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José Ángel Valente

(Círculo de Lectores, Madrid, 25 de septiembre, 2000)

Fernando Lázaro Carreter


Real Academia Española



Aunque se dispusiera de todo el tiempo del mundo, tratar de definir la poesía de un gran poeta sería empeño tan vano como el de San Agustín niño, obstinado en meter el mar en un hoyo de la arena. Por tanto, el poco tiempo de que dispongo apenas si permiten algo más que el silencio asombrado ante la obra poética, en verso y prosa, de este orensano eminente, a quien evocamos y a quien -piensen que soporto más edad que él- reclamó, también temprano, la que él llamó «Madre ciega, madre inmortal».

El crítico se encuentra además ante el imposible de descifrar al poeta, para cifrarlo después en un lenguaje de otra naturaleza, por ejemplo, en el mío de ahora, lo cual es empeño inútil, porque el poema, los poemas, ya están cifrados: el lírico verdadero no puede decir aquello de otro modo ni más corto ni más exacto.

Pero el lector tiene derecho a levantar cuanto puede el velo de los enigmas, en este caso, el enigma espiritual de José Ángel Valente, porque se siente sacudido y aludido por lo que escribió. Y como el lector -se ha dicho hasta el hastío- es quien da significado a lo escrito, también él tiene derecho a dar un sentido, su sentido, aunque sea parcial y minúsculo, a los versos del gran lírico. Aunque sea distinto a la significación pretendida por el autor.

Y puesto que, para este instante, debo traducir a mi lenguaje, comprimiéndolo, algún rasgo esencial de Valente, lo centraré en una reflexión suya de 1968, que repetirá con variaciones en libros posteriores, y en la cual se encara con cuantos «tienen puntos de referencia en el espíritu» y «zonas bien delimitadas en el cerebro»; es decir, con los que están seguros de todo, o incluso de algo; en un trallazo final, tan suyo, los define: «[...] son unos cerdos». Años más tarde, en 1973, contará la historia de aquel Uriel que, huyendo de leyes aparentemente claras y ciertas aceptadas unánimemente, acaba disparándose un arcabuzazo en la boca. El poeta admite muy pocas realidades: breve y escuetamente el amor y el sexo; el ejercicio de la poesía, con desprecio a quienes hinchen los versos de oquedad; y, por fin, de modo muy terminante, a la situación fronteriza en que se siente entre una vida irreal que vive, y una vida irreal que desconoce. Básico y muy extendido por sus libros, es lo que proclama en «El inocente»: el poema, dice, debe ser un


      «[...] objeto duro,
resistente a la vista, odioso al tacto,
creado entre el llanto y la palabra,
entre el brazo del arcángel y el cuerpo de la víctima
[...],
entre el nombre del dios y su vacío,
entre el filo y la espada,
entre la muerte y su naciente sombra».



Aquí es donde se ancla el espíritu reflexivo del poeta, instalado atemporalmente en ese delgado lugar que media entre la sombra de la muerte y su aparición, en esa línea que, en los versos anteriores, detalla la repetición de entre.

Líricos cuya obra constituya una meditación ante la muerte, con fe o sin fe en el más allá, hay muchos; pero no encuentro más que a Valente viviendo y construyendo su obra en la linde misma entre aquellas dos indecisiones, de un lado, una vida pasada y presente que se rechaza y se declara inexistente porque aflige, y, de otro lado, una vida posterior en la que cabe creer o descreer, que puede estar o no estar, y que quizá se extiende al otro lado de un muro traslúcido, nunca transparente. Lo dijo con precisión en carta de 1983 a su comentarista Milagros Polo, en carta de donde asegura que canta extramuros, y que escribe «en los límites un canto de frontera». Así lo dice exactamente.

Instalado en ese confín, desde el joven Valente al último la vida aparece como un acontecimiento desdeñable, en el cual todo suscita odio, salvo tal vez la Naturaleza, muy poco presente en sus versos. Ni siquiera el amor merece ser rescatado. Lo afirma con frecuencia: nació rodeado de amor, dice, de un amor que ama más que a sus propios huesos, pero al cual sólo puede «odiar sin tregua» por habérsele dado «para dejarse así morir / de triste, de irrisorio». Es un odio brotado de una inmensa decepción, que se manifiesta con versos-zarpazo contra cosas y personas que desprecia, en arte, en política o en comportamiento. Pero no todos los odios son menudos y estériles: existe uno mayor, «cuyo fuego consume la raíz de la vida hasta forzar un nuevo alumbramiento», según dice en El fin de la Edad de Plata. Es el que fecunda muchos de sus versos.

Atendiendo a algunos poemas, se le juzgaría nihilista: la palabra nada es hermosa, asegura, «con esa casi ni consonante intermedia absorbida en la blancura de la doble vocal única». Y lo reafirma en Mandorla con este escueto poemita:


«Cuando ya no nos queda nada,
el vacío del no quedar
podría al cabo ser inútil y perfecto».



Pero lo aleja del nihilismo la existencia, para él borrosa, de esa contumaz y muda pared que media entre la muerte y el ciego laberinto que, tal vez, sucede a la muerte, y en la cual coinciden dos superficies planas y desnudas -son sus palabras-: la del vivir y el misterio que lo sigue. Aunque hablar con seguridad de éste exige ser testigo, y él no puede aportar ningún testimonio propio. Así, aunque sea bella la palabra nada, no ha comprobado su certeza. Asegura estar:


«[...] inmóvil frente al muro
secreto que separa,
lo que no he conocido
y lo que desconozco».



A esta situación fronteriza entre la vida, despreciable y en tantos aspectos odiosa, y el desierto sin forma y sin límites que le sigue, obedece la imagen del espejo, tan recurrente en su poesía, símbolo del límite entre un rostro que se mira y se desconoce -es decir, el hombre que fue y aún es-, y el rostro reflejado, que ni se deja ver ni ve, situado como está al otro lado de la muga.

Y así, desde ese límite, la muerte no es para Valente como ocurre al común, un acontecimiento cierto pero remitido lejos por impreciso, sino que convive con él y hasta yace al lado de su terrible incógnita.

Desde ella, ve el mundo con indiferente sinceridad, con disensiones, sin temer que sean -y lo fueron- incómodas y hasta peligrosas. De ahí también, en un extremo polar, la atracción que sobre él ejerció la mística, aquella poesía y aquellas lucubraciones de hombres y mujeres seguros de haber atravesado la linde en vida, y haber gozado ya tras ella la plenitud. Él, tan dudoso, detenido en la esquiva e incierta divisoria, se siente magnéticamente deslumbrado ante tanta convicción, ante tanto testimonio. Pero no es un místico, y se queda siempre en el borde infranqueable. «Pasaré los fuertes y fronteras», afirma el alma de su admirado San Juan cuando sale enloquecida en busca del Amado. José Ángel Valente no pudo ir más allá de la frontera, y en ella se quedó anheloso de saber si existía aquel territorio que los escritores espirituales recorrían a fuerza de fe y de amor. Pero tener certeza de eso exigía morir; no es extraño, pues, que el poeta llegue a desafiar a Caronte mismo en aquella simple y turbadora baladilla de Breve son, con andadura de cantiga gallega y obstinación entre sanjuanista y quevedesca:


«Al barquero de ese río
dije: -Vámonos;
barquero,
dame la mano.
Dijo el barquero: -Quien pasa
no regresa de este paso.
Dije: -Barquero,
Vámonos.
Que nadar sé, barquero,
que nadar sé,
aunque el mar sea alto,
que nadar sé,
alto y oscuro que sea,
que nadar sé,
aunque sea de noche,
que nadar sé».



De alguien que falleció, escribió nuestro amigo: «Murió; es decir / supo la verdad». José Ángel, por desventura nuestra y de la poesía, ya la sabe también.





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