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Inscripciones del yo en «Recuerdos de provincia»

Sylvia Molloy



«Los que han dicho que en mis escritos soi personal, dicen lo que quieren».


Sarmiento, Mi defensa.                






Hacia el final de Recuerdos de provincia, al hablar en términos generales de sus libros, declara Sarmiento que «el Facundo, o Civilización i Barbarie, i estos Recuerdos de Provincia pertenecen al mismo jénero»1, es decir, la biografía. Algo más arriba ha anotado que «la biografía es el libro más orijinal que pueda dar la América del sur en nuestra época, i el mejor material que haya de suministrarse a la historia» (RP, 309). Ahora bien, la ojeada más superficial permite poner en tela de juicio las dos declaraciones: ni son strictu sensu biografías, ni se parecen lo suficiente como para pertenecer al mismo género, sea cual fuere. Lo que sí es válido es el criterio favorable con que juzga Sarmiento, de paso, sus dos textos: son por cierto dos de los libros más originales que podía dar la América del Sur en su época, y si no necesariamente el «mejor» material histórico -esto ya lo cuestionaba Alberdi2- seguramente uno de los más complejos, más literalmente radiantes, que se hayan suministrado a la literatura del siglo diecinueve.

Que el propio Sarmiento, pese a sus declaraciones, percibía los dos textos de manera distinta es un hecho: basta ver las diferencias de presentación en cada caso. En la «Advertencia del autor» que precede la primera edición de Facundo, Sarmiento recalca el valor documental de su texto, la veracidad de su referente. Descuenta la importancia de alguna que otra inexactitud que se le echa en cara invocando la prisa, la distancia del exilio y la novedad de su ejercicio, «un asunto de que no se había escrito nada hasta el presente»3. En cambio insiste en que «en los acontecimientos notables a que me refiero, i que sirven de base a las explicaciones que doi, hai una exactitud intachable de que responderán los documentos públicos que sobre ellos existen» (F., 5). Promete una refundición de la obra aun más exacta, por así decirlo, «desnudándola de toda digresión accidental, i apoyándola en numerosos documentos oficiales, a que solo hago ahora una lijera referencia» (ibid.). Facundo, tal como lo ve Sarmiento, aun en los primeros momentos, urgidos, de su redacción, es texto documentado y texto documento: escrito (dirá más tarde) para «hacer conocer en Chile la política de Rosas» (RP, 311), también habrá servido de base y de fuente de información, nos dice, para «muchas [...] publicaciones europeas» (ibid.). Pero la dimensión pasional de su papel de biógrafo no se le escapa: él es quien coordina y da explicaciones, imparcial pero no impasible, como reza el epígrafe de Villemain, con un propósito preciso: «perder a Rosas en el concepto del mundo ilustrado» (ibid.). Con su discurso el biógrafo motiva pasionalmente los hechos que innegablemente ocurrieron y que ya han sido registrados en documentos previos. Observa y compone con ellos lo que indudablemente existe como materia prima -como «un trozo de mármol bruto» dice Sarmiento (RP, 54)- fuera de él: la persona (el personaje) del otro, respaldado por su referente (documentado) y a la vez independiente de él, plegado al deseo de la ficción.

Ser biógrafo de sí mismo, como lo intenta Sarmiento en Mi defensa y en Recuerdos de provincia, implica un itinerario muy distinto. Es enfrentarse con el escollo que señalará más tarde Mansilla: «aquí se presenta una dificultad: la persona, el yo, que es causa y efecto a la vez»4. Facundo Quiroga existe fuera del yo enunciante de su biógrafo, no así el yo de Sarmiento que habrá necesariamente de alterarse, desdecirse para decirse, en el texto donde es a la vez sujeto de enunciación y de enunciado. No hay yo fuera del yo. Esta evidencia, que desafía tanto a los autores de autobiografías como a sus críticos5, se complica en el caso de Sarmiento, atento al carácter documental de su empresa6. Porque no hay pre-texto para el yo, no hay «numerosos documentos oficiales» que respalden su veracidad, no hay manuscrito -salvo el que se está escribiendo- que registrar. El yo no ha sido escrito por otro, el yo se escribe.

Para satisfacer su deseo de aparente objetividad, para resolver la ausencia de pre-texto que se tiene en cuenta y a la vez se distancia, recurre Sarmiento a una artimaña. Sí, hay un documento previo: la calumnia publicada por los «zonzo/s/ chismoso/s/» (MD, 38), lo que se ha dicho de mí y que yo no soy. Tanto Recuerdos de provincia como Mi defensa, escrita siete años antes (volveré sobre la relación entre estos dos textos), magnifican la calumnia previa a la pronunciación autobiográfica. El egocentrismo de Sarmiento, la exageración del yo ante los otros que es tópico romántico, explican sólo parcialmente esa magnificación. Para escribirse, Sarmiento necesita el pre-texto. Al dar valor de «documento» a las calumnias de Godoy, en Mi defensa, y a lo que de él se escribe en la prensa argentina, en Recuerdos de provincia, Sarmiento observa la misma actitud que en Facundo: se respalda en una autoridad previa, o más bien, la crea. Porque en el caso de los escritos autobiográficos, el «documento» anterior no es veraz -de veras autoritario, como lo son los «documentos oficiales»- sino falso, de autoridad impostada. No se trabajará con él sino contra él, en nombre de la verdad y para corregir una injusticia con un nuevo documento -la autobiografía- que pasa a cobrar carácter oficial. Así lo ve Sarmiento al presentar Recuerdos de provincia:

Mi defensa es parte integrante del voluminoso protocoló de notas de los gobiernos arjentinos en que mi nombre es el objeto i el fondo envilecido. Mi contestación, que se rejistra en el número 19 de la Crónica, mi protesta en el número 48, i este opúsculo, deberán pues ser leídos por los que no quieran juzgarme sin oírme, que eso no es práctica de hombres cultos.


(RP, 53, subrayado mío)                


El documento falaz -la calumnia- ratifica al biógrafo de sí mismo, justifica su autoridad. O mejor dicho, justifica su intervención como escriba al servicio de una autoridad superior a la suya: «estas pájinas que ha dictado la verdad, i que la necesidad justifica» (RP, 54). Pero el hecho precisamente de que el documento sea falaz permite, exige casi, que ese dictado de la verdad con que se lo corrige sea selectivo. El que ha leído la calumnia «no tiene antecedente alguno que me favorezca» (RP, 53); por lo tanto, para suministrárselo, el yo escriba tendrá, necesariamente, que «hablar de sí mismo y hacer valer sus buenos lados» (ibid.). Ese ejercicio compensatorio, corrector, se describe como una «ardua tarea» (ibid.) e insiste Sarmiento en el desagrado que le inspira su realización: en Mi defensa habla de «la humillante tarea de describirme a mí mismo» (MD, 47) y de Recuerdos de provincia dice que son páginas escritas «sin placer» (RP, 54). Nada de esto -nada de esta incomodidad, esta falta de goce que sobrepasa la mera modestia coqueta- se observa en las páginas iniciales de Facundo donde el yo es historiador de otro, no de sí mismo. En cambio en el texto autobiográfico; parecería decir Sarmiento, a fin de (re)establecer la verdad, que hay que dar lugar a que nazca la estima del lector sin estimarse uno directamente. Ahora bien: la tarea no sólo es ardua sino imposible. En Recuerdos de provincia, como en Mi defensa, como en todo texto autobiográfico, prima el discurso pasional: es el discurso de un yo que, diga lo que diga, se quiere, en los dos sentidos del verbo «querer». Adivina Sarmiento, acaso desconociendo el pleno al- V canee de sus palabras, que el yo, al hablar de sí mismo, al hablarse, fuerza en el campo de «la verdad» -la dimensión de lo imaginario y del deseo. Así, a pesar de haber declarado al comienzo de Mi defensa que su texto «no es una novela, no es un cuento» (MD, 22), concluye su primer escrito autobiográfico diciendo que ha «mostrado al hombre tal como es, o como él mismo se imajina que es» (MD, 47).

He hablado del documento falaz que sirve de pre-texto a Mi defensa y a Recuerdos de provincia. Es preciso señalar aquí una diferencia básica entre los dos textos autobiográficos. Mi defensa es respuesta a un «documento»: la difamación de Godoy. Pero Recuerdos de provincia tiene dos pre-textos: uno falaz -la difamación de la prensa argentina-, y otro veraz: el texto mismo de Mi defensa7. Contrariamente a lo que declara Sarmiento, el lector del texto de 1850 no carece de «antecedente alguno que me favorezca» puesto que ya existe -acaso poco difundido pero publicado- un documento veraz de su propia mano. Sin embargo Mi defensa no se menciona donde sería esperable -en la introducción de Recuerdos de provincia- y sólo merece una escuetísima mención al final, en la sección «Folletos».

La relación entre los dos escritos autobiográficos es compleja. El Sarmiento de Mi defensa, habiendo probado el insidioso placer de la autorreferencia, sabe que ha comenzado algo, que seguirá diciéndose: así, en el último párrafo del texto promete una «segunda publicación» autobiográfica donde «no me dirijiré a Godoi, sino al público» (MD, 47). Pero el Sarmiento de Recuerdos de provincia borra ese primer intento, necesita recurrir al viejo esquema -acusación y defensa, documento falaz corregido por documento veraz- como si empezara de nuevo. Dos razones hay acaso para esa obliteración. Una, básica para la comprensión del discurso autobiográfico: el yo se funda al decírseles puro presente de enunciación. Sólo soy cuando me digo, no cuando me dije: el yo que se dijo es otro. Pero el razonamiento no basta. Nada impedía, en efecto, que Sarmiento recogiera el texto previo en su misma alteridad, como si fuera de otro, y que se lo apropiara (como se apropiaba los textos que traducía) remotivándolos en el presente enunciativo de Recuerdos de provincia. La otra razón es más plausible. El yo de Sarmiento, en el segundo texto, necesita fundarse de otra manera, recurrir a otras formas de autopresentación. No necesariamente porque el hombre Sarmiento, «el trozo de mármol bruto» haya cambiado en siete años -el hecho para el caso importa poco- sino porque ha elegido un nuevo público, un nuevo lector, para quien las técnicas de exposición del yo de Mi defensa no funcionan8. Y también, dato importante, porque entre Mi defensa y Recuerdos de provincia Sarmiento ha escrito la biografía del de veras otro, Facundo.

¿A qué lector se dirige Sarmiento en Recuerdos de provincia? No al público general que anunciaba al término de Mi defensa sino a un grupo limitado que caracteriza con tono voluntariamente íntimo: «A mis compatriotas solamente», «a un centenar de personas» que leerán sus páginas «puramente confidenciales» (RP, 51)9 ¿Qué guías de lectura se dan a ese grupo? Interesa ver los epígrafes. El primero, de Macbeth (mal atribuido a Hamlet), funciona aparentemente como humorada, anunciando el texto como «un cuento que con aspavientos i gritos, refiere un loco i que no significa nada». El segundo, de Montaigne, es justificación seria y autorizada de la autodefensa, y recuerda al epígrafe de intención semejante de Madame Roland que encabeza Mi defensa. Los dos epígrafes, que parecen borrarse el uno al otro, muestran que Sarmiento, aun entre sus contemporáneos, preveía dos lecturas: los que querrían comprenderlo y leerían el texto como documento veraz, y los incomprensivos que verían el texto como fabulación, como el cuento del «loco Sarmiento»10 (Nótese al pasar que Sarmiento, al traducir a Shakespeare, pone loco por idiota). El tema de la incomprensión es caro al individuo Sarmiento, quien particulariza el tópico romántico a ultranza. Pero Sarmiento proyecta la incomprensión -la incomprensión inevitable, no necesariamente maligna- también para más tarde, al recalcar el carácter inmediato y pasajero de sus páginas:

Después de leídas pueden aniquilarlas, pues pertenecen al número de las publicaciones que deben su existencia a circunstancias del momento, pasadas las cuales nadie las comprendería.


(RP, 54)                


Los epígrafes y las primeras páginas de Recuerdos de provincia, recorridos por propósitos que se corrigen mutuamente, apuntan sin duda a una pluralidad de lectores, contemporáneos y futuros, vuelven la autobiografía, conscientemente, texto múltiple. Lo leerá el lector urgente, el compatriota histórico que necesita antecedentes para comprender (o para descartar) al yo en su circunstancia inmediata y así llevar a cabo una lectura ajustada del documento, del yo «tal como es». Lo leerá también el lector dilatado, el «compatriota» futuro a quien el biógrafo lega una estatua (RP, 54) y que habrá perdido muchas de las claves de la lectura contingente: desafiado por ese legado, por el documento que también es cuento, que «no significa nada» porque ha pasado a significar otra cosa, ese lector trabajará el texto de otro modo, compondrá al yo no «tal como es» fuera del texto sino tal como aparece dentro de él (como «se imagina que es») en el espacio abierto por lo imaginario. Casi se diría que el texto de Sarmiento, al registrar la incomodidad que provocan las limitaciones del «pacto autobiográfico»11, se adivina como «hecho móvil»12, como sistema de signos volantes pasibles de lecturas diversas que lo semantizarán de maneras distintas: que harán de él otro texto. De todos los géneros literarios, acaso la proteica autobiografía, por el hecho de apelar a un «primer» lector que se sabe es efímero y al que seguirán otros, por el hecho de ir perdiendo referencialidad, por así decirlo, a medida que se suceden las lecturas, para ir ganando ficcionalización, sea el que más se preste a las «repercusiones incalculables de lo verbal»13.

En Mi defensa Sarmiento no puede permitirse contemplar, siquiera en un epígrafe, la posibilidad de esas incalculables repercusiones, jugar con la idea de que su texto, como el cuento de Macbeth, pueda no oírse como él lo entiende. De ahí la presentación unitaria, monolítica y como bloqueada, de un yo que subraya a cada paso su soledad y su aislamiento: «estoi solo en medio de hostiles prevenciones; donde yo baje la voz, nadie se creerá obligado a alzarla por mí» (MD, 22). El escriba que pretende anotar el dictado de la verdad rápidamente se vuelve autoritario, si no tiránico, para fundarse; la «dislocación» de la que habla para justificar el lugar que pasó a ocupar en su familia puede también aplicarse a su discurso de autobiógrafo: «Jamás he reconocido otra autoridad que la mía, pero esta subversión se funda en razones justificables» (MD, 44).

Muy distinto es el procedimiento de Recuerdos de provincia, texto escurridizo de un yo disperso, composición trabajada por espacios sugerentes. Al yo de esta obra, continuamente descentrado, puede aplicársele el epígrafe de De Quincey con el que encabeza Borges su Evaristo Carriego: «a mode of truth, not of truth coherent and central, but angular and splintered». La dislocación, aquí, es de otro tipo: no simplemente la de un yo que pasa de su lugar de escriba de la verdad a ser la verdad central, a autorizarse, sino la de un yo que anota «un modo de verdad», descentrándose, literalmente «haciendo valer los [...] lados». La autopresentación, en Recuerdos de provincia, es un sostenido trabajo metonímico, por proyección y desplazamiento. El entorno por el sujeto: «he querido apegarme a mi provincia» (RP, 53); los antepasados por el individuo: «a los nombres que en / el cuadro genealógico/ se rejistran, lígase el mío» (RP, 54). Tanto los meandros -digresiones nada «accidentales», como las que Sarmiento veía en Facundo- como el determinismo histórico sirven sin duda un propósito meliorativo: «[...] / mi nombre / puede alumbrarse a la luz de aquellas antorchas sin miedo de que velen manchas que debieran permanecer ocultas» (ibid.)14. Pero además este trabajo de apego, de ligazón, de mezcla -son todas palabras de Sarmiento- abre otras posibilidades, de la cual la más importante es la de añadir facetas al personaje yo, diseminado. Esta valorización de los lados, este volcarse en lo otro o los otros de modo tan literariamente eficaz, no se daría, creo, si Sarmiento no hubiera escrito ya Facundo: si ya no hubiera practicado no sólo el deber de la biografía sino, oblicuamente, el placer de la ficción. Si se tiene en cuenta, como lo hacen Altamirano y Sarlo, la no declarada intención de Sarmiento en Recuerdos de provincia -bajo la corrección de la calumnia inmediatamente pasada, bajo la presentación de un futuro candidato presidencial- entonces este trabajo de ficcionalización embrionaria, aun no enriquecido por las lecturas de la posteridad, cobra un sentido inmediato, oportuno: la ficción se vende mejor que el catálogo testimonial y así hasta el placer resulta provechoso. «Nunca he escrito sino en solicitud de un resultado práctico»15, declara Sarmiento a Mrs. Mann, a quien por otra parte vigila celosamente en su redacción de la biografía que ha de encabezar la versión inglesa de Facundo16.

Sarmiento intuye la dimensión ficticia de su texto (auto)biográfico aunque por momentos lo niegue. Cuando se entera de la muerte de Dominguito, escribe a Mrs. Mann: «Se haría una novela estraña si le contase todos los incidentes de su vida que mostraban el talento, quizá el jenio, el corazón, el carácter» (subrayado mío)17. Pero además de estos comentarios, además de la intención velada del epígrafe de su propia autobiografía, además de los indicios, los núcleos potenciales de ficción que se observan a lo largo del texto18, queda inscrita la conciencia de esa dimensión ficticia en un curioso pasaje del texto mismo de Recuerdos de provincia. Al hablar de Ña Cleme, «el pobre de la casa», aquella «india, pura, renegrida por los años que contaba por setenta», recuerda Sarmiento cómo se la creía bruja y cómo colaboraba ella misma con relatos («trabajaba en sus conversaciones»), en la confirmación de la creencia y en la elaboración de su personaje. Y concluye Sarmiento de esta actividad creadora eminentemente compensatoria:

Tenemos decididamente una necesidad de llamar la atención sobre nosotros mismos, que hace a los que no pueden más de viejos, rudos i pobres, hacerse brujos; a los osados sin capacidad, volverse tiranos crueles; i a mí, acaso, perdónemelo Dios, el estar escribiendo estas pájinas.


(RP, 208)                


Colmar una falta, inventar (e inventarse) a base de lo excesivo, la brujería y el poder: perfecta definición del acto de ficción en el que sorprendentemente, y acaso sin saberlo del todo, se inscribe el yo de Sarmiento.





 
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