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Aerio, en el siglo IV, fue el primero que impugnó la jerarquía. Era un monje que parece tuvo pretensiones de ser obispo de Constantinopla, pero que fue propuesto a Eustasio, con quien llevaba las más íntimas relaciones; motivo por el que se declaró después su enemigo más encarnizado. El obispo procuró, por su parte, darle muestras de amistad y estimación, entre otras la de ordenarlo de presbítero y confiarle la administración de un hospital; pero Aerio no por eso ahogó su resentimiento ni dejó de murmurar contra su obispo, dando lugar a que éste le amenazase con su autoridad para imponerle silencio; y entonces es cuando avanzó a decir que los obispos no eran superiores a los presbíteros por Derecho Divino. Después de este primer acto de insubordinación, consecuente Aerio con el principio que había establecido, impugnó las ceremonias y festividades de la Iglesia en las cuales aparecía el obispo con la brillantez y distinción que le daba su cargo, el cual al mismo tiempo le atraía la consideración y respeto por parte del pueblo. En los primeros años del siglo XII, los Valdenses, conocidos también por los pobres de Lión, a los que dio nombre Pedro Valdo, rico comerciante de esta ciudad, impugnaron la jerarquía en todos sus grados. La muerte repentina de un amigo que cayó muerto de repente a sus pies, le dio motivo a profundas meditaciones sobre la fragilidad humana y la nada de los bienes de la tierra; distribuyó los suyos a los pobres, inspiró a otros el mismo desinterés y desprecio de las riquezas y placeres del mundo, predicó la pobreza evangélica, sin la cual no se podía ser cristiano, y llevó la extravagancia y exageración de sus doctrinas sobre ésta y otras materias hasta tal punto, que la Iglesia no pudo menos de condenarlas con severidad.

Siguieron los albigenses, que en los últimos años del siglo XII principiaron a propagar en la provincia de Languedoc, en Francia, los errores de los maniqueos, añadiendo otros nuevos, que causaron mucho ruido y disturbios, principalmente cuando llevaron su arrojo hasta defenderlos con la fuerza de las armas.

En el siglo XIV renovó los errores sobre la jerarquía Juan Wiclef, natural de Wiclef, en la provincia de York, en Inglaterra, profesor de teología de la Universidad de Oxford, y cura de la diócesis de Lincoln. Algunos escritores creen que su despecho por no haber obtenido un obispado fue lo que motivó, como en Aerio, sus primeros errores; pero sea de esto lo que quiera, es lo cierto que puede considerarse como el precursor de Calvino, y que, protegido secretamente por la corte de Inglaterra, y particularmente por el duque de Lancaster, murió tranquilo, a pesar de los anatemas de Roma y del concilio de Constanza.

Inglaterra, al recibir la reforma protestante, conservó la jerarquía; pero muchos de los ingleses que en la reacción religiosa que tuvo lugar durante el reinado de María Estuardo tuvieron que abandonar el país, cuando volvieron después, familiarizados como estaban con los errores de Zuinglio y Calvino, combatieron la autoridad episcopal y sostuvieron que la Iglesia debía estar gobernada por consistorios o presbiterios compuestos de sacerdotes y de algunos legos ancianos. Los presbiterianos, que así se llamaron los nuevos reformadores, fueron tratados como una secta cismática por los episcopales, y aquellos y estos se encontraron después con los brownistas, que llevaron sus doctrinas sobre este punto al más alto grado de exageración. Los episcopales admitieron con la jerarquía una gran parte de las ceremonias de la Iglesia Católica. Los presbiterianos o puritanos encontraron en esta parte muy imperfecta la reforma, y combatiendo la jerarquía, simplificaron las ceremonias hasta dejar reducido a casi nada el culto exterior; pero con el mismo título que los unos y los otros se presentó inmediatamente en la escena un sacerdote anglicano llamado Roberto Brown, el cual, creyendo que los puritanos eran demasiado sensuales en la adoración que daban a Dios, acabó por destruir el sacerdocio, el culto, todo género de preces y hasta la misma oración dominical. La secta de los brownistas fue tratada como cismática y con bastante rigor por los episcopales y presbiterianos; tuvo sus mártires, y a su cabeza se encontró siempre Roberto Brown, con el título de patriarca de la Iglesia Reformada.

 

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Duplex est, inquit D. Thomas 2.ª 2.ae quaest. 39, art. 3.º in. corp. spiritualis potestas una quidem sacramentalis, alia jurisdictionalis. Sacramentalis quidem potestas est, quae per aliquam consecrationem confertur... et talis potestas secundum suam essentiam remanet in homine, qui per consecrationem eam est adeptus, quamdiu vivit, sive in schisma, sive in haeresim labatur... Tamen haeretici et schismatici usum potestatis amittunt, ita scilicet quod non licead eis sua potestate uti. Si tamen usi, fuerint, eorem potestas effectum habet in sacramentalibus... Potestas autem jurisdictionalis est quae ex simplici injunctione hominis confertur. Et talis potestas non immobiliter adhaeret. Unde in schismaticis, et hacreticis non manet, unde non possunt nec absolvere, nec excommunicare, nec indulgentias facere, nec aliquid hujusmodi. Quod si fecerit, nihil est actum.

El concilio de Trento reconoce bien claramente la diferencia de las dos potestades en la jerarquía eclesiástica, y el distinto origen de donde proceden, a saber: la potestad de orden, de la ordenación; la potestad de jurisdicción, de la misión, o sea del señalamiento de súbditos; así parece del final del canon 7.º, cap. XXIII, de Reform.: Si quis dixerit... aut eos, qui nec ab ecclesiastica et canonica potestate rite ordinati nec missi sunt, sed aliunde veniunt, legitimos esse verbi et sacramentorum ministros, anathema sit.

Llama la atención el ver que la potestad de orden no puede adquirirse por delegación, costumbre, privilegio, etc., y que la jurisdicción se puede adquirir de todas estas maneras, siendo así que una y otra es de Derecho Divino, y que ambas son necesarias respectivamente para la santificación de los fieles y gobierno de la Iglesia. Sobre este particular puede consultarse la sabia y profunda teoría de Berardi en sus Comentarios de Derecho Eclesiástico, disertación 1.ª, cap. I.

 

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Evangelio de San Juan, cap. XX, v. 21.

 

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Jam non estis hospites, et advence, sed estis cives sanctorum et domestici Dei. Superaedificati super fundamentum Apostolorum et Prophetarum, ipso summo angulari lapide Christo Jesu. Epístola ad Ephesios, cap. II, v. 19.

 

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Proinde sacrosancta Synodus declarat, praeter caeteros ecclesiasticos gradus, Episcopos, qui in Apostolorum locum succeserunt ad hunc hierarchicum ordinem praecipue pertinere; et positos; sicut idem apostolus ait, a Spiritu Sancto regere ecclesiam Dei, eosque presbyteris esse superiores. Conc. Trid., ses. 23, cap. 4.º de Reform.

 

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Se irán viendo en el curso de las lecciones.

Es de escasa importancia la cuestión sobre si los obispos reciben su potestad inmediatamente de Dios o mediatamente por conducto del romano pontífice, porque, júzguese como se quiera sobre esto, es lo cierto que su autoridad es de Derecho Divino, y que no son delegados del romano pontífice.

 

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Parece extraño que aquel cuya elección ha sido confirmada, pero que está todavía constituido en la clase de presbítero, o tal vez en algún orden sagrado inferior, tenga ya la jurisdicción episcopal; pero si bien se considera, esto no es contrario a la naturaleza de esta potestad, que no requiere en el sujeto más que el carácter clerical para su ejercicio, y que puede adquirirse por privilegio, costumbre, delegación, etc. Así es que la jurisdicción episcopal, aún antes de esta época, fue ejercida por los arcedianos, primero por delegación y después por derecho propio; además que estos obispos que sólo habían sido confirmados, estaban en un estado transitorio y tenían precisión de consagrarse en un tiempo muy breve que prescribe el Derecho.

 

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Puede considerarse como incluida en la jurisdicción contenciosa la que se conoce con el nombre de autoridad gubernativa, con la cual el obispo, sin necesidad de tramitación judicial ni de fórmulas solemnes, impone ex informata conscientia, penas a los eclesiásticos en todos aquellos casos en que no debe incoarse un juicio criminal, y en los cuales hay, por otra parte, convicción moral de faltas más o menos graves en el cumplimiento de sus deberes, motivos de escándalo, conducta de cualquiera manera poco conforme con la vida y honestidad propia de los eclesiásticos.

 

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En los primeros siglos se llamaba parroquia al territorio de un obispo. Establecidas después las parroquias en el sentido que hoy tiene esta palabra, se adoptó el de diócesis.

 

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Epíst. de San Pablo a los Gal., cap. II.