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Intrusas en la trampa de Narciso. Dos relatos de Eduarda Mansilla

María Rosa Lojo

Mientras que la figura de su hermano Lucio Victorio (1831-1913) nos es familiar, no ocurre lo mismo con su hermana menor Eduarda Mansilla (1834-1892). Las razones son varias: por un lado, la historia literaria argentina ha sido (y aún es) mucho más proclive a reconocer filiaciones paternas que maternas. Por otra parte, Eduarda pasó la mayor parte de su vida adulta fuera del Río de la Plata, acompañando a su marido Manuel Rafael García en calidad de «diplomática consorte». En 1860 aparecieron sus dos primeras novelas: El médico de San Luis y Lucía Miranda, reeditada en 1882. Su libro Cuentos (1880) contó con el respaldo entusiasta de Sarmiento y convirtió a Eduarda en la primera autora argentina de relatos para niños; en los Recuerdos de viaje (1882) se narra, con ironía y fascinación, su paso por la sociedad estadounidense. Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), es quizá su novela más madura y equilibrada y también, si se quiere, la de mayor gravitación ensayística y política. Fue escrita en francés, durante la estadía de Eduarda en ese país, y recibió los elogios de Víctor Hugo. Otro libro de cuentos, Creaciones (1883) enriqueció el relato psicológico y fantástico. Escribió también textos de teatro. Pero buena parte de su obra parece haberse extraviado. Uno de sus hijos, Daniel García Mansilla, consigna en un libro de memorias (Visto, oído y recordado) la pérdida de un gran baúl donde se guardaba correspondencia así como originales literarios de Eduarda. Su última producción narrativa conocida fue la nouvelle Un amor, de 1885.

María Gabriela Mizraje ha señalado la prefiguración de «El Aleph» borgeano (el cuento, y el mágico microcosmos) en «El ramito de romero» (incluido en Creaciones), de Eduarda Mansilla. Un amor establece por su parte complejos vínculos con el cuento de Borges «La intrusa». Si los escenarios y la clase social de los personajes son brutalmente distintos, en cambio el conflicto básico -triángulo amoroso entre una mujer que luego resulta excluida, y dos hermanos- guarda una sorprendente proximidad. En «La intrusa», los Misen: Cristian y Eduardo (no gemelos, pero muy parecidos físicamente, ambos altos, duros, y de melena rojiza) viven en los suburbios humildes (las «orillas») de Buenos Aires una vida rústica que bordea la delincuencia (son, entre otros oficios, cuatreros y tahures). Se quieren con afecto entrañable, se autoabastecen y mantienen una orgullosa distancia con respecto al medio en que viven, donde se los respeta y hasta se los teme. Cristian toma la iniciativa de traer a la casa común una joven (Juliana) de la que los dos se enamoran, sin admitirlo. Si Cristian permite que Eduardo acceda también a los servicios sexuales de la mujer, que todo lo acepta pasivamente (aunque con cierta callada inclinación por Eduardo), celos inconfesados los enfrentan de tal modo, que -para no llegar a la violencia mutua- deciden venderla al prostíbulo. La distancia, sin embargo, no corta la relación. Cuando comprueban que ambos van a visitarla en el burdel, la llevan nuevamente a la casa. Pero el desenlace trágico no tarda. Cristian asesina a Juliana y sólo una vez consumado el crimen, lo revela a su hermano. Se abrazan entonces, «casi llorando», para reanudar -sobre el olvido- su vida en el cerrado «androceo».

Un amor transcurre en los ambientes más refinados y lujosos del París imperial de Eugenia de Montijo, quizá hacia la misma época (1855/60) que los hechos narrados en «La intrusa». Una hermosa muchacha cubana, Silvia, hija única de un matrimonio de clase alta (el padre, Julián Rojas, banquero, la madre, Elisa, de familia aristocrática), después de una serie de equívocos, comienza a ser cortejada por dos hermanos gemelos: los Sandford, estadounidenses, uno de los cuales (el primero que Silvia conoce, y al que parece preferir) también se llama Eduardo. Los Sandford son de tipo nórdico: altos, rubios, de ojos azules. A diferencia de los Nilsen son cultos y muy ricos, pero -como ellos- se bastan a sí mismos y miran al mundo desde una altiva superioridad. Entre ambos hay una absoluta identificación: física, intelectual, sentimental. Como es previsible, los dos se enamoran de Silvia, pero cada uno quiere ceder al otro, caballerescamente, la posibilidad de desposarla. Por fin, ponen a Silvia misma frente a la disyuntiva. Ella se ve obligada a admitir que ama a ambos, sin poder distinguirlos. Opta por rechazar a los dos. Los Sandford vuelven juntos a América. Silvia después de una larga postración, sobrevive, aunque aniquilada espiritualmente. Viste de negro, y la llaman «la viuda de los Yankees».

En sus setenta y dos páginas, el relato de Eduarda Mansilla trabaja con minuciosa complejidad la arquitectura de un deseo femenino construido en el infierno de la duplicación y la repetición, que no es sólo la duplicación masculina. Duplicación (y reduplicación) del objeto deseado, repetición del deseo que inspira ese objeto en una cadena de sujetos y de miradas. ¿Cómo invidualizar el deseo? ¿Cómo invidualizar(se) a una misma? ¿Cómo puede una mujer salir de los engranajes de la biología, de la especie, y de los estereotipos sociales para desear, por cuenta propia, lo irrepetible, para no repetirse en los deseos de las demás? Facetado interrogante, que el texto de Eduarda Mansilla modela hasta la exasperación desde su trama de reiteraciones y de indicios simbólicos, y que no se plantea en el texto de Borges, donde la mirada -al contrario que en la nouvelle de Mansilla- profundiza, casi exclusivamente, el vínculo dual de los varones entre sí.

Antes de caer presa en el encantamiento del uno que en realidad es dos (ni original, ni copia, sino ambas cosas a la vez) Silvia ya ha sido insidiosamente capturada en una red de complicidades femeninas. Elisa, su madre, de algún modo la prefigura y no sólo por la afinidad de las letras del nombre. Se ha casado con el banquero Rojas a la misma edad -diecisiete años- que tiene Silvia en el momento de la narración; sensitiva, perceptiva, pasional, igual que su hija, se define a sí misma (y la define a ella) como una mujer capaz de amar solamente una vez («como yo, cuando ame, amará para siempre», p. 23). Desde el primer momento, Elisa, que ha captado, sin necesidad de palabras, el deseo de Silvia, la acompaña en su preocupación («y sin explicaciones, todo quedó dicho entre aquellos seres que se comprendían, que se adivinaban», p. 30). Una empatía simbiótica une a la madre con una hija consentida (la «mimosa») que, como una enredadera, se apoya en su brazo. El encuentro y el malentendido con el primero de los Sandford (Eduardo) se produce, además, a raíz del abanico de Elisa, que Silvia lleva a la Ópera y que inadvertidamente deja caer del palco, distraída por la aparición, enfrente, de otro de sus espejos: su íntima amiga Luisa de Entragues (nótese que también aquí se repiten letras clave del «nombre propio»). Una figura mayor, tutelar, la de la Marquesa, tía de Elisa, complica aún más el intrincado gineceo. Es ella la que primero revelará que los Sandford no son uno, sino dos (lo que explica la frialdad y la desatención de Leopoldo, al que los Rojas toman por Eduardo) y la que luego propiciará los siguientes encuentros de los jóvenes con Silvia. Pero antes, Eduardo ha intentado devolver el abanico perdido, aunque éste en realidad es sólo una copia muy lograda, pues el original se le ha roto en una disputa con otro admirador. También la tarjeta de visita de Eduardo Sandford que acompaña ese abanico, y que atestigua su identidad, terminará disuelta en el agua de la bañadera de Silvia (a raíz de una discusión, aunque jocosa, entre la joven y su doncella). En esta criada, Petrona (una hermosa mestiza, de la misma edad que Silvia), la multiplicación del deseo encuentra un espejo más. Petrona intenta -con poco éxito- que Silvia reproduzca, en sus confidencias, el cuerpo del hombre «perdido y deseado», p. 44). El narrador se hará cargo de esta curiosidad, de este anhelo transitivo, cuando describe a Eduardo en su habitación («Oh! Si Petrona hubiera podido ver aquellos ojos, no le hubiera quedado sombra de duda sobre su color», p. 35; «Oh! Si Petrona hubiera podido verle por el agujero de la cerradura, ¡cuánto le habría admirado!», p. 36). La pareja amo/criado se reitera, del lado masculino, en la relación de Martin, ayuda de cámara mulato, con los gemelos Sandford. Pero su mirada no se proyecta hacia Silvia; queda focalizada en la imagen de Eduardo Sandford, cuyo retrato besa Martin con devoción.

La idéntica belleza de Eduardo y Leopoldo, que «hubiera podido servir de modelo a un estatuario» (p. 37) se instala como un paradigma con ilustres ascendientes: el Apolo de Belvedere, pero con «sonrisa americana», o Antinoo, protagonista histórico de un amor entre hombres. Hombres que, en este caso, se quieren entre sí como Elisa puede quererse a sí misma («como Ud. quiere sus ojos, sus manos, su belleza, que es grande, señorita», p. 54), y para quienes la mujer es más bien una imagen soñada que una realidad carnal («ange ou femme inconnue», o «Regina», como dicen las arias operísticas que los gemelos entonan en distintos momentos del relato). Protegidos bajo la máscara de su perfecta identidad, resultan, en definitiva, invulnerables al deseo femenino que se estrella contra esa máscara y enloquece y se desvía, al no poder discriminarlos.

Igual que los Nilsen borgeanos, los Sandford terminan llorando juntos, abrazados, devueltos a la existencia compartida. Pero en este último caso se agrega un detalle: el retrato del origen único en un solo tiempo y en un solo cuerpo, imagen de la madre, ya muerta, que los ha dado a luz, y que terminará de obturar, seguramente con éxito, el recuerdo de Silvia.

Hay otros contrapuntos con el texto de Borges: para los Nilsen, su doble amor por Juliana es un «monstruoso amor», una «maraña» en la que se enreda la vida cotidiana. Para Silvia, y para Luisa, la amiga que la interpreta y la acompaña, los Sandford son «como un monstruo partido en dos para atormentarnos» (p. 61). Si a los Nilsen el amor inconfesado por Juliana «de algún modo los humillaba», en Un amor, Silvia es la que se siente humillada ante el espectáculo idéntico de los herrmanos, que la atraen por igual (p. 45). Para los Nilsen, Juliana es una cosa de cuyo destino disponen, crudamente. Bajo el gesto de la mutua abnegación, los Sandford están haciendo lo mismo con el destino de Silvia, cuando cada uno propone al otro declinar su aspiración matrimonial, sin tener en cuenta los posibles sentimientos de ella: «¿Toma Ud. a esa niña por un juguete, por una muñeca, que tan pronto se coloca en un sitio como se le quita, a merced de un capricho?» (p. 64). «Pero ella, pobre, inocente criatura, ¿por qué ha de ser víctima del heroico egoísmo de ustedes...?» (p. 65) le recrimina a Eduardo la Marquesa, para obtener a cambio una ingrata confesión: la semejanza entre los gemelos ya ha destruido antes a otra mujer enamorada, aunque de inferior condición social: la mulata Lina. Cuando la situación entre los Nilsen se vuelve insostenible, éstos deciden vender a Juliana al prostíbulo. Cuando la melancolía y la desazón de Silvia parecen incurables, sus padres apelan a un recurso extremo: quieren casarla (¿venderla, en otro sentido?) con el barón Souloff, el hombre más rico de Viena (p. 69). Si Juliana ha muerto asesinada, Silvia, después de su fatal elección negativa, «cayó rígida como un cadáver» (p. 71). Los gemelos «dejaban un cuerpo enfermo y un alma muerta» (p. 72).

Hay sin embargo una diferencia fundamental con el cuento de Borges: la dirección del deseo y de la elección, que nacen y se mantienen siempre en el texto de Mansilla, del lado femenino. Es Silvia la que se prenda de Eduardo en la Ópera (y cuando éste desaparece pone a su madre, y luego a su padre, en la pista de Sandford); es ella la que experimenta humillación y desconcierto. Y es ella la que elige, lúcida, al más alto precio: «como si los confundiera en aquella mirada, en la cual les entregaba toda su alma, con voz firme pronunció esta cruel palabra: Ninguno...» (p. 71). Aunque las leyes «humanas y divinas» le permitieran tener dos esposos, Silvia no podría aceptar ese doble amor que no alcanza a ser «uno» completo y verdadero. Sus dos enamorados no llegan a conformar un solo hombre adulto: individuo pleno capaz de distinguirse de su gemelo, y de ofrecer a «la otra», al héteros femenino, un amor irrepetible y único. Los Sandford, prendados de su simétrico reflejo, aun no se han liberado, simbólicamente, de la «relación dual imaginaria» (Lacan dixit), de la trampa de Narciso, de una indiferenciación que se prolonga más allá del útero materno.

Y existe también, entre los dos relatos, una trágica similitud. No hay salida, ni para Juliana que -en el relato borgeano- no accede a la conciencia, ni para Silvia, que la sobreexcede, con una hiperestesia dolorosa. Ambas son intrusas en una cárcel de espejos. Ninguna de ellas encontrará el adecuado objeto del deseo. Juliana morirá cautiva en el orden violento de un mundo bárbaro, regido por la ética del coraje, donde las mujeres son apenas una presa en disputa. Silvia queda no menos cautiva en el orden burgués, que -a pesar de los progresos de una educación más extendida- no por ello dejará de considerar al género femenino en la categoría legal de los niños o los incapaces, ni de adjudicarle como ámbito propio sólo el exclusivamente interior y doméstico («Emanciparlas fuera... perderlas», ha dicho el banquero Rojas; p. 25). Los varones se miran entre sí. Las mujeres miran a los hombres, se encadenan a ellos y se encadenan a sí mismas en el otro espejo de esas miradas que confirman, en suma, su dependencia de los mandatos de la cultura y de la especie. Cuando la cadena se corta, el resultado parece ser la soledad y el silencio. Como los de Silvia, entregada al duelo de un amor que no fue, y reacia a reemplazarlo por un amor de conveniencia.

En un relato anterior de Eduarda Mansilla («Sombras», del libro Creaciones) hay otra intrusa capturada por el Narciso masculino: se trata de una joven mujer casada: Malvina, presa en su casa de pequeño burguesa, y cautiva de los reflejos que arroja la imagen de Julián, su adorado marido, y que desmerecen la propia. Malvina es intrusa y extranjera para la familia de Julián. Ha nacido «del otro lado del charco» («Malvina es oriental, gran pecado», p. 272), y así se lo enrostra bruscamente su suegra, con la aprobación de su cuñada. Como la madrastra y las hermanastras de Cenicienta (mito que se espeja -pero sin príncipe azul que la rescate- en esta mujer relegada al fogón doméstico), no desperdician una ocasión de zaherir y humillar a la nuera y cuñada. Lejos del romanticismo que impregna otros relatos del mismo libro, la poética de este cuento es realista. La sátira y el lenguaje coloquial, sin eufemismos, componen una escena interior de la clase media, donde sobrevuela un humor punzante, aunque siempre piadoso para con la confundida heroína.

Mientras el marido concurre, cuidadosamente engalanado, a reuniones sociales, veladas de teatro y bailes, pretextando la necesidad de figurar y vincularse para ascender en su trabajo de empleado de ministerio, Malvina lo espera en casa, atormentada por los celos y temerosa de las sombras de la noche. A la manera de un reverso o retroceso de la historia de Cenicienta, su baile con el príncipe pertenece sólo al recuerdo. La mazurka que toca en su organito un italiano será el único alivio que la transportará de la prisión doméstica a la noche de triunfo en que Julián ha bailado con ella otra mazurka para luego pedirla en matrimonio. En contraste con las luces resplandecientes y los brillos de las alhajas que iluminan los espacios donde su esposo alterna con la sociedad, las sombras amenazadoras y las lauchas hogareñas invaden el ámbito en el que Malvina se halla completamente sola. Territorio del miedo, la casa le parece también una tumba: «el golpe que cerró la puerta de calle ha resonado lúgubremente en su corazón; le parece que está como enterrada viva; cruel sensación de extraño desaliento se apodera de su espíritu» (pp. 263-264).

Si Julián es un Narciso satisfecho de sí, que halla también una imagen favorable en los ojos-espejos de los demás, Malvina no solamente no encuentra en los ojos ajenos (suegra, cuñada, Julián mismo que devuelve «con usura» su cariño) la mirada capaz de pornerla en valor, sino que ni siquiera cuenta con su propia aprobación. Se mira en el espejo con el anteojo de teatro que su marido le ha prometido dejar en casa por no caer en la tentación de apuntar con él hacia la cazuela para ver a otras mujeres (sobre todo a Pepa, su antigua pretendida). Pero la visión termina por fastidiarla:

«-¡Estoy atroz! -dice, y deja furiosa el anteojo volviendo la cara á otro lado, no sin hacer antes, debo reconocerlo, una mueca poco graciosa al espejo.

Nada dispone peor el humor de una mujer que el hallarse fea; ante el propio juicio crítico, todo queda pálido y descolorido: no hay cumplimiento que haga olvidar el terrible fallo del espejo».

(p. 265)



Solamente una persona aprecia a Malvina en su belleza y en su bondad, además de la voz narradora. Es su criada Juana, que la admira mientras duerme, pero no la envidia; antes bien la compadece, porque «no es dichosa». De la desdicha de la patrona extrae advertencias y lecciones: «La respiración anhelosa de su señora alarma a la buena muchacha, que exclama sotto voce. Y el otro en el baile... "¡Ay, Juana! No te cases!", corriendo en busca de una vela» (p. 282).

Malvina tiene, con todo, un ayudante más poderoso que Juana. Esta figura emerge cuando ella cae en una suerte de ensueño diurno y se transporta al baile donde se encuentra Julián, en compañía de Pepa. Aparece al principio como un duende inquietante. Aunque no tiene rasgos temibles: «un hombre pequeño de cara sonrosada, semblante risueño, modales inquietos y corbata blanca», sus anteojos de oro relucen extrañamente: «Son dos estrellas inquietas que chispean sin cesar y penetran como acerada punta de estilete en el corazón de la esposita» (p. 280). El personaje, que acusa cierta afinidad con los gnomos de los cuentos de hadas1, resulta ser, como ellos, guía y conocedor de la verdad oculta: que Julián coquetea descaradamente con Pepa, mientras Malvina sufre en su casa. También, como los gnomos, pero en función y figura muy distinta, ya del lado de la vida diurna, será el que aconseje y provea el remedio. Cuando Malvina despierta, lo encuentra a su lado:

«-Y cree Vd., doctor, que esta muchacha tan?... ¡si no sé cómo llamarla!...

-Tan impresionable -agregó el doctor-, ¿podrá más tarde recobrar lo perdido?

-Vaya que si lo creo... esto es nada. Un poco de reposo, el calmante que prescribo, y que Julián baile menos.

El doctor levantó la cortina y durante algunos instantes fijó su mirada escudriñadora en el rostro pálido de Marina. La expósita abrió los ojos y reconoció al misterioso personaje del baile».

(p. 282)



Queda en el misterio (la incertidumbre de lo fantástico insinuada por la voz narradora) si Malvina se ha transportado o no realmente al baile y si el médico-guía la ha visto allí. Pero el médico, única figura de autoridad masculina fuera del gineceo cuyo rey es Julián, permite convalidar en definitiva, dentro del relato, la percepción de Malvina, censura la conducta de Julián, y apuesta por el futuro de la joven menospreciada sin colocarla del lado de la «locura»:

«-Habré soñado! -Su imaginación perezosa no fue más allá.

-¡Chit! -y poniendo el índice de la mano derecha sobre sus labios abultados, el médico agregó en voz baja-: Por ahora silencio... -Dejó caer la cortina y sin ruido se alejó...».

(p. 283)



Malvina saldrá simultáneamente del desvelo y del sueño penoso, pasará de las sombras y la soledad a la luz («¡Nubes sonrosadas!»), gracias al niño que espera y que finalmente ha nacido. El niño «repite» al padre («Soy Juliancito...») y a la vez ocupa su lugar vacío. En esta última escena el adorado Julián ya no aparece. En cierto modo, ha dejado de ser necesario. Las expectativas de la madre se trasladan al cariño del hijo: «Dos manecitas rechonchitas le acarician tiernamente», p. 253). La escena, que haría las delicias de Freud, remite al vínculo madre/hijo como la única esperanza de empoderamiento y reivindicación para estas mujeres decimonónicas que tan bien ha retratado Mansilla a lo largo de su obra. Recluidas en el hogar, carentes de autonomía o abandonadas por sus hombres (partidos a la guerra, como el marido de Micaela, en Pablo, ou la vie dans les Pampas, o dedicados al esparcimiento frívolo en el mundo exterior, como Julián), ellas cifran en los hijos el sentido (la razón) de su vida. Y pierden esa razón cuando los hijos les son arrebatados, como le ocurre a Micaela, que enloquece después del fusilamiento de Pablo. Si bien en el hijo hay una trascendencia, también es verdad que ésta supone un encadenamiento, una simbiosis que funde un destino con el otro, y que puede y suele hacer la desdicha de ambos.

El nombre del padre (Julián) se repite en los dos relatos que hemos analizado (Un amor y «Sombras»). No deja de resultar inquietante que uno de los Sandford se llame «Eduardo», como uno de los hijos de la propia autora. En realidad, el nombre de pila de la madre se espeja, bifurcándose, en la primera hija (llamada también Eduarda, con su apócope Eda), y en el quinto vástago varón. El recinto familiar aparece, en la trama ficcional y en la red de los nombres propios, como una galería de espejos cuyos personajes se miran unos a los otros (o se reproducen los unos a los otros) desde y a través del cuerpo materno, nudo que recibe y sustenta las miradas ajenas.

Si bien Eduarda se enorgullecía personalmente de su maternidad («Soy la muger mas muger que conozco; mi grande ufanía es haber dado á luz cinco muchachos sanos que me adoran y creen en mí como en un ser divino; y de mis conquistas, esas son las que trato de conservar con mayor anhelo»2), estuvo lejos de quedarse a ejercerla entre las cuatro paredes de su casa. Su independencia personal la llevó a viajar en 1879 a Buenos Aires (donde permaneció cinco años), en compañía, como se sabe ahora3, sólo de su hijo menor Carlitos, mientras todos los otros quedaban en Europa (dos de ellos, Daniel y Eduardo, confiados a la guarda de su hermana mayor, ya casada). Por otra parte, en sus ficciones, el «fanatismo materno» aparece como una pasión peligrosa, cuando subordina a la madre a los caprichos del hijo. Un cuento ejemplar en este sentido es «Kate» (también de Creaciones), donde la debilidad de la heroína y su incapacidad de controlar la mala conducta del niño, son finalmente los factores que llevan a éste a una muerte trágica. Con la desaparición del hijo, Kate pierde también el sentido de su vida, y -como otras madres de Eduarda- se precipita en la locura. Por otro lado, los hijos que, ya adultos, no logran liberarse de la mirada y los deseos maternos, terminan equivocándose en la realización de su propia vida, como Silvia, o como Julián, casado con Malvina, pero dependiente del juicio de su madre viuda y de su hermana solterona, a quienes coloca por encima de su mujer.

Desde El Médico de San Luis (1860), Mansilla viene formulando en sus obras una utopía del poder doméstico materno como motor transformador de la sociedad. El mundo hogareño que defiende tiene como centro a la madre en una posición de amoroso dominio, y remite, seguramente, al sitio que su madre, su abuela materna y ella misma, ocupaban dentro del suyo. Si doña Agustina López Osornio contaba con la autoridad suficiente como para que sus hijos cumpliesen sin protestar un testamento contra las leyes, que favorecía a dos nietos preferidos por sobre todo el resto de la familia4, si esta autoridad llevó a su primogénito, el todopoderoso gobernador Juan Manuel de Rosas, a pedirle perdón de rodillas por haber mantenido preso a un médico amigo5, Eduarda -cuenta su hijo Daniel- se presentaba en el salón de la casa a media mañana, y sus hijos desfilaban ante ella para besarle la mano, «como a una reina»6.

Las matriarcas criollas del tiempo de la Colonia, las que gobernaron solas sus casas y sus haciendas e hicieron política desde sus salones durante los años inestables de las luchas por la Independencia y de las guerras civiles, entraron paradójicamente en su ocaso en la Argentina moderna. El encierro -al menos para las damas de la clase alta y para todas las aspirantes a un estatus de «decencia»- sería más y no menos riguroso. En un orden que implicaba modernización y secularización institucional, así como la extendida educación pública, sin embargo «los pavores que suscitaba la identidad femenina recrudecieron en la misma proporción en que se profundizaba el foso entre la Naturaleza y la Cultura»7. La «nueva cuadrícula burguesa» acentuó el sometimiento jurídico de las mujeres relegándolas al rango de eternas menores de edad, bajo la tutela y administración de sus cónyuges (Código Civil de Vélez Sársfield -1871-, Ley del Matrimonio Civil -1889-), separando tajantemente las esferas de lo privado (femenino) y de lo público (masculino), obstaculizando su ingreso a la vida profesional y política. Católicos y liberales concordaban al considerar la naturaleza femenina como necesariamente sujeta a la autoridad del varón y circunscrita a lo doméstico, a la vez que se extremaba el puritanismo de las costumbres hasta un grado exasperante8 y se colocaba a las mujeres ante la disyuntiva de ser ángeles o demonios, doncellas inocentes, madres y esposas castas o despreciables prostitutas. Una obra emblemática, como La Gran Aldea (1884) de Lucio V. López, ejemplificó en las dos sucesivas esposas de su tío Ramón dos anti-modelos peligrosos que debían ser evitados: la primera, Medea, es «una señora feroz», verdadera arpía de tremendo carácter que se dedica, además, a la intriga política; como buena virago, se muestra, también, incapaz de engendrar hijos. La segunda, Blanca, es una joven bella y frívola, desposada por interés con el viudo, que da a luz una niña, pero no vacila en abandonarla para acudir a sus diversiones y placeres (entre ellos, un amante con el que traiciona al anciano marido). Las consecuencias de su conducta no pueden ser más aleccionadoras: la pequeña, descuidada por su niñera, muere quemada mientras Blanca asiste con su amante al baile de Carnaval.

Ni siquiera el partido socialista o la izquierda anarquista estaban dispuestos a discutir el papel central de la maternidad y el sentimiento para la vida femenina, y su pertenencia prioritaria al ámbito familiar9. Tampoco los discutía Eduarda, pero dentro de su concepción, la familia, matriz del cuerpo social, irradiaba con fuerza hacia fuera desde el gobierno materno, modelando las costumbres. Por el contrario, en la sociedad que reflejan sus últimas creaciones, el centro indiscutido se halla en la figura masculina: los hermanos gemelos que se aman a sí mismos por sobre toda otra consideración; el padre, que se repite en el hijo, mientras la figura femenina actúa como débil espejo (no ya guía ni dirección), de ese Narciso que se prodiga en engañosos resplandores. La otra cara de la moneda, empero, es el riesgo de que el deseo del hijo (o de la hija) quede para siempre anclado a la fuerza ciega de esa madre prisionera que le ofrece la ilusión de autonomía para ejercer mejor, acaso, un dominio larvado e inconsciente.

Bibliografía

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