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Consideramos digno de ser copiado el siguiente párrafo, tomado del historiador Wiliam Robertson en su famosa Introducción a la Historia de Carlos V, nota 21: «Las guerras privadas, con todas las calamidades que traían consigo, se hicieron más frecuentes que nunca después de la muerte de este gran monarca (Carlomagno). Sus sucesores eran incapaces de reprimirlas. La Iglesia consideró necesario interponer su influencia. Las más antiguas disposiciones que se conservan son de fines del siglo X. En el año 990 se reunieron muchos obispos en la parte meridional de Francia, y publicaron varios reglamentos con el objeto de poner límites a la violencia y frecuencia de las guerras privadas, y mandaron que si alguna persona en su diócesis se atreviese a quebrantarlos, fuese privada de todos los privilegios cristianos durante su vida, y se le negase la sepultura eclesiástica después de su muerte... Se publicaron muchas otras disposiciones conciliares para el mismo efecto, pero la autoridad de los concilios, por venerable que fuese en aquellos tiempos, no era bastante para abolir una costumbre que lisonjeaba el orgullo de los nobles y era muy conforme con sus pasiones favoritas. El mal se hizo tan intolerable, que fue necesario emplear medios sobrenaturales para destruirle.» Después dice que se había aparecido un ángel, el año de 1032, a un obispo de Aquitania con el objeto de mandar a los hombres que pusiesen término a sus hostilidades y se reconciliasen entre sí. «Esta revelación, continúa, fue aplicada durante una época de calamidad pública,... Se siguió una paz general que duró siete años, y se determinó que nadie pudiese atacar o molestar a sus adversarios en los tiempos destinados a celebrar las grandes festividades de la Iglesia, o sea desde la tarde del jueves de cada semana hasta la mañana del lunes de la siguiente, por ser considerados los intermedios como particularmente santos, porque la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo tuvo lugar en uno de estos días y la Resurrección en otro... La dilación de las hostilidades que se siguió después fue llamada Tregua de Dios. Ésta, que no pasaba de ser reglamento particular de un reino, se hizo ley general de toda la cristiandad, fue confirmada por la autoridad de muchos pontífices, y sujetó a los transgresores a la pena de excomunión.» He aquí un canon del concilio III de Letrán, XI general (cap. I, de Treuga et pace): Treugas, a quarta feria post occasum solis, usque ad secundam feriam in ortum solis, ab adventu Domini, usque, ad octavas Ephiphaniae, et a septuagesima usque ad octavas Paschae, ab omnibus inviolabiliter observari praecipimus. Si quis autem treugas frangere praesumpserit, post tertiam admonitionem, si non satisfecerit, suus episcopus sententiam excomunicationis dictet in eum...

 

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Artem illam mortiferam el odibilem ballistariorum et saggittariorum adversus christianos et catholicos exerceri de caetere sub anathemate prohibemus. Inoc. III, cap. único, de saggittariis. Las máquinas de los sagitarios despedían muchas flechas a la vez, y las de los ballistarios arrojaban piedras enormes.

 

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La Iglesia no ha reconocido el derecho de conquista en el sentido que lo entendieron y practicaron los pueblos antiguos, particularmente los romanos: este derecho, siempre odioso y que difícilmente se ejerce con moderación y templanza, únicamente lo ha reconocido cuando ha de ceder en beneficio de los pueblos conquistados, llevándoles la luz del Evangelio, y con ella la cultura y suavidad de costumbres de los pueblos civilizados. Este espíritu prevalece en la bula de Alejandro VI concediendo a los Reyes Católicos el derecho a la conquista de las Islas y Tierra Firme, descubiertas por Colón, como aparece por las siguientes palabras notables: Et insupermandamus vobis in virtute sanctae obedientiae, ut ad Terras Firmas et Insulas praedictas, viros probos et Deum timentes, doctos, peritos et expertos, ad instruendum incolas et habitatores praefatos in fide catholica et bonis moribus imbuendum, destinare debeatis.

 

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«La religión cristiana está muy lejos de inclinarse al puro despotismo, porque estando tan recomendada la dulzura en el Evangelio, se opone a la cólera despótica con que se haría justicia el príncipe y ejercería sus crueldades.» Montesquieu: Esp. de las leyes, lib. XXIV, cap. 3.º

 

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Son dignas de meditarse las siguientes palabras, tomadas del Pontifical Romano, las cuales dirige al rey, reina o emperador el obispo encargado de su bendición y coronación: «Habiendo de recibir hoy por nuestras manos la unción sagrada y las insignias reales, es conveniente que te amonestemos antes de recibir el cargo a que estás destinado. Hoy recibes la dignidad real y el cuidado de gobernar los pueblos fieles que te están encomendados. Lugar, en verdad, muy esclarecido entro los mortales, pero lleno de dificultades, ansiedad y de trabajos... tú también has de dar cuenta a Dios del pueblo que estás encargado de gobernar. En primer lugar observarás la piedad, y administrarás a todos indistintamente la justicia, sin la cual ninguna sociedad puede existir largo tiempo, concediendo premios a los buenos y las penas merecidas a los malos. Defenderás de toda opresión a las viudas y huérfanos, pobres y débiles. Correspondiendo a la dignidad real, serás para con todos benéfico, afable y dulce. Y te conducirás de modo que reines, no para tu utilidad, sino para la utilidad de tu pueblo, etc., etc.»

Se equivocaría mucho el que, al juzgar de la mediación de los romanos pontífices en la Edad Media, ya sea en las contiendas de nación a nación, ya en las que ocurriesen entre los pueblos y sus reyes, tomase, como base de sus observaciones la situación actual de la Europa, porque no debe olvidarse que aquella organización era muy distinta, y que entonces no había ni congresos, ni embajadores, ni Santa Alianza, ni equilibrio europeo, ni gobiernos católicos y protestantes, constitucionales y monárquicos, ni otras consideraciones que en el día sirven de norma para las relaciones diplomáticas; por manera que, al paso que hoy sería inconcebible, y la opinión general entonces rechazaría semejante arbitraje por parte de la silla romana, entonces era buscado y respetado como una consecuencia de aquel orden de cosas y de aquella unidad en lo eclesiástico y temporal, cuyo centro era Roma.

 

176

Walter, Manual, etc., 337

 

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El espíritu humanitario de la legislación moderna sobre el Derecho Penal con sus sistemas penitenciarios y carcelarios etc., no es otra cosa, si bien se examina, que la aplicación de la doctrina de la Iglesia; por manera que los filósofos en esta parte no han tenido que hacer un grande esfuerzo de inteligencia, sino estudiar únicamente la legislación canónica, en la cual les ha sido muy fácil encontrar la base de sus teorías.

 

178

Evang. De San Mateo, cap. 28, v. 20.

 

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Los emperadores continuaron, aún después de Constantino, titulándose sumos sacerdotes; título y facultades que no abdicaron desde luego, porque habiendo un grande número de ciudadanos que seguían las antiguas creencias y culto gentílico, hubiera sido impolítico desprenderse de la grande influencia que en tal concepto podían ejercer en la dirección de los negocios públicos. Pero cuando más adelante se acabó de hundir el politeísmo, y la religión cristiana se extendió triunfante por todos los ángulos del Imperio, entonces el emperador Graciano ( 383) dejó a un lado aquel título y facultades que ya le eran del todo inútiles. Por lo demás, no debe confundirse el pontificado de los emperadores con el pontificado de los sucesores de San Pedro.

 

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He aquí las palabras en que el ilustre prelado de la Iglesia de España consignó la doctrina reconocida y practicada constantemente por el sacerdocio y el imperio: Tibi Deus imperium commissit, nobis, quae sunt Ecclesiae, concredibit. Et quemadmodum quid tuum imperium malignis oculis carpit, contradicit ordinationi divinae, ita et tu cave, ne quae sunt Ecclesiae ad te trahens magni criminis reus flas. Date scriptum est, quae sunt Caesaris Caesari, et quae Dei Neo. Neque igitur fas est nobis in terris imperium tenere: neque tu thimyamatum et sacrorum potestatem habes, Imperator.