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Lib. II, tít, I, ley 14 de la Nov. Recop. Cuando la jurisdicción voluntaria y contenciosa esté dividida entre dos vicarios, ¿será necesario respecto de ambos la real aprobación? Esta duda parece que está resuelta en la misma ley recopilada de Carlos III, en la cual sólo se habla de los requisitos necesarios para ejercer judicaturas.

 

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No comprendemos cómo puede sostenerse por algunos canonistas que la jurisdicción del vicario general es ordinaria, al considerar: 1.º, que el obispo no está obligado a nombrar vicario si quiero ejercer por sí mismo la jurisdicción; 2.º, que puede nombrar uno o varios; 3.º, que puede ampliar o limitar sus facultades a su arbitrio; 4.º, que puede también separarlo libremente, y 5.º, que su autoridad concluye con la del obispo. La jurisdicción ordinaria parece que no se concilia bien con semejantes caracteres.

 

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Cuando los autores enumeran los negocios para cuyo conocimiento necesita el vicario delegación especial, es tan grande el número de casos que excluyen (véase a Berardi: Comment. in jus., etc., tomo I, disert. 5.ª, cap. 1.º), que no alcanzamos qué es lo que puede hacer en virtud del mandato general. Creemos que casi nada, porque respecto a la jurisdicción contenciosa, hasta excluyen las causas criminales y matrimoniales, para cuyo conocimiento parece que son llamados muy particularmente sin necesidad de delegación especial, por la consideración de que el obispo no ha de ocuparse en la administración de justicia, y por esta causa se exige a los vicarios el conocimiento del Derecho. En vista de semejante confusión, que dificulta sobremanera la resolución de estas cuestiones de una manera clara y terminante, nos contentaremos con aclarar la regla que hemos consignado en el texto, a saber: que cuando el obispo nombra vicario general sin fijar las atribuciones que lo concede, éstas serán precisamente las que, según la práctica y costumbre de aquella curia, hayan ejercido sus antecesores.

 

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Tít. III, lib. I, cap. 3.º del Sexto de las decretales.

 

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Véase lo que hemos dicho al tratar de la autoridad del cabildo catedral en sede impedida.

 

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Creen algunos canonistas que, aunque el obispo por Derecho Canónico puede separar libremente a su vicario, tratándose de España no puede hacerlo sino con conocimiento y justificación de causa, por haber sido aprobado su nombramiento por el rey, y haberle expedido en su virtud la real auxiliatoria. Nosotros juzgamos, por el contrario, que la legislación canónica continúa vigente; que la aprobación real no puede dar al vicario la inamovilidad, y que no parece que haya podido ser ése el espíritu de la ley recopilada. Se manda en ella que cuando el obispo nombre vicario, lo ponga en conocimiento del gobierno, y éste, con la expedición de la real auxiliatoria, no viene a decir otra cosa sino que está conforme con aquel nombramiento, porque el candidato no es hostil, ni a la persona del monarca, ni a las instituciones, y que tiene los grados académicos, edad y demás circunstancias que se requieren para ejercer judicaturas; no tiene otra significación la aprobación real; por consiguiente, si el obispo lo separa, no puede él mismo exigir otra cosa sino que le dé cuenta del que nombre nuevamente. Consideramos como una grande calamidad para el obispo que se le obligue a tener a su lado, a pretexto de la real auxiliatoria, una persona que por cualquiera causa ha llegado a perder su afecto y confianza; mucho más si se considera que el vicario no se limita exclusivamente a la administración de justicia, sino que su autoridad versa también sobre negocios de administración o gubernativos, y que poniéndose en contradicción con el obispo, pueden originarse males de mucha trascendencia en lo relativo al gobierno de la diócesis. Que el obispo alegue causa y la justifique, dirán los de la opinión contraria, porqué él puede ser, y no su vicario, el que haya dado motivo al desacuerdo; pero, en tal caso, esto mismo se podría decir mirando la cuestión bajo el aspecto del Derecho Canónico, y hasta ese punto no llegan ellos, sino que la inamovilidad la fundan en la real auxiliatoria. En esta parte nosotros tenemos muy alta idea de la dignidad episcopal en comparación con la del vicario, a quien no miramos sino como un delegado, y además ignoramos quién debiera ser el juez de un escándalo de esta naturaleza, las justas causas para la separación y la dificultad también de probar en juicio cosas que son ciertas a la conciencia de todo el mundo.

 

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Hemos dudado si deberíamos hablar en este capítulo de los examinadores sinodales, considerados como auxiliares del obispo; pero además de que sus nombramientos son de muy corta duración, nos ha parecido mejor el tratar de ellos cuando lo hagamos del concurso a las iglesias parroquiales, ya por no anticipar doctrinas, y ya también para mayor claridad y enlace de las materias.

 

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En los tiempos antiguos hubo también un motivo especial y de circunstancias para nombrar coadjutor con derecho de futura sucesión, y era el de prevenir el caso de una elección que se temía había de ser tumultuosa por la concurrencia del pueblo, lo cual se evitaba haciéndola durante la vida del obispo propio, bajo su influencia y dirección.

 

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El primer ejemplo de nombramiento del coadjutor fue el de San Alejandro, al principio del siglo III (212), para el anciano obispo de Jerusalén, Narciso, que tenía más de cien años. San Agustín lo fue del obispo de Hipona, Valerio, y de San Agustín lo fue Heraclio, aunque dudamos que éste fuese verdadero coadjutor, puesto que San Agustín no quiso consagrarle, por considerar que contravenía al canon 8.º del concilio de Nicea, que prohibía hubiese dos obispos en una misma iglesia, de cuyo canon no tenían noticia ni él ni el obispo Valerio; por eso decía, hablando de su sucesor Heraclio: Quod reprehensum est in me, nullo reprehendi in filio meo. Erit presbyter, uti est, quando Deus voluerit futurus episcopus. Epíst. 213 de San Agustín. No habiendo sido consagrado obispo Heraclio, parece que más bien que del nombramiento de coadjutor lo que se trató fue de anticipar la elección para el caso de muerte de San Agustín.

 

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Como prueba de que en el decreto de Graciano no hay reglas fijas acerca del nombramiento de coadjutor del obispo impedido por ancianidad o enfermedad, basta leer los epígrafes de algunos cánones de la causa 7.ª, cuestión 1.ª, relativos a esta materia. Canon 13: Episcopo gravato infirmitate alius subrogari potest. Es del papa San Gregorio el Grande, y viene a reducirse a referir un hecho histórico, del cual aparece que el subrogado fue nombrado por el clero y pueblo por mandato del mismo Gregorio, pero no en clase de coadjutor, sino como obispo propio. Canon 17: Senectute gravato Coadjutor est dandus, qui morienti sucedat. Es del papa Zacarías a San Bonifacio, arzobispo de Maguncia, y le autoriza en él para que nombre coadjutor, sin hablar nada del clero y pueblo, y también le autoriza para que al tiempo de morir, si lo encuentra digno, pueda designarle por sucesor praesentibus cunctis. Canon 18: Non successor, sed Coadjutor viventi episcopo datur... Este canon ya está en contradicción con el anterior; es del papa Pelagio al clero de Narsi; coadjutor en este caso no es obispo, sino presbítero, y no se dice quién ni cómo lo ha de elegir, ni hasta dónde se ha de extender su autoridad.