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La palabra legado únicamente se aplica a los representantes del romano pontífice; los que envían los obispos a las iglesias particulares entre sí o cerca de los príncipes o de la silla romana, toman el nombre de comisionados, o cualquiera otro. No hay exactitud de lenguaje, por tanto, en Cavalario cuando habla del derecho que tienen todas las iglesias de mandar legados.

 

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La Historia presenta muchos ejemplos de legados procedentes de Roma, no sólo para asistir a los concilios generales, cuya presidencia corresponde de derecho al romano pontífice, sino que también asistieron a concilios particulares, como el primero de Arlés (314) contra los donatistas, en el cual se encontraron cuatro legados del papa Silvestre, dos presbíteros y dos diáconos.

 

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Desde que se trasladó la corte imperial a Constantinopla, casi siempre hubo un legado cerca del emperador, con instrucciones del papa para promover los intereses de la Iglesia. Como que la corte imperial era entonces el centro de todos los negocios, y los emperadores tomaban a veces una parte muy activa en las controversias religiosas, la presencia del legado debió contribuir mucho, o para evitar las invasiones, o para promover la celebración de concilios, o para excitar su celo y protección contra la turbulencia de los herejes y cismáticos. Legados de esta clase fueron el obispo de la isla de Coos, Juliano, San Gregorio el Grande, Bonifacio III y otros.

 

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De la tercera clase de legados, en la primera época tenemos ejemplos en los obispos de Tesalónica para toda la Iliria, y en los de Arlés para quince provincias de Francia. Por lo que hace a España, tuvo la legación por el papa San Simplicio, Zenón, arzobispo de Sevilla; y por el papa Hormisdas, los arzobispos de Tarragona y de Sevilla, Juan y Salustio,y de esta última ciudad San Leandro en tiempo de Pelagio II. Suelen equiparar los autores la legación de estos obispos de España con la de los de Tesalónica y Arlés, llamando perpetuas a una y a otras; pero nos parece que esto no es exacto en cuanto a las primeras, porque concluían con las personas, al paso que las últimas iban anejas a la silla y la legación pasaba a los sucesores.

 

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Recuérdese lo que hemos dicho en los capítulos de los metropolitanos y del romano pontífice.

 

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El poder casi dictatorial de que hemos hablado en el texto, conferido a los legados, está bien expresado en la siguiente decretal de Clemente IV, inserta en el Sexto, lib. I, tít. II, cap. XV: «Legatos, quibus in certis provinciis committitur legationis officium, ut ibidem evellant et dissipent, aedificent atque plantent... praesenti declaramus edicto, commissum tibi a praedeccessore nostro legationis officium nequamquam per ipsis obitum expirasse.»

 

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Véase el párrafo 248.

 

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La autoridad de los legados al principio era delegada; después la ejercieron por derecho propio, en virtud de su oficio, por el solo nombramiento, conforme a lo dispuesto en el título de Offic. Legati, en las decretales de Gregorio XI y en el Sexto. Sus facultades ordinarias eran, entre otras, las de conocer en primera instancia de los negocios contenciosos, y en segunda por medio de la apelación y queja, cap. 1.º, de Offic. Legati, in Sexto; visitar las iglesias y exigir las procuraciones, cap. 17 y 18, de Censibus; imponer censuras, principalmente a los reos contumaces, y conferir beneficios, concurriendo con los ordinarios, cap. 1.º, de Offic. Legati, in Sexto, aunque fuesen de derecho de patronato, cap. 6.º, de Offic. Legati; reservarse algún beneficio no vacante a favor de cierta persona; unir iglesias y beneficios no siendo en perjuicio de los derechos episcopales, capítulo último, de Confirm. utili vel ínutili; confirmar las elecciones de los obispos, arzobispos y de los exentos, cap. 36, de Elect., in Sexto; admitir las renuncias simples de los beneficios; absolver de las censuras reservadas al papa, cap. 9.º, de Offic. Legati. (Véase A Berardi: Commentaria, in jus., etc., disert. 2.ª, cap. 4.º del tomo I.)

 

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Las facultades ordinarias de los legados eran limitadas, y en ellas, ni se comprendían las dispensas de ley, ni el conocimiento de las causas mayores, si se exceptúa la confirmación de los obispos, que entonces no tenían grande importancia. Pero en los poderes especiales que se les conferían aparte al arbitrio del pontífice, podía comprenderse toda la plenitud de la potestad pontificia, hasta para deponer los obispos, crear y suprimir sillas episcopales, unir y dividir obispados, y todos los negocios, aún los más graves, que pudieran ocurrir en el régimen de la Iglesia.

 

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Al hablar de los abusos de los legados, sobre todo con motivo de las procuraciones, es necesario no dejarse llevar demasiado por lo que nos refieren algunos escritores, los cuales los han exagerado y puesto de relieve, movidos, o por un celo siempre laudable a favor de la Iglesia, como San Bernardo, o por la mala intención y odio hacia la silla romana, como Mateo de París. Bueno es también prescindir algo de las personas cuando se trata de examinar las instituciones, y considerar sobre todo que el despojo de las iglesias y la avaricia de los legados, de que se quejan estos escritores, no hay motivo para creer fuese un hecho tan general que los comprendiese a todos y que tuviese lugar en todos los países, y en verdad que, a juzgar por el espíritu y letra de las decretales y concilios de Letrán, el abuso en cuanto a esto más bien estuvo de parte de los obispos y arzobispos que de los legados pontificios. (Véase el párrafo 170 y sus notas.)