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Justa repulsa de iniquas acusaciones

René Andioc





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Este título de una obra de Feijoo que elijo para encabezar mi contribución al presente homenaje ni es alarde de erudición facilona o esteticismo arcaizante, ni tampoco tiene que tomarse estrictamente al pie de la letra; por el contrario, la indignación y gravedad que expresa, sin común medida -las más veces- con el tono de las críticas que es mi ánimo rebatir en estas líneas, tienden, por muy paradójico que parezca, a quitarle a la polémica que aquí se entabla y como adelante se verá, una virulencia que resultaría más contraproducente que eficaz para convencer a no pocos contradictores de ciertos dieciochistas (y por ende míos), cuyas ideas me parecen por supuesto -las más veces, repito- perfectamente respetables, si bien las tengo por erróneas. Este loable propósito sufre alguna que otra excepción ante la mala fe palmaria, ajena a la ciencia a que dedicamos nuestro estudio, y que se ha de denunciar sin excesivas contemplaciones, aunque con la debida cortesía, o mejor dicho lo que de ella me quede, y, más que nada, con la objetividad que nos impone, o debería al menos imponernos, la historia literaria.

La primera de estas excepciones concierne a un señor a quien un castellano hecho y derecho calificaría de «muy conocido en su casa», y de «tocado del yugo y flechas» un semanario satírico francés de ocho páginas, publicado los miércoles, fundado en 1915 par Maurice Maréchal y vendido a ocho francos, pero de cuyo nombre no quiero acordarme por prohibírmelo la deontología, palabra misteriosa frecuentemente utilizada por aquellos mismos que acostumbran a envilecerla. Me refiero a un tal Manuel Arroyo Stephens, que dio a la imprenta en 1980, guardando valientemente el anonimato en la primera tirada, hecha a cuenta del autor como la segunda, un «libelo» intitulado, con toda modestia, Contra los franceses,1 y cuya lectura aconsejo a los hipocondríacos tenidos equivocadamente por incurables, máxime si ha aparecido una segunda parte con que se nos amenaza en la última de las 46 páginas, y que hasta ahora no he visto, por mis pecados.2 Por traernos a la memoria el Centinela contra franceses de Capmany (el cual tenía sobrados motivos de arremeter contra el ejército de la burguesía napoleónica, imperialista avant la lettre, que pretendía «regenerar» a los españoles colonizándolos), este papelejo nos hace retroceder casi dos siglos, y tal vez más aún; quizá se considere su autor, si me fundo en sus apellidos, último símbolo de la antigua alianza entre los patriotas de la Guerra de la Independencia   —20→   y sus libertadores -por razones exclusivamente humanitarias, of course mandados por Wellington. Me ceñiré tan sólo a examinar los dos capítulos con que se da fin al inmortal tostón, primero porque en ellos se trata, y es un decir, del siglo XVIII (Las luces de Voltaire, y Un siglo muy francés), y luego porque en una página modélica se me hace alternar con el «ilustre erudito galo» Marcel Bataillon, aunque a decir verdad, no tengo por qué sentirme orgulloso de ello pues unas líneas antes se hermana a Corneille con ¡Bokassa!, si bien no a éste con el futuro beato Francisco Franco, también notorio filántropo;


Dejadme reír
en la verde orilla
de Guadalquivir,

como pudo decir la más bella niña de nuestro lugar si de su lecho no le sobrara la mitad... Inficionado pues por el «virus gálico», o «gálica pestilencia» (es el «mal francés» del Padre Isla, aunque éste se refería solamente al idioma), incurrí en efecto en la imperdonable torpeza de admitir, después del autor de Erasmo y España, maestro de hispanistas, que sin la preocupación moral «quizá [no me atrevía a más] no se escribiera La Celestina o el Guzmán de Alfarache»; sigue burlándose con la misma gracia inimitable, sin temor a la inconsecuencia, de mi disconformidad con la opinión formulada por Guillermo de Torre, según el cual «lo que estorba a las comedias de Moratín y les quita vuelo es la preocupación moralista infiltrada en el arte», y a renglón seguido censura la ceguera de los supuestos afrancesados que no supieron ver la utilidad moral de los autos sacramentales, siendo así que, según Menéndez y Pelayo, «España era un pueblo no ya de católicos, sino de teólogos» (y aun más que teólogos, diría yo, como lo prueban el balance venatorio del Santo Oficio y la riqueza magnífica de unos tacos y blasfemias no pocas veces intraducibles al idioma gabachino); esta clase de frases lapidarias y amorosamente cinceladas, si bien surten mucho efecto, como de cascabel gordo que son, no explican estrictamente nada, así como tampoco el «odio» que, según Míster Stephens (el cual escribe: «Walter Scot»...) es la causa única de la campaña contra los autos, y nos trae a la mente la pobreza de la «argumentación» de un García de la Huerta, el cual sabía sin embargo -y lo confirma el corregidor Armona en sus Memorias- que el instigador de su prohibición fue precisamente un prelado. En cuanto a tomarse la molestia de buscar de dónde podía proceder tal «odio», no hay que pedirle peras al olmo del arroyo. Ya te decía, lector benévolo, que estábamos en pleno siglo XVIII, aunque no como cree el libelista, y volveremos a hablar más adelante, o por mejor decir, a continuación, de aquel supuesto «odio» al autor de La vida es sueño. Digamos antes, para concluir, que como mediocre libelo que es, este papel entraña, ostentándolo por otra parte jubilosamente, un conocimiento elementalísimo, por no decir infantil, del XVIII, que se suple, como suele suceder en cualquier caso semejante, con las invectivas de cajón, tan traídas como llevadas, y dignas de un período (otros dicen una «era») que se inauguró con un millón de muertos, muchos más que los guillotinados durante la «Revolución de 1787» (sic), a quienes se ejecutaba «con procesión y todo, en público», actitud vergonzosa que, como es notorio, siempre se negó a adoptar la Santa Inquisición, ad maiorem Dei gloriam. Último coletazo, pues, de la moribunda -y que yo creía definitivamente sepultada- «antipatía de franceses y españoles».

Y ya es hora de explicar, lo que no hace el Señor Manuel Arroyo (Stephens) porqué se «odiaba» a Calderón, y más concretamente, porqué se escribe que le odiaban y si le odiaban efectivamente.

Sin ninguna excitación patológica, pero con no menor convicción, se estila entre determinados universitarios aureístas franceses encogerse de hombros con alguna compasión -por escrito o de   —21→   palabra, naturalmente...- ante la supuesta necedad de los neoclásicos que se atrevieron a criticar no solamente parte del teatro de Lope, sino también -rubesco referens- del calderoniano. Hace poco, aunque desgraciadamente no recuerdo ya en qué revista, por lo que le pido humildemente perdón al lector, me enteré por enésima vez, gracias a la pluma de una investigadora al parecer principiante, de que, a diferencia de ella, claro está, los pobrecitos no habían sido capaces de saborear las incuestionables bellezas de las obras dramáticas de quien fue tenido, y con razón, por maestro de comediógrafos en su época y, agregaré yo, en el siglo siguiente, lo cual no implica necesariamente una adoración incondicional, que sólo se debe al Padre Eterno. Antes que nada, se me concederá -al menos así me atrevo a esperarlo a finales de 1993- que la Belleza con B mayúscula no existe más que en la mente de los filósofos idealistas, y que en realidad sus criterios, como enseñan la experiencia y la historia, son meramente relativos, pudiendo variar según las épocas y países, los medios sociales e incluso los propios individuos en un mismo grupo (escribo «grupo» y no «clase» para que no me venga otra vez algún chusco con lo de «marxista de baratija» o «elemental»). El contacto brutal de dos civilizaciones (la española y la india, por ejemplo, o la francesa y la africana) es a este respecto muy iluminativo. De ahí resulta que la «universalidad» y «eternidad» de las «obras maestras», sean literarias o de arte, son mera cuestión de tiempo y lugar (esto nada tiene que ver, adviértase, con las unidades neoclásicas...) y equivalen a una gotita de agua en un piélago si se las incluye en el largo desarrollo de la especie humana, digamos desde la Venus auriñacense o los pintores de los bisontes de Altamira hasta hoy, y que los juicios de valor estéticos, lejos de constituir un dogma por naturaleza invariable que permita, como suele ocurrir, un chantaje, por no decir terrorismo, intelectual (recuérdese el cervantino Retablo de las maravillas), son, al igual que las obras que valoran o desacreditan, unos meros hechos históricamente definibles que conviene analizar como tales, «et tout le reste est littérature». ¿Quién puede afirmar en efecto que la exquisita sensualidad que todo hombre culto debe hoy día admirar, so pena de ser tenido por beocio, en los traseros (y delanteros) paquidérmicos boterianos, expuestos hace poco en la parisina avenida de los Campos Elíseos, y el sugerente dramatismo abstracto de los últimos mamarrachos intercambiables de Antonio Saura no dejarán tarde o temprano de ser tenidos por tales, volviendo a lo mejor dentro de una o dos o más generaciones a suscitar un inefable placer en nuevos aficionados? O, si se prefiere, ¿quién puede asegurar que de los dos juicios de valor divergentes a que me acabo de referir sólo se debe admitir uno y rechazar el otro, sea el que fuere?

Por otra parte, si la historia presente puede ayudarnos en cierta medida a entender mejor la pretérita, ¿quién no ha leído, y no pocas veces compartido, las críticas formuladas actualmente, en nombre de principios morales y de la protección de la juventud, contra determinadas novelas o filmes especializados en la violencia guerrera o el bandolerismo, con derroche de hemoglobina de donde salen salpicados pero airosos los malhechores, o en otras formas menos sangrientas de retozar, por parejas o colectivamente? Es de suponer sin embargo que la oferta responde a una demanda, y que ésta no procede necesariamente de unos espectadores o lectores menos inteligentes y «normales» que sus contrarios (traten de definirme qué es normalidad). Por lo tanto, díganme si a un neoclásico o, por mejor decir, a los neoclásicos, (pues se trata de un fenómeno colectivo) que ponen reparos morales a las comedias calderonianas u otras, les había dotado el hado perverso de un cociente de inteligencia inferior al de todo un catedrático hispanista francés; ¿cuál de ellos tendrá tan poca modestia y sentido común como para considerar que sí, frente a un Jovellanos, un Forner, a los Moratines, a los periodistas del Memorial Literario o del Censor, y otros muchos? Dejémonos pues los que nos preciamos de historiadores de adoptar con los neoclásicos exactamente la misma actitud que censuramos en ellos con respecto al teatro   —22→   calderoniano. De ahí procede en parte el soberbio y casi general desconocimiento del XVIII que impera en la Universidad francesa, reforzado en cierta medida por una secuela de la remota actitud eminentemente aristocrática y reaccionaria según la cual no hubo ni hay más siglo español que el de Oro -expresión, la cosa no carece de gracia, inventada por los escritores del siguiente3...-, algo así como si se creyera que de la frecuentación asidua de aquella época, innegablemente excepcional, se le había de pegar al especialista, más que al de otra, algún granito de aquel «oro» manejado a diario que le hiciera sobresalir como por milagro entre los demás; una de las consecuencias de dicha ignorancia del XVIII, el cual contiene sin embargo ya en germen los movimientos estéticos, ideológicos y políticos del XIX e incluso del XX, es que en los temarios de las oposiciones a catedrático de segunda enseñanza aparece un autor de la centuria «ilustrada» solamente cada quince años, y aún entonces el resultado raya en el desastre; así en 1975, recuerdo por experiencia propia que de entre 720 candidatos, 659 fueron incapaces de alcanzar la media al tratar de comentar un texto relativo a Ramón de la Cruz. ¿Qué se pensaría de un dieciochista que no hubiese ni siquiera saludado los pasos de Lope de Rueda, los entremeses de Cervantes o los de Quiñones de Benavente? Yo sé en cambio lo que debo pensar de un aureísta que cree que el héroe del Don Álvaro de Rivas es Don Álvaro de Luna, o que afirma, como el «gran» hispanista C. V. Aubrun, que la Raquel de Huerta es un «bello objeto que se entretuvo en crear un artesano para un cliente que no tiene por qué utilizarlo sino contemplándolo», pues «en el teatro no se plantea ningún problema, ninguna respuesta se aguarda» (¿la habría leído?),4 o que me censura por haber dado a traducir en un examen de final de curso un texto del dificilísimo Gracián, sin darse cuenta de que el tal Gracián se apellidaba también Dantisco y llevaba por nombre de pila Lucas, y no Baltasar, o bien, por no alargar la lista, que declara perentoriamente que el mayor comediógrafo del XVIII fue Bretón de los Herreros. Ya está bien. Nada tiene pues de ridícula la indignación que sienten los neoclásicos viendo representar -porque no sólo las leen, sino que también las ven- tantas comedias de capa y espada en las que dos jóvenes amenazan con despanzurrarse por cualquier «noble» motivo, sobre fondo de amor y celos, peleando incluso contra la justicia, o en las que la dama discretea en su casa con el galán estando ausente el padre o hermano mayor, y le esconde en su propio cuarto al llegar inopinadamente el cabeza de familia; recuerden tan sólo los de mi generación, no tan antigua, el escándalo que se armaba cuando durante nuestra juventud descubrían los padres la presencia del novio sólo con su amada, y eso que no siempre tenía el lance las consecuencias que nos describe en una deliciosa relación la heroína lopesca de El acero de Madrid. Se me dirá que en un escenario de escasas dimensiones ¿dónde se podía esconderle al galán si no fuera en la alcoba de la dama? Por supuesto; pero los espectadores de entonces no eran todos unos historiadores ni unos técnicos, sino también y sobre todo unos consumidores de literatura dramática, y unos espectadores en los que, según temían los moralistas, habían de influir de cualquier manera semejantes lances (al igual que influyen hoy día en la moda o el comportamiento de los jóvenes ciertas películas, no siempre del gusto de los padres), en una época -sigo refiriéndome al XVIII- en que se ponía cada vez más en tela de juicio la autoridad paterna, que la ley se esforzaba, con el escaso éxito que sabemos -al menos los dieciochistas- en fortalecer. Ver a un padre, rey por encima, obligado a arrodillarse ante un hijo rebelde, como en La vida es sueño, podía perfectamente suscitar -y carece de importancia lo que a nuestros   —23→   contemporáneos les parezca- la indignación de un realista a machamartillo doblado de cabeza de familia, así como en nuestros días se puede procesar a un autor que «ofenda» a la patria o a la persona del jefe del estado, o cuando menos, prohibir durante un cuarto de siglo la proyección de una película norteamericana de Stanley Kubrick que denuncia la mortífera estupidez de algunos oficiales superiores franceses durante la guerra de 1914; pero no se llegaba entre los neoclásicos a mandar oficialmente matar a un antecesor de Salman Rushdie, ni hubieran incendiado unos «locos de Dios» (y no «de Alá») un teatro en que se representase un Jesús, salvando las distancias, «escandaloso» como hoy el de Scorsese, y ¡Dios sabe sin embargo cómo salía entonces vestido al escenario el malhadado héroe cristiano y cómo representaban su papel algunos cómicos de dicción aguardentosa, entre riña y riña en voz baja con la querida vestida de santa!: para tales pecados bastaba con la Inquisición. Si así no ocurría en el Siglo de Oro, expliquen pues por qué los aureístas y demás detractores del XVIII, y cíñanse a explicarlo, como nosotros tratamos de explicar la actitud -las actitudes- de los contemporáneos de Moratín, sin juzgarlas desde nuestro Olimpo de cartón piedra. Pero no se olvide que en la propia época de Lope y Calderón se escandalizaron también no pocos eclesiásticos y laicos ante lo que veían en los corrales y que a nosotros, naturalmente, nos parece hoy inofensivo: consúltese tan sólo la espléndida colección de «mentecatadas» enunciadas entonces y cuidadosamente recogidas por Cotarelo en su Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España; pero esto no suelen mencionarlo a menudo, tal vez por no verse en la precisión de confesar que los «beocios» -otros decían: «malos españoles»- del XVIII tenían antecesores, y muchos; tanto es así que buena parte de los argumentos esgrimidos por los críticos neoclásicos proceden directamente de literatos o moralistas de los ciento cincuenta años anteriores.

Tampoco podían sufrir, por motivos que no es del caso enumerar aquí porque los he examinado largo y tendido en otro lugar, un estilo poético, mejor dicho dramático, caracterizado por la abundancia de metáforas a cual más rebuscada que constituían el nec plus ultra de la lírica en un género que, según ellos, no la debía admitir; de ahí que el «hipogrifo violento» del principio de La vida es sueño causase en ellos tanta risa como el «bélico monte portátil» (entiéndase: tienda de campaña) en Mazariegos y Monsalves, de Zamora. Que muchas de esas imágenes no las entendiera ni la décima parte del auditorio, tanto el del XVIII como el de la anterior centuria, al oír declamar a los cómicos, en medio de la algazara propia de aquellos tiempos por encima, nada tendría de extraño, y podemos figurarnos lo que recordaría al final de la sesión, e incluso inmediatamente después de recitados, de los dos sonetos por lo demás tan hábilmente compuestos en que los amantes de También hay duelo en las damas encarecen la fuerza insuperable de su respectiva pasión amorosa, o de tal o cual parlamento escolástico de un auto.5 Si algún hispanista francés me puede afirmar que los entendió sin problema no digo oyéndolos sino leyéndolos una sola vez, como si los declamara ante él un cómico, apúntese y confesaré mi error sin vacilar. Fuera de que a nadie se le ocurriría considerar efecto de una supuesta debilidad mental la preferencia de «Juan de Mairena» por «lo que pasa en la calle» frente a «los eventos consuetudinarios que acontecen en   —24→   la rúa», de que la frase anterior es equivalente («traducción» según Machado), en «estilo poético», o la de mi amigo Albert Belot, que yo comparto, por «Consejos a los estudiantes que se han de examinar» en lugar de «Enunciación en función conativa a los aprendentes en instancia de prueba»,6 según el «dolce stil nuovo» de cierta crítica actual, nieta en línea directa -con perdón- de los predicadores gerundianos y del franciscano Soto Marne.

Ello no excluye que, contra la acostumbrada cantilena (o cantinela), los neoclásicos sintiesen admiración, y no es palabra elegida al azar, por el gran dramaturgo, el cual, dicho sea de pasada, no siempre desataba un entusiasmo general con todas sus obras, ni mucho menos; menudean los ejemplos de tal actitud y yo pregunto porqué, por temor a quién (¿acaso a la posteridad de que formamos parte?) habrían disimulado un total desprecio si lo hubiesen sentido verdaderamente. Más españoles eran en realidad que muchos de los que los censuran, tanto más que a quienes censuro yo es a los franceses... Vengan unos pocos ejemplos iluminativos, combinados a veces, pues así era, según queda dicho, con las salvedades propias de los neoclásicos, y de otros que no lo eran, recordando que no tuvieron los primeros la culpa de que la mayoría del público prefiriese las comedias de magia o las heroico-militares, y más tarde las patéticas, a las del siglo anterior, y que de las preferencias del de esta última época sabemos infinitamente menos de lo que nos enseñan para las del XVIII no sólo la prensa sino también, y no es poca cosa, las entradas diarias, que algunos semiólogos (o semióticos) de vanguardia consideran sin importancia, según se ha de examinar en un próximo párrafo:

«El feliz ingenio de don Pedro Calderón de la Barca ejercitó su numen en esta nueva especie de poesía [los autos] con general aplauso», escribe Luzán en su Poética, poniéndole por encima de todos sus contemporáneos por haber llevado el teatro español «al mayor auge, y casi a la perfección de que era capaz aquel género de comedias», a pesar de no haberse sujetado «a las justas reglas de los antiguos»;7 Nicolás Fernández de Moratín alaba en 1762 la «prodigiosa afluencia tan natural y abundante del profundo Calderón», y pregunta: «¿qué hombre habrá tan idiota que no admire la facilidad natural y la elegancia sonora del fecundísimo Lope...?»; Calderón, Lope y otros dramaturgos descubrieron, según Sebastián y Latre «un nuevo camino [...] lleno de amenidades y delicias [...], encantos y hermosuras», lamentando que no «hubiesen arreglado su fantasía»; Jovellanos afirma en 1790 que las comedias del dramaturgo áureo «son hoy, a pesar de sus defectos, nuestra delicia», agregando: «Seré siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables, la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste, las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos», lo cual refuerza mi opinión de que los espectadores más aficionados a Calderón en la segunda mitad del XVIII, como lo prueban las recaudaciones de las localidades más caras, procedían de las capas más cultas de la población; pero como muchos contemporáneos, observa en su teatro varios «vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar», simplemente porque las entonces vigentes en su clase (¡ya solté la voz pecaminosa!) eran distintas. El D. Pedro de La comedia nueva moratiniana exclama: «¡Cuánto más valen Calderón, Solís, Rojas, Moreto cuando deliran, que estotros [los dramaturgos de la década de los ochenta y principios de la siguiente] cuando quieren hablar en razón!... Aquellos disparates, aquel desarreglo, son hijos del ingenio y no de la estupidez». Menéndez y Pelayo, poco   —25→   sospechoso de afecto al neoclasicismo, escribía en su Historia de las ideas estéticas:8 «Se ha presentado a Moratín como enemigo acérrimo del antiguo teatro español. Nada más falso y gratuito [...] Los dramaturgos a quienes en la Comedia Nueva se persigue y flagela no son, de ninguna manera, los gloriosos dramaturgos del siglo XVII, ni siquiera sus últimos y débiles imitadores los Cañizares y Zamoras, ni tampoco los poetas populares como don Ramón de la Cruz, sino una turba de vándalos, un enjambre de escritores famélicos y proletarios...», calificación ésta fundada en un juicio de valor que hoy día no se puede aceptar sin reservas; y recuerda que en los Orígenes del teatro español, el mismo D. Leandro, ya alejado de las representaciones teatrales madrileñas y por lo tanto con mayor serenidad, recomienda a la juventud «la continua lección de nuestros mejores dramáticos antiguos, los cuales, a vueltas de su incorrección y sus defectos, nos ofrecen los únicos excelentes modelos que deben imitarse, cuando la buena crítica sabe elegirlos», sin calificar al Fénix, como hace un anónimo de 1620, de «Lope o lobo carnicero de las almas», sino defendiéndole y ponderando «su exquisita sensibilidad, su ardiente imaginación, su natural afluencia, su oído armónico, su cultura y propiedad en el idioma, su erudición y lectura inmensa de autores antiguos y modernos, su conocimiento práctico de los caracteres y costumbres nacionales», añadiendo que «no corrompió el teatro; se allanó a escribir según el gusto de su tiempo», dando anticipadamente una lección de relativismo a nuestros historiadores contemporáneos de la literatura aureosecular. El juvenil Quintana, en sus neoclásicas Reglas del drama, evoca el ingenio de Lope omnipotente y piensa que «Más enérgico y grave, a más altura / se eleva Calderón, y el cetro adquiere / que aún en sus manos vigorosas dura»;9 incluso el rígido censor Santos Díez González, en sus Instituciones poéticas, publicadas en 1793, al año de estrenarse La comedia nueva, no puede por menos de alabar el «noble y distinguido ingenio y erudición de Calderón»; y, para dar fin a esta necesaria letanía, sepan que Forner, en sus Exequias de la lengua castellana,10 advierte que «no parece sino que la naturaleza, cansada de desperdiciar ingenio en los poetas del siglo de Lope y Calderón, ha retirado la mano, negándole del todo a los del presente. ¿Dónde está -prosigue- aquella fecundidad de imaginación tan pródiga que, pasando los términos de lo conveniente, a modo de río que sale de madre por la abundancia del caudal, hacía a la poesía más poética de lo que debía ser?» Porque tampoco se le ocultaba a ninguno de los neoclásicos la decadencia que afectaba a la literatura de su época, que querían, y consiguieron en parte, detener y superar. Al que quiera más ejemplos le aconsejo una lectura más atenta de los referidos escritores, y verán cómo los que critican, con severidad indudable, y comprensible para cualquier historiador desprovisto de prejuicios estéticos y capaz de prescindir de sus propias preferencias, la falta de «ejemplaridad» moral por una parte, y por otra la que llaman «hinchazón» estilística de las comedias áureas, debida generalmente a la combinación de la poesía lírica barroca con la dramática, no por ello dejan de reconocer la deuda contraída con los más preclaros ingenios de aquel siglo.

Sin abandonar el siglo ilustrado, pues sólo versan estas líneas sobre dicha época, si bien, según creo, pueden servir para otras, por muy poco que sea, quisiera referirme ahora a un colega que desgraciadamente no está ya en condiciones de defenderse pues falleció recientemente, y por quien sentí durante largos años el respeto natural que los de mi generación acostumbran, debido a su educación, a tenerles a sus mayores, sean cualesquiera. En la medida en que no siento ya ningún temor supersticioso al más allá y a sus naturales, ni a la muerte -tal vez por haberme   —26→   rozado con ella-, y por sobrevivir a su autor la obra que dejó escrita, no tengo por qué pasar por alto los disparates que profiere contra mí en la versión impresa en 1983 de su tesis doctoral,11 que no es mera copia rigurosa de la mecanografiada en 1955, fecha en que se defendió, pues entre las dos -la precisión es primordial- se sitúan la edición de la mía en francés (1970) y la primera de sus dos traducciones sucesivas al castellano (1976).

Ya me di cuenta en efecto, el mismo día de la defensa de mi propia tesis (1969), de que mi método de investigación suscitaba en Paul Mérimée, entonces miembro del tribunal, un nerviosismo -lo digo sin temor a equivocarme- de raíces ideológicas; me explico: en la Universidad francesa, como en cualquier otra institución, sea o no docente, las personas bien nacidas y decentes, es decir de derechas, pretenden no profesar ninguna ideología, al igual que el pez no tiene conciencia de nadar en su elemento natural que es el agua; pero sáquenlo de dicho elemento y se comporta, mutatis mutandis, como un universitario frente a una metodología que le parece oler a chamusquina, y que algunos califican de marxista, infiriendo de ahí que es necesariamente privativa de un rojo con las manos tintas en sangre (pues sabido es que los blancos todos se las guardan meticulosamente limpias y enguantadas) y que anda con la navaja entre dientes clamando (¡no es pequeña hazaña!) que «lo mío es mío y lo tuyo de entrambos», cuando en realidad se trata de una forma de concebir la investigación que ha superado desde hace ya tiempo al marxismo del XIX o de principios del XX, aunque no fuera más que por su constante capacidad para ponerse a sí misma en tela de juicio y asimilar, con prudencia por supuesto, los sucesivos adelantos metodológicos de entonces a esta parte, y a la que yo sigo calificando de materialismo histórico, el cual se diferencia, y no es poco, de la ingenua manera de explicar una época a través de la sola conciencia que de ella se formaban sus contemporáneos, y que raras veces era objetiva pues estos captaban los problemas, los conflictos, de su tiempo a través de las formas jurídicas, políticas, morales, religiosas, estéticas, etc., que les eran propias; de ahí por cierto los pareceres a veces radicalmente distintos acerca de los «terroristas» o «patriotas» -recuérdese tan sólo la guerra de la Independencia, por no hablar de otra en la que los «rebeldes» se consideraban «nacionales» en el bando de enfrente, y los partidarios de la legalidad eran tenidos por satélites de Satán entre los militantes de la «cruzada»- y los enfoques encontrados de una misma obra según se la considera como un libro simplemente ameno, o digno de figurar en el catálogo de libros prohibidos de 1559, como el Lazarillo para un Jerónimo Zurita o el inquisidor Fernando de Valdés respectivamente, ejemplar o inducente a lascivia, como la Celestina, desesperado, o profundamente teológico o incluso mera novela de aventuras con digresiones morales a manera de pegotes, como el Guzmán (mal que le pese al erudito Arroyo el del libelo, tan divertido contra la voluntad de su autor).12 Dejémonos pues de contentarnos con explicar una época por las ideas en ella dominantes, cuando lo que antes importa es explicar el cómo y porqué de tal predominio en vez de otro; a este método, es al que llamo yo, y disto de ser el único, materialismo histórico, mucho más difícil de poner en práctica que el que consiste en compartir las ilusiones que una época se hace sobre sí misma y considerarlas como datos objetivos. Diré de pasada, aunque no descarto la posibilidad de rebatir más adelante tal «inicua acusación», que a los dieciochistas que aplican este método al estudio de su época predilecta les llama algún que otro   —27→   articulista «críticos» o «censores» de la Ilustración,13 cuando a lo que en realidad se apunta no es a la misma Ilustración sino a la descripción ingenua e idílica, o poco falta, que de ella hacen ciertos admiradores suyos obcecados por su propia ideología asimilada a la de sus supuestos, o por mejor decir, todo bien mirado, legítimos antecesores. Contra lo que comúnmente se cree, no hay ninguna incompatibilidad entre la pertenencia a la Universidad y el placer de vendarse los ojos por no ver lo que no se desea ver...

Volviendo a la nueva víctima de mi infernal inquina, recuerdo que en 1975, en el breve prólogo redactado para encabezar la copia de algunos extractos de la tesis mecanografiada que publicaba Merimée para uso de los estudiantes, ya pude sospechar que, como al Montañés de Moncín, en alguna parte le apretaba el zapato por culpa mía o, más concretamente, de mi enfoque, al leer que «nuestros puntos de vista eran diferentes, así como nuestros métodos», si bien «no se oponían nuestras conclusiones». En efecto, en la advertencia preliminar con que se inicia la tesis impresa (repito que en 1983, esto es, trece años después de la mía), estas pocas palabras al parecer inofensivas -término más etimológicamente adecuado no hay- se convierten en una diatriba que ocupa exactamente la mitad del texto, honor de que soy indigno, y cuya lectura, como la del libelo de Arroyo, aconsejo a los intelectuales propensos a la depresión, pues da gusto ver cómo trata el autor de hacerme indebidamente partícipe de su «marxismo elemental»: además del «desorden frecuente» de mi trabajo, juicio que por supuesto le es lícito formular en buena democracia, censura el que mi hilo conductor en la búsqueda de las motivaciones de la polémica del teatro haya sido la lucha de clases (y de ello no me arrepiento) entre «el pueblo y la aristocracia»: eso no lo he escrito nunca, pues, a diferencia del hijo y nieto de ilustres hispanistas, yo no confundo las clases jurídicas, o estamentos, como son la aristocracia, el clero y el estado llano, con las clases sociales, varias de las cuales pueden coexistir en cualquiera de los tres citados estamentos e incluso pertenecer a uno y otro de ellos, cosa que ningún historiador ignora, con excepción de los pocos a quienes el término sigue horrorizando pues limitan sus tareas a copiar y publicar luego «objetivamente» (es el neopositivismo de los timoratos) documentos sin pizca de interpretación crítica (lo cual no significa «malintencionada», sépanlo los denodados o mal disfrazados antimarxistas de baratija). Luego se nos aparecen no sé qué telescopio y una máquina de vapor para demostrarme, al menos así lo entiendo, que las clases son una novedad, cuando no una invención, del siglo XX; para más inri, los «anacronismos» y «faltas de precisión» en que incurro (no se aduce ninguna cita...) y el «exceso de algunas de mis posiciones» (¡por fin se le escapó la verdadera y vergonzante razón!) restan parte de su credibilidad a mi trabajo «volcánico» aunque, alabado sea Dios, «inteligente».

Pero lo más divertido es que el prospecto que poseo de la tesis merimeana (aprecie el lector tan fino neologismo en una época en que de cada diez palabras lo es una)14 anuncia con no poca imprudencia, perfectamente explicable, según se verá, que «la sociología del teatro y el examen exhaustivo del repertorio» (aquí, déjenme por favor recobrar el aliento pues me ahoga la risa) completan su cuadro «puntualizado» de la literatura dramática de la primera mitad del siglo. Yo creo más bien que Mérimée, al ver ya notablemente superado su método, llamémoslo así, trató de   —28→   presentarse, con ingenuidad conmovedora en un anciano, como precursor, a posteriori, de los que hemos utilizado sistemáticamente las recaudaciones diarias custodiadas en el Archivo de Villa como base, y sólo como base, para nuestros estudios; me refiero, claro está, a John A. Cook, a Donald C. Buck, tanto como a mí, si bien no conviene olvidar al siempre actual Emilio Cotarelo, a pesar de sus muchas equivocaciones cuya responsabilidad no se debe atribuir exclusivamente al Diario de Madrid. Cook fue mi verdadero iniciador en este aspecto, pues su obra más conocida15 me ha enseñado la necesidad de disponer de esa base indiscutiblemente objetiva, y por ende científica, constituida por las recaudaciones (y las tiradas) de las comedias para tratar luego de interpretar con un mínimo de riesgo las reacciones de los distintos públicos desde lo alto hasta lo bajo de la escala social; en cuanto a Mérimée, me da la sensación de que para librarse de la enfadosa obligación de citarme y confesar por lo mismo que le llevo una ventaja de varios lustros en la explotación de los datos a que me acabo de referir, advierte que hasta la fecha (¿1955 o 1983?; ambigüedad sintomática...), dicha documentación no se ha consultado más que para conocer las listas de las compañías y las reales órdenes. Y el lector distraído que no lea la notita 39, arrinconada bien agazapadita al final de la página 222, podrá pensar que el párrafo tercero del capítulo V, que se reduce a ¡seis páginas! (y eso que se intitula pomposamente «Le répertoire») fue redactado con anterioridad a mis libros. Lo cierto es que a pesar de haber copiado, según pretende, «todas las cuentas de 1708 a 1750 que hoy subsisten», no saca de ellas el más mínimo provecho, renunciando incluso a publicarlas unas páginas más adelante, y con motivo. Estas cosas no sufren improvisación de última hora.

La comezón que siente de criticarme a todo trance le hace cometer algunas graciosas confusiones que vale la pena referir: una de ellas consiste en dar a entender, con los tres puntos suspensivos de cajón, en la nota 88 de la página 75, que merece cuando menos algún escepticismo, tal vez por estrafalaria, mi interpretación de la amplificación y multiplicación de las hazañas en los héroes de Zamora y Cañizares como intento no consciente de compensar el desgaste y degeneración progresiva del concepto de grandeza; pero no se da cuenta de que esta idea procede en línea directa, pues no se trata más que de una cita entrecomillada, cinco citas, mejor dicho, del propio texto de su tesis mecanografiada, con indicación de la procedencia a pie de página, y que el contenido de una de estas citas se halla a unos seis renglones escasos de la llamada de la nota irónica (vengan tres puntos suspensivos vengadores); en otra parte (p. 128, n. 43), me atribuye la expresión «desaparición del héroe», cuando yo me refiero a la «demolición» del mismo, sacando la expresión de Morales du Grand Siècle, de Paul Bénichou, libro que suscitó en mí una verdadera iluminación cuando trataba paulatinamente de poner a punto, con no poca dificultad, mi método de trabajo personal: Mérimée debió de leer mi tesis con mediano detenimiento, pues en otra nota (p. 164, 40) me atribuye -a no ser que se exprese mal- una definición «poco exacta» de Romea y Tapia acerca de lo que se entendía por «figurón», lo cual tengo a mucha honra y casi me induce a dar por el pie a mi natural modestia; y no hablemos de alguna que otra advertencia más que ni siquiera él mismo la entendió (aquí sobran los puntos suspensivos).

Para relajar la tensión creada por la anterior argumentación, pero en estrecha relación con el método mío (y, afortunadamente, no exclusivamente mío), referiré una anécdota muy amena, no sólo debido a la personalidad encantadora y urbana del que la protagonizó, sino también porque su epílogo, algo tardío, muestra claramente que dicho método no es tan estrafalario ni obtuso como da a entender Mérimée (con aprobación, ocioso es decirlo, de algunos discípulos suyos de análogo   —29→   sectarismo primitivo): en la página 560 de mi tesis, publicada, repito, hace ya un cuarto de siglo, y por lo tanto elaborada cuando los dieciochistas se contaban aún con los dedos de la mano, o poco faltaba, formulaba lo que ni siquiera se puede llamar hipótesis, sino simple intuición, cuyo interés podían o no confirmar unas investigaciones aún por realizar, y era que la constante preocupación de los gobernantes por enaltecer el papel de la madre y esposa postergando el de mujer digamos de carne y hueso, y de carne más que de hueso, podía quizás tener alguna relación, aunque no bastaba para explicar tan compleja decisión, con la adopción oficial de lo que había de ser más tarde el «dogma» de la Inmaculada Concepción, por el que se declaraba exenta del pecado original a la madre de Jesús, quedando ésta ajena a la concupiscencia y a la maldición que cargaban sobre la posteridad de Adán, pues, según escribía Bossuet un siglo antes, tuvo una «carne sin fragilidad, unos sentidos sin rebeldía», gracia que le fue concedida para que fuera «una digna morada del hijo de Dios», de manera que, como decía, se borraba su femineidad en beneficio de su maternidad.

Sabiendo que la mujer representaba para muchos el pecado, el que María, a diferencia del primer hombre, conservara «la integridad, es decir, la sumisión del apetito sensitivo al apetito racional»,16 correspondía exactamente a la «perfecta casada», digamos, tal como la concebían los reformadores, ideal en el que tanto me detengo en Sur la querelle du théâtre... como en Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII.

Al leer esta frase, completada además prudentemente con una nota en la que yo confesaba la ausencia prácticamente total de documentos en que fundamentar mi idea, exclamó el lamentado Marcelin Défourneaux, con fingida indignación, pues la desmentía la chispa risueña que noté en sus ojos: «Pero ¡si Ud. mezcla incluso a la Virgen en esos asuntos!», lo cual no carecía de cierto humor para quien sabía que era protestante... Yo, sorprendido por estas palabras, traté en vano durante un buen rato de dar con la nota «atenuante» para que constase que andaba con pies de plomo, y, después de terminado el acto, nos reímos los dos comentando el pánico que me había sobrecogido. Y la historia, con su habitual ironía, resolvió tras unos diez años demostrarme que mi intuición no andaba tan descaminada, al menos si me refiero a lo escrito por mi malogrado colega y amigo Joël Saugnieux, de innegable autoridad en lo que a religión dieciochesca se refiere; éste, en una ponencia leída en 1981 y publicada con algunas más en La época de Fernando VI por la ovetense Cátedra Feijoo bajo el título «Ilustración católica y religiosidad popular: el culto mariano en la España del siglo XVIII», después de estudiar el conflicto entre la voluntad unificadora de los reformadores ilustrados en esta materia y las creencias y prácticas particulares, y demostrar que el doble fenómeno de represión de la cultura popular durante el XVIII y su resurgir a finales del mismo «sólo se puede explicar teniendo en cuenta la realidad política de entonces», es decir, respectivamente, la forma centralizada del gobierno y las crisis del reinado de Carlos IV, pues «el criterio de ortodoxia siempre es político y religioso a la vez», escribe lo siguiente:

En el siglo XVI como en el XVIII la represión de las formas populares de devoción se acompaña casi siempre de una depreciación de la mujer, considerada como agente de transmisión de dicha religiosidad, y, como consecuencia, de una fuerte represión sexual [...] el culto mariano suele ser un culto a la mujer como virgen y como madre. En este sentido está relacionado con la represión de la sexualidad y puede considerarse como un culto antifeminista que supone cierta depreciación de la mujer como tal. En el siglo XVIII se elabora una moral que utiliza dicho culto para encerrar a la mujer en su papel de madre. Se comprende pues que la misoginia de los predicadores, su moralismo sexual, se acompañen de una extraordinaria devoción a la Virgen.17



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No hay nada que añadir: éste es legítimo materialismo histórico, perfectamente compatible, como se ve, al menos en los investigadores de no cortos alcances, con las propias creencias religiosas.

Hablemos algo más de metodología. En una ponencia leída hace unos años en el coloquio internacional de Bolonia sobre el teatro español del siglo XVIII (1985),18 María Grazia Profeti se refiere a una perspectiva clásico-céntrica de la pervivencia del teatro barroco en el XVIII y cree observar, tal vez por haber también ella leído mi tesis «diagonalmente», según solemos decir los galos, una contradicción entre dos afirmaciones mías: una, que «sólo aparecen de vez en cuando unas pocas comedias calderonianas que parecen gozar de una discreta consideración», y otra que tengo que reconocer -yo me paso el tiempo reconociendo lo que me imponen los hechos, no es ninguna novedad, sino mi ocupación diaria- que «es Calderón el comediógrafo a cuyo repertorio se acude con más frecuencia», acusándome de intentar quitarle valor a la popularidad del teatro barroco. Yo no intento quitarle nada a nadie, y, por decirlo de una vez por todas y dejar ya las cosas claras, «sepan quantos» que me importa una voz básica del Diccionario de Cela que Calderón fuese, para unos ilusos, el ídolo del pueblo del XVIII o que sus comedias, según el propio corregidor Morales, más enterado que nadie, «por muy vistas, ahuyent[asen] a la gente de los teatros», según salta ya a la vista en los primeros decenios de la centuria y podrá comprobarlo el lector en una Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII (1708-1808), de próxima aparición, o antes en la lista de comedias representadas de 1708 a 1719 que acaban de dar a luz John Varey y Charles Davis en el tomo XVI de sus Fuentes para la historia del teatro en España. Una cosa es la frecuencia con que se pone una obra en cartel, y otra la mediana acogida que le reserva el público, y esta diferencia, que me parece fundamental, tiene que explicarse por paradójica, en vez de achacarle al que la estudia la responsabilidad de una paradoja que él se limita a constatar precisamente antes de dar con una explicación. Por cierto que no soy lo bastante ingenuo como para considerarme detentador de la Verdad con V mayúscula (y de «vaca»), y de ahí mi costumbre, o manía, de señalar en mis trabajos sucesivos las equivocaciones que me consta haber cometido en los anteriores. Los que en nuestros días acostumbran a mirar con alguna regularidad las emisiones televisivas, al menos en mi tierra, se habrán dado cuenta de que se repiten frecuentemente, a veces cambiando de cadena, unos mismos filmes de dudoso interés por falta de un número suficiente de obras originales, incluso norteamericanas. Reconozco sin embargo que sufren el mismo tratamiento algunas muy apreciadas, pero precisamente lo que permite establecer la diferencia, y esta diferencia es fundamental, es el llamado índice de audiencia, o sea el equivalente al recuento de los concurrentes al teatro. Como quiera que sea, los directores de compañías dieciochescas, como los actuales responsables de los programas de televisión, disponían de lo que se llamaba un caudal de obras, de donde sacaban en caso de necesidad, o sea por carecer provisionalmente de obras originales, las que tenían de repertorio y se sabían de memoria (con alguna ayuda del apuntador) los cómicos, y eran, según perogrullesca deducción, necesariamente las anteriores. Yo tengo la debilidad de pensar que este aspecto, profundamente humano pues nos informa acerca de la mentalidad de las distintas capas de la sociedad del XVIII, tiene al menos tanta importancia para conocerla como el recuento de signos, legisignos, hipersignos, semas, sememas, semantemas, lexemas (no es ninguna dolencia), iconemas, y dentro de poco, a no ser que ya existan, melemas o melodemas, de que están preñados los pre- y post-   —31→   textos, intertextos, metatextos, macrotextos, genotextos, paratextos y demás partos de la «moderna» semiojerigonza,19 cuyo manejo desemboca finalmente en las mismísimas conclusiones, cuando algo se consigue, a que llegan los dinosaurios de mi calaña; fuera de que así no se entienden mejor las obras pues se parte de unos presupuestos, de una teoría en la que, como en lecho de Procustes, se trata de encajar mal que bien una serie de fragmentos textuales, en particular, naturalmente, los que permiten «comprobar» la eficacia de tal aproximación.

Por ello dictamina en primer lugar rotundamente la eminente hispanista italiana que «la oposición comedia áurea / teatro del dieciocho es un falso problema» (paciencia: el vs., en sustitución de la obsoleta barra oblicua, viene poco después) a pesar de que ocupa la polémica las dos terceras partes del siglo, cosa que yo me limito una vez más a observar y comentar para tratar de proponer luego una explicación, sin previa exposición de teoría, sin a priori ni postulado, sino intentando reconstruir empíricamente, como sugería modesta y atinadamente Noël Salomon en su citado artículo, la base histórica en que deben sentarse mis interpretaciones; «el estudio de la materia observable -escribía éste- y hasta cuantificable, tiene la ventaja de introducirnos en el punto preciso en el cual el hecho literario se inserta en la vida a la par económico-social e ideológico-cultural de los hombres». Advierto además, o por mejor decir repito, contra lo que parece sugerir Profeti, que la cuantificación de los hechos, en este caso las entradas diarias, no es más que una base, una mera base, objetiva, indiscutible, que me ha de permitir apreciar mejor el porqué de los juicios y tomas de postura de los contemporáneos de las obras examinadas, pues lo esencial no son las entradas, sino los seres pensantes que escriben dichas obras y aquellos a quienes van destinadas, pero cuyo pensamiento, necesariamente subjetivo, pues está inmerso en su historia cotidiana (como el mío, con la diferencia de que yo tengo clara conciencia de ello y me esfuerzo en prescindir de dicha dependencia), puede deformar en parte la realidad; mas sin esos documentos medibles, cuantificables, se corre el riesgo de no disponer de ningún antepecho para contener la imaginación de un historiador, el cual se convierte en panegirista o en denigrador, cuando no en simple cuentista, y esto es contra lo que vengo luchando desde hace treinta y tantos años.

Como era de esperar, en segundo lugar, después de declarar obsoleto el método a que me acabo de referir, Profeti anuncia la gran novedad que lo resuelve todo, mejor dicho que permite enfocar «correctamente» el fenómeno, y es -ya lo sospechará el lector- la estupenda «metodología semiótica». Lo que me hace gracia, es que muchos adeptos de dicha novedad revolucionaria (como son también los últimos polvos de lavar o el cepillo de dientes eléctrico) les enseñan a sus lectores boquiabiertos, con palabras más altisonantes, unas cosas que ya sabemos desde hace decenios y ellos, por lo visto, acaban de descubrir, como el Mediterráneo, y son que una obra teatral no se puede explicar como una novela, que entre el autor, su «personaje», que sólo «existe» por los parlamentos que se le hace declamar, y el espectador, hay un cómico, a veces aconsejado por el director, y que un texto recitado (o incluso cantado) puede sonar de modo distinto según la personalidad, la voz, el estado de salud (se suelen anular funciones por indisposición de uno, a no ser que lo sustituya un compañero improvisadamente), la mímica particular combinada con la tradicional, la indumentaria, muy variable, el aspecto físico del representante, el grado de popularidad, la calidad de la decoración, la fecha, etc., etc., sin contar algunos elementos que se suelen dejar en el tintero semiótico, y son la incomprensión de los actores y del público frente a   —32→   algunos pasajes enrevesados del texto áureo o contemporáneo (de ahí varias supresiones e incluso «morcillas»), las «afecciones meteorológicas» del día, según solían decir, la algazara más o menos recia del auditorio que no siempre permitía oír la totalidad del texto, en una sala además constante si bien parcamente alumbrada, la acústica de tal o cual teatro o escenario, la mayor o menor comodidad con la que los espectadores (perdón: los «destinatarios») de los distintos sectores recibían el «mensaje» del «destinador», e todo lo al. Pero el caso es que todo ello no pasa de mera teoría, lo cual se comprende perfectamente para los siglos anteriores al XVIII, sobre los que se dispone de una documentación mucho más reducida para apreciar el impacto exacto de una obra en tal o cual circunstancia, mientras que para la decimoctava centuria disponemos de la prensa, de las censuras eclesiástica y gubernamental, de los juicios formulados acerca de cada cómico a petición de la autoridad de tutela, de un sinnúmero de obras manuscritas que sirvieron para el estreno, con los arrepentimientos de sus autores, las tachaduras, correcciones o modificaciones impuestas por la superioridad o la necesidad de no exceder el tiempo normal de la función, las didascalias, suyas o del «metteur en scène», variables según los períodos, la opinión que dejaron escrita no pocos apuntadores en sus respectivos «papeles», y trescientas cosas más que no es del caso referir aquí pero que tuvo en cuenta hace más de treinta años, siempre que le fue posible, porque le obligaron a ello, sin que se entrometiera cualquier postulado, los mismos contemporáneos de Moratín y era lógico e imprescindible proceder de tal forma, el humilde aunque fastidiado firmante de estas páginas. Además, ¿cómo puede saber Profeti, si no es sólo a nivel teórico, que la «relación que el destinatario establece con el texto literario, relación que integra el texto espectáculo» es lo que cambia en el teatro del XVIII comparado con el anterior, si no dispone, para éste, ni de la centésima parte de la documentación que poseemos los dieciochistas sobre el público cuyas reacciones tratamos de analizar y explicar? Éste es otro descubrimiento de América, coincidente con el quinto centenario de aquel acontecimiento histórico, y es de la misma índole que la invención de las clases sociales por los propietarios de máquinas de vapor, según la teoría de Mérimée más arriba evocada. Yo no veo porqué el espectador del XVIII operaría una «selección de los textos», lo cual es exacto y además notorio, mientras que el del Siglo de Oro no; ¿por qué redactaron Lope y otros contemporáneos tantos centenares de comedias de capa y espada si no fue para responder a una demanda precisa? Y ¿qué sabemos por otra parte del éxito de La vida es sueño, de Peribáñez, o de La verdad sospechosa y sobre todo de por qué lo tuvieron, si es que lo tuvieron? Todos hablan de estas obras como si hubieran suscitado una adhesión unánime: véase acerca de este problema, como tengo indicado, la Bibliografía de las controversias... ya citada, de Cotarelo. En resumidas cuentas, todo esto no pasa de ser mera teoría, según se verá adelante con mayor claridad.

En efecto, contra lo que se podía esperar después de afirmar Profeti los presupuestos teóricos de su investigación y, como es lógico, la caducidad del método de que se desvincula y que reduce a la recolección de las recaudaciones diarias (como si yo no hubiera pasado de este nivel, en cuyo caso se reducía mi tesis a unas cincuenta páginas...), la semioticista (¿así se dice?) transalpina «opera», según escribe, sobre textos áureos censurados a mediados del siglo XVIII y «descubre», con algún retraso, creo yo, entre las razones de dichas censuras el rechazo a un lenguaje demasiado recargado (el censor eclesiástico, tan poco grato al joven Moratín, se llamaba Puerta Palanco, no Palanca), las descripciones ya tan traídas como llevadas del arroyo que corre, y, -cosa que al parecer ignora Profeti, generalmente acompañadas de una mímica-, la religión, el decoro, la prudencia política, la verdad histórica, etc. Pero tiene perfecta razón al escribir, aunque tampoco es nada nuevo, que hace falta evitar la visión clásico-céntrica que equivaldría a decir: «He aquí cómo el censor procura evitar los errores barrocos» (a no ser que se puntualice: «los que a sus ojos son errores barrocos» o «los supuestos errores barrocos»).

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Y me pregunto, al terminar la lectura de su artículo, a qué viene la profesión de fe semioticista tenida por única operativa en la introducción, cuando el contenido del artículo lo podía redactar cualquier veterano «misoneísta», mientras la conclusión, trivial si la hay, consta de tres líneas: «El teatro del siglo anterior es, pues, una forma ya lejana, de la cual no se comparten las razones ideológicas, y sobre todo, cuyo ornatus retórico puede llegar a parecer francamente fastidioso». Si este método no es el semiótico, de lo cual estoy persuadido ya que se trata de un artículo perfectamente inteligible, ¿a qué viene proclamar lo contrario? Y si lo es, pues yo mismo lo vengo aplicando inconscientemente desde hace más de treinta abriles, como el señor Jordán -no D. Lucas, sino el de Molière- hablaba en prosa sin saberlo.

Antes mencioné la acusación de «censores de la Ilustración», deseosos de «descalificarla», que esgrimen algunos al referirse a los que nos contentamos en realidad con criticar las interpretaciones hagiográficas e ingenuas de la misma, o, por mejor decir, a los que creen a pies juntillas que el lenguaje de los Ilustrados, como cualquier otro, es transparente al pensamiento, sin interposición o «filtro» de ninguna clase. Lo que hacemos nosotros es simplemente confrontar las declaraciones y los hechos, las realizaciones, y resulta que el balance no es tan positivo, incluso teniendo en cuenta todos los obstáculos imaginables, para unos españoles como para otros. Un humorista llega incluso a escribir con gracia plúmbea que censuramos a los Ilustrados por no haberse anticipado en dos siglos a la Revolución Proletaria de 1917; ríase el que quiera ante esta ocurrencia digna de un George Bernard Shaw de escaleras abajo. No niego que haya en la Ilustración una «fundamentación antropológica», como escribe Antonio Morales Moya en el citado número 504 de la revista Ínsula, «una idea del hombre, no reducible a las orientaciones productivistas» que le achacamos. Por supuesto; pero yo pregunto: ¿qué es el hombre indiferenciado? Una mera abstracción; no es el mismo hombre un Jovellanos o un Cabarrús, reformistas si los hubo, que un destripaterrones andaluz o un obrero de manufactura. Tal afirmación tiene tanto de científica como la tan usual de que la renta media nacional per cápita es en tal o cual país la más elevada del mundo, cuando lo único real y verdadero que ocultan estas palabras es que en el referido país la renta más elevada del mundo la detenta una minoría, dejándole unas migajas -aunque compadeciéndola, naturalmente y dándole de vez en cuando alguna limosnita o algún fusilazo según el humor- a una inmensa mayoría abrumada de trabajo o aniquilada en cuanto grupo de presión por el paro. El humanismo ilustrado no concierne en realidad a todos los españoles, sino a los que pertenecen a las capas más avanzadas económica, política y culturalmente y que luchan contra las «preocupaciones», es decir los presupuestos ideológicos del pasado y sus defensores, entre ellos la aristocracia «tradicional» y la Inquisición, poco dispuestos a admitir una evolución que permita el advenimiento de la que Jovellanos califica de «clase rica y propietaria», integrada por antiguos o nuevos terratenientes, manufactureros, banqueros y negociantes de alto nivel, etc., llamémosles, si se quiere, alta y media burguesía; pero, por favor, no se nos venga con la «integración de todas las clases sociales en una común tarea de reformismo progresivo»: me da la sensación de estar oyendo un actual discurso electoral, tanto de derechas como de izquierda, dicho sea de pasada; y, salvando las distancias, esto era lo que hacía en cierto modo la mayoría de los Ilustrados al referirse al hombre en general, algo así como los burgueses revolucionarios franceses reivindicaban la libertad e igualdad para todos, sólo que, según dijera un cómico francés fallecido hace poco, pensaban que ellos eran más libres y más iguales que otros... Cítenme en efecto una sola manifestación positiva, una realización práctica, de dicha integración general, tanto en España como en Francia. En cambio (y también saco estos ejemplos del artículo de Morales), ¿por qué proponen algunos excluir de dicha «clase» a los que ya no pueden sustentar su nobleza por falta de recursos, convirtiéndoles en personas «útiles al estado», esto es, en trabajadores; ¿por qué   —34→   querían los ilustrados «imponerle una disciplina social» al pueblo? ¿por qué se quejan varios moralistas, entre ellos Feijoo, del número a sus ojos demasiado importante de los días festivos, me refiero a los no laborables, si no es, con el piadoso pretexto de redondear los jornales de los «infelices», para aumentar la productividad, a imitación del papa -escribe Campomanes-, gran señor territorial, a cuyos estados no acudían, que yo sepa, miles y miles de inmigrantes atraídos por la vida regalada que gozaban todos sus súbditos? ¿por qué se suelen hacer redadas de mendigos, se encierra a hombres y mujeres en sendos «hospicios», etc., si no es para ocupar esos brazos ociosos, y en beneficio de quién? (esto lo llaman beneficencia). Si se quiere «incorporar a la nobleza a la tarea reformista», no es para que realice los deseos meramente verbales de verla volver a instalarse en sus fincas para mayor dicha de sus vasallos, sino para que, desde las ciudades en que vive de sus rentas, tome las medidas convenientes destinadas a pedirles mayor productividad a los administradores asalariados que cuidaban de sus posesiones. Lo que sí se le desea al pueblo, es que se divierta, como escribe Jovellanos, no en el teatro, distracción «perniciosa para él», sino dedicándose a juegos «inocentes»; la pretendida «inocencia» del pueblo que tanto emociona a los reformistas es el equivalente moral a su inocuidad social y a su docilidad, de la que no siempre dio ejemplos alentadores (los motines de Esquilache, y no hablo de los numerosos conflictos laborales, poco conocidos o evocados, fueron durante largo tiempo la pesadilla de los gobernantes, los cuales intervenían con mano dura). En pocas palabras, todo muestra que los Ilustrados fueron unos reformistas y por lo mismo supusieron un indudable progreso en la España del XVIII, de que se benefició el siglo siguiente, por lo que su memoria es acreedora al mayor respeto; pero, debido a las circunstancias histórico-sociales, en una sociedad determinada, con determinado estado de producción, y en que la propiedad individual era una de los valores más respetables, era inevitable, y es comprensible y por lo mismo de ninguna manera criticable, que ese progreso concerniera exclusivamente a su clase, y no a las laboriosas, de las que dependía la permanencia de su estatus. Lo que sí es criticable (no digo «censurable»), en el sentido estricto de la voz, o sea lo que debe examinarse y confrontar a la luz de la crítica histórica, son los escritos de la época, y los resultados objetivos en que desembocaron o no desembocaron porque no podían desembocar. Sin esta actitud fundamental, no hay historia posible que no sea apología o, precisamente, censura.

Y, como ya es hora de concluir, me referiré por último a un artículo de Javier Varela,20 bastante largo por cierto, publicado en la misma revista, de tendencia análoga, pero que tiene la feliz particularidad de facilitarle al lector (al menos a mí), todos, o casi todos, los argumentos y citas necesarias para demostrar lo contrario de lo que él sustenta.

Varela da inicio a su «demostración» arremetiendo contra los que, como yo, escriben que la «filantropía» ilustrada en dirección al pueblo laborioso no fue al fin y al cabo más que un modo de reforzar la dominación de los pudientes sobre el mismo, y hace aspavientos ante la afirmación del Equipo Madrid,21 (al que yo alabo por su intento desmitificador, quizás alguna que otra vez excesivo, pero saludable) de que fue «como un intento postrero e infructuoso para detener una dinámica social que llevaba en derechura a la revolución». Yo no puedo afirmar si así fue o no fue, simplemente porque no hubo tal revolución, al menos comparable a la francesa; pero, ¿y Cádiz? ¿y la Constitución? ¿y el grito, tan moderno ya, de que «el pueblo unido lo puede todo», haciéndose eco de los acontecimientos revolucionarios franceses? La idea central del trabajo de Varela es que «el discurso ilustrado acerca del pueblo supone su elevación a la inédita condición   —35→   ciudadano»; ¡caramba, cómo las gasta! Se trata efectivamente de un discurso, cuyo sentido profundo debe indagarse una vez más no sólo a la luz de los hechos, cuestión que no se plantea Varela, sino también comparando entre ellos los distintos discursos sobre el tema, y, en un mismo discurso, las contradicciones palmarias que permiten apreciar lo que apenas se oculta tras ese supuesto deseo de dignificación. La mayoría de los textos aducidos presenta al pueblo laborioso como un monstruo, un «caballo desbocado», una «chusma desalmada y feroz», un «río caudaloso que todo lo abate a su paso»; ¿Tendría Feijoo, debelador de las falsas creencias del pueblo «bárbaro», muchos lectores de sus libros, cuyo precio no estaba al alcance de todas las bolsas, entre la inmensa masa de campesinos y obreros de su tiempo? Dejémonos de ilusiones piadosas propias de los moderados modernos que se asimilan a sus antepasados. En 1770, un administrador de las propiedades extremeñas de Campomanes (autor, como es sabido, y no por casualidad, de dos discursos complementarios, uno sobre el fomento de la industria popular, otro sobre la educación popular de los artesanos) afirmaba en carta a su amo: «la gente del trabajo de este país es barbárica y semejante a la que está por descubrir y conquistar»; y Varela comenta con indudable emoción: «Descubrir y conquistar son, a mi juicio, las palabras que mejor definen la tarea de los ilustrados ante la mentalidad popular»: una de dos, o el administrador de Campomanes, que equipara campesinos y «salvajes», y su amo, son unos ilustrados, o no lo son; fuera de que a los «salvajes» ya conquistados, los de América, se les «ilustra» para aprovechar mejor su fuerza de trabajo. Yo me inclinaría a creer, a pesar de que soy un indigno censor de los «amigos del pueblo» dieciochescos, que el referido administrador trataba de justificar ante su corresponsal la dificultad de explotar aún más a los indios extremeños en provecho de su propietario... Lo que nos falta todavía, es en efecto un estudio muy detenido y enjundioso de cuál era la procedencia de las rentas de los más destacados estadistas que se preocuparon por la «dignidad» del pueblo laborioso, y las de sus semejantes, fuesen gobernantes o simplemente de su clase (ya que, a diferencia de Mérimée, concede Varela que las había un siglo antes, por lo que le quedo agradecido). Siguen, en las dos largas (y anchas) columnas de la primera página, y también en las demás, otros muchos ejemplos del alto concepto que tenían formado los Ilustrados de aquellos a quienes querían «civilizar», y cuyo trabajo deseaban «dignificar», según escribe el citado estudioso que se desvela por mantener de pie un mito histórico en el que tiene interés. Pero ¿para qué, cómo, y en provecho de quiénes lo deseaban si por otra parte, según el mismo, se les exigía una «disciplina laboral» que correspondía a «la percepción del pueblo como fuerza de trabajo»? «Adscripción forzosa», «obligación de trabajar», «aspectos represivos», «intensificación» del trabajo, «prolongación de la jornada», «autocompulsión al trabajo», «coacción estatal», entusiasmo de Foronda ante el espectáculo de un muchacho de cinco años «muy gozoso de empuñar el manubrio de una rueda», nada de espectáculos, contrariamente a lo que se afirma, sino juegos meramente corporales, que «aumentan las fuerzas [...], endurecen las carnes», según el abate de la Gándara (y el propio «Jovino»), «acrecientan las fuerzas corporales de la juventud», al decir de Campomanes. Mero complemento propagandístico de ello, o manera más «política», «diplomática» de decirlo, pero de igual sentido y con idénticos fines, eran los lamentos oficiales ante la miseria del campesino y del obrero, (pero que estos no oían nunca y pertenecen a los tópicos del lenguaje pétreo de la época), a veces incluso adornados con alguna que otra lágrima, al menos según decían, y por otra parte el vituperio del «egoísmo» de los poseedores... por los mismos poseedores o sus portavoces; pero cítenme un solo ejemplo de mejora, salarial o material, en la suerte de aquellos. ¡Vaya programa social y civilizador! Y ¿la tan decantada educación? «Para aumentar la productividad era menester la difusión de conocimientos básicos: leer, escribir y contar»; una enseñanza, pues, utilitaria y de ninguna manera encaminada a   —36→   favorecer una reflexión excesiva (y a largo plazo peligrosa) del buen pueblo; por ello no le conviene «al Estado que se dediquen los pobres a las letras, sino que sigan la profesión de sus padres». «Mens sana [es decir «inocente», como ya hemos visto, pues, dice Cabarrús, «los numerosos brazos de los jornaleros amenazan a la sociedad entera»] in corpore sano» para producir más. Y muy sintomática me parece la coexistencia contradictoria en un mismo discurso de las declaraciones de amor al pueblo y las propuestas encaminadas a hacerle más libre y feliz con el trabajo. Entiéndanme bien: repito que no censuro a los terratenientes; y sus representantes en el gobierno que se las ingeniaban por hacerle bregar aún más al pueblo; dicha actitud, igual que ocurre hoy, estaba implícita en la lógica del sistema, y yo me limito a constatarla, en vez de darle una interpretación edulcorada, o de clamar una indignación igualmente fuera de propósito. Bien dice -¡por fin!- Varela que ese pueblo tan mimado por los ilustrados era un «pueblo utópico», al que hubieran querido mantener en la «respetuosa» obediencia a sus superiores. Sí, ése era el pueblo «ideal», como escribe Varela, pero «ideal» para los ilustrados, naturalmente. ¿Era acaso muy distinta tal actitud de la de nuestros directores de empresas (y, como antes decía, de sus estadistas), los cuales por una parte lamentan el incremento constante del paro, o, en forma más moderna, claman indignados y resueltos contra él proponiendo una reforma diaria para aniquilarlo, y por otra, no chistan cuando se despide a centenares de asalariados porque la nueva maquinaria, como escribía ya el abate Cladera a finales del XVIII, permite «ahorrar brazos», es decir gastos perjudiciales para los beneficios de los accionistas? Pero no voy a proseguir, no sea que los que cultivan la ceguera ideológica me acusen de estudiar el pasado con las claves propias para la interpretación del presente.

En la medida en que esta ponencia dista mucho de agotar el tema que la ha suscitado, necesitaría, como el papelejo del señor Arroyo, una segunda parte, a imitación de las comedias de Salvo y Vela o del «injustamente minusvalorado» -¿por quién?- Luciano Efe Comella. Dios mediante, y la Macarena, de quien soy muy devoto (pues sí señor), tiempo habrá quizás para todo; pero démosle antes tiempo al tiempo.





 
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