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José Emilio Pacheco: literatura de incisión

Margo Glantz





Alguien lee sentado en un parque un anuncio del «Aviso oportuno» y en esa lectura de múltiples asuntos que, desarrollados, permitirían la elaboración de muchos relatos novelescos, se inicia otra lectura: la que impone el narrador omnividente sobre el lector, reproduciendo la polaridad sobre la que se construye el libro: «Con los dedos anular e índice entreabre la persiana metálica: en el parque donde hay un pozo cubierto por una torre de mampostería, el mismo hombre de ayer está sentado en la misma banca leyendo la misma sección, el "Aviso oportuno", del mismo periódico: El Universal». Alguien mira desde arriba, oculto tras una persiana, a otro alguien que abajo lee. La mirada del que observa al lector se unifica con la del narrador anónimo que a veces aparece en la textualidad con la designación expresa de narrador omnividente y la mirada vuelve a revertirse siguiendo las líneas de refracción más puras, reiterando el modelo de construcción del texto: juego, enigma, adivinanza planteados como diálogo entre un lector y un observador.

Juego, enigma, adivinanza que se organiza siempre desde la mirada. Novela de mirada, pues. Como toda novela, en suma, pero con un discurso intertextual que anuncia su modo de producción. Noé Jitrik definía (en una lectura sobre Morirás lejos) esta organización como «una producción que inquiere sobre su forma de producción», mirada persecutoria de hipótesis organizadas de manera semejante a la sección clasificada de los periódicos donde se amontonan noticias de todo tipo apenas integradas y distanciadas entre sí por las secciones fijas que las alojan.

La fragmentación del texto es la fragmentación de las hipótesis. Su unidad, la polaridad de las miradas. Su ordenación es la incisión. Las hipótesis siempre sugieren una duda y el intento por descifrar el enigma exige la presencia de un perseguidor, corporificado aquí simultáneamente en el narrador omnividente y en el lector que organiza los enigmas. En este sentido el libro se ordenaría según los cánones del nouveau roman en donde entrarían también en México, Los albañiles de Leñero, Farabeuf de Elizondo y Sabina de Julieta Campos; decirlo no significa empero, más que situar estas novelas en una intertextualidad, que nos devuelve por refracción a Borges, máxima intertextualidad de Latinoamérica y paradigma de la literatura occidental.


El esquema de la persecución

Morirás lejos es entonces la historia de una persecución organizada siguiendo lo que a partir de Gide se llama en la jerga literaria la mise en abyme o la puesta en abismo, antes identificada como la trama dentro de la trama, trama paralela o teatro dentro del teatro. Este sistema, también llamado de la caja china, podría sintetizarse como la loma de producción textual en donde uno de los elementos de la trama ofrece una relación de similitud con la obra que lo contiene. Esta forma es muy vieja en la literatura y uno de sus ejemplos más definidos sería Las mil y una noches; José Emilio la cita diciendo: «pues sabe que desde antes de Sherezada las ficciones son un medio de postergar la sentencia de muerto» o de anularla o de resucitar en la lectura a los cuerpos muertos. La mise en abyme aparece, como definición literaria, en los diarios de Gide en 1893:

Me interesa particularmente que en una obra de arte se encuentre traspuesto, a escala de los personajes, el tema mismo de la obra. Nada establece ni aclara mejor las proporciones del conjunto. Así en algunos cuadros de Memling o de Quentin Metzus, un pequeño espejo convexo y sombrío refleja, a su vez, el interior de la pieza donde sucede la escena pintada, también en el cuadro de Las meninas de Velázquez (pero de manera un tanto diferente). En literatura, en Hamlet, en la escena de la comedia; y además en muchos otros dramas. En Wilhelm Meister las escenas de marionetas o de fiesta en el castillo. En «La caída de la Casa de Usher», la lectura que se hace a Roderick, etcétera. Ninguno de estos ejemplos es totalmente exacto. La representación o la muestra más exacta de estos que propongo en mis Diarios estaría en mi Narciso y en La tentativa: la comparación con el procedimiento de los escudos que consiste en colocar dentro del primero otro blasón «en abismo»1.



La reconstrucción histórica de las masacres organizadas para destruir a los judíos, a lo largo de los siglos, se construye siguiendo distintos tipos de ordenación (alfabética, ordinales en varios idiomas, números romanos, números arábigos, etcétera) y de inscripciones tipográficas y, además, de títulos: Diáspora, Gross Aktion, Totenbuch, Götterdammerung. La destrucción del Templo por los romanos, la destrucción del Ghetto de Varsovia, corresponden a los dos primeros títulos y reflejan, justamente, es decir, son perfectamente especulares, pero sin tocarse: los romanos destruyen a los judíos que han organizado una resistencia y se han parapetado para defenderse de sus agresores y queman el Gran Templo de Jerusalem: los judíos del Ghetto de Varsovia se levantan y son aniquilados a sangre y fuego, suerte que también corre la sinagoga. Totenbuch es el libro de los muertos en los campos de concentración: Treblinka Maidanek, Bergen Belsen, Auschwitz. Götterdammerung es el Ocaso de los Dioses mítico e histórico. Cada una de estas divisiones textuales se enfrenta a la enumeración de las hipótesis en «Salónica», otro cuerpo narrativo del relato: el que lee (en el parque) es considerado por eme (el que mira desde la ventana) como perseguidor (aunque eme, en todas las hipótesis, haya sido siempre otro perseguidor) y el narrador omnividente va dosificando las probables identidades del personaje que lee o vigila para proyectar luego su reflejo en el que toma la persiana entre sus dedos anular e índice: eme puede ser un oficial alemán que se esconde o puede adoptar cualquiera de las identidades que las posibilidades históricas le otorguen, para destruir a su vez la identidad víctima-verdugo, perseguidor-perseguido y revertirla en cualquiera de las dos direcciones. La mise en abyme se subraya, pues semánticamente la palabra abismo convoca las nociones de profundidad, de infinito, de vértigo, de caída y los espejos pueden provocarla. Si se consulta un tratado de heráldica se subraya la especularidad: «El abismo es el corazón del escudo. Se dice que una figura está en abismo cuando aparece con otras figuras en medio del escudo, pero sin tocarlas en absoluto» (citado por Dällenbach). Todas las historias se contienen y se reflejan como en las tramas paralelísticas de los dramas isabelinos (véase La tragedia española de Kyd), subrayando con los relatos las semejanzas, las correspondencias, subrayando las identidades históricas, pero dándoles también su carácter individual. La historia de los personajes involucrados en «Salónica», personajes individuales que pudiesen ser los protagonistas de una novela tradicional, se desdibujan y acaban convirtiéndose en símbolos múltiples con lo que se colectivizan.




La persecución y la incisión

Morirás lejos relata la historia de una persecución, un intento por destruir a un pueblo a lo largo de la historia y, por ello sería la historia de un genocidio. La culpabilidad se persigue instituyendo un tribunal que organiza las hipótesis como en un caso criminal, para inquirir sobre ellas. Noé Jitrik insiste en la actividad incisoria del texto de Pacheco, texto dividido en incisos que se comunican entre sí por marcas impresas tipográficamente en el texto y, el personaje del relato hace incisiones en la pared de yeso al tiempo que se plantean las hipótesis. Una mano se imprime en el cemento fresco dejando sus huellas: la mano individual graba en la palma su destino. Una de las características fundamentales es la necesidad de inscribir algo dejando una marca definitiva, la marca que troquela a quienes han pasado por un campo de concentración, o la incisión que remonta a épocas muy lejanas, pues ya Caín va marcado y el señalamiento divino es siempre concreto. Ser señalado por Dios es volverse Jonás o Job, también Jeremías, Ezequiel o el profeta Jesús que aparece en el texto de Pacheco. En un campo de concentración llevar un número es la marca del judaísmo como lo era antes en el Ghetto llevar la Estrella de David en la solapa. La circuncisión es en sí otra forma de incisión y de diferencia, de señal.

El proceso de inquirir es en sí mismo, pleonásticamente, inquisitorial y se refiere tanto a la actividad que define a la proposición de los enigmas y sus soluciones (como en Otras inquisiciones de Borges) como al proceso que el santo tribunal de la Inquisición erigiera (o erigía) contra los herejes. En la novela este proceso inquisitorial se organiza en contra de Isaac Bar Simón o Pedro Farías de Villalobos:

A Villalobos, hombre pródigo, le debían favores todos los habitantes de Toledo, incluso el Tribunal de la Inquisición -recuerda Pacheco-. Y pasados cinco años en la Casa de Penitencia -cinco años que no fueron de torturas (prohibidas por la ley) sino de un solo continuado tormento- sus amistades consiguieron del Santo Oficio que el judaizante no muriese en la hoguera.



Las marcas de la tortura dejan incisiones en los cuerpos: «látigo sobre la espalda desnuda», «incisiones en las palmas de las manos y en las plantas de los pies», troquelamientos, etcétera. El inciso correspondiente a Villalobos es también, dentro del proceso narrativo, una de las instancias formales en que la producción inquiere sobre su forma de producción y esboza una teorización sobre el cuerpo de la novela marcando con especialidad su significación: «Algún medio permite el conocimiento innecesario de que este hombre piensa en una obra en un acto, no muy ambiciosa ni original, que podría llamarse por el lugar en que se desarrolla "Salónica"». Esta hipótesis que organiza una posibilidad más de las adivinanzas es especial en el texto porque elabora no sólo datos sobre la identidad del personaje sino sobre la estructura narrativa cambiándola o sugiriendo un cambio: la dramaturgia, es más, esta dramaturgia ha de organizarse siguiendo el patrón que ya ha marcado Shakespeare en su Hamlet. La mise en abyme se completa. El blasón se enriquece con otra incisión textual: «No, no es precisamente un dramaturgo: se trata de un escritor aficionado que al salir de la fábrica de vinagre descansa en el parque y lee el "Aviso oportuno" en busca de un trabajo menos contrario a sus intereses que le permita dedicar algunas horas a sus proyectos». La obra inquiere sobre su propio modo de producción.




Drácula y Pacheco

El libro de Pacheco sólo entraría en lo que ha dado en llamarse la literatura fantástica por la acumulación del horror y por el suspenso de la inquisición, aunque éste se anule en la clasificación. Pero entra también por la relación que mantiene con la figura de Drácula, figura, ésta sí, de la literatura fantástica y mencionada una vez en el cuerpo del relato que nos ocupa: «eme, para recordar a Fritz Lang y a una película que usted, él y yo vimos en la Alemania de 1932: M, el vampiro de Dusseldorf retrato de un criminal que muy pronto, con el ascenso de Hitler al poder, de monstruo se convertiría en paradigma».

El monstruo convertido en paradigma tiene la misma inicial del personaje M, sobre el que se inquiere en la novela, pero su diferencia se marca con una mayúscula: eme es el personaje anónimo y M el individual, en el que la monstruosidad se singulariza. La monstruosidad de Drácula radica en su capacidad de hacer incisiones con los dientes, de marcar el cuerpo de las víctimas con un punto rojo como de alfiler, pero por esa incisión efectuada en la yugular la sangre de la víctima pasa a la sangre del verdugo. Tanto Pacheco como Borges y Bram Stocker manejan una literatura obsesivamente inquisitorial, la lista de hipótesis que el narrador (Pacheco) organiza para desdibujar a eme prometiendo revelar su identidad aborta como aborta la investigación policial de Los albañiles de Vicente Leñero. «La muerte y la brújula», revela la identidad del asesino y «El jardín de senderos que se bifurcan» (ambas obras son de Borges) resulta una historia de espionaje, pero siempre a nivel de una lectura superficial del texto, la anecdótica. Las lecturas sucesivas prescinden de ese nivel y nos devuelven al plano teórico. El Drácula de Bram Stocker es una novela compuesta de fragmentos de diarios íntimos, de informes oficiales, de periódicos, de telegramas, de mensajes, de memorándums, de cartas comerciales, de notas, es, pues, un discurso fragmentario como Morirás lejos, a su vez compuesto de una historia mínima, de hipótesis sobre ella, de datos históricos sobre los judíos de la Diáspora, etcétera. Estos libros corroboran su intento por troquelar, mediante inquisiciones y torturas el cuerpo de las víctimas y el cuerpo del relato y los textos coinciden en ser indefinidos y abiertos. Drácula termina traspasado en justo castigo por haber traspasado el cuello de sus víctimas y haberlas desangrado; sin embargo, se mueve, sobrevive, resucita. Las hipótesis clasificadas alfabéticamente por Pacheco se cierran sobre el alfabeto, pero se continúan como hipótesis en tomo a una obsesión que nunca se sacia y queda siempre abierta. Los campos de concentración y la destrucción de Jerusalem por los romanos son Historia, pero esa historia sigue en Vietnam, reiterando la capacidad de olvido, la desmemoria de los hombres y de los pueblos: la personalidad de eme es hipotética, no se define, su capacidad de irradiación proyecta una interminable catalogación que transita por diversos alfabetos, pasea por distintas lenguas y deja su marca tipográfica repetitiva y variada.

La insistencia en la señal, en la marca, en la diferencia se enfrenta a otra insistencia, la de la hipótesis que en lugar de fijar, de definir, de marcar, desdibuja, desvía, indetermina. En Drácula la figura del conde es definitiva, todos hablan de él, todas las cartas y documentos que se acumulan en el espacio narrativo convergen en su figura y, sin embargo, la obsesión que marca a los personajes se enfrenta a una ausencia. Drácula existe en el texto, pero nunca habla, es más, nunca es visible, pues ni los espejos lo reflejan. El personaje eme se pierde en la clasificación alfabética que lo cataloga como un ente inesencial, anónimo, invisible: «No hay nadie tras la ventana, eme, efectivamente, murió hace más de veinte años»: eme contrasta en su anonimato con Yo, Josefo Flavio, cuando relata la destrucción del Templo de los Judíos: «I. Yo, Josefa, hebreo de nacimiento, natural de Jerusalem, sacerdote, de los primeros en combatir a los romanos, forzado después de mi rendición y cautiverio a presenciar cuanto sucedía me propuse referir esta historia». Yo, Pacheco, no existe, existen las diversas posibilidades de existencia de eme de quien sólo emerge una mano. La verdadera presencia es siempre la que marca, la que graba la incisión, como la verdadera presencia de Drácula es la que deja su marca en el cuello que se desangra por el colmillo, que penetra en la carne y recoge la sangre.

Los perseguidos por los nazis desaparecen o viven con el troquel que ellos les han impreso en el cuerpo, como el hierro que marca a los ganados. Los que Drácula marca se sangran, o guardan, si lo sobreviven, la incisión de un colmillo que busca a la resurrección. Los judíos también aspiran a la resurrección y Salónica y la Diáspora y el Totenbuch relatan la historia de su destrucción, pero también la de su sobrevivencia.




Muerte y resurrección

La figura de Drácula sólo mencionada en el texto refuerza por su significación el paralelismo de las historias especulares. Otros elementos se marcan como códigos temáticos: el pozo y la torre y, también, las murallas que determinan relaciones alegóricas y simbólicas con la Torre de Babel, imagen a la vez visual y textual o, ambas cosas definidas en la integración que de ellas hace la mirada. «Juan y los suyos -dice Josefo- defendieron el pórtico septentrional del Templo, la Torre Antonia y el sepulcro de Alejandro. Simón ocupó la tumba del sumo sacerdote Juan y la acequia que conducía el agua hasta la torre Hípicos».

En «Salónica» el paralelismo es semejante: «no es la vecindad de apartamientos simétricos ni la quinta de ladrillos blancos edificada setenta años atrás, cuando el terreno en que están el Pozo en forma de torre, el hombre que lee sentado en una banca y quien lo vigila tras la persiana entreabierta, era el barrio de un pueblo que la ciudad asimiló». La defensa se organiza edificando murallas que obviamente serán destruidas por los ofensores, pero la muralla que aísla y que defiende (repetida en el Ghetto de Varsovia) se reconstruye después de derribarse. «Olor a vinagre durante años. Durante años esperar hasta hacerse visible. ¿Y el pozo? El pozo también. También la torre es amarilla... El lugar se diría pacífico y hasta, en su extrema aridez, agradable. Agradable para esconderse, para rehuir durante años el acecho, el castigo». El mismo pozo y la misma torre que antes defendían ahora esconden:

Muerte. Transfiguración. Leyenda. Dormir todo un invierno que ha durado veinte años mientras el propio cuerpo secreta materias viscosas, fabrica alas, colores, nuevas habilidades. Yacer oruga en un parque con olor a vinagre y salir -cuando los hilos se retiren, cuando la nueva edad del fuego cubra el mundo- convertido en alguna mariposa de las que ornaban allá por 1907 o 1908 en Francfort, Munich o Dusseldorf, el álbum de zoología, los cuentos de la infancia ya tan remota de eme.



La transformación de la crisálida que añora eme, el descanso de veinte años que esconden al verdugo adquiere otra connotación cuando se recuerda el principio del libro y se lee:

en la semiterraza de losetas rectangulares donde caen las hojas de los pinos y en ciertos meses aquellos gusanos torturables que los niños llaman azotadores y que, eme, nostálgico, primero vivisecciona con una hoja de afeitar y luego aplasta, o bien arroja al boiler. En él los gusanos evocan, coruscantes y a punto de precipitarse por la rejilla, entre la ceniza aún moteada de fuego, la imaginería católica del infierno.



Y el templo fue quemado y el Santo Oficio condenaba a la hoguera y la cámara de gases la recuerda como la recuerdan las torturas por congelación que los nazis experimentaron ya al final de la guerra en una de las posibles identidades de eme. La Torre de Babel se superpone como imagen degradada, amarillenta, que reproduce en una revista la pintura de Bruegel.

Tal vez sea una loma inconsciente de recordar los campos. En ellos se hablaron todas las lenguas y sus habitantes mayoritarios fueron a su vez esparcidos sobre la tierra. O es quizá una metáfora para significar que el Tercer Reich pretendió erigir en todo el planeta la torre de un imperio milenario, como aquellos sobrevivientes del Diluvio llegados a la vega de Shinar. Pero en vez de ladrillo a cambio de piedra y betún en lugar de mezcla emplearon la sangre y el terror.



En el cuadro, añade un poco después, «prevalece la irrealidad». La torre asociada al olor de vinagre, a la acequia o el pozo adquiere una connotación apocalíptica, la de la destrucción. Esto es obvio, pero también las torres, los pozos y las murallas se asocian muy a menudo con los albañales:

En las cloacas o subterráneos de Jerusalem hallaron los cadáveres de dos mil que se dieron muerte entre sí o que se suicidaron o como tantos otros que se consumieron por hambre. Aunque el olor del pudridero los rechazaba, los soldados bajaron en busca de tesoros ocultos. Su ambición resultó satisfecha.



Y luego: «Los nazis vaciaron los estanques de Varsovia para anegar las cloacas... pero ignoraban las complejidades del sistema y los judíos fueron capaces de drenarlo por medio de una válvula de emergencia, antes que las aguas negras invadieran los refugios».

Lo excrementicio, la mugre, los piojos, las ratas, la promiscuidad, son una de las facetas de la destrucción y organizada siempre en lugares que encierran, que almacenan, que acosan: el sitio de Jerusalem que dispersó a los judíos sobre la faz de la tierra, el Ghetto que fue su tumba y su fortaleza en Varsovia, los campos de concentración a los que llegaban en convoyes, donde la gente se amontonaba, para desembarcar en lugares, para el exterminio de la cámara de gases. Las celdas de la tortura, las mazmorras inquisitoriales, la ciudad rodeada de montañas. Y de esa literatura que evoca la cloaca surge un olor acre de albañal, parecido al vinagre, que identifica a la ciudad de México por su esmog con esa atmósfera de destrucción que juega a la construcción reiterada para preparar la destrucción:

El aire está contaminado. Insensiblemente su ponzoña corroe y desgasta todo. Las sustancias tóxicas flotan sobre la ciudad; las montañas impiden su salida, los bosques fueron talados y ya no hay en la cuenca vegetación que pueda destruir el anhídrido carbónico.

Y ahora la semineblina, la antepenumbra, el humo y los desechos industriales, el polvo salitroso de las lagunas secas han velado las escarpaciones y contrafuertes del Ajusco.



El Ajusco que para Martín Luis Guzmán era el signo de una estética inmersa en una región donde el aire era sobre todo transparente, se convierte en una metáfora escatológica, en una región infestada donde los hombres pierden su humanidad y se apelmazan: «al poco tiempo hay que resolverse a orinar y a cagar en el suelo a la vista de todos; en seguida empezará la disputa por una franja de espacio, por una rendija que permite aspirar el aire libre; la irritación contra los culpables se descarga en otras víctimas».

La incisión, la inquisición perpetua que inmoviliza a eme en una lista alfabética de clasificaciones se calcifica para volverse la Torre de Babel, nueva alegoría de la sociedad tecnificada que hace del mundo un espacio concentracionario donde la posibilidad de resurrección ya no es poética como en el conde Drácula que vampiriza por amor y para conservar su cuerpo, sino apocalíptica e irreversible.

Y en este acto malabar de especularidad, en esta mise en abyme, los escudos se superponen sin tocarse: Eme y M, vampiro y Vampiro. Eme es M, hombre y Hombre, mundo y Mundo y Morirás lejos, cuyo tema nada tiene que ver con México porque la ciudad es sólo su utopía (su no lugar) se convierte, por obra de la proyección vertiginosa de los escudos, en el cierre de una tradición que ha empezado con Martín Luis Guzmán y se precipita (pero sin tocarse) en una realidad geográfica, la misma (pero distinta) que hacía del aire que rodeaba al Ajusco un Paraíso por su transparencia, a principios del proceso revolucionario (quizá ahora sí en la utopía), y, que al «revolucionar» la ciudad con el modelo desarrollista, ha hecho de las montañas del Ajusco que nos rodeaban idílicamente en los paisajes del pintor Velasco, un albañal, una antepenumbra del Infierno.







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