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Conc.. Trid., ses. 24, cap. XVI, de Reform, El gobierno en cuerpo por los cabildos cesó por consiguiente con la publicación del concilio de Trento en estos reinos, cuya disposición, observada puntualmente por todas las iglesias, es una protesta contra la costumbre que en esta parte se observa en la de Toledo. Es verdad que las leyes se derogan por la costumbre; pero no nos parece que merezca tal nombre una práctica para la cual no hay motivo especial que destruya las buenas razones que motivaron la ley general. Además, se comprende bien la derogación de una ley por la costumbre cuando todos los que están obligados a observarla obran en sentido contrario; pero si todos obran conforme a ella, o uno solo deja de hacerlo, no creemos que pueda invocar su inobservancia como una prueba de que respecto de él está derogada. Prescindimos de la consideración de que gobernando en cuerpo se elude indirectamente la ley relativa a la real auxiliatoria, pero no debe omitirse una razón de gran peso contra semejante práctica, y es que la responsabilidad moral y la responsabilidad legal, ya respecto del gobierno temporal, ya respecto de la autoridad superior eclesiástica, se hacen casi ilusorias tratándose de una corporación compuesta de treinta o cuarenta individuos, lo cual no sucede cuando uno sólo tiene que dar cuanta al obispo sucesor de todos los actos de su administración, como se dispone en el mismo canon del concilio de Trento. En apoyo de nuestra opinión hay un rescripto del papa León XII, publicado recientemente, en el cual se disipan todas las dudas que pudiera haber en el particular; fue expedido en Roma a 13 de marzo de 1826, y dirigido al cabildo de Málaga; en él se deroga la costumbre de esta iglesia de nombrar un vicario para la jurisdicción contenciosa y cuatro gobernadores para la voluntaria; se anulan estos nombramientos, la colación de los beneficios y todos los actos de jurisdicción que hubiesen ejercido, porque al mismo tiempo Su Santidad, se añade en el breve, «Paterna solicitudine... ad quoscumque tamen juris effectus in utroque foro, suprema sua auctoritate benigne sanavit, et consolidavit.... In futuris vero vacationibus eadem Sanctitas Sua mandavit, et mandat, ut unus tantum modo Vicarius capitularis cum, omnimoda jurisdictione ad formam sacrosancti Concilii Tridentini a capitulo eligatur, non obstante quacumque etiam immemorabili consuetudine.

El vicario debe ser nombrado ex corpore capituli, si en él hay quien reúna las cualidades que el Derecho prescribe; de lo contrario, pasa al metropolitano la facultad de nombrar, según lo declaró la congregación del concilio en 14 de enero de 1592. En la práctica podrá ocurrir sobre este particular algunas dificultades, las cuales más bien parece deberían resolverse atendiendo a la conveniencia y equidad, que no al rigor y letra del Derecho Positivo: ¿qué haría un cabildo que contase entre sus individuos un licenciado o doctor en Derecho Canónico, desautorizado en la opinión, tal vez sin ciencia, a pesar de su doctorado, y cuyas costumbres no fuesen las más puras? ¿Podría nombrar en tal caso un teólogo que fuese, por el contrario, sabio, virtuoso, respetable a los ojos del clero y del pueblo, y que tuviese además el grado académico en su facultad? Es cierto que para ejercer jurisdicción es necesario tener conocimiento del Derecho; ¿pero se le prohíbe al vicario capitular delegar la jurisdicción contenciosa o ejercerla con el dictamen de asesor? El atenerse muchas veces a la letra de la ley puede traer inconvenientes; el prescindir de ella también puede dar lugar a la arbitrariedad; por eso, por punto general, debe combinarse su letra con su espíritu, procurando siempre el mayor bien y utilidad de la Iglesia.

En algunas iglesias de España había la costumbre, que ya está derogada, de nombrar dos gobernadores, uno de gracia y otro de justicia. El primero encargado de la jurisdicción voluntaria, y el segundo de la contenciosa. Ha podido dar lugar a esta práctica el gran cúmulo de negocios y la dificultad de ser despachados por un solo individuo.

Aún pasados los ocho días puede el cabildo purgar la mora, reintegra, es decir, antes que el metropolitano se haya ocupado en suplir la negligencia.

El cabildo no puede reservarse ninguna parte de la jurisdicción, según una declaración de la congregación del concilio. Disputan los canonistas sobre si puede separar al vicario capitular: dicen unos que puede hacerlo libremente: y otros únicamente por justa causa, o cuando notase una administración torcida, y todos alegan en su apoyo alguna decisión de la congregación dada por casos especiales. Nosotros consideramos que podría ser origen de muchos disturbios el reconocer en los cabildos la facultad de remover a los vicarios capitulares ni con causa ni sin ella; no sin causa, porque esto sería un absurdo; ni con ella, por la dificultad de determinar en los casos particulares cuándo la causa era o no justa, quedando sin prestigio entonces la autoridad del vicario, y erigiéndose el cabildo en juez y parte a la vez de la controversia. Además, las vacantes ordinarias de los obispados duran poco tiempo, y el vicario sabe que el obispo sucesor le ha de pedir cuenta de su administración, con facultad de castigarle y anular todos los actos cometidos contra Derecho. Otro aspecto presenta la cuestión cuando ocurre una larga vacante por circunstancias extraordinarias; en tal caso nos parece que el cabildo bien podrá y aún deberá dirigirse al superior, pidiendo la separación del vicario, con justificación de los hechos de su mala administración, o excitando su ánimo para que la haga.

Todas las dudas y disputas sobre si los cabildos pueden o no gobernar en cuerpo después del breve de León XII al cabildo de Málaga sobre el nombramiento de dos gobernadores que hacían algunas iglesias, uno para los asuntos de gracia y otro para los de justicia; sobre si el cabildo puede reservarse alguna parte de la jurisdicción, y si puede revocar el nombramiento de vicario una vez hecho, o nombrar otro nuevo, están terminadas por el art. 20 del concordato de 1851, concebido en los siguientes términos: «En sede vacante el cabildo de la iglesia metropolitana o sufragánea, en el término marcado, y con arreglo a lo que previene el sagrado concilio de Trento, nombrará un solo vicario capitular, en cuya persona se refundirá toda la potestad ordinaria del cabildo, sin reserva o limitación alguna por parte de él, y sin que pueda revocar el nombramiento una vez hecho, ni hacer otro nuevo; quedando, por consiguiente, enteramente abolido todo privilegio, uso o costumbre de administrar en cuerpo, de nombrar más de un vicario o cualquiera otro que bajo cualquier concepto sea contrario a lo dispuesto por los sagrados cánones.»

 

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Por real orden de 8 de mayo de 1824 se mandó que se observase en el nombramiento de vicarios capitulares lo dispuesto en cuanto a los generales de la ley 14, tít. 1.º, lib. I, de la Nev. Recop., reducido a que los MM. RR. arzobispos y RR. obispos y demás prelados inferiores ordinarios, cuando nombrasen provisores, diesen cuenta a la cámara de las personas que eligiesen, para que teniendo los requisitos que las leyes eclesiásticas y reales exigen para ejercer jurisdicción, lo pusiese en conocimiento de S. M., y mereciendo su real aprobación, se llevase a efecto el nombramiento o se mandase proponer otra persona.

 

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La importancia y trascendencia de esta cuestión, en la cual andan muy divididos los canonistas, se comprenderá fácilmente fijándola en estos breves y sencillos términos. Cuando llega el caso de desacuerdo o total rompimiento de relaciones entre un príncipe católico y la sede romana, el príncipe, en uso de sus prerrogativas, presenta para la iglesia vacante a las personas que tiene por conveniente; el romano pontífice, por causas que no incumbe ahora examinar, no envía a los presentados las bulas de confirmación durante aquellas circunstancias, y entonces el príncipe, o rogando o mandando, consigue que el cabildo los nombre vicarios capitulares. ¡Cosa singular! Casi nunca se presenta cuestión en el terreno práctico en tiempos normales y tranquilos, sino cuando las naciones se encuentran asoladas por las guerras civiles, agitadas por las revoluciones o en medio de grandes calamidades públicas. El príncipe, cuando llegan estos casos, que son muy de lamentar, no suele inquietarse mucho porque el romano pontífice no confirme a los que él ha presentado para los obispados vacantes; se afana, sí, para que sean nombrados vicarios capitulares, consiguiendo de esta manera que sus candidatos, si no en concepto de obispos, siquiera en el de vicarios, ejerzan la jurisdicción episcopal, lo cual, en cuanto a los efectos, viene a ser hasta cierto punto indiferente. Presentada así la cuestión, se puede preguntar: la exclusión para ser nombrados vicarios capitulares los obispos presentados, ¿está comprendida en el canon Avaritiae caecitas del concilio de Lyon? Si allí no estuviese terminante, ¿lo estaría en los breves de Pío VII? Y en todo caso, si no estuviere en la letra de estas disposiciones, ¿no lo estaría en su espíritu y en el de la legislación canónica general? Y si aún todo eso se negase, ¿no debería prohibirlo la Iglesia, siquiera como medio de atender a su propia defensa? He aquí el canon del concilio II de Lyon, que por su importancia merece copiarse íntegro, según se encuentra en el capítulo V, De Elect. in Sexto: «Avaritiae caecitas, et damnandae ambitionis improbitas, aliquorum animos occupantes, eos in illiam temeritatem impellunt, ut, puae sibi a jure interdicta noverint, exquisitis fraudibus usurpare conentur. Nonnulli siquidem ad regimen ecclesiarum electi, quia eis, juri prohibente, non licet se ante confirmationem electionis celebratae de ipsis administrationi ecclesiarum ad quas vocantur, ingerere, ipsam sibi tanquam procuratoribus, seu oeconomis commiti procurant. Cum itaque non sit malitiis hominum indulgendum, nos latius providere volentes, hac generali constitutione sancimus, ut nullus de caetero administrationem dignitatis ad quam electus est, priusquam celebrata de ipso electio confirmetur, sub oeconomatus, vel procurationis nomine, aut alio de novo quaesito colore, in spiritualibus vel temporalibus, per se vel per alium, pro parte vel in totum gerere vel recipere, aut illis se immiscere praesumat. Omnes illos qui secus fecerit, jure (si quod eis per electionem quaesitum fuerit), decernentes, eo ipso privatos.»

Dicen algunos que lo que se prohibió en este canon fue únicamente que los obispos electos por los cabildos se mezclasen por este solo título en la administración de la Iglesia, y que esto mismo se les prohíbe hoy también, pero no el que los cabildos los nombren vicarios; además añaden que cuando se celebró el concilio de Lyon, y en más de tres siglos después, no había semejantes vicarios, porque los cabildos gobernaban en cuerpo, y consideran como un anacronismo que se pensase entonces excluir a los electos para un cargo que aún no existía. Esta observación, que a primera vista sorprende, tiene a nuestro juicio una respuesta convincente y clara. Los cabildos gobernaban en cuerpo, es verdad, tal era su derecho, y así lo ejercían generalmente; pero ¿se les prohibía delegar sus facultades a una o más personas? ¿No harían esto más de una vez? ¿Es posible persuadirse que siempre y constantemente gobernasen todos los canónigos juntos, cuando en las decretales tuvo que reconocerse y consignarse el compromiso como un medio extraordinario, por decirlo así, para terminar los conflictos, empates y pugnas, que debían ser frecuentes, acerca de elecciones y demás actos capitulares? Pues véase cómo aún en aquella época había ocasiones en las cuales los cabildos nombrarían personas que en su nombre ejerciesen la jurisdicción, y tal vez el concilio de Trento no hizo otra cosa que consignar como obligación general lo que muchos cabildos vendrían ya practicando por costumbre. ¿Qué eran si no los procuradores o ecónomos de que habla el canon, con cuyos títulos y otros fraudes exquisitos pretendían gobernar los elegidos? Además, en él no se excluye solamente a los que se entrometen por sí mismos, sino a los que reciben el cargo en cualquier concepto, gerere vel recipere... tanquam procuratoribus, seu oeconomis committi procurant; en cuyas palabras parece indudable que están comprendidos ambos casos, el de la intrusión y el de aceptar el cargo de manos del cabildo.

Como que la jurisdicción episcopal, con muy cortas limitaciones es ejercida por el vicario capitular, si pudiesen ser nombrados para este cargo los obispos presentados, importaba poco ni a ellos ni a los reyes que jamás se les expidiesen las bulas de confirmación, si al fin hacían, aunque con el carácter y potestad de delegados, lo que los obispos hacían con la consideración de pastores propios. ¿No es éste un medio indirecto de eludir la confirmación pontificia? Una diferencia, además, debe notarse en cuanto a esto entre los obispos electos y los presentados, y es que los primeros contaban con la mayoría al menos de los votos de un cabildo catedral, lo cual no dejaba de dar grande recomendación a los candidatos y abonarlos en cierta manera como dignos a los ojos de la Iglesia; la presentación se hace hoy en casi todas las partes a nombre del príncipe, es decir, de un solo individuo, y la Iglesia no puede tener igual confianza en todos los príncipes y en todos los tiempos y circunstancias. También puede ocurrir que el presentado para un obispado tenga ya el carácter episcopal, y si entonces pudiese ejercer la potestad de jurisdicción en concepto de vicario, puede decirse que las bulas de confirmación eran de todo punto innecesarias.

 

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Deslumbrado Napoleón por la brillante estrella que le guió largo tiempo en sus conquistas, y preocupado con la idea de su colosal poder, encontró en el caritativo y bondadoso Pío VII un obstáculo a sus proyectos de dominación universal, y no sólo se apoderó de Roma y de los Estados Pontificios, incorporándolos al Imperio francés, sino que hizo prisionero al papa en su mismo palacio, y lo llevó más allá de los Alpes, donde le tuvo cautivo e incomunicado con su rebaño cerca de cinco años. El emperador presentó para varios obispados vacantes en Francia y en Italia, y entre otros, al cardenal Maury para el arzobispado de París, y al obispo de Nancy para el de Florencia. No pudiendo esperar las bulas de confirmación en semejantes circunstancias, mandó a los cabildos, o les rogó, que en ocasiones viene a ser lo mismo, que los nombrasen vicarios capitulares. Así lo hicieron, y el cardenal Maury participó inmediatamente a Pío VII que se había encargado del gobierno en clase de vicario; el arcediano de Florencia, que había sido nombrado vicario capitular, consultó en su nombre y en el del cabildo sobre si podría renunciar para dar lugar al nombramiento del obispo presentado, y el ilustre cautivo levantó su voz desde el fondo de su prisión en Savona, y en dos rescriptos de noviembre y diciembre de 1810 condenó con la mayor valentía y de una manera muy terminante semejantes nombramientos. Le dice al cardenal Maury, entre otras cosas, que haría nulo su nombramiento, «agitur de novo in Ecclesiam eoque pessimo exemplo inducendo, propter quod civilis potestas eo paulatim perveniat, ut in vacantium sedium administrationem constituat, quos ipsa voluerit». Al arcediano de Florencia le prohíbe renunciar, «ut alteri aditum aperiat ab Ecclesiae praeclusum, et quamquam capituli deputationem seu electionem hujusmodi non modo improbandam, verum etiam nullam et irritam foro, quaemadmodum ad ulteriorem cautelam quatenus opus sit, irritam et nullam auctoritate nostra, nunc pro tune declaramus, quoniam, adversus sanctissimas Ecclesiae leges ejusque vigentem disciplinam attentaretur».

¿Obligan en España estos rescriptos? Dicen algunos canonistas que no, porque son resoluciones de casos especiales, y porque además, no han sido publicados en la forma que prescriben las leyes del reino, previo el pase o regium exequatur. Contestan otros que el haber sido dado para casos especiales no es obstáculo para que dejen de obligar, porque precisamente no son otra cosa casi todas las decretales contenidas en el cuerpo del Derecho; y en cuanto a la falta de publicación en la forma ordinaria, dicen que esto tendrá lugar cuando se trate de una nueva ley o de establecer un derecho nuevo, pero no cuando se recuerda la observancia de una ley antigua, o se aclara y se explica un derecho que ya está establecido. Así es que en el rescripto dirigido al arcediano de Florencia no se habla en el sentido de publicar una ley nueva para el caso en cuestión, sino que se supone establecida. Habemus in primis, dice el pontífice, celeberrimum canonem sancti. (Oecumenici Concilii Lugdunensis II, quo cavetur et vetatur ne quis ad Ecclesiam electus ipsius administrationem aut regimen ante confirmationem, sub oeconomatus vel procurationis nomine, aut alio de novo quaestio colore praesumat. Verba sunt adeo generalia et adeo perspicua, ut nulli exceptioni aut interpretationi relinquant locum.

 

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Cuando las diócesis eran muy extensas, se dividían en varios arcedianatos, a cuyo frente había un arcediano, que aunque residiese en la ciudad episcopal como individuo del cabildo, ejercía su autoridad en su respectivo distrito, y tomaba el título de la población más principal que en él había. De esta división nos quedan vestigios en casi todas las iglesias catedrales: en la de Toledo, v. gr., donde antes del último concordato subsistían todavía el de este nombre, y los de Talavera, Calatrava, Alcaraz, Guadalajara y Madrid.

 

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Todo el título De officio archidiaconi, cap. 1.º: «Ut Archidiaconus post Episcopum sciat se Vicarium esse ejus in omnibus, et omnem curam in clero (tam in urbe positorum, quam eorum qui per parochias habitare noscuntur) ad se pertinere.»

 

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Cap. 1.º, De Offic. archiep., 17: Archipresbyter sciat, se subese Archidiacono, et ejus praeceptis; sicut sui Episcopi obedire.

Por causas que se irán manifestando en el curso de las lecciones, los obispos habían descuidado mucho sus propios derechos, confiando su ejercicio en gran parte a manos mercenarias, por cuya causa la potestad de los arcedianos, que al principio era delegada, con el transcurso del tiempo llegó a ser ordinaria. En el siglo XIII las circunstancias y opiniones habían cambiado mucho, y se ve una tendencia marcada a la unidad y centralización del poder, y se concibe bien que los obispos tratasen de arrancar de manos de los arcedianos el grande cúmulo de atribuciones de que se veían despojados.

 

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Es de opinión Tomasino, parte 1.ª, lib. 2.º, cap. 8.º, y con él Devoti y otros muchos canonistas, que dio lugar a la creación de los vicarios generales un canon del concilio IV de Letrán, inserto en las decretales De officio jud. ordin., cap. 15, en el cual se manda a los obispos, que si no pueden por sí mismos desempeñar todas sus funciones, elijan personas idóneas como coadjutores y cooperadores de su ministerio; pero es bien fácil de notar que esta disposición se refiere únicamente a la creación de auxiliares para la confesión y predicación, a no ser que en estas palabras ac caeteris quae ad salutem pertinet animarum, se crea comprendido el cargo de vicario general, cuya interpretación nos parece no puede adoptarse sin alguna violencia.

 

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El no estar recibido de abogado no es obstáculo para poder ser nombrado vicario general, ni semejante requisito se exige por el Derecho Canónico, ni por las leyes del reino, ni por la práctica de las iglesias, porque el licenciado o doctor en cánones se supone que tiene conocimiento de las leyes civiles relativas a los negocios eclesiásticos, no diciendo cosa en contario a nuestro juicio, como creen algunos, la real orden de que se hace mención en la nota 7.ª del lib. II, tít. I de la Nov. Recop.

 

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La opinión de los intérpretes excluyendo del cargo de vicario a las personas que se refieren en el texto, no parece que sólo tiene por fundamento una desconfianza muy exagerada de que puedan abusar de sus atribuciones, por cuya causa sin duda se ha desatendido con razón en la práctica. La desconfianza respecto a los primeros por parcialidad hacia sus parientes, de los segundos por demasiada influencia del obispo en sus resoluciones, y de los terceros por valerse en el fuero externo de las noticias que pudiera tener por la confesión. Pero precisamente los naturales de la diócesis pueden tener más conocimiento de las costumbres y de las personas que no los extraños, cuya circunstancia no deja de ser importante, sobre todo en los negocios gubernativos; las relaciones entre el vicario y el obispo deben ser íntimas y de la mayor confianza para que procedan de acuerdo y en buena armonía, y bajo este concepto sus parientes, por esta sola consideración, parece que no debían ser excluidos; la exclusión, por fin, de los párrocos y penitenciarios, si la causa en que la fundan los comentaristas fuese de algún valor, vendría a ser aplicable a todos los presbíteros, lo cual es un absurdo.