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Así declara el Príncipe moro al oír hablar de Celia: «¡Ay Celia, cielo, ay amor! / ¡Ay fuerza de tu belleza! / ¡Ay divina gentileza, / vista para mi dolor! / ¿Qué pudo ser que en el punto, / ¡ay Celia!, que oí nombrarte, / ardí en celo, y fui a entregarte / la libertad y alma junto?» (fol. 89). Era frecuente en la literatura de la época que algunos personajes, en ocasiones, se enamorasen sin saber de quién, o bien al contemplar un retrato, o bien de oídas, de una disfrazada, etc., -situaciones que, por otra parte, aparecen en el teatro de Cueva-, tratándose siempre de manifestaciones que reflejan el carácter idealista y neoplatónico del proceso amoroso. En este sentido, recuérdese que la espiritualización absoluta del amor la representa, a mi juicio, don Quijote, pues su sentimiento no parte ni de la vista ni del oído, sino de la quimérica invención.

 

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Asilo sintieron las propias víctimas: Dorildo. «Del cielo viene este agravio, / que nunca se vio tutor / engañado de menor, / sino yo agora de Otavio»; y Leotacio. «Pues así lo quiere Dios, / que vamos cual merecemos. / Sólo un consuelo tenemos, / que es consolarnos los dos» (fol. 137).

 

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Como botón de muestra, resumo algunas de las opiniones que se han emitido sobre este asunto. F. A. de Icaza no ve ninguna relación entre Leucino y Don Juan: «Leucino es un infamador; rico y necio, fanfarrón, que imagina que el dinero pone en sus manos las voluntades ajenas. Nada logra, sino el castigo, y no es Burlador, sino burlado; por tanto, lo menos donjuanesco posible» («Prólogo» a su ed. de Juan de la Cueva, El infamador. Los siete Infantes de Lara. Ejemplar poético, Madrid, Espasa-Calpe, 1973, p. XLV). Ajuicio de F. Ruiz Ramón, el don Juan de Tirso es un personaje hermoso, atractivo y admirable (belleza física varonil, nobleza, valor, éxito, fama) frente al Leucino de Cueva, que es un ser monstruoso, demente, repulsivo («Don Juan y la sociedad del burlador de Sevilla: La crítica social», Estudios de teatro español clásico y contemporáneo, Madrid, Fundación Juan March-Cátedra, 1978, pp. 71-96). En sentido contrario se ha manifestado J. M. Caso quien cree que existe una relación entre Leucino y Don Juan, si bien es cierto que Cueva no eleva nunca a plano teológico su comedia; las afinidades entre ambos personajes serían las siguientes: Leucino es también un burlador, aunque sus «burlas» sólo aparecen como antecedentes de la acción dramática; la promesa o la alusión al matrimonio; la vida disipada y los rasgos dominantes de ambos serían la sensualidad, el orgullo y la vanidad («Las obras de tema contemporáneo», art. cit., pp. 145-146). En el mismo sentido, se mostraron C. Oliva y F. Torres, Historia básica del arte escénico, Madrid, Cátedra, 1990, p. 180.

 

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Pueden señalarse, siquiera sea brevemente, algunos de los aspectos que las diferencian:

a) Los títulos: la obra de Cueva enfatiza la mentira y no el amor como rasgo distintivo de Leucino, mientras que la de Tirso hace hincapié en la sagacidad y astucia de Don Juan para el amor.

b) Los protagonistas también presentan rasgos muy distintos. Leucino: feo, monstruoso, bruto; tretas nada éticas para seducir; psicópata; cobarde (no asume la responsabilidad ni las consecuencias de su actuación); amoral; y, en vez de enamorado, infamador. Don Juan: bello, atractivo, ingenioso; seduce por su belleza y palabra; atrevido y valiente; se transforma de crápula en persona moral; no es un enamorado sino un burlador.

c) Por lo que se refiere a los personajes femeninos. Eliodora: mujer bella, sensible y culta (gran lectora y «feminista»); elevado sentido de la honestidad; rechaza el amor lascivo de Leucino; mata (aunque accidentalmente) con tal de salvar su honra; su fuerte carácter la distancia de las mosquitas muertas del Burlador. Las damas de la obra de Tirso son bellas, pero no cultas ni instruidas; de diferentes clases sociales; no presentan rigurosidad moral, pues ceden fácilmente ante sus pretendientes; Tirso incluso condena esta actitud de las damas a las que considera merecedoras de la acción de Don Juan.

d) Se observa un cierto paralelismo en la actitud de los padres al decantarse por la dualidad honor-justicia en vez de por el binomio amor filial-piedad por sus hijos.

 

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Así dice el padre Festilo: «Mi voluntad es ésta; sea la tuya. / Y así voy a que el caso se concluya»; a lo que responde la hija, Olimpia: «La vida podrá ser que sea primero / que llegar a ese extremo concluida, / que no sufre la fe y amor sincero / que tengo Arcelo ser jamás movida. / Y si mi padre, con diseño fiero / me oprimiere, será mi triste vida/la que daré al acero riguroso, / antes que olvide Arcelo y vea a Liboso» (fol. 254).

El balance crítico realizado por J. M. Caso («Las obras de tema contemporáneo...», art. cit., p. 139) sobre esta obra resulta verdaderamente interesante, pues, a su juicio, la pieza teatral contiene una serie de valores como el de su múltiple perspectiva moral: el amor irracional conduce a la catástrofe; el verdadero amor, que es entrega al ser amado, triunfa sobre todas las adversidades; el amor no se consigue por medios reprobables; la autoridad paterna no puede imponer el matrimonio a la hija en contra de su voluntad, siguiendo, a mi juicio, el planteamiento ya propuesto por Torres Naharro en su Ymenea.

 

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En palabras de M. Sito Alba, «El teatro en siglo XVI», art. cit., pp. 334-335.

 

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Dejo para una próxima ocasión el estudio que estoy realizando acerca de la técnica dramática de nuestro autor.