Jorge Luis Borges, autor del «Martín Fierro»
Alfonso García Morales
El título de estas páginas remite obviamente al célebre «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939), casi un símbolo de la madurez, de la largamente buscada madurez de Borges, en el que éste planteó algunos de sus conceptos centrales y más fructíferos sobre la literatura: lo que Rodríguez Monegal llamó su «poética de la lectura», lo que Genette llamó la «escritura como palimpsesto o escritura en segundo grado». Puede convenirse que toda la obra borgesiana se inscribe bajo el signo de la interrogación, de la problematización permanente de las concepciones establecidas del mundo y el hombre, del lenguaje y la literatura. Desde prácticamente sus inicios Borges fue poniendo en entredicho el concepto simplista de autor como la personalidad privilegiada que crea, inventa o produce la obra, el de lector como el que la consume pasivamente y el de la obra misma como texto cerrado e inalterable. «Pierre Menard» está construido sobre la paradoja del escritor como lector y del lector como escritor: leer es crear textos nuevos, crear es leer textos anteriores. Escribe Borges:
(Otras inquisiciones, OC 2: 125) |
Y comenta Genette: «Menard es el autor del Quijote por la razón suficiente de que todo lector (todo verdadero lector) lo es»
(210). Algo que, como vamos a ver, es perfectamente extensible a nuestro caso. «Borges, autor del Martín Fierro» también habrá traído inmediatamente a la memoria del lector dos cuentos espléndidos de ese momento de madurez, en los que Borges releyó, reescribió el libro de José Hernández: «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)», publicado en 1944 en la revista Sur, y «El fin», publicado en 1953 en La Nación, e incluidos respectivamente en El Aleph (1949) y en la segunda edición de Ficciones (1956), dos cuentos en los que me centraré, tratando de arrojar alguna nueva luz. Tampoco se puede dejar de recordar una buena serie de textos -ensayos, prólogos, antologías, algunas en colaboración, entrevistas- que Borges fue dedicando a la literatura gauchesca a lo largo de su vida y a los que aludiré. Apenas es necesario advertir que, como cualquier otro motivo de Borges, su Martín Fierro tiene profundas, múltiples implicaciones con la totalidad de su peculiar obra, fragmentaria y unitaria, constante y cambiante, que hace tan difícil cualquier interpretación terminante; una obra de la que parece haberse dicho todo y que, sin embargo, no deja de interesarnos, sobre la que necesitamos seguir pensando1.
En la biblioteca (en el universo) de Borges siempre hubo un lugar para el Martín Fierro, como para su contrario, el Facundo de Sarmiento, el otro libro «clásico» argentino, y para sus «precursores» y «continuadores», los demás escritores gauchescos. De hecho el Martín Fierro fue el eje en torno al que giró gran parte de su constante preocupación por la literatura y la identidad de su país. Estuvo en la biblioteca de Palermo, junto a «los ilimitados libros ingleses», pero en varias ocasiones el escritor recordó que tuvo que empezar a leerlo a hurtadillas, porque su madre, Leonor Acevedo, se lo había prohibido: «El sentir de mi madre se basaba en el hecho de que Hernández había sido un partidario de Rosas, y por lo tanto, enemigo de nuestros ancestros unitarios» (Ensayo autobiográfico 16). Y que para él no fue más que un libro de aventuras: «los muchachos leían el Martín Fierro como ahora leen a Van Dine o a Emilio Salgari; a veces clandestina y siempre furtiva, esa lectura era un placer y no el cumplimiento de una obligación pedagógica»
(El Martín Fierro, OCC 513). El acercamiento prohibido pero placentero fue un signo de su fascinación rechazada, de las problemáticas relaciones que en adelante iba a mantener con la obra. Pues su descubrimiento vino, además, a coincidir con el redescubrimiento que a partir del Centenario y de las lecturas de Leopoldo Lugones en El payador (1916) y de Ricardo Rojas en su Historia de la literatura argentina (1917-1922), realizaron los escritores cultos y que llevó a su canonización como poema clásico de la Argentina y a la consagración del gaucho como mito nacional. Desde entonces el gaucho Martín Fierro, obra y mito, se convirtió en motivo de reflexiones y apropiaciones, identificaciones y rechazos para quienes, desde muy diferentes posturas, hablaban sobre o en nombre de la nación. Inevitablemente también para Borges, cuyo origen patricio le hizo sentir cierta autoridad para hablar de la historia y la literatura patria como una historia íntima, familiar. En su Ensayo autobiográfico cuenta también cómo a los diez años lo llevaron a ver eso que él ya conocía como «la pampa» y «los gauchos»: «Siempre he llegado a las cosas después de pasar por los libros»
(18), dice con su aguda conciencia de las complejas relaciones entre el mundo simbólico y el real. Y cómo antes de salir para Europa incluso comenzó a escribir un poema sobre los gauchos bajo la influencia del gauchesco pero unitario, antirosista Hilario Ascasubi, casi como un anticipo de futuras, incesantes reescrituras.
Al menos Ascasubi y Sarmiento siguieron estando en la políglota, creciente biblioteca de Ginebra. Y Martín Fierro empezó a aparecer como un referente constante a su vuelta a Buenos Aires, durante su primera década de búsqueda como escritor, en los aún promisorios años veinte. En su personal afirmación del criollismo, la mitología de los arrabales de Buenos Aires quiso ser algo así como un equivalente a la mitología de la pampa y los gauchos. Desde Inquisiciones (1925) a Discusión (1932) aparecieron sus primeros ensayos sobre el tema, que contienen ideas que con alguna rectificación puntual, matizaciones y ampliaciones desarrolló más tarde. En los ejercicios ensayístico-narrativos de los cada vez más «infames» años treinta, las referencias directas a los gauchescos disminuyeron; sin embargo éstos no dejaron de gravitar sobre él. El propio Borges y sus biógrafos han hablado del viaje, real y literario, que realizó en 1934 a la frontera entre Uruguay y Brasil, un mundo primitivo, gaucho, donde vio cosas, incluido el asesinato de un hombre, que habría de transformar una y otra vez en sus ficciones a partir de los años cuarenta. Fue entonces cuando el gaucho Martín Fierro reapareció con más fuerza. Sólo cabe decir de momento que el inquisidor, discutidor Borges hizo una lectura crítica como siempre interesada, parcial, personalísima de la literatura gauchesca. Una lectura que desde el principio se mostró, heterodoxa frente a las versiones canónicas o académicas de Lugones o Rojas; y que, desde finales de los treinta, adquirió un carácter cada vez más polémico frente a ciertas interpretaciones realistas y utilizaciones nacionalistas. En ella cabe al menos destacar tres orientaciones básicas que nos servirán de marco2. En cuanto a los orígenes de esta literatura, deslindó claramente la poesía gauchesca de la de los gauchos y subrayó que la primera fue obra de autores cultos de ciudad más o menos identificados con los hombres del campo, una creación tan artificial como cualquier otra. Respecto a la tradición gauchesca propiamente dicha, rescató a algunos de los para él mal llamados «precursores», sacrificados a mayor gloria de Hernández, como Ascasubi, del que admiraba la dura y feliz exaltación del coraje, o Estanislao del Campo, otro conocido de sus mayores, en cuyos diálogos percibía el placer de la amistad. Valor y amistad que Borges sintió como las dos auténticas «pasiones argentinas». También rescató al oriental Antonio Lussich, el ignorado y verdadero «precursor», cuyos diálogos prefiguraron a Hernández, y que -de acuerdo a su concepción paradójica de la historia literaria- creó a éste y fue creado por él. Por último, al Martín Fierro lo valoró, exceptuando alguna declaración juvenil aislada, como una obra máxima, pero desconfió de su clasificación oficial como obra «clásica», por lo que este adjetivo reverencial tiene de institucionalización y neutralización literaria y hasta de instrumentalización ideológica. No lo consideró una epopeya, según la opinión de Lugones, sino como una novela, a pesar de estar escrita en verso. Más que como un símbolo de los orígenes históricos de Argentina, prefirió verlo como la historia particular de un gaucho cuchillero del último tercio del XIX. Opinaba que no había que confundir su indudable virtud estética con las dudosas virtudes morales del ambiguo protagonista. Aunque -eso sí- terminaba siempre confesando que era su carácter «épico», de nuevo no en un sentido «clásico», sino en el más general y directo de culto al coraje, al valor personal, lo que más le agradaba de él. Creía, en fin, que como otros grandes libros, había sobrepasado las inmediatas intenciones políticas, incluso las capacidades de su autor, que en sus páginas habían entrado los temas eternos del destino y el mal, y que sobreviviría transformándose en la memoria de los hombres, tendiendo siempre hacia un más allá de sentido.
He dicho que el Martín Fierro cobró especial fuerza y significación para Borges en torno a los años cuarenta, en la etapa de sus grandes cuentos y ensayos, pero también -no puede olvidarse- de sus más directas preocupaciones políticas. Aun a riesgo de simplificar groseramente cuestiones complejas, cabe decir que durante la Segunda Guerra Mundial Borges, coincidiendo con la orientación general de la revista Sur, adoptó una actitud abiertamente aliadófila, en contra de la neutralidad oficial de la Argentina y de la simpatía hacia Alemania de sectores militares y nacionalistas. Sus temores hacia una extensión a su país del totalitarismo, concretamente del nazismo, se vieron confirmados con el golpe militar de junio de 1943 y con el creciente poder del coronel Juan Domingo Perón, que fue preparando su acceso a la presidencia, a la que llegó en 1946. Aunque la interpretación de Borges pueda ser discutida histórica o políticamente, de hecho lo ha sido y mucho, lo cierto es que él vivió este proceso hacia el peronismo como un retroceso al caos y al caudillismo. Su rechazo del populista Perón, que en gran medida confiscó el sentimiento nacional, fue total e irrevocable: lo vio como un imitador autóctono de los nazis y sobre todo como una reencarnación del tirano «gaucho» Juan Manuel de Rosas. Interpretó la situación de su país como una lucha dramática entre civilización y barbarie, según la vieja fórmula de Sarmiento; y en lo que él llamaría «las discordias de su sangre»
(«El Sur», OC 1: 525), reafirmó su linaje liberal unitario3.
En este punto hay que volver a recordar su importante «Poema conjetural», publicado exactamente un mes después del cuartelazo de 1943. Importante desde el punto de vista literario, porque es uno de los pocos poemas que escribió en estos años, a través del cual fue encontrando su propia voz poética, y porque en él se condensan temas, símbolos y procedimientos ya presentes en toda su obra, por ejemplo y como vamos a ver, en «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz». Pero también importante en el sentido político que estamos diciendo, algo que varios críticos han discutido o soslayado (cfr. Carilla, Gertel 128-130), pero que el propio Borges subrayó en ocasiones (Diálogos 23-29). Él incluyó «Poema conjetural» al final de la colección Poemas (1922-1943), que se publicó este mismo año y más tarde en El otro, el mismo (1964), título que le cuadra tan bien. Como es sabido, el poema narra en principio otro destino o el momento culminante de otro destino: el de su antepasado, el doctor Francisco Laprida, que había sido presidente del Congreso de Tucumán, en el que se declaró la Independencia argentina, en el momento previo a morir en 1829, degollado según la versión tradicional, ya que su cadáver nunca fue encontrado, a manos de las montoneras gauchas. El poema, en forma de monólogo, empieza con la derrota («Vencen los bárbaros, los gauchos vencen»), la huida hacia el Sur, la frontera simbólica del Sur, y el recuerdo, a su vez, de otro nuevo destino: Laprida es «Como aquel capitán del Purgatorio/ que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,/ fue cegado y tumbado por la muerte»
(OC 2: 245). El propio Borges aclaró que se refiere al capitán gibelino Buonconte da Montefeltro, muerto en las guerras con los güelfos en 1289 (es sorprendente la correspondencia e inversión de fechas: Laprida 1829, Buonconte 1289), cuyo cadáver nunca apareció y cuya alma habla en el Purgatorio de la para Borges tan importante, queridísima Divina Comedia. Tampoco tuvo problema en confesar su «plagio»: el endecasílabo «huyendo a pie y ensangrentando el llano» es una traducción directa de Dante, de quien -diría después- aprendió a «presentar un momento como cifra de una vida»
(Siete noches, OC 3: 213), que es lo que hace él aquí y en tantos textos. Transcribo la segunda estrofa, apretadísima de símbolos y resonancias culturales -el laberinto y el círculo, la clave y la letra, el espejo y el rostro- que Borges asimiló hasta hacerlos inconfundiblemente suyos:
El poema termina con «el íntimo cuchillo en la garganta» de Laprida, trayendo también a la memoria la brutalidad de La refalosa, el poema de Ascasubi sobre la mazorca rosista. Borges ha hablado de otro, de Laprida, que es él mismo en 1943: el intelectual que se enfrenta a su «destino sudamericano», al mundo bárbaro, violento que lo amenaza, que él rechaza y que sin embargo parece no dejar de atraerle. Pues lo «inexplicable» -tal como se declara en el propio poema- es ese «júbilo secreto» que hincha el pecho del hablante poético. Para entenderlo hay que acudir a la irracional, a veces reprimida, rechazada, pero siempre presente nostalgia épica de Borges, a la añoranza de este hombre de letras por el otro destino que le estuvo vedado, el de las armas, el del universo de la acción, del coraje, de la muerte romántica, que expresó de muy diferentes formas, a través de compadritos, gauchos cuchilleros, antepasados heroicos o héroes nórdicos. En 1943 lamentaba que volviesen los tiempos bárbaros, pero profundamente le alegraba que eso le diera la ocasión de probar, al menos de soñar con poner a prueba su valor, como habían hecho sus mayores. En «Poema conjetural» Borges escribió «casi» un poema político (Rodríguez Monegal Borges. Una biografía 338), pero dentro de una indagación -como siempre compleja, ambigua- sobre la identidad personal.
Exactamente al mismo tiempo estaba redactando un texto sobre el que quiero llamar la atención y citar por extenso: un prólogo a Recuerdos de provincia de Sarmiento, un libro en el que también se habla de Laprida, del que hay huellas concretas en el poema que acabo de citar. Allí Borges hace una declaración, que es al mismo tiempo literaria y política, y que se corresponde con su visión del mundo y de la Argentina del momento, con el «Vencen los bárbaros, los gauchos vencen»:
El decurso del tiempo cambia los libros; Recuerdos de provincia, releído y revisado en los términos de 1943, no es ciertamente el libro que yo recorrí hace veinte años. El insípido mundo, en esa fecha, parecía irreversiblemente alejado de toda violencia; Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y exageraba épicamente) las durezas de la vida de los troperos; nos alegraba imaginar que en la alta y bélica ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con vana tenacidad, con afán literario, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan irreparablemente pacífico nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos 'el tiempo de lobos, tiempo de espadas' (Edda Mayor, I, 37) que habían merecido otras generaciones más venturosas. Recuerdos de provincia, entonces, era el documento de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos [...]. La peligrosa realidad que describe Sarmiento era, entonces, lejana e inconcebible; ahora es contemporánea. (Corroboran mi aserto los telegramas europeos y asiáticos). La sola diferencia es que la barbarie, antes impremeditada, instintiva, ahora es aplicada y consciente, y dispone de medios más coercitivos que la lanza montonera de Quiroga o los filos mellados de la mazorca. He hablado de crueldad; el examen de este libro demuestra que la crueldad no fue el mayor mal de esa época sombría. El mayor mal fue la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del odio, el régimen embrutecedor de divisas, vivas y mueras. |
(OC 4: 121) |
En 1945 Borges pronunció en Montevideo la conferencia «Aspectos de la literatura gauchesca», publicada cinco años después, en la que repitió, adaptándolas, las mismas palabras: «los poemas gauchescos eran, entonces, documentos de un pasado irrecuperable y, por lo mismo grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos» etc. La conferencia terminó con «Poema conjetural», del que se explicaba la génesis política: «Comprendí que otra vez nos encarábamos con la sombra y la aventura. Pensé que el trágico año veinte volvía, pensé que los varones que se midieron con su barbarie, también sintieron estupor ante el rostro de un inesperado destino que, sin embargo, no rehuyeron. En esos días escribí este poema»
(Aspectos 35).
En 1944, seguramente mientras volvía sobre la gauchesca y preparaba la conferencia para Montevideo, Borges publicó «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)»4. En el epílogo a El Aleph, de acuerdo a su concepción de la literatura, declaró su fuente y subrayó su condición no de inventor, sino de simple lector y comentarista de la historia: «es una glosa al Martín Fierro»
(OC 1: 629). Concretamente y como es sabido, se trata de una glosa a uno de los momentos clave de la obra, cuando en el canto IX de la primera parte, el protagonista, convertido en un gaucho matrero, asesino de dos hombres, es perseguido por una partida policial, cuyo sargento, Cruz, en el momento más comprometido de la pelea se pasa inesperadamente a su lado gritando: «Cruz no consiente / que se cometa el delito / de matar ansí un valiente»
(I, 1624-6).
Lo primero que habría que volver a señalar o encarecer en este, como en tantos cuentos de Borges, es el tenso y logrado equilibrio entre lo ajeno y lo propio, la narración y el ensayo, lo histórico y lo ficticio, lo argentino y lo universal; la estructura controlada hasta en los menores detalles, la prosa densísima y en apariencia transparente, la trama que incorpora en su tejido múltiples referencias y simbolismos activadores del desciframiento y la interpretación. En fin y para decirlo con palabras del autor, el «juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades»
(«El arte narrativo y la magia», OC 1: 231). Un juego que es aquí primordialmente intertextual, como siempre «estimulante» y para mí, puesto que los críticos borgesianos parecen obligados a pronunciarse en este punto, «trascendente». Como dice Robin Lefere en un reciente libro dedicado a discutir los poderes de la literatura de Borges, «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz» «no sólo estimula una meditación acerca de las ideas de destino y libertad, de esencia y existencia, sino que impulsa a poner en cuestión la visión común; con un doble efecto: desestabilizador y emancipador»
(196-7). Aunque no es estrictamente necesario, para participar plenamente en el juego y apreciar su maestría, habría que conocer el texto primero del cual se deriva. Así podría verse que nada queda excluido y que la partida comienza desde los mismos elementos paratextuales. En principio el título «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)» parece inscribir el texto dentro del género biográfico; un lector desprevenido puede creerse ante un ensayo o reseña de algún libro histórico o enciclopedia que trata sobre una persona desconocida. Sabemos la desconfianza de Borges por las obras que pretenden reflejar, resumir o clasificar lo insondable de una vida o del mundo: historias y biografías, diccionarios y enciclopedias, modelos paródicos para algunas de sus obras. Pero tras el título, lo que se encuentra es una ficción sobre la vida de un personaje, si se quiere real, pero desde luego no histórico, sino literario. En concreto sobre un personaje del Martín Fierro que resulta ser muy conocido: el sargento Cruz, algo que sin embargo no se hará totalmente claro hasta final, hasta las últimas palabras del cuento. Borges dosifica sinuosamente la información, conscientemente elude y alude:
[...] the reader familiar with the poem would not realize until the very end that he was being told something he already knew. [...] I have, however, left certain tracks and hints in my version in order to prevent the story from concluding on a mere trick. |
(«Commentaries» 70) |
De hecho el título, aparentemente declarativo, convencional, digamos inofensivo, esconde ya una sutil trampa: más que revelar, «enmascara» el nombre del protagonista (veremos que la cara y el nombre son las metáforas centrales y entrelazadas del cuento); más que orientar, desorienta al lector informado. Un conocedor del Martín Fierro sabe que el único personaje del libro que tiene nombre completo es el protagonista homónimo. Los demás se conocen por alusiones o apodos (el Hijo Mayor, Menor, Vizcacha, Picardía o el Moreno), el compañero de Fierro sólo como el sargento Cruz, nunca por el nombre «Tadeo Isidoro», que es invención de Borges, aunque se podrían buscar sus razones. Más allá del convincente tono arcaico o criollo, este nombre doble/propio apuntaría de manera cifrada al destino y al carácter del personaje, enriqueciendo la carga simbólica que viene dada por el apellido «Cruz». Así Pedro Luis Barcia señaló atinadamente:
«Tadeo» es nombre que figura como el segundo de uno de los dos Judas. Judas Iscariote, traidor, y Judas Tadeo, cuya traducción es «valiente». Este último, según la tradición, era pariente de Jesús y parecido a Él en la figura y expresión del rostro. Caben, entonces, dos alusiones: Cruz, «Tadeo», «valiente», estará signado desde su nombre por el destino de la valentía y del coraje; la semejanza entre Jesús y Tadeo puede extenderse -extensiones de planteos o alusiones religiosas a otros planos, sólitas en Borges- a la relación Fierro y Cruz. |
(211) |
Se puede añadir que los cuentos publicados inmediatamente antes por Borges en Sur habían sido precisamente «Tema del traidor y del héroe» (febrero 1944) y «Tres versiones de Judas» (agosto 1944), otras dos meditaciones sobre la identidad personal que terminan tocando los asuntos, tan sensibles para él, del valor y la lealtad. En cuanto a «Isidoro» era uno de los nombres del propio Borges, un nombre de pila no usado socialmente y frecuente entre sus antepasados maternos, a los que volveremos enseguida. También las fechas del título son invenciones suyas, aunque se adecúan a la época en que se sitúa la acción del Martín Fierro: 1829, año de la subida al poder de Rosas y de la muerte de Laprida, y 1874, el de la muerte del abuelo paterno, el coronel Francisco Borges, dos años después de la primera parte del poema y medio siglo antes del propio cuento; en total 45 años, curiosamente -si se me permite un cálculo un tanto cabalístico- los que tenía Borges en el momento de la escritura5. Además, éste va a repartir otras fechas, antropónimos y topónimos, bastantes, dada la brevedad del cuento y por contraste con la parquedad que de ellos hay en el libro de Hernández, y entre los que deslizará varios de marcada significación familiar para él. Búsqueda de verosimilitud histórica, velada proyección autobiográfica y, en suma, expresión de una manera genealógica de entender la historia argentina6.
Más orientador sobre el fondo del cuento es el siguiente elemento paratextual, el epígrafe en inglés, con el que Borges comienza su característica trama de textos, sus alusiones promiscuas, «palimpsestuosas». Se trata de dos versos del poeta irlandés William Butler Yeats -«I'm looking for the face I had / before the world was made»-, plenos de resonancias esotéricas, platónicas, que adelantan elementos esenciales que se van a desarrollar en torno al tema de la identidad: el motivo de la búsqueda y la imagen del rostro, más precisamente el proceso de recuperación de lo perdido y del rostro verdadero, la anamnesis y el mundo primigenio de los arquetipos7.
En el primero de los cuatro calculados párrafos del cuento se narra algo que, desde luego, tampoco está en el libro original (¿original?): los oscuros orígenes, la azarosa noche de violencia, situada en las guerras civiles, en la que Tadeo Isidoro Cruz fue concebido por un montonero desconocido, perseguido por el ejército, en medio de una «pesadilla tenaz». «Nadie sabe lo que soñó» -se dice- porque murió al día siguiente a manos de «la caballería de Suárez», «en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil». Este Suárez es otro fantasma familiar: el bisabuelo materno, el coronel Isidoro Suárez (es indicativo que en el constante juego de identidades ahora se silencie el nombre), que había luchado en Junín con Bolívar y contra los federales y Rosas (pese a que éste era su primo segundo), el dueño de ese sable del Perú y del Brasil conservado en casa de los Borges. Un militar y una espada a los que el escritor dedicó varias composiciones, entre ellas «Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín» (1953), un nuevo poema histórico-político de oposición a Perón, también inspirado por la idea del momento decisivo y justificativo de una vida: «Qué importa el tiempo sucesivo si en él / hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde»
(OC 2: 250). Y entre cuyos versos figura éste: «y aquel muerto sin cara porque la pisó y la borró la batalla...»
(OC 2: 250). El padre de Cruz es el hombre «borrado», sin nombre y sin cara, el origen perdido, un misterio que va a seguir actuando en la vida del hijo póstumo. La frase «nadie sabe lo que soñó» puede interpretarse simplemente como una manifestación del sentimiento, reiterado en la obra de Borges, del enigma del hombre, de todos y cada uno de los hombres, y de la pérdida irreparable, de la clausura definitiva de ese enigma que acarrea la muerte, el común olvido. Pero también, como observa Daniel Balderston (31-36), es el tipo de «detalle inexplicado» que, en Borges y en su «precursor» Robert L. Stevenson, trata de activar al lector, excitando su imaginación, haciéndolo preguntarse y hasta inventar historias secundarias. ¿Profetizó el padre en el momento de morir el destino de su hijo?, ¿buscará cumplir Cruz lo que aquél no pudo?, ¿es su vida un sueño, tal vez un sueño compensatorio?... Lo cierto es que en las dos noches decisivas que se narran a continuación se repiten, insinuando su esencial identidad, los mismos elementos que ahora: la persecución y el grito, los pajonales lóbregos y el momento incierto del alba, la unión de vida y muerte.
El segundo párrafo comienza con una intervención directa del narrador, que expone su propósito, paradójicamente contrario a lo anunciado en el título: «Mi propósito no es repetir su historia»; y sus intereses: «De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche: del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda». Y aclara las razones que tiene para actuar así, aludiendo pero sin nombrarlo al Martín Fierro, cuya índole se explica: «La aventura consta en un libro insigne; es decir, un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9: 22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones». Este comentario y la cita del Apóstol Pablo a los Corintios («Me he hecho todo para todos»), liga directamente el cuento a una serie de ensayos escritos por Borges a partir de estos años e incluidos especialmente en Otras inquisiciones, donde se exponen algunas de sus ideas más famosas sobre la literatura y los libros, sobre los límites y posibilidades de la creación y de la lectura.
La obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad; es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo. |
(«El primer Wells», OC 2: 76) |
El número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser todo para todos, como el Apóstol. |
(OC 2: 153) |
Hemos visto que para Borges el Martín Fierro es importante por ser un libro cuya carga mitopoética lo hace perdurable, inagotable, no tanto por ser el «clásico» reconocido de la literatura argentina, una «superstición» de la que nos enseñó a desconfiar (cfr. «Sobre los clásicos», OC 2: 150-1). El cuento que leemos se presenta como una más -aunque para nosotros muy concreta- entre las «repeticiones, versiones, perversiones» que ese libro es capaz de suscitar; Borges es uno más, aunque desde luego inconfundible, entre esos «comentaristas» (palabra cargada de sentidos bíblicos y clásicos) a los que alude sin citar: Lugones y Rojas sobre todo, también Unamuno, Calixto Oyuela, todavía no Ezequiel Martínez Estrada, etc. De hecho, al abordar propiamente la figura de Cruz, él empieza por distanciarse de ciertas concepciones muy extendidas: «Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas de Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona». Frase que parece apuntar a las ideas, desarrolladas en sus ensayos, de que el gaucho fue más que un tipo étnico, un tipo social, propio de una sociedad de ganadería primitiva (Poesía gauchesca 1: VIII), y de que, por otra parte, su estilo vital no fue suficiente para explicar su literaturización:
Quienes han estudiado las causas de la poesía gaucha se han limitado, generalmente, a una: la vida pastoril que hasta el siglo XX fue típica de la pampa y de las cuchillas. Esta causa, apta sin duda para la digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica en muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero estos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. No bastan pues el duro pastor y el desierto. |
(El «Martín Fierro», OCC 515) |
Fueron necesarios otros factores de orden social e histórico: los hombres de ciudad identificados con los de la campaña durante las guerras de la Independencia, la guerra con el Brasil y las guerras civiles. Sin embargo, discusiones como éstas sobre el origen de los gauchos y de los gauchos literarios están lógicamente sumergidas bajo la superficie del cuento, que sigue la ficción de presentar a Cruz como un personaje histórico y no libresco. En cualquier caso lo importante no es tanto su pertenencia a la llanura, a lo que se llama -para Borges algo literariamente- «la pampa», como a la barbarie y, por contraste, su rechazo a la ciudad, a la civilización. Si se confronta aquí el personaje borgesiano con el que imaginó Hernández se observa la labor de recreación. Borges selecciona algún dato: por ejemplo adelanta que «murió de una viruela negra», tal como se cuenta en el Martín Fierro (II, 803-876); faltaría decir -aunque eso sería demasiado evidente- que murió entre los indios. Pero sobre todo inventa. Le inventa un viaje a Buenos Aires en 1849, a los veinte años, con una tropa de Francisco Xavier Acevedo, que es otro de aquellos antepasados maternos a quienes dedicó en Elogio de la sombra, después del poema «Los gauchos», el titulado «Acevedo», que comienza: «Campos de mis abuelos y que guardan / todavía su nombre de Acevedo»
(OC 2: 381). En Buenos Aires lo imagina «receloso» y «taciturno», recluido en una fonda, porque -y esto cobrará nuevo sentido al final- «comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad». Una idea que Borges desarrolló en «Historias de jinetes», historias de desconfianza y hostilidad de hombres a caballo -gauchos, pero también beduinos, hunos, sajones, mogoles- ante la ciudad que finalmente habría de vencerlos y eliminarlos. Y atribuye a Cruz la muerte a cuchillo de un peón que se burló de él, con lo que trastoca y sintetiza las dos muertes que el personaje relata en el libro: la del asistente de un comandante, después de que éste le arrebatase su mujer, y la de un gaucho cantor que por ello también se había reído de él. A lo que sigue la huida, la persecución y el enfrentamiento con la policía. Lo más significativo es precisamente esto: la manipulación, la inversión que realiza Borges al narrar la pelea nocturna entre la partida y Cruz exactamente con los mismos detalles que en la obra original se narra la pelea entre la partida y Martín Fierro. Aquí las marcas del palimpsesto parecen más transparentes que nunca. Cuando un lector del Martín Fierro lee: «Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal; noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse», etc., inevitablemente recuerda los versos del canto LX, sobre los prolegómenos de la pelea, cuando Fierro dice:
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(I, 1469-1474 y 1499-1504) |
De esta manera se está sugiriendo lo que se declarará al final: que ambos personajes son el mismo. Algo que el propio Fierro de alguna manera intuye y expresa toscamente en el libro, al acabar de oír el relato de su nuevo compañero: «Ya veo que somos los dos / astillas del mesmo palo»
(I, 2143-2144). Pero cuidado con las transparencias de Borges: la estudiosa Silvia Molloy (185-6) descubrió -no sé si la primera- que en la escena del enfrentamiento entre Cruz y la partida, la frase «cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca» es una traducción casi directa de un pasaje de la obra del místico inglés John Bunyan Pilgrim's Progress: «and when the blood ran through my fingers, I fought with most courage». Un nuevo hilo, casi invisible, entra en la trama. Lo seguimos y entrevemos dibujos insospechados: la historia de un gaucho parece trazar un camino (profano) de salvación. En su enfrentamiento con la partida, Cruz es vencido, desarmado. Como aquélla en la que fue concebido, esta noche significa, aunque a nivel simbólico, una nueva muerte o pérdida que va a estar seguida de una oscura voluntad de resurrección o recuperación. Es una caída, condena o destierro: «El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte». Y el comienzo de una vida errante: «Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra»; frase que, además de responder a. una realidad histórica, las confusas guerras civiles de la época, la falta de sentido político o de identidad nacional de los gauchos, subraya la desorientación y adelanta la disposición al cambio, a la paradójicamente heroica traición final, en la que Cruz peleará por un motivo personal y no por una causa abstracta. «No murieron por esa cosa abstracta, la patria, sino por un patrón casual, una ira o la invitación de un peligro»
(«Los gauchos», OC 2: 380). Esta noche es, en fin, para Cruz el comienzo de una vida integrada en la civilización -Borges incluso lo hace pelear y caer heroicamente herido contra los indios, junto a su también antepasado, el sargento mayor Eusebio Laprida-, pero inauténtica. Una vida «valerosa», se dice en el siguiente párrafo, pero también «oscura», tal vez en el sentido directo de anónima y en el más amplio de vivir a ciegas, buscando ver la luz.
Borges sigue inventando y/o tergiversando. En este párrafo central, que cumple una función de bisagra, casi elude lo que en el libro tiene más desarrollo y a través del narrador dice falsamente que en la vida del personaje «abundan los hiatos», si bien lo sabemos «casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo». Falsamente porque lo que Cruz narra de sí mismo en el Martín Fierro es sobre todo esto: la pérdida de su mujer, con la que comenzó su historia de marginación; aunque resulta una omisión adecuada a la concepción borgesiana del papel secundario de la mujer en el mundo de los gauchos, de los hombres de acción. También calla el nombre del hijo, Picardía. Y no sólo para proseguir el juego, evitando la identificación total, sino porque en realidad son hechos sin importancia ante lo fundamental, ante la «lúcida noche fundamental» que se va a narrar a continuación. Antes está la culminación de la vida falsa, a los cuarenta años: «En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era». Cruz vive, como se dice en otro sentido en Evaristo Carriego, «la tragedia opaca de un alma que no ve su destino»
(OC 1: 125). Entonces, exactamente en medio del cuento, otra pausa, una nueva intervención directa del narrador en la que se adelanta y explica la importancia y significado de esa noche:
(Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo). Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. |
Obsérvese el uso expresivo del paréntesis que encierra gráficamente el secreto de Cruz, su momento decisivo, los símbolos paralelos de la cara y el nombre. Así como la sentencia que contiene, «o finge contener» como diría Borges, quien habló de «la sentencia que puede simular la sabiduría»
(OC 3: 471), una verdad general sobre el destino del hombre. Imágenes e ideas a las que, desde luego, cabe encontrar correspondencias y fuentes en otros muchos textos suyos8. Y que aquí son reforzados con ejemplos que dan a la historia de Cruz un sentido universal, con relaciones y contrastes que introducen, a su vez, nuevas perspectivas:
Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. |
Desde la propia construcción quiasmática (Alejandro-Aquiles, Carlos XII-Alejandro) el texto plantea la idea de destinos que se repiten y que acaso son parte de una trama o serie infinita, y apunta a las complejas interrelaciones entre realidad y mito, vida y literatura: cuenta Plutarco en Vidas paralelas (un libro clásico cuyo título ahora -tal es el poder de intervención de Borges en nuestras lecturas- también nos parece borgesiano) que Alejandro Magno leyó la Iliada de Homero, en cuyo héroe Aquiles vio el arquetipo guerrero al que trató de acercarse; siglos después Carlos XII de Suecia leyó Vidas paralelas, de cuyo personaje Alejandro hizo su modelo9. Pero en este evidente juego especular hay un eje tal vez inadvertido y no es otro que el sintagma «vio reflejado su futuro de hierro». Para Alejandro y Carlos XII es tanto su destino irrevocablemente fijado, ya escrito, como gloriosamente militar, que inspirará a otros y volverá a ser escrito. Para Cruz es esto y, al mismo tiempo, su «futuro de Fierro», el nombre, la cara, el momento secreto y verdadero de su historia.
Hasta aquí los antecedentes, explicaciones y ejemplos que sirven para preparar al lector, no sólo para crearle expectación, sino para darle instrucción suficiente con la que interpretar en todo su alcance la noche final. Los hechos dispuestos en el último párrafo comienzan significativamente con la orden recibida por el sargento de apresar a un criminal, un mandato impersonal, de un Estado no sólo abstracto, sino contrario a lo más profundo de su sangre y que por ello no podrá acatar. Las alusiones al Martín Fierro, a su protagonista -«un malevo que debía dos muertes a la justicia», «un desertor»- son cada vez más transparentes, pero también hay leves modificaciones que eluden la identificación y que pueden hacer vacilar al lector. Sustituciones mínimas como la palabra «lupanar», más concreta que la palabra «pulpería» empleada por Hernández para situar el asesinato del moreno, y «vecino», más vaga que la expresión «gaucho guapo», la segunda víctima. Inserciones como la del coronel Benito Machado, el partido de Rojas y la Laguna Colorada, el lugar de donde se hace proceder al criminal y donde había muerto el padre de Cruz. Se repite con una mínima variación una frase del comienzo del cuento: «de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado ese nombre; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció...». En el personaje (también en el lector) actúa la reminiscencia, el reconocimiento que precede al conocimiento pleno. A continuación viene la noche literalmente crucial, en la que se decide y resume el destino de Cruz: «El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de julio». El momento de la revelación, del encuentro y el conocimiento, de la anagnórisis y la autognosis, de la comprensión y la autorrealización, el momento en suma de «trascendencia profana» en el que se unen la fatalidad y la libertad y mediante el que se logra el acceso al centro secreto del laberinto, a la experiencia «poética» o plena del destino, se expresa a través de un final condensadísimo de símbolos de carácter iniciático, religioso o místico. Comienza con el acercamiento de Cruz, todavía parte de la partida, pero ya en actitud de respeto y hasta de humillación, al misterio profundo, a lo otro, al otro: «La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto». Sigue una nueva reminiscencia: «Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento». Y efectivamente lo había vivido veinte años antes. Es sabido el interés de Borges por estas experiencias de anulación del tiempo y de la personalidad, como posibles vías a otras dimensiones de la realidad. Entre el grito del chajá y el grito final de Cruz tiene lugar el enfrentamiento de éste con el desconocido u olvidado, consigo mismo. Barcia (211) advirtió que la única variante de importancia entre la versión hemerográfica del cuento y la definitiva es esta frase: «Cruz lo entrevió terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara», que me parece un leve subrayado y una sutil variación en el leitmotiv inicial del rostro. La cara que entrevé Cruz es en realidad la de un lobo y en ella, como se dirá enseguida, está su destino. Ya en el Martín Fierro se lee «y el Cruz era como lobo / que defiende su guarida»
(II, 1631-32), y Borges ha ido seleccionando cuidadosamente las referencias al criminal («acosado», «acorralado», «acechante») antes de hacerlo también salir «de la guarida para pelearlos», de presentarlo como un lobo. Una breve intervención del narrador enfría algo la escena: «Un motivo notorio me veda referir la pelea» dice, porque efectivamente ya está contada en el Martín Fierro, ya está contada dos párrafos antes y, en último extremo, está en la memoria de todos10. Así se centra en el misterioso proceso de Cruz, en su toma gradual de conciencia, que se corresponde simbólicamente con el paso al amanecer:
Éste, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. |
La narración se sustituye por la glosa y la lucha no contada se transfiere al interior del personaje y también al lenguaje. El uso de la repetición y la anáfora remite a otros momentos epifánicos de los cuentos de Borges, especialmente a «Historia del guerrero y la cautiva» (Sur, mayo 1949, y situado inmediatamente antes que «Biografía» en El Aleph), donde se reescribe la historia del bárbaro Droctulft, quien al atacar la ciudad de Ravena -exactamente igual pero a la inversa que Cruz, quien «comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad»-, ve: «Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines [...]. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad», «abandona a los suyos y pelea por Ravena»
(OC 1: 558). Como a la cautiva inglesa, como también a Cruz, «a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar»
(OC 1: 560). El desdoblamiento que provoca el despertar de la conciencia -«mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender»- culmina en el «comprendió que el otro era él». Como es habitual en Borges, la indagación sobre la identidad-alteridad se asocia al motivo eterno del doble (cfr. Huici). Cuando termina de emerger el hombre oculto (Mr. Hyde), Cruz se ve en él como en un espejo. Descubrimos finalmente que Martín Fierro es la cara de Cruz. Y el doble se asocia, a su vez, al muy borgesiano e igualmente paradójico motivo de la traición heroica: Cruz es dos, un traidor y un héroe. En la anterior pelea termina vencido e integrado a una vida falsa, en ésta realiza lo que entonces no pudo y se deshace el resultado de aquélla. «Amanecía en la desaforada llanura»: Lefere (198) ha observado bien que además del significado físico de desmesurado, el adjetivo «desaforado» conserva el originariamente legal de «sin ley, sin fuero». El «dueño de una fracción de campo» vuelve a la llanura sin límites, el sargento no «acata» la orden recibida, sino el destino que lleva dentro, rechaza y arroja los símbolos de civilización y autoridad, que son sentidos como disfraz (jinetas, uniforme) o máscara (quepis). «Cruz, con el gesto, se desnuda, se descubre, gráfica con eso el fin del proceso de develación de su naturaleza íntima y original»
(Barcia 217); «entra definitivamente en el orden de lo prohibido social (traidor) pero asume su destino (héroe)»
(Solórzano 242). Borges reproduce el de por sí paradójico grito de Cruz en el Martín Fierro, aunque lo hace en estilo indirecto, con lo que elude toda palabra, todo rasgo discursivo del personaje y acentúa lo puramente gestual, el acto mismo: «gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente». Cruz no sólo se aparta de la partida, sino que pelea contra ella, igual que el otro, hecho ya un desertor «junto al desertor Martín Fierro». El cuento consiste, pues, en un proceso de revelación, de «identificación» que afecta tanto al personaje como al lector. Se cierra con el nombre secreto y sería de todo punto innecesario decir nada más. Borges sabía que el destino de los gauchos fue un destino de soledad y finalmente de derrota y olvido, y que su salvación estuvo en un libro o un mito romántico, algo que ellos ni siquiera sospechaban. Resuenan los versos citados de «Poema conjetural» («En el espejo de esta noche alcanzo / mi insospechado rostro eterno...») y cobra todo su sentido el epígrafe de Yeats: «I'm looking for the face I had / before the world was made». Una noche, un acto de valor es el símbolo de Cruz, su verdadero rostro y nombre, lo único que -a través del Martín Fierro- perdura de él en la memoria de los hombres.
Dejo aquí la glosa para añadir: sería un disparate querer deducir directamente del cuento una motivación o significado político que, a diferencia de «Poema conjetural», creo que no tiene. Sin embargo Borges no tardó en identificarse, también paradójicamente, con el gesto rebelde, individualista de Cruz que Hernández y él mismo habían escrito. En febrero de 1946 Perón fue elegido presidente. Finalmente la «pesadilla» de Borges se había concretado e iba a durar casi diez años. Es bien conocido que algunos burócratas del régimen trataron de humillarle promoviéndolo de su pequeño puesto de bibliotecario municipal al de inspector de Aves -de «gallinas y conejos» subrayó Rodríguez Monegal (Borges. Una biografía 348-353)- y que él dignamente renunció. Este hombre tímido y orgulloso, a decir de sus allegados, iba a mantener su particular duelo más o menos imaginario con el tirano. Intelectuales de diversas tendencias organizaron un «Desagravio a Borges», quien lo agradeció en una declaración en la que utilizó los mismos conceptos que en su citado prólogo a Recuerdos de provincia, durante un acto en el que él, que vivió tan literariamente, sintió el peligro, el valor y la amistad de la noche de Cruz:
las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez... Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. ¿Habré de recordar a los lectores de Martín Fierro y de Don Segundo que el individualismo es una vieja virtud argentina? Quiero también decirles mi orgullo por esta noche numerosa y por esta activa amistad. |
(«Palabras» 114) |
Al menos el individualismo era una virtud en ese momento, tal como repitió en «Nuestro pobre individualismo», una diatriba, también del 46, contra el nacionalismo y el totalitarismo:
El argentino, a diferencia de los americanos del norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho de que el Estado es una inconcebible abstracción, lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. |
(OC 2: 36) |
Y después de recordar al Quijote liberando a los galeotes, dice: «Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro»
(OC 2: 36; lo mismo con variaciones en «Historia del tango» OC 1: 162-3). De igual manera que Cruz tenía dos caras (era un infame y un valiente), el símbolo del gaucho podía prestarse a utilizaciones políticas a la vez negativas (la barbarie) y positivas (el individualismo rebelde).
Borges publicó en 1953, en colaboración con Margarita Guerrero, el libro El «Martín Fierro», otra reactualización del tema, la más completa que realizó, con fines divulgativos. Si bien al comentar el «increíble» acto de Cruz, se limitó a repetir la anterior explicación de orden sociohistórico:
Su decisión se debe a que en estas tierras el individuo nunca se sintió identificado con el Estado. Tal individualismo puede ser una herencia española. Recordemos aquel significativo capítulo del Quijote en el que éste da libertad a los presidiarios. |
(OCC 538) |
Y solamente al referirse al relato que Cruz hace a Fierro tras la pelea, insinuó la idea sobre la identidad de ambos personajes que había desarrollado en el cuento, para -en un gesto muy característico- atribuírsela a otro: «Cruz le cuenta su historia, que (según observó Juan María Torres) es la misma de Fierro»
(OCC 539). Mayor atención dedicó a la escena final de la payada entre Fierro y el Moreno, hermano del asesinado por aquél en la primera parte, «uno de los episodios más dramáticos y complejos de la obra que estudiamos. Hay en todo él una singular gravedad y está como cargado de destino»
(OCC 552). Un episodio en el que vio, desde su óptica peculiar, capaz de descubrir siempre nuevas perspectivas, una de «las magias parciales» del Martín Fierro, la mise en abyme de una payada contenida dentro de otra payada:
Trátase de una payada de contrapunto, porque así como el escenario de Hamlet encierra otro escenario, y el largo sueño de Las Mil y Una Noches, otros sueños menores, el Martín Fierro, que es una payada, encierra otras. Ésta, de todas, es la más memorable. |
(OCC 552-3) |
También la mejor prueba de la diferencia existente y siempre señalada por él entre la poesía de los gauchescos, que versificaron sobre temas rústicos en un lenguaje deliberadamente plebeyo, y la de los payadores, que, convencidos de que ejecutaban algo importante, rehuyeron las voces populares y buscaron motivos y giros altisonantes:
El poema entero está escrito en un lenguaje rústico, o que estudiosamente quiere ser rústico; en los últimos cantos, el autor nos presenta una payada en una pulpería y los dos payadores olvidan el pobre mundo pastoril que los rodea y abordan con inocencia o temeridad grandes temas abstractos: el tiempo, la eternidad, el canto de la noche, el canto del mar, el peso y la medida. Es como si el mayor de los poetas gauchescos hubiera querido mostrarnos la diferencia que separa su trabajo deliberado de las irresponsables improvisaciones de los payadores. |
(OCC 515) |
Y por último y sobre todo vio en el episodio algo que no se cumple, que no está del todo dicho y que nos lleva imaginativamente fuera de los límites del libro:
«El desafío del moreno incluye otro, cuya gravitación creciente sentimos, y prepara o prefigura otra cosa, que luego no sucede o que sucede más allá del poema», «esta payada, que puede ser el principio de una pelea». |
(OCC 553-4) |
Para finalmente añadir entre paréntesis: «(Podemos imaginar una pelea más allá del poema, en la que el moreno venga la muerte de su hermano)», que es lo que sin duda él ya estaba imaginando, como demuestra «El fin», publicado sólo tres meses después.
«El fin» es otra reescritura, menos, si se quiere, manierista que el cuento anterior, de una complejidad más sencilla, pero igualmente profunda y acaso más arriesgada. Aquí Borges completa y con ello corrige el final de La vuelta de Martín Fierro. Sin tener para nada en cuenta su espíritu conciliador añade un epílogo infiel, lo reescribe desde la ética del coraje que predominaba en la primera parte, desde lo que creo que para él constituía la base del mito de Martín Fierro, lo que pese a todo atraía a los lectores, a los argentinos, a él mismo. En «El fin» está el duelo a cuchillo entre el Moreno y Fierro y la muerte de éste que no se nos da, que Hernández no nos quiso dar en el poema. Para ello Borges inventa un personaje, Recabarren, que parece ser el dueño de la pulpería donde se había desarrollado la payada, un hombre inmóvil y mudo por la parálisis, tendido en un catre, junto a una ventana que da a la llanura, desde cuya perspectiva se focaliza el relato.
«El fin» fue incluido, como dije, en la segunda edición de Ficciones, junto a «El Sur», también del 53. Las palabras de Borges en el prólogo son conocidas e indicativas de su modesto orgullo, de su conciencia de haber llegado a un altísimo punto de madurez. Sobre «El fin» dice: «Fuera de un personaje -Recabarren-, cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía [...]; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo»
(OC 1: 483). Sobre «El Sur» hace la famosa declaración «es acaso mi mejor cuento», y la advertencia: «es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo»
(OC 1: 483). Como se sabe, «El Sur», donde la presencia del Martín Fierro (libro y mito) es importantísima, es una de las cifras más perfectas de la compleja personalidad de Borges, también de la etapa histórica y literaria que estaba acabando de vivir. Entre las múltiples interpretaciones que suscitan su personaje doble y su estructura desdoblada, no hay que descartar la del duelo, realizado o soñado, temido o deseado, entre el «salvaje unitario» Borges-Dalhman y la barbarie rosista-peronista: «El Sur»como una reescritura (también política) de toda la tradición literaria argentina decimonónica, empezando por El matadero de Esteban Echeverría. Vuelvo sobre todo esto para subrayar cierto paralelismo. «El fin» también está escrito con la ambigüedad que «El Sur» lleva al extremo; también puede leerse como un relato lineal o como un sueño de Recabarren. Así lo indica, desde el principio, la situación y el carácter de este testigo poco fiable; la acumulación de detalles e insinuaciones que dan irrealidad a la escena (el momento de la duermevela y del atardecer, el sonido evocador de la guitarra, la llanura infinita); el estilo que Barrenechea (188-201) bautizó como «de la duda y la conjetura», con reflejos sintácticos y léxicos: puntos suspensivos, paréntesis, adjetivación de lo borroso, adverbios y repeticiones que corrigen lo asertivo o aminoran el énfasis; lo que Borges llamó «simular pequeñas incertidumbres», «narrar los hechos como si no los entendiera del todo»
(OC 2: 353). No sólo esto. Como trataré de mostrar, en Recabarren se podría ver una proyección de la figura del lector, del propio Borges; y en su visión, el sueño creador concebido por el Borges lector/autor del Martín Fierro, que descubre / inventa una pelea más allá del poema.
La forma de «El fin», tan nítida como misteriosa, consta de tres momentos diferenciados -presentación, diálogo y duelo-, que respetan los elementos mínimos señalados por Borges para cualquier cuento: «la economía y un principio, medio y fin claramente señalados»
(Ensayo autobiográfico 75)11. Y que al mismo tiempo parecen corresponderse con sus descripciones del proceso creador como un «sueño dirigido»12. La presentación comienza cuando Recabarren, situado entre el sueño y la realidad, el interior y el exterior, parece despertar (¿recordar?) y percibe «un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente...». Una tentativa de definición de la música que puede ya recordar al lector otras tentativas de Borges de definir la poesía «que es inmortal y pobre. La poesía / vuelve como la aurora y el ocaso»
(«Arte poética», OC 2: 221). A continuación el personaje logra localizar un cencerro al pie de la cama y lo agita; entonces la guitarra se atribuye a un negro cantor, del que enseguida se dirá que «parecía buscar algo» en el instrumento, y se introduce el imborrable recuerdo de la payada entre éste y un forastero, figuras aún no identificadas como personajes del Martín Fierro. Los datos que se dan sobre el postrado y sufrido Recabarren, ayudado por «un chico de rasgos aindiados (hijo suyo tal vez)», propician las analogías con el ciego, estoico y asistido Borges. La primera parte termina: «El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder». Y a continuación: «La llanura bajo el último sol era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa». Como si ejerciera un poder, ¿qué poder?: el de llamar -para eso sirve el cencerro-, el de evocar los sueños. A continuación Martín Fierro se va concretando. Entendemos que de alguna manera el libro Martín Fierro es la guitarra y el cencerro del cuento: un «pobrísimo laberinto», un texto humilde pero capaz de ser tejido y destejido infinitamente, un instrumento inagotable en el que el lector puede buscar, agitar y jugar para hacerlo revivir o despertar, generando o convocando nuevos sentidos. Por otra parte, la situación de Recabarren hace que pueda retardarse algo el efecto sorpresa del cuento, ocultando nuevamente la identidad de Fierro, ya que cuando se acerca -otro rasgo onírico- aún no se le ve la cara.
El centro del relato está ocupado por la conversación oída por Recabarren. Lacónica, irónica, hecha de enviones cortos acompañados de acordes de guitarra, tal como Borges imaginaba la auténtica entonación criolla («he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino»
, «La poesía gauchesca», OC 1: 181), la conversación termina con la revelación de la identidad de Fierro y el Moreno. De las palabras de los antagonistas y de las acotaciones mínimas del narrador, el lector puede deducir toda la tensión contenida. Tras la dulzura, la lentitud, la paciencia, la aparente humildad del negro que le habla al otro, como en un susurro, de señor, de usted, hay una firme determinación y odio. Tras la firmeza de movimientos, la aparente desenvoltura de Fierro que ríe de buena gana y bebe y se dirige al otro como «vos, moreno», tras la aspereza y el cinismo de sus palabras que desmienten lo que había dicho a sus hijos en la obra, se percibe su indecisión, su resignación, su cansancio, su seriedad.
El final de Fierro está narrado en un solo párrafo. Su primera frase marca la transición e impresiona por el tono lírico y meditativo. El empleo de la persona del plural aproxima e implica al lector:
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música... |
Nos devuelve al comienzo, al pobre e infinito laberinto de la guitarra, y nuevamente a los intentos de Borges de explicar al misterio poético como una promesa de conocimiento, plenitud o sentido, similar a la que se siente en algunos sueños. «Como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan» se dice en «El inmortal» (OC 1: 538). Y de forma aun más parecida en «La muralla y los libros»:
La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizá, el hecho estético. |
(OC 2: 13) |
En la conclusión se vuelven a poner en juego, aunque de forma más contenida que en el cuento anterior, procedimientos intertextuales y reflexiones sobre la identidad. La pelea reproduce la de Fierro y el moreno de la primera parte del libro. Hay repeticiones. Frases como «Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate» son una versión de «Había estao juntando rabia / el moreno dende ajuera»
(I, 1171-2), «Me hirbió la sangre en las venas / y me le afirmé al moreno»
(I, 1227-8). Pero sobre todo hay inversiones. La arremetida del negro -«Y ya me hizo relumbrar / por los ojos el cuchillo, / alcansando con la punta / a cortarme en un carrillo»
(I, 1222-6)- se atribuye aquí a Fierro: «Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro». Y la agonía y las acciones posteriores se transfieren de un personaje a otro: «Nunca me puedo olvidar / de la agonía de aquel negro»
(I, 1237-8), «Limpié el facón en los pastos / desaté mi redomón, / monté despacio y salí / al tranco pa el cañadón»
(I, 1249-52); «Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás». El negro sale victorioso pero en realidad ha liberado a Martín Fierro de su culpa, para encerrarse a sí mismo en ella: «Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre»13. De esta manera se proyecta el cuento más allá. Un lector-escritor podría seguir imaginando otras venganzas (Fierro dejó hijos), otros duelos, otras muertes, nuevos episodios de un mismo rito cainita. Como advirtió Pedro Luis Barcia, «El fin» en realidad no tiene fin:
«El fin» no es tal, es un título falaz. Hernández había dejado una posibilidad potencial de agregar un episodio que continuara y concluyera, con los días del protagonista: |
(229-230) |
En 1955 Perón cayó. La pesadilla terminó para Borges de momento. Subrayo: para Borges, de momento. Su reconocimiento, sobre todo en el extranjero, creció imparable; la polémica, sobre todo en Argentina, nunca cesó. Él continuó con sus hábitos, reescribiéndose. Incluyendo el hábito de releer-reescribir el Martín Fierro. Me interesa terminar recordando la prosa breve «Martín Fierro», publicada en Sur en 1957 e incluida tres años después en El Hacedor, donde todo lo que hemos visto aparece reducido a lo esencial14. En ella alude, sin nombrarlos, a ciertos hechos claves de la historia y de la literatura argentina: a las guerras de independencia y tal vez a Ascasubi, el «precursor» de Hernández; a dos tiranías (Rosas y Perón); a «un hombre que sabía todas las palabras» (Lugones, el «redescubridor» de Hernández). Y en cada caso va repitiendo lo mismo: «Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido»
(OC 2: 175). Termina aludiendo a José Hernández, a su modesta obra -mucho más modesta sin duda que la de Lugones, quien, pese a conocer todas las palabras, tal vez nunca llegó a escribir «la palabra»-, a su modesto pero trascendente sueño, que pervive en la memoria y la imaginación, en el espacio del mito:
También aquí las generaciones han conocido esas vicisitudes comunes y de algún modo eternas que son la materia del arte. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido, pero en una pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el sueño de uno es parte de la memoria de todos. |
(OC 2: 175) |
Más tarde Borges volvería a lamentar una y otra vez que los argentinos hubieran escogido como libro «clásico», en el sentido de ejemplar, al bárbaro Martín Fierro y no al civilizador Facundo15. Sin embargo, el sueño que él siempre soñó, que le tocó soñar y finalmente se le impuso literariamente fue el de Hernández. Él revivió con tal fuerza su obra que -como decíamos al principio- demostró que la tradición también se puede cambiar. Después de Borges, el Martín Fierro es otro.
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