Ingredientes modernistas de un
post-romántico: V. W. Querol
Jordi Gracia
Universidad de Barcelona
La deliberada
paradoja del título es una invitación a rebajar el
filo de cortes historiográficos demasiado terminantes. Que
el modernismo no fue invento personal de Darío no es ninguna
novedad y tampoco habría de serlo que algunas de sus
raíces y adivinaciones existen en autores que, como
Bécquer o Rosalía, fueron explícita y
continuamente admirados por sus máximos poetas. Donald L.
Shaw observó con sagacidad el posible impacto de Querol,
Vicente Aguilera o Balart en cierto modernismo, desde el
Ismaelillo de Martí o el Viaje sentimental
de Villaespesa al propio Antonio Machado [Shaw, 1981, pág. 106]. Existen en algunos de
ellos ingredientes estéticos adoptados por el modernismo
poético y algunas de sus vetas temáticas más
definidoras. Tanto desde el simbolismo, «forma de expresión lírica existente en
todo tiempo», define R. Gullón [Gullón,
1963, pág. 22], como desde el tono intimista, callado y
melancólico, es fácil registrar líneas de
fuerza o estímulos poéticos que, aprendidos o no en
la tradición más reciente, persisten y se desarrollan
en la estética literaria del modernismo.
V. W. Querol
obtuvo una notable estimación contemporánea a pesar
de los segundos y terceros lugares que la historia ha ido
reservándole. Una clara evolución estética y
personal llevó sus versos desde los iniciales fervores
quintanescos hasta una sensibilidad afín al Bécquer
aprovechado por los modernistas. En el camino practicaría
una poesía de tonos suaves, lánguidos, asomada
melancólicamente a la aspereza del tiempo, dócil al
encanto y la calidez del hogar familiar y seducida por un cierto
simbolismo espontáneo. Un afán de
sugestión de atmósferas sentimentales cuadra
insospechadamente con poemas del Machado primero o, en una esfera
de logros considerables, con el Unamuno más apegado al calor
hogareño. Ese «vivir en olor de
melancolía» que reivindica Gullón para Casal,
Silva, Gutiérrez Nájera o Darío, y, claro,
Juan Ramón o Machado [Gullón, 1963, pág. 14],
permite enhebrar los datos que postulan una continuidad
estética entre un romanticismo español desencajado y
la plenitud de un modernismo menos huérfano de lo que se
pretende. Continuidad que, en este caso, no vendrá sostenida
en el positivismo estricto de un préstamo o una influencia,
aunque el ejercicio podría ser viable: los recuerdos que
dedican Unamuno o Azorín a este poeta valenciano ayudan a
aislar ingredientes de uso modernista porque, entre otras cosas,
también aquí se trata de una afinidad sentimental
canalizada, ocasionalmente, por un registro poético
identificable. En intención, en técnica, en capacidad
selectiva y, en definitiva, en lenguaje poético, Querol
puede ofrecer, debidamente escogidos, elementos válidos de
comparación con el simbolismo más
paradigmático aunque también menos atrevido.
Todavía demasiado ligada al cañamazo de un
diseño clásico, alguna rima al estilo de
Bécquer apunta a un simbolismo no programático.
«A orillas del ancho río» es un excelente
ejemplo de esa aproximación, y como tal, necesita de un
último verso explícito y sentencioso: «Vida,
amor, nobles intentos!» (1964, pág. 31).
El ideario
poético de Querol se recoge en distintas composiciones de
carácter circunstancial. Las más interesantes son las
epístolas a Gaspar Núñez de Arce, por sus
Gritos de combate (como subrayaría Valera, 1878,
pág. 263) y la que destina a P. Antonio de Alarcón,
con quien mantuvo una relación bastante estrecha en algunos
momentos de su vida1.
En esta última carta, «acerca de la
poesía», pueden espigarse reflejos muy congruentes con
su época pero también con aquel «último baluarte, el único reducto
invulnerable de ser» que Gullón hizo patrimonio de
los modernistas: la «invención salvadora» que
anima la Poesía en mayúsculas, el Ideal rubeniano de
arranque romántico [Gullón, 1963, pág.
39]:
¡Numen severo de la
historia!
-Vive
todo lo que el poëta
con sabio ritmo sonoro
escribe;
muere lo que desdeña!-
La confianza en la
palabra escrita -«mi fe en ti», escribe Querol en el
mismo poema (pág. 4)- evoca ciertamente la enérgica
defensa, tan característica del modernismo, de la
poesía vinculada a elementos visionarios y mágicos.
Incluso anticipa algo de ese peculiar misticismo del vate que
trasciende la inmediatez de los sentidos y canta la esperanza ante
el misterio, tan romántico y tan inaccesible como la
«adusta perfección», como el «secreto
ideal» que Rubén Darío exaltaría en
«Yo soy aquel que ayer...» o «El coloquio de los
centauros»:
el vate, el sacerdote, suele
oír el acento
desconocido; a veces enuncia el
vago viento
un misterio...
[Darío, 1987, págs.
56-57 y 96]
El mismo recurso
aparece en la poética de Querol, con una intención
análoga y que hace suficientemente explicable la
coincidencia de dos estéticas vinculadas por el mismo
desdén hastiado por el presente y el mismo afán de
trascenderlo en la creación poética:
...Es el poeta
fiel sacerdote que custodia
oculto
del viejo dogma el profanado
culto,
o es del lejano porvenir
profeta.
(pág. 24)
Dualidad semejante
a la de estos versos de la «Carta a Don Gaspar
Núñez de Arce» está presente de nuevo en
otros lugares. La Carta a Alarcón cede a la Poesía,
hija de la belleza y del sentimiento,
la predicción de la
esperanza nueva
o el triste llanto de la edad que
expira;
y como en la callada
soledad de las noches, de astro en
astro
vuela el pálido rastro
de la luz increada,
así el vate, en la
oscura
noche del tiempo, que el pasado
esconde,
habla a los bardos de la edad
futura.
(pág. 6)
La
reflexión de Querol sobre la poesía y su
función es claramente deudora de una base romántica
que, de manera residual pero revitalizada con distintos elementos,
llega al modernismo. La sacralización de la poesía en
manos de los jóvenes autores modernistas recobra las dosis
de fe y entusiasmo que la poesía campoamoriana diluye en un
escepticismo a menudo explícito o, si se quiere, en un
tácito acuerdo con el entorno, encubierto por actitudes
cínicas y descreídas. En este sentido, las consignas
de Querol a Núñez de Arce por sus Gritos de
combate entran en perfecta armonía con el diseño
de esta estética:
haz que en las almas libres
la fe, el amor o el entusiasmo
brote;
marca su ruta al caminante
incierto.
(pág. 25)
Este mesianismo
explícito en su concepto de la poesía, como
dirección espiritual de la humanidad, -con «toda la gravedad y trascendencia de la del
rector de pueblos», apostilla J. M. de Cossío
[Cossío, 1960, II, pág. 891]- no está muy
lejos del ideario modernista, en lo que tiene además de
remedo clásico [Shaw, 1981, pág. 103].
La carta a Pedro
A. de Alarcón (¿1876?) presenta todavía otras
muestras del lenguaje poético de Querol que no es
difícil vincular al «neorromanticismo a cuyo impulso se desvanecieron
los desvaídos ecos de los retoricistas
suplantadores» [Gullón, 1963, pág. 32]. La
poesía, dice Querol,
gime en la selva que estremece el
viento,
triste en la fuente solitaria
llora,
canta del aire en el alegre
acento,
ríe en la luz de la naciente
aurora;
y cuando cruza con callado
vuelo
la tierra, el mar o el cielo,
todo en ritmo sonoro
vibra al compás del
cadencioso metro.
(pág. 7)
Cierto que, por
ejemplo, el primero y cuarto de los versos transcritos no
sintonizan con la sensibilidad a que apuntan los otros, pero
éstos son testimonios de interés de una
renovación interior de la poesía, como algunos
más, que doy seleccionados de la misma carta:
En la indecisa
vaguedad del espíritu; en la
calma
de la conciencia justa; [...]
en los deliquios lánguidos
del alma; [...]
en los hastíos de la humana
vida
y en el místico amor de un
bien eterno [...]
ella, la Poesía,
surge y cruza sombría,
y el puñal blande o la
oración murmura.
(Ibídem)
El último
verso parece refrendar en su construcción bimembre y
disyuntiva la selección que he practicado al transcribir el
pasaje. Los versos omitidos verifican la imagen más
tópicamente romántica del puñal blandido
(pasión y énfasis) mientras los transcritos caminan
mejor por la senda de la murmuración sin estridencias ni
efusiones, un rezo sentimental y silencioso que se ha de hacer
tantas veces paradigmático de un cierto modernismo
hispanoamericano y español.
Fuera ya de los
planteamientos teóricos, la revisión de su obra
poética permite obtener también algunos resultados
estimables. Por entre versos ligados de pies y manos al
romanticismo formulario, se filtra inesperadamente una sensibilidad
extemporánea. Crece la afinidad con modulaciones
líricas menos afectas a la retórica enfática y
más dadas a la sugestión de atmósferas, a las
vivencias sencillas concebidas en el tiempo y experimentadas como
transcurso sosegado, a la complacencia en estados de ánimo
ambiguos e indefinibles y, sobre todo, a la nostalgia y la
melancolía. El aprovechamiento simbólico y sugerente
de ciertos elementos del paisaje y la tonalidad baja y ensordecida
de algunos versos de Querol hacen de este poeta ejemplo imprevisto
de un registro universal particularmente explotado por la
sensibilidad modernista.
Aplazando para un
momento posterior la poesía familiar de Querol, la
mejor acogida por la crítica moderna y coetánea del
autor, de Valera, Unamuno o Azorín a Cossío o
Guarner, propongo ahora algunos fragmentos que justifican el
entramado de paradojas estéticas que quiere registrar este
trabajo. La presencia de un yo poético confidencial y
secreto resulta un excelente pie forzado para la detección
del callado fluir de la temporalidad, vertida en formas alusivas a
la vaguedad de un estado de ánimo. Una vitalidad
contradictoriamente agonizante, todavía asida a la esperanza
porque «mal apagado el fuego de los
años/aún, removiendo la ceniza, humea»,
(«Epístola a un amigo», pág. 10), canta
desde imágenes de un considerable rendimiento
lírico:
Por la arboleda umbrosa y
escondida
muevo la planta perezosa,
incierta
de dulces sueños con el alma
henchida.
(Ibídem)
Sombras y silencio
que se asocian al crepúsculo como dato referencial de un
neorromanticismo que puede encontrar hitos válidos tanto en
las formas más características de un Antonio Machado
-«Las ascuas de un crepúsculo morado...»- como
en la del Gimferrer más visionario de «El arpa en la
cueva»:
Cuando tras las colinas del
ocaso
el sol su disco enrojecido
esconde,
marco en la playa el vacilante
paso;
marcho abstraído sin saber a
dónde,
y a la honda voz de mis
secretos
triste el gemido de la mar
responde.
(pág. 11)
La dicción
estrictamente poética, desde la sintaxis hasta una
incapacidad casi total para la elipsis, aleja sin duda este
fragmento de Querol de las referencias aducidas más arriba,
pero el aprovechamiento de imágenes y de una
adjetivación bastante identificable los hace respirar con
una visible complicidad. La imaginería sencilla e
intencionada, cuando supera una gratuidad demasiado frecuente en el
Querol de composiciones más ambiciosas y fallidas, presenta
a las claras su dependencia intelectual y estética de un
concepto de la poesía que superarán Bécquer o
Rosalía y, en su senda, los modernistas. En la «Carta
al señor don Alfredo Weil, poeta», composición
muy posterior a su etapa de plenitud (1859-1876), subraya Querol el
distinto registro con que accede la poesía, ahora, en
1886:
No ya la hermosa,
la enardecida poesía
aquella
de mis antiguas juveniles
odas,
sino la triste musa del
recuerdo
que las muertas imágenes
evoca.
(pág. 27)
No logra, sin
embargo, explotar este potencial lírico, esta nueva
disposición, en la estrofa siguiente, demasiado ligado de
nuevo a estructuras poéticas y sintácticas tan
rígidas que impiden la inflexión sentimental que pide
el itinerario de la memoria. Un deficiente sentido de la
economía poética estraga determinadas imágenes
al apropiárselas una estructura sintáctica, y un
estrofismo, al fin y al cabo, no permeable a vaguedades
sentimentales y afectivas como las que intenta expresar e imita,
según escribe en la misma carta:
¡Ah!, si lograse yo que
enternecidas
fueran voz de mis cánticos,
la forma
no imitaría nebulosa y
triste,
de los vates
germánicos.
(pág. 28)
En seguida
manifestará un abierto rechazo por la tonalidad más
sensiblera, de origen germánico, pero es una hostilidad que
debe matizarse a la vista de algún dato recogido en la obra
de Andreu Gonzálvez, 1935. Se reproduce aquí la carta
dedicatoria del homenaje que rinde a Llorente el Ateneo valenciano
el 23 de enero de 1886, firmada en primer lugar por Querol, quien
con toda probabilidad debió escribirla, y el resto de
ateneístas, después. A propósito de la
traducción que Llorente preparó de Heine (Barcelona,
1885), interesa recoger los términos en que se refiere a la
poesía de los famosos suspiros, tan aborrecida de
Núñez de Arce. Querol aprecia positivamente la
dificultad de
encerrar en nuevo
cuerpo y nueva forma ese espíritu vago, sutil, intangible y
vaporoso del poeta germánico, como es locura querer
aprisionar en el aire el invisible aroma de las flores [...]
poesía indecisa, cambiante, indefinida, de Heine, cuyas
sensaciones se parecen más a las que produce el ritmo y las
melodías musicales que a ¡as que engendran las ideas
habladas.
[Gonzálvez, págs. 98-99
y Sánchez Moguel, 1893]
Los versos de
Querol evocan a menudo el concepto de lo que la crítica
británica llamó «pathetic
fallacy», que destempla el aire de
monótona sencillez con que fluye el verso. Tengo a la vista
una rima de inspiración netamente becqueriana -y de las que
llevan a un cierto Juan Ramón y un frecuente A. Machado- que
se ve rota, sin embargo, cuando la retórica más
impersonal sustituye a la evocación de un recuerdo o un
sentimiento. Se trata del comienzo de la rima XI, y del final, que
recupera conscientemente el mismo elemento simbólico que
abre el poema y cuya continuación es muy inferior:
¿Ves esa lámpara
triste
que en la olvidada capilla
del viejo templo cristiano,
junto a la virgen bendita,
las sombras apenas vence,
pero inalterable brilla?
Todavía
lejos de los mejores logros del simbolismo, Querol acude a los
términos referenciales que tranquilizan una conciencia
estética incapaz de rebasar los límites de su propio
registro poético:
Yo sé de un alma que
arde
por ti en casto amor, oh
niña,
como la lámpara triste
de la olvidada capilla.
(pág. 38)
La
evocación de cualquier mediocre grabado de época es
simultánea al sonido inconfundible de una
adjetivación que es literal y es simbólica, al uso
machadiano que a tantos malentendidos dio lugar. Lámpara
triste, olvidada capilla, viejo templo, luz que apenas vence las
sombras, son algunos de los ejemplos que justifican un anticipo
germinal de los usos poéticos del modernismo, más
allá del evidente becquerianismo de la rima.
La
composición más rica en imágenes y más
imaginativa es un largo poema que Querol titula
sintomáticamente «Visión» y cuya
singularidad estriba en la explotación intencionada de
recursos que, como los elementos fantásticos, apenas
usaría en otros poemas. Joan Alcover, en una apreciable
revisión de la obra del valenciano, publicada en dos
entregas de La Vanguardia (1921) destacó en el
poema al Querol que «supo renunciar a la
frondosidad densa y copiosa para alcanzar con la concisión
lapidaria el vivaz halago de la fantasía»
[Alcover, 1951, pág. 660]. Es este rasgo que puntualiza
Alcover el que más convincentemente justifica una vecindad
estética insólita entre un cierto Querol y la riqueza
imaginística del Ismaelillo de Martí.
En cualquier caso,
y muy de acuerdo con los usos modernistas, el recuerdo va a ser el
mejor aliado expresivo que encontrará la poesía de
Querol. Si la «Carta a mis hermanas», que Luis Guarner
fecha en 1876 [Querol, 1964, pág. 90], jalona sus estrofas
con un significativo «¡Todo subsiste como
entonces!» para entregarse a su recuento, la citada
«Carta al señor don Alfredo Weil, poeta», diez
años después, no deja lugar a dudas sobre el papel
que progresivamente ha de desempeñar la memoria:
¡Musa de los recuerdos!
¡Aún con ella
todo a mis ojos cambia, y todo
cobra
vida y color y movimiento!
(pág. 27)
Este recurso, sin
embargo, atrae hacia sí una tonalidad normalmente
teñida de nostalgia y amarga placidez. En Querol es un
instrumento de reconstrucción de escenas familiares perdidas
o irrepetibles por la ausencia de alguno de sus miembros. La
eficacia de la memoria y la sutileza sentimental de sus evocaciones
entusiasmaron a Unamuno del mismo modo que han sido el precario
asidero al que la crítica ha podido acudir para revisar la
obra de Querol2.
El resultado
más satisfactorio obtenido desde la evocación del
pasado como eje vertebrador del poema está en
relación con la poesía de ámbito familiar y
doméstico. A pesar de los numerosos lugares en que Unamuno
consignó su predilección por esta faceta de Querol,
no llegó a identificar el recuerdo y la memoria como el
ingrediente clave de su simpatía por el
«entrañado poeta» [Unamuno, 1958, I, pág.
735]. Y no es casual que sean «horas de languidez y desgana
de estudio» las que le impulsan a releer los versos de Querol
y singularmente los cuartetos dedicados a la infancia feliz de
«A un árbol». La persistencia de la
renovación primaveral que vive el árbol está
ausente del ánimo del poeta, «rugosa la frente y seca el alma» que
ante el árbol «evoca las memorias
indecisas / de la edad juvenil» (pág. 84).
Este «dulcísimo y jugoso Querol»
[Unamuno, 1958, I, pág. 735] es, por otra parte, el mismo
que Valera apreciaba: «mejor poeta
subjetivo que objetivo; esto es, que vale más cuando expresa
sus propios sentimientos; cuando hace, por decirlo así,
examen de conciencia...» [Valera, 1878, pág. 267].
En la misma línea de Unamuno, para Valera «lo mejor de Querol son sus poesías
amatorias y sus poesías inspiradas por el afecto a su
familia» [ibíd., pág. 279]. Insisto
una vez más en señalar el terreno de la memoria
familiar como el que mejor resultado lírico dio a Querol
-con el respaldo de lector tan singular como Unamuno: «doy todo Zorrilla por las cosas que Querol
decía de sus padres y su hermana muerta, o las que a sus
hermanas vivas decía» en torno al pasado
común de la familia [García Blanco, 1951, pág.
65]. Esta «Carta a mis hermanas» a que alude Unamuno y
que Cossío destaca como una «de
las más representativas del sentimiento familiar»
[Cossío, 1960, II, pág. 894] que modula la
poesía de Querol, contiene elementos que evocan
poderosamente la tonalidad entre alicaída y
nostálgica de la poesía de fin de siglo y modernista.
Toda la carta se compone sobre el recuerdo del hogar
donde corrieron,
para nunca volver, los dulces
años
de nuestra infancia, donde eterno
vive
vuestro recuerdo, hermanas.
(pág. 90)
El recurso
estructural de la enumeración traza el itinerario por los
espacios conocidos y cuya adjetivación vuelve a ser
decisiva: las puertas cerradas que el poeta abre «con gemidos
/ plañideros» y que
entre el vago
silencio, suenan como a voces
tristes
de las muertas memorias del
pasado.
(pág. 91)
Y el familiar eco
de las campanas, en tantos modernistas, suscita de nuevo la
sensación de un romanticismo en cuya agonía se pierde
el rumbo de la enfática afirmación, sustituida por la
complaciente memoria de un pasado idealizado:
Suena
el esquilón del viejo
campanario
de la antigua iglesia, y suenan
lentos
del transeúnte los medidos
pasos
por la desierta calle.
(pág. 93)
También en
«Ausente», dedicada a su hermana tempranamente
desaparecida, Querol regresa al paisaje más personal y
conseguido de su poesía. El ámbito de la infancia
ahora se resuelve en una imaginería de la decadencia y el
abandono, aunados a la melancólica «lección del
paisaje de nuestra tierra», en palabras de Unamuno [Unamuno,
1958, I, pág. 739]. Desde el «viejo portal» de
«fondo oscuro» o el «tosco muro / del
caserón» hasta la «casa natal deshabitada y
vieja» junto a «las alamedas del
río / donde vagué soñando a mi
albedrío» (pág. 100), es fácilmente
perceptible la inflexión de una voz nueva e imperfecta,
descontenta con la sonoridad ampulosa de antaño e imantada
por un registro murmurador, aquietado y melancólico.
Poco más es
lo que da de sí el camino propuesto. Querol se sujetó
en la mayoría de sus composiciones a esquemas que no
tendrían continuación en el modernismo, o al menos,
no en modulaciones afines a las suyas, pero sí supo
encontrar la voz personal en un filón que tanto
explotaría Unamuno, sobre todo, pero que ya puede evocar en
registro distinto el Ismaelillo de Martí. Esta
manera delicada y sentimental que he tratado de subrayar tiende
delgados cabos hacia obras de algunos poetas del modernismo, y
hacia una sensibilidad distinta amparada bajo su rótulo.
Bien pudo decir Azorín de Querol que «es la sensibilidad que se halla en el
límite preciso en que, unos centímetros más, y
entrará en el terreno de la sensiblería»
[Azorín, 1941, pág. 189].
No se trata tanto
de rescatar a un poeta olvidado como de señalar anticipos no
desdeñables para una sensibilidad poética que combate
el agotamiento de un discurso recargado e íntimamente
insatisfactorio. Querol es un buen ejemplo de estados de
transición estética por su mismo abandono de la
poesía en virtud de una dedicación profesional
absorbente. La promesa de unos aires nuevos está en sus
versos tímidamente y se limita al simbolismo intimista de
modos suaves y callados, seducido por la memoria sentimental y
receloso ante la ruidosa celebración de pasiones
arrebatadoras. Por supuesto que es en Bécquer donde arrancan
los pasos más firmes para «una
evolución de las formas poéticas que
desembocaría en la depuración de su romanticismo que
es, en realidad, el primer modernismo» [Crespo, 1980,
pág. 29]. Pero quizá algunas briznas de esta
modalidad más alusiva y sugeridora que presentativa
debía estar intuyendo Azorín en los versos familiares
de Querol cuando anotó como clave de su poesía
«el conflicto entre lo que se ve y lo que
se quiere ver y es imposible ver. Por tal sensación aguda y
lacerante que el poeta nos da, suscita nuestra
predilección» [Azorín, 1941, pág.
190].
Desde 1876, con su
traslado a Madrid como jefe nacional de tráfico de la
Compañía Ferroviaria MZA, su labor poética fue
escasa y a menudo sólo circunstancial. Una rápida
aproximación al epistolario cruzado con su amigo Teodoro
Llorente documenta ese casi total abandono de la poesía
pero, sobre todo, su deseo de volver a ejercer como poeta «no con los vuelos de la imaginación,
escribe en 1889, el año de su muerte, pero sí con las
reflexiones de una benévola filosofía, que es musa de
los viejos» [Llorente, 1928, pág. 224]. Los asomos
de un cierto modernismo, los anticipos que indicaban una
incomodidad básica y cordial con su propia tradición,
parecen quedar arrumbados definitivamente. El propio Llorente le
había animado a escribir y Querol responde, en junio de
1884, con una agenda intolerablemente apretada y un desolado:
«¿cómo hacer versos en
tales circunstancias?» [Llorente, 1928, pág. 129;
véase pág. 89, 138, etc.]. Las referencias aumentan a lo largo
del epistolario. Esta continua postergación de la
poesía, a la vez que su misma llamada urgente e
íntima, desgarrada a veces entre el deber profesional y el
deseo, el cansancio y el ansia, permite conjeturar alguna
hipótesis explicativa. Querol parece encarnar en su propia
persona y trayectoria poética, con el abandono de una fuente
de compensaciones vitales como era la poesía, la
dinámica histórica y espiritual que condujo al
modernismo. Pero su sentido es inverso: todo queda en mero
anticipo, o, si se quiere, en mero atisbo de un camino de la
sensibilidad al que no va a dar continuidad, del que irá
alejándolo implacablemente la sumisión de las formas
de vida de un alto ejecutivo ferroviario sin tiempo para los versos
(pero sí para acusar su ausencia).
Leído el
modernismo en la versión que de él ha dado Octavio
Paz como «nuestro verdadero romanticismo» y como
«respuesta al positivismo, la
crítica de la sensibilidad y el corazón,
también de los nervios, al empirismo y cientificismo
positivista» [Paz, 1981, pág. 105], Querol se
sitúa de espaldas con un gesto de resignación e
impotencia mal dominados. Algo de respuesta a esa misma
atmósfera que combatiría el modernismo (y que es la
biografía del jefe nacional de tráfico de MZA) hay en
las lastimosas quejas de Querol a su amigo Llorente, pero lo hay
también, anticipadamente, en la parcela de su poesía,
sencilla y directa, todavía rígida y seca, que hemos
examinado. La profundización complaciente y cálida en
el sentimiento familiar, por un lado, y la depuración de la
espesa retórica que los versos de Bécquer
habían de sentenciar, permiten perfilar la imagen de un
poeta sin dotes especiales que, sin embargo, intuyó en su
propia poesía la urgencia de una renovación. Vista su
poesía sobre el fondo de una biografía literaria
abortada o truncada, cobran un valor nuevo los esbozos de
modernismo que hemos ido señalando. Significan la respuesta
fallida e interrumpida de su autor en dos frentes: el de unos usos
poéticos que fueron en otra época los suyos propios
(sus odas patrióticas quintanescas) y ante los que
dejó de conmoverse, por un lado, pero también, el
otro, el desdén y el hastío por unas formas de vida
que únicamente por la vía vergonzante y privada de la
correspondencia se vio capaz de impugnar a fondo.
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