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Es punto incuestionable la concurrencia del clero y del pueblo para la elección de los obispos; pero los escritos y cánones de la época hablan con tanta generalidad, que no nos dan pormenores algunos, ni sobre el modo y forma de la elección, ni acerca de las personas que tenían el derecho electoral. ¿Concurrirían todos los individuos del clero, sin exceptuar ni aún a los ordenados de orden menor? ¿El pueblo estaba compuesto de todos los cristianos, sin excepción de sexo, edad ni condición? ¿En las ciudades muy populosas asistía todo el pueblo? Sobre estos y otros puntos la Historia no nos da luz alguna, y es preciso entregarse a las conjeturas, teniendo en cuenta el estado de la sociedad cristiana en aquellos tiempos. Por lo que hace al pueblo, nosotros creemos que su intervención en las elecciones, unas veces precedía al acto de la elección, formando una especie de opinión pública sobre las cualidades de los candidatos, que el clero no podía menos de tener en cuenta, y otras veces era posterior, manifestando su aprobación o asentimiento cuando, reunido en el templo, se le diese cuenta de una elección que ya estaba hecha. La de San Agustín debió ser hecha de este modo, puesto que fue aclamado hasta veintitrés veces con la fórmula ¡es digno!, de lo cual se tomó acta por un notario.

Entre otros documentos relativos a la intervención del pueblo en las elecciones, son notables las siguientes palabras de la epístola 68 de San Cipriano, dirigida al clero y pueblo de España: «Propter quod ex traditione divina et apostolica diligenter observandum et tenendum est, quod apud nos quoque et fere per universas provincias tenetur... ut episcopus eligatur plebe praesente, quae singulorum vitam plenissime novit, et uniuscujusque actum de ejus conversatione perspexit... ut plebe praesente, vel detegantur malorum crimina vel bonorum merita praedicentur.»

 

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Can. 16 y 19, dist. 61. El obispo interventor era uno de los sufragáneos nombrados por el metropolitano. Revestido del prestigio y esplendor que le daba la dignidad episcopal, se concibe bien que no llegando a muy alto grado la exaltación de los partidos, se harían bajo su dirección elecciones muy acertadas y pacíficas.

 

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Nov. 123 de Justiniano. Con más claridad en el 127, cap. 2.º, se dispone lo siguiente: «His igitur quae sacris canonibus definita sunt insistentes praesentem sancimus legem, por quam sancimus, ut quoties usu venerit episcopum ordinari, conveniant clerici et Primores civitatis, cui ordinandus est, episcopus, et propositis Sanctis Evangeliis super tribus personis psephismata fieri (se haga la votación)... ea tamen observatione, quae ante a nobis dicta est, ut ex tribus ita electis personis melior eligatur electione et juditio ordinantis.» Se dispone en la misma novela que si no se encuentran tres personas dignas, se propongan dos o una. Dice Cavalario, refiriéndose a las citadas novelas, que mandó Justiniano no interviniese el pueblo en las elecciones; pero esto no es exacto, porque Justiniano lo que hizo fue confirmar con sus disposiciones la doctrina canónica, según la cual, el pueblo ya había sido excluido. «His igitur quae sacris canonibus definita sunt insistentes, etc.» Este canon a que alude Justiniano es, sin duda, entre otros, el establecido en el tercero del concilio de Laodicea, concebido en los siguientes términos: «Non est permittendum turbis electiones eorum facere, qui sunt ad sacerdotium promovendi.»

 

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La Iglesia, en buenas relaciones con la sociedad temporal, no se opondrá nunca a la exclusión o veto que presentase el príncipe respecto a un candidato que fuese su enemigo, o de quien recelase mal uso de su autoridad en perjuicio del Estado; fuera de este caso, la Iglesia invocara siempre el derecho de nombrar sus ministros, o fijar las condiciones con que otros por concesión suya los hayan de nombrar. No están en contradicción con esta doctrina algunos hechos que manifiestan en los tiempos antiguos una intervención más directa de los príncipes en las elecciones de los obispos; intervención que la Iglesia aceptaba de buena gana, como una especie de protección, y que además puede considerarse como el cumplimiento de un deber por parte de la autoridad pública. Hablamos de los casos en que se turbaba el orden por las agitaciones y tumultos populares, apoyando cada fracción a su respectivo candidato: entonces el príncipe se ponía de parte de uno u otro con toda la fuerza de su poder, y venía a resultar elegido aquél que merecía su apoyo y confianza. En este sentido se vio intervenir en las elecciones de algunos obispos de Constantinopla los emperadores Teodosio el Grande, Arcadio y Teodosio el Joven.

 

545

El primero que concedió feudos a las iglesias parece que fue Clodovoeo II, rey de Francia ( 655): Cavalario, Inst. jur. can., parte 1.ª, cap. XXI, pár. 11. La concesión de los feudos y sus consecuencias tuvieron lugar, con más o menos extensión, en Alemania, Hungría, Polonia, Inglaterra, Francia e Italia.

 

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Los abusos que se siguieron por la concesión de los feudos fueron los siguientes: 1.º, las investiduras, por lo que hace a los obispos y abades, no se hacían por medio del cetro y corona, sino por la tradición del báculo y anillo temporal, símbolos de la jurisdicción eclesiástica; 2.º, por la investidura, no sólo se concedían los bienes feudales, sino también los eclesiásticos, los cuales durante la vacante habían estado bajo la guardianía del príncipe; 3.º, como una misma, persona tenía el carácter episcopal y el carácter también y consideraciones de señor feudal, los príncipes se creyeron con derecho para hacer estos nombramientos; 4.º, en manos de los príncipes las elecciones generalmente recaían en las personas más indignas de su corte, prevaleciendo al mismo tiempo la más escandalosa simonía; 5.º y último, el carácter de señor feudal llegó a sobreponerse al carácter episcopal; se secularizó, por decirlo así, el episcopado, y lo avasalló por completo la autoridad secular. Gregorio VII se opuso con energía a la continuación de estos abusos; siguieron con la misma sus sucesores; se celebraron varios concilios en los que se fulminó excomunión contra los que daban y recibían las investiduras, y se puso, por fin, término a la contienda en la Dieta celebrada en Worms el año 1122, cuya transacción fue aprobada en el siguiente por el concilio general citado en el texto. Se redujo ésta a que la investidura se haría en adelante por la entrega del cetro u otro símbolo secular, renunciando el emperador Enrique V a la elección de los obispos, y restituyendo al clero la libertad en la elección.

 

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A fines del siglo XII, los cabildos catedrales ya tenían esa organización especial que los constituía en corporaciones independientes del resto del clero de la ciudad. Éste ya ejercía su ministerio en las parroquias y demás templos destinados al culto, y no es mucho que los canónigos, que formaban un cuerpo con el obispo, resumiesen el derecho de nombrarle, como hicieron los cardenales respecto al pontífice, y como lo habían hecho en todos tiempos las casas religiosas en cuanto a sus abades o superiores.

 

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Generalmente los escritores hacen subir la intervención del pueblo en las elecciones hasta el siglo XI o XII, fundados en las epístolas de Gregorio VII y San Bernardo en las cuales se citan tres casos, todos de la Iglesia de Francia. Dice el primero, lib. V, epíst. 8.ª, que el obispo de Orleans se intrusó sin tener la edad necesaria, contra los decretos de los Santos Padres, y sin la elección del clero y del pueblo. San Bernardo, epíst. 13 y 17, dice también, no con la mayor claridad, que las elecciones de los obispos de Cavaillón, Cabilonensis, fueron hechas cum consensu populi. Tal vez este lenguaje no signifique otra cosa sino que las elecciones fueron muy bien recibidas por el pueblo, y no así la del que se intrusó en Orleans; si se le quiere dar otro sentido, vendrá a resultar que fueron excepciones fundadas en alguna causa o título especial. Por lo demás, nosotros creemos que el pueblo fue excluido desde muy antiguo, y que no es exacto lo que dice Cavalario que lo fuese por los concilios generales VII y VIII, can. 3 y 22, en los cuales únicamente se habla de los príncipes y poderosos, sin mentar ni una sola vez al pueblo.

 

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Clemente II, de aetate et qualitate, etc.; concilio tridentino, sesión 22; de Reform., cap. 4.º

 

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La excomunión mayor es la única que priva de voz activa, y la menor solamente de la pasiva: capítulo único, Ne sede vacante, etc., in Sexto; Engel: Collegium universi juris canonici, lib. I, tít. VI.