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Intelectuales en la Hostería

Juan Ramón Masoliver

Corría el año de 1535 cuando Francisco Rabelais llegó a Roma por segunda vez. Venía a solicitar la absolución papal, obtener licencia para poder vestir otra vez el hábito benedictino y practicar el arte de la medicina hasta la aplicación del hierro y del fuego exclusivamente, sólo por humanidad y sin ánimo de lucro, como quieren los cánones. Y a pesar de traer sobre la conciencia la descripción de la abadía de Téleme y haber puesto en solfa a los teólogos de la Soborna a pesar de haber divulgado ya su Gargantúa y los tres primeros libros de Pantagruel, halló Rabelais bien dispuesta la Curia; y el Papa -que lo era Paulo III Farnesio- despachó un breve de absolución. Pero en los meses de forzosa residencia en Roma que la necesidad le impusiera, el buen francés -que debía tener muchas horas libres- aprendió cumplidamente el árabe, visitó basílicas, presenció cortejos y ceremonias, entabló disputas con los doctos y, lo que más le interesara, no olvidó los deleites del paladar: Roma cautivó a Rabelais por la cocina.

Quien recuerde las comilonas a que se entregan los personajes del francés, las listas interminables de platos suculentos y pesados que aparecen a cada dos por tres en sus páginas, y las salsas e ingredientes que en las mismas son detallados con visible deleite, creerá tal vez que Rabelais había encontrado en Roma campo abierto para excesos gastronómicos. Mas no fue así. Entusiasmóse el clérigo con las cien clases de ensaladas italianas; alababa las hierbas aromáticas -los «gustos», como les llaman por acá- usadas en la cocina peninsular: la vainilla, el clavo y el clavel, el hinojo, el romero, el orégano. Y a un obispo francés, su amigo, le manda semillas («las mejores de Nápoles, las que el Santo Padre manda sembrar en su jardín secreto del Belvedere») para sus ensaladas. El detalle de cómo hay que sembrarlas y de su alto aliño se antepone, en sus cartas, a las noticias policiacas y aun a la narración del estado de los asuntos que han traído el escritor a la Ciudad Eterna. Y su mayor preocupación: que no le ha sido posible dar con simiente de pimpinela, una de las hierbas finas «qui desgraissent l'estomac».

Rabelais, pues, no echaba de menos los asados pantagruélicos ni los guisotes gargantuescos rebosantes de mantecas y de untos; pues había comprendido sobradamente la esencia de la cocina italiana, que más que pesada es aromática, más perfumada que suculenta, más sutil que elaborada. En otros países más ricos y más pingües las mesas ofrecerán manjares suculentos y enjundiosos, la gente comerá cinco veces al día, ayudándose con copiosas libaciones -hasta apoyarse en la mesa y rodar al pie de la misma-. Mas para desengrasar el estómago hay que venir por pimpinela a Italia: donde los macarrones se condimentan con canela, el cabrito con romero, con laurel el hígado, con menta las alcachofas, y con clavos de clavellina el estofado.

Parcos, pero amigos de la buena mesa, tales son los italianos. Y no se alude aquí a esos obreros tocados con su gorrito de papel de periódico que en mojando un panecillo en una copa de vino tinto, han dado principio y fin a su comida; ni al napolitano fino, más amigo de lamines que de hartazgos. Sino a los que sienten todavía la atracción o el imperativo de sentarse ante dos platos. La dureza de los tiempos que corremos ha impuesto una parquedad exagerada al elemento obrero y a gran parte de la pequeña burguesía, que almuerza a prisa y corriendo en los restaurantes en que se sirve a precio fijo una comida en serie, y cena, si cena puede llamarse, en las lecherías y en los bares, cada vez más numerosos.

No por eso se ha perdido entre las clases humildes el placer de la buena mesa, el culto de la cocina regional, cuyo templo suele ser la «trattoria», la clásica casa de comidas italiana. En ésta, por lo común, un local de reducidas dimensiones (boca u hoyo les llaman en Florencia), mesas con manteles a un lado, la cocina al fondo, separadas por la lamparilla que arde ante una Virgen de cerámica o una estampa añosa. A veces -como sucede en las del puerto, en Génova- los fogones están como en una peana y en la pared brilla el cobre, en otras la cocina está a la entrada, y en las más, ya que no se vé, se adivina. Pero es condición esencial en todas ellas que la dueña del local esté al frente de los fogones y que se coma a lo casero, como quiere la gente a quien no anubla el seso la cocina y la botella «de Francia». Íntimas, patriarcales y pulidas «trattorias», donde el parar es dulce y perezoso, sencillo y sano el comer y honrado el vino; ambiente claro y sonriente, pero no rumoroso, rebosante de alegría sin llegar a los gritos, digno de ser pintado por un Jan Oteen, pintor y tabernero, y frecuentado por un Quevedo, un Dickens o un Lucero, ilustres parroquianos de locales de esta índole.

Fondas de este tipo abundan por la península, no sólo en los pueblos, sino también en las ciudades: en Bolonia, cabeza y raíz de la cocina italiana; en Génova, con sus tabernas casi subterráneas tras los soportales del puerto; en las ciudades toscanas y en las de las Marcas; pero sobre todo, en Roma. Roma es la ciudad de las «trattorias», como Pavía la de las torres y Venecia la de los pozos en las plazoletas. Sobre diez locales públicos, cinco son -en Roma- «trattorias»; y los cinco restantes acostumbran a ser tabernas, cafés, pastelerías o cualquiera de las cien formas que toman los lugares que brindan algo al estómago. Porque el romano, a fuer de descendiente de quien es, entrégase en cuerpo y alma a los placeres del paladar. Las fiestas señaladas celebránse por acá con grandes comilonas, a base de cordero, de salchichón y huevos duros en Pascua; macarrones y pollo por la Virgen de Agosto y caracoles la verbena de San Juan; anguila y pavo, embutido y lentejas, de Navidad a Reyes; croquetas de arroz y buñuelos, al llegar San José. Aligerado todo ello con ensaladas que nadan en vinagre, condimentado con pimienta con ajo y perejil, y perfumado con salvia con laurel, con anís y romero, como notara ya François Rabelais. Y por encima de todo, el vino de «li Castelli», trasegado en tal cantidad que de los dos millones de hectolitros que, según dicen, se producen al año, poco o nada queda para vender fuera de Roma.

Queden para otras ciudades y países los veladores de los cafés que invaden las aceras. El café, el aperitivo y las naranjadas se toman aquí de pie; las aceras están reservadas a fondas y tabernas. Un tablado obstruye casi por completo una calleja: es la terraza que un tabernero ha levantado para sus clientes; las plazuelas, al llegar el buen tiempo, conviértense en emparrados a cuya sombra se sirven las comidas; y no es raro ver en los barrios bajos que los vecinos saquen mesas a la puerta de la calle y allá queden comiendo y brindando en las veladas calurosas. Allá o en las tabernas, porque para esta gente comodona la casa no es más que el lugar donde se duerme y donde, por desgracia, se muere. Y el mejor descanso de las fatigas de la semana consiste, para el menestral y para el burgués modesto, en salir los domingos acompañado de parientes y amigos a la primera hostería, allende las puertas de Roma, y sentar en ella sus reales hasta la puesta del sol.

No hay que creer, sin embargo, que la «trattoria» u hostería sea sólo para la gente baja; pues aunque la tradición imponga que estos locales sean modestos, lo cierto es que cuentan, los más, con una clientela de abogados y hombres de negocios, artistas y políticos, actores y estudiantes.

Y esta costumbre de frecuentar las «trattorias» viene de antiguo; estuvo ya en auge a los albores del siglo pasado, en especial entre los artistas extranjeros que como nunca afluyeron entonces a la Ciudad Eterna. Eran los años en que los artistas nórdicos no juzgaban completa su formación espiritual antes de descender al país en que florecían los naranjos, y en Roma encontraban personas de su condición, la sociedad de los artistas que por razones de gustos y amistad habían sentado sus reales alrededor de la Plaza de España, en el barrio que va de la Puerta del Pueblo a la Plaza Barberini, al pie del Pincio y de la Villa Borghese. El lugar de reunión eran las «trattorias», la más famosa de las cuales era, por aquel entonces la del «Bayoco» u Ochavo, junto al palacio de los Barberini, a cuya mesa se sentaban Thorwaldsen y Andersen, Luis de Baviera y Bartolomé Pinelli, Orase Vernet y Pollak. Era esta «trattoria» sede de aquella orden burlesca del Bayoco, cuya insignia pasearon con orgullo por las cortes europeas el príncipe Poniatowsky y el de Weimar, el escultor Thorwaldsen y el rey Luis de Baviera que, por su parte, había clavado un ochavo falso en el lugar que se había reservado en la mesa de la alegre «trattoria» de la plaza Barberini. Y otra hostería famosa era la de la Campana regida por la bella Faustina, cuyo recuerdo ha quedado consignado en las «Elegías Romanas» del cantor de Fausto, que fue más que un amigo de la hostelera. La «trattoria» existe aún, su cocina es famosa y, aunque no se conserve en ella el recuerdo de Goethe, continúa siendo lugar de reunión de escritores y artistas.