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Entre la segunda y tercera época hay un período marcado con caracteres tan especiales, que en cierta manera bien merecía formar época, y muy señalada, en la Historia del pontificado. Nos referimos a los concilios de Constanza y Basilea, cuyos cánones llevan el sello de una oposición muy manifiesta al primado pontificio, y con tendencias nada disimuladas a fijar el principio de la supremacía del cuerpo de los obispos sobre el que era por Derecho Divino jefe y superior de todos. Pero como fue tan corto este período, y al cabo el pontífice salió triunfante en la contienda, no hemos creído deber considerarle sino como estado transitorio, que no dejó a la posteridad más que la memoria de un escándalo que fuera bueno borrar de la historia de las miserias humanas.

 

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Véase lo que hemos dicho en el párrafo 163.

 

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Ballarmin., de Roman. Pontif., lib. 2.º, cap. 29. «Licet resistere pontifici invadenti animas vel turbanti rempublicam, et multo magis si ecclesiam destruere videretur; licet inquam, ei resistere, non faciendo quod jubet, et impediendo no exequatur voluntas sua. Non tamen licet eum judicare, vel punire, vel deponere, quod non est nisi superioris.

Los que sostienen que el concilio general es superior al papa, deducen como una consecuencia, al parecer bien lógica, que aquél tiene derecho a juzgarle, como el superior tiene derecho a juzgar al inferior. Es un punto dogmático, dicen, que el concilio general es infalible; es cuestionable, por el contrario, si lo es o no el romano pontífice: una autoridad infalible es superior sin duda a alguna otra que no lo es; pero debe notarse que todo este raciocinio descansa sobre un supuesto falso, a saber: que haya concilio general sin que esté el romano pontífice a su cabeza; es verdad que habrá un número mayor o menor de obispos, y que sus decisiones merecerán todo el respeto que se quiera; pero esta reunión no podrá llamarse nunca concilio general; no se opone a esta doctrina lo ocurrido en el concilio de Constanza, donde renunció Gregorio XII y fueron depuestos Juan XXIII y Benedicto XIII, porque las cosas habían llegado a un punto que no se sabía cuál era el legítimo pontífice, y no sabiéndose cuál era, no lo era ninguno. También es verdad que el concilio de Basilea depuso al legítimo pontífice Eugenio IV; pero es bien sabido que esta asamblea acabó por disolverse por sí misma, y que los obispos se fueron retirando poco a poco, poniéndose de parte del papa Eugenio, que los había convocado a Ferrara, y abandonando al antipapa Félix V, que al fin tuvo que renunciar por haberse quedado solo.

 

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Después de la destrucción del Imperio de Occidente, Roma y la Italia sufrieron el yugo de los varios conquistadores que sucesivamente las fueron ocupando, tales como los hunos, los hérulos, ostrogodos y lombardos. No sucedió lo mismo con la ciudad de Rávena, que permaneció siempre bajo la dependencia de los emperadores de Oriente, los cuales, para defenderla y gobernarla, enviaban un exarca, con el encargo además de estar a la mira de los demás Estados que estaban en poder de los conquistadores. Astolfo, rey de los lombardos, se apoderó de esta última ciudad en 752, y Eutiques, el último de los exarcas, tuvo que volver a Constantinopla. Dos años después, el rey de Francia Pipino obligó a Astolfo a dar al papa la ciudad de Rávena y su exarcado; donación que confirmó después su hijo Carlomagno. Constantino-Coprónimo, emperador de Oriente, manifestó a Pipino que este país había pertenecido en todos tiempos al imperio, y que el haberlo arrancado de manos de un usurpador, como era el rey de los lombardos, no le daba derecho a disponer de él. Pipino le contestó que se entendiese con el papa; el papa se apoyó en la cesión por consecuencia de la conquista, y Constantino-Coprónimo no quiso insistir, porque, dueño todavía de Nápoles y la Calabria, temió tener por vecino a un enemigo manifiesto o que ocultase resentimientos contra él.

 

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La Historia no es siempre una guía muy segura para resolver cierta clase de cuestiones; por eso nos parece una vulgaridad fijarse en la de los ocho primeros siglos, en los cuales los pontífices no tuvieron poder temporal, para deducir de aquí que sin él pudieran haber pasado o pasar en adelante. Para que esta observación valiese algo, era preciso que nos probasen los que así piensan que no hay diferencia entre los tiempos antiguos y los modernos, ni en la organización social y política, ni en las ideas, ni en las costumbres, ni en nada de cuanto tiene relación con la existencia del individuo y de las naciones. Nos deberían probar, además, que no hay diferencia entre la unidad de poder en el Imperio Romano y el fraccionamiento de los pequeños Estados en que hoy está dividido el mundo; deberían decirnos igualmente si los emperadores romanos, dejando a un lado su cetro y corona al pisar los umbrales del templo para confundirse dentro entre la multitud de los fieles, se parecen por completo a los monarcas que rigen en el día los destinos de las naciones cristianas, y si creen, por fin, que el príncipe más desdichado de Europa se sujetaría hoy a hacer penitencia pública con la humildad y sumisión con que la hizo Teodosio el Grande, por el solo mandato de un arzobispo de Milán. Por lo demás, bien sabemos que la Iglesia, que nació y se propagó en medio de las persecuciones, no necesita para subsistir la soberanía temporal de los Estados Romanos; pero no se trata de la necesidad, sino de la conveniencia de mantenerse en una posesión que su interés y los principios del derecho de gentes justifican sobradamente.

 

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En los cánones 4, 6 y 7 del concilio general de Nicea se habla de los metropolitanos como de unas autoridades que ya estaban establecidas y que venían funcionando en sus respectivas provincias.

 

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Aunque en los libros revelados no se mande hacer la división de provincias eclesiásticas, y que un obispo presidiese a los demás, lo cual no se avendría bien con el estado de la Iglesia naciente, so observa, no obstante, que en los escritos de los apóstoles se hace mención de las provincias del Imperio, tales como el Ponto, Galacia, Capadocia, Bitinia, Siria, Macedonia, Acaya, etc., y como no es de creer que en cada uno de estos vastos territorios hubiese un solo obispo, puede suponerse con algún fundamento que el que lo fuese de la capital presidiría a todos los demás, y que las cartas, por ejemplo, que San Pablo dirigió a Corinto y Tesalónica fuesen para toda la provincia de la Acaya y de la Macedonia, y si no se quiere que en esta primera época hubiese varios obispos en cada provincia, los habría indudablemente más adelante, antes de la muerte de los apóstoles, en cuyo caso ya se ven echados los fundamentos de la institución de los metropolitanos.

 

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Basta recordar los nombres de Roma, Antioquía, Alejandría, Jerusalén, Cesárea, Corinto, Tesalónica y otras muchas ciudades principales.

El concilio de Antioquía, canon 9, considera la metrópoli civil como la residencia natural del obispo metropolitano, y da la razón de esto en los términos siguientes: «Episcopos qui sunt in unucuaque provincia scire oportet, episcopum qui praeest Metropoli etiam curam suscipere totius provinciae eo quod in Metropolimun undequaque concurrunt omnes qui habent negotia.»

 

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La Iglesia encontró hecha la división territorial del Imperio en provincias y diócesis, y un orden jerárquico de magistrados bien entendido para el despacho de los negocios, cuya división, por lo que hace a las provincias, adoptó desde luego en parte y siguió por algún tiempo con alguna regularidad. Este asunto fue objeto de varias disposiciones conciliares, con las cuales se procuró acomodar la policía exterior de la Iglesia a la civil, hasta que, corriendo el tiempo, se notó que este régimen traía inconvenientes, y se prescindió de él en todo o en parte (véase a Cavalario, parte 1.ª, cap. 4.º) Volveremos a hablar de esto al tratar, en la parte beneficial, de la creación, unión, división, etc., de obispados.

 

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Algunos canonistas, como Devoti, creen sin duda que se desconocen los derechos del primado cuando se sostiene por otros escritores que los concilios provinciales conocieron de las causas mayores según la antigua disciplina, y con dos o tres hechos, acaso mal entendidos, que nos presentan en sentido contrario ocurridos en el espacio de siete u ocho siglos, y otras dos o tres autoridades de pontífices, concilios o historiadores en el mismo período, se persuaden y quieren persuadir a los demás que ésta fue, y no la que hemos expuesto, la disciplina general de la Iglesia. Nosotros creemos que el primado pontificio tiene su fundamento en bases más sólidas; que los principios y no los hechos deben ser nuestra guía para conocer su naturaleza, y que es violentar la Historia pretender darle ese carácter de generalidad, cuando sólo se trata de unos cuantos hechos aislados, que deben considerarse como la excepción del Derecho Común. Nosotros creemos más, y es que, en los tiempos a que nos referimos, hubo una imposibilidad material, hija de las circunstancias, para que el romano pontífice se ocupase en estos negocios, y ni siquiera pudiese tener conocimiento de ellos, atendida la dificultad de las comunicaciones y el aislamiento de los pueblos entre sí. La importancia de esta observación se comprenderá mejor cuando se considere que en el siglo X, en Francia, un viaje entre provincias no muy lejanas era empresa de muy difícil ejecución, que no se verificaba sin muy grande interés, y que no estaba tampoco al alcance de todos. Mas hasta se ignoraba la situación geográfica de ciudades muy principales, y a veces, no sólo su situación, sino que aún su nombre era enteramente desconocido. Véanse las pruebas de esto en Williams Robertson: The history of the reing of theEmperor Charles V, vol. I, proof and illustrations, note 29. ¿Qué extraño es que en una situación semejante, situación que, como consecuencia del régimen feudal, era poco más o menos la misma en toda Europa, el romano pontífice no estuviese a la vista de todos los negocios, que fuese una necesidad en aquellos siglos el gobierno de los metropolitanos y concilios provinciales?