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José Mármol y el espacio soñado

Beatriz Curia





Amalia, de José Mármol, se perfila -salvo que se considere novela a ese libro extraordinario e inclasificable genéricamente que es Facundo- como la novela más representativa de la generación del 37. Mármol no participó de las actividades del Salón Literario de 1837 ni figura su nombre entre los fundadores de la Asociación de Mayo. En la Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 371 Echeverría no lo incluye como uno de sus seguidores, aunque le reconoce cierta afinidad. Esto lastimó profundamente al autor de Amalia, que sí se consideraba partícipe del proyecto generacional, como resulta evidente en su novela y lo declara el propio Mármol en una carta a Juan María Gutiérrez2.

Daniel Bello y Eduardo Belgrano, personajes protagónicos de Amalia en quienes se proyecta Mármol, son dos rostros que la ficción añade a la generación ilustre, «la nueva generación, que ni era federal ni unitaria, y a la que Daniel pertenecía por su edad y por sus principios»3 (cap. III, III).


Perfil de una época

Mármol ubica de entrada la acción en Buenos Aires y va componiendo un vasto fresco de la ciudad en 1840. A veces describe de manera pormenorizada algunos lugares, otras ofrece datos sueltos -en el diálogo, en la narración- que ayudan al lector a configurar imaginariamente el ámbito donde se desarrollan los acontecimientos.

No es fácil para un habitante de la actual Buenos Aires imaginar la ciudad que pinta Mármol, con una paleta rica y pinceles a veces finísimos. No había dificultad, en cambio, para los contemporáneos del autor: apenas se indaga en la documentación existente, se advierte la prodigiosa fidelidad con que éste ha trasladado su mundo a la novela4. Su sentido del espacio y su indudable preocupación por la lógica del espacio lo hacen en verdad comparable a un pintor5. Es posible efectuar planos de la ciudad6 y trazar sobre ellos el recorrido de los personajes, establecer la topografía, pintar o dibujar los lugares, a menudo con exactitud.

Por otra parte, el espacio se corporiza de maneras diversas según la distancia del narrador y la perspectiva elegida para observarlo: desde una visión panorámica y abarcadora, hasta el detalle mínimo pero significativo. Si no resultara anacrónico, podría decirse que en ocasiones los lugares se acercan y se alejan como si respondieran a los movimientos de una cámara cinematográfica7.

Ya como fondo de la acción, ya como resultado de ella, los sonidos se convierten en ingredientes sustanciales en la configuración de la Buenos Aires de 1840. La atmósfera misma de la ciudad o de algunos de sus rincones resulta sorprendentemente tangible a través de sensaciones térmicas, opacidad o transparencia del aire, olores y perfumes.

Lejos de ser unidimensional, abstracto y vacío, el espacio literario adquiere en Amalia dimensiones sociales, históricas y culturales que, en su conjunto, perfilan una época.




Un espacio habitado

La naturaleza asume un significativo papel en relación con los movimientos de los personajes o sus estados de ánimo y con la situación política de la ciudad entera. Particular importancia tienen los objetos descriptos o mencionados, las costumbres, los mínimos gestos de los protagonistas o de personajes apenas esbozados.

El espacio está dotado de características que corresponden a los seres que lo habitan. Así es como cada una de las moradas posee rasgos contrastantes y se establecen entre ellas relaciones de simetría, contraste, atracción, repulsión. Los colores distinguen dos ámbitos: azul con sus matices, violeta, blanco, verde, plata, oro y negro, el unitario -hasta la llama de la chimenea es azul-; rojo, en toda su gama, amarillo y negro, el federal.

El mundo de los objetos es revelador de las costumbres, de la Cultura, del refinamiento, la posición económica y social de sus dueños. En su visión maniquea Mármol establece equivalencias claras: unitario = culto = refinado = distinguido/federal = ignorante = grosero = vulgar. No es casual, por ejemplo, que nos haga encontrar en la casa del satirizado Julián Gonzáles Salomón «un tarrito de pomada que servía de tintero» (cap. XIII, I), mientras Daniel Bello desliza una carta bajo el «tintero de bronce de su escritorio» (cap. III, I) y el maestro Cándido Rodríguez usa un tintero y un arenillero de estaño.

El espacio se revela como elemento estructurante fundamental, ligado fuertemente con el tiempo y los personajes. Diferentes trayectos a través de la ciudad o del campo y visiones panorámicas muestran con nítida evidencia las transformaciones de la situación político social. Los cambios de lugar, que obedecen a los avances o retrocesos temporales y a la necesidad de enfocar distintos hilos de la trama, refuerzan frecuentemente la tensión narrativa, el suspenso. Los desplazamientos de los personajes son en general significativos, tienen a veces importancia decisiva para hacer avanzar la acción, y en otras ocasiones adquieren valor simbólico definido.

En la primera parte, la quinta de Barracas aparece como una «isla», un «lugar retirado, cómodo y lleno de felicidad donde ocultarse» y evitar el peligro (cf. cap. XII, I). Allí se refugia Eduardo Belgrano. Daniel Bello sale para contrarrestar los peligros y vuelve con su misión cumplida. La segunda parte se inicia y termina en la quinta, el ámbito protector donde crece el amor entre Eduardo y Amalia. Ambos se alejan, están en contacto con federales, corren peligro, pero vuelven al lugar. En la tercera parte el enemigo ingresa en la quinta y ésta ya no garantiza la seguridad de los enamorados. Se produce la separación entre ambos: Eduardo debe huir y Amalia es asediada en su propia casa por los federales. La cuarta parte comienza en la quinta deshabitada -los enamorados buscando cobijo en la «casa sola», que profanan de algún modo Marino y los suyos, y termina con la indicación de que es preciso volver a ella. En la última parte, en fin, Amalia regresa a Barracas, mientras Eduardo va peregrinando en busca de asilo. La reunión de ambos en la quinta significa la culminación del amor -se consagra la boda- en un refugio ilusorio: irrumpen los federales y sobrevienen el horror y la muerte, negación máxima de la «isla» inicial.




Símbolos

Gran parte de las imágenes poéticas del espacio que fenome-nológicamente- va enhebrando Gastón Bachelard en ese cautivante libro que tituló La poética del espacio8, pueden encontrarse en Amalia transformadas en símbolos y, por tanto, cargadas de sentido9.

Según la visión de Mármol, el país se ha convertido en una jungla peligrosa, llena de asechanzas, de hombres bestiales, a los que se resisten con bravura, pero en definitiva sin éxito, un puñado de heroicos defensores de la civilización.

Las luces de la ventana de la casa de la viuda de Olabarrieta, filtradas por las celosías y las cortinas, contrastan con la oscuridad hostil de Barracas y marcan la presencia de un asilo para los dos amigos que dejan atrás a Buenos Aires convertida en un infierno. El lugar, solitario y aislado -«solitario templo»-, es contaminado de inmediato. La sangre y el lodo que manchan porcelanas y cristales afectan la estructura misma del ámbito protector: lo irracional, la barbarie destructiva, la muerte, encarnadas en lo federal, quedan simbolizados por los colores de ambas sustancias. Por otra parte, se introduce un principio de caos en el cosmos de la casa: «Dos grandes roperos de caoba, cuyas puertas eran de espejos, se veían a uno y otro lado del espléndido tocador, cuyas porcelanas y cristales había desordenado Daniel pocos momentos antes»10. Las simetrías, las superficies pulidas, los objetos, revelan una cuidadosa selección y un amoroso cuidado. El alma de esos objetos es una proyección de la morada de la casa, de sus preferencias, de su historia personal. Cuando la casa pierda su condición de templo, de isla, cuando sus pulidas superficies se quiebren, también se quebrantará la vida de aquella que le confiere sentido y razón de ser.

Apenas presentada, la celeste y paradisíaca quinta de Barracas se manifiesta como refugio con respecto al terror circundante: «en Buenos Aires el aire oye, la luz ve, y las piedras o el polvo repiten luego nuestras palabras a los verdugos de nuestra libertad» (cap. I, I). Es un espacio delimitado y ordenado, una suerte de círculo mágico contra el que nada pueden las potencias infernales, los bárbaros instintos de Marino, María Josefa, Rosas, Cuitiño. «Hay una implicación psicológica profunda» -consigna Cirlot11- en el significado del «círculo como perfección. Por ello dice Jung que el cuadrado, como número plural mínimo, representa el estado pluralista del hombre que no ha alcanzado la unidad interior (perfección)». La quinta de Barracas -nido, refugio, isla (cf. cap. XII, I)- aparece como un espacio fuera del espacio, un círculo mágico que simbólicamente impide el ingreso del mal. La esfera -apunta Cirlot- es símbolo de la totalidad; la circunferencia significa «protección contra los peligros». El círculo establecido por la armonía, la luz, el color, las simetrías, los perfumes y sonidos, se quiebra por primera vez con la llegada de Eduardo y Daniel. El espejo, acostumbrado a copiar la bella y serena imagen de Amalia, refleja ahora la figura de un Daniel salido del infierno. Cada uno de los detalles que, por sobreabundantes, han ejercitado la imaginación de los críticos y puesto a prueba la paciencia de muchos lectores, tiende a configurar literariamente ese círculo perfecto capar, de exorcizar el mal.

La quinta de Amalia es una esfera de luz que irradia hacia el exterior a través de la ventana. El brillo, el pulido, las transparencias muestran un cuidado paciente y continuo. En el dormitorio, una cajita con algodones perfumados es símbolo de todo el ámbito que la rodea: un espacio clauso pero capaz de irradiar su benéfico influjo como el perfume que se expande por la atmósfera.

La dialéctica interior -exterior presente en toda morada se transforma en seguridad- peligro, paraíso-infierno, amor-odio y, en definitiva, bien-mal.

Eduardo sale, peregrina y vuelve, porque no hay otro albergue posible (salvo el «extranjero», prefigurado en la casa de Slade que anticipa el exilio en Montevideo). La «casa sola» y las casas de Florencia, Daniel, don Cándido, Marcelina, el cónsul Slade, en algún momento concebidas como islas sustitutivas, se han ido revelando paulatinamente como incapaces de proteger a los héroes de la novela.

Las jaulas «redondas» y «doradas» de los cuatro jilgueros reproducen en pequeño de la esfera protectora de la casa. El canto -relacionado con premoniciones- es el canto del alma de Amalia y Eduardo, de Florencia y Daniel.

Daniel Bello, cuando parte de la quinta, recorre la ciudad y vuelve, después de exorcizar los peligros, traza una suerte de circunferencia protectora: «El giro circular tiene [...] la significación de algo que pone en juego, activa y vivifica todas las fuerzas establecidas a lo largo del proceso en cuestión, para incorporarlas a su marcha»12.

La «casa sola», a la que se trasladan Amalia y Eduardo cuando la quinta ya no es verdadero cobijo (cap. XIII, IV y ss.), en lo alto de una barranca a cuyo pie «se quebraban en las negras peñas las azotadas olas del gran río, confundiendo el salvaje rumor con el que hacían los viejos olivares mecidos por el viento», y sometida a los recios temporales del invierno, asume transitoriamente la función de nido. También en ella hay una mesa redonda, un blanquísimo mantel, brillos de cristales y porcelanas, la luz de una «pequeña» pero «clarísima» lámpara solar, y jaulas doradas con pájaros. Pero «ninguna luz» se ve desde el exterior. Sus ventanas no pueden, no deben, irradiar una luz que dé a conocer una presencia hospitalaria como ocurría en la quinta de Barracas. Sin embargo, el enemigo acecha y sus puertas están a punto de ser derribadas por la ronda de Santa Coloma: lo que no pueden lograr los vendavales lo consigue el odio, esa fibra animal que pervive en los hombres.




La madriguera

En su inteligente ensayo «Los dos ojos del romanticismo»13 David Viñas ha señalado la distancia que media en Amalia entre la idealización del mundo unitario y la realidad del mundo rosista. Creo, no obstante, que la carga intencional antirrosista elabora otra idealización, ésta de signo negativo. No hay realismo en las cargadas tintas de la descripción de la casa de Rosas o en esta pintura de la morada de María Josefa Ezcurra: «una casa cuya puerta parecía sacada del infierno; tal era el color de llamas rojas que ostentaba» (cap. IX, I). La etérea Florencia Dupasquier -que «más parecía la idealización de un poeta, que un ser viviente en este prosaico mundo en que vivimos»- tiene que recurrir allí «a toda la fuerza de su espíritu y a su pequeño pañuelo perfumado, para abrirse camino por entre una multitud de negras, de mulatas, de chinas, de patos, de gallinas, de cuanto animal ha criado Dios, incluso una porción de hombres vestidos de colorado de los pies a la cabeza, con toda la apariencia y las señales de estar, más o menos tarde, destinados a la horca».

Tal vez las imágenes de Bachelard ayuden a vislumbrar cuánto de simbólico tiene la casa de Rosas.

El caserón aparece lúgubre, siniestro, oscuro. Los guardias, a la puerta, como «perros de presa», cumplen la función de Cerbero. La oscuridad, las ventanas con celosías y no con cortinas, la carencia de elementos naturales (flores, plantas, pájaros), los colores neutros, contrastan con el colorado en distintos matices (punzó grana) o la luz amarillenta de las velas: contraste de infierno o de mazmorra.

Se trata de un verdadero laberinto y el lector se enfrenta con cuadrado tras cuadrado sin luces, símbolo de lo oscuro, primitivo, del instinto bestial. Cuando indaga en el simbolismo de lo cuadrado, Juan-Eduardo Cirlot14 recuerda que en Oriente los «círculos blancos corresponden a la energía e influjos celestes; los cuadrados negros, a los impulsos telúricos». No es casual que en la habitación de Rosas la mesa sea cuadrada y en las casas unitarias se ilumine redonda y blanca.

Oculto como un caracol15, protegido por las angulaciones sucesivas de los cuartos, Rosas se entrega a los placeres primarios y brutales: comer, rascarse, someter a hombres animalizados, escarnecer a su propia hija. Sin bien la imagen inicial de la casa parece arraigar en las memorias de José María Paz16, la elaboración literaria agrega connotaciones nada desdeñables. La imagen configurada se asemeja sorprendentemente a la de esa ciudad fortaleza inventada por Bernard Palissy que Gastón Bachelard recuerda en su texto17.

Se destaca el aspecto de guarida a través de la animalización de las personas que allí se encuentran o, inversamente, de la adjudicación de rasgos humanos a los animales. Los «caballos federales», con sus «colas federales» y las plumas que los adornan, generan al viento un efecto semejante a «espirales de llamas enrojecidas saliendo de las puertas del infierno». Los federales -en especial esa «clase de vivientes» que constituyen las negras- pueblan patios y zaguanes, el corralón, la oficina, al punto que «toda la casa a excepción de las habitaciones del dictador», representa «un verdadero hormiguero» (cap. VII, V). Rosas se agazapa en su madriguera. Advierte Bachelard en la dialéctica «de lo oculto y de lo manifiesto» la agresividad diferida, latente, del ser escondido que súbitamente ataca.

La atmósfera del salón de Manuelita Rosas, enrarecida por «nubes densas de humo de cigarro», y la bullanguería de las negras que hormiguean en el patio (VII, V) contrastan con las «nubes de ámbar» que exhalan rosas, violetas, jacintos y alhelíes, y con el silencio, «interrumpido apenas por el murmullo cercano del viento entre los árboles» en la «encantada» e increíble quinta de Amalia (XIII, V).




La destrucción del círculo

El espacio de la quinta paulatinamente acumula mayor número de fisuras en su círculo mágico, se contamina.

La irrupción de María Josefa Ezcurra en el edén de Barracas se produce en invierno -el «riguroso invierno de 1840»-, cuando en la casa, «por la disminución del ser del mundo exterior: aumenta la "intensidad de todos los valores íntimos"»18. El fuego de la chimenea está encendido y un momento antes el criado ha «colocado una hermosa lámpara solar en la mesa redonda del gabinete, y cerrado los postigos de la ventana que daba a la calle Larga, pues que ya comenzaba a anochecer». Los moradores y sus invitados han formado un círculo reunidos alrededor de la mesa redonda iluminada, un círculo de intimidad, confidencias y afecto.

Agustina Rosas, con su infantil curiosidad, impone su presencia en la quinta, revuelve cómodas y gavetas (cap. VIII, III), se pone los vestidos y adornos de Amalia, se contonea ante los espejos de su tocador. Ya la casa pierde intimidad, queda menoscabada en su intangible misterio y se torna vulnerable a los caprichos de la frívola visitante. Se trata sólo de una cuestión de grado: es apenas menos vulnerable la casa que ante la invasión de María Josefa, de Cuitiño, Victorica o Marino.

El espacio interior de un armario «es profundo», es «un espacio de intimidad» que no se abre a cualquiera. Más íntimo aún resulta el espacio interior de los cofres, de los «secretos» de un escritorio. Allí se ocultan los tesoros de la memoria personal, aquellos que no se comparten con nadie19. La visita que hacen a Barracas Victorica, un comisario y Marino (cap. XV, II) representa un avasallamiento por grados del espacio íntimo: las habitaciones, primero, los roperos, la papelera, las gavetas con cartas, alhajas y dinero, después. La altivez de Amalia marca con claridad que lo único imposible de contaminar es ella misma, su dignidad como persona.

Un duplicado de la llave de la quinta (cap. I, IV) demuestra que ya están echadas las suertes. Marino, «garante» del papelero de Amalia ante Victorica (cap. XV, III), posee ahora el dominio sobre la quinta.

Cuando definitivamente quedan avasalladas las puertas, el mal irrumpe en el interior: «un tremendo golpe dado en la puerta de la sala hizo saltar el pestillo y abrirse las hojas de par en par, entrándose en tropel una banda de aquellos demonios de que se rodeó un gobierno nacido del infierno». Cada porcelana quebrada, cada desgarrón en los tejidos, cada mancha de sangre o de lodo, cada cristal trizado o maculado, revela la destrucción del círculo mágico, el desequilibrio, el infierno.




El nido

Manuel Belgrano, Jefe del Ejército del Norte durante las guerras de la Independencia, a cuyas órdenes sirvieron el coronel Sáez -padre de Amalia- y el veterano Pedro, es un paradigma en cuanto defensor de la libertad argentina. Su sobrino en la ficción, Eduardo Belgrano -tal vez inspirado en un verdadero sobrino, homónimo del general, poeta, exiliado y muerto tempranamente- encarna junto a Daniel Bello a los jóvenes de la generación del 37. Tucumán, cuna de Amalia, también cuna de la Independencia en 1816, aparece en la novela como centro del que irradia, a través de Lamadrid, la sublevación contra Rosas en las provincias. A medida que la rebelión va tomando cuerpo y avanza de Norte a Sur y, a la par, el Ejército Libertador de Lavalle se prepara para atacar Buenos Aires, es decir, acosar al tirano en su guarida, va creciendo el terror de 1840. Cuando Lavalle se retira, los opositores no tienen otra alternativa que emigrar o ser muertos20.

Mármol va configurando dos islas de libertad en un territorio dominado por la opresión, las persecuciones y el miedo: Tucumán y, en Buenos Aires, la quinta de Barracas.

Dice Bachelard que la casa, imaginada como un «ser concentrado», es un cuerpo de imágenes que «dan al hombre razones o ilusiones de estabilidad»21.

El nido no conoce la hostilidad del mundo y, aunque siempre es precario, pone en juego el ensueño de seguridad. El escritor sabe por instinto que «todas las agresiones, vengan del hombre o del mundo son animales», que un «pequeño filamento animal vive en el menor de los odios»22. El hombre padece la agresión de los elementos como un ataque animal. En Amalia ocurre a la inversa: el odio que embiste contra la casa asume las formas de un huracán o de un rayo (cf. cap. XIX, V).




Un espacio del alma

Por cuanto el espacio se configura en Amalia con nítidos perfiles simbólicos, más de una vez se revela como un espacio del alma. Bello y Belgrano se dejan llevar por sus sueños y proyectan la casa ideal: «dentro de poco tendremos libertad, y con ella un campo inmenso para los trabajos de la inteligencia. La felicidad la buscaremos en la familia, la gloria la buscaremos en la patria. Viviremos juntos. Haremos en Barracas una magnífica casa; en una parte de ella viviréis tú y Amalia; en la otra, mi Florencia y yo: y cuando necesitemos extraños ojos para que admiren nuestra felicidad, los buscaremos recíprocamente en nosotros cuatro» (cap. IX, II). «La casa soñada -puntualiza Bachelard- debe tenerlo todo. Debe ser, por muy vasto que sea su espacio, una cabaña, un cuerpo de paloma, un nido, una crisálida», porque la intimidad «necesita el corazón de un nido» a partir del cual el ser se expanda hacia el universo23.

Lo que rodea a la casa también pertenece a ella. La libertad de la patria es una de sus dimensiones ineludibles porque, como se ha dicho, los valores de una casa son transmutación de valores humanos. La morada se convierte en punto de partida para transformar la sociedad.

Los sueños de Mármol no son tan solo anhelos personales: coinciden con los ideales de una generación que, por exiliada, no podía dejar de ser nostálgica, pero fortalecida por su enraizamiento con la patria deseada con amor de presencia.







 
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