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391

Conc. Constantin., can. 5, según la colección canónico-goda: «Constantinopolitanae civitatis episcopum habere oportet Primatus honorem post Romanum Pontificem, propteres quod sit nova Roma.

 

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Conc. Calc., can. 28. No se encuentra este canon en la colección canónico-goda. Se estableció estando ausentes los legados pontificios, y se supone en él que los privilegios de que gozaba la Iglesia Romana eran por concesión de los Padres: Et enim antiquae Romae throno, quod Urbi illa imperaret, jure Patres privilegia tribuerunt. Cuya doctrina parece que destruye enteramente el primado pontificio pero realmente no es así, porque en dicho canon se trata sólo de los derechos patriarcales del romano pontífice. Por la misma consideración, continúa, de ser ciudad imperial, en el concilio de Constantinopla los 150obispos concedieron a la nueva Roma los mismos privilegios: Et cadem consideratione moti centum et quinquaginta Dei amantissimi episcopi sanctissimo novae Romae throno aequalia privilegia tribuerunt. Por fin concede al obispo de Constantinopla el derecho de consagrar a los metropolitanos del Ponto, Asia y Tracia, con cuyos territorios, que se les llamó patriarcados menores, se formó el gran patriarcado de Constantinopla. «Ut et Ponticae, et Asianae, et Thracicae dioecesis Metropolitani... a praedicto throno sanctissimae Constantinopolitanae ecclesiae ordinentur... convenientibus de more factis electionibus, et ad ipsum relatis.»

 

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Los obispos de este concilio escribieron al papa San León el Grande para que aprobase este canon; lo mismo hicieron el emperador Marciano y la emperatriz, pero el pontífice se negó, quejándose en su contestación a Santa Pulquería de la ambición del patriarca Anatolio, que convino por fin en quitar el canon del número de los de este concilio. Los griegos tampoco hicieron uso de él por algún tiempo, y aunque el obispo de Constantinopla continuó en la dignidad y honor de segunda silla, ejerciendo jurisdicción también en los tres exarcados, dijeron que no era en virtud de lo dispuesto en el canon, sino conforme a la costumbre que regía ya antes del concilio. Quince años después el emperador Zenón, y más adelante Justiniano, en la novela 123, consignaron todos los privilegios de la Iglesia de Constantinopla, pero usando de un lenguaje que no pudiera incomodar al romano pontífice. Así continuaron las cosas hasta que el canon 26 de Trulo aprobó el 28 de Calcedonia, que insertó después Graciano en su decreto, aunque falseando algo su sentido.

 

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Conc. Nic., can. 7: Quoniam mox antiquus obtinuit, et vetusta traditio ut Heliae, id est Hierosolimorum episcopo honor deferatur, habeat convenientem honorem, manente tamen Metropolitanae civitatis propria dignitate. Algunos años antes de Jesucristo, entre las conquistas que hizo en Asia Pompeyo el Grande, fue una la de Judea, que formó en adelante una de las provincias del imperio. Este pueblo indócil, que veía interrumpida la cadena de sus reyes, no podía llevar con paciencia la tiranía de los gobernadores romanos. Leía en sus profetas que un descendiente de la casa de David sería su libertador, y desconociendo el espíritu de las profecías, y que el libertador no era otro que el mesías que ya habían sacrificado, creyó que era llegado el tiempo de levantar el estandarte de guerra y sacudir el yugo de sus opresores. Así lo hizo el año 66 de Jesucristo. Para contener la insurrección puso sitio a Jerusalén el general Cestio, y no la pudo tomar; mandó Nerón a Vespasiano para vengar la afrenta de las armas romanas; estrechó el sitio; lo encomendó después a su hijo Tito cuando fue nombrado emperador después de la muerte violenta en un mismo año de tres de sus antecesores, y Jerusalén por fin fue tomada, no sin sufrir sobre los ataques del enemigo por fuera, los horrores de la guerra civil por dentro, el hambre y todo género de calamidades. Había anunciado Jesucristo a esta ingrata ciudad que no quedaría piedra sobre piedra que no se destruyese: Non reliquetur lapis super lapidem, qui non destruatur. Marc., cap. 13, v. 2. Y la profecía del redentor se cumplió puntualmente en tiempo de Vespasiano, quedando asolada hasta sus cimientos. En el año 130 de Jesucristo el emperador Elio Adriano la reedificó y le dio el nombre de Elia Capitolina; nombre que conservó hasta Constantino, en cuya época se la principió a, llamar la Nueva Jerusalén. La distinción que a ésta fue confirmada por el concilio de Nicea no fue otra que la de que su obispo tuviese el primer lugar después del metropolitano, y que se le considerase como si lo fuese de la antigua Jerusalén, aunque la nueva no estaba enteramente edificada sobre sus ruinas.

 

395

Berardi: Comment in jus eccles., tomo I, disert. 3, cap. 2.º

 

396

De Offic. jud. ordin., can. 9: «Cum sit in canonibus definitum, Primatis vel Patriarchas nihil juris prae caeteris habere, nisi quantum sacri canones concedunt, vel prisca illis consuetudo contulit ab antiquo...» Varios de los derechos que se expresan en el texto no fueron concedidos por disposiciones de los concilios, puesto que no se hace mención alguna en sus cánones; pero los canonistas, al hablar de ellos, se refieren al Código y Novelas de Justiniano, y como las leyes seculares nada pueden establecer en lo perteneciente a la jerarquía y jurisdicción eclesiástica, es preciso, para explicar el origen de estas atribuciones, recurrir al derecho consuetudinario consignado después en las leyes imperiales.

 

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Antioquía fue tomada el año 637, o 38, según otros. Alejandría sufrió igual suerte muy pocos años antes; Jerusalén muy pocos después; todo bajo el califato del segundo sucesor de Mahoma, Omar, que murió el año 644.

 

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Desde Constantino el Grande se observa que casi todos los emperadores habían tomado una parte muy activa en las controversias religiosas de los cristianos; y bien fuese por política, bien comprometidos por sus ministros y favoritos, es lo cierto que se decidían con todo su poder a favor del error o de la verdad, y que todos mostraban grande gusto y afición a esta clase de cuestiones, con pretensiones no pocas veces de sabios y competentes para decidirlas. El emperador León, natural de Isaura, en el Asia Menor, de familia obscura, que había servido en el ejército en clase de simple soldado, fue coronado en 716. Por su educación era incapaz de tomar parte en semejantes disputas, y no quería, por otra parte, dejar de aparecer, como sus predecesores, protegiendo la Iglesia y dando reglamentos sobre asuntos eclesiásticos. Había tenido muy íntimas relaciones con los judíos y mahometanos, y como estas dos sectas eran enemigas de las imágenes, y él les había oído hablar de ellas como de una idolatría, estas ideas se fijaron sin grande dificultad en su ánimo, como que estaban más al alcance de la ruda comprensión de un soldado que no las abstracciones teológicas conforme a las cuales debe distinguirse el culto que se da a Dios del que se da a las imágenes. Ello es que quiso distinguirse también como sus predecesores, y publicó al efecto un edicto por el cual mandó destruir todas las imágenes, de donde vino a estos herejes el nombre de iconoclastas o destructores de imágenes. No incumbe a nuestro propósito seguir el curso y progresos de esta herejía; nos basta indicar su origen por la relación que tiene con el cisma de Oriente y la historia del patriarcado de Constantinopla, consignando al mismo tiempo que se sostuvo en el imperio por espacio de 416 años, durante los cuales casi siempre mereció una protección muy señalada por parte de los emperadores. Es excusado hablar de los destierros, atropellamientos y violencias, que fueron muy grandes; de la firmeza del papa Gregorio II en defensa de la fe católica, y de la celebración del concilio II de Nicea, VII general (787), el cual condenó la herejía, que continuó todavía largo tiempo después por el empeño de los emperadores en sostenerla.

 

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Una hermana del Rey de Bulgaria que había estado cautiva en Constantinopla se había allí convertido al Cristianismo, y ella y unos monjes influyeron sobre el ánimo del rey Bogoris, que se convirtió también y recibieron el bautismo. En 866 mandó una embajada a Roma, en la que iban su hijo y muchos señores principales con presentes para el pontífice, y el encargado de pedirle obispos y presbíteros para la dirección de aquellas nuevas iglesias, y una consulta además sobre 106 cuestiones, a la cual respondió el papa Nicolás I en otros tantos artículos. A pesar de que mandó allí, en efecto, dos obispos de grande virtud, los patriarcas de Constantinopla, como más inmediatos, consiguieron por fin apoderarse de aquellas nuevas conquistas.

 

400

Focio era un favorito y primer secretario del emperador, aplicadísimo al estudio y de talento muy extraordinario, de familia ilustre y muy opulenta, y el mayor sabio de aquel siglo e inmediatos. Era a la sazón patriarca de Constantinopla San Ignacio, que cayó en la desgracia de Bardas, tío del emperador Miguel III, a quien éste había confiado el gobierno del imperio, para entregarse con más holgura a los pasatiempos y placeres más desenfrenados. Parece que no debía haber gran diferencia entre la conducta del uno y del otro, puesto que San Ignacio tuvo que reprender al primero y privarle de la comunión el día de la Epifanía. Bardas no pudo perdonar lo que él consideraba como un ultraje, y para vengarse ganó algunos testigos que acusaron al patriarca de haber hecho morir a Metodio su antecesor; reunió un concilio, consiguió que le depusiese, y elevó a la silla de Constantinopla al favorito, que fue consagrado el año 585, subiendo a tan alta dignidad, desde simple lego que era, en el espacio de seis días. Hubo empeño por parte de Focio en que renunciase San Ignacio, y no pudiendo conseguirlo, fue anatematizado al año siguiente en otro concilio y desterrado a la isla de Lesbos cargado de cadenas. Mediaron en este negocio cartas y embajadas por parte del papa Nicolao I; se celebró por los cismáticos un nuevo concilio muy numeroso, en el que fue segunda vez acusado y depuesto el santo patriarca. Pero ¡cuántos escándalos y corrupción en aquellos tiempos en la corte bizantina! En 866, Bardas, el gran protector de Focio, fue condenado a muerte por su sobrino el emperador Miguel, y en su lugar fue asociado al imperio Basilio el Macedoniano, que se hizo proclamar emperador al año siguiente, después de haberle degollado. Entonces fue desterrado Focio, y volvió a ocupar su silla San Ignacio, viéndose por algún tiempo una reacción en este sentido, durante la cual se celebró el concilio de Constantinopla, VIII general (869), en el cual fue depuesto canónicamente el primero y repuesto el segundo. A los siete u ocho años murió el santo patriarca, y volvió Focio desde su destierro a ocupar nuevamente la silla patriarcal, en lo cual consintió también el romano pontífice bajo ciertas condiciones, que se eludieron maliciosamente en el gran conciliábulo de Constantinopla (879), al que asistieron 383 obispos. Todavía volvió a ser desterrado por el emperador cuando llegó a ocupar el trono imperial León el Filósofo, hijo y sucesor de Basilio. Por muerte del cismático patriarca, volvieron a unirse las dos iglesias; pero fueron tan frías las relaciones que en adelante llevaron, que fue necesario muy poco para que a mitad del siglo siguiente el patriarca Miguel Cerulario renovase el cisma, echando nuevos combustibles sobre el fuego que todavía estaba mal apagado y oculto entre las cenizas; y era tal el estado a que habían llegado las cosas, que hasta se negó a hablar a los legados del papa, los cuales se retiraron, dejando un acta de excomunión sobre un altar de la iglesia de Santa Sofía contra el patriarca universal. (Amat: Hist. ecles., lib. IX, cap. 8.º).