Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice

José Asunción Silva: periodismo, poesía, publicidad y polémicas en los orígenes del Modernismo

Remedios Mataix

Con una breve nota necrológica se despidió de José Asunción Silva, «hombre distinguido de ilustración nada común y exquisita cultura», el diario El Telegrama de Bogotá, el 25 de mayo de 1896 (cit. en Santos Molano, 1981, 79). El periódico colombiano de mayor influencia en la década de 1886 a 1896 dedicaba apenas un comentario escueto a quien fue durante esos diez años su colaborador permanente y, hasta 1893, su anunciador más importante. Se confirmaba así lo incómodo de su trágica y prematura muerte en la sociedad bogotana de entonces, pero también el difícil encaje en ella de las ideas avanzadas que marcaron su trayectoria vital y que no siempre fueron entendidas por sus contemporáneos. Por aquellos días de 1896 «José Asunción Silva no gozaba de simpatía entre las gentes del gobierno. Don Jerónimo Argáez, director propietario de El Telegrama, recibió "consejos amistosos" en el sentido de no armar barullo en torno a la muerte de Silva, y se le persuadió asimismo para que dejara en paz, en conveniente olvido, la memoria del poeta cuyo cuerpo acababan de arrojar a un muladar» (Santos Molano, 1981, 79). Una nota que envió Rafael Pombo a Rufino José Cuervo, al día siguiente del suceso, resumía los principales rumores que circularon al respecto: «Suicidio ayer o antenoche de José Asunción Silva, según unos por juego de $4.000 de viáticos de Cónsul para Guatemala, por atavismo en parte, mucho por la lectura de novelistas, poetas y filósofos de moda. Tenía a mano el Triunfo de la muerte por D'Annunzio y otros malos libros» (cit. en Santos Molano, 1997, VI, 9). Y ya desde los primeros escritos que se publicaron sobre él, una cita tomada de ese libro de D'Annunzio invitaba a interpretar el enigma de su muerte haciéndolo ingresar en la leyenda: «Quiso morir porque no pudo poner de acuerdo su vida con su ensueño» (cit. en Cobo Borda, 1997, I, 6).

Esas tensas relaciones entre «el poeta suicida y la ciudad culpable», según la fórmula de Rodrigo Zuleta (1997), tal vez explican por qué la intensa y sostenida actividad como periodista -reportero, cronista, crítico, editorialista- es uno de los aspectos menos conocidos y estudiados de la obra de Silva, pese a que abarca múltiples facetas (extractar y traducir artículos de periódicos franceses, ingleses o norteamericanos; cubrir las temporadas de ópera y de teatro en Bogotá; comentar los sucesos más recientes; ejercer la crítica literaria y artística, y hasta un concepto muy moderno de la publicidad) que resultan indispensables para obtener la verdadera biografía intelectual del autor, para desentrañar abundantes datos que, como veremos, constituyen el «laboratorio» de su gran obra poética y narrativa, y para asistir al proceso por el que el nombre de José Asunción Silva ocupa un lugar protagonista y no exento de polémicas en la construcción del Modernismo hispanoamericano.

Por supuesto que no fue El Telegrama el único periódico en que colaboró significativamente nuestro autor. También lo hizo en El Heraldo, La Nación, El Correo Nacional y, ocasionalmente, en importantes revistas del incipiente Modernismo, como la Revista Gris, Cosmópolis o La Revista Literaria, que, en 1894, al divulgar la lista de sus colaboradores, mencionó expresamente a Silva entre «los de más atractivo intelectual» (Santos Molano, 1981, 80). Conviene recordar también que los dos poemas que dieron a José Asunción Silva su renombre en vida aparecieron asimismo en la prensa: el famoso «Nocturno» «Una noche» se publicó por primera vez en Lectura para todos de Cartagena (agosto de 1894) y lo reprodujeron El Telegrama de Bogotá (enero de 1895) y Cosmópolis de Caracas (octubre de 1894); y la no menos famosa «Sinfonía color de fresa con leche» conmocionó al mundo literario desde las páginas de El Heraldo de Bogotá (abril de 1894), se reprodujo rápidamente en muchas otras publicaciones y se colocó a la cabeza continental de una ardiente polémica sobre el Modernismo de dimensiones internacionales.

Precisamente en esos entrecruzamientos entre periodismo, poesía y polémicas quiero centrar mi aproximación a la obra periodística de Silva, porque solo con las Notas literarias que publicó en El Telegrama ininterrumpidamente desde febrero de 1891 hasta enero de 1892 (sobre Tolstoi, Bourget, Banville, Loti, Maupassant, Poe, Bécquer, Martí, Darío, un aún casi desconocido e intempestivo Nietzsche y las más «modernas» -con ese adjetivo- publicaciones y noticias a que tenía acceso) bastaría para demostrar tanto su asombrosa capacidad para estar actualizado en la materia artística e intelectual que nutre su propia obra, como también su convicción plenamente modernista de que «es menester educar el gusto a la muchedumbre, para lo cual se requieren virtudes inverosímiles», como comentaba en su artículo de 1893 titulado significativamente «Higiene del periodismo» (Silva, 1998, 145). No cabe duda de que con esa actitud, además de con su propia obra literaria, Silva contribuyó poderosamente a implantar esa «forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu, que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera», según la insuperable definición del Modernismo ofrecida por Federico de Onís (1934, XV). Porque esa actitud proselitista, modernizadora, interesada en reeducar el «gusto vulgar» de «una agrupación humana muy triste y demasiado gris que se llama Bogotá» (Silva, 1998, 207) está muy presente también en sus conjuntos de crónicas tituladas Cosas de Bogotá para El Telegrama (1894) y El Correo Nacional (1895), en las jugosas Crónicas bogotanas de Mary Bell (para El Telegrama, desde agosto de 1891 hasta enero de 1892), en las que asume la voz de una aguda observadora extranjera para comentar todo tipo de acontecimientos de aquella «capital inverosímil y lugar muy curioso» (Silva, 1998, 170), y sin duda también en el considerable corpus de anuncios publicitarios que Silva compuso muy literaria y finisecularmente, como marchand de luxe, para su propio Almacén o para otros comerciantes, y que puede considerarse parte importante de «la escondida prehistoria comercial del discurso literario finisecular» (Beckman, 2009, 763).

Uno de los mejores trabajos sobre el Modernismo en Colombia titula el capítulo sobre Silva La modernidad imposible y llama al autor «el héroe de toda esta historia» (Jiménez Panesso, 1994, 271). En esas expresiones está resumida la visión canónica que se ha tenido y se mantiene de nuestro autor: fue un intelectual adelantado en su contexto que trató de llevar la modernidad a una sociedad muy tradicional y hasta pacata, y esa sociedad terminó conduciéndole a la desesperación y a la muerte. Todo indica que el joven poeta, a su vuelta de Europa (estuvo allí y vivió allí ávidamente entre 1884 y 1886) quiso convertirse en portavoz y difusor de la sensibilidad moderna, y esa vocación es evidente -como apunta Germán Arciniegas- «no sólo en la biblioteca que trajo a Bogotá, o en las pistas que daba sobre un desconocido novelista que acababa de aparecer, o un filósofo hasta el momento desconocido [...]. Sus prólogos para la Biblioteca Popular son testimonios de este estado de alerta, en que no se equivocaba. Detectaba dónde estaba lo que iba a perdurar, así fuera por el momento incierta aventura. Si en Bogotá se leyó a Tolstoi todavía fresco en ruso o francés, el milagro fue de Silva» (Arciniegas, 1990, XX-XXI). Esos amplios y actualizados conocimientos pueden apreciarse también en el artículo Crítica ligera, publicado en El Telegrama del Domingo el 12 de agosto de 1888 y reproducido con honores en El espectador de Medellín dos meses después: todo un inventario de la literatura europea de Fin de Siglo que permite detectar las preferencias de Silva y, también, comprobar cómo el «ejercicio del criterio» (la demanda de Martí, Rodó y otros primeros modernistas), entendido por él como la actividad intelectual moderna por excelencia, debía superar tanto la «crítica al por menor» -la que practica un intelectual de insuficiente preparación y sensibilidad- como la vieja crítica académica, severa y gramatical, para producir una educación del gusto y la sensibilidad socialmente operativa. Escribe Silva:

La crítica seria, que busca los orígenes lejanos de una obra, que la aprecia como expresión del pensamiento dominante en cierta época y que investiga su influencia en el desarrollo de la que le sigue, me parece ardua tarea de filósofos [...] La otra, la crítica ligera, al por menor, que coge los detalles y busca con microscopio los defectos, no me parece tarea sino un simple retozo en que, al tiempo que le hace uno cosquillas al lector para que se ría, rasguña la obra de arte para ayudar a ese fin.

(cit. en McGrady, 1969, 29)



Parece claro que tras esas afirmaciones vendría José Fernández, alter ego del autor y protagonista de la novela póstuma De sobremesa (1896), protestando despectivamente de «los críticos de tres al cuarto» que «no entendieron» sus poemas y los reseñaron concluyendo que sus versos son «una mezcla de agua bendita y de cantáridas» o llamándole «asqueroso pornógrafo» (Silva, 2006, 314). Pero Crítica ligera es un texto de enorme interés no sólo porque sintetiza las actitudes de Silva hacia la crítica literaria y artística, sino también porque documenta la predilección que aquel «primer modernista en pisar París con premeditación literaria» (Cano Gaviria, 1996, 33) sentía por lo que Ernest Raynaud bautizara como mêlée symboliste en un libro del mismo nombre: todo ese «espíritu moderno» del que Silva había hecho buena provisión antes de dejar París y que un año más tarde reconocerá ya como suyo. Aun con la intención de parodiar la crítica al por menor, las páginas de Crítica ligera confirman la admiración de Silva por De Lisle, Gautier, Banville, Merrill, Richepin, Vigny, Lamartine, Coppée, Mallarmé, Mendès y recalcan lo que es obvio en toda su obra: que entre sus autores más admirados y leídos se encuentran Hugo, Shakespeare, Musset, Baudelaire, Prudhomme y Verlaine. Todas esas páginas, como las de Notas literarias, las de Crónicas bogotanas de Mary Bell, y hasta las de Viñetas del natural (siete cuadros líricos publicados en El Telegrama dominical entre julio y diciembre de 1891), son un esbozo de ese torrente de información literaria, artística e histórica que articula la enciclopedia implícita del mundo narrativo que ansiaba crear en su novela De sobremesa 1887-18961, confirmando así el aserto de Gabriel García Márquez en su prólogo a la obra: «Es absurdo pensar que Silva hubiera podido escribir un libro tan espeso sin su formación literaria, artística y científica, que era vasta y variada, y siempre al día, en una capital remota y triste de la provincia del mundo» (García Márquez, 1996, 10).

Pero la tematización de este choque entre el poeta y el mundo circundante abarca tanto el tema estrictamente literario (Silva como intelectual avanzado e incomprendido) como el tema de su quiebra comercial. Con respecto a esto último se ha dicho, por ejemplo, que su bancarrota se debió a que en el almacén que heredó de su padre se acumulaban modernos objetos de lujo para los cuales no había mercado en una sociedad como la bogotana de entonces. Así, «la modernidad imposible» se expresa en la figura de un poeta que, en vida, no encontró público para sus versos y en la figura de un comerciante que no encontró clientes para su mercancía excesivamente refinada. Ambos son muy visibles en su obra periodística y publicitaria: todo un «laboratorio», como decía, de los textos que acabarían por otorgarle la fama póstuma y su ingreso en el reino del canon modernista.

Y esa confluencia es importante, porque el mismo lenguaje descriptivo que identificamos con el proyecto estético de Silva fue utilizado por el autor para fines abiertamente comerciales. En 1890, seis años antes de que tuviera que reescribir De sobremesa, había ensayado el mismo estilo literario que abre las páginas de la novela con una atmósfera de lujo que se elabora sobre una fantasía del buen gusto y el refinamiento finiseculares europeos -componentes clave del «esteta periférico» del que hablaba García Márquez-, en el diario bogotano El Telegrama:

La cortina de felpa bordada de oro caía sobre un transparente que filtraba la luz amortiguándola con el tono oscuro del brocatel de los muebles, con la madera opaca del piano y con el brillo de los marcos de las pinturas. Había en el aire del cuarto una fragancia de agua de toilette que completaba el ambiente lujoso de la pieza. Sobre el tocador un espejo triple reflejaba los grandes frascos de agua de colonia...

(cit. en Santos Molano, 1997, 972)



Se trataba de un aviso publicitario para El Almacén Nuevo, la recién inaugurada tienda de José Asunción Silva, que la imaginación del escritor ideó como la réplica local a las grandes tiendas parisinas: «Todo había sido comprado, a precios muy razonables, en el Almacén Nuevo [...] sin duda el mejor almacén de muebles y artículos de fantasía de Bogotá» (ibídem). Como atrevida muestra del marketing finisecular considera Ericka Beckman el anuncio de Silva, pues «demuestra cómo el mismo acto de anunciar implica una propuesta estética, ya que es de interés incitar un deseo que derive en la compra [...] El anuncio produce un ambiente de belleza, prestigio y exclusividad que "vale" más que la suma de sus componentes materiales. Silva, el artista, proporciona una fantasía sólo para que Silva, el anunciante, informe a los clientes sobre el lugar donde pueden venir a comprarla» (Beckman, 2009, 762).

La recesión económica, que estimuló los sentimientos nacionalistas y alentó a los patriotas a luchar contra las importaciones para proteger la industria colombiana, había obligado a Silva entonces a cerrar dos de los tres almacenes de su firma, con el propósito de fusionarlos en una sola gran tienda al estilo europeo, donde, efectivamente, el buen gusto, la lujosa decoración y las eficaces campañas publicitarias fascinaron temporalmente a la clientela bogotana -como documentan las crónicas de la época-, en buena medida gracias a esa fusión de excelencia estética e interés comercial del considerable corpus de anuncios redactados por el poeta para diferentes diarios bogotanos. Entre ellos se encuentran «cartas» intercambiadas entre dos clientas ficticias, Inés y Beatriz, quienes se turnan para describir las «preciosidades» de la tienda del señor Silva, que aparece como personaje de su propia ficción comercial (cit. en Santos Molano, 1997, 975) o inventa también «reportajes» sobre ceremonias nupciales en las cuales todos los regalos habían sido comprados en el Almacén Nuevo de Silva (cit. en Santos Molano, 1997, 972). En todos los casos los objetos de lujo apetitosamente descritos pertenecían al nuevo orden cultural, y a la vez económico, centrado en el buen gusto europeo en un contexto en el que el conservadurismo entonces en el poder se oponía al consumo de importaciones, especialmente las de lujo, como un «pecado» que iba contra la humildad cristiana y las jerarquías sociales naturales. En esta línea, el gobierno liderado por Rafael Núñez y luego por Miguel Antonio Caro instituyó medidas económicas proteccionistas y un régimen de papel-moneda nacional como intento de controlar los cada vez más crecientes flujos de dinero y mercancías que entraban a Colombia. En su corpus de anuncios, pues, «Silva incitaba a los consumidores a "comprar europeo"; y no sólo eso, también a entregarse a las fantasías del lujo, libres de antiguas restricciones morales y económicas» (Beckman, 2009, 765), lo que suponía afirmar un ideal de modernidad europea en un medio social conservador e hispanista, como todos sus biógrafos coinciden en destacar.

Y lo llamativo es que no solo buscó liberar los deseos en la esfera del consumo para la propaganda de sus propios negocios, sino también para otros comerciantes que, animados con el buen resultado publicitario de su método, lo contrataban para promover las ventas. Es el caso del curioso poema-anuncio, en versos rebosantes de las delicadas esencias, las suaves texturas y los refinados ambientes propios del atrezzo finisecular, que Silva compuso para promocionar a un competidor, el Almacén Bohemia, y que publicó en El Telegrama el 20 de julio de 1889:

Bohemia es sin disputa un almacén magnífico

situado al principiarse la calle de Florián.

Espléndidos perfumes de las mejores fábricas:

Lubin, Piver, etcétera acaban de llegar.

Allí las elegantes hallar pueden esencias

que ambientes de jardines a sus vestidos den,

pues entre muchos otros se venden los siguientes:

Vainille, White-Rose, Verbena, Geranio y Tour Eiffel,

Ambiente de los Lagos, jazmín, Cuero de Rusia,

Ilang-Ilang, Magnolia, Violetas y Grand Turk,

Camelia, Madreselva, Guard Club, Miel de Inglaterra,

Reseda, Rosas, Lilas, Jacinto y Jockey Club.

Allí hallaréis el modo de no llegar a viejos

con el jabón de almendras, benjuí o Ilang-Ilang,

y polvos para dientes y tintes para el pelo,

pomadas, Poudres de Riz y muchas cosas más.

¿Queréis hacer regalos? Allí tenéis floreros,

espejos, candelabros de vidrio y de cristal,

juguetes, álbum, marcos y loza, copas y vasos,

registros, centros... todo a precio sin igual.

Y no sólo se vende, también se compran muebles

de aquéllos que adornaron la antigua Santafé,

y objetos de oro y plata, antiguos o modernos,

y sobre todo tunjos. Llevadlos y veréis.

Por último, señores, ¿queréis hallar remedios

al tifo y la viruela que diezman la ciudad?

Allí tenéis pebetes de aroma delicioso

que del contagio horrible de fijo os librarán.


(Silva, 2006, 277-279)



Aquí la renovación formal tan estudiada del Modernismo se lleva a cabo a través de la rítmica adaptación de nombres de mercancías novedosas, prestigiosos perfumistas o marcas francesas y objetos de consumo lujosos que hacían furor en Europa con motivo de la Exposición Universal de París, destinados a los consumidores. Es lo que Ericka Beckman ha denominado «la escondida prehistoria comercial del discurso literario finisecular» (Beckman, 2009, 763) y que Enrique Santos Molano ha explicado así: «El modernismo literario penetró en Bogotá por las páginas de El Telegrama, que reproducían con despliegue los poemas de Rubén Darío y de Gutiérrez Nájera; y el modernismo social fue importado por los almacenes de Silva, para felicidad de su clientela abundante y desesperación de las gentes de bien y de los comerciantes tradicionales» (Santos Molano, 1992, 579).

De cuánto éxito alcanzó Silva con su novedosa iniciativa publicitaria puede ser muestra el hecho de que «entre los años 88 y 91 los Almacenes de R. Silva e Hijo -todos todos ellos propiedad de José Asunción- impusieron la moda en Bogotá y le dieron a la capital de Colombia una cara moderna en los hábitos de vestir y en el decorado de las habitaciones» (Santos Molano, 1992, 585). Pero también son muestra las iras moralizantes que, como las aparecidas en El Telegrama el 3 de septiembre de 1889 y firmadas por Emelina Raimond, rechazaban con horror esa «diabólica invención» que ya se llamaba en Bogotá «Modernismo» y analizaban con desconsuelo «el vastísimo campo de sus depredaciones» (pues «el Modernismo tiene que vérselas con todo») o las «innovaciones fatídicas» que producía contra la tradición, tratando de «trasplantar aquí usos y costumbres franceses, norte-americanos e ingleses» (cit. en Santos Molano, 1992, 584).

Emelina Raymond fue uno de los seudónimos utilizados por Soledad Acosta de Samper (1833-1903), la escritora colombiana más significativa del siglo XIX y una de las más prolíficas de la América Latina de entonces, que no dejó de escribir durante sesenta de sus setenta y nueve años de vida, y sin limitaciones de géneros: novela, periodismo, crónicas de viaje, cuadros de costumbres, crítica literaria, teatro, traducciones y ensayos. Dirigió y en ocasiones redactó casi en su totalidad periódicos y revistas muy célebres en la Colombia decimonónica, como La Mujer (1878-1881), La Familia. Lecturas para el Hogar (1884-1885), El Domingo de la Familia Cristiana (1889-1890), El Domingo (1898-1899) y Lecturas para el Hogar (1905-1906), siempre con intereses moralizantes, educativos o históricos de signo claramente conservador (vid. Mataix, 2003, 56) que se reflejan también claramente en su extensa carta al director de El Telegrama. En ella seguía diciendo doña Soledad/Emelina Raimond:

Toda época tiene sus extravagancias y sus caprichos, lo mismo exactamente que los tienen las gentes, y son tanto más peligrosas cuanto que, si los caprichos de los individuos le (sic) son personales, los de la época asumen siempre un carácter no sólo epidémico, sino también contagioso. Hay defectos que no los produce una generación espontánea: el ejemplo los hace surgir, los anima y los propaga, gracias a estas mágicas palabras: «así se usa ahora», o bien, «es la moda», que nada significan y lo explican todo. Voy a hablar a usted especialmente del Modernismo que hoy nos abruma e invade los hogares. El Modernismo hace extragos (sic) con tal intensidad, que se puede prever ya la crisis final. Pero ¿qué es el Modernismo? Es un vocablo que en vano buscarían mis lectores en el diccionario, y que si allí estuviera no tendría la acepción actual. El Modernismo es un estado del espíritu o del gusto que lleva fatalmente a los que están atacados de este mal a buscar con avidez todo lo que es nuevo, desconocido, nunca visto, lo insólito, lo inaudito [...] El campo de sus depredaciones es vastísimo: ha hecho la fortuna de las novísimas escuelas de arte y de letras; ha inflado el miriñaque y luego, súbitamente, lo ha suprimido; ha puesto la torre de Eiffel sobre la cabeza de las mujeres antes de que se hubiera concebido este monumento; ha introducido el japonismo, el furor por las chucherías, el abuso de las colgaduras, envolviendo y fajando aquí los pianos, allí los caballetes, y poniéndole (sic) a los arbustos corbatas de peluche como para precaverlos de las corrientes de aire frío.

(cit. en Santos Molano, 1992, 582)



Soledad Acosta trabajaba ese mismo año en su ensayo titulado «Misión de la escritora en Hispanoamérica», publicado originalmente en Colombia Ilustrada en 1889 y que, con ligeras variaciones, ocuparía un lugar preferente en su libro de 1895 La mujer en la sociedad moderna, un volumen que marca un hito inaugural en el ensayo sobre género en América Latina. Allí la autora exalta la misión de la mujer como «agente de la revolución moral» a través de su presencia pública como escritora, aunque, eso sí, respetando los rígidos estereotipos de género que su época establecía: «Mientras la parte masculina de la sociedad se ocupa de la política, que rehace las leyes, atiende al progreso material de estas repúblicas y ordena la vida social, ¿no sería muy bello que la parte femenina se ocupara en crear una nueva literatura?» Y sus convicciones la llevan a imaginar esa nueva literatura, desde luego no como el «Arte» modernista, parnasiano, decadentista, simbolista que empezaba a discutirse en la Colombia de Fin de Siglo, sino como un «apostolado» orientado a que «nuestras costumbres crezcan derechas y bien formadas», para lo cual esa literatura debe evitar reflejar «las malas costumbres importadas a nuestras sociedades por la corrompida civilización europea» (cit. en Mataix, 2003, 58-61). No es extraño, pues, que el artículo para El Telegrama de la señora Raimond analice con desconsuelo las innovaciones fatídicas que el Modernismo producía tanto en contra de las tradiciones del arte como de las buenas costumbres morales de los jóvenes. Por eso concluye:

No es, pues, inútil, repetir a la juventud de hoy que la moda no puede reformar, ni intervenir en ciertos usos. No basta que una joven aturdida se comporte de un modo criticable para que la moda se conforme a su capricho. A las madres de familia incumbe el deber de resistir a innovaciones cuyo menor defecto es el de parecer inútiles. El modernismo quisiera poner mano atrevida sobre las buenas y santas tradiciones, para sustituirlas con no sé qué hábitos de independencia y de familiaridad completamente repugnantes. Ciertas costumbres se justifican en ciertos países y lugares en donde están establecidas, porque allí tienen al propio tiempo el correctivo que no tenemos en el nuestro. Permanezcamos en cada país tal como por sus antecedentes y tradiciones se ha formado, seamos franceses en Francia y colombianos en Colombia.

(cit. en Santos Molano, 1992, 583)



«¿Contra quién más habría de ir ese párrafo patriótico -comenta Enrique Santos Molano (ibídem)-, sino contra ese joven cismático y fanfarrón, el hijo de don Ricardo Silva, que alborotaba a los muchachos juiciosos y a las niñas decentes, que se daba inconsecuente a propagar la lectura de libros obscenos de autores extranjeros, a hacer "versitos asquerosos" que escarnecían a ciudadanos distinguidos y a vender en su almacén mercancías francesas, paños finos ingleses, papeles de colgadura japoneses, calzado francés, inglés y austriaco, fluxes, sobretodos, pantalones y levitas ingleses y norteamericanos, Pianos Apollo, ropa blanca, calzado para señora y telas de lana norteamericanas?». El buen gusto innovador de José Asunción Silva se imponía sobre los hábitos en desuso de los comerciantes, y seguramente es verdad que detrás de la andanada antimodernista de Emelina Raimond «aplaudía una claque iracunda de comerciantes a quienes el empuje creciente del almacén de Silva les enajenaba la clientela juvenil y aun la tradicional» (ibídem). Pero además de contra los objetos desconocidos y raros que se vendían en el almacén de Silva, Soledad Acosta hablaba en nombre de los hogares honorables perturbados por las actitudes, todavía más raras y desconocidas, con las que el joven moderno y europeizado Silva, y su hermana Elvira -atrevida modernista que lo secundaba en todo-, enloquecían a los jóvenes de las familias «decentes», pues ambos hicieron pedazos los antiguos formalismos sociales y establecieron entre los jóvenes un trato menos rígido y más natural y amable: «Que Elvira Silva recibiera las visitas del Conde Gloria en la sala de la casa, y no en la ventana [...] y que Isabel Argáez hiciera lo propio con José Asunción, sin la vigilancia policiaca de los padres, era escandaloso» (ibídem). Y a ambos se les cobraría caro el haber incitado a la rebelión: un bulo morboso sobre las supuestas relaciones incestuosas de los dos hermanos cundió rápidamente, impregnó, entre otras muchas fuentes, los versos de Guillermo Valencia en «Leyendo a Silva» (1898), sugiriendo que el poeta se quitó la vida para ir en busca de su hermana muerta2, y a lo largo del tiempo cristalizó en la leyenda del «Nocturno» de Silva como testimonio de ese amor ilícito.

Esa incomprensión que suscitaban el poeta, el comerciante, sus gustos y sus ideas quedó manifiesta también en muchos de los textos poéticos de Silva considerados estandartes del Modernismo incipiente, que contrastaban vivamente con la filosofía y la estética del grupo al que cronológicamente pertenecía -el que se había dado a conocer a través de las antologías La lira nueva (1886) y Parnaso colombiano (1887). Uno de ellos es el titulado «Un poema» (1887), que comienza con una clara afirmación de que existe otro arte -«Soñaba en ese entonces en forjar un poema,/ de arte nervioso y nuevo obra audaz y suprema»-, y continúa con una reflexión sobre las técnicas de composición del poema ideal de ese arte nuevo, a la que subyace una poética ya de corte francamente moderno (en la línea de la peculiar racionalidad sinestésica simbolista), cuya novedad subrayaba el propio Silva también en otro de sus primeros textos programáticos, «Taller moderno» (publicado en Papel Periódico Ilustrado de Bogotá ese mismo año): constituyen esos textos3 toda una sinfonía de sensaciones, en la que se conjugan los olores, los sonidos, los colores, las luces, las formas, las texturas, en un despliegue de las posibilidades que ofrece la síntesis de las artes, que culmina con la definición del poeta como pintor, de la poesía como imagen y de la sinestesia como forma de expresión poética por excelencia. No resulta difícil entender por qué el autor se sintió ya tan distinto de sus contemporáneos colombianos, ni por qué las novedosas propuestas de «Un poema» se cerraban con un apunte satírico, quizá como conjuro irónico de aquella incomprensión generacional:

Complacido en mis versos, con orgullo de artista,

les di olor de heliotropos y color de amatista...

Le mostré mi poema a un crítico estupendo

y lo leyó seis veces y me dijo: ¡no entiendo!


(Silva, 2006, 214)



Esa situación no es desconocida en la obra de Silva, en la que abundan las referencias a la poesía incomprendida y la distancia entre el autor y el grueso del público. Tampoco lo es su concepción de un arte esencializado, sugerente, en afanosa búsqueda de «estrofas que sugieran mil cosas oscuras», según se resumirá en De sobremesa (una novela que es también la más explícita definición de la poética de Silva), y destinado a un lector sensible e inteligente que responde a un deseo de época, el del «lector ideal», iniciado o también artista, en cuya mente las palabras adquirirán total significación:

Yo no quiero decir sino sugerir, y para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista. En imaginaciones desprovistas de facultades de ese orden, ¿qué efecto producirá la obra de arte? Ninguno. La mitad de ella está en el verso, en la estatua, en el cuadro, la otra en el cerebro del que oye, ve o sueña. Golpea con los dedos esa mesa: es claro que sólo sonarán unos golpes; pásalos por las teclas de marfil y producirán una sinfonía. Y el público es casi siempre mesa y no un piano...

(Silva, 2006, 314)



Idéntica es la intención sugerente del poema «Al oído del lector» que abre su recopilación póstuma El Libro de Versos (1896) confesando de paso su destinatario predilecto: un lector cómplice. Y es que Silva revelaba en todos esos textos una teoría de la escritura que muestra su adscripción a los registros simbolistas, punto de encuentro de las poéticas finiseculares, con una concepción del hecho poético -la poesía no es discurso, narración o explicación, sino sugerencia de algo que está más allá de lo inmediato-procedente de la doctrina romántica y heredada por el Simbolismo finisecular, a cuyo Manifiesto de 1886 remiten inevitablemente los términos utilizados. Al típico reproche del artista modernista hacia un contexto dominado por imaginaciones incapaces de entenderlo, se une en esas propuestas un buen diagnóstico de su conflicto fundamental, de donde se deriva la vertiente didáctica o proselitista del artista, afanado en modelar el gusto de un público burgués y «vulgar» al que desprecia, pero que, por sus medios, es el que puede adquirir y valorar la labor artística.

Esas inquietudes nuevas articulan la mayor parte de la obra de Silva hasta configurarla como completo ejemplo de «esa profunda y trascendental revelación estética» que el crítico argentino Carlos Romagosa vio en lo que llamó Simbolismo hispanoamericano y quiso ilustrar en su importante antología Joyas poéticas americanas (1897) -la primera antología internacional que incluyó poemas de José Asunción Silva-, considerada por sus estudiosos como una temprana «ilustración y defensa de la nueva poesía; no sólo un "Parnaso" americano, sino un gradus ad Parnasum de los modernistas», que adquiere carácter de manifiesto y que «está en la base del proceso de construcción de la tradición literaria moderna en Hispanoamérica» (García Morales, 1996, 157). Son esos elementos, junto a la actitud irónica, los principales ingredientes de la poética propia, que se irá definiendo a través de muchos otros poemas programáticos -como «Encontrarás poesía» (publicado en El Liberal de Bogotá en 1884), donde Silva criticaba los «malos versos» de algunos de sus coetáneos4- o en corrosivas Gotas amargas como «La respuesta de la Tierra» (1890), donde satirizaba las gastadas actitudes y fórmulas poéticas del poeta-vate en general, y del vate posromántico colombiano en particular, redundando en la «intención terapéutica» que, por las mismas fechas, otro de los primeros modernistas, José Martí, también aplicó a la sátira como recurso de distanciamiento de una poesía ya inútil: el lirismo insuficiente y la inercia imitativa de «tanto poetín que su dolor de hormiga / al universo incalculable cuenta» («Por Dios que cansa...», de Flores del destierro). De hecho, aunque inédita, aquella gota amarga de Silva propagó a la velocidad del chisme la «chanza» que presuntamente elaboraba sobre otro poema colombiano coetáneo, «Constelaciones», y sobre la «chifladura panenteísta» de su autor, José María Rivas Groot, por la que, se decía, «vive hablando con todos los elementos y con todos los astros» (Santos Molano, 1992, 645). El corrosivo sarcasmo con que contrastan en el texto las grandilocuentes preguntas del poeta con el silencio indiferente del universo genera una sátira de marcado signo escéptico: un poeta «lírico, grandioso y sibilino» dirige a la Tierra, de la que se proclama «sacerdote», abundantes interrogaciones metafísicas («¿Qué somos? ¿A do vamos? ¿Por qué hasta aquí vinimos?»), y espera la respuesta; pero la Tierra, «como siempre, displicente y callada,/ al gran poeta lírico no le contestó nada» (Silva, 2006, 238).

Con supuestas alusiones como las de esos poemas-poética, el entusiasmo por el recién llegado de Europa José Asunción Silva que hasta entonces había animado al consagrado antólogo, crítico y poeta José María Rivas Groot -defensor y practicante de un concepto de poesía muy diferente al que proponen esos textos, con los que se sintió atacado- llegó a convertirse en franca enemistad y celos crecientes. Agravaron la hostilidad otros dardos que alguien lanzó contra él con seudónimo, y que se atribuyeron a Silva, desde las páginas de La Miscelánea de Medellín: «Entrevista con Mr. Collins» (1887) y «Entrevista con don Carlos Pérez» (1888), en las que se denunciaba su ineptitud como crítico o su «literatura cursi» y se cargaba duramente contra otros muchos «compatriotas que se preocupan más en hacer malos versos que en servirle al país» (Silva, 1998, 46-52). El propio Silva explicó en una carta abierta al director de El Telegrama del Domingo que escribió su ya citada Crítica ligera para poner en claro que no era el autor de esas mordaces entrevistas ficticias que habían salido en Medellín, y que, en todo caso, defendía «la idea, arraigada de tiempo atrás, de que sólo tiene uno derecho al seudónimo cuando, al darle al público algo muy delicado, que no hiere a nadie, quiere, por simple coquetería literaria, ponerse una máscara» (cit. en McGrady, 1969, 27). Pero la inquina de sus contemporáneos no quedó resuelta con esa réplica y la venganza definitiva vendría después de la muerte de Silva, en la violenta caricatura contra él que Rivas Groot incluyó en su novela Pax (1907), escrita al alimón con Lorenzo Marroquín, en la que no sólo se parodia al escritor, sino también se escarnece a la persona, a través de uno de los protagonistas sobre el que no se escatiman denuestos: el escritor S. C. Mata -nombre con el que se parodia también, por vía fonética (ése se mata), el destino trágico de Silva-, al que se pinta como un morfinómano degenerado, un extravagante objeto de la burla social, que expresa sus desatinos (inconfundibles parodias de los textos más famosos de Silva) a través de una revista llamada La pagoda Nietzsche y que al final se suicida teatralmente de un disparo mientras se representa la Aída de Verdi, no sin antes declamar, «presa de una convulsión febricitante», los últimos versos producidos «por la exuberancia de su genio» (Rivas Groot, 1907, cap. XXII).

Por todo lo dicho hasta ahora, hay otro texto periodístico de Silva que podría figurar como frontispicio de toda su obra, en tanto que profesión de fe en el arte y en el credo modernista que lo mantuvo por encima de sus muchas crisis, literarias, personales y hasta económicas. Me refiero a la «Carta abierta a doña Rosa Ponce de Portocarrero», que fue publicada en la Revista Gris de Bogotá en 1892 y reproducida por la Revista Azul de México en 1894. En ella, José Asunción le recuerda a dicha dama una memorable velada pasada en 1888 en su casa campestre de Funza, en la que ambos hablaron de arte, de música, de filosofía, de literatura, mientras que los demás invitados «discutían el alza de las acciones de un ferrocarril en construcción, de la habilidad del ministro, de la cosecha mirífica y de la baja del cambio». Y concluye:

Nuestros compañeros que conversaban esa mañana han tenido después decepciones crueles y han renegado de sus entusiasmos de entonces: el ferrocarril está inconcluso y las acciones no tienen cotización, el ministro resulto un imbécil, las sementeras se perdieron y el papel moneda bajó un veinte por ciento [...] Usted y yo, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel moneda que pierde su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian otros; de un mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo; es que usted y yo preferimos, al atravesar el desierto, los mirajes del cielo a las movedizas arenas donde no se puede construir nada perdurable; en una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del Arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos. Señora, déjelos usted que nos llamen chiflados, que se burlen de nuestra inocente manía. Ya ve usted cómo al cabo de dos años nosotros adoramos con más fervor lo que queríamos entonces, y ellos han perdido sus ilusiones. Ríase usted de ellos, señora, si su bondad inefable se lo permite, y, si no, compadézcalos. Los dos hemos escogido en la vida la mejor parte, la parte del Ideal.

(Silva, 2015)



Como comentábamos antes, en 1894, solo dos años después de esa carta abierta y con apenas tres meses de diferencia entre uno y otro, nuestro autor publicó por primera vez los dos poemas que le dieron su fama en vida: la paródica «Sinfonía color de fresa con leche» y el sublime «Nocturno» «Una noche...». Esa coincidencia cronológica evidencia lo que fue quizá la genialidad mayor del autor: la dualidad de procesos y modalidades significantes producidos por su pluma, que hizo convivir desde el principio una manera lírica, musical, sugerente, de inspiración simbolista, con otra crítica, satírica, irónica, que, a modo de contra-discurso de la primera, coexiste con ella, la implementa y conforma con ella el todo indisoluble de una poética ambivalente -entre el Spleen y el Ideal- de corte ya francamente moderno (véase Mataix, 2006, 51-105).

El primero en conmocionar el mundo literario fue la paródica «Sinfonía». Publicado bajo el seudónimo también paródico de Benjamín Bibelot Ramírez en El Heraldo de Bogotá el 10 de abril de 1894, el poema de Silva elaboraba una divertida sátira de los excesos en que incurrieron los imitadores de Azul... de Rubén Darío, muy abundantes en Colombia desde que en 1888 El telegrama difundiera alguno de sus poemas: son esos «colibríes decadentes» a quienes va dedicado el texto. En imitación de esos imitadores, Silva utilizaba hábilmente los rasgos del objeto parodiado -las innovaciones métricas, el ritmo acentual, las aliteraciones excesivas y cacofónicas, el abuso de cultismos, neologismos y parafernalia decorativa, las sinestesias extrañas, las metáforas forzadas, la oquedad argumental-, para narrar una absurda historia «de la Princesa Verde y el paje Abril,/ rubio y sutil» que se mofaba de todo el repertorio retórico artificial de los malos modernistas y, sobre todo, de la servil imitación, de esos insistentes «escribir al modo de» que siempre denunció como empobrecedores. Recordémoslo:

Sinfonía color de fresa con leche

A los colibríes decadentes


¡Rítmica Reina Lírica! Con venusinos

cantos de sol y rosa, de mirra y laca

y policromos cromos de tonos mil,

oye los constelados versos mirrinos,

escúchame esta historia rubendariaca

de la Princesa verde y el paje Abril,

rubio y sutil.

El bizantino esmalte do irisa el rayo

las purpuradas gemas, que enflora junio

si Helios recorre el cielo de azul edén,

es lilial albura que esboza mayo

en una noche diáfana de plenilunio

cuando las crisodinas nieblas se ven

a tutiplén.

En las vívidas márgenes que espuma el Cauca

-áureo pico, ala ebúrnea- currucuquea

de sedeñas verduras bajo el dosel,

do las perladas ondas se esfuma glauca,

¿es paloma, es estrella o azul idea?

Labra el emblema heráldico de áureo broquel,

róseo rondel.

Vibran sagradas liras que ensueña Psiquis

son argentados cisnes, hadas y gnomos

y edenales olores, lirio y jazmín,

y vuelan entelechias y tiquismiquis

de corales, tritones, memos y momos

del horizonte lírico, nieve y carmín,

hasta el confín.

Liliales manos vírgenes al son aplauden

y se englaucan los líquidos y cabrillean

con medievales himnos al abedul,

desde arriba, Orión, Venus, que Secchi lauden,

miran como pupilas que centellean

por los abismos húmedos del negro tul

del cielo azul.

Tras de las cordilleras sombras, la blanca

Selene, entre las nubes, ópalo y tetras,

surge como argentífero tulipán,

y por entre lo negro que se espernanca

huyen los bizantinos de nuestras letras

hasta el Babel Bizancio, do llegarán

con grande afán.

¡Rítmica Reina lírica! Con venusinos

cantos de sol y rosa, de mirra y laca

y policromos cromos de tonos mil,

¡estos son los caóticos versos mirrinos

ésta es la descendencia rubendariaca

de la Princesa verde y el paje Abril,

rubio y sutil!


(Silva, 2006, 280-283)



«Lo paradójico -comenta Jacobo Sefamí- es que el poema esté dedicado "A los colibríes decadentes", cuando uno de los espíritus más decadentes de fin de siglo era el propio Silva» (2000, 422). Pero conviene no confundir las cosas: a esos impostados -o colibríes, o pichones, como también los llamó- decadentes los había definido ya muy bien Silva desde mucho antes, en las Crónicas bogotanas de Mary Bell que publicó en El Telegrama. Escritas con humor sarcástico -aunque de aquel «que no hiere a nadie», como decía él mimo en la carta explicativa de Crítica ligera-, las nueve entregas (desde el 4 de agosto de 1891 hasta el 25 de enero de 1892) de Crónicas bogotanas abordan temas muy variados, desde la filosofía clásica hasta la actualidad, y son como un ensayo general del mundo novelesco que Silva se proponía crear. Están estructuradas a modo de relato y en ellas la protagonista inventada por Silva dialoga con personajes de lo más variopinto: desde «un periodista de inimitable chiste» o «una bogotana un tanto misantrópica» que languidece de aburrimiento, hasta la figura de «un joven de los que escriben en los diarios bogotanos» y se ufana de evitarse «el trabajo de pensar», a través de quien emprende Silva la caricatura del «decadente autóctono». Vale la pena reproducir la entrevista ficticia:

-¿Qué piensa usted -le dije- de esas crónicas que firma en El Telegrama una tal Mary Bell?

-Mi señora -dijo él-, yo no me doy el trabajo de pensar: me parece un oficio mecánico, plebeyo, digno de gente mediocre, o a lo sumo de enajenados mentales. -¿Es decir que usted no discurre?

-No, señora, ni me hace falta. El discurso es para mí algo más complicado y por lo tanto se lo dejo a los preocupados y a los tontos. Un verdadero decadente como yo lo soy, un bizantino de convicción, no debe nunca quebrarse los sesos con ese juego vulgar, inepto y sin provecho de hilar unas con otras las ideas. Eso les sentaba perfectamente a los que leían a Lamartine o a los que soñaban con Musset; nosotros ni siquiera queremos leer.

-Pero, a lo menos -le dije-, usted no podrá negar que tiene por fuerza necesidad de discurrir para vestir esos desatinos con el ropaje de las paradojas...

-Luego -replicó-, ¿tiene usted la absurda benevolencia de imaginarse que yo pienso en lo que le estoy diciendo? La creía más complicada.

(Silva, 1998, 176-177)



Mary Bell nos ayuda a saber hacia quiénes iba dirigida la intención satírica de la «Sinfonía» de Silva, por lo que no creo que pueda ser interpretada, como lo ha sido por numerosos estudiosos, como una diatriba anti-Darío: hasta se ha visto en ella, por ejemplo, una parodia de su «Sinfonía en Gris mayor» (Camacho Guizado, 1990, 412-413) que, en todo caso, se habría producido dos años antes de la publicación de Prosas profanas, donde Darío incluyó ese texto escrito en 1891. Silva reconoció como suyo el poema en cuestión en su correspondencia privada y en diversas notas periodísticas de ese mismo año 1894, permitiéndonos, de paso, entender que en imitación satírica de los imitadores de Darío (y no del original) acuñaba el término rubendariacos. En carta a Baldomero Sanín Cano desde Caracas, el 7 de octubre de 1894, escribía Silva a su amigo:

Su previsión respecto de lectura literaria y científica resultó en parte exacta. Priva el gusto bizantino (de los que creen que Bizancio era una cosa de comer) y Arturo A. Ambrogi, Pedro Pablo Figueroa, Ernesto O. Palacios, Abraham Z. López Penha van en la primera página de los diarios, ¡tan campantes! De Rubendariacos, imitadores de Catule Mendés como cuentista, etc., de críticos al modo G. pero que no han estado en Europa, y de pensadores que escriben frases que se pueden volver como calcetines y quedan lo mismo de profundas están llenos el diarismo y las revistas. En cuanto a la poesía lo haría a usted feliz si tuviera tiempo de copiarle algunas muestras. Y lo más curioso de todo es que en conjunto la producción literaria tiene como sello la imitación de alguien (inevitablemente) y que si usted tiene la paciencia de leer no encuentra una sola línea, una sola página, vividas, sentidas o pensadas. Hojarasca y más hojarasca, palabras y palabras, como decía el melancólico príncipe [...] La razón salta a la vista: cultivo científico y lectura de los grandes maestros, 000; vida interior y, por consiguiente, necesidad de formas personales, 000; atención siquiera al espectáculo de la vida, ¡cero partido por cero! Unas imaginaciones de mariposas, una vida epidérmica.

(Silva, 2015)



Parece claro que para significar que en esos imitadores no se palpaba ni arte, ni poesía, ni música, ni otro mérito que el de la «vida epidérmica» y la «hojarasca» de palabrería, había escrito Silva su poema burlón y había acuñado, para definirlos, el término de rubendariacos, que se propagó a la velocidad del chisme. La popularidad que enseguida alcanzó hizo que la «Sinfonía» de Silva fuera profusamente reproducida en la prensa continental, a veces con errores en la atribución de su autoría, lo que condujo a nuestro autor a este reclamo cortés que se publicó con el título «Un caso particular» en El Telegrama el 9 de julio de 1894 y en El Heraldo tres días más tarde:

Señor Director:

En La Neblina correspondiente al 26 de mayo, periódico literario que ve la luz en Lima, aparece un artículo titulado «Rubendariacas» en el cual se reproduce, apropiándosela, la donosa y ya popular poesía de uno de los ingenios de esta corte, que publicó no hace mucho tiempo uno de los periódicos de esta capital, y que principia: «Rítmica Reina Lírica» [...] Reclamamos, pues, esta intencionada poesía, protesta espiritual y enérgica contra el desborde de ciertas musas enfermizas, y sobre todo contra la imitación de este estado morboso que amenaza invadirnos con grotesco, novísimo gongorismo fin de siécle.

(cit. en Santos Molano, 1992, 773).



Creo que Silva vio tempranamente una distorsión del espíritu y del estilo modernistas en los malos imitadores del ya célebre entonces Rubén Darío, o en quienes seguían lo que creyeron una «moda epidérmica» de la época, sin realmente haber vivido, sentido o pensado ni una página. Él mismo se queja de que, sólo en Cartagena, ha encontrado «veinte o treinta» de los que confirmaban su rechazo formal y temático a la modalidad preciosista, exótica y superficial del (mal) modernismo: ese «gusto bizantino, de los que creen que Bizancio era una cosa de comer», como metaforizó en su carta a Sanín Cano.

El caso es que su burlona sinfonía se reprodujo enseguida en muchas otras publicaciones y se colocó a la cabeza continental de una polémica antimodernista de dimensiones transatlánticas avivada por los ambivalentes elogios para el Darío de Azul de Juan Valera -cuyas Cartas americanas aparecieron por entregas en La Nación de Buenos Aires- y también, decididamente, por los numerosos Paliques y Folletos antimodernistas de Leopoldo Alas «Clarín», que contribuyeron a crear ese ambiente receptivo desde mucho antes del breve insulto generalizado de 1900 en Madrid cómico contra «esos efebos de las malas lecturas azules [...], esos nelumbis y crisantemos poéticos, jóvenes nenúfares y memo-liliales». Ya desde 1887 Clarín venía criticando reiteradamente a «la turbamulta de los simbolistas» y sus «extravíos», cargando contra sus «dotes para la incoherencia lógica» o para hacer que la llamada retórica nueva se ofreciera «con apariencia de charada, logogrifo y laberinto poético», y especialmente contra «la pose, la servil imitación, el descaro y la falta de respeto» a las jerarquías que él decía reverenciar. José María Martínez Cachero ha documentado detalladamente esa faceta crítica del autor español en sus trabajos «La actitud anti-modernista del crítico Clarín» (1983) y «Todos contra el Modernismo» (1989), Alfonso García Morales (1992) y Jorge Campos (1957) han exhumado otros curiosos testimonios, y Alberto Acereda ha subrayado acertadamente que «tras las distintas modulaciones de oposición al Modernismo y a Darío, el vasto corpus de paradigmas textuales y las variadas zonas o regiones culturales hispanoamericanas en que se produjo, hay una suma de componentes artísticos, sociales, religiosos, económicos y aun ideológicos» que ayudan a aclarar «el enmarañado edificio cultural e ideológico que supuso el Modernismo como actitud ante la vida y el arte» (Acereda, 2005, 183).

Esa actitud ante la vida y el arte había convertido ya al propio Silva, como sabemos, en objeto de elogios encendidos o críticas biliosas, y en sus Notas literarias para El Telegrama (1891) pudo escribir, tal vez a modo de autodefensa: «La gente nueva que ha alzado el pendón de la reforma literaria con el lema simbolismo, decadentismo, impresionismo y demás vocablos insidiosos tiene más talento del que uno se figura, y tanta importancia que no hay revista literaria de alguna significación que no se haya acordado de ellos, siquiera para escarnecerlos. Toda innovación es vulnerable por el lado ridículo; pero la mofa no le hace mal» (Silva, 1998, 98-99). Con esa intención había escrito también el cuento paródico La Torre de Marfil, publicado en El Telegrama en marzo de ese mismo 1894, dedicado «A don Enrique Gómez Carrillo», el entonces ya desatado y teatral esteta guatemalteco, y como pulla contra quienes proclamaban los beneficios para la creación literaria de que los escritores se encerraran en su torre de marfil.

Las críticas de Silva contra el rubendarismo vacuo no eran las primeras ni las únicas tampoco en Colombia, donde hubo algo así como una postura antimodernista corporativa por parte de la Academia Colombiana de la Lengua, con frecuentes dardos procedentes del grupo de los fundadores, literatos-humanistas con una decidida orientación clasicista. Y también entre los escritores antiacadémicos se celebró ruidosamente la paródica sinfonía de Silva: el notable escritor satírico y periodista Francisco de Paula Carrasquilla publicó en El Heraldo el 3 de julio de 1894 el artículo titulado «Colibríes decadentes», donde escribía lo siguiente:

En uno de sus números recientes leí regocijado un artículo y unos versos, muy ingeniosos el uno y los otros, que son una donosa burla de los «colibríes decadentes». Me parece que ya es tiempo de acometer sin piedad a esa plaga de escritores y poetas extravagantes, locos y ridículos que está infestando la literatura y que se propaga lastimosamente, como todo lo malo. Es obra sana y trascendental, y su periódico, que de tan legítima autoridad goza, debe persistir en ella. En Colombia es donde menos daño hace esa escuela insensata, y donde menos prosélitos conquista porque aquí encuentra una cultura y buen gusto que le disputan la entrada. Pero en otras partes el tal decadentismo «rubendariaco» medra que da grima.

(cit. en Santos Molano, 1992, 773-774)



El revuelo levantado condujo a Silva a ofrecer más de una explicación cortés sobre su «intencionada poesía». La primera la había dado en su artículo ya citado para El Telegrama («Un caso particular») y la segunda apareció poco después, en el volumen dedicado a una selección de textos de Rubén Darío en la Biblioteca Popular Colombiana. Su director, Jorge Roa, con criterio irónico, destinó a Silva el volumen y le pidió que escribiera la correspondiente «Noticia biográfica y literaria». El prologuista escribió un sintético panorama de los orígenes del Modernismo y, al desembocar en Darío, «talento original -escribió-, poeta enamorado de la forma, rico en imágenes brillantes, músico y pintor con las palabras de cualidades extraordinarias», añadió:

Como escritor original, Darío tiene desgraciadamente imitadores que le son no poco perjudiciales; de ahí que se hayan dejado oír entre nosotros algunas burlas contra los pichones decadentes que en mal estilo y peor castellano, sin poesía, sin arte, pretenden seguir las huellas del poeta nicaragüense, copiándole, por supuesto, los defectos, y en manera alguna sus grandes condiciones, hijas todas del ingenio con que lo dotó la naturaleza y de la educación ática que se dio a sí mismo.

(Silva, 1998, 155)



Pero lo interesante es que la supuesta condición anti-Darío de Silva contaminó incluso la recepción de una de sus más conocidas elegías personales de alcance universal, el «Nocturno» «Una noche...»: un poema sobrecogedor en su asunto, en su ambiente espectral, en lo solemne de su cadencia, en la belleza amarga del mágico encuentro entre dos sombras amantes separadas por la muerte, que ha tenido la fortuna de convertirse, no sólo en un clásico de obligada presencia en las antologías y en cuantos estudios se han publicado sobre Silva, sino además en poderosa sombra larga que ha llegado a eclipsar otras facetas de su obra5.

Su publicación en Lectura Para Todos de Cartagena (en agosto de 1894), e inmediatamente después en El Telegrama de Bogotá y Cosmópolis de Caracas, también causó conmoción. Su extraña factura fue recibida con entusiasmo por unos, con sorna por otros, y mórbidamente por aquellos que creyeron ver en su argumento la confirmación de los rumores sobre el desmedido amor del poeta por su hermana Elvira, trágicamente muerta poco antes de la composición del poema. Los notables efectos rítmicos del «Nocturno» y su forma elástica, basada en una cláusula rítmica fija desplegada en un espléndido ejercicio de polimetría y un amplio repertorio acentual, admiró o desconcertó a sus lectores y «levantó una tormenta de dimes y diretes»: «Los inteligentes se deslumbraron con este poema de extraña factura, y los no inteligentes o no enterados rieron burlones, creyendo que era una nueva parodia rubendariaca, o criticando que en un poema se repitieran tantas veces los mismos versos» (Santos Molano, 1992, 796). En los cenáculos literarios de Bogotá y de Caracas fue objeto de encendidas discusiones entre quienes lo acogieron como una revelación y las sensibilidades más acostumbradas a las melodías del Romanticismo, que lo calificaron como una extravagancia, como «un ultraje a la métrica» e incluso como «la obra de un loco» (ibídem). Abundaron las imitaciones de sus novedades rítmicas, cuyas reminiscencias aparecerían reiteradamente en composiciones posteriores de otros poetas modernistas, pero ese ultraje a la métrica produjo también abundantes parodias, tan obvias como corrosivas, la más lograda de las cuales aparece en la novela Pax (1907) de Lorenzo Marroquín y José María Rivas Groot, como parte de la caricatura de Silva que incluyeron los autores en su trama.

La situación se repitió cuando el poema circuló fuera de América, casi al mismo tiempo que la noticia de la muerte de su autor: «En 1897 se conoció esta poesía en los círculos literarios de Madrid -recordó Francisco Villaespesa, uno de los poetas españoles que, junto con Juan Ramón Jiménez, primero conoció e imitó el "Nocturno" de Silva-, y ya podréis imaginaros el escándalo y la estupefacción que produjo. Los pocos cabellos que quedaban en las calvas académicas se erizaron de espanto, y los jóvenes aprendices de académicos la descuartizaron entre burlas y risas en las mesas de los cafés y en la cacharrería del Ateneo. Pero una falange de espíritus inquietos y rebeldes que irrumpía entonces en las letras españolas con toda la osadía de su adolescencia [en la que el autor incluye, además de a sí mismo, a Juan Ramón, Eduardo Marquina, Antonio y Manuel Machado, y Emilio Carrere] encontró en esa poesía de Silva la verdadera orientación de su camino» (Villaespesa, 1923, 169). El resultado fue que el nombre de Silva, ligado al Nocturno, adquirió resonancia internacional como el del creador de nuevas formas para la prosodia y la métrica españolas, y, a la vez, como furibundo antidariano.

El «Nocturno» era también (o sobre todo) la realización más acabada de aquel poema ideal esbozado en «Un poema», el texto que inicia en la trayectoria del autor la labor trascendental de elaborar no sólo una poesía nueva, sino una poética de la misma, que se proponía en el texto insistiendo en la idea de que el poeta, receptor y transmisor de misteriosas comunicaciones, de «vagas sugestiones», de los sentimientos más delicados y sutiles, de «sensaciones raras», debe seleccionar y trabajar minuciosamente sus materiales con una fusión de las artes de claro signo finisecular y con la «música extraña» y las «delicadas matizaciones» que logran la aliteración, la sinestesia, la sugestión y las correspondencias, en el sentido que les diera Baudelaire. Sin embargo, el texto desató cruces de acusaciones y animó a algunos admiradores colombianos de Rubén Darío (y enemigos de Silva) a remitirle cartas provocadoras en que lo invitaban a tomar venganza por esa presunta nueva burla rubendariaca.

Alguien que se encubría con el seudónimo de Carmen Granados (¿Antonio José Restrepo?), el mismo 2 de enero en que apareció el Nocturno en El Telegrama, le despachó a Darío una misiva venenosa:

Amado maestro:

El Telegrama de hoy trae unos versos por demás cursis y sosos, firmados por aquel cruelísimo [sic] crítico que se ha permitido burlarse, sin comprenderlo, del estilo inspirado y hermoso que usa la escuela de la cual lleva usted el áureo cetro.

Una revista de la ciudad amurallada, que cantó el insigne Heredia y a la cual usted le dedicó una de sus más luminosas páginas, fue la primera en acoger esos malos versos, salidos de la pluma de Silva, de esa pluma que osó destruir nuestras aspiraciones y nuestros ideales. Quiera el cielo que usted se apoye en esa disparatada composición para hacer su defensa y para confundir a su envidioso detractor, quien se encuentra orgulloso por el inexplicable éxito que ha obtenido su venosina obra.

(cit. en Santos Molano, 1992, 796)



Y seis días después, Manuel María Mallarino, enmascarado como El Sátiro Fotos, le mandó a Darío otra carta, malintencionada como la anterior, acompañada de una copia del «Nocturno» de Silva:

Simpático Rubén: mucho me indignó la mofa que hizo a usted y a su escuela un tipo de esta ciudad, en unos versos que publicó El Heraldo y que ha reproducido la prensa de Sur América. Supongo que no habrá olvidado usted todo eso del «paje abril, rubio y sutil» y aquel título de «rubendariacos» que se aplica a Ambrogi y demás embadurnadores de la laya. Es bueno que sepa que aquel crítico-poeta, que se ocultó bajo un seudónimo, es José Asunción Silva, actual encargado de la Legación de Colombia en Caracas, en su calidad de Secretario de dicha Legación. Le adjunto una composición de Silva de factura extravagante y de idea ajena a fin de que usted se saque el clavo, como decimos por aquí, «ojo por ojo y diente por diente» como se acostumbra en cierta parte. Es conveniente que usted no olvide el inmenso mal que le han hecho a su reputación literaria y que sepa que, aun cuando se le admira, se recibe como ofensa el ser tachado de «rubendariaco»: consulte el punto con su imitador y amigo López Penha, quien ha declarado que seguirá por un rumbo nuevo.

La venganza es el placer de los dioses; el cerebro del continente espera que Darío, orgullo de América, castigará a su enano rival. ¡Arriba Rubén! Ha llegado el caso de confundir a un detractor mas rubendariaco que el mismo Darío, Bogotá y la América esperan. ¡Sí! ¡Vendetta!

Salud y que te diviertas.

Tu admirador

El Sátiro Fotos.

P. S. Te remito otra burla, desprendida de la primera, que te hace el que confecciona los avisos de la Lotería de Cundinamarca.

(cit. en Santos Molano, 1992, 797-798)



La última «burla» a que se refiere Mallarino es el poema de Silva «Acuarelas»6, de donde tomó el nombre de El Sátiro Fotos (una especie de fauno moderno que Silva inventó para denominar al incipiente fotógrafo callejero) para firmar su carta. Uno -no «el que»- de los que confeccionaron los anuncios de la Lotería en Colombia fue José Asunción Silva, que no habría resistido la tentación de dar un guiño cómplice al dedicar «A Rubén Darío» ese poema-anuncio publicado en El Correo Nacional (julio de 1894) y en Los Hechos (diciembre de ese mismo año), en ambos casos como parte de una campaña de publicidad para promover las ventas de la recién inuagurada Lotería de Cundinamarca. El título mordaz de «Acuarelas» seguramente hacía referencia no a las de Darío, sino a algunas de aquellas «Acuarelas» rubendaríacas de, precisamente, Abraham López Penha, «su imitador y amigo», que publicó El Telegrama en 1983 (puede verse en Santos Molano, 1992, 771) y sobre las que Silva sí había satirizado en su «Sinfonía color de fresas en leche».

En cualquier caso, hasta donde sé, a Rubén Darío no le molestaron las críticas rubendariacas de Silva: tal vez captó en seguida la mixtificación de que se pretendía hacerle objeto y, como se sabe, no entró en el juego, quizá por ser el más satisfecho con la burla a sus malos imitadores; y la guerra entre los dos poetas nunca existió. Pero Batallas como éstas bien pueden ilustrar lo que conllevó en Colombia la implantación del Modernismo: «La lucha entre una generación de artistas que entendieron el ejercicio poético asistido por los estímulos de la sensibilidad, la inteligencia y el rigor, y los improvisadores que la precedieron -explica Fernando Charry Lara-. En otros países hispanoamericanos, la actitud modernista no implicó un cambio tan importante por no existir en ellos la combinación de fuerzas que pudiese, desde orígenes diferentes, ofrecer tan tenaz resistencia: en una orilla algunos pensaban que las letras auténticamente representativas de lo nuestro eran las que mostraban la inspiración romántico-popular de Julio Flórez; en la otra, Miguel Antonio Caro y los humanistas sólo creían en la antigüedad clásica y en la herencia española» (Charry Lara, 1998).

Todavía está por escribirse la historia completa del antimodernismo, una que rescate todos sus textos y autores, a uno y otro lado del Océano. Resultaría inabarcable, quizá, cubrir todas sus variantes y expresiones regionales y locales. Pero sirvan estas páginas sobre el periodismo, la publicidad y las polémicas finiseculares de Silva para aportar algo más al conocimiento de lo que significó la irrupción del Modernismo como configuración artística, literaria e ideológica; como novedosa actitud general ante la vida y el arte.

Bibliografía

  • ACEREDA, Alberto, 2005, «El acecho antidariano. Ataques y deformaciones en torno a Rubén Darío», Hispanic Journal, vol. 26, núm. 1/2, pp. 183-197.
  • ARCINIEGAS, Germán, 1990, «Liminar. Silva nocturno», en Obra Completa, ed. crítica coordinada por Héctor H. Orjuela, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Colección Archivos), pp. XIII-XXIII.
  • BECKMAN, Ericka, 2009, «Sujetos insolventes: José Asunción Silva y la economía transatlántica del lujo», Revista Iberoamericana, vol. LXXV, núm. 228, pp. 757-772.
  • CAMACHO GUIZADO, Eduardo, 1990, «Silva ante el modernismo», en Obra Completa, ed. de Héctor H. Orjuela, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Colección Archivos), pp. 411-422.
  • CAMPOS, Jorge, 1957, «Cuando Juan Ramón empezaba. La crítica burlesca contra el modernismo», Ínsula, núm. 128-129, pp. 9 y 21.
  • CANO GAVIRIA, Ricardo, 1990, Mímesis y Pacto biográfico en Algunas Prosas de Silva y en De Sobremesa, en Biblioteca digital El libro total, disponible en <http://www.ellibrototal.com/ltotal/?t=1&amp;d=261>.
  • CANO GAVIRIA, Ricardo, 1992, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra, Caracas, Monte Ávila.
  • CANO GAVIRIA, Ricardo, 1996, «El primer moderno», Quimera, núm. 148, pp. 25-35.
  • CAPARROSO, Carlos Arturo, 1961, «Silva, precursor del Modernismo», en su Dos ciclos de lirismo colombiano, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo.
  • CARRANZA, María Mercedes, 1996, «Silva y el modernismo», prólogo a José Asunción Silva, Obra poética, Madrid, Hiperión.
  • COBO BORDA, Juan Gustavo (comp.), 1997, Leyendo a Silva, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo.
  • CORREA RAMÓN, Amelina, 2002, «Nuevos asedios antimodernistas. Relación discurso-poder en Historia crítica del modernismo», Revue Romane, vol. 37, núm. 1, pp. 87-104.
  • CHARRY LARA, Fernando, 1998, «Prólogo» a Antología de la poesía colombiana, Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de la República. Ed. digital de la de la Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango del Banco de la República (www.banrep.gov.co/blaavirtual).
  • GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel, 1996, «En busca del Silva perdido», Prólogo a José Asunción Silva, De sobremesa, Madrid, Hiperión, pp. 7-27.
  • GARCÍA MORALES, Alfonso, 1992, Literatura y pensamiento hispánico de fin de siglo: Clarín y Rodó, Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla.
  • GARCÍA MORALES, Alfonso, 1996, «Construyendo el modernismo hispanoamericano: un discurso y una antología de Carlos Romagosa», Anales de literatura hispanoamericana, núm. 25, pp. 144-170.
  • GARCÍA PRADA, Carlos, 1960, «¿Silva contra Darío?», Hispania, XLIII, núm. 2, pp. 176-83.
  • IBARRA, Fernando, 1973, «Clarín y Rubén Darío: historia de una incomprensión», Hispanic Review, XLI, núm. 3, pp. 524-540.
  • JARAMILLO ZULUAGA, José Eduardo, 1993, «Tres biografías de Silva», Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. 30, núm. 32, pp. 114-120.
  • JIMÉNEZ PANESSO, David, 1994, Fin de siglo. decadencia y modernidad, Santafé de Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura.
  • LOZANO, Carlos, 1965, «Parodia y sátira en el Modernismo», Cuadernos Americanos, CLXI, núm. 4, pp. 180-200.
  • MCGRADY, Donald, 1969, «Crítica ligera: una prosa olvidada de José Asunción Silva», Thesaurus, tomo XXIV, núm. 1, pp. 23-36.
  • MARTÍNEZ CACHERO, José María, 1983, «La actitud anti-modernista del crítico Clarín», Anales de Literatura Española, núm. 2, pp. 383-398.
  • MARTÍNEZ CACHERO, José María, 1988, «Todos contra el Modernismo», en Modernismo hispánico. Primeras jornadas, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, pp. 391-398.
  • MATAIX, Remedios, 2003, «La escritura (casi) invisible. Narradoras hispanoamericanas del siglo XIX», Anales de Literatura Española, núm. 16, pp. 5-150.
  • MATAIX, Remedios, 2006, «Introducción» a José Asunción Silva, Poesía y De sobremesa, Madrid, Cátedra, pp. 9-172.
  • MAYA, Rafael, 1961, Los orígenes del Modernismo en Colombia, Bogotá, Biblioteca de Autores Contemporáneos.
  • ONÍS, Federico de, 1934, «Introducción» a su Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932), Madrid, Centro de Estudios Históricos, pp. VII-XXV.
  • ORJUELA, Héctor, 1991, La búsqueda de lo imposible. Biografía de José Asunción Silva, Bogotá, Kelly.
  • RIVAS GROOT, José María y MARROQUÍN, Lorenzo, 1907, Pax. Cito por la edición digital de la Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango del Banco de la República (www.banrep.gov.co/blaavirtual).
  • ROMAGOSA, Carlos (comp.), 1897, Joyas poéticas americanas: colección de poesías escogidas originales de autores nacidos en América, Córdoba (Argentina), Imprenta La Minerva, disponible en <http://www.cervantesvirtual.com/portales/asuncion_silva/su_obra_poesia/>.
  • SANTOS MOLANO, Enrique, 1981, «José Asunción Silva: el periodista desconocido», Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. 18, núm. 2, pp. 79-86.
  • SANTOS MOLANO, Enrique, 1992, El corazón del poeta. Los sucesos reveladores de la vida y la verdad inesperada de la muerte de José Asunción Silva, Bogotá, Nuevo Rumbo Editores.
  • SANTOS MOLANO, Enrique, 2014, «Cuatro páginas desconocidas de José Asunción Silva», Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. 20, núm. 2, pp. 52-69.
  • SEFAMÍ, Jacobo, 2000, «Neobarrocos y neomodernistas en la poesía latinoamericana», Actas del XIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, vol. 3, pp. 420-427.
  • SILVA, José Asunción, 1990, Obra Completa, ed. de Héctor H. Orjuela, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Colección Archivos).
  • SILVA, José Asunción, 1996, Cartas (1881-1896), comp. de Fernando Vallejo, apéndice de Enrique Santos Molano, Ediciones Casa Silva, Bogotá.
  • SILVA, José Asunción, 1998, Páginas nuevas. Textos atribuidos a José Asunción Silva, comp. de Enrique Santos Molano, Bogotá, Planeta.
  • SILVA, José Asunción, 2006, Poesía y De sobremesa, edición crítica de Remedios Mataix, Madrid, Cátedra.
  • SILVA, José Asunción, 2016, Biblioteca de Autor José Asunción Silva, dirección, compilación y edición de Remedios Mataix, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, disponible en <http://www.cervantesvirtual.com/portales/asuncion_silva/>.
  • UNAMUNO, Miguel de, 1908, «José Asunción Silva», Prólogo a José Asunción Silva, Poesías, Barcelona, Imprenta de Pedro Ortega, 1908.
  • VALERA, Juan, 1958, Cartas americanas, en Obras completas, vol. III, Madrid, Aguilar, pp. 211-312.
  • VALLEJO, Fernando, 1995, Chapolas negras. Biografía de José Asunción Silva, Bogotá, Alfaguara.
  • VÁZQUEZ-ZAWADZKI, Carlos, 2001, «José Asunción Silva: gotas amargas de la ciudad letrada», Cartografías Culturales, Bogotá, Ediciones Dadá.
  • VILLAESPESA, Francisco, 1923, «Algunas palabras sobre el Nocturno de José Asunción Silva y su influencia en la lírica española», en Santa Fe y Bogotá, vol. I, pp. 165-171.
  • VILLANUEVA COLLADO, Alfredo, 1984, «José Asunción Silva y la idea de modernidad», Inti. Revista de literatura hispánica, núm. 20, s/n.
  • VV. AA., 1996, Silva, su obra y su época, Memorias del congreso homónimo en celebración del Centenario del autor (1996), recogidas en la Revista Casa Silva, núm. 10.
  • WAYNE ASHMURST, Anna, 1972, «Clarín y Darío: una guerrilla literaria del modernismo», Cuadernos hispanoamericanos, núm. 260, pp. 324-330.
  • ZULETA, Ignacio, 1988, La Polémica modernista: el modernismo de mar a mar (18981907), Bogotá, Instituto Caro y Cuervo.
  • ZULETA, Rodrigo, 1997, «El poeta suicida y la ciudad culpable», Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. 34, núm. 45, pp. 113-117.
  • ZULETA, Rodrigo, 1998, «Silva revisitado», Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. 35, núm. 48, pp. 118-125.
 
Indice