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José Caicedo Rojas «El Mesonero colombiano», Juan de Dios Restrepo «El Larra colombiano» y el «Museo de cuadros y costumbres» (1866)1

M.ª de los Ángeles Ayala





A finales del siglo XIX, en su Discurso de Recepción en la Academia Colombiana (1886), José María Samper, político liberal y hombre de letras2, trazaba la trayectoria que había seguido la literatura en su país en medio de las reiteradas guerras civiles que se desencadenaron en Colombia después de que esta lograra su independencia de España. Texto especialmente significativo para nuestro trabajo, pues en él, sin desdeñar en modo alguno la propia originalidad alcanzada por la literatura colombiana a lo largo del siglo, reivindicaba la importancia que en este camino tuvo la difusión y el conocimiento de la obra de los principales autores españoles en aquellas tierras. Discurso de gran relevancia, ya que Samper, uno de los miembros más radicales del partido liberal que ascendió a la presidencia en 1849, mantuvo durante este primer periodo de su vida una clara posición crítica contra la herencia española en Hispanoamérica, a quien culpaba del estado de atraso en que se encontraba el país tras tres siglos de colonización (Cortés Guerrero 2009: 153-189). No obstante, con el transcurso del tiempo, su oposición a la península se fue atemperando, uniéndose a los intelectuales, periodistas y literatos que pretendían forjar la identidad colombiana sobre la base de la existencia de unas costumbres, unas instituciones, unas tradiciones y un legado cultural que eran las huellas evidentes de la presencia de España en aquellas tierras. De ahí que a la altura de 1886 José María Samper no tuviese reparo en señalar que, tras el periodo inmediato a la emancipación de Colombia, en el que la literatura francesa parece borrar los antiguos modelos españoles, las obras de los escritores románticos peninsulares comienzan a difundirse. Según el propio José María Samper las novedades literarias españolas llegaron a Colombia a través de Venezuela3 y París, la ciudad que centraliza el mercado editorial español hacia Hispanoamérica durante los años inmediatos al proceso de independencia de los países hispanoamericanos (Marrast 1981; Botrel 1989 y 1993; Fernández 1998)4. Samper sitúa en los años que van de 1843 a 1850 el comienzo de la llegada a Bogotá de las primeras obras de autores españoles:

«[...] y para dar una idea de su alto mérito, bastará decir que eran creaciones de Mariano José de Larra, Mesonero Romanos, Modesto Lafuente, Bretón de los Herreros, García Gutiérrez, Ángel de Saavedra, Eugenio de Ochoa, don José Zorrilla y José Espronceda; amén de numerosos escritos, ya en prosa o ya en verso, que íbamos recibiendo en menor cantidad, fruto de ingenios tan notables como Hartzenbusch, los Bermúdez de Castro, José Joaquín de Mora, don Tomás Rodríguez y Rubí, don Mariano Roca de Togores, Escosura, Pastor Díaz, Ventura de la Vega, Baralt, García y Tassara, doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, doña Cecilia Böhl y otros poetas o escritores contemporáneos».


(1886: 177)                


Autores y obras leídas en época de juventud que influyeron decisivamente en aquellos escritores que contribuyeron al despertar de la literatura colombiana. Samper a lo largo del Discurso, de ahí su interés, señala los autores colombianos que van abriéndose hueco en las distintas manifestaciones y géneros literarios, autores que él relaciona con el influjo específico de modelos españoles, sin omitir en alguna obra concreta la huella de la literatura francesa. Nos detendremos, en esta ocasión, en destacar el desarrollo del artículo de costumbres, una modalidad que se aviene, según apostilla Samper, con el espíritu observador, el aticismo, la agudeza y el talento descriptivo propio de los bogotanos. Entre los más notables escritores de costumbres nacionales destaca, entre otros, a Juan Francisco Ortiz, Rufino Cuervo, José Manuel Groot, José Caicedo y Rojas, Ulpiano González, Eugenio Díaz, Rafael Eliseo Santander, José Ángel Gaitán, Juan de Dios Restrepo, Vergara y Vergara, Manuel Pombo, Ricardo Silva, David Guarín, autores, especialmente los últimos cinco mencionados, en los que se puede afirmar con seguridad «la influencia de los escritos de Larra, Mesonero y Lafuente, sostenida muchos años después, y con muy distintos estilos, por don Antonio de Trueba, Selgas y Carrasco, don Pedro A. de Alarcón, don José M.ª de Pereda y otros escritores españoles que aquí han alcanzado mucho auge» (1886: 178).

La mayor parte de los escritores colombianos mencionados participó en la conocida tertulia de El Mosaico, una reunión de literatos de la que nacerá una revista del mismo nombre en 1858 y cuya vida se dilata hasta 18725. Se trata de una de las más prestigiosas revistas culturales de mediados de siglo que tuvo la virtud de reunir, sin distinción de color político e ideología, a un extraordinario número de hombres de letras que pretendían estimular el decaído ambiente cultural bogotano y fomentar la literatura nacional (Walde 2007). Así, al lado de liberales destacados como Rafael Elisio Santander o el propio José María Samper, aparecen los nombres de escritores inclinados hacia el conservadurismo, como José María Vergara y Vergara, José Manuel Marroquín, José David Guarín, José Joaquín Borda y Ricardo Carrasquilla, grupo que asumió la dirección de la revista (Gordillo Restrepo 2003: 28)6. El propósito de la revista parece claro a tenor de los principales temas presentes en ella: artículos de costumbres y trabajos de carácter histórico sobre sus moradores y sus principales gestas7. Es evidente que lo que pretendían era la construcción de una imagen nacional, apoyada en la descripción de tipos, costumbres, tradiciones, lugares, historia... que la revista, dada su amplia red de distribución, hacía llegar a todos los rincones y regiones de la fragmentada Colombia. La literatura nacional fue la predilecta de El Mosaico, publicándose en sus páginas, de manera sistemática, obras de autores colombianos pertenecientes tanto a la época colonial como al momento presente, evitando las traducciones y potenciando, por ende, el castellano como lengua de cultura8, una forma de contestación al influjo de la cultura francesa e inglesa. Es de resaltar, tal como ha señalado Gordillo (2003), que la presencia de autores españoles en sus páginas contrasta con la ausencia de escritores extranjeros pertenecientes a la órbita francófona o anglosajona, al igual que la escasa participación de autores hispanoamericanos en la revista, pues sólo los ecuatorianos Julio Zaldumbide y Juan León Mera colaboran en ella. Por el contrario, destaca la difusión de escritores peninsulares:

«Antonio de Trueba y Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber), junto a José Joaquín de Mora fueron de lejos los peninsulares y los extranjeros más publicados, sus novelas aparecían por entregas todas las semanas, Pero escritores españoles hubo bastantes, José Zorrilla, Campoamor, Gabriel García Tassara, Selgas y Carrasco y el duque de Rivas se cuentan entre otros muchos»9.


(Gordillo 2003: 35)                


De esta revista que pretendía forjar el imaginario colombiano, sin desdeñar el ascendiente español, nace la primera colección costumbrista publicada en Colombia, El Museo de artículos de costumbres (1866)10, un proyecto dilatado por espacio de seis años que, en un primer momento, iba a recibir el título de Los granadinos pintados por sí mismos, siguiendo la estela de la primera colección costumbrista peninsular -Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844)- y las publicadas en el conteniente americano: Los cubanos pintados por sí mismos (1852) y Los mexicanos pintados por sí mismos (1854). Posteriormente, se pensó en Los colombianos pintados por sí mismos, nombre que se rechaza, arguyendo que el baile de nombres y extensión sufrido a lo largo del siglo por la actual Colombia podría inducir a equívocos a los lectores europeos, pues «nadie podría quitarles de la cabeza que la obra contenía descripción de las costumbres de los venezolanos y de los ecuatorianos juntamente con las de los que éramos neo y ahora somos ex granadinos» (1973: 9)11 tal como se señala en el Prólogo. Afirmación que pone de manifiesto que la colección se proyecta atendiendo a dos tipos de lectores ideales; por un lado, hacia los propios colombianos con la intención de crear lazos afectivos entre ellos. Por otro, ofreciendo a los lectores europeos, que tan atrasados están «en cuanto a nuestra historia y nuestra geografía» (1973: 8), la imagen real de la Colombia de aquellos momentos.

El Museo de artículos de costumbres se nutre, a diferencia de las colecciones anteriormente citadas, de artículos escritos y publicados con anterioridad a su inclusión en la colección, rompiendo la regla general de las demás colecciones costumbristas, pues, habitualmente, sus directores eran los encargados de solicitar a los escritores invitados a participar en las mismas la pintura de un tipo o escena. Los editores de la colección colombiana señalan en el Prólogo que, para su configuración, se procedió a la búsqueda de artículos publicados en los principales periódicos de aquellos años, escogiendo «aquellas piezas que, leídas, cuando estaban recién publicadas, habían dejado en el ánimo una impresión agradable; excluyendo aquellas que en los periódicos que hemos hojeado se han ofrecido a nuestra vista, siempre que nos han parecido de escaso mérito» (1973: 9-10). Afirmación que no implica, en absoluto, la inexistencia de otros excelentes trabajos en la prensa periódica, unos artículos de costumbres que se irán recopilando y apareciendo en volúmenes sucesivos. En el citado Prólogo también se señala que, aunque el grueso de las colaboraciones son cuadros de costumbres, también se han incluido artículos descriptivos de lugares, con el fin de «dar a los que no nos conocen alguna idea de lo que somos y de lo que hemos sido» (1973: 9). Contenido que a partir del II tomo se ampliará, pues los editores se proponen introducir, de forma ocasional, novelas de costumbres y algunas piezas históricas, biográficas y dramáticas de cortas dimensiones, de ahí que a partir del mencionado II tomo la colección aparezca con el título de Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes.

En el presente trabajo nos centraremos en las colaboraciones de dos destacados costumbristas colombianos José Caicedo Rojas y Juan de Dios Restrepo, calificados en algunas de las más clásicas historias de la literatura como los Mesonero y Larra colombianos (Díez Echarri y Roca Franquesa 1962: 918; Saz 1968, IV: 497), calificativos que aluden a su labor de observación y plasmación de la idiosincrasia propia de la sociedad colombiana, una observación donde se aúna la gracia en la expresión con la mirada nostálgica y benevolente, en un caso y crítica, en otro. Las colaboraciones del primer escritor mencionado, José Caicedo Rojas12, en el Museo de artículos de costumbres se reducen a una serie de cuatro artículos de costumbres entre los que se encuentran los más destacados del autor13. En ellos se manifiesta, por un lado, su profundo amor a su patria; por otro, su intención de describir y resaltar los elementos más autóctonos de la sociedad colombiana, aunque el escritor sea consciente y lamente el primitivismo y atraso en que se encuentra en este momento histórico. Así, en el titulado El tiple, José Caicedo se propone la descripción minuciosa de los instrumentos, sones y bailes característicos de Colombia. Su condición de músico le permite llevar a cabo tanto la descripción física del tiple o bandola, como de los ritmos y movimientos propios de los bailes populares, tales como el torbellino, bambuco, caña, entre otros. Instrumentos, bailes, cantos y trajes regionales que surgen a raíz del asentamiento de los españoles en aquellas regiones, sin haber logrado la perfección de la guitarra española o la gracia y donaire de los fandangos o boleros peninsulares. Así, por ejemplo, señala que «nuestro tiple es una degeneración informe de la vihuela; un vestigio de las antiguas costumbres peninsulares mal aclimatadas en nuestro suelo, vestidas casi siempre con el traje indígena y caracterizadas con el sello agreste de nuestra América» (1866, I: 35-36). Aun así, a pesar de su primitivismo y rudeza, Caicedo identifica los cantos entonados al son de un tiple con la «poesía verdaderamente nacional, por su sencillez, por sus conceptos finos a veces, y por el sentimiento que encierran muchas de esas cuartetas» (1866, I: 36). El escritor concluye señalando que es en esos cantos, improvisados en su mayor parte, donde se debe buscar la verdadera poesía nacional y el genio de su pueblo. De ahí que se comprometa a recoger en un próximo trabajo esas cantinelas para dárselas a sus lectores. El artículo se cierra con la inclusión de algunas de las coplas propias de los llanos de San Martín14.

El Duende en el baile es un divertido cuadro donde se describe la sociedad del quiero y no puedo. Caicedo nos hace asistir a un baile en el que ni el salón, ni los asistentes, banquete y música brillan por su elegancia, civilización y educación. Al escritor le irrita sobremanera la falta de modales, la escasa elegancia de las jóvenes a la hora de vestirse para acudir a la reunión, las disputas entre mozos, el exceso de bebida, las conversaciones acaloradas que se producen, entre otros muchos aspectos censurados en estas páginas. Como botón de muestra de su sátira reproducimos el siguiente fragmento:

«Al cabo de una hora mortal y un cuarto, concluyó la dichosa contradanza, verdadera contra danza que, contra todas las reglas del buen gusto, se componía de figuras tan arrevesadas y difíciles, que a la segunda vuelta ya todas las señoras estaban despeinadas, los broches reventados, las jaretas flojas; a una se le torcía un brazo, a la otra se le caía una peineta, a otra se le enredaban los rizos con los botones de las casacas, a otra le zafaban el zapato con los tacones. ¡Cuándo se bailará contradanzas sencillas y elegantes! Decía yo... ¡Cuándo dejarán de obligar a una joven que pase su linda cara por debajo del sobaco de un hombre, y que este se vea precisado a tocar cosas que no debiera tocar!».


(1866, I: 203-204)                


Artículo interesante también porque en él Caicedo, como el propio Mesonero Romanos o Larra, vincula el artículo de costumbres con la prensa, el medio de difusión que garantiza su lectura y que determina uno de sus caracteres más notables: su breve extensión. Caicedo comienza El Duende en el baile utilizando el verso para cambiar inmediatamente su redacción a prosa, el vehículo apropiado para la descripción de costumbres. Así, dirigiéndose a los lectores señala que «los versos son malos colores para pintar y deben hallarse pocas veces en la paleta del escritor de costumbres» (1866, I: 198). Manifestaciones que deberán ser relacionadas con las opiniones que sobre el género costumbrista nos ofrece en el Prólogo a sus Apuntes de ranchería y otros escritos escogidos, pues en él señala que los artículos de costumbres «tienen el doble objetivo de pintar y corregir los usos y manera de vivir de la sociedad moderna y contemporánea» (1945: VII-VIII). Caicedo, como el propio Mesonero (Rubio, 1994: 147-167), alude al modelo horaciano de satira castigat ridendo mores, alejándose por tanto de la concepción que algunos contemporáneos tienen de este género, convencidos de que su único fin es divertir o hacer reír al lector. Caicedo, por el contrario, concede una primordial importancia al género, ya que lo considera complemento indispensable de la historia, pues si esta da cuenta de los grandes hechos, el artículo de costumbres permite «conocer en todos sus pormenores una sociedad, un pueblo, en su modo íntimo de ser» (1945: IX)15. De ahí la importancia «de cierta clase de novelas, como las de Fielding, Walter Scott, Dumas, Fernán Caballero, y los artículos de Larra, Mesonero, Lafuente y otros críticos, que, si hacen asomar la sonrisa a los labios, por eso mismo corrigen, más fácilmente, e instruyen al lector en muchos pormenores desconocidos que no son del dominio de la Historia» (1945: IX-X).

En el tomo II se inserta un cuadro, Antiguo modo de viajar por el Quindio, sobre la forma peculiar de viajar por las montañas colombianas, pues a causa de la inexistencia de un transporte moderno los viajeros cruzan los valles y cordilleras sobre las espaldas de un fornido guía o porteador sentado en una silleta hecha de guaduas muy livianas, pero de gran consistencia. Caicedo, sin omitir los inconvenientes que nacen de esta forma primitiva de viajar, destaca la belleza del paisaje con el fin de estimular el amor a la patria.

A diferencia de los tres anteriores recogidos por Caicedo de su obra más conocida, Apuntes de ranchería, su última colaboración, Las criadas de Bogotá, no pertenece a este corpus. José Caicedo lleva a cabo una disección sobre los distintos tipos de criadas que en la actualidad se pueden observar en Bogotá, no sin antes echar una mirada nostálgica sobre las criadas antiguas, esas compañeras vitalicias de la familia, que nacían y vivían en el hogar doméstico de sus protectores, «apegadas a él como el bejuco a la encina, o como la vid al olmo» (1973, III: 120). Frente a estas han surgido diversas criadas que se diferencian entre sí por el cometido y consideración que tienen en el hogar en el que sirven. Desde su punto de vista estas distintas variantes del tipo presentan más aspectos negativos que positivos, pues en algunos casos, como la criada que sirve en una casa acomodada, trata de imitar a su señora, adquiriendo un aire distinguido y desenvuelto, rechazando determinadas tareas encomendadas por considerar que no son dignas de ser desempeñadas por ella. El segundo tipo de criada, la flotante, no se asienta por mucho tiempo en ninguna casa, incapaz de sentir cariño alguno por sus amos, motivada exclusivamente por alcanzar el mejor salario posible con el menor esfuerzo personal. La tercera y la cuarta desempeñan las tareas más pesadas y humildes, pues son las encargadas de ayudar a las cocineras y sacar la basura o desherbar la calle, respectivamente. Caicedo parece aplicar los parámetros propios de las ciencias naturales al estudio del tipo, tal como había realizado Larra en su célebre artículo Los calaveras con el fin de ofrecer una descripción exhaustiva del mismo.

La participación de Juan de Dios Restrepo16 en el Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes, como en el caso del escritor anterior, reúne algunos de sus mejores artículos de costumbres, como los titulados Mi compadre Facundo y Los pepitos17, ejemplos indiscutibles de perspicacia e intención. Isidoro Laverde Amaya en 1890 señalaba que en Juan de Dios Restrepo las aficiones literarias [...] se habían despertado «leyendo a Mesonero Romanos y a Larra. Este último, sobre todo, era su escritor favorito, y al decir de algunos amigos de intimidad, propúsose imitarlo en la forma y en el fondo» (Vélez 2008: 132). La influencia de Larra parece evidente a tenor de la lectura de estos dos artículos donde se describe con agudeza algunas costumbres de la sociedad colombiana. Mi compadre Facundo es un extenso cuadro donde nos ofrece con vigorosas pinceladas el retrato de un oriundo de Antioquía, mostrando su carácter y forma de vida. Así, pues, a través de la historia de Facundo, Juan de Dios Restrepo señala las virtudes y defectos de estos hombres que no tienen «pasiones a medias» (1866, I: 116), de manera que aquel, como D. Facundo, que no se desalienta por fracasos y obstáculos, y que, obstinadamente, trabaja sin importarle que las faenas sean de lo más humildes, tarde o temprano consigue labrarse una situación desahogada:

«El sentido práctico de los negocios y el espíritu de movilidad son también en los antioqueños rasgos distintivos. Ninguno se adhiere al lugar en que nace si allí no prospera, ni a la profesión en que se crió si estas no le ofrecen rápidas ventajas. Un individuo es alternativamente agricultor, comerciante, minero; poblaciones enteras andan vagando de Norte a Sur y de Sur a Norte, en busca de tierras más fértiles y de minas más ricas. Y esta inquietud [...] hay que atribuirla [...] al deseo febril de mejorar su condición».


(1866, I: 117)                


Si la energía y entereza de carácter son rasgos positivos del antioqueño, la vida ordinaria del mismo ofrece igualmente rasgos laudatorios, pues se casa con mujer hacendosa que atiende con diligencia las tareas domésticas, sin dejarse llevar por comodidades, extravagancias o lujos. La sobriedad preside todos los actos familiares y sólo, ocasionalmente, cuando se trata de agasajar a algún huésped, don Facundo permite algún despilfarro. La parte negativa de esta tradicional forma de vida estriba en la falta de educación de las hijas, pues, tras una larga semana realizando las tareas más ingratas del hogar, la misa y el mercado son sus únicos pasatiempos. Sociedad tradicional amenazada por esos jóvenes que, como el hijo de D. Facundo, regresan de Bogotá sin haber aprovechado los años de estudio y pretenden vivir con todo lujo de comodidades gracias al patrimonio acumulado por el esfuerzo de sus padres.

Juan de Dios Restrepo no desaprovecha la ocasión para señalar la dificultad de que las ideas democráticas lleguen a estos núcleos de población pequeños, pues el desarrollo social viene determinado por la actitud del gamoral del pueblo -D. Facundo, el cacique retratado-, el cura párroco y picapleitos, triunvirato presente en todos los pueblos de la República. Estas tres omnipresentes figuras de la estructura social se perfilan como los principales obstáculos contra los que chocan las ideas de libertad, igualdad o progreso. Frente a una población analfabeta, ellos son los transmisores de las ideas progresistas que algunos periódicos divulgan. De ahí que censuren o manipulen la información cuando ven amenazados sus intereses. De esta forma, cuando en las páginas de un periódico se aboga por la libertad de conciencia, el cura, proclama herejía y frente a la posibilidad de que el estado imponga algún tipo de impuesto directo a los hombres acomodados, el gamoral, gritará, comunismo, «con la primera de estas palabras intimidan la conciencia del ignorante vecindario; con la segunda asustan los bolsillos» (1866, I: 118). De ahí que se lamente el escritor de que la reciente Constitución democrática aprobada en Colombia, 1863, carta magna que debe regir la vida de sus ciudadanos, sea en estos momentos «un árbol hermoso sin raíces, un diamante montado al aire» (1866, I: 188).

Los pepitos constituye una mordaz censura dirigida a los jóvenes bogotanos cuya vida transcurre entre bailes, comidas, y galanteos. Nuevo tipo social que ha eclipsado al antiguo cachazo, a ese joven que se caracterizaba por sus «chistes escogidos, ocurrencias afortunadas, elegancia en el vestir, modales finos, aventuras galantes, calaveradas de buen tono» (1866, I: 252), cuya vida bohemia acababa al contraer matrimonio o desempeñar un trabajo al concluir su carrera. El pepito es un joven, no mayor de diecinueve años que, dada su alta posición social, adopta por esnobismo las posturas más extravagantes. Restrepo los describe reproduciendo la conversación que mantienen entre sí, dejando que sean ellos mismos los que evidencien sus defectos, pues llevados por las modas de este tiempo se levantan a la hora de comer y se acuestan de madrugada, se visten y comen a la francesa, leen a Dumas y Byron y conciben la vida a la manera romántica, como un fastidio que hay que remediar procurándose diversiones nuevas18. Restrepo marca las diferencias entre este modo de ser del hombre capitalino y el de los jóvenes de otros puntos geográficos de Colombia:

«Yo que venía de una provincia montañosa y atrasada, donde los muchachos se acuestan a las ocho y se levantan a las seis, y, en vez de ropa de París, visten cuácaras y chaquetas clásicas; donde no almuerzan a la francesa, ni fuman cigarros habanos, ni están gastados, ni firman pagarés, ni ajustan casamiento con mujeres sarcásticas, ni manejan oro, sino algunos realejos para comprar frutas y confites, me quedé abismado al ver a estos pepitos, preludios de hombres, tan avanzados, tan gastados, tan licenciosos y tan espléndidos».


(1866, I: 253-254)                


Para Restrepo la aparición de este nuevo tipo evidencia un cambio de mentalidad en la sociedad de enorme peligro, pues los jóvenes en vez de formarse para convertirse en ciudadanos serios, honrados y laboriosos abusan de la libertad más absoluta para «cursar galantería, correr aventuras y frecuentar fondas y garitos» (1866, I: 255). El estudiante de antaño, con el capote roto, las botas torcidas, el libro bajo el brazo y los bolsillos limpios, pero lleno de confianza en el porvenir ha desaparecido. Frente a este ya solo se ven «señoritos llenos de colgandejos, perfumados, rizados, adamados, descontando el porvenir, usando precozmente su organización, y perdiendo los mejores años de su vida en los vicios y galanteos» (1866, I: 255). Sátira que entronca con uno de los temas más repetidos en el Corpus costumbrista de este escritor: la educación frívola y descuidada que se da a los jóvenes de la época, especialmente a las mujeres, tal como se constata, entre otros muchos, en los titulados Amigos y amigas, Vanidad y desengaño, Coquetería o su célebre Una botella de brandy y otra de ginebra.

La publicación del Museo de artículos de costumbres supuso un intento serio de difundir a través de la literatura el imaginario colombiano, bien esbozando los tipos capitalinos o provincianos más representativos, bien denunciando comportamientos erróneos, destacando los elementos autóctonos o describiendo los inmejorables parajes de la geografía nacional. Los escritores colombianos se apoyaron en modelos extranjeros, especialmente en las obras de Larra y Mesonero difundidas con celeridad en esas tierras, para amalgamar una imagen literaria que ofrecer tanto a los propios colombianos que estaban embarcados en la aventura de regir sus propios destinos, como a los lectores extranjeros, desconocedores de la verdadera identidad colombiana.






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