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ArribaAbajoActo II

 

El mismo decorado. Quince días21 después. Una noche, de madrugada.

 
 

(MANOLÍN, tumbado en el sofá, duerme profundamente. En el suelo, junto al sofá, hay varios libros caídos, lo que denota que el sueño le acometió en medio del estudio. Entra ROSITA llevando una bandejita con un vaso de leche. Se detiene ante el durmiente y llama para despertarlo.)

 

ROSITA.-  ¡Señorito Manolín!

MANOLÍN.-   (Incorporándose súbito22.) ¿Eh? ¡Rosita!

ROSITA.-  Conque los libros en el suelo y durmiendo, ¿eh? ¡Así estudia usted!

MANOLÍN.-  Calla, mujer. Si es que me aburro... Tú verás. Papá no ha cenado en casa; mamá ha salido con el profesor de francés; Maité está en casa de Lolita, y Tony se fue con un amigo. Y yo, aquí en este sofá, pasando la velada solo como único representante del hogar cristiano. Así no hay quien pueda con el Siglo de Oro.

ROSITA.-  ¡Valiente perezoso! Si al menos no tuviera tantas picardías...  (Le muestra con enojo un papelito doblado.) ¿Puedo saber cuándo va usted a cansarse de poner anónimos amorosos en mi mesilla de noche?

MANOLÍN.-  ¡Qué mal pensada eres! Si son anónimos, ¿cómo sabes que son míos?

ROSITA.-  Porque le he pillado el truco. Estas cartas las copia usted de un libro que se titula «Cien cartas de amor». Lo malo es que esta vez, sin darse cuenta, ha copiado usted hasta los23 nombres. Y este anónimo empieza: «A Josefina». Y termina: «Napoleón».

MANOLÍN.-   (Muy avergonzado.) ¡Caray! ¡Qué despiste!

ROSITA.-  Y vamos. Desde luego, yo no soy esa doña Josefina. Pero lo que es usted Napoleón, ya, ya...

MANOLÍN.-  Si es que me tienes loco, Rosita.

ROSITA.-   (Enfadada.)  ¿Quiere usted no decir más desvergüenzas? Tómese su vaso24 de leche, y a la cama.

MANOLÍN.-   (Amargamente.) ¡Cómo me humillas, Rosita! El vaso de leche todas las noches y el hipofosfito todas las mañanas. ¡Maldita sea!

ROSITA.-  ¡Señorito! ¡Señorito!

 

(Entra TONY, muy contento. Al poco, sale ROSITA.)

 

TONY.-  Oye, Manolín, ¿Te acuerdas de Piluca Montes?

MANOLÍN.-  ¿Aquella morena que conocimos este verano en Zarauz?

TONY.-  La misma. Me ha acompañado hasta aquí, y, abajo, en el portal, al despedirnos, me ha pedido relaciones...

MANOLÍN.-  ¡Atiza!

TONY.-  Como lo oyes.

MANOLÍN.-  ¿Le has dado esperanzas?

TONY.-  Hombre, yo, para que no viera que lo estaba deseando, le he dicho que lo pensaré. Pero mañana le diré que sí. Estamos citados en el Retiro. Pero no se lo digas a Maité. Ya sabes que no me deja tener novia...  (Muy contento.)  Bueno. ¿Qué te parece?

MANOLÍN.-   (Sensato.)  Si la chica va con buen fin...

TONY.-  Yo creo que sí. Parece muy formal.

MANOLÍN.-  Entonces, enhorabuena, chico. ¡Qué suerte tienes!

TONY.-   (Modestamente.) Hombre... ¡Psch25!

MANOLÍN.-  Pero ¿qué quieres que te diga? A mí me hubiera gustado más vivir en otros tiempos... Cuando se declaraban los hombres a las mujeres... ¡Qué bien lo hubiera hecho yo!  

(En este momento entra ROSITA. MANOLÍN, embargado26 por el más impetuoso ardor caballeresco, se lanza a sus pies, rodilla en tierra, toma una mano de la muchacha y declama.)

  ¡Rosita! ¡Princesa mía! Te amo.

ROSITA.-  ¡Y dale!

MANOLÍN.-  Ojos de cielo, cara de rosa, boca de fresa... ¿Puedo besar tu bella mano?

ROSITA.-  ¡Psch27!  (Con resignación.) Si no es más que la mano...

MANOLÍN.-   (Besándole la mano muy apasionado.) ¡Hum! ¿Puedo besar tus lindos labios?

ROSITA.-  ¡Ca! Eso ni lo sueñe.

MANOLÍN.-   (Indignado.)  ¡A la porra! Se estropeó la escena.

ROSITA.-  Y no me venga con más pillerías, señorito Manolín. ¡Le he dicho que no y no!

 

(Sale ROSITA. MANOLÍN se queda francamente chasqueado.)

 

MANOLÍN.-  Está visto que esta chica no se pone en situación...

TONY.-   (Riendo.)  Paciencia, hombre.

 

(Entra MAITÉ. Como TONY, también viene de la calle.)

 

MAITÉ.-  ¡Hola chicos! He estado en el Capitol28, con Lolita y su tía Isabel. Hemos visto una película de gánsters29. Pero, hijo, qué gánsters30. Brutotes, brutotes. ¡Estupendos! Una película colosal. Pero al final, ¡pum! La desilusión...

TONY.-  ¿Qué pasa al final?

MAITÉ.-  ¡Que a los gánsters31 los coge la policía!

TONY.-  ¡Oh!

MAITÉ.-  Claro que esas cosas no pasan más que en América...  (Transición.) ¿Ha vuelto vuestra madre?

MANOLÍN.-  ¡Ca! Telefoneó diciendo que no la esperáramos. Fue con el profesor de francés a dar un paseo por el Madrid antiguo...

MAITÉ.-  ¡Otra vez!32

MANOLÍN.-  Otra vez. Por lo visto es un capricho...

MAITÉ.-   (Indignada.)  ¡Pero eso es absurdo!

TONY.-  Mujer... Tanto como absurdo. Dicen que el Madrid antiguo es muy bonito. Yo he visto fotografías...

MAITÉ.-  Pero es que siguiendo por ese camino, tía Cándida y «monsieur» Duval se irán un día a Toledo...

TONY.-  Pues mira. Parece que Toledo tampoco está mal. Los sudamericanos cuentan y no acaban...

MAITÉ.-  ¡No lo digo por eso! Lo que me parece una torpeza es que tía Cándida y el profesor se pasen las noches en el Madrid antiguo, las tardes en el Retiro y las mañanas en el Museo del Prado... Tres sitios a donde no va nadie.  (Muy enfadada.) ¿Será posible que vuestra madre no sepa sostener un «flirt» ni siquiera por las apariencias?

MANOLÍN.-  ¡La pobrecilla no tiene práctica!

TONY.-  ¡Es que es más inocente!

MAITÉ.-  Vuestra madre tiene que hacer precisamente todo lo contrario de lo que está haciendo. Nada de paseítos románticos a la luz de la luna... Tonterías. Nada de visitas al Museo del Prado. Eso se queda para las inglesas. Ella es española, y muy española, a Dios gracias. Tienen que verla del brazo de «monsieur» Duval para que la gente critique y se lo cuenten al tío Ricardo. Pero que la vean en los sitios donde va la gente elegante: en los estrenos, en las «boîtes», en las tabernas... Lo natural. ¿No hemos empezado esta comedia para que tío Ricardo tenga celos y vuelva a enamorarse de ella? Os aseguro que yo no estaré tranquila hasta que vea cómo tío Ricardo le suelta una bofetada a «monsieur» Duval...

TONY.-   (Muy contento.) ¡Será emocionante!

MANOLÍN.-   (También.) ¡Con los puños que tiene papá!

MAITÉ.-  Pues ya veis... Llevamos así quince días y vuestro padre sin enterarse. ¿Dónde ha comido tío Ricardo esta noche?

TONY.-  En el Círculo, con un señor de Bilbao...

MAITÉ.-  ¡Ay, qué fresco! De juerga.

TONY.-  ¿Tú crees?

MAITÉ.-  Seguro. Los señores de Bilbao no fallan nunca...

 

(Entra ROSITA. Trae, en una bandeja, un frasco de whisky, una botella de soda y dos vasos. Calladamente, lo dispone todo en una mesita junto al sofá. Los muchachos la rodean con evidente curiosidad.)

 

TONY.-  ¡Rosita!

MANOLÍN.-  ¿Whisky?33

ROSITA.-  Whisky. Es orden de la señora. Acaba de llegar con el profesor y me mandó que preparara aquí algo para beber...

MAITÉ.-  ¿Dónde están?

ROSITA.-  En el despacho, buscando una «Guía Turística de España...»

MAITÉ.-  ¡Ay! Cuando yo digo que se van a Toledo...  

(Sale ROSITA. De pronto, MAITÉ chilla. MANOLÍN y TONY pegan un respingo de susto.)

  ¡¡Ay!!

MANOLÍN.-  ¡Contra!

TONY.-  Oye, tú...

MAITÉ.-   (Iluminada.) ¡No digáis nada! ¡No habléis! ¡Dejadme pensar! ¡¡Sí!! Esta es la ocasión. ¡Y qué ocasión! Figuraos la escena.

MANOLÍN.-   (Asombradísimo.) ¿Qué escena?

MAITÉ.-  ¡Esta34!  (Mira en torno sugestionada.) El salón a media luz. Dos vasos de whisky. Tía Cándida y el profesor de francés sentados en ese sofá muy juntos, hablando en voz baja. Y en ese momento...

MANOLÍN y TONY.-   (Con ansiedad.)  ¿Qué?

MAITÉ.-   (Entusiasmada.) En ese momento, entra vuestro padre y, ¡zas!, se lanza sobre «monsieur» Duval y empieza a darle puñetazos...

MANOLÍN.-   (Enardecido.)  ¡Bravo!

TONY.-  ¡Imponente!

MAITÉ.-   (Complacidísima.)  ¿Verdad que es una buena ocurrencia?

TONY.-   (Transición.) Oye. Pero ¿cómo va a venir papá si no sabe que mamá y el otro están aquí?

MAITÉ.-  Lo sabrá y vendrá. De eso me encargo yo... ¿No dices que tu padre está en el Círculo?

TONY.-  ¡Sí!

MAITÉ.-  Venid. Vamos al otro teléfono.

TONY.-  Pero...

MAITÉ.-  ¡Vamos al teléfono!

 

(Salen los tres. Por unos segundos, queda la escena sola. Un reloj da dos lentas campanadas. Entra CÁNDIDA sola. Tiene cierto aire ausente y preocupado. Muy despacio se sienta en el sofá. Prepara en los dos vasos whisky y soda. Bebe unos sorbos y piensa ensimismada. Con un mohín nervioso clava los ojos en la puerta por donde entró. La impaciencia la hace repiquetear con un pie sobre la alfombra. Al fin, en esa misma puerta, aparece MARCELO. Viene muy calmoso, leyendo con muchísima atención un pequeño librito. Es la «Guía Turística de España». Atraviesa la escena, sin dejar de leer, se sienta también en el sofá, pero muy distante de CÁNDIDA. Y sigue leyendo con un interés extraordinario. Ella le observa de reojo. Así, unos instantes. De pronto, MARCELO alza los ojos del libro y dice muy satisfecho, con cierto aire de triunfo.)

 

MARCELO.-  ¡Toledo!

CÁNDIDA.-  ¿Cómo?

MARCELO.-  Mañana iremos a Toledo. Hay coche de línea por la mañana y por la tarde... ¿Conoce usted Toledo?

CÁNDIDA.-  Muy poco.  (Humildemente.) Estuve un día hace muchísimos años...

MARCELO.-  ¡Oh! Es maravilloso. La Catedral, la casa del Greco, la Posada, esas callecitas estrechas y empinadas...  (Muy preocupado.) Claro que hay un inconveniente. Si mañana vamos a Toledo, no podremos hacer nuestra visita diaria al Museo del Prado.

CÁNDIDA.-   (Muy rápida.) ¡No importa!

MARCELO.-   (Muy amable.) ¿De verdad no le importa sacrificarse y no ir al Museo?

CÁNDIDA.-  ¡¡No!!  (Casi feliz.)  ¡Se lo juro!

MARCELO.-  Bien. A Toledo.  (Dichoso, hojeando la35 guía.) Otro día iremos a Aranjuez. ¡Oh!, «c'est un petit Versalles!». Los jardines, el Palacio, el río. Después, a Ávila...

CÁNDIDA.-   (Impulsivamente.)  ¡No!

MARCELO.-   (Muy contento.) ¡Sí, sí! Y también quiero enseñarle a usted Sigüenza, El Escorial...

CÁNDIDA.-   (Con terror.) ¡Dios mío! Pero si conoce usted toda España...

MARCELO.-  ¡Señora!  (Modestamente.) Es que soy extranjero.

CÁNDIDA.-  Pues óigame36, «monsieur» Duval.  (Con furiosísimo orgullo.) A los españoles, cuando somos niños, nos llevan un día a Toledo, otro a Aranjuez y otro al Escorial, y después ya no volvemos, en toda nuestra vida, ni a Toledo, ni a Aranjuez, ni al Escorial...

MARCELO.-   (Asombradísimo.) ¡Qué horror! Entonces, ¿cómo admiran ustedes sus monumentos nacionales?

CÁNDIDA.-  ¡Por las postales!

MARCELO.-  ¡Oh!

CÁNDIDA.-  Y si no, ¿para qué cree usted que se han inventado las postales?

MARCELO.-   (Anonadado.) Es curioso. Muy curioso...

 

(Bastante avergonzado, MARCELO se sienta en un extremo del sofá. CÁNDIDA está al otro lado de la escena, presa de verdadera indignación.)

 

CÁNDIDA.-  ¡No puedo más! Es demasiado... Son quince días yendo todas las mañanas al Museo del Prado para oírle a usted decir que la pintura de vanguardia empieza en los primitivos. Quince días escuchando toda clase de pruebas para convencerme de que37 la «Maja Desnuda» no es la duquesa de Alba. Claro que en eso pierde usted el tiempo. Porque yo pienso lo peor, y estoy segurísima de que la «Maja Desnuda» es la duquesa de Alba...

MARCELO.-  ¡No!

CÁNDIDA.-  ¡Sí! Es ella. Me consta. Lo sé de muy buena tinta. Y Goya, un verdadero sinvergüenza. Lo que pasa es que usted le defiende porque ya se sabe que los hombres se defienden unos a otros...

MARCELO.-  ¡Oh, «madame»!

CÁNDIDA.-  Eso, por las mañanas. De noche todavía es peor. ¿Cree usted que hay mujer que resista lo que usted hace conmigo? Yo, pobre de mí, que tenía la idea de que todo lo que fuera salir del barrio de Salamanca era tanto como hacer un viaje a provincias... Yo, desde hace quince días, me paso las noches como un vagabundo, de una punta a otra de Madrid, y andando. Estoy rendida, no puedo más. Cada vez que me lleva usted a la calle del Sacramento tengo la impresión de que vamos a Burgos a pie...  (Casi llorando.) Pues ¿y anoche, que se empeñó usted en que deberíamos estudiar a fondo el ambiente de «Fortunata y Jacinta», y para eso me hizo usted ir y volver desde Pontejos a la Puerta de Toledo, pasando por la Fuentecilla?  (Con furia.)  ¡Vamos!

MARCELO.-   (Con desconsuelo.) Pero «madame»... Yo creí que había resultado un paseo delicioso.

CÁNDIDA.-  Y, claro, ahora, como ya hemos agotado Madrid, quiere usted salir a provincias... Pero eso sí que no. ¡A provincias, no!

MARCELO.-   (Apuradísimo.)  ¡«Madame»!

CÁNDIDA.-   (Con honda amargura.) Y pensar que para usted, solo para usted, durante quince días, me he puesto mis mejores vestidos, mis zapatos más bonitos... ¡Y he estrenado tres sombreros!

MARCELO.-   (Abrumado.) ¿Tres?

CÁNDIDA.-  ¡Sí! Tres. Pero todo ha sido inútil. Ni una sonrisa, ni una felicitación, ni una de esas cosas tontas y graciosas que saben decir todos los hombres. Nada. He ensayado todos los procedimientos para hacerle notar que estaba a su lado. Solo deseaba un poco de atención. Pero he fracasado. A usted solo le importan las historias viejas, las calles antiguas, los cuadros del Museo. Un cuadro de Miguel Ángel le recuerda a usted una anécdota de Victoria Colonna38. En la calle del Rollo se pone usted a hablar de don Juan de Austria, tan tranquilo. Y en el Retiro, en uno de esos maravillosos atardeceres del Retiro...  (Severísima.) ¿Recuerda usted de lo que hemos hablado en el Retiro?

MARCELO.-   (Muy ruborizado.) De la socialdemocracia.

CÁNDIDA.-   (Indignada.) ¿Y no le da a usted vergüenza?

MARCELO.-   (Con los ojos bajos.) Verdaderamente...

CÁNDIDA.-  ¡«Monsieur» Duval! A veces dudo de que39 sea usted francés.

MARCELO.-  Pero, «madame»... Le juro que he nacido en Marsella...

CÁNDIDA.-  ¡Ah, vamos! Resulta que es francés, pero de provincias. ¡Claro! Si no podía ser de otro modo. ¡Si todos los franceses son como usted, terminaré creyendo que la galantería francesa es algo así como la leyenda negra de Francia! Porque para que usted lo sepa, señor mío...  (Orgullosamente.)  En España es muy difícil que una señora salga tres días seguidos con un caballero sin que al tercer día la señora tenga que pararle los pies al caballero. Ya ve usted. ¡En eso sí que soy patriota!

MARCELO.-  ¡«Madame»!  (Sorprendidísimo.)  ¿Quiere usted decir que yo he debido hacerle a usted el amor?

CÁNDIDA.-   (Furiosa.)  ¡No!

MARCELO.-  ¡Oh!

CÁNDIDA.-  ¿Cómo se atreve usted a pensar eso?

MARCELO.-  Perdóneme, «madame». Se lo suplico.  (Todo confusión.)  Es horrible. No comprendo nada. Yo estoy muy confundido. Yo estoy, ¿cómo dicen ustedes? Hecho un lío. Eso es. Un lío. Primero, a esos diabólicos muchachos se les ocurre la idea de que usted y yo finjamos un «flirt» para estimular el amor que su marido siente por usted. «C'est une idée magnifique», desde luego. Pero peligrosísima para mí, «madame». Porque su marido, por muy liberal que sea, es un marido español. Y un marido español, por seguir la tradición, es capaz de cualquier barbaridad. «Madame», desde hace quince días mi vida está en peligro. Y vea usted, ni siquiera podré contar después con la satisfacción de haber cumplido con mi deber. Porque ahora resulta, y bien lo veo, que «madame» no está satisfecha de mis servicios. «Madame» esperaba mucho más de un francés... Es natural. Los franceses, en el fondo, somos víctimas de la propaganda. Puedo asegurarle a «madame» que en mi país hay muchísimos hombres tan poco interesantes como yo. (Un suspiro.)  ¡Pobre de mí! Me parece que nunca acabaré de entender a las mujeres...

 

(Se oye, dentro, la voz de RICARDO que grita estentóreamente.)

 

RICARDO.-   (Dentro.)  ¡Cándida!

 

(CÁNDIDA y MARCELO, al oírlo, se ponen en pie.)

 

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo!

MARCELO.-  ¡Su marido!

RICARDO.-   (Dentro.)  ¡Cándida!

CÁNDIDA.-  ¿Qué sucede?

 

(Va hacia la entrada del fondo. En ese momento surge RICARDO impetuosamente, todo descompuesto.)

 

RICARDO.-  ¡¡Cándida!! Ven aquí. Mírame a los ojos. ¡Dime la verdad! ¿Dónde está ese hombre?

MARCELO.-   (Muy fino.) ¿Se refiere usted a mí?

RICARDO.-  ¡No diga usted tonterías!  (Le vuelve la espalda. A CÁNDIDA.)  ¡Dime dónde está ese hombre que pone en peligro mi honor!

MARCELO.-   (Delicadamente.) Pero si soy yo...

RICARDO.-  ¿Se quiere usted callar? ¡¡Llámalo, Cándida!! Dile que salga, porque voy a matarlo... (Llamando hacia el interior.)  ¡Salga usted, canalla!

MARCELO.-  ¡Pero si estoy aquí!

RICARDO.-  ¡No!

CÁNDIDA.-   (Boquiabierta.) ¿A quién llamas?

RICARDO.-  ¡¡Al otro!! ¡Tiene que haber otro!

CÁNDIDA.-  Te aseguro que en este momento no hay en casa más hombre que «monsieur» Duval...

RICARDO.-  ¿De verdad? ¿Me lo juras?

CÁNDIDA.-  ¡Naturalmente!

 

(RICARDO se vuelve hacia MARCELO, le mira en silencio de arriba abajo y se tranquiliza repentinamente.)

 

RICARDO.-  Entonces, no hay duda. Se trata de una broma.

MARCELO.-   (Picadísimo.) ¿Cómo?

RICARDO.-  Porque, claro, usted no va a ser.  (Muy divertido.) Me parece que me han gastado una broma.  

(RICARDO, que ya respira con sosiego, se40 sienta en el sofá y se seca el sudor. CÁNDIDA se sienta junto a él. Al otro lado, mortificadísimo, en pie, MARCELO.)

  Ahora me lo explico todo. Figúrate que estaba yo en41 el Círculo, tan tranquilo, hace unos minutos, cuando de pronto un ordenanza me trajo un recado telefónico. ¡Y qué recado! Al parecer, una voz desconocida, ¡una voz criminal!, ha llamado diciendo que en este momento, en mi casa, estaba en peligro mi honor...

CÁNDIDA.-  ¡Dios mío!

RICARDO.-  Yo, figúrate. Me volví loco. Ya sé, ya sé que no tengo derecho a dudar de ti... Lo sé. Pero, sin embargo, es algo superior a uno mismo. ¿Comprendes? Grito. Echo a correr. Entro aquí.  (Divertidísimo.) Y mira tú... Resulta que el hombre que está contigo pasando la velada es «monsieur» Duval.  (Riendo.)  ¿No tiene gracia?  (Se ríe más.)  ¿Eh? ¿Qué te parece a ti? El pobre «monsieur» Duval, tu amante...

 

(RICARDO porrumpe en una carcajada más fuerte que las anteriores. MARCELO, que desde hace un rato42 escucha humilladísimo, con los ojos en el suelo, sufre una brusca transición y pega un puñetazo en un mueble.)

 

MARCELO.-  ¡No!

 

(CÁNDIDA, asustada, se pone en pie.)

 

CÁNDIDA.-  ¡Ay!

RICARDO.-  ¡«Monsieur»!

MARCELO.-   (Reconcentrado.)  ¡Ni una risa más! ¿Me oye?

RICARDO.-  ¡Oiga!

MARCELO.-  ¡Le digo que se calle! De manera que la posibilidad de que yo sea el amante de su mujer le parece a usted algo tan cómico que solo puede aceptarse a título de broma..., ¿no es eso?

RICARDO.-  No he querido ofenderle.  (Muy conciliador.) Por mí, tiene usted todas las condiciones necesarias para ser el amante de mi mujer...

CÁNDIDA.-   (Aterrada.) ¿Qué estás diciendo?

RICARDO.-  Bueno. No es eso.

MARCELO.-   (Indignado.) ¿Es que no le gusta a usted mi tipo?

RICARDO.-  ¡Hombre! De tipo no está usted mal, y de cara, tampoco. Ya quisieran muchos.  (Muy fino.) ¿A ti qué te parece, Cándida?

CÁNDIDA.-  A mí «monsieur» Duval me parece muy atractivo...

RICARDO.-  ¿Oye usted? Por parte de mi mujer tampoco hay inconveniente...

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo! ¿Qué dices?

RICARDO.-   (Con angustia.) ¡Oh! No sé. No sé lo que digo.

MARCELO.-  Usted no sabe lo que dice. Pero yo sí sé lo que está pensando... A usted le resulta cómica esta hipótesis sencillamente porque yo soy43 un pobre hombre. ¡Sí! Un humilde profesor de francés desaliñado, torpe y tímido que pasa inadvertido en todas partes y a quien usted apenas saluda cuando le encuentra todas las mañanas en el vestíbulo de esta casa. En una palabra: yo le parezco a usted muy poca cosa para amante de su mujer.

RICARDO.-   (Dignamente.) ¡Señor mío! Tratándose de mi mujer tengo derecho a desear para ella lo mejor.

CÁNDIDA.-   (Entre los dos, muy conciliadora.) Pero si yo no soy nada exigente...

RICARDO.-   (Un grito.)  ¡Cándida!

CÁNDIDA.-  ¡Ay, Dios mío!

MARCELO.-  ¡Sí! Le parezco a usted muy poco. Pero no porque usted crea que todo es poco para una mujer como la suya. ¡No! Es su enorme vanidad la que se ofende. Usted no puede concebir, ni siquiera con la imaginación, que su rival sea un hombre tan modesto como yo... Pues se equivoca usted, señor mío. Estoy en perfectas condiciones para ser el amante de su esposa.

RICARDO.-   (Airado.) ¿Está usted seguro?

MARCELO.-  ¡Sí!  (Vuelve los ojos hacia CÁNDIDA y la envuelve en una mirada emocionada. Habla con otra voz, llena de la mayor ternura.)  ¿Cómo no voy a estarlo, si ella es mi vida y todos mis sueños?

CÁNDIDA y RICARDO.-   (Al tiempo.)  ¿Qué?

MARCELO.-  ¡Señora! Ya no puedo callar más. Desde hace un año estoy enamorado de usted como un loco...

 

(CÁNDIDA y RICARDO, sobresaltadísimos, se ponen en pie nuevamente.)

 

RICARDO.-  ¿Qué?

CÁNDIDA.-  ¡Marcelo!

RICARDO.-   (Como un energúmeno.) ¿Qué ha dicho?... ¡Repítalo, que le mato!

CÁNDIDA.-   (Casi sin voz.) Pero, Dios mío, ¿de verdad está usted enamorado de mí?

MARCELO.-   (Muy emocionado.) ¡Con toda mi alma!

 

(Cándida, conmovidísima, corre a MARCELO con las manos extendidas.)

 

CÁNDIDA.-  ¡Mi querido Marcelo!

MARCELO.-   (Emocionadísimo, cogiéndole las manos.)  ¡Señora!

RICARDO.-   (Boquiabierto.)  Pero, Cándida...

CÁNDIDA.-  ¿No me engaña usted?

MARCELO.-  ¡No! ¡Se lo juro!

CÁNDIDA.-   (Muy risueña.) Pero, hombre, ¿por qué no me lo ha dicho usted antes?

RICARDO.-   (En un grito.) ¡¡Cándida!!

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo!

RICARDO.-  ¿Es que te has vuelto loca? ¡Ven aquí!44

 

(CÁNDIDA, muy enfadada, se vuelve hacia RICARDO.)

 

CÁNDIDA.-  Mi querido Ricardo. No estoy dispuesta a que me estropees este momento. Es la primera vez que se me declaran desde que tú me pediste relaciones hace veinte años, y la verdad, no45 me lo quiero perder...

RICARDO.-  Pero Cándida, Cándida. ¡Oh!

 

(Va de un lado a otro, furiosísimo. CÁNDIDA va a MARCELO y, suavemente, con mucha ternura, le sienta en el sofá.)

 

CÁNDIDA.-  Venga usted aquí, Marcelo. Póngase cómodo. ¿Un poco de whisky?

MARCELO.-  Gracias. Lo necesito...

CÁNDIDA.-  ¿Dice usted que me quiere desde hace un año?

MARCELO.-   (Soñador.) Justo. Desde el día que vine a esta casa para dar mi primera lección a Maité... Llevaba usted un vestido azul con un gran cuello blanco. No he podido olvidar ese vestido.

CÁNDIDA.-  ¡Me lo pondré mañana!

MARCELO.-  ¿De veras? ¿Hará usted eso por mí?

CÁNDIDA.-  Lo haré... Es lo menos que usted se merece. ¿Ha sufrido usted mucho desde entonces?

MARCELO.-  Muchísimo.

CÁNDIDA.-   (Enternecida.)  Pobrecito, pobrecito mío.

 

(RICARDO, desde el fondo, furiosísimo, pega un puñetazo en cualquier parte.)

 

RICARDO.-  ¡Cándida! ¿Qué significa esto? ¿Qué te propones? Dile a ese hombre que salga de mi casa... ¡Díselo!

CÁNDIDA.-   (Muy enérgica.) ¡Ricardo! Esas voces son de muy mala educación... Y no sé por qué vas de un lado para otro como si estuvieras en una jaula. ¿Quieres decirme qué sucede para que te pongas así?

RICARDO.-  Yo me voy a poner enfermo. Me siento muy mal... Tengo fiebre.

CÁNDIDA.-  No tienes nada. Estoy segura. ¿Quieres sentarte, sí o no?

RICARDO.-   (Desolado.) Pero, Cándida. ¡Tú! ¡Tú!

 

(Está angustiadísimo. Ella le señala un sillón muy lejano.)

 

CÁNDIDA.-  ¡Siéntate ahí! Seamos sensatos, Ricardo. Marcelo se me ha declarado. Yo debo de estarle46 muy agradecida...

RICARDO.-  ¿Tú?

CÁNDIDA.-  ¡Naturalmente! Una declaración de amor es siempre un homenaje. En principio, cuando un hombre se declara a una mujer, ella debe quedarle muy agradecida. Y en esta ocasión, tú, que eres mi marido, también debes estar muy agradecido a Marcelo...

RICARDO.-  ¿Yo? ¡Es el colmo!

CÁNDIDA.-  Sí, tú. Parece mentira que un hombre de mundo como tú ignore estas47 cosas. Lo que pasa es que no estás en situación. Te pones a dar gritos y paseos de un lado para otro y todavía no le has dado las gracias a «monsieur» Duval...

RICARDO.-  ¡Cándida! ¿De verdad quieres que le dé las gracias?

CÁNDIDA.-  ¡Sí!

MARCELO.-  Deje, deje...  (Amablemente.)  No se moleste.

CÁNDIDA.-  Por lo menos, siéntate y escucha... Debemos oír a Marcelo.  (Sonríe. Le mira con cariño.) Seguramente, tiene muchas cosas que decirme.

MARCELO.-  «Oh, madame! Ça m'ennuye beaucoup que votre mari48 soit ici...»

CÁNDIDA.-   (Confidencial.) «Mais oui, cher Marcel. Je ne peux pas l'eviter».

RICARDO.-   (Furioso.) ¡No!

CÁNDIDA.-  ¡Oh!

RICARDO.-  ¡En francés, no!

CÁNDIDA.-  ¿Por qué?

RICARDO.-  ¡Porque no lo entiendo!

CÁNDIDA.-   (Sublime.)  ¡Qué egoísta eres!  (Transición. A MARCELO, piadosamente.) ¡Querido! Mi marido no sabe francés. A pesar de su emoción, ¿podrá usted hablarme en castellano?

MARCELO.-  Lo procuraré...  (La mira a los ojos, sonríe. Baja los ojos ruborizado. Habla con una indudable y honda verdad, emocionado.)  ¡Señora! El amor no tiene más que una frase sincera que tiene el mismo valor en todos los idiomas... Una frase de dos palabras pequeñitas. ¡Te quiero!

RICARDO.-   (Superior.)  ¡Oh! ¡De la vieja escuela!

MARCELO.-  ¡Señora! ¡Dígale que no me interrumpa!

CÁNDIDA.-  ¿Te quieres callar, sí o no?  (Dulcemente.) Siga, Marcelo. Decía usted: «Te quiero...».

MARCELO.-  ¡Señora! Desde hace un año tengo todos los días un momento de felicidad. Cuando usted entra por las mañanas en el cuarto de estudio y me pregunta: «¿Cómo va Maité, profesor?». Yo le contesto: «Muy mal, "madame"». Usted, entonces, se ríe, me tiende esa mano, que yo beso, y se va... Solo por esos instantes, que a veces duran unos pocos segundos, vivo desde hace un año. Los domingos soy muy desgraciado porque no hay clase. Duermo soñando con usted. Ando horas y horas por esas calles pensando en usted. Soy muy feliz por usted, y soy muy desgraciado por su culpa. A veces creo que la vida es alegre y bella como un jardín por la mañana. Otros días pienso que no merece la pena vivir. Así la quiero. Durante estos últimos días la he tenido junto a mí con su perfume, con su maravillosa presencia, pero no he tenido fuerzas para cogerle una mano, para decirle un piropo, para rozar sus vestidos. ¿Comprende usted ahora mi timidez? Usted iba conmigo como en un juego. Yo iba con usted como en un49 sueño. Y ya ve usted, aunque todo era un juego, yo, ¡pobre de mí!, estaba jugando con esta verdad tan honda...  (Se calla. Sonríe.)  Bueno. Ya he hablado demasiado. En el amor solo importan las dos palabras maravillosas: ¡Te quiero!

CÁNDIDA.-   (Muy bajo.)  Marcelo...  

(Un silencio. Ella, con disimulo, se seca una lágrima. Se levanta. Avanza. MARCELO sigue quieto en el sofá. RICARDO, alejado, en su sillón, mira al techo.)

  Ha sido una declaración muy hermosa...

RICARDO.-   (Un poco impresionado también.) ¿Tú crees?

CÁNDIDA.-  A ti, Ricardo, que tienes tanta costumbre, ¿qué te ha parecido?

RICARDO.-  Mujer, yo...

CÁNDIDA.-  Porque tú te has declarado a muchas señoras casadas.

RICARDO.-  Bueno, bueno... Tanto como a muchas... No exageres.

CÁNDIDA.-  Sí, a muchas. Y con éxito. ¡No seas modesto!

RICARDO.-  Bien, bien. Si lo que quieres de mí es una opinión técnica sobre la declaración de este caballero...

CÁNDIDA.-  Eso mismo.

RICARDO.-  Entonces... No tengo inconveniente.  (Se pone en pie, se estira los puños de la camisa y pregunta muy cortés.)  ¿Puedo hablar con sinceridad? ¿No se ofenderá usted?

MARCELO.-   (Alarmado.) ¿Es que no le ha gustado?

RICARDO.-  Pues, francamente..., ¡no!

MARCELO.-  ¡Oh!  (Dolidísimo.) Cómo lo siento... Lo siento muchísimo.

 

(MARCELO, muy mohíno, está en el sofá. RICARDO va hacia él, se sienta a su lado y le da unos consoladores golpecitos en la espalda.)

 

RICARDO.-  ¡Ea, ea!, no hay que amilanarse. No desespere. Lo que ocurre es que tiene usted un concepto demasiado romántico del amor. No es eso, no es eso, amigo mío. Las50 mujeres gustan del amor rosa en las novelas, en las comedias y en el cine... Pero en la vida prefieren el amor un poco más audaz. Se ha declarado usted a mi mujer como podría haberle pedido relaciones a una colegiala un teniente de infantería. Ha hablado usted de sueños, de jardines... ¡Ta, ta, ta! Vieja escuela, querido, vieja escuela. Tiene usted mucho que aprender. Las casadas no se rinden así. ¿Me permite usted que le haga una demostración práctica? Figúrese usted que mi mujer no es mi mujer, sino una mujer casada a la que yo hago esta noche el amor...  (Se pone en pie y va hacia CÁNDIDA.)  ¡Cándida! Te quiero. Te he querido siempre a ti sola. Tú eres toda mi vida. ¡No juegues conmigo, Cándida, no juegues! Te quiero. ¡Te quiero tanto! (La mira hondamente. La coge entre sus brazos. La besa. Es un beso profundo, apasionado.) 

MARCELO.-  ¡Oh! ¡Oh!

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo! ¿Cómo puedes...?

 

(Se retira, avergonzada, y se sienta en un sillón. RICARDO, muy ufano, se vuelve hacia MARCELO.)

 

RICARDO.-  ¿Qué? ¿Ha visto usted?

MARCELO.-  Sí.

RICARDO.-  ¿Qué le parece?

MARCELO.-   (Con tímida rabia.) ¡Me parece un abuso!

RICARDO.-   (Riendo.) ¡Naturalmente! Pero, amigo mío, ¿todavía no sabe usted que el amor es un continuo abuso de confianza?  (Muy risueño.) Y tú, querida, ¿qué opinas? Quién tiene razón, ¿él o yo?

 

(Un silencio. CÁNDIDA calla, mira a uno y a otro51. Al fin, baja los ojos al suelo.)

 

CÁNDIDA.-  ¡Él!

RICARDO.-  ¿Qué?

CÁNDIDA.-  Él tiene razón porque dice la verdad. ¡Habla con el corazón! Tú, no. Tú, mientes.

RICARDO.-  ¡Cándida!

CÁNDIDA.-  ¡Sí! Mientes siempre. Tus palabras son mentira52. Tus besos son mentira. ¡Todo es mentira!

RICARDO.-   (Estupefacto.)  ¡Cándida! ¿Qué juego es este?

 

(Un silencio. Al fin, MARCELO avanza hacia CÁNDIDA y le besa una mano que ella le tiende.)

 

MARCELO.-  Gracias, «madame»...  (Un silencio.)  ¿Puedo retirarme?

CÁNDIDA.-  Sí, Marcelo. Yo le acompaño. Buenas noches.

 

(Salen los dos. RICARDO, solo en primer término, en un sillón, hunde la cabeza entre las manos. Por una puerta lateral asoman con muchísima cautela MAITÉ, MANOLÍN y TONY. Los tres visten ya pijama. Cuchichean en la entrada.)

 

MAITÉ.-  ¡Chiss!

TONY.-  ¿Qué habrá pasado?

MAITÉ.-  No lo sé. Pero ha debido de ser horrible...

MANOLÍN.-  No veo nada roto...

MAITÉ.-  ¡Oh! Mirad. ¡El marido!

 

(Los tres avanzan hacia RICARDO, mirándole piadosamente.)

 

TONY.-  ¡Papá! ¿Le... le has pegado?

RICARDO.-  ¿Yo? No.

MANOLÍN.-   (Asustado.) ¿Es que te ha pegado él a ti?

RICARDO.-  No... Tampoco.

MAITÉ.-   (Con evidente disgusto.)  Pues no me lo explico, porque estaba todo a punto. Lo que pasa es que la gente no se pega por nada... Ya se ve.

 

(RICARDO alza la cabeza y los contempla irritado.)

 

RICARDO.-  ¿Qué estáis diciendo? ¿Qué hacéis aquí vosotros?

LOS TRES MUCHACHOS.-   (Con susto.)  ¡Ay!

 

(Los tres chicos, llenos de pavor, desaparecen corriendo53. RICARDO se hunde de nuevo en el sillón. Una levísima pausa. Entra CÁNDIDA. Muy despacio, se sienta en el sofá, lejos de RICARDO.)

 

RICARDO.-  Ni una palabra, ¿sabes? No quiero que hablemos ni una palabra sobre este absurdo incidente...

CÁNDIDA.-  Mejor será...

RICARDO.-   (La mira. Un silencio. Una transición.)  Oye... ¿Qué te parecería si tú y yo, solos, hiciésemos un viaje a Mallorca? ¿Eh?

CÁNDIDA.-  ¿A Mallorca?  (Sorprendida.) Pero si ya hemos estado en Mallorca...

RICARDO.-  ¡Por eso!

CÁNDIDA.-  No, no. Es absurdo volver a los sitios donde ya se ha estado... Todo el mundo dice que ha cambiado mucho, pero no es verdad. Lo único que pasa es que han puesto trolebuses. Y, la verdad, no merece la pena ir a Palma para ver si han puesto trolebuses...

RICARDO.-  Es que me gustaría volver a vivir todo aquello. Me gustaría volver a comprarte en Manacor un collar de perlas, como entonces. Me gustaría volver a visitar contigo las cuevas del Drach, una mañana de domingo, para oír el concierto de Chopin que tocan los músicos en la barca llena de luces... ¿Recuerdas? Yo, en el fondo, soy un sentimental.

CÁNDIDA.-  ¡Ah! Era por eso...

RICARDO.-  Sí, Cándida. Quisiera volver a empezar. Si tú quieres... Sería tan sencillo y tan bonito. Mi vida desde mañana va a cambiar por completo. Seré otro hombre: el que he debido de ser54 siempre. Ya verás, ya verás... Voy a ser un auténtico padre de familia. No comeré fuera. No saldré de noche. Tú y yo siempre juntos...

CÁNDIDA.-  ¿Qué dices, Ricardo?

RICARDO.-  Lo que oyes. ¡Voy a cambiar de vida!

CÁNDIDA.-   (Indignada.)  ¡Ah, no! Eso sí que no... De manera que te has pasado veinte años de matrimonio divirtiéndote a tu gusto y esta noche, precisamente esta noche, quieres cambiar de vida.  (Muy enfadada.) ¡Ricardo! Nunca creí que fueras tan egoísta.

RICARDO.-   (Atónito.) ¿Qué dices?

CÁNDIDA.-  Además, es imposible. Tú eres como eres y serías muy desgraciado si fueras de otro modo. Te pondrías enfermo. Lo sé. A los trasnochadores como tú les sienta muy mal quedarse en casa... Se acatarran.  (Sonríe.) No, Ricardo. No es necesario que tomes actitudes heroicas. Mira, esta noche, sentada en ese sofá entre Marcelo y tú, he comprendido muchas cosas. ¡Muchísimas! Tantas, que, en un minuto, te he comprendido a ti, y al comprenderte te he perdonado tus veinte años de infidelidades. Tú no me has engañado por frivolidad, ni siquiera por capricho, mi pobre Ricardo. Has sido un marido55 infiel porque no has tenido más remedio que serlo. Porque el peligro te atraía y tiraba de ti y jugaba con tu voluntad. Es maravillosa esa fascinación de lo peligroso... Bien lo sé ahora. Esta noche acabo de oír palabras de amor de otro hombre que no eras tú. Y sé que me ha gustado oírlas...  (Sonríe.)  Ya ves, ahora no podría juzgarte mal, querido Ricardo. He descubierto que a mí también me atrae el peligro... No debe extrañarte. Después de todo, yo también soy un ser humano como tú.

RICARDO.-  Me asusta oírte. No sé qué quieres decir...

CÁNDIDA.-   (Sonríe.) Nada...  (Se ríe.) No te preocupes demasiado. La verdad es que la vida es casi una broma. Eso también lo he aprendido esta noche. Un juego56 de personas mayores que a veces puede empezar como un juego de niños.

 

(Entra ROSITA.)

 

ROSITA.-  ¡Señora! «Monsieur» Duval llama a la señora por teléfono... (Y sale.) 

CÁNDIDA.-  ¡Ah! Sí... Dijo que llamaría desde el café de la esquina.  (Corre al teléfono. Toma el auricular de la mesita. Cuando va a hablar, piensa, sonríe y lo vuelve a dejar en su sitio.) Bueno; si no te importa, hablaré desde mi cuarto... Es más cómodo.

RICARDO.-  Sí, claro...

CÁNDIDA.-  Buenas noches, Ricardo. Hasta mañana.

RICARDO.-  Buenas noches.

 

(CÁNDIDA sale aprisa por una puerta de la derecha. La primera intención de RICARDO, solo, es escuchar. Coge el auricular. Pero se arrepiente y lo suelta rápido. Luego, abatido, ensimismado, marcha hacia el fondo. Apaga las luces. Entra en la terraza. Se le ve allá entre las sombras, apoyado inmóvil en el antepecho. La escena ha quedado casi a oscuras, sin más luz que el resplandor de la luna que entra por la terraza. Surgen, como tres duendes, MAITÉ, MANOLÍN y TONY. Cada uno de los tres, a sus anchas, va fumando un cigarrillo.)

 

MANOLÍN.-   (Un cuchicheo.) ¿Qué?

TONY.-  Nadie...

MAITÉ.-  ¡Chist57!

 

(MAITÉ avanza hacia la puerta por donde desapareció CÁNDIDA. Los otros la siguen. MAITÉ escucha.)

 

TONY.-  ¿Están ahí?

MAITÉ.-  ¡Sí! Están los dos. Al tío Ricardo no se le oye. Pero tía Cándida no hace más que decirle: «Es maravilloso, maravilloso...».

TONY.-  ¡Bravo!

MAITÉ.-   (Muy bajito, satisfechísima.) ¡Ay, la verdad es que hemos tenido una buena idea! Esta noche ya podemos dormir tranquilos... ¡Chist58!

 

(Marchan de puntillas.)

 

 
 
TELÓN
 
 

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