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De Regular., cap. 16. Habla Inocencio III en esta decretal del caso de hacer la profesión antes de terminar el noviciado, el cual lo supone introducido por el interés del monje y del monasterio, y añade lo siguiente: «Vere monachus est consendus, quia multa fieri prohibentur, quae si facta fuerint, obtinent roboris firmitatem.»

 

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Conc. Trid., ses. 25, cap. 15, de Regular.: «Professio autem antea lacta (antes de los diez y seis años y el año de noviciado) sint nulla nullamque inducat obligationem ad alicujus regulae, vel religionis, vol ordinis observationem, aut ad alios quoscunique effectus.»

 

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De regular., cap. 29

 

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Conc. Trid., ses. 25, de Regular., cap. 16

 

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Conc. Trid., ses. 25, de Regular., cap. 16. En recta interpretación del concilio de Trento podemos afirmar: 1.º, que no sólo serán nulas las renuncias y obligaciones hechas durante el noviciado, sino las que se hubiesen hecho antes, con tal que lo hubiesen sido con miras de la profesión monástica; 2.º, que no sólo se prohíbe aquí la renuncia de bienes temporales, sino también los derechos espirituales como los beneficios, por cuya causa no se considerarán vacantes hasta después de la profesión, ni podra el obispo conferirlos, como sucedía antes (cap. 4.º, de Regular., in Sexto), y 3.º, que la nulidad de las donaciones o renuncias, no sólo se entiende de los bienes que actualmente posee el novicio, sino de la esperanza de sucesión en los bienes paternos. Debe notarse al mismo tiempo que el concilio no prohíbe a los novicios las disposiciones testamentarias; pero su ejecución tendrá que aplazarse para después de profesar, como sucedería con las renuncias condicionales hechas antes de principiar el noviciado, las cuales tienen que quedar también en suspenso hasta que se verifique la profesión. Berardi: Commentaria in jus canon., etc., disert. 5.ª, cap. 3.º, tomo 1.º

 

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De Regular., cap. 22. El que habiendo hecho una profesión nula deja pasar el quinquenio sin reclamar, viene a hacer con su silencio y continuación en el monasterio una verdadera profesión tácita.

 

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Ídem, cap. 20; ídem, cap. 1.º, in Sexto.

 

528

Ídem, cap.16

 

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Fue muy general por espacio de muchos siglos la costumbre de ofrecer los padres a sus hijos al monasterio, cuyo ofrecimiento les obligaba a seguir perpetuamente la vida monástica. De esta práctica nos da testimonio el canon 48 del concilio IV de Toledo (can. 20; cuestión 1.ª, cap. 3.º): Monachum, dice, aut paterna devotio aut propria professio facit: quidquid horum fuerit, alligatum tenebit. Esta dureza de la patria potestad, tan repugnante a las costumbres de nuestros tiempos, se comprende bien cuando se considera el grado de exageración a que en esta parte llegó la antigua legislación romana, según la cual los padres podían exponer a sus hijos, desheredarlos sin causa, venderlos y aún matarlos: ley 11, Cod. de libert. et posth. En las provincias en que el Derecho Romano se conservó por más tiempo, como en España, la patria potestad fue también más dura; no fue así entre los griegos, cuyos hijos, si en la infancia eran ofrecidos al monasterio, no podían ser obligados a permanecer en él contra su voluntad en llegando a la edad de poder profesar, que era la misma que para contraer matrimonio: can. 20, cuest 1.ª, cap. 1.º En el siglo XII las costumbres habían cambiado; se comprendieron mejor las relaciones de padres a hijos; se reconoció cuanto importaba la espontaneidad de la vocación para conservar en toda su pureza la disciplina monástica, y se mandó en su virtud por Celestino III que los hijos ofrecidos por los padres pudiesen libremente volver al siglo en llegando a los años de la discreción. El ofrecimiento se hacía en el altar con ciertas solemnidades. Puede verse a Devoti, Instituciones canónicas, lib. I, tít. IX, nota 1.ª del pár. 13.

 

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La legislación canónica en cuanto a la edad para la profesión no llegó a fijarse de una manera uniforme hasta el concilio de Trento, ses. 25, de Regular., cap. 15. Antes había sido muy diversa la manera de pensar, creyendo unos que la vida monástica debía principiar desde la niñez, como San Juan Crisóstomo y el concilio Trulano, que la fijaron a los diez años; otros, por el contrario, la dilataban hasta los veinte, como los monjes de Cluny y los cartujos, habiendo también algunos que deseaban fuese un tiempo intermedio de doce a catorce años para varones y hembras, respectivamente, que fue la costumbre de la Iglesia latina (de Regular., cap. 5.º, 11 y 12); de diez y seis a diez y siete, como San Basilio, y hasta diez y ocho, como se prescribe en las decretales cuando se trata de ciertas islas en las que es mayor la dureza del monacato, como se dice en el cap. 6.º del referido título. La cuestión sobre la edad fue llevada al concilio de Trento, en el cual parece estaba preparado un canon señalando diez y ocho años; según refiere Palavicini en su Historia, lib. XXIV, cap. 6.º; pero habiéndose opuesto el arzobispo de Braga, Fr. Bartolomé de los Mártires, vir claustris peritus, como dice el historiador, el concilio estimó justas sus observaciones, y acordó que fuesen diez y seis cumplidos, como hemos dicho en el texto. Las constituciones de las órdenes que exigen mayor edad no fueron derogadas por el concilio. No alcanzamos porqué fue señalada una misma edad para ambos sexos, habiéndose reconocido en las decretales la diferencia, cap. 8.º, 11 y 12 citados, y cuando para contraer matrimonio la hubo siempre también por el Derecho Canónico, y la ha habido igualmente por la legislación de todos los pueblos para fijar la pubertad y para salir de la menor edad. Aún contando con que para el efecto de la profesión deba ser la misma, todavía hay autores respetables que opinan debía retardarse algunos años más, a fin de que con más conocimiento y madurez de juicio pudiesen comprender la trascendencia de sus compromisos. Por lo que hace a España, ya el Consejo de Castilla, en consulta del año 1619, propuso al rey que convenía se suplicase a Su Santidad se dignase poner límite a los conventos y al número de religiosos en ellos; y que para evitar muchos inconvenientes que se reconocen en la admisión de religiosos de menos edad de la que parece se debía, mandase Su Santidad no se pudiese dar el hábito a ninguna persona menor de diez y ocho años, ni las profesiones hasta veinte cumplidos: Nov. Recop., lib, I, tít. XXVI, ley 1.ª Esta ley es de Carlos II, y tiene el siguiente epígrafe: Medios de reformar y reprimir la relajación del estado religioso.