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1661

No se opone a lo que hemos dicho en el texto una decretal de Lucio III, cap. 9.º, de Haeret., y otra de Inocencio III, cap. 13, pár. 1, en las cuales se previene que los declarados herejes se dejen o abandonen a las potestades seculares para que les impongan el condigno castigo: relinquantur animadversione debita puniendi, dice la última, secularis judicis arbitrio relinquatur, dice la primera. No hay motivo para suponer, como lo hace Bohemero, Jur. eccles., lib. V, título VII, pár. 161, que el castigo de que aquí se trata es la pena de muerte, porque todavía no se había publicado la constitución de Federico II en que ésta se había impuesto por primera vez, mediante a que la decretal de Inocencio III es del año 1216, la de Lucio III de 1181, y la referida constitución del emperador es de 1224. El castigo, pues, a que podían referirse ambas decretales sería el destierro, confiscación de bienes, o cualquiera otro de los que no eran contrarios a la lenidad eclesiástica; castigos que el mismo Inocencio había establecido, y cuyas disposiciones se incorporaron después en el cuerpo del Derecho Canónico. (Véanse los caps. 8.º, 9.º, 10 y 11 de las decretales, título de Haeret., y la nota 8.ª del pár. 21.) La verdad de lo que acabamos de manifestar se confirma de una manera que no deja lugar a la menor duda contra otra decretal de Bonificacio VIII, cap. 18, de Haeret., in Sexto, en la cual aprueba las constituciones de Federico II, en cuanto no se oponen a los estatutos canónicos; he aquí sus palabras: «Leges quasdam por Federicum olim Romanorum Imperatorem... promulgatas, quatenus Dei et Ecclesiae Sanctae suae honorem promovent, et haereticorum exterminium prosequuntur; et statutis canonicis non obsistunt, approbantes et observari volentes, etc...» En las leyes de Federico hay algo, según se ve, que se opone a los estatutos canónicos, y esto no puede ser sino el derramamiento de sangre, porque todas las demás penas, como la infamia, confiscación de bienes y pérdida de otros derechos era cosa que, como ya hemos dicho, estaba antes admitida por las decretales. Y debe notarse de paso que si los romanos pontífices hubieran creído que el exterminio de los herejes por la muerte no estaba en contradicción con la buena doctrina de la Iglesia en todos los siglos, lo hubieran declarado terminantemente, y se hubieran dejado de reticencias y miramientos que no tuvieron en otras ocasiones, como cuando avanzaron hasta consignar que en caso de incurrir en herejía los reyes, podían absolver a los súbditos del juramento de fidelidad: de Haeret., cap. 13, pár. 3.

 

1662

Permitir la controversia o libre discusión en puntos dogmáticos o morales sería acabar con la fe y las costumbres, y nada hay más consolador para evitar la inquietud y las angustiosas dudas acerca de la creencia, que la seguridad en que están los fieles de que hay un juez infalible, que es la Iglesia, cuyas decisiones son la misma verdad. La libertad del pensamiento en materias religiosas sería una calamidad que, fomentando la indiferencia, acabaría con todas las religiones; y sea lo que quiera de esto, aplicado a la política y gobierno de los pueblos, la moral y la fe es preciso ponerlas a cubierto aún de la más ligera agresión. El pomo de la lanza de Aquiles no curaría aquí, de seguro, las heridas que causase con la punta, como pretenden los que aplican el sentido de la fábula mitológica a la libre discusión de toda clase de cuestiones por medio de la prensa.

 

1663

Condenados los errores contra la fe y las costumbres, lo natural es después no permitir la circulación de los libros que los contienen; el concilio de Nicea mandó quemar los libros de Arrio, según asegura como testigo ocular Sócrates, lib. I, cap. 6.º También fueron entregados al fuego los de Nestorio por edicto de los emperadores Valentiniano y Marciano, de lo cual se hace mención en la acción 3.ª del concilio de Calcedonia. En tiempos posteriores sufrieron igual suerte en el de Constanza los de Juan Huss y Wiclef.

El derecho de prohibir los libros que contengan errores contra la fe y las costumbres envuelve otro análogo, que es el de prohibir, sin previo examen, la impresión de los que traten de materias religiosas para ver si contienen algo que se oponga a la doctrina de la Iglesia, y aun al lenguaje y exactitud teológica. Más sencilla y ventajosa es en esta parte la previa censura, que exponerse a inutilizar una impresión costosa, y para la cual tal vez se haya necesitado emplear también mucho tiempo y mucho trabajo. Bajo la generalidad de materias religiosas se comprenden los tratados sobre ciencias eclesiásticas, libros de liturgia, catecismos, fórmulas de oraciones, prácticas de piedad, y además los misales, breviarios, rituales, etc.

 

1664

Véase la ley 2.ª del tít. XVIII, lib. VIII de la Nov. Reco.

 

1665

Devoti sostiene que fue San Pío V, y no Sixto V, el que instituyó la Congregación del Índice.

 

1666

Proposiciones sapientes haeresim son las que a primera vista parecen heréticas, pero que pueden, no obstante, ser aplicadas en sentido católico; las mal sonantes, miradas aisladamente, no disuenan de la fe católica, pero no se pueden consentir en los que sean sospechosos de herejía, como si dijese un arriano que Dios Padre es mayor que Jesucristo. Las blasfemas irrogan una injuria a Dios, como decir que es injusto. Las impías van contra la piedad, como predicar que no debe darse limosna. Las erróneas o falsas repugnan a la verdad fuera de los puntos de fe y de costumbres. Las temerarias se profieren temerariamente o sin causa, como si se dijese que dentro de cien años sería el juicio final. Escandalosas son las que causan escándalo a los oyentes y dan ocasión de errar. Cismáticas las que promueven sediciones y disturbios, como decir que no debe obedecerse al prelado, y, finalmente, las injuriosas son las que quitan alguna cosa a un determinado estado o condición de los fieles. Berardi, Comment. in jus ecclesiasticae, tomo IV, disert. 2.ª, cap. 2.º, párrafo Jam vero.

 

1667

De Haeret., cap. 9.º; íd., in Sexto, capítulo 12 y 16.

 

1668

Ídem, cap. 4.º, in Sexto. Berardi, Comment. in jus Eccles., capítulo de Apost. Haeret., etc., párrafos Memoratae y Quumhaereticus.

 

1669

En los países en que había Inquisición se distinguían tres clases de abjuraciones, dice el abate Andrés, Diccionario, etc., palabra abjuración, a saber: abjuración de formali, de vehementi y de levi. La primera se hacía por el apóstata o hereje reconocido; la segunda por el profundamente sospechoso, y la tercera por el que lo era levemente. Para las dos primeras al acusado se le ponía un saco bendito, que tenía en la parte posterior la figura de una cruz de color rojo azafranado, al que se llamaba el Sambenito.

 

1670

Conc. trid., ses. 24, de Reform., cap. 6.º