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Indeterminación y desviación en «Prosas profanas»

Luis Sáinz de Medrano Arce





En unos versos muy poco recordados de su, por otra parte, famosa «Salutación al águila», en El canto errante, declaró Darío: «Es incidencia la historia. Nuestro destino supremo / está más allá del rumbo que marcan fugaces las épocas». Estas palabras muestran cómo hemos de relativizar el aparente escapismo del poeta en Prosas profanas, libro del que con razón pudo decir Darío que «se juzgó mármol y era carne viva»1, y en el que, como precisó Octavio Paz, «No hay poema que no contenga por lo menos una línea admirable o turbadora, vibración fatal de la poesía verdadera»2.

Por encima de cualquier otra consideración, no cabe otra lectura esencial de Prosas profanas que la de una búsqueda «diferente» de soluciones a los graves enigmas humanos, la del vivo testimonio de un anhelo de escapar de lo inmediato y de buscar refugio en lo superior mediante la religión del Arte, que sustituye a la aparentemente superada religión positiva. Como ha dicho Calinescu, «la modernidad en general, aunque intentara hacerlo, no logró superar la necesidad e imaginación religiosa del hombre; y separándolas de su curso tradicional puede que incluso las haya intensificado en forma de un indecible florecimiento de las heterodoxias -en la propia religión, en el pensamiento moral, social y político y en estética»3. En verdad tiene algo de patético, en el mejor sentido de la palabra, este esfuerzo por construir una iglesia profana sostenida en la premisa de que «l'Art c'est 1'Azur» y en los dogmas -los «dones» habría dicho Borges- del pitagorismo y el panteísmo, en La doctrina secreta de Madame Blavatsky, en la Historia secreta de las religiones de Edouard Schuré, etc., etc. Una nueva fe en la que no falta toda una suerte de oraciones y recomendaciones espirituales, en esa especie de Kempis o de Prayer Book que es el apartado «Las ánforas de Epicuro». Nos podemos preguntar al llegar aquí, si en el título del libro no hay, junto a la voluntad de desafiar los esquemas de la burguesía cristiana, una sincera definición: Prosas profanas, palabras sagradas dentro de una religión no positiva. Otras palabras en torno al misterio.

En modo alguno merecería esta obra simbolista pero también parnasiana la recriminación que Mallarmé había lanzado contra los miembros de esta segunda línea cuando escribió que «le parnassiens, eux, prennent la chose entièrement et la montrent: par lá ils manquent de mystère»4. En Darío hay siempre la necesidad de no mostrar del todo, de sugerir siempre, de ir más allá de lo que las experiencias humanas, incluso cuando estas experiencias tienen un rango superior, pueden ilustrar; de sublimar, en suma, cualquier referente. Para eso está, en fin, el inmenso arcón sin fondo de las libres analogías, de las «correspondences»; el vasto jardín de senderos que se bifurcan en el mundo del arte, el interminable viaje «a un vago oriente por entrevistos barcos»5. Observemos algunos momentos de ese periplo.

En «Era un aire suave» estamos, parecería que sin remisión, en el Versalles de las Fêtes galantes de Verlaine, quien a su vez se había inspirado a veces en el pintor Watteau. No el Versalles real, contemporáneo, cuya belleza objetiva queda desvirtuada por su misma condición de lugar material, tangible, y aun más, invadido por «un vulgo municipal y espeso»6, el que Darío, como cualquier turista, vio en convencionales visitas.

Se parte, pues, de una estilización exacerbada para crear un "locus amoenus", decantación de lo esencialmente bello a través de un proceso selectivo en el que sólo tienen cabida los componentes más depurados, para ir componiendo una tenue trama con un toque erótico y perverso.

Como aceptando lo inevitable, la imposibilidad de seguir sosteniendo fuera de las coordenadas espacio/temporales el contenido del poema, el receptor es subliminalmente apelado, se le insta maliciosamente a precisar esas coordenadas. Es ahora cuando se hace explícito el nombre de Versalles, como opción referencial que a esta altura no costaría nada admitir. Los datos que se apuntan en las interrogaciones percibidas como retóricas no hacen sino confirmar las conexiones con el palatino lugar en la más brillante de sus etapas: «¿Fue acaso en el tiempo del rey Luis de Francia?»: todo nos remite a las fantasías eclógicas de los cortesanos de los borbones, inmortalizadas por Watteau, Fragonard, Luly, Rameau, a los tiempos de la Pompadour, etc.

El yo poético, oculto hasta ahora, fiel a cierto desideratum simbolista, emerge súbitamente para, de forma sorprendente y contra toda evidencia, desechar una fijación realista, aunque ésta tenga un carácter exquisito, e inclinarse por una indeterminación en que la belleza, fuera de la historia, se acrecienta, libre de asideros y nutrida por la propia ambigüedad. Sólo entonces, y a cambio de eso, se permite comparecer ese yo: «Yo el tiempo y el día y el país ignoro». La única certidumbre es que Eulalia, la evanescente y risueña protagonista del poema, es inmortal, radicada en lo que Bachelard llamaría «un tiempo abstracto, privado de todo espesor»7.

«La divina Eulalia» es, así, no sólo un arquetipo del eterno femenino. Es la belleza misma, esa «thing of beauty» que John Keats definió como «a joy for ever»8. Tiempo es de recordar aquí a Ricardo Guitón: «Negación de la asediante vulgaridad y negación de la historia. Esto querían los modernistas. Saltar por encima del espacio y del tiempo (saltar sobre su sombra), sin insertarse por ello en un universo de espectros, sino de realidades del alma, menos fantasmal que los licenciados y damiselas que les rodeaban»9.

A partir de este poema emblemático, es inevitable que alguna vez lo inmediato reclame sus fueros en Prosas profanas, pero en tales casos actúa como contrapeso el factor distanciador y transformador. Tal sucede por ejemplo cuando un paisaje concreto, la pampa argentina, rodea al poeta solicitando objetivarse. El resultado es el poema «Del campo» -título engañosamente criollista-, donde, para empezar, hay una trasposición fabulosa de un recinto bonaerense, presidido por desrealizadoras entidades alegóricas: «Formada de rosales, tu calle de Florida / mira pasar la Gloria, la Banca y el Sport», mientras en el puro ámbito de la naturaleza, Puck, Titania, Oberon y Pierrof desvanecen el sabor campesino en la fantasía de la «Commedia dell'Arte». Parece inevitable la presencia del gaucho, pero éste se presenta a su vez ilusorio, como «espectral jinete», anticipo de don Segundo Sombra, desvaneciéndose en la noche, alegoría él mismo del corazón de la Patria y de la Poesía. Así lo cotidiano se hace "raro" y seductor.

No es, sin duda, casual que otro poema de asunto campestre, «Desde la pampa», escrito en 1898, como resultado de la permanencia de Darío en la estancia del novelista Argerich, poema en el que está menos velado el tirón de lo inmediato -potros y avestruces, vaca roja, rebaño gris, fresco y verde trebolar, etc.- quedara desplazado de Prosas profanas (pudo haberse incluido en la segunda y definitiva edición) para ser publicado más tarde en un libro misceláneo y menos comprometido con «la aristocracia del pensamiento» y «la nobleza del arte»10.

Si observamos en «Divagación», donde el poeta realiza un largo periplo por los caminos de lo erótico, las múltiples vías por las que Darío conecta con el exotismo -Grecia, la Italia renacentista, Alemania, España, China, Japón, la India, el antiguo Israel- vemos que son todas en sí mismas culturalmente prestigiosas, pero aun así, en varios momentos el poeta no se resiste a la idea de alcanzar una escritura de segundo grado. Si el grado cero, siguiendo a Barthes corresponde a la escritura neutra, puramente denotativa, el grado dos será aquel en que las connotaciones inciales, suficientes para elevarla a una condición poética, han sido duplicadas. Eso es lo que sucede cuando el mundo helénico, más que autosuficients para generar alta temperatura lírica, aparece recreado a través de lo francés: «Amo más que la Grecia de los griegos / la Grecia de la Francia» dice el poeta, para, seguidamente desplegar una serie de razones que no resisten el menor análisis intelectual y han motivado palabras de censura como las de Gastón Baquero, cuya excelencia como lírico no hay que encarecer, cuando se refiere a «la increíble "Divagación", en donde llegamos al pasmo de leer: «Verlaine es más que Sócrates y Arsenio / Hous-saye supera al viejo Anacreonte»11. Está claro que Darío tenía absoluta conciencia de la desmesura de sus palabras, teniendo además en cuenta la provocación adicional motivada por la aureola escandalosa de Verlaine, pero estas palabras no estaban hechas para ser sometidas a razonamiento. Darío no habría dicho esto en una de sus crónicas de París, pero estamos ante enunciaciones poéticas y ¿cómo discutirle a un poeta el derecho a afirmar cuanto quiera, a comparar, a asociar, a preferir, en suma, a ser rebelde contra lo establecido, a decir su verdad? Como reconoció Georges Santayana, «el mentir es privilegio de los poetas, porque están en una etapa anterior a aquella en que se separa lo cierto de lo incierto»12. Además, ahí sí que Darío está desafiando a la cultura oficial. No olvidemos que en la estrofa anterior a la que estas aseveraciones pertenecen había dado preferencia a las diosas escultóricas de Clodion (Claude Michel) sobre las del propio Fidias. Y ante esta última provocación, dice Zamora Vicente, minucioso analista de este poema: «Imposible, con un mínimo de sensatez, comparar el nombre de este escultor con el de Fidias. Es el clima general, entre festivo, galante y aristócrata el que Rubén, como fruto de una voluntad de estiló, persigue»13. Estamos mucho más allá de los que Curtius llamaba «el sobrepujamiento» («Uberbietung»)14. Por supuesto que no es necesario citar a Valéry ni a nadie para esta obviedad, pero Valéry la expuso muy bien: «Hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere entrar en la otra»15. Y añadamos con Chesterton que «la poesía presenta las cosas tal como aparecen con respecto a nuestras emociones y no respecto a cualquier teoría por plausible que parezca o a cualquier argumento por concluyente que sea»16.

Está claro que el mundo que llamamos real, el de las apariencias, es inferior al bosque encantado que se descubre por los caminos de la cultura. Por ello, al hablar del amor alemán, Darío se apresura a añadir que a él le interesa ocuparse del «que no han sentido jamás los alemanes», para refugiarse en la Gretchen o Margarita del Fausto, en la leyenda de Lohengrin recogida por Wagner, en la ninfa Loreley recreada por Heine; si se trata del amor español, muy lejos de acudir a sus numerosas fuentes o referencias directamente españolas, utilizará el filtro desrealizador de lo francés, la visión de la España pintoresca de Gautier y Merimée; y si del oriental, no falta una razón tan explícita como ésta para mostrar las razones de su devoción: «Me deleitan la seda, el oro, el raso. / Gautier adoraba a las princesas chinas». En el fondo no se trata sino de una nueva aplicación del principio de autoridad de la antigua retórica, con la gran diferencia de que ahora no se halla regido por los tradicionales principios de la lógica, sino por los impulsos soberanos de unos valores presididos por una subjetiva percepción de lo estético. Por un ansia, en definitiva, de sublimación.

Ángel Rama, refiriéndose a otros de los poemas más característicos de este libro, el soneto en alejandrinos «Margarita», centra esta cuestión, cuando asegura que las características de dicho soneto «remiten la historia a un cielo artístico. La experiencia de lo real es evidente en la precisión de las formas, en la general subjetivación del poema, en el uso de referencias ambientales, pero esa experiencia está traspuesta, impostada por la melodía»17. Curiosamente, Dámaso Alonso (y no queremos con esto abrir un nuevo y sugestivo frente en nuestro análisis) había afirmado hablando del maestro del culteranismo que «el empeño de Góngora es el encerrar la múltiple variedad del mundo en un cielo inmutable y depurado». Y añadía? «A lo perecedero, a lo variable, a lo mezclado o borroso (plano real) sustituye lo eterno, lo nítido, lo exacto (plano del arte)»18. Tal circunstancia es, desde luego, patente desde el momento en que la composición que nos ocupa, aun ignorando el determinismo del propio título, refleja con tanta fidelidad los rasgos más acuñados de la heroína de Dumas, que anula cualquier conexión con un referente de carne y hueso. Ese referente existió. Darío lo recuerda en su Autobiografía: «¿En dónde se encontrará, Dios mío, aquella que quería ser una Margarita Gautier, a quien no es cierto que la muerte haya deshojado, "por ver si me quería", como dice el verso, y que llegara a deshojar tanto mis sentidos y potencias? ¡Quién sabe!»19. Más donairosamente puntualiza este episodio su biógrafo Edelberto Torres: «Una hermosa uruguaya lo pone entonces de vuelta y media. Se enamora con toda su pasión de hombre y de artista, pero la hija de la República Oriental se le escapa. Este episodio lo eleva a la categoría de tragedia, pasándolo por el prisma de su imaginación para convertirse luego en el soneto "Margarita"»20. El personaje real se transmuta, en efecto, en una variante de la mujer fatal que recorre Prosas profanas. Ante este poema somos espectadores de una ficción, porque resulta muy difícil separar de un acreditado referente literario a la mujer cuyos «labios escarlatas de púrpura maldita / sorbían el champaña del frío baccarat», de la «flor de histeria» que llora y ríe, de la arrebatada por la muerte, curiosa de conocer el alcance de sus sentimientos. Pero esa ficción no es gratuita; en realidad sólo aparentemente es ficción, porque a través de estos procedimientos el poeta está dignificando sus experiencias, las está remitiendo al nivel supremo de los arquetipos. La Margarita de Dumas, ya con dignidad de mito, está mucho más próxima a uno de ellos que la «real» joven uruguaya, que, de hecho, ha desaparecido del poema. En este sentido, cabe recordar que J. Nelson Barria Navarro21 ha relacionado también a la heroína de este soneto con cierto tipo femenino de Las flores del mal (poema «La belleza») o con «La belleza de la Medusa» de Shelley, relación que puede extenderse a un buen porcentaje de la tipología femenina de Prosas profanas. Y aun más, no ha faltado quien haya supuesto la posible relación de la «Margarita» dariana con las protagonistas de un cuento de Gastón Danville, publicado en el libro Contes D'au delà en 1838, y con la del soneto de Tristan Klingsor «Marguerite á la fleur», aparecido en el Mercure de France en 1894, textos ambos que pudieron haber sido conocidos por Darío22.

La hipóstasis con lo literario, con lo cultural es el inicio de un camino que tiene su fin en el encuentro con las cosas tal como están en el cielo, de las que, como decía Swedenborg, aquellas que se encuentran en la tierra apenas son toscos signos. ¿Y qué otra cosa puede hacer el poeta, poseedor, según Baudelaire, de «une nature exilée dans l'imparfait et qui voudrait s'emparer immédiatement, sur cette terre mème, d'un paradís revélé»23. No es, pues, cierto que, como también asegura Zamora Vicente, «tales divagaciones están lejos de todo compromiso, de toda problemática»24. La problemática es nada menos que la de construir un espacio creado -antes de Vicente Huidobro- con la palabra, un espacio autónomo, con su propia inmanencia, llegar a la sabiduría por el encantamiento. Un espacio acomodado al concierto armónico del universo, una parte de una perfecta superestructura.

Si la belleza es instrumento de indagación y conocimiento, su utilización dialéctica posee un pragmatismo en ese orden que es preciso esforzarse en comprender. Una muestra de ello es «El poeta pregunta por Stella», uno de los poemas donde el fenómeno de la oblicuidad al que nos estamos refiriendo cobra un perfil singular. Está dedicado, como cualquiera que conozca la biografía dariana puede deducir, al recuerdo de la primera esposa del poeta, Rafaela Contreras, tempranamente desaparecida, y sucede en él que el aparente primer receptor del mensaje es un elemento de nivel secundario en su origen. Darío vigoriza un topos retórico, la «captatio benevolentiae». Este topos se utiliza normalmente para solicitar la atención generosa del receptor de un texto y va, por lo tanto dirigido a ese receptor25. Lo singular en el poema de Darío es que el emisor busca la atención y aun la complicidad no del receptor sino del elemento poemático que por su privilegiada condición de objeto artístico está capacitado para «saber» y «transmitir». El procedimiento, en principio, tiene hondas raíces en la poesía popular y en la culta. La muestra más atrayente es la que nos ofrece San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual, cuando solicita nuevas del paradero del Amado a privilegiados seres de la creación: «¡Oh, bosques y espesuras, / plantadas por la mano del amado!, / ¡Oh, prado de verduras, / de flores esmaltado, / decid si por vosotros ha pasado!»26, pero hay muchas más27.

Si volvemos a referirnos a la singularidad de Darío, es porque difícilmente puede encontrarse un caso como éste en el que el objeto apelado -verdadero talismán- mediante la amplificación de la discreta "laudatio" que eventualmente puede aplicársele, alcanza un desmesurado protagonismo, de tal modo que sólo en el último momento se restablece «in extremis» la lógica esencial. El poema se abre ya con la función conativa: «Lirio, divino, lirio de las anunciaciones, / lirio, florido príncipe, / hermano perfumado de las estrellas castas, / joya de los abriles»... Parecería suficiente el halago ejercido al objeto que se supone tiene el mero rango de intermediario. No obstante el discurso poético continúa aplicándose a prolongar ese empeño laudatorio durante doce versos más (son, por lo tanto, 16 los dedicados a ese fin). Únicamente, en última instancia, el poeta dedica dos versos a formular la pregunta que el homenajeado lirio debería, dada su potestad, contestar: «¿Has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella, / la hermana de Ligeia, por quien mi canto a veces es tan triste?». Rectificada la desviación, todavía la asociación de Stella con una ilustre criatura literaria, Ligeia, contribuye a desrealizar, a arrancar de la simplicidad de lo «real» a Rafaela Contreras, por un procedimiento -aunque sincopado- relacionado con el que había convertido a una joven uruguaya, en Margarita Gautier. Hay que recordar que esta asociación Stella/Ligeia había sido desarrollada ya en el capítulo «Edgar Allan Poe» de Los raros, donde hay todo un pasaje dedicado al desfile de las bellas y melancólicas heroínas del gran poeta y narrador norteamericano -Irene, Eulalia, Leonora, Francés, Ulalume, Helen, Annabel Lee, Isabel y Ligeia- «liliales vírgenes» con las cuales queda hermanada Stella, como ser angélico ella misma.

Ahora bien, el hecho de que lo que no estaba llamado a tener sino un mero valor instrumental haya alcanzado un inusitado rango, produciendo una desviación fundada en la sublimación del elemento de apoyo, no impide que se produzca una lectura en hipálage, y, como suele ocurrir con este tropo, la cualificación indirecta no es incompatible con lo atribuido frontalmente a un objeto. La imagen de la muerta quedaría, así, potenciada, más allá de la dominante levedad de su tratamiento explícito. Tal vez no sea excesiva, por todo ello, la afirmación de Ignacio M. Zuleta de que estamos ante «el más logrado poema amoroso de la producción de Darío»28.

Expresar, como lo hizo en «El reino interior», el drama de la dualidad del alma humana atraída igualmente por el vicio y la virtud, en uno de los poemas donde más intensamente se explicita la inquietud existencial presente en todo el libro, es empresa para cuya realización Darío hubo de acudir a los procedimientos de ascensión, a los signos superiores que facilita el credo simbolista. Signos que enlazan con el mundo de las alegorías medievales, pero también con determinados paisajes literarios: los jardines diseñados por el hagiógrafo dominico del cuatrocento Fra Domenico Cavalca, a quien había conocido por la vía de los prerrafaelitas y de quien se había ocupado en Los raros, sin olvidar al «divino Sandro». Está además la trasposición, también declarada, aunque reducida y si queremos, unilateral, de los satanes de Echbatana, que Verlaine presenta en su poema «Crimen Amoris» de Jadis et Naguère29.

La existencia de ese último referente cultural nos sirve para observar hasta qué punto Darío es capaz de procesar, adaptándola a su sensibilidad e independizándose del punto de partida, una fuente literaria. Como advirtió Edmund de Chasca, en «Crimen amoris», para empezar, hay «fausto de gentío, nada de economía en la disposición de las figuras»30. Frente a ello, Darío establece un contraste sincrónico en los dos tipos de personajes que presenta y, lo que es más importante, hace que mientras en los versos de Verlaine «el punto de vista es el de la culpa, figurada por un ángel caído», en los de «El reino interior» tal perspectiva corresponde a «la inocencia vulnerable, representada por la infanta de las manos liliales, el alma sin mancha»31. Evidentemente, el Satán protagonista de "Crimen amoris", «más palabrero que reflexivo, que sugiere una solución simple al problema del enfrentamiento entre el bien y el mal, es decir, el triunfo del primero mediante la ayuda de Dios, es portavoz del apasionamiento católico de Verlaine en uno de sus momentos de búsqueda del apoyo divino para salir de su turbulenta vida». Darío, para Chasca, por medio de la Infanta, «nos hace sentir el misterio insondable del problema moral sin determinarlo»32. En nuestra opinión, Darío también ha pretendido algo más: estamos ante un esfuerzo acorde con lo expuesto por Quirón en el «Coloquio de los centauros» («Ni es la torcaz benigna ni es el cuervo protervo; / son formas del enigma la paloma y el cuervo») para sostener la conciliación de elementos contrarios en el marco de la armonía del universo.

Otro buen ejemplo de la "manipulación" de las fuentes en función de algo más complejo que el puro gusto de usar filtros culturales es, naturalmente, «Cosas del Cid», poema que, a nuestro propósito nos interesa especialmente, incluido en la segunda edición de Prosas profanas (París, 1901). He aquí otro inmejorable ejemplo de la desviación rubeniana. El poeta nos ofrece en este caso a un Cid modernista que huye de la historia para enriquecerse en la leyenda. Las fuentes de este poema fueron detectadas, como de costumbre, por Marasso. Sánchez Castañer -que recuerda otras presencias cidianas en Darío- hace ciertas precisiones y opina que el poeta, además de haber conocido sin duda alguna el Cantar de Mío Cid en la colección Rivadeneyra que tuvo a su disposición en sus días adolescentes en la Biblioteca Nacional de Nicaragua, dispuso también del Romancero general de Agustín Durán33, donde se encuentran los romances concernientes al Cid, y entre ellos los que contienen el germen del hecho recogido en el poema de Darío, así como de la Crónica rimada de las cosas de España, de donde proceden muchos de aquellos romances. Sin embargo prefirió apoyarse -y así lo declara- en el poema «Le Cid», poema del francés Jules Barbey d'Aurevilly (1808-89), inspirado también, aunque muy libremente, en el Romancero, poema aparecido en 1887 (Revue Illustrée), y luego en Poussières, libro postumo (1909), con un aporte adicional tomado de un cuento del narrador ruso Turguenev, que, como puntualizó, por otro lado Rafael Lozano34, es el titulado «El mendigo» (inserto en el libro Senilia, publicado en Francia en 1882), donde se refiere el acto de caridad de un señor que estrecha la mano de un indigente, como improvisada limosna que supla su carencia ocasional de dinero.

Primera consideración: Darío se desinteresa de la figura y los hechos históricos del Cid tal como los recoge el venerable Cantar, algo que puede justificarse por el hecho de huir de un medievalismo abrupto en busca de otra Edad Media, la que Verlaine había definido -según nos lo recuerda al hablar en Los raros de Fra Domenico, como «énorme et délicat»35. Una segunda reflexión nos lleva a preguntarnos por qué, en ese caso, no le había bastado al poeta para hacer su poema el más fantasioso Romancero o la Crónica rimada. La respuesta es fácil. Habiendo una versión francesa de dicho episodio, Darío había de inclinarse naturalmente por ésta, en cuanto ese filtro le daba una nueva jerarquía estética. «Me interesa el suceso del Cid y el leproso -podría haber dicho Darío- porque Barbey d'Aurevilly, un francés, lo ha honrado artísticamente». Es el mismo caso de Gautier y las princesas chinas36. Pero es que además le debió de resultar subyugante, hasta el punto de concederle los honores de dato esencial del episodio, la muy deliberada intención con que el Cid estrecha con la suya la mano del leproso, mientras en los textos castellanos el Campeador daba la mano al mendigo, diríamos que incidentalmente para ayudarle a pasar un vado montado en un mulo: «Rodrigo ovo d'él duelo / e tomólo por la mano; / so una capa verde aguadera / passólo por el vado / en un mulo andador / que su padre le avía dado»37. Algo, de todos modos muy agradecido por el leproso, a cuyo lado duerme en un improvisado refugio montaraz, o, en otras versiones en la habitación de una posada, quien resulta ser nada menos que Lázaro, mensajero de Cristo, que le concede, hablándole durante el sueño, el don de llevar adelante todas sus iniciativas, con algunas vivas expresiones de agradecimiento y ampliación de la recompensa -crecimiento de la fama, superioridad ante el enemigo, muerte con honra- en otros casos38.

En Darío, lo que había nacido como una fantasía en las ramificaciones de la épica castellana se enriquece en una fastuosa versión extranjera, donde el Cid lleva armadura de oro, complementada a su vez por otra también foránea, la de Turguenev, versión en la que Darío, en esta hora de búsqueda de lo diferente frente a lo familiar y heredado, de la preferencia por la amante parisina, aunque se estime a la esposa de la tierra propia, prefiere apoyarse. El fenómeno de desviación, acompañado del embellecimiento del episodio, le permite a Darío acentuar su literaturización, intensificada ésta, por cierto, mediante la aceptación implícita de otro recurso embellecedor, la alusión subliminal a la supuesta peregrinación a Santiago del Cid, bellamente insinuada en la presencia de los «peregrinos» de «piadosa voz», hecho que está recogido en algunos de los romances apócrifos39.

Por ahora, lo que importa es este motivo específico en el que, como dirá un personaje de Valle Inclán en Sonata de Invierno (y mucho antes Concolorcorvo), se aprecia que la historia es menos bella que la leyenda. Y Darío, por cierto -y hablamos ahora del periodista-, se muestra en esta misma línea, porque aun cuando en determinado momento no se atreva a hacer del todo suyas las palabras de Goethe: «El arte empieza donde acaba la vida»40, en el Diario de Italia afirmará rotundamente: «La visión: del poeta cobra realidad a medida que pasa el vuelo de los siglos. La fábula se encarna en la tradición; la tradición se alimenta y vive con la sangre misma del pueblo. Ninguna demostración histórica, ningún comento de centón, ninguna memoria de erudito destruirán lo que certifica la creencia de sucesivas generaciones, de ahí la absoluta inutilidad de los intentos para borrar de la conciencia popular la idea del milagro y el influjo de la leyenda»41.

Así, la anécdota o «hazaña» del Cid queda definida en términos que nos separan diametralmente de la recia y austera imagen del personaje en el Cantar, que queda explícitamente desechado cuando Darío asegura que no entran a formar parte de ella los vibrantes y demasiado previsibles hechos bélicos; es «fresca como una rosa, pura como una perla». Una aislada imagen expresionista, la que sirve para definir al enfermo proscrito («el horror animado, la viviente carroña»), hace destacar más la grácil pulcritud del todo, incluyendo la propia figura del héroe, a pesar de que Darío no aprovecha tanto como Barbey la oposición mendigo/héroe. El ajardinado paisaje, muy destacado en Darío, acrecienta su condición de espacio feliz cuando el poeta decide agrandar la estampa brindada por su modelo, agregando un «sorbo de licor castellano», que no tiene de tal sino el nombre, aun cuando se haya sugerido que la niña que aparece para premiar al caballero puede tener resabios de la que dialoga, atemorizada, con el Cid en Burgos en el viejo Cantar. Se trata de «una niña que fuera / un hada o que surgiera, / encarnación de la divina primavera», llena también de delicadeza prerrafaelita. En suma, como dice Sánchez Castañer en su cotejo del poema de Darío con el de Barbey, el nicaragüense sustituye el «enfatismo decorador» del francés por «cierto, intimismo preciosista»42, abrevia, como hemos adelantado, la antítesis héroe/ mendigo y convierte al Cid en «un galán más de corte»43, haciéndole vivir una segunda y original experiencia plena de bella ingenuidad. Zamora Vicente, al estudiar las modificaciones que el propio Darío fue introduciendo en la elaboración del poema hasta dejar la versión que conocemos, concluye que el poeta «ha pretendido, y lo consigue, dar al poema un clima de leyenda milagrera y candida, de trozo de Leyenda dorada (aunque al principio hay un vago resonar heroico). Y un clima de fondo pre-rafaelista de primavera rosada y florida, de aire candido a fuerza de campanas»44. Así pues, se da un distanciamiento de las fuentes primaria y secundarias españolas en lo que al Cid se refiere, y una separación por último de la propia fuente francesa escogida. Nos encontramos ante unas variantes de las funciones analizadas por Propp en su Morfología del cuento dentro del subtema «El héroe sufre una prueba [...] que le prepara(n) para la recepción de un objeto o de un auxiliar mágico»45. En este caso, Darío ha introducido, a diferencia de lo que ocurre en el romancero, donde es el propio desvalido quien le recompensa, una figura más poética, la de la niña, con su oferta, no pragmática, sublime, de una rosa y un laurel, para cumplir con ese requisito.

Iris M. Zavala, en su estudio de este poema, opina que «su contenido debe de haber entusiasmado a los españoles [...] porque ofrece la ilusión de la salvación por el espíritu. Coincide así [...] con aquellos noventayochistas que buscan en la España interior y profunda una solución a la crisis de 1898. Algunas palabras claves que van surgiendo en "Cosas del Cid" apuntan en esa dirección: El Cid (España bélica) ha de salvarse con hazañas del espíritu (Cid-poeta)»46. Su probable fecha de elaboración, 1899, en España, y ciertas concomitancias que Zavala, como Mejía Sánchez, ve con «Al rey Óscar» y «Cyrano en España», poemas de la misma época que pasarán a Cantos de vida y esperanza, no modifican en mi opinión la carencia esencial de tal compromiso en el poema, si bien no discutiremos tal posible lectura como algo adicional.

Alberto Julián Pérez ha explicado este tipo de fenómenos de desvío en estos términos, aplicando al poema «Bouquet» lo que podemos apreciar en «Cosas del Cid»: «El texto modelo opera como un paratexto modelador en relación al texto modernista: el paratexto modelador siempre admite otro tour de force para ser llevado a un grado más alto de estetización, hay dependencia del modelo, pero también competencia con éste»47. Y me parece interesante observar aquí un nuevo y curioso manejo del código de autoridad, tan antiguo como la literatura, al que antes nos hemos referido, y recordar lo que a este respecto, aunque no hablando de este poema sino de un modo general del comportamiento modernista en el proceso de enunciación, ha dicho Rocío Oviedo: «El antiguo criterio de autoridad se transforma, no se trata de imitar, sino de recrear de acuerdo con la omnímoda libertad del genio»48.

Vago y hermoso universo el de Prosas profanas, sin «la nacionalidad y la casta», y sin «el sabor de terruño» que reclamaba el desorientado Juan Valera49; donde, según dijo Rodó, las cosas de la tierra sólo «ofrecen [...] un interés "reflejo", que adquieren de su paso por la Hermosura»50; ámbito en el que no comparecen, como quería Núñez de Arce, «las grandezas naturales del Nuevo Mundo»51, porque el referente último concierne sustancialmente a un mundo situado en «un tiempo desencarnado»52.

Las indiscutibles consecuencias del despertar en soledad frente a «la palabra que huye» y el cisne que interroga al final de Prosas profanas no impedirán a Darío persistir en sus altas búsquedas. Búsquedas, en suma, de la embriaguez, porque -lo ha expresado bien María Zambrano- «la poesía es embriaguez y sólo se embriaga el que está desesperado»53. Lo mismo es decir que conoció las virtudes de la locura, fue uno de esos poetas que, como dijo Erasmo, «confiados en sus versos, se prometen a sí mismos la inmortalidad y una vida semejante a la de los dioses, y así lo prometen también a otros»54 Incapaz de conformarse del todo con las mezquindades de la «sensatez», en ninguno de los libros poéticos posteriores a Prosas profanas desaparecerán los mecanismos de sublimación por mucho que se produzcan eventuales rebajamientos de la fascinación elocutoria y una notable inserción de los quebrantos de la historia, de la apreciación en lo cotidiano del «vasto dolor» y los «cuidados pequeños». Eso es claramente perceptible en Cantos de vida y esperanza (1905), pero, desechando la tentación del inventario, pensemos que también sucede en el propio Canto a la Argentina, último de sus libros55.

Se trata, como es bien sabido, de un extenso poema escrito por encargo de La Nación de Buenos Aires para conmemorar el primer centenario de la Independencia del país, propósito análogo al de las Odas seculares de Leopoldo Lugones. Es, pues, el momento de la poesía obligadamente cívica, utilitarista, que con tanto entusiasmo había cultivado el poeta en su etapa juvenil. Era necesario exaltar la grandeza del país, magnificar su potencialidad material, dar la bienvenida a los inmigrantes, evocar las glorias pasadas, etc. Naturalmente, este poema que anuncia una probable claudicación del buscador de lo eterno ante la obligación de atender con excesiva disciplina a lo inmediato, difícilmente podía gozar de una acogida no reticente entre los seguidores de Darío. Paz lo vio como un texto que desarrolla «el evangelio de la oligarquía hispánica de fines de siglo, con su fe en el progreso y en las virtudes de la inmigración europea»56. Ellen Banberger llega incluso a señalar que Darío asimila la Argentina a los Estados Unidos en el Canto («ímpetu exterior hermana / a la raza anglosajona / con la latino americana»), dentro del espíritu panamericanista de la «Salutación al águila» y el poema «Pax», que el nicaragüense leerá en 1915 en la universidad neoyorquina de Columbia («hagamos la Unión viva que el nuevo triunfo, / The Star Spangled Banner, con el blanco y azul»57).

Parecería tal vez que la definitiva, única y accesible «sagrada selva» se hubiera reducido a esta realidad pragmática: la Argentina y su sólido crecimiento material. Mas es necesario valorar el esfuerzo de Darío para, aun condicionado como estaba, no doblegar del todo sus rebeldías de poeta ante la fascinación doméstica de su segunda patria. La Argentina se convierte así en la «región de la Aurora», «el país de la armonía», la «región del Dorado», poseedora del «Vellocino de Oro». Se remonta el Río de la Plata para convertirlo en «el misterioso hermano / del Tigris y el Eufrates bíblicos»; los caballos que cubren la pampa son «nuevos tropeles de centauros»; no hay más remedio que escuchar «el grito de la triunfal / máquina de la ferrovía/ o del volar del automóvil / que pasa quemando leguas» y contemplar los docks que «se erizaron de chimeneas», pero ahí está Hiperión y enseguida Ovidio, el «cisne de Sulmona», sustentador de la poesía de la nueva Arcadia. Ahí Deméter, Mercurio, Apolo, los héroes legendarios, el sol, padre teogónico, la nueva Venus, Platón, Orfeo, «el reino del Arte» que recibirá los viejos cantares puros de los gauchos, poseedores con Santos Vega de una mitología propia, Cartago y Ofir, los imperios indígenas que tal vez conocieron a Pan y a Baco (como la «América nuestra» de la «Oda a Roosevelt»). Todo está contenido en este territorio en cuya focalización el irrenunciable poeta deja de lado al sociólogo humanitario.

Concluyamos admitiendo con Françoise Perus que Darío fue un «vate que trató de hacer de la poesía el último bastión de una concepción sublime y armoniosa que irremediablemente sucumbía en el vórtice de un mundo cada vez más desacralizado y conflictivo, donde ya nada podía impedir que Prometeo pasara a ocupar el sitio de las antiguas vestales»58.





 
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