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José A. Silva (1896)1

Julio Flórez

Remedios Mataix (ed. lit.)






Lejos de las paredes ennegrecidas
que guardan el silencio del camposanto,
lejos de las plegarias, lejos del llanto,
se ven las sepulturas de los suicidas.
De aquellos que, con almas engrandecidas
en luchas misteriosas, sin fe ni espanto,
deshojaron, en horas de hondo quebranto,
como flores siniestras sus propias vidas.
De aquellos que miraron entre aflicciones
caer descoloridas, una por una,
como cálices mustios, sus ilusiones;
y que, al fin, a los golpes de infausta suerte,
madre y patria y amigos y gloria y cuna
olvidaron por irse tras de la muerte.

*  *  *


Allí no se ven hidras ni siemprevivas,
allí no se ven aves ni mariposas;
hasta las mismas auras que, silenciosas,
van en busca de esencias, huyen esquivas.
Allí no van los monjes: van las altivas
almas que sólo piden sueño a las fosas;
allí van los poetas de arpas ruidosas
y de frentes heladas y pensativas.
Allí no van los hombres vanos y oscuros,
no van allí los miopes de pensamiento,
ni menos los miedosos y los impuros;
allí van los mordidos por los dolores,
los que muestran los puños al firmamento,
los Prometeos dignos de sus furores.

*  *  *


Y allí estás tú, dormido. Cuando caíste
en la calma suprema, lívido y yerto,
se cuajó entre tus labios fríos de muerto
una sonrisa amarga, burlona y triste.
¡Grande fue tu protesta! ¡Qué bien hiciste
en buscar en la sombra seguro puerto,
lejos de las arenas de este desierto,
del monótono ritmo de cuanto existe!
¡Cómo no huir del campo de la existencia
cuando el hado nos hiere, lleno de encono,
y sentimos el hielo de la impotencia!
¡Bien hiciste en matarte! Sirve de abono
a la tierra fecunda... Y si no hay clemencia
para ti, nada importa: ¡Yo te perdono!





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