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José Lezama Lima y la Reinvención de América

Remedios Mataix1





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Decir que la operación de «invención de América» -en el sentido ya clásico que le diera Edmundo O'Gorman: invención como hallazgo y creación intelectual- constituye una constante en el proceso de autorreconocimiento e identificación imaginaria en la historia cultural hispanoamericana es ya un lugar común en el que no vale la pena insistir, salvo para destacar que recuperar esa noción a propósito de la obra de José Lezama Lima obliga a subrayar el matiz a mi juicio más significativo del término: el matiz creativo precisamente, el de relectura y reconstrucción imaginarias del pasado; una operación en la que ese elemento ficcional desempeña un papel fundamental para el ejercicio lezamiano de una ficción de historia por la que la palabra imaginaria pueda transfigurarse en palabra histórica y, desde ahí, causar los efectos sobre el imaginario colectivo que persigue el autor.

Siguiendo el rastro de esa operación que ficcionaliza la Historia sería posible recorrer la obra entera de Lezama: son decenas los textos en que, de manera programática o circunstancial, ordenada o caótica, aclaradora o enigmática, el autor emprende variadas recuperaciones del pasado prehispánico o colonial (sobre todo de lo anticolonial de la Colonia), pero voy a limitarme sólo a un conjunto de textos -las conferencias que pronunció en enero de 1957 en el Centro de Altos Estudios de La Habana, que luego integrarían su libro La expresión americana (1957)- que ponen en práctica esa operación de manera orgánica y metódica, es decir, con el propósito definido de llevar a cabo esa ficción de historia a que me he referido antes, por la que los sucesos y personajes históricos reinventados pasan de ser soportes de veracidad a ser alegorías, representaciones o metáforas de un destino americano común, que enfatizan la legitimidad de la imaginación como memoria colectiva y transforman, de paso, los modos tradicionales de reflexión americanista sobre la historia.

Lezama Lima, La expresión americana

Lezama Lima, La expresión americana.

Porque, como recuerda Irlemar Chiampi al establecer el contexto ideológico del texto, cuando en 1957 aparece La expresión americana, el pensamiento americanista había cristalizado ya en una verdadera tradición2: un siglo de reflexión sistemática acerca de qué es América, qué lugar ocupa en la historia, cuál es su destino y cuál su diferencia frente a otros modelos de cultura había generado todo tipo de interpretaciones de acuerdo con las crisis históricas, las circunstancias políticas y las corrientes ideológicas, pero ningún intelectual hispanoamericano permaneció indiferente ante la problemática de la identidad. A través de sus escritos Hispanoamérica había pasado por el sobresalto de las antinomias románticas, por los diagnósticos positivistas y las propuestas regeneradoras de sus males endémicos, por la comparación con Europa y la cultura norteamericana; a veces se había reivindicado su latinidad, otras, la autoctonía indígena, y hasta se había erigido como el espacio cósmico de la «quinta raza» y la superación de todas las estirpes. La generación de Lezama, por tanto, encontraba el problema prácticamente resuelto. Y con la fijación, ya en los años cuarenta,   —148→   de las nociones de transculturación y mestizaje como signos culturales fundamentales, el discurso americanista parecía haber hallado también una definición para su objeto, asumiendo la hibridez como signo de universalismo y a la vez como la «diferencia» que permitía identificar inequívocamente la complejidad de Nuestra América.

José Lezama Lima

José Lezama Lima.

¿Qué podía añadir Lezama, ya a fines de la década de los cincuenta, a esa tradición del discurso americanista en la que casi todo estaba dicho? Su esbozo de América como hecho cultural no se opone a la idea vigente de hibridez y apertura a la recepción de influencias (lo que él rebautiza en La expresión americana como «espacio gnóstico» y «protoplasma incorporativo»)3, y en cuanto a la «forma» del discurso, si recordamos que Lezama no pretendió hacer historiografía sino un auténtico ensayo literario, había también otro ilustre antecedente: El laberinto de la soledad (1950), de Octavio Paz. Sin embargo, las innovaciones explicativas que presenta el texto de Lezama en el marco del discurso americanista coetáneo son compatibles con los préstamos y afinidades con esa tradición, pues proceden de la elección de otro objeto de reflexión: La expresión americana no se orienta hacia el establecimiento de un matiz ontológico que invoca un «espíritu» o «esencia» nacional o continental, sino hacia el recorrido de una «historia de la imaginación americana» y sus formas de expresión que, en vez de ofrecer una fórmula de identidad, diseña una trayectoria de su producción cultural.

No abundaré en detalles sobre la situación histórico-cultural en que se fragua el texto, pero creo imprescindible considerar algunos aspectos del contexto ideológico cubano de los años cincuenta en que Lezama concibió su visión americanista, porque sin duda determinan esa orientación del texto, e incluso la selección de los materiales históricos que ingresan en él. Recordemos, simplemente, que estamos en la fase final de la dictadura de Fulgencio Batista, con quien culminaba toda una época de frustración política, dilución cultural y velada subordinación neocolonial que el propio Lezama había insistido en denunciar desde las páginas de Orígenes, a propósito del célebre anatema -desintegración- que lanzaba contra la seudorrepública, animado, decía, por el deseo de superar el «estupor ontológico», el vacío, la desustanciación en que había sucumbido la nación una vez perdida la inspiración política de los fundadores, como Martí4. Frente a ese «siniestro curso central de la Historia» y frente a la amenaza cultural de «la corruptora influencia del American way of life», el grupo Orígenes quiso practicar una operación de rescate de la dignidad nacional que, como es sabido, se materializó explícitamente en las célebres conferencias de Cintio Vitier sobre Lo cubano en la poesía, que coincidieron en 1957 con las de Lezama. Sin duda La expresión americana obedecía a la misma urgencia por formular retrospectivamente una imagen orientadora, aunque, en este caso, ampliada a lo continental, de modo que, sin aludir explícitamente a hechos o situaciones del batistato, el ensayo lezamiano presupone el clima de abatimiento de aquellos años crepusculares de la dictadura en los que Cuba se había convertido en un grotesco simulacro de los ideales republicanos y en un territorio de uso y abuso de los Estados Unidos, donde campaban «la intrascendencia y la banalidad». De un modo oblicuo, como es propio de su estilo, Lezama conjuraba esas circunstancias ofreciendo la imagen entusiasta de su «americano ejemplar», cuyos rasgos de identidad -inteligencia, creatividad, libertad, rebeldía- encarnó históricamente en cada una de las etapas de la tradición cultural que recorre La expresión americana, desde las cosmogonías prehispánicas hasta las expresiones de la Vanguardia, pasando por las Crónicas de Indias, el arte mestizo de los barrocos, los rebeldes románticos de la Independencia o el «Nacimiento de la expresión criolla» en el siglo XIX.

La frase emblemática que abre La expresión americana, «Sólo lo difícil es estimulante», tantas veces citada, no sin razón, como alusiva a la dificultad característica de los textos lezamianos, tiene su origen en el proyecto de este ensayo: la dificultad americana no es investigar o fijar su ser, en el sentido metafísico (lo que está «sumergido en las maternales aguas de lo oscuro», dice Lezama), o establecer su origen («lo originario sin causalidad, antítesis o logos»), sino diseñar el proceso, la trayectoria de su imaginario. Él lo explica así: «[...] En realidad, ¿qué es lo difícil? [...] Es la forma en devenir en que un paisaje -en el código lezamiano equivalente a cultura, no a geografía;   —149→   es el espíritu revelado por la naturaleza-5 va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica. Una primera dificultad es su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica» (pág. 49). Esa visión histórica, por tanto, según la entiende Lezama, es la «reconstrucción» del sentido de la tradición que ofrece la hermenéutica historicista, por obra de «la imago participando en la historia» (la imaginación), lo que otorga a esos repertorios históricos y culturales su eficacia y su capacidad como «fuerza ordenancista», es decir: como punto de referencia para la identificación de una colectividad.

Es esta segunda dificultad, la de reconstruir la historia por medio de la imagen, la que él mismo intenta en su diseño de la forma en devenir del hecho americano, penetrando en la Historia con los ojos de la ficción, extrayendo un saber nuevo del pasado histórico y, por lo mismo, apartándose tanto del sentido y la causalidad del historicismo, como de las búsquedas de la identidad, el ser o la esencia del americanismo precedente. En ese ejercicio, por otra parte, confluyen diversos conceptos que Lezama venía elaborando desde sus primeros escritos, veinte años atrás -como «Del aprovechamiento poético» (1938) o «Conocimiento de salvación» (1939), ambos incluidos en Analecta del reloj (1953)-, entre ellos, uno que se puede considerar principio rector de su pensamiento: lo que se concreta en Paradiso con la fórmula «Imaginación retrospectiva»6, que sirve de método al ensayo que nos ocupa y que es una recuperación imaginativa, ficcional, del pasado y la tradición cultural, encaminada a su reconstrucción artística, con la que adquirirá un sentido que a su vez pueda otorgarle «la plenitud de su forma», una expresión. Porque «Recordar es un hecho del espíritu, pero la memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie. Aún en la planta existe la memoria que la llevará a adquirir la plenitud de su forma, pues la flor es la hija de la memoria creadora» (pág. 60).

Del hallazgo de esa metodología por la que el arte (entendido como el ejercicio en el que recordar e «invencionar» confluyen) opera sobre la historia por sustitución, como la metáfora, y nos devuelve una imagen más completa de ella, brota la larga exploración de Lezama por Las Eras Imaginarias que ocupa buena parte de su ensayística desde 1958 hasta 1965, pero, sin duda, también la interpretación-reconstrucción de la historia de América que acomete en La expresión americana, el primer texto en que el autor pone a prueba, sobre el soporte concreto de la historia cultural, la viabilidad de esos conceptos teóricos, pues el uso de esa imaginación retrospectiva (basada en una lógica poética idéntica a la de las «remembranzas universales» de Giambattista Vico, de quien Lezama se confiesa apasionado heredero) está especialmente justificado en el caso americano por la propia naturaleza de su tradición, desde sus orígenes mismos:

La gravitación de la imagen echa raíces desde el principio entre nosotros. En América, desde los primeros cronistas de Indias, la imaginación no fue la loca de la casa, sino un principio de agrupamiento, de reconocimiento y de legítima diferenciación [...] La imagen sirvió al americano desde la conquista como un resguardo mágico y una seguridad en la elección, pues la imagen reorganiza y aúna las culturas aun después de su extinción. La imagen nos protege de la mortal oscuridad que nos podría destruir antes de tiempo...7


Lezama Lima, Las Eras Imaginarias

Lezama Lima, Las Eras Imaginarias.

Ahora bien, añade: «En qué forma la imagen ha creado cultura, en qué espacios esa imagen resultó más suscitante, y sobre todo en qué forma la imagen actúa en la historia, tiene virtud operante, son preguntas que sólo la poesía y la novela pueden ir contestando»8. Es la misma premisa de la que parte La expresión americana, con la que Lezama trama la estrategia por la que allí el ensayista se convierte en narrador: invocará que todo discurso historiográfico es, por su propio carácter de discurso, una ficción, una exposición poética, un producto de la imaginación del historiador, y llevará al extremo esa posición epistemológica con su propuesta de una historiografía «tejida por la imago» que opera sobre la tradición cultural seleccionando aquellos momentos en que se dio la «potencialidad para crear imágenes» -es decir, los hechos que se convierten en símbolos culturales- y una galería de personajes   —150→   ejemplares, verdaderos mitemas, que constituyen lo que Lezama llama «un tipo de imaginación dentro de una cultura», esto es: el estatuto imaginario que confiere a la historia caracteres de fábula fundacional.

Hunahpú e Ixbalanqué. Pintura maya

Hunahpú e Ixbalanqué. Pintura maya.

«Nace el hombre». Ilustración maya del episodio del Popol Vuh

«Nace el hombre». Ilustración maya del episodio del Popol Vuh.

En la apertura de esa fábula figuran ya dos de esos personajes emblemáticos que prefiguran aquella dificultad del hecho americano: los héroes Cosmogónicos del Popol Vuh, Hunahpú e Ixbalanqué, que bajan a los infiernos, luchan contra los señores de Xibalbá y tras muchas derrotas alcanzan la victoria definitiva con las astucias de su arte mágico, a partir de cuya actuación Lezama construye una alegoría de lo americano arquetípico. Pero comienza su relato ofreciendo ya, a propósito del Popol Vuh, una vasta metáfora para hablar oblicuamente del «problematismo americano»: la dificultad del hombre americano frente a la formación de su cultura. Dice Lezama:

La simbólica que se desprende del Popol Vuh, parece como si fuese a colmar el problematismo americano. Mientras el espíritu del mal señorea, los dones de la expresión aparecen lentos, errantes y somnolientos. Antes del surgimiento del hombre, le preocupan los alimentos de su incorporación. Parece como si preludiase la dificultad americana de extraer jugo de sus circunstancias. Busca una equivalencia: que el hombre que surgirá será igual que sus comidas. Parece sentar un apotegma de desconfianza: primero, los alimentos; después, el hombre. Esa prioridad, engendrada por un pacto entre la divinidad y la naturaleza, sin la participación del hombre, parece como si marcase una irritabilidad y un rencor, la del invitado a viandas obligadas, sin las elegancias de una consulta previa para las preferencias palatales. Es evidente, por lo demás, que las viandas serán presentadas con el adobo conveniente: «el rocío del aire y la humedad subterránea». Pero fijaos bien en esa distinción. No es la creación de la naturaleza, de los animales antes que el hombre, lo cual es frecuente en todas las teogonías, lo que sorprende, sino que al hablarse de alimentos, parece como si el espíritu del mal quisiese obligarnos a comer alimentos, sobre los que la hostil divinidad, y no el hombre, ha sido la consultada. Además, el dictum es inexorable, si no se alimenta del plato obligado, muere.


Vayamos por partes: en el Popol Vuh, como en casi todas las cosmogonías, la creación de los alimentos precede a la creación del Hombre, que, tras sucesivos intentos fracasados (los inconsistentes hombres de barro y de madera), tiene lugar en la Cuarta Edad, con la creación del hombre de maíz tras la victoria de los héroes civilizadores sobre los señores del Xibalbá. Pero, de acuerdo con la lógica metafórica de Lezama, el alimento (el modelo cultural) es impuesto al Hombre (al americano), pues éste se presenta al banquete de la cultura sin decidir sobre el menú. Lezama deriva de esa lectura del Popol Vuh dos «categorías» o constantes históricas de lo hispanoamericano: por una parte, un «furibundo pesimismo» que, dice, «tiende, como en el eterno retorno, a repetir las mismas formas porque ha recibido iguales ingredientes o elementos»: el hombre será igual que sus comidas; y, por otro, el «complejo terrible del americano»: creer que su expresión no es aún una forma alcanzada, sino un problematismo, algo todavía por resolver: «Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, el americano busca en la autoctonía el lujo que se le negaba, y acorralado entre esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas, revisa sus datos, pero ha olvidado lo esencial: que el plasma de su autoctonía es tierra, igual que la de Europa. Lo único que crea cultura es el paisaje -sentencia-, y eso lo tenemos de maestra monstruosidad» (pág. 63).

Advierte además que esas dificultades expresivas que el Popol Vuh atribuye a «las criaturas que surgen en las nuevas regiones» le hacen pensar en «adecuaciones, interpolaciones, paralelismos» hechos por «copistas aguerridos, jesuitas irritados y graciosos filólogos españoles del siglo XVIII» (pág. 66) para sembrar interesadamente aquellos complejos terribles en el americano:

Desde la inexpresividad del morador que surge en aquellas nuevas regiones, hasta los juegos y destrezas de los hermanos, recorrido todo ello por la maldad de los señores de Xibalbá, nos recorre la sospecha de que el tono de incompletez y espera que salta en cada uno   —151→   de los versículos está logrado para alcanzar su complementario en la arribada de los nuevos dioses. El odio de los señores de Xibalbá al ser surgido en su propia naturaleza es patético y asombroso. El odio a la criatura, irredimible.


(págs. 66-67).                


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