, al evocar las vicisitudes de los judíos en la península, detalla los crímenes de los judíos. Es interesante notar que al comentar estos crímenes, Menéndez Pelayo precisa que la «voz popular» era la que acusaba a los judíos de crímenes y «profanaciones inauditas». Se trata una vez más de recoger las creencias y los rumores que, bajo forma de una leyenda negra, impregnaban la literatura y la historiografía españolas más antiguas. Entre las fuentes citadas, el autor de la Historia de los heterodoxos destaca la obra de Gonzalo de Berceo, Los milagros de Nuestra Señora y las Cantigas de D. Alonso. La descripción de estos crímenes no es más que la transcripción de la tradición popular, cuya validez histórica nunca se cuestiona. En estas exposiciones supersticiones y profanaciones de carácter «satánico» y misterioso se escenifican los mismos estereotipos: el carácter solapado del robo de niños, la crueldad de la crucifixión, las prácticas mágicas y cabalísticas de los judíos (Menéndez Pelayo, 1956, pág. 635).

En la obra de otro historiador católico, Vicente de la Fuente encontramos los mismos enjuiciamientos desvalorizantes con respecto a la «Secta judaica, incrédula, misteriosa asesina». En este caso también se entremezclan citas de autores cristianos como Fray Alonso de la Espina cuyo tratado Fortalitium Fidei detallaba «los crímenes que han pasado a la historia». En su estudio, significativamente titulado Historia de las sociedades secretas, se mezclan los temas del judío «talmudista» y «cabalista» con el tema del origen misterioso y satánico, de las sociedades secretas. Las acusaciones de «furor asesino» y de «secta fanática, y misteriosa» desembocaban naturalmente en la idea, comúnmente aceptada y difundida a mediados de siglo, del origen judío de la francmasonería. La penetración de la Iª Internacional de Trabajadores en España en los años 1870-1871, los acontecimientos de la Commune y la impronta de la revolución septembrina en el curso de los acontecimientos sociales y políticos españoles habían agudizado los temores y las reacciones defensivas de la Iglesia. Ante lo que presiente como un cambio de las mentalidades, cambio que pone en entredicho el poder y las prerrogativas eclesiásticas, la Iglesia propicia una contraofensiva ideológica en la que se ven inmersos todos los sectores del catolicismo hispano. Una abundante literatura apologética, y la aparición en la palestra periodística de numerosas publicaciones destinadas a combatir el liberalismo y los gobiernos heredados de la revolución de 1868, reflejan la reactivación de mitos profundamente arraigados en el inconsciente colectivo. La alianza del judaísmo y de la francmasonería, el «complot judeo-masónico» contra la Iglesia católica constituyen otro mito que aflora constantemente en las obras y los artículos de apologistas católicos como Polo y Peyrolón5, autor de novelas edificantes difundidas en la prensa neo-católica, y el eclesiástico Sardá y Salvany, autor de varios estudios sobre la masonería en España.

La revolución de 1868, considerada como heredera de los principios revolucionarios de 1789, es analizada por los contrarrevolucionarios y católicos del siglo XIX como una conspiración cuyos autores son los francmasones y los judíos.




El mito del judío masónico

La masonería, arraigada en Europa desde 1725, siempre había sido condenada por Roma. Esta condena que se había manifestado desde 1738 con la Constitución eclesiástica In eminenti se había repetido varias veces a lo largo del siglo XIX: mencionemos a este respecto las advertencias y los anatemas contenidos en varios documentos pontificios como la encíclica Mirari Vos (1832) Qui pluribus (1846) y la encíclica de Pío IX, Multiplices inter, de 1865. En aquella fecha la condena del masonismo tenía una dimensión claramente política e ideológica: se trataba de denunciar la conspiración revolucionaria contra los estados pontificios, los estragos del liberalismo y la creciente secularización de la sociedad. La filiación entre un complot organizado por fuerzas anticristianas entre las que figura la masonería, y Satán, se había establecido por primera vez en una constitución apostólica de Pío IX en 1873. En 1884, en su encíclica Humanum genus, León XIII reitera esta acusación y afirma el carácter satánico de la masonería. Este documento maniqueo en el que se oponen «el reino de Dios sobre la tierra, es decir la verdadera Iglesia de Jesucristo [...] y el reino de Satanás», tuvo particular resonancia en la prensa católica finisecular.

Como se explicitará más adelante, el contexto económico y la penetración de las tesis de los doctrinarios antisemitas franceses en España favorecieron, por parte del sector íntegro la recuperación ideológica de este documento.

Desde 1868, historiadores y apologistas católicos habían difundido la idea de una conspiración anticristiana en la que intervenían sociedades secretas y fuerzas ocultas. La reacción defensiva de la Iglesia que se sentía amenazada por el nuevo contexto político y religioso heredado de la revolución septembrina propició la reactivación de un mito que iba a ser recuperado con fines políticos por el tradicionalismo integrista.

El historiador tradicionalista Vicente de la Fuente, plasmaba en su estudio sobre las sociedades secretas las ideas que, con obsesiva recurrencia, difundía el sector católico más intransigente.

A ojos de Vicente de la Fuente, la constitución liberal heredada de la revolución septembrina era contraria a la esencia misma de la identidad nacional. Esta identidad, basada en la unidad religiosa, en el catolicismo, estaba amenazada por los que deseaban destruirla, y más particularmente por los judíos y francmasones, enemigos jurados del catolicismo:

La francmasonería en su principio es una institución peculiar de los judíos, hija del estado en que vivían, creada por ellos para reconocerse, apoyarse y extenderse sin ser sorprendidos en sus secretos, buscarse auxilios poderosos en todos los países, atraer a sí a todos los descontentos políticos [...].


(De la Fuente, 1870, T. I, pág. 9)                


Ya en estos años, se hace una amalgama entre judíos, francmasones y liberales. Numerosos escritos católicos denuncian unos y otros. Sardá y Salvany recordaba al público lector de su revista que el liberalismo había simpatizado con todas las herejías y no podía menos que favorecer a los judíos que habían conspirado para que se produjera la revolución de 1868. No podía olvidarse:

La secreta influencia del judaísmo en las modernas revoluciones, o la que es lo mismo, [...] su íntima relación con la francmasonería.


(1881 a, pág. 2)                


El impacto de las obras católicas contrarrevolucionarias más difundidas se hacía sentir en la argumentación de historiadores como Modesto Hernández Villaescusa y Manuel Polo y Peyrolón que retomaban las afirmaciones de Gaston de Ségur y de Gougenot des Mousseaux. La creencia de un complot judío, vinculado con la francmasonería cosmopolita era el tema central de obras como Le juif, le judaïsme et la judaïsation des peuples chrétiens (1860), de Gougenot y como Les juifs (1867) de Mgr. de Ségur. En ellas, se atribuía la pérdida de los estados pontificios y la penetración de los principios revolucionarios en Europa a la existencia de una vasta conspiración contra el catolicismo (Six, 1986, pág. 165).

Esta creencia, que ya se encontraba de manera embrionaria en la obra de apologistas como el abate Barruel, iba a cobrar un vigor inusitado en España en la segunda mitad del siglo XIX.

El folleto Intervención de la masonería en los desastres de España (1901) de Polo y Peyrolón recoge toda la argumentación y los tópicos presentes en los apologistas franceses: el carácter cosmopolita, anticatólico de la masonería, basada en el fanatismo y la superstición de algunas sectas como la judía; los textos secretos y criminales los crímenes rituales, la ambición de dominación universal. Aunque el discurso antijudaico de Peyrolón tiene claros motivos políticos, los mitos y tópicos que maneja son de origen clerical. El combate contra la masonería, y por antonomasia, contra los judíos, es un combate entre el Bien y el Mal, entre la Civilización Cristiana y la herejía. Tal como lo había hecho Hernández Villaescusa en 1890, Peyrolón denunciaba el peligro de «descatolización» que amenazaba España:

[...] unámonos todos en aspiraciones y conducta para combatir a sangre y a fuego el judaísmo, la Masonería y el liberalismo, triple en la apariencia y en el fondo una, y la misma aspiración del espíritu satánico del siglo, que desciende al Sepulcro cubierto de ruinas y oprobios.


(Polo y Peyrolón, 1901, p. 93)                


Evidentemente la coyuntura social y económica finisecular confería a estas acusaciones una dimensión política que iba a desembocar en un antisemitismo declarado. La crisis política agravada por la pérdida de las colonias españolas y la recesión económica habían reforzado al sector neo-católico, representado entonces por el Partido Católico Nacional, en su contraofensiva contra los gobiernos liberales. Los prejuicios teológicos dan paso entonces a un discurso nacionalista y antisemita. Peyrolón denuncia el origen extranjero de las traiciones históricas que amenazaron la unidad religiosa y la nacionalidad española. Estas traiciones empezaron con la invasión sarracena en España «que fue obra de los judíos» en convivencia con los traidores de siempre:

Y dada la filiación entre el judaísmo y la masonería, ciertos historiadores consideran verosímil que ya hubiera en España algunas logias durante la dominación goda, y que contribuyeran con los judíos primeramente a la corrupción de costumbres de los godos españoles, y en segundo lugar a la de los acontecimientos revolucionarios, de la corrupción, de la descatolización.


(Ibid., pág. 35)                


El mismo lenguaje nacionalista y discriminatorio es el que maneja Sardá y Salvany al querer demostrar que todas las ofensas y amenazas que sufrió la nación española y católica en los pasados siglos eran la consecuencia de la presencia de los herejes: la «lepra musulmana» pero sobre todo la «raza forastera» judía que nunca llegó a formar parte «de la nacionalidad española». Por ser la expresión «viviente del anticristianismo», los judíos habían fomentado traiciones contra la unidad católica y la Iglesia. Habían colaborado con los «invasores musulmanes» y habían propiciado la invasión de los sarracenos:

Los judíos habían sido siempre afines y aliados de los sarracenos; ellos habían abierto las puertas de nuestras principales ciudades y negociado a traición la entrega de nuestras más fuertes plazas.


(1881e, pág. 194)                


La asimilación entre el judaísmo y la masonería, considerados ambos como fuerzas anticristianas, era un argumento cómodo para explicar, desde una visión maniquea, la pérdida de influencia de la Iglesia y justificaba las campañas de desprestigio contra los gobiernos liberales acusados de complicidad con ambos.

Al tradicional discurso teológico que refleja las discriminaciones tradicionales contra el judaísmo, se superpone un discurso político, ideológico que es el que difunde la prensa católica integrista.

Un ejemplo esclarecedor de esta desviación del mito del judío inasimilado y errante, cómplice y artífice de sociedades secretas, lo proporcionan las publicaciones integristas la Revista Popular y El Integrista Catalán.

Ya a finales del siglo, en un clima político agravado por la perspectiva de la pérdida de las últimas colonias y la sangría económica que suponía la guerra en Cuba, algunas publicaciones íntegras se esforzaban en canalizar el descontento popular hacia un enemigo común: el liberalismo sostenido por el judaísmo masónico. En varios editoriales de 1893, la Revista Popular inspirándose abiertamente en las obras de Drumont denunciaba la raza judía que gracias a la masonería «corrompía y envilecía [...] a la moderna sociedad» y que tenía como «inmensa y asquerosa araña aprisionados a los pueblos libres» de Europa (1893, págs. 218-219).

En esta revista se produce un cambio terminológico esclarecedor: ya no se habla sólo de secta o pueblo judío sino de raza. La Revista Popular no vacila además en reivindicar el término antisemitismo para designar el «movimiento generoso» que se produce en Europa contra el «poder de las tinieblas». A lo largo de este discurso claramente antisemita se verifica una amalgama lingüística e ideológica que borra las fronteras entre lo propiamente religioso y lo ideológico. Se dan todos los tópicos que, alimentados por el catolicismo nacionalista más exacerbado desembocan en un ostracismo racial.

En cuanto al periódico El Integrista Catalán, publicado en 1897, encontramos los elementos temáticos que prefiguran el discurso fascista del siglo XX: reivindicación de la pureza y superioridad de la raza española, exaltación de la tradicional unidad católica, fuente de todas las conquistas y de la lucha contra la herejía, regeneración de la patria mediante la lucha contra el capital extranjero y el liberalismo, secuaz de la masonería judaizante. En esta publicación, que es una réplica española de publicaciones antisemitas francesas como La Libre Parole (1852) de Drumont, el enemigo que se anatemiza con obsesiva recurrencia es «el cuerpo cosmopolita, infernal y anticristiano» formado por los judíos y bajo cuya «alta y oculta dirección se mueven liberales y masones» (1897 a, pág. 2).

Este mismo lenguaje es el que iba a nutrir la propaganda fascista de escritores católicos como Juan Segura Nieto que, en un folleto titulado ¡Alerta! Francmasonería y judaísmo (1940), denuncia el peligro del «judaísmo internacional» instigador de la masonería moderna que:

[...] se infiltra en la sociedad adueñándose de todo aquello que moral y materialmente representa el patrimonio ya de un pueblo, ya de una familia, ya de un individuo.


(1940, pág. 13)                







La reactivación de los mitos

Varios acontecimientos político-religiosos producidos en la segunda mitad del siglo XIX habían propiciado el desarrollo de una ideología nacional-católica y la maduración del tradicional ostracismo anti-judaico de origen teológico hasta que se convirtiera en un antisemitismo declarado.


El Pontificado de Pío IX: un nuevo impulso para la ideología intolerante del neo-catolicismo y del integrismo

Lo que interesa resaltar aquí es como acontecimientos como el Syllabus de Errores (1864) y el Concilio Vaticano I (1870) propiciaron la renovación del ultramontanismo intransigente, núcleo del que se formó más tarde el integrismo español. El Syllabus, en el que se condenaban todas las tendencias secularizadoras del siglo, y el Concilio, que centralizaba el catolicismo en la persona de un pontífice infalible, dieron un nuevo impulso al absolutismo religioso y a la identificación entre fe religiosa y nacionalidad. El catolicismo defensivo que se organizó en tomo a los carlistas y los neo-católicos, y más tarde, los integristas reivindicaba la intolerancia religiosa para mantener una España católica, incontaminada por la herejía «extranjerizante». En plena euforia postconciliar, la intransigencia con el error, la intolerancia como «Santa Virtud» se convirtieron en los temas predilectos de la propaganda del sector católico más íntegro. Se produce la asimilación entre el ser español y el catolicismo presente en la raza española que siempre había sabido imponerse a las herejías.

Alentados por el integrismo intelectual de Pío IX, los neo-católicos y los integristas reclamaban el restablecimiento de la Inquisición para restaurar la Unidad Católica y expurgar a liberales, católicos «mestizos».

Con los acontecimientos revolucionarios de 1868, la tesis de la unidad religiosa y de la pureza de fe y raza recobró renovado vigor. Frente a la agresión de nuevas ideas y de una nueva sociedad, la Iglesia se organizó en un frente defensivo contrarrevolucionario que manejaba los mitos y el lenguaje ya presentes, a principios de siglo, en los tradicionalistas más como reaccionarios como Pérez y López, Hervás y Donoso Cortés.

Dentro de la argumentación contrarrevolucionaria a la que se recurría entonces, sobresalía la convicción de que la Revolución era el resultado de una conspiración encaminada a destruir la identidad nacional y la unidad religiosa de España. El proyecto constitucional de 1869 en el que los artículos 20 y 21 ponían en entredicho la unidad religiosa y algunas de las atribuciones esenciales de la Iglesia suscitó una oposición general de todos los sectores del catolicismo. Neo-católicos e integristas aprovecharon esta coyuntura para denunciar algunos de los supuestos peligros que amenazaban una nación católica por esencia: la invasión de naciones extranjeras celosas de la secular unidad católica española, la proliferación de las sectas, la existencia de una conspiración propiciada por fuerzas secretas y anticristianas. Para la Iglesia española de 1868, la revolución de septiembre era una ilustración más del eterno combate entre el Bien y el Mal.

La esencia católica de España se convirtió en una arma ideológica esgrimida hasta finales de siglo por los apologistas y los católicos más intransigentes. Durante el Sexenio y, más adelante, a lo largo de la Restauración, se elaboró desde las columnas de la prensa católica y la obra de historiadores católicos, una interpretación de la historia de España basada en la pureza de la fe y de la raza que fue utilizada en fechas más recientes por el llamado nacional-catolicismo y por los ideólogos del franquismo.

En nombre de este purismo religioso y de esta identificación entre nacionalidad y religión, se justificaba la expulsión de los herejes de España a lo largo de los siglos y más particularmente, la de los judíos. Historiadores como Juan Cortada, Menéndez y Pelayo o Vicente de la Fuente recalcaban como la unidad de la fe, asegurada por la depuración y la Inquisición habían salvado España «del peligro de la infección judaica» (Menéndez Pelayo, 1956, p. 639) y de la amenaza que pesaba sobre una nación que

hubiera venido a ser una propiedad de los judíos, cuya lata conciencia les ofrecía ancho camino para hacer suya la hacienda ajena.


(Cortada, 1888, pág. 470)                


La recesión económica que atravesaba España en las postrimerías del siglo así como la crisis política constituían un terreno abonado para la cristalización de las tesis antisemitas.




Crisis económica finisecular y difusión de las tesis antisemitas europeas en España

En 1886, la publicación de La France Juive de Eduardo Drumont había tenido mucha resonancia en la prensa católica europea El Criterio Católico, que reflejaba las opiniones del sector católico más moderado dedicó una extensa reseña al libro del antisemita francés y expresaba su aprobación con respecto a una obra que tenía el mérito de desenmascarar a la raza judía que:

[...] consigue todo lo que pretende, se impone a católicos y protestantes, se enriquece a costa de la fortuna de Francia, forma causa común con la francmasonería para perseguir todas las instituciones cristianas [...].


(El Criterio..., 1886, pág. 457)                


Aunque dicha revista no reflejaba la violencia antisemita de las publicaciones más integristas, expresaba los prejuicios anti-judíos y la penetración en España de las tesis ostracistas francesas. En el año 1886, ya se habían publicado en Francia 70 ejemplares de La France Juive.

La difusión de este libro en la nación francesa había sido facilitada por un contexto económico difícil en el que los obreros, los artesanos, los comerciantes eran presa fácil de un antisemitismo en el que se mezclaban «un cierto catolicismo y un cierto socialismo» (Six, pág. 168).

En su France Juive, Drumont quería demostrar que los judíos eran inasimilables y que representaban un peligro irreductible, un Estado dentro del Estado, un cuerpo extraño en la nación.

Hemos visto que acusaciones similares ya afloraban de manera difusa en la obra de escritores y apologistas católicos españoles. Citemos a este respecto las afirmaciones de un historiador como Vicente de la Fuente que, en 1870, justificaba el odio del que eran objeto los judíos así como su expulsión por los Reyes Católicos ya que eran «dueños [...] de la administración de justicia y de la administración económica [...] aumentando sus fortunas a expensas del pueblo y del tesoro» (De la Fuente, 1870, pág. 61).

Pero había que esperar la década de 1890 para que madurara definitivamente el antisemitismo católico en España. A partir de entonces, el lenguaje adquiere particular violencia y surgen publicaciones que, como El Integrista Catalán, se hacen eco de la prensa católica francesa más rabiosamente antisemita. Se nota entonces el impacto ideológico de doctrinarios antisemitas europeos en España. Por otra parte el caso Dreyfus había llegado a constituir una referencia frecuente para la prensa íntegra que denunciaba la penetración del capital extranjero en España6.

En aquellas fechas, otra obra de Drumont publicada en 1888, El fin de un mundo, había tenido una acogida entusiasta por parte de los integristas españoles y publicaciones como La Libre Parole (1892) pero también otras como La Croix eran las fuentes que alimentaban el caudal de imprecaciones y anatemas anti-judíos de la prensa hispana. La recesión que azotaba entonces la economía provocada por el derrumbamiento del mercado exterior del vino y del hierro y la fuerte dependencia de España con respecto al capital extranjero propiciaron la penetración de las tesis antisemitas que circulaban en Francia y otros países como Austria. Es significativo a este respecto ver hasta que punto apologistas y escritores católicos como Polo y Peyrolón, Modesto Villaescusa, Sarda y Salvany, y otros que no citamos por falta de espacio, utilizaron y recuperaron las tesis contenidas en la obra de Drumont. La agitación social provocada por las turbulencias políticas de la III República y las tentaciones boulangistas de la nación vecina eran interpretadas por el catolicismo íntegro español como una premonición de lo que podía suceder en España.

La presencia efectiva del capital judío en España y más especialmente en el sector bancario con los hermanos Pereyre, fundadores del Crédito Mobiliario Español, y la familia Rotschild, en las minas y líneas férreas con la aportación financiera de los Baüer y de los Donon, constituía un pretexto cómodo para el antisemitismo de doctrinarios católicos españoles que establecían analogías con la situación francesa7.

No podemos dejar de mencionar otra vez el estudio crítico-histórico de Hernández Villaescusa. Publicado en 1889, este libro es una amalgama de las tesis defendidas por Drumont en La France Juive y La fin d'un monde, que había sido traducido en España en el mismo año. También refleja hasta que punto la obra de Drumont había llegado a ser una referencia intertextual constante para la prensa y la literatura apologética católicas españolas.

Villaescusa cita explícitamente a Drumont cuando dedica varios capítulos a la influencia del judaísmo sobre la sociedad moderna. La descripción de la situación de avasallamiento de la nación francesa en manos del capital judío le sirve de pretexto para extender sus vaticinios a España donde:

Las principales fuentes de riqueza [las] inagotables minas, [las] principales líneas férreas, las casas de banca más pujantes pertenecen ya a los judíos.


(Drumont, 1889, pág. 261)                


La escasa presencia judía en España, que no debía de sobrepasar 5000 judíos, no era un impedimento a la hora de valorar los peligros de esta dependencia. Asistimos una vez más a una transformación y recuperación del mito que alimenta la imaginación y suscita miedos colectivos e irracionales.

No es una casualidad si traduce y hace el prólogo del libro de un conocido antisemita, el alemán y sacerdote Alforzo. Estamos en 1900 y el traductor de dicha obra justifica su iniciativa por el hecho de que «el antisemitismo está a la orden del día en casi todos los países de Europa».

La crisis política y económica de España, las repercusiones del «Affaire Dreyfus» constituyen la tela de fondo de estos brotes cada vez más violentos y sistemáticos de antisemitismo.

En su prólogo al libro del publicista alemán, enfoca la lucha contra los judíos como un combate entre el Bien y el Mal. Las imágenes, el lenguaje son propios de la apologética integrista y los acentos exaltados y cargados de odio son parecidos a los de la propaganda anti-judía francesa que se ha desencadenado en Francia con el caso Dreyfus.

Para valorar mejor este antisemitismo en el que confluyen un catolicismo íntegro y dogmático, con sus exigencias intolerantes de pureza y un nacionalismo exacerbado, algunas publicaciones católicas como El Siglo Futuro y El Integrista Catalán resultan muy esclarecedoras. Ambos periódicos reflejan la reacción defensiva del tradicionalismo ante la emergencia de una sociedad industrial y de una burguesía pre-capitalista.

Reflejos de miedo, cuidadosamente nutridos por las discriminaciones teológicas y los mitos, y descontento popular especialmente de los estamentos sociales más sensibles a una ideología conservadora y reaccionaria, se cristalizan en el antisemitismo de El Siglo... y de El Integrista. El enemigo común son francmasones y judíos, secuaces todos del liberalismo responsable de la sangría económica de España y de la merma de su hegemonía con las guerras coloniales.

En ambos periódicos el discurso es el mismo: se subraya el peligro de la dominación de la raza judía sobre las demás mediante la conquista del patrimonio nacional. Por culpa del judío, el dinero al que el mundo cristiano no concedía importancia, se había transformado en un valor dominante. El poder capitalista, concentrado en las manos de una minoría, gobernaba la vida económica de los pueblos y se aprovechaba de las clases sociales más indefensas. Este antisemitismo católico que es un antisemitismo conservador y popular recoge el descontento de las clases sociales más afectadas por el «mercantilismo moderno», los agricultores y los obreros pero también el nacionalismo nostálgico de algunos sectores como la pequeña burguesía, una institución eclesiástica asustada por los cambios sociales y la emergencia del proletariado industrial. El Integrista Catalán, en el que confluyen acentos populistas y llamadas al conservadurismo catalán, emprende, desde sus columnas, una batalla en toda regla contra el centralismo del estado liberal, heredado de la revolución de 1789, y sale a la defensa de la ley fuerista que sólo se aviene con los principios del cristianismo. El primer número de dicha publicación nos propone una muestra significativa del discurso nacionalista, demagógico y con acentos abiertamente racistas que impregna la prensa integrista finisecular:

Con mayor razón hemos de estar en frente de los que, a fuer de liberales, como nuestro siglo, se olvidaron de ser católicos como nuestros padres y han legalizado con veinte años de constancia satánica todos los errores y horrores de la revolución septembrina y ocasionado además las dos guerras de Cuba, las de Melilla y Filipinas, abriendo de este modo en el cuerpo de la nación una sangría de dinero, lágrimas y sangre, que nos arrebata el último mendrugo de pan y nos pone desnudos y extenuados bajo la bota de los malvados judíos.


(El Integrista..., 1897b, pág. 2)                


Para El Integrista, que recurre a la argumentación esquemática y maniquea de la prensa antisemita francesa, como La Libre Parole de Drumont, existe un «plan maquiavélico de los semitas» para saquear la Iglesia, acaparar los bienes nacionales y «volatilizar la propiedad territorial por medio del uso del papel moneda» (El Integrista, 1897a, pág. 2).

Antisemitismo y anticapitalismo van juntos y el judío es el chivo expiatorio. Este anticapitalismo primario que predica la movilización contra los judíos, quiere atraer a las masas populares y a todos los que son víctimas del progreso técnico y de la sociedad industrial:

En España hemos comprometido la suerte de las generaciones futuras arruinando nuestra agricultura y nuestra producción en provecho de los agiotistas y logreros que, unidos con la banca judía, sólo acechan la ocasión para repartirse los despojos de la antigua España Católica, agrícola y regional.


(El integrista..., 1897 b, pág. 2)                


Encontramos en este periódico las reivindicaciones de un catalanismo conservador centrado en la asociación ineludible de Cataluña e Iglesia, ingredientes esenciales de la patria. En aquellas mismas fechas, defensores católicos de una Cataluña cristiana como Juan Mañé y Flaquer o Torras y Bages sostenían que el regionalismo catalán era el mejor programa para rehacer el Estado español. Sin embargo estas aspiraciones regionalistas cobraban en la prensa y la literatura integristas una dimensión de ostracismo racial y religioso que no tenían en los representantes de un catolicismo conservador, pero moderado, como Mañé y Flaquer y otros. La constitución del Partido Católico Nacional de Ramón Nocedal, a finales de siglo, defendía una ideología integrista que contenía todos los elementos propios del discurso fascista y excluyente que los ideólogos de la Falange española y del franquismo iban a recuperar: esta ideología, que está plasmada en El Siglo Futuro, en El Integrista Catalán y otras publicaciones que no mencionamos por falta de espacio, está basada en la regeneración de la patria, la exaltación nacionalista, la lucha contra el capital extranjero, la defensa de un cristianismo en el que se asocian tradición y dogmatismo doctrinal8. A partir de 1890, encontramos en la prensa y la apologética integristas las manifestaciones de antisemitismo que están presentes, con mas virulencia por cierto, en el catolicismo integrista europeo. Este antijudaísmo subyacente en la literatura y los textos católicos, que se expresa bajo la forma de mitos recurrentes y de discriminaciones teológicas, encuentra un terreno abonado con la coyuntura político-económica y social finisecular.

Un estudio más profundizado de la andadura histórica de la Iglesia española en las primeras décadas del siglo XX es imprescindible para aclarar la posterior evolución de la ideología integrista y su plasmación en el nacional-catolicismo. Sólo así podrían explicitarse aspectos tan fundamentales para la historia de la Iglesia como las actitudes del catolicismo hispano con respecto a las reivindicaciones nacionalistas de finales del XIX, la confluencia ideológica entre el nacional-catolicismo, el falangismo y el franquismo y la escasa resonancia del antisemitismo católico en España en comparación con otras naciones europeas donde tuvo consecuencias mucho más dramáticas.










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