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Ingredientes modernistas de un post-romántico: V. W. Querol

Jordi Gracia


Universidad de Barcelona



La deliberada paradoja del título es una invitación a rebajar el filo de cortes historiográficos demasiado terminantes. Que el modernismo no fue invento personal de Darío no es ninguna novedad y tampoco habría de serlo que algunas de sus raíces y adivinaciones existen en autores que, como Bécquer o Rosalía, fueron explícita y continuamente admirados por sus máximos poetas. Donald L. Shaw observó con sagacidad el posible impacto de Querol, Vicente Aguilera o Balart en cierto modernismo, desde el Ismaelillo de Martí o el Viaje sentimental de Villaespesa al propio Antonio Machado [Shaw, 1981, pág. 106]. Existen en algunos de ellos ingredientes estéticos adoptados por el modernismo poético y algunas de sus vetas temáticas más definidoras. Tanto desde el simbolismo, «forma de expresión lírica existente en todo tiempo», define R. Gullón [Gullón, 1963, pág. 22], como desde el tono intimista, callado y melancólico, es fácil registrar líneas de fuerza o estímulos poéticos que, aprendidos o no en la tradición más reciente, persisten y se desarrollan en la estética literaria del modernismo.

V. W. Querol obtuvo una notable estimación contemporánea a pesar de los segundos y terceros lugares que la historia ha ido reservándole. Una clara evolución estética y personal llevó sus versos desde los iniciales fervores quintanescos hasta una sensibilidad afín al Bécquer aprovechado por los modernistas. En el camino practicaría una poesía de tonos suaves, lánguidos, asomada melancólicamente a la aspereza del tiempo, dócil al encanto y la calidez del hogar familiar y seducida por un cierto simbolismo espontáneo. Un afán de sugestión de atmósferas sentimentales cuadra insospechadamente con poemas del Machado primero o, en una esfera de logros considerables, con el Unamuno más apegado al calor hogareño. Ese «vivir en olor de melancolía» que reivindica Gullón para Casal, Silva, Gutiérrez Nájera o Darío, y, claro, Juan Ramón o Machado [Gullón, 1963, pág. 14], permite enhebrar los datos que postulan una continuidad estética entre un romanticismo español desencajado y la plenitud de un modernismo menos huérfano de lo que se pretende. Continuidad que, en este caso, no vendrá sostenida en el positivismo estricto de un préstamo o una influencia, aunque el ejercicio podría ser viable: los recuerdos que dedican Unamuno o Azorín a este poeta valenciano ayudan a aislar ingredientes de uso modernista porque, entre otras cosas, también aquí se trata de una afinidad sentimental canalizada, ocasionalmente, por un registro poético identificable. En intención, en técnica, en capacidad selectiva y, en definitiva, en lenguaje poético, Querol puede ofrecer, debidamente escogidos, elementos válidos de comparación con el simbolismo más paradigmático aunque también menos atrevido. Todavía demasiado ligada al cañamazo de un diseño clásico, alguna rima al estilo de Bécquer apunta a un simbolismo no programático. «A orillas del ancho río» es un excelente ejemplo de esa aproximación, y como tal, necesita de un último verso explícito y sentencioso: «Vida, amor, nobles intentos!» (1964, pág. 31).

El ideario poético de Querol se recoge en distintas composiciones de carácter circunstancial. Las más interesantes son las epístolas a Gaspar Núñez de Arce, por sus Gritos de combate (como subrayaría Valera, 1878, pág. 263) y la que destina a P. Antonio de Alarcón, con quien mantuvo una relación bastante estrecha en algunos momentos de su vida1. En esta última carta, «acerca de la poesía», pueden espigarse reflejos muy congruentes con su época pero también con aquel «último baluarte, el único reducto invulnerable de ser» que Gullón hizo patrimonio de los modernistas: la «invención salvadora» que anima la Poesía en mayúsculas, el Ideal rubeniano de arranque romántico [Gullón, 1963, pág. 39]:


¡Numen severo de la historia!
-Vive
todo lo que el poëta
con sabio ritmo sonoro escribe;
muere lo que desdeña!-


La confianza en la palabra escrita -«mi fe en ti», escribe Querol en el mismo poema (pág. 4)- evoca ciertamente la enérgica defensa, tan característica del modernismo, de la poesía vinculada a elementos visionarios y mágicos. Incluso anticipa algo de ese peculiar misticismo del vate que trasciende la inmediatez de los sentidos y canta la esperanza ante el misterio, tan romántico y tan inaccesible como la «adusta perfección», como el «secreto ideal» que Rubén Darío exaltaría en «Yo soy aquel que ayer...» o «El coloquio de los centauros»:


el vate, el sacerdote, suele oír el acento
desconocido; a veces enuncia el vago viento
un misterio...


[Darío, 1987, págs. 56-57 y 96]                


El mismo recurso aparece en la poética de Querol, con una intención análoga y que hace suficientemente explicable la coincidencia de dos estéticas vinculadas por el mismo desdén hastiado por el presente y el mismo afán de trascenderlo en la creación poética:


...Es el poeta
fiel sacerdote que custodia oculto
del viejo dogma el profanado culto,
o es del lejano porvenir profeta.


(pág. 24)                


Dualidad semejante a la de estos versos de la «Carta a Don Gaspar Núñez de Arce» está presente de nuevo en otros lugares. La Carta a Alarcón cede a la Poesía, hija de la belleza y del sentimiento,


la predicción de la esperanza nueva
o el triste llanto de la edad que expira;
y como en la callada
soledad de las noches, de astro en astro
vuela el pálido rastro
de la luz increada,
así el vate, en la oscura
noche del tiempo, que el pasado esconde,
habla a los bardos de la edad futura.


(pág. 6)                


La reflexión de Querol sobre la poesía y su función es claramente deudora de una base romántica que, de manera residual pero revitalizada con distintos elementos, llega al modernismo. La sacralización de la poesía en manos de los jóvenes autores modernistas recobra las dosis de fe y entusiasmo que la poesía campoamoriana diluye en un escepticismo a menudo explícito o, si se quiere, en un tácito acuerdo con el entorno, encubierto por actitudes cínicas y descreídas. En este sentido, las consignas de Querol a Núñez de Arce por sus Gritos de combate entran en perfecta armonía con el diseño de esta estética:


haz que en las almas libres
la fe, el amor o el entusiasmo brote;
marca su ruta al caminante incierto.


(pág. 25)                


Este mesianismo explícito en su concepto de la poesía, como dirección espiritual de la humanidad, -con «toda la gravedad y trascendencia de la del rector de pueblos», apostilla J. M. de Cossío [Cossío, 1960, II, pág. 891]- no está muy lejos del ideario modernista, en lo que tiene además de remedo clásico [Shaw, 1981, pág. 103].

La carta a Pedro A. de Alarcón (¿1876?) presenta todavía otras muestras del lenguaje poético de Querol que no es difícil vincular al «neorromanticismo a cuyo impulso se desvanecieron los desvaídos ecos de los retoricistas suplantadores» [Gullón, 1963, pág. 32]. La poesía, dice Querol,


gime en la selva que estremece el viento,
triste en la fuente solitaria llora,
canta del aire en el alegre acento,
ríe en la luz de la naciente aurora;
y cuando cruza con callado vuelo
la tierra, el mar o el cielo,
todo en ritmo sonoro
vibra al compás del cadencioso metro.


(pág. 7)                


Cierto que, por ejemplo, el primero y cuarto de los versos transcritos no sintonizan con la sensibilidad a que apuntan los otros, pero éstos son testimonios de interés de una renovación interior de la poesía, como algunos más, que doy seleccionados de la misma carta:


En la indecisa
vaguedad del espíritu; en la calma
de la conciencia justa; [...]
en los deliquios lánguidos del alma; [...]
en los hastíos de la humana vida
y en el místico amor de un bien eterno [...]
ella, la Poesía,
surge y cruza sombría,
y el puñal blande o la oración murmura.


(Ibídem)                


El último verso parece refrendar en su construcción bimembre y disyuntiva la selección que he practicado al transcribir el pasaje. Los versos omitidos verifican la imagen más tópicamente romántica del puñal blandido (pasión y énfasis) mientras los transcritos caminan mejor por la senda de la murmuración sin estridencias ni efusiones, un rezo sentimental y silencioso que se ha de hacer tantas veces paradigmático de un cierto modernismo hispanoamericano y español.

Fuera ya de los planteamientos teóricos, la revisión de su obra poética permite obtener también algunos resultados estimables. Por entre versos ligados de pies y manos al romanticismo formulario, se filtra inesperadamente una sensibilidad extemporánea. Crece la afinidad con modulaciones líricas menos afectas a la retórica enfática y más dadas a la sugestión de atmósferas, a las vivencias sencillas concebidas en el tiempo y experimentadas como transcurso sosegado, a la complacencia en estados de ánimo ambiguos e indefinibles y, sobre todo, a la nostalgia y la melancolía. El aprovechamiento simbólico y sugerente de ciertos elementos del paisaje y la tonalidad baja y ensordecida de algunos versos de Querol hacen de este poeta ejemplo imprevisto de un registro universal particularmente explotado por la sensibilidad modernista.

Aplazando para un momento posterior la poesía familiar de Querol, la mejor acogida por la crítica moderna y coetánea del autor, de Valera, Unamuno o Azorín a Cossío o Guarner, propongo ahora algunos fragmentos que justifican el entramado de paradojas estéticas que quiere registrar este trabajo. La presencia de un yo poético confidencial y secreto resulta un excelente pie forzado para la detección del callado fluir de la temporalidad, vertida en formas alusivas a la vaguedad de un estado de ánimo. Una vitalidad contradictoriamente agonizante, todavía asida a la esperanza porque «mal apagado el fuego de los años/aún, removiendo la ceniza, humea», («Epístola a un amigo», pág. 10), canta desde imágenes de un considerable rendimiento lírico:


Por la arboleda umbrosa y escondida
muevo la planta perezosa, incierta
de dulces sueños con el alma henchida.


(Ibídem)                


Sombras y silencio que se asocian al crepúsculo como dato referencial de un neorromanticismo que puede encontrar hitos válidos tanto en las formas más características de un Antonio Machado -«Las ascuas de un crepúsculo morado...»- como en la del Gimferrer más visionario de «El arpa en la cueva»:


Cuando tras las colinas del ocaso
el sol su disco enrojecido esconde,
marco en la playa el vacilante paso;
marcho abstraído sin saber a dónde,
y a la honda voz de mis secretos
triste el gemido de la mar responde.


(pág. 11)                


La dicción estrictamente poética, desde la sintaxis hasta una incapacidad casi total para la elipsis, aleja sin duda este fragmento de Querol de las referencias aducidas más arriba, pero el aprovechamiento de imágenes y de una adjetivación bastante identificable los hace respirar con una visible complicidad. La imaginería sencilla e intencionada, cuando supera una gratuidad demasiado frecuente en el Querol de composiciones más ambiciosas y fallidas, presenta a las claras su dependencia intelectual y estética de un concepto de la poesía que superarán Bécquer o Rosalía y, en su senda, los modernistas. En la «Carta al señor don Alfredo Weil, poeta», composición muy posterior a su etapa de plenitud (1859-1876), subraya Querol el distinto registro con que accede la poesía, ahora, en 1886:


No ya la hermosa,
la enardecida poesía aquella
de mis antiguas juveniles odas,
sino la triste musa del recuerdo
que las muertas imágenes evoca.


(pág. 27)                


No logra, sin embargo, explotar este potencial lírico, esta nueva disposición, en la estrofa siguiente, demasiado ligado de nuevo a estructuras poéticas y sintácticas tan rígidas que impiden la inflexión sentimental que pide el itinerario de la memoria. Un deficiente sentido de la economía poética estraga determinadas imágenes al apropiárselas una estructura sintáctica, y un estrofismo, al fin y al cabo, no permeable a vaguedades sentimentales y afectivas como las que intenta expresar e imita, según escribe en la misma carta:


¡Ah!, si lograse yo que enternecidas
fueran voz de mis cánticos, la forma
no imitaría nebulosa y triste,
de los vates germánicos.


(pág. 28)                


En seguida manifestará un abierto rechazo por la tonalidad más sensiblera, de origen germánico, pero es una hostilidad que debe matizarse a la vista de algún dato recogido en la obra de Andreu Gonzálvez, 1935. Se reproduce aquí la carta dedicatoria del homenaje que rinde a Llorente el Ateneo valenciano el 23 de enero de 1886, firmada en primer lugar por Querol, quien con toda probabilidad debió escribirla, y el resto de ateneístas, después. A propósito de la traducción que Llorente preparó de Heine (Barcelona, 1885), interesa recoger los términos en que se refiere a la poesía de los famosos suspiros, tan aborrecida de Núñez de Arce. Querol aprecia positivamente la dificultad de

encerrar en nuevo cuerpo y nueva forma ese espíritu vago, sutil, intangible y vaporoso del poeta germánico, como es locura querer aprisionar en el aire el invisible aroma de las flores [...] poesía indecisa, cambiante, indefinida, de Heine, cuyas sensaciones se parecen más a las que produce el ritmo y las melodías musicales que a ¡as que engendran las ideas habladas.


[Gonzálvez, págs. 98-99 y Sánchez Moguel, 1893]                


Los versos de Querol evocan a menudo el concepto de lo que la crítica británica llamó «pathetic fallacy», que destempla el aire de monótona sencillez con que fluye el verso. Tengo a la vista una rima de inspiración netamente becqueriana -y de las que llevan a un cierto Juan Ramón y un frecuente A. Machado- que se ve rota, sin embargo, cuando la retórica más impersonal sustituye a la evocación de un recuerdo o un sentimiento. Se trata del comienzo de la rima XI, y del final, que recupera conscientemente el mismo elemento simbólico que abre el poema y cuya continuación es muy inferior:


¿Ves esa lámpara triste
que en la olvidada capilla
del viejo templo cristiano,
junto a la virgen bendita,
las sombras apenas vence,
pero inalterable brilla?

Todavía lejos de los mejores logros del simbolismo, Querol acude a los términos referenciales que tranquilizan una conciencia estética incapaz de rebasar los límites de su propio registro poético:


Yo sé de un alma que arde
por ti en casto amor, oh niña,
como la lámpara triste
de la olvidada capilla.


(pág. 38)                


La evocación de cualquier mediocre grabado de época es simultánea al sonido inconfundible de una adjetivación que es literal y es simbólica, al uso machadiano que a tantos malentendidos dio lugar. Lámpara triste, olvidada capilla, viejo templo, luz que apenas vence las sombras, son algunos de los ejemplos que justifican un anticipo germinal de los usos poéticos del modernismo, más allá del evidente becquerianismo de la rima.

La composición más rica en imágenes y más imaginativa es un largo poema que Querol titula sintomáticamente «Visión» y cuya singularidad estriba en la explotación intencionada de recursos que, como los elementos fantásticos, apenas usaría en otros poemas. Joan Alcover, en una apreciable revisión de la obra del valenciano, publicada en dos entregas de La Vanguardia (1921) destacó en el poema al Querol que «supo renunciar a la frondosidad densa y copiosa para alcanzar con la concisión lapidaria el vivaz halago de la fantasía» [Alcover, 1951, pág. 660]. Es este rasgo que puntualiza Alcover el que más convincentemente justifica una vecindad estética insólita entre un cierto Querol y la riqueza imaginística del Ismaelillo de Martí.

En cualquier caso, y muy de acuerdo con los usos modernistas, el recuerdo va a ser el mejor aliado expresivo que encontrará la poesía de Querol. Si la «Carta a mis hermanas», que Luis Guarner fecha en 1876 [Querol, 1964, pág. 90], jalona sus estrofas con un significativo «¡Todo subsiste como entonces!» para entregarse a su recuento, la citada «Carta al señor don Alfredo Weil, poeta», diez años después, no deja lugar a dudas sobre el papel que progresivamente ha de desempeñar la memoria:


¡Musa de los recuerdos!
¡Aún con ella
todo a mis ojos cambia, y todo cobra
vida y color y movimiento!


(pág. 27)                


Este recurso, sin embargo, atrae hacia sí una tonalidad normalmente teñida de nostalgia y amarga placidez. En Querol es un instrumento de reconstrucción de escenas familiares perdidas o irrepetibles por la ausencia de alguno de sus miembros. La eficacia de la memoria y la sutileza sentimental de sus evocaciones entusiasmaron a Unamuno del mismo modo que han sido el precario asidero al que la crítica ha podido acudir para revisar la obra de Querol2.

El resultado más satisfactorio obtenido desde la evocación del pasado como eje vertebrador del poema está en relación con la poesía de ámbito familiar y doméstico. A pesar de los numerosos lugares en que Unamuno consignó su predilección por esta faceta de Querol, no llegó a identificar el recuerdo y la memoria como el ingrediente clave de su simpatía por el «entrañado poeta» [Unamuno, 1958, I, pág. 735]. Y no es casual que sean «horas de languidez y desgana de estudio» las que le impulsan a releer los versos de Querol y singularmente los cuartetos dedicados a la infancia feliz de «A un árbol». La persistencia de la renovación primaveral que vive el árbol está ausente del ánimo del poeta, «rugosa la frente y seca el alma» que ante el árbol «evoca las memorias indecisas / de la edad juvenil» (pág. 84).

Este «dulcísimo y jugoso Querol» [Unamuno, 1958, I, pág. 735] es, por otra parte, el mismo que Valera apreciaba: «mejor poeta subjetivo que objetivo; esto es, que vale más cuando expresa sus propios sentimientos; cuando hace, por decirlo así, examen de conciencia...» [Valera, 1878, pág. 267]. En la misma línea de Unamuno, para Valera «lo mejor de Querol son sus poesías amatorias y sus poesías inspiradas por el afecto a su familia» [ibíd., pág. 279]. Insisto una vez más en señalar el terreno de la memoria familiar como el que mejor resultado lírico dio a Querol -con el respaldo de lector tan singular como Unamuno: «doy todo Zorrilla por las cosas que Querol decía de sus padres y su hermana muerta, o las que a sus hermanas vivas decía» en torno al pasado común de la familia [García Blanco, 1951, pág. 65]. Esta «Carta a mis hermanas» a que alude Unamuno y que Cossío destaca como una «de las más representativas del sentimiento familiar» [Cossío, 1960, II, pág. 894] que modula la poesía de Querol, contiene elementos que evocan poderosamente la tonalidad entre alicaída y nostálgica de la poesía de fin de siglo y modernista. Toda la carta se compone sobre el recuerdo del hogar


donde corrieron,
para nunca volver, los dulces años
de nuestra infancia, donde eterno vive
vuestro recuerdo, hermanas.


(pág. 90)                


El recurso estructural de la enumeración traza el itinerario por los espacios conocidos y cuya adjetivación vuelve a ser decisiva: las puertas cerradas que el poeta abre «con gemidos / plañideros» y que


entre el vago
silencio, suenan como a voces tristes
de las muertas memorias del pasado.


(pág. 91)                


Y el familiar eco de las campanas, en tantos modernistas, suscita de nuevo la sensación de un romanticismo en cuya agonía se pierde el rumbo de la enfática afirmación, sustituida por la complaciente memoria de un pasado idealizado:


Suena
el esquilón del viejo campanario
de la antigua iglesia, y suenan lentos
del transeúnte los medidos pasos
por la desierta calle.


(pág. 93)                


También en «Ausente», dedicada a su hermana tempranamente desaparecida, Querol regresa al paisaje más personal y conseguido de su poesía. El ámbito de la infancia ahora se resuelve en una imaginería de la decadencia y el abandono, aunados a la melancólica «lección del paisaje de nuestra tierra», en palabras de Unamuno [Unamuno, 1958, I, pág. 739]. Desde el «viejo portal» de «fondo oscuro» o el «tosco muro / del caserón» hasta la «casa natal deshabitada y vieja» junto a «las alamedas del río / donde vagué soñando a mi albedrío» (pág. 100), es fácilmente perceptible la inflexión de una voz nueva e imperfecta, descontenta con la sonoridad ampulosa de antaño e imantada por un registro murmurador, aquietado y melancólico.

Poco más es lo que da de sí el camino propuesto. Querol se sujetó en la mayoría de sus composiciones a esquemas que no tendrían continuación en el modernismo, o al menos, no en modulaciones afines a las suyas, pero sí supo encontrar la voz personal en un filón que tanto explotaría Unamuno, sobre todo, pero que ya puede evocar en registro distinto el Ismaelillo de Martí. Esta manera delicada y sentimental que he tratado de subrayar tiende delgados cabos hacia obras de algunos poetas del modernismo, y hacia una sensibilidad distinta amparada bajo su rótulo. Bien pudo decir Azorín de Querol que «es la sensibilidad que se halla en el límite preciso en que, unos centímetros más, y entrará en el terreno de la sensiblería» [Azorín, 1941, pág. 189].

No se trata tanto de rescatar a un poeta olvidado como de señalar anticipos no desdeñables para una sensibilidad poética que combate el agotamiento de un discurso recargado e íntimamente insatisfactorio. Querol es un buen ejemplo de estados de transición estética por su mismo abandono de la poesía en virtud de una dedicación profesional absorbente. La promesa de unos aires nuevos está en sus versos tímidamente y se limita al simbolismo intimista de modos suaves y callados, seducido por la memoria sentimental y receloso ante la ruidosa celebración de pasiones arrebatadoras. Por supuesto que es en Bécquer donde arrancan los pasos más firmes para «una evolución de las formas poéticas que desembocaría en la depuración de su romanticismo que es, en realidad, el primer modernismo» [Crespo, 1980, pág. 29]. Pero quizá algunas briznas de esta modalidad más alusiva y sugeridora que presentativa debía estar intuyendo Azorín en los versos familiares de Querol cuando anotó como clave de su poesía «el conflicto entre lo que se ve y lo que se quiere ver y es imposible ver. Por tal sensación aguda y lacerante que el poeta nos da, suscita nuestra predilección» [Azorín, 1941, pág. 190].

Desde 1876, con su traslado a Madrid como jefe nacional de tráfico de la Compañía Ferroviaria MZA, su labor poética fue escasa y a menudo sólo circunstancial. Una rápida aproximación al epistolario cruzado con su amigo Teodoro Llorente documenta ese casi total abandono de la poesía pero, sobre todo, su deseo de volver a ejercer como poeta «no con los vuelos de la imaginación, escribe en 1889, el año de su muerte, pero sí con las reflexiones de una benévola filosofía, que es musa de los viejos» [Llorente, 1928, pág. 224]. Los asomos de un cierto modernismo, los anticipos que indicaban una incomodidad básica y cordial con su propia tradición, parecen quedar arrumbados definitivamente. El propio Llorente le había animado a escribir y Querol responde, en junio de 1884, con una agenda intolerablemente apretada y un desolado: «¿cómo hacer versos en tales circunstancias?» [Llorente, 1928, pág. 129; véase pág. 89, 138, etc.]. Las referencias aumentan a lo largo del epistolario. Esta continua postergación de la poesía, a la vez que su misma llamada urgente e íntima, desgarrada a veces entre el deber profesional y el deseo, el cansancio y el ansia, permite conjeturar alguna hipótesis explicativa. Querol parece encarnar en su propia persona y trayectoria poética, con el abandono de una fuente de compensaciones vitales como era la poesía, la dinámica histórica y espiritual que condujo al modernismo. Pero su sentido es inverso: todo queda en mero anticipo, o, si se quiere, en mero atisbo de un camino de la sensibilidad al que no va a dar continuidad, del que irá alejándolo implacablemente la sumisión de las formas de vida de un alto ejecutivo ferroviario sin tiempo para los versos (pero sí para acusar su ausencia).

Leído el modernismo en la versión que de él ha dado Octavio Paz como «nuestro verdadero romanticismo» y como «respuesta al positivismo, la crítica de la sensibilidad y el corazón, también de los nervios, al empirismo y cientificismo positivista» [Paz, 1981, pág. 105], Querol se sitúa de espaldas con un gesto de resignación e impotencia mal dominados. Algo de respuesta a esa misma atmósfera que combatiría el modernismo (y que es la biografía del jefe nacional de tráfico de MZA) hay en las lastimosas quejas de Querol a su amigo Llorente, pero lo hay también, anticipadamente, en la parcela de su poesía, sencilla y directa, todavía rígida y seca, que hemos examinado. La profundización complaciente y cálida en el sentimiento familiar, por un lado, y la depuración de la espesa retórica que los versos de Bécquer habían de sentenciar, permiten perfilar la imagen de un poeta sin dotes especiales que, sin embargo, intuyó en su propia poesía la urgencia de una renovación. Vista su poesía sobre el fondo de una biografía literaria abortada o truncada, cobran un valor nuevo los esbozos de modernismo que hemos ido señalando. Significan la respuesta fallida e interrumpida de su autor en dos frentes: el de unos usos poéticos que fueron en otra época los suyos propios (sus odas patrióticas quintanescas) y ante los que dejó de conmoverse, por un lado, pero también, el otro, el desdén y el hastío por unas formas de vida que únicamente por la vía vergonzante y privada de la correspondencia se vio capaz de impugnar a fondo.






Bibliografía

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