Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

Juvenilia


Miguel Cané



Portada



  -1-  

ArribaAbajo[Prólogo]

Toutes ces premières impressions... ne peuvent nous toucher que médiocrement; il y a du vrai, de la sincérité; mais ces peintures de l'enfance, recommencées sans cesse, n'ont de prix que lorsqu'elles ouvrent la vie d'un auteur original, d'un poète célèbre.

Sainte-Beuve                


Tal era el epígrafe que había puesto en la primera hoja del cuaderno en que escribí las páginas que forman este pequeño volumen. Quería tener presente el consejo del maestro del buen gusto, releerlo sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no manejan una pluma y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna por subir a las alturas para que la vivifique el sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad; nunca pensé al trazar esos recuerdos de la vida de colegio, en otra cosa que en matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que he pasado en el alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi existencia. Horas melancólicas, sujetas a las presión ingrata   -2-   de la nostalgia, pero que se iluminaban con la luz interior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de mi infancia y que los cuadros serenos y sonrientes del pasado, iban apareciendo bajo mi pluma, haciendo huir las sombras como las aves de las ruinas al venir la luz de la mañana. Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la impersonalidad, entendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías íntimas y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano que no hace vacilar el rápido latir del corazón. Cuantas veces he intentado apartarme de mi inclinación, escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he conseguido quedar satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole le impone, porque es la única en que puede desenvolver la fuerza relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte y el trabajo pueden hacer un versificador elegante y fluido; pero cada estrofa no será un pedazo de alma de poeta y el que así horada el ritmo rebelde para engastar una idea, tendrá que descender de las alturas para elegir su símbolo, dejando al pelícano cernirse en el espacio o desgarrarse las entrañas en   -3-   el pico de una roca. Entre una herida que chorrea sangre y una jaqueca, hay la distancia... de Byron a Tennyson.

Si algo he escrito con placer, son estos recuerdos. Mientras procuraba alcanzar el estilo que me había propuesto, sonreía a veces al chocar con las enormes dificultades que se presentan al que quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es la vida y la verdad y nada hay más difícil que penetrar en ese santuario. La palabra es rebelde, la frase pierde la serenidad de su marcha y todos los recursos de nuestro idioma admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarles la acción. No he conseguido por cierto ni aun acercarme a mi ideal, pero estoy contento de mi esfuerzo, porque, si no lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen camino.

J'aurai du moins l'honneur de l'avoir entrepris.

Ahora, ¿por qué publico estos recuerdos, destinados a pasar sólo bajo los ojos de mis amigos? En primer lugar, porque aquellos que los han leído, me han impulsado a hacerlo, a llamarlos a la vida después de dos años de sueño... Pero, con   -4-   lealtad, en el fondo, hay esta razón suprema que los hombres de letras comprenderán: los publico, porque los he escrito.

Mucho he suprimido, poco he agregado. Ciertas páginas íntimas han desaparecido porque, para ser comprendidas, era necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y vida a las formas vagas del recuerdo. Pero mientras corregía, pensaba en todos mis compañeros de infancia, separados al dejar los claustros, que no he vuelto a ver y cuyos nombres se han borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer biografías de fantasía para algunos de mis condiscípulos, fundándome en las probabilidades del carácter y sin saber si aún existen. ¡Cuántos desaparecidos! ¡Cuánta matemática, cuánta química y filosofía inútil! No hace mucho tiempo, al entrar en una oficina secundaria de la administración nacional, vi a un humilde escribiente cuyo cabello empezaba a encanecer, gravemente ocupado en trazar rayas equidistantes en un pliego de papel. Como tuve que esperar, pude observarlo. Cada vez que concluía una línea, dejaba la regla a un lado, sujetándola para que no rodara, con un pan de goma,   -5-   levantaba la pluma e inclinando la cabeza como el pintor que después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto, sonreía con satisfacción. Luego, como fascinado por el paralelismo de sus rayas, tomaba de nuevo la regla, la pasaba por la manga de una levita raída, cuyo tejido osteológico recibía con agrado ese apunte de negrura, la colocaba sobre el papel y con una presión de mano, serena e igual, trazaba una nueva paralela con idéntico éxito. -Ese hombre, allá en los años de colegio, me había un día asombrado por la precisión y claridad con que expuso, tiza en mano, el binomio de Newton. Había repetido tantas veces su explicación a los compañeros más débiles en matemáticas, que al fin perdió su nombre para no responder sino al apodo de «Binomio». Lo contemplé un momento, hasta que levantando a su vez la cabeza, naturalmente después de una paralela réussie, me reconoció. Se puso de pie, en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría de mi parte. ¡Yo había sido nombrado ministro! ¡no sé donde, y él!... Me enterneció y lancé un: ¡Binomio! abriendo los brazos, que habría contentado a Orestes en labios   -6-   de Pílades. Me abrazó de buena gana y nos pusimos a charlar.

-¿Y que tal, Binomio, como va la vida?

-Bien; estuve cinco años empleado en la aduana del Rosario, tres en la policía y como mi suegro, con quien vivo, se vino a Buenos Aires, yo busqué aquí un empleo en él me encuentro desde que llegamos.

-¿Y las matemáticas? ¿Cómo no te hiciste ingeniero o algo así? Tú tenías disposiciones...

-Sí, pero no sabía historia.

-Pero no veo, Binomio, la necesidad de saber si Carlos X de Francia era o no hijo de Carlos IX, para hacer un plano.

-Desengáñate, el que no sabe historia, no hace camino. Tú eras también bastante fuerte en matemáticas; dime, ¿cuántas veces, desde que saliste del colegio, has resuelto una ecuación o has pronunciado solamente la palabra coseno?

-Creo que muy pocas, Binomio.

-Y en cambio (¡oh! ¡yo te he seguido!) en artículos de diario, en discursos, en polémicas, en libros, creo, has hecho flamear la historia. Si hasta una cátedra has tenido, con sueldo, ¿no es así?

  -7-  

-Sí, Binomio.

-¡Con qué placer te oigo! ¡Ya nadie me dice Binomio! ¿Y sabes quién tuvo la culpa de que yo no supiera historia? Cosson, tu amigo Cosson, que tenía la ocurrencia de enseñarnos la historia en francés.

-No seas injusto, Binomio, era para hacernos practicar.

-Convenido, pero no practica sino el que algo sabe y yo no sabía una palabra de francés. Así, la primera vez que me preguntó en clase, se trataba de un rey cuyo nombre sirvió más tarde de apodo a un correntino que para decirlo estiraba los labios una vara. Era muy difícil.

-Ya me acuerdo: Tulius Hostilius.

-Eso es: quise pronunciarlo, la clase se rió, creo que con razón, porque, a pesar de habértelo oído, no me atrevería a repetirlo, yo me enojé, no contesté nunca y por consiguiente no estudié historia. ¡Animal! Así, mi hijo, que tiene seis años, empieza ya a deletrear un Duruy. No hay como la historia, y si no, mira a todos los que han hecho carrera.

-Y, ¿qué puedo hacer por ti, Binomio?

  -8-  

Se puso colorado y al fin de mil circunloquios me pidió que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que iba propuesto; ¡ganaba 43 pesos y aspiraba a cincuenta! ¡Pobre Binomio!

¡Cuántos como él, perdidos en el vasto espacio de nuestro país!

Una tarde había ido a comer a un cuartel donde estaba alojado un batallón cuyo jefe era entonces mi amigo. A los postres, me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo. Pasaba el tiempo leyendo y el comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarlo en la mayoría; ¡pero era tan vicioso! En ese momento pasaba por el patio y el jefe lo hizo llamar; al entrar, su marcha era insegura. Había bebido. Apenas la luz dio en su rostro, sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para evitarle la vergüenza de reconocerme. Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me había ligado en el colegio. Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba, un nombre glorioso en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para haber   -9-   surgido en el mundo. Había salido del colegio antes de terminar el curso y durante diez años no supe nada de él. -¡Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia para haber caído tan bajo a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado. Lo encontré, traté de levantarlo, le conseguí un puesto cualquiera, que pronto abandonó para perderse de nuevo en la sombra; todo era inútil; el vicio había llegado a la médula!

¿Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto y un estilo elegante y armonioso? ¿Recordaré ese hombre que sólo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo de una reputación indestructible ya? Era bueno y era leal; amaba la armonía en todo y la mujer pura lo atraía como un ideal; pero la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener el precioso   -10-   licor que chispeaba en sus venas. De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo. Sin ambiciones violentas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto. De tiempo en tiempo hacía un esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente, desenvolverse a nuestro lado. ¡Con qué júbilo lo recibíamos! Era el hijo pródigo cuyo regreso ponía en conmoción el hogar todo. Aquel cráneo debía tener resortes de acero, porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones después de largos meses de atrofia, resplandecía con igual brillo. ¿De atrofia, he dicho? No, y esa fue su pérdida.

La bohemia lo absorbió, lo hizo suyo, lo penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches, como el hijo del siglo, entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros de su espíritu y se embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora, el aliento revolucionario,   -11-   que es la válvula intelectual de todos los que han perdido el paso en las sendas normales de la tierra. El bohemio de Murger, con más delicadeza, con más altura moral. -El pelo largo y descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara fatigada por el perpetuo insomnio, los ojos con una desesperación infinita en el fondo de la pupila, tal lo vi por última vez y tal quedó grabado en mi memoria. ¿Vive aún? ¿Caerán estas líneas bajo su mirada? No lo sé; en todo caso, la entidad moral pasó, si la forma persiste. Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el problema de la vida, que cuando pienso en ese hombre!...

Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con placer, haciendo oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito. El principal personaje del Canto de la Sirena es una simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo para trazar la figura de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros, extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás. De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en   -12-   una gestación incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil, si se quiere. En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos y, por lo tanto, sabía poco. La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que jamás abren un libro y dejan atontados a los circunstantes en el examen.

Hay dentro de los muros del colegio, como en la penumbra del boudoir, coqueterías intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las horas de instrucción colectiva leen asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y trabajan con furor en la soledad. Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba a otra cosa. Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que escribía las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público. Algo así pasa con los prodigios escolares. Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dio la idea primera del soñador, era su manera curiosísima de ver las cosas más triviales. Fantaseaba como un maniático   -13-   inventor combina. Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros ensayos, sino incoloro. Me sostenía que yo estaba destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan complacido y solemne como si me augurara la fortuna o una corona, a la manera de los cuentos árabes. Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el esqueleto y yo le pondría la carne. Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de la vida de un médico en plena edad media, creyente en la magia de todos los colores, asistente asiduo y convencido al sabatt, inventor de un palo de escoba más ligero para llegar primero, fabricante de homunculus, (no había por cierto leído a Goethe aún) discípulo de Alberto el Grande, cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su imaginación, me persuado que había nacido para seguir con brillo la tradición de Hoffmann o Poe. Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado escribirlos, es en la seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no era mi objeto.

  -14-  

Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ése, tengo la certeza de que ha muerto. Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él. ¡Sabe el cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la anestesia moral más oscura que la tumba!

No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria. Si estas páginas caen bajo sus ojos, que el vínculo del Colegio, debilitado por los años, se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al ver pasar las horas felices de la infancia.

Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con la mirada llena de inconsciente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente. A los diez años, saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; -no olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es de los más profundos que vibran sobre la tierra. Paguemos la deuda filial, haciendo felices a los nietos, encaminándolos en la vida.

  -15-  

Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dio el pan intelectual, desterremos de sus claustros las cuestiones religiosas, si no tenemos un Jacques que poner a su frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.





  -16-  

ArribaAbajo- I -

Debía entrar en el Colegio Nacional tres meses después de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran los funerales.

El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que el doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública, bajo la presidencia del general Mitre, había tomado una parte inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento que quedaba bajo la dirección del doctor Agüero, se resentía aún de las trabas de la enseñanza escolástica y sólo fue más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento y el espíritu liberal que habían concebido el Congreso y el P. E.

Me invade en este momento el recuerdo fresco y vivo de los primeros días pasados entre los   -17-   oscuros y helados claustros del antiguo convento. No conocía a nadie y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el nuevo, la observación constante de que era objeto y me parecía sentir fraguarse contra mi triste individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas, pero que en los seculares colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte, si hubiera conocido entonces el Tom Jones de Fielding. -Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana. -Durante los cinco años que pasé en esa prisión, aun después de haber hecho allí mi nido y haberme connaturalizado con la monotonía de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno, infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita   -18-   campana empezaba a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formarnos en fila en un claustro largo y glacial. Allí rezábamos un padre nuestro, para pasar en seguida al claustro de los lavatorios. -¡Cuántas conspiraciones, cuántas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza hicimos para luchar contra la fatalidad, encarnada a nuestros ojos en el portero, colgado de la cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía más nudos que la que en el gimnasio empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta la campana, con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe. Muy a menudo, la expectativa nos hacía despertar en la mañana, antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos una campana de mano, áspera, estridente, manejada con violencia por el brazo irritado del portero, eterno preposé a las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando a todos los dormitorios y sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos personales, entre los cuales tenía el honor de contarme.   -19-   -Atrasar el reloj era inútil, por dos razones tristemente conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba a nuestra influencia, la segunda, el tachómetro de plata del portero que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de invierno, la desesperación nos volvía feroces y el ilustre cerbero amanecía no sólo maniatado, sino un tanto rojiza la faz, a causa de la dificultad para respirar a través de un aparato, rigorosamente aplicado sobre su boca y cuya construcción, bajo el nombre de pera de angustia, nos había enseñado Alejandro Dumas en sus Veinte años después, al narrar la evasión del duque de Beaufort del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a punto de inmortalizarme, descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada nocturna, vi una carreta de bueyes que entraba al mercado; debajo del eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro puntas; dentro dormía un niño. Fue para mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lámpara de Galileo, la marmita de Papin, la rana   -20-   de Volta, la tabla de Rosette de Champollion, la hoja enroscada de Calímaco. El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin abrigar, la amarré debajo de mi cama, de las cuatro puntas y cubriendo el artificio con los anchos pliegues de mi colcha, esperé la mañana. Así que sonó la campana, me sumergí en la profundidad y allí, acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente la visita del celador, que, viendo mi lecho vacío, siguió adelante. Me preguntaréis quizá, qué beneficio positivo reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme. Respondo, con lástima, que el que tal pregunta hiciera, ignoraría estos dos supremos placeres de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento matinal y la contravención.

Mi invención cundió rápidamente y al quinto día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró, vio el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo a la sien y después de cinco minutos de grave meditación, se dirigió a una cama, alzó la colcha y sonrió con ferocidad. ¡Era la mía!



  -21-  

ArribaAbajo- II -

El segundo obstáculo insuperable, fue la comida, invariable, igual, constante. En los primeros tiempos, apenas entrábamos al refectorio, un alumno trepaba a un especie de púlpito y así que atacábamos la sopa, comenzaba con voz gangosa a leernos una vida de santo o una biografía de la Galería Histórica Argentina, siendo para nosotros obligatorio el silencio y, por tanto, el fastidio.

No puedo vencer el deseo de dar una idea sucinta del menu; lo tengo fijo, grabado en el estómago y el olfato. Dentro de un líquido incoloro, vago, misterioso, algo como aquellos caldos precipitados que las brujas de la Edad Media hacían a media noche al pie de una horca con su racimo, para beberlo antes de ir al sabbat, navegaban audazmente algunos largos y pálidos fideos. Un mes llevé estadística: había atrapado tres en treinta días, y eso que estaba en excelentes relaciones con el grande que servía, médico y diputado hoy, el doctor Luis Eyzaguirre, uno de los tipos más criollos y uno de los corazones más   -22-   bondadosos que he conocido en mi vida. -Luego, siempre flotando sobre la onda incolora, pero siquiera en su elemento, venía un sábalo, el clásico sábalo que muchas veces, contra nuestro interés positivo, había muerto con dos días de anticipación.

En seguida, carnero. Notad que no he dicho cordero; carnero, carnero respetable, anciano, cortado en romboides y polígonos desconocidos en el testo geométrico, huesosos, cubiertos de levísima capa triturable y reposando, por su peso específico, en el fondo del consabido líquido, que para el caso se revestía de un color parduzco. Cuando Eyzaguirre hundía la cuchara en aquel mar, clavábamos los ojos en la superficie, mientras hacíamos el tácito y rápido cálculo sobre a quién tocaría el trozo saliente. De ahí amargas decepciones y júbilos manifiestos. -Hacía el papel de pieza de resistencia un largo y escueto asado de costillas, cubierto de una capa venosa impermeable al diente. Habíamos corrido todo el día en el gimnasio, éramos sanos, los firmes dientes estaban habituados a romper la cáscara del coco y triturar el confite de Córdoba, el sábalo había   -23-   tenido un éxito de respeto, debido a su edad: sin embargo, ¡jamás vencimos la córnea defensa paquidérmica del asado de tira!

Cerraba la marcha, con una conmovedora regularidad, ya un plato de arroz con leche, ya una fuente de orejones. -La leche, en su estado normal, es un elemento líquido; ¿por qué se llamaba aquello «arroz con leche»? Era sólido, compacto y las moléculas, estrechándose con violencia, le daban una dureza de coraza. Si hubiéramos dado vuelta a la fuente, la composición, fiel al receptáculo, no se habría movido, dejando caer sólo la versátil capa de canela. -En general, el color del orejón tira a un dorado intenso, que se comunica al líquido que lo acompaña. Además, es un manjar silencioso. Aquél, no sólo afectaba un tinte negro y opaco, sino que, arenoso por naturaleza, sonaba al ser triturado.

¡Luego, al gimnasio, a correr, a hacer la digestión!



  -24-  

ArribaAbajo- III -

He dicho ya que mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí y que sólo me contestaba con su llanto silencioso, sin dejarse doblegar en su resolución, aumentaban aún mis amarguras.

La reacción vino de un recurso inesperado. Una noche que nos llamaban a la clase de estudio, se me ocurrió abrir uno de los cajones de mi cómoda, para tomar algunas galletitas con que combatir las consecuencias del menu mencionado. Maquinalmente tomé un libro que allí había y me fui con él. Una vez en clase y cuando el silencio se restableció, me puse a leerlo. Era una traducción española de Los tres Mosqueteros de Dumas. Decir la impresión causada en mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores, estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud, mundo desconocido para mí; decir la emoción palpitante   -25-   con que seguí al hidalgo gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría del juicio, el odio al Cardenal, mi júbilo por sus fracasos, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas. Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a hurtadillas, me la pasé leyendo. Al día siguiente no fui a los recreos, no salí de mi cuarto y, cuando al caer la tarde concluí el libro, sólo me alentaba la esperanza de la continuación. Escribí a mi madre, vinieron los Veinte años después, El Vizconde de Bragelonne, que me costó lágrimas a raudales, un Luis XIV y su siglo, también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias del tiempo, cuyo único defecto era a mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de la época, en mi concepto.

Y multitud de novelas españolas, cuidadosamente recortadas en folletines unidos por alfileres y de algunos de cuyos títulos me acuerdo todavía, aunque después no los haya vuelto a ver. El Espía del Gran Mundo, novela francesa, en la cual hay un especie de Calibán, pero bueno y fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; La gran Artista y la gran Señora,   -26-   que después he sabido fue por un año la coqueluche de las damas de Buenos Aires; La verdad de un epitafio, donde el héroe roba de un sepulcro a su amada, aletargada como Julieta y le abre la mejilla de un feroz tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; El Clavo, un individuo a quien le perforan el cráneo, durante el sueño, con un clavo invisible a la autopsia, pero que algunos años después aparece gravemente incrustado en su calavera, sobre la que un romántico medita en un cementerio, como Hamlet con el cráneo del poor Yorick; los Monfíes de las Alpujarras y Men Rodrigo de Sanabria, dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente históricos de Fernández y González, con una brutalidad de acción propia de la época; el Hijo del Diablo, cuya primera parte me enloqueció, haciéndome soñar un mes entero con mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos alquimistas calvos y sombríos, etc.; Dos cadáveres un salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el efímero protectorado de Ricardo Cromwell y cuyos dos personajes principales son los   -27-   cuerpos de Carlos I y de Oliverio Cromwell, con sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas, etc., etc. Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado es la impresión causada por los Misterios del Castillo de Udolfo, de Ana Radcliff, que cayó en mis manos en una detestable edición española, en tres tomos, con x en vez de j y j en vez de i. No pegué los ojos en una semana y era tal la sobrexcitación de mi espíritu, que me figuraba que esos insomnios mortificantes eran un castigo por el robo sacrílego que había cometido, deslizándome al templo de San Ignacio, durante un funeral por el alma de un ciudadano, para mí desconocido, -y metídome bajo el chaleco, en varios trozos, la vela de cera clásica, que debía iluminar mis trasnochadas de lectura.

Por medio de canjes y razzias en mis salidas de los domingos, más o menos autorizadas por los parientes que tenían bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández y González (¡un saludo al Cocinero de Su Majestad, que cruza mi memoria!) Pérez Escrich, que había ya ofendido el sentido común y el arte con unos veinte tomos, -y una   -28-   infinidad de novelas que no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía lo Hermosa Gabriela, de Maquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derechos de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo se había anticipado y estaba a punto de conseguirla. Confieso que mi primer movimiento fue disputársela, aun en el terreno de los hechos; pero después de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no igualando mi arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro y con varias contusiones, acepté el temperamento del sorteo, que, como un anticipo sobre mi suerte constante en el alea de la vida, favoreció a Ocampo. Durante una semana, lo espié, lo aseché sin reposo y cuando lo veía hablar, jugar o comer, en vez de leer y leer a prisa, me indignaba pareciéndome que aquel hombre no tenía la menor noción del honor más rudimental. A más, el cruel solía hablarme de las hazañas de Pontis y me decía esta frase que me estremecía de impaciencia: «¡Chicot figura!»...

Las novelas, durante toda mi permanencia en el Colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio   -29-   como estudiante. Todo libro que no fuera romance me era insoportable y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención. ¿A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más tarde, en el estudio de la historia? ¿Quién no recuerda la perseverancia necesaria para leer un tratado cualquiera, después de las páginas luminosas de Macaulay, Prescott o Motley?...




ArribaAbajo- IV -

El Colegio, que más tarde debía ser uno de los primeros establecimientos de América, era por entonces un caos como organización interna. Cuando me incrusté bien y vi claro, comprendí que tras las sombras ostensibles de la vida claustral, había des accommodements, no sólo con el cielo, sino con las autoridades temporales de la tierra. Durante un año y siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las noches, para hacer una vida de vagabundos por la ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde Shakespeare pone la acción de su Pericles, y sobre todo, en los bailes de los suburbios, de los   -30-   que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían siempre conocimiento.

Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria, podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la despensa y el portón. -La portería, que da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción para el portero, o vías de hecho deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña puerta a la calle Moreno que a veces quedaba abierta hasta tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la colonia, daba a la calle de Bolívar, donde hoy se encuentra la entrada principal del Colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y el pavimento. -Por allí había que pasar, pegado el cuerpo a la tierra, en mangas de camisa para no estropear el único jacquet de lujo y sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianes se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más generalmente elegido. -Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de colegio,   -31-   que todos mis compañeros de entonces deben tener presente.

Se educaba allí desde tiempo inmemorial un especie de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación tropical, reñido con los libros que no abría jamás y respondiendo al nombre de Galerón, sin duda por las dimensiones colosales del sombrero que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más tarde lo he encontrado varias veces en el mundo, ya en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias: le he conservado siempre un cariño inalterable. Lo encontré en Arica, entre el ejército bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba abordo de la Unión el día sombrío de Angamos en que murió Gran. -Luego volví a verlo en Lima; Piérola, cuya fortuna política había seguido y que estaba entonces en el poder, le ofreció empleos bastante lucrativos: sólo quiso aceptar un pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia. -Esa conducta honrosa compensa muchas   -32-   faltas. Había hecho también la campaña del Paraguay.

He hablado de Benito Neto. -Era un misterio profundo como Benito había conseguido, allá en épocas remotas y sin duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, ¡nada menos que una llave del portón de la calle Bolívar! Nadie sabía donde la guardaba y todas las empresas organizadas para robársela, dieron siempre un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato especial para extraer del caño todas las pelusas y migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para él, el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo de su vida. -Como con el Rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban evadirse, éranos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente: «¿Dónde vamos?» Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no lo vendía. Él era siempre de la partida, fuere cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: «¡Benito, estamos los tres   -33-   invitados a un baile! -Me presentarán. -¡Vamos a una comida a casa de Fulano! -Comeré. -¡Una tía mía está muy enferma! -La velaré. -Tengo una cita y... -Ha de haber alguna chinita sirviente». A todo tenía respuesta y lo hemos visto asistir gravemente, con su eterno jacquet canela, a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida y que acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña.




ArribaAbajo- V -

A más de las escapadas nocturnas, había las cenas furtivas y algunas calaveradas soberbias de los grandes que nos llenaban de admiración.

El doctor Agüero estaba ya muy viejo; bueno y cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles calumniados siempre según su opinión.

Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas   -34-   de carmín, azul molido y harina, asaltábamos de improviso a los pasantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre, Pastor, Julio Landívar, Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz que sólo levantaba el brazo cuando veía pegar a un débil, etc. El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio, no llevaba la mejor parte. -Uno de ellos, un francés que tenía una peluquería frente al Colegio y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso consumo de sus artículos, fue preparado por mí y ribeteado por Eyzaguirre; justamente enfurecido, se precipitó a llevar la queja al doctor Agüero. Un chico le previno y presentándose llorando ante el anciano, le dijo que aquel hombre le había pegado y que Eyzaguirre lo había defendido. ¡Decir el furor del buen rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza quedó estupefacto; pero la denuncia surtió su efecto, porque, para que no nos   -35-   pegaran más (y lo decía sinceramente) nos hizo abandonar el atrio.




ArribaAbajo- VI -

Había la vieja costumbre, desde que el doctor Agüero se puso achacoso, de que un alumno lo velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (¡no sospechaba el anciano la denominación!) dormitaba por momentos, lleno de fatiga. Teníamos que hacerle la lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la voz y tal vez con el fastidio del asunto. ¡Cuán presente tengo aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca, aquel silencio, sólo interrumpido por el canto del sereno y al alba, por el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil! Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página 101 había eternamente un billete de veinte pesos m/c., que todos los estudiantes del colegio sabíamos haber sido colocado allí expresamente por el buen   -36-   rector, que cada mañana se aseguraba ingenuamente de su presencia en la página indicada y quedaba encantado de la moralidad de sus hijitos, como nos llamaba.

Más de una noche me he recordado en el sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: «duerme, niño, todavía no es hora». La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña de pino, y le cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decía: «ve a tal armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para ti». Era la recompensa, el premio de la velada y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente, el damasco el último.

Jamás se nos pasó la idea por la mente de protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con un padre viejo y enfermo. -Sólo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante   -37-   su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión de uvas, trepado como un mono en las ricas parras del patio.

El doctor Agüero fue un hombre de alma buena, pura y cariñosa, sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.




ArribaAbajo- VII -

El estado de los estudios en el Colegio era deplorable, hasta que tomó su dirección el hombre más sabio que hasta el día haya pisado tierra argentina. Sin documentos a la vista para rehacer su biografía de una manera exacta, me veo forzado a acudir simplemente a mis recuerdos, que, por otra parte, bastan a mi objeto.

Amedée Jacques1 pertenecía a la generación que al llegar a la juventud, encontró a la Francia en plena reacción filosófica, científica y literaria.

  -38-  

La filosofía se había renovado bajo el espíritu liberal de siglo, que, dando acogida imparcial a todos los sistemas, al lado del cartesianismo estudiaba a Bacon, a Spinosa, a Hobbes, Gassendi y Condillac, como a Leibnitz y a Hegel, a Kant y a Fichte, como a Reid y Dugald-Stewart. -De ahí había nacido el eclecticismo ilustrado por Cousin, sistema cuya vaguedad misma, cuya falta de doctrina fundamental, respondía maravillosamente a las vacilaciones intelectuales de la época. Jouffroy había abierto un surco profundo con sus estudios sobre el destino humano, algunas de cuyas páginas están impregnadas de un sentimiento de desesperanza, de una desolación más profunda, alta y sincera que las paradojas de Schopenhauer o los sistemas fríamente construidos de Hartmann. Maine de Biran dejaba aquellas observaciones sobre nuestra naturaleza moral, que admirarán siempre como los grandes caracteres de Shakespeare. Villemain hacía cuadros inimitables de estilo y erudición, Guizot enseñaba la historia, que Thiers escribía, la pléyade hacía versos, dramas y novelas; Delacroix, Scheffer y Jerôme, pintura; Clésinger y Pradier, estatuaria;   -39-   Lamartine, Berryer, Thiers, etc., discursos; Rossini, Meyerbeer, Halévy, música; y Arago, Ampére, Gay-Lussac, C. Bernard, Chevreul, daban a la ciencia vida, movimiento y alas.

Amedée Jacques había crecido bajo esa atmósfera intelectual y la curiosidad de su espíritu lo llevaba al enciclopedismo. A los treinta y cinco años era profesor de filosofía en la Escuela Normal y había escrito, bajo el molde ecléctico, la psicología más admirable que se haya publicado en Europa. El estilo es claro, vigoroso, de una marcha viva y elegante; el pensamiento sereno, la lógica inflexible y el método perfecto. Hay en ese manual, que corre en todas las manos de los estudiantes, páginas de una belleza literaria de primer orden y aun hoy, quince años después de haberlo leído, recuerdo con emoción los capítulos sobre el método y la asociación de ideas. -Al mismo tiempo, el joven profesor se ocupaba en las ediciones de las obras filosóficas de Fénelon, Clarke, etc., únicas que hoy tienen curso en el mundo científico.

Pero Jacques no era uno de esos espíritus fríos, estériles para la acción, que viven metidos   -40-   en la especulación pura, sin prestar oído a los ruidos del mundo y sin apartar su pensamiento del problema, como Kant, en su cueva de Koenigsberg, levantando un momento la cabeza para ver la caída de la Bastilla y volviéndola a hundir en la profundidad de sus meditaciones, como el fakir hindú que, perdido en la contemplación de Brahma y susurrando su eterno e inefable monosílabo, ignora si son los Tártaros o los Mongoles, Tamerlan o Clive los que pasan como un huracán sobre las llanuras regadas por el río sagrado. -Jacques era un hombre y tenía una patria que amaba; quería que, como el espíritu individual se emancipa por la ciencia y el estudio, el espíritu colectivo de la Francia se emancipara por la libertad. -Hasta el último momento, al frente de su revista La libertad de pensar, como al pie de la última bandera que flamea en el combate, luchó con un coraje sin igual. -El 2 de diciembre, como a Tocqueville, como a Quinet, como a Hugo, lo arrojó al extranjero, pobre, con el alma herida de muerte y con la visión horrible de su porvenir abismado para siempre en aquella bacanal.



  -41-  

ArribaAbajo- VIII -

Tomó el camino del destierro y llegó a Montevideo, desconocido y sin ninguno de aquellos recursos mecánicos de profesión: lo sabía todo, pero le faltaba un diploma de abogado o médico para poder subsistir. -Abrió una clase libre de Física experimental, dándole el atractivo del fenómeno producido en el acto; aquello llamó un momento la atención. -Pero se necesitaba un gabinete de física completo y los instrumentos son caros. -Jacques los reemplazaba por una exposición luminosa, por sus trazados gráficos; fue inútil. La gente que allí iba quería ver la bala caer al mismo tiempo que la pluma en el aparato de Hood, sentir en sus manos la corriente de una pila, hacer sonar los instrumentos acústicos y deleitarse en los cambiantes del espectro, sin importársele un ápice la causa de esos fenómenos. Dejaban la razón en casa y sólo llevaban ojos y oídos a la conferencia.

Un momento, Jacques fue retratista, uniéndose a Masoni, un pariente político mío, de cuyos   -42-   labios tengo estos detalles. Florecía entonces la daguerreotipia que, con razón, pasaba por una maravilla. Fue en esa época que llegó, en un diario europeo, una noticia muy sucinta sobre la fotografía, que Niepce acababa de inventar, siguiendo las indicaciones de Talbot. Jacques se puso a la obra inmediatamente, y al cabo de un mes de tanteos, pruebas y ensayos, Masoni, que dirigía el aparato como más práctico, lleno de júbilo mostró a Jacques, que servía de objetivo, sus propios cuellos blancos, única imagen que la luz caprichosa había dejado en el papel. Pero ni la fotografía, que más tarde perfeccionaron, ni la daguerreotipia, que le cedía el paso, como el telégrafo de señales a la electricidad, no daban de vivir.

Jacques se dirigió a la República Argentina, se hundió en el interior, casose en Santiago del Estero, emprendió veinte oficios diferentes, llegando hasta fabricar pan, y por fin, tuvo el Colegio Nacional de Tucumán el honor de contarlo entre sus profesores. Fueron sus discípulos los doctores Gallo, Uriburu, Nougués y tantos otros hombres distinguidos hoy, que han conservado   -43-   por él una veneración profunda, como todos los que hemos gozado de la luz de su espíritu.




ArribaAbajo- IX -

Llamado a Buenos Aires por el Gobierno del General Mitre, tomó la dirección de los estudios en el Colegio Nacional, al mismo tiempo que dictaba una cátedra de Física en la Universidad. -Su influencia se hizo sentir inmediatamente entre nosotros. Formuló un programa completo de bachillerato en ciencias y letras, defectuoso tal vez en un solo punto, su demasiada extensión. Pero M. Jacques, habituado a los estudios fuertes, sostenía que la inteligencia de los jóvenes argentinos es más viva que entre los franceses de la misma edad y que por consiguiente podíamos aprender con menor esfuerzo. -Era exigente, porque él mismo no se economizaba; rara vez faltó a sus clases y muchas, como diré mas adelante, tomó sobre sus hombros robustos la tarea de los demás.

Mis recuerdos, vivos y claros en todo lo que al maestro querido se refiere, me lo representan   -44-   con su estatura elevada, su gran corpulencia, su andar lento y un tanto descuidado, su eterno traje negro y aquellos amplios y enormes cuellos abiertos, rodeando un vigoroso pescuezo de gladiador. -La cabeza era soberbia; grande, blanca, luminosa, de rasgos acentuados. La calvicie le tomaba casi todo el cráneo, que se unía, en una curva severa y perfecta, con la frente ancha y espaciosa, surcada de arrugas profundas y descansando, como sobre dos arcadas poderosas, en las cejas tupidas que sombreaban los ojos hundidos y claros, de mirar un tanto duro y de una intensidad insostenible; la nariz, casi recta, pero ligeramente abultada en la extremidad, era de aquel corte enérgico que denota inconmovible fuerza de voluntad. -En la boca, de labios correctos, había algo de sensualismo; -no usaba más que una ligera patilla que se unía bajo la barba, acentuada y fuerte, como las que se ven en algunas viejas medallas romanas.

M. Jacques era áspero, duro de carácter, de una irascibilidad nerviosa, que se traducía en acción con la rapidez del rayo, que no daba tiempo a la razón para ejercer su influencia moderadora. «No puedo   -45-   con mi temperamento», decía él mismo, y más de una amargura de su vida provino de sus arrebatos irreflexivos. No conseguía detener su mano y entre todos los profesores, fue el único al que admitíamos usara hacia nosotros gestos demasiado expresivos. -Un profesor se había permitido un día dar un bofetón a uno de nosotros, a Julio Landívar, si mal no recuerdo y éste lo tendió a lo largo de un puñetazo de la familia de aquel con que Maubreil obsequió a M. de Talleyrand; otra vez desmayamos de un tinterazo en la frente a otro magíster que creyó agradable aplicarnos el antiguo precepto escolar; pero jamás nadie tuvo la idea sacrílega de rebelarse contra Jacques. Bajo el golpe inmediato, solíamos protestar, arriesgando algunas ideas sobre nuestro carácter de hombres libres, etc. Pero una vez pasado el chubasco, nos decíamos unos a otros, los maltratados, para levantarnos un poco el ánimo: «¡Si no fuera Jacques!»... ¡Pero era Jacques!



  -46-  

ArribaAbajo- X -

Recuerdo una revolución que pretendimos hacer contra don José María Torres, vicerrector entonces, y de quien más adelante hablaré, porque le debo mucho. La encabezábamos un joven Adolfo Calle, de Mendoza, y yo. -Al salir de la mesa lanzamos gritos sediciosos contra la mala comida, la tiranía de Torres (las escapadas habían concluido!) y otros motivos de queja análogos. Torres me hizo ordenar que me le presentara, y como el tribuno francés, a quien plagiaba inconscientemente, contesté que sólo cedería a la fuerza de las bayonetas. Un celador y dos robustos gallegos de la cocina se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jérges, había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a Torres, plagiando él a su vez a Lafayette en su respuesta al conde de Artois, que aquello no   -47-   era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente una revolución. El señor Torres, no por falta de energía por cierto, sino por espíritu de jerarquía, fue inmediatamente a buscar a M. Jacques, rector entonces del Colegio y que vivía en una casa amarilla esquina a la de Venezuela y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía empezamos los preparativos de defensa. -Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia de ser gobernados, nosotros republicanos, por un español monárquico, con citas de la Independencia, San Martín, Belgrano y creo que hasta la invasión inglesa. -Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un trapecio, y la resistencia se resolvió. En esto oímos una detonación en el claustro, seguida de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos conjurados habían esparcido en los corredores esas pequeñas bombas Orsini que estallan al ser pisadas. Era M. Jacques que entraba, irritado como Neptuno contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar, sino que puso el quos ego... en acción. Al aparecer en la   -48-   puerta del gimnasio, un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar ser libres o morir. -No de otra manera dejaron los persas penetrar el espanto en sus corazones, cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego, armada de la espada dórica, en el llano de Marathon. -¡Vino rápido hacia mí y...! Luego me tomó del brazo y me condujo consigo. No intenté resistir y echando a mis compañeros una mirada que significaba claramente: «¡Ya lo veis! ¡Los dioses nos son contrarios!» seguí con la cabeza baja a mi vencedor. Llegados a la sala del vicerrector, recibí nuevas pruebas de la pujanza de su brazo y un cuarto de hora después me encontraba, ignominiosamente expulsado, con todos mis penates, es decir, con un pequeño baúl, del lado exterior de la puerta del Colegio. -Eran las 8 y media de la noche: medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo,-qué hacer? Me parecía aquello una aventura enorme y encontraba que David Copperfield era un pigmeo a mi lado; me creía perdido para siempre en el concepto social. Vagué una hora, sin el baúl, se entiende, que había dejado en   -49-   depósito en la sacristía de San Ignacio y por fin fui a caer sobre un banco de la plaza Victoria. Un hombre pasó, me conoció, me interrogó y tomándome cariñosamente de la mano, me llevó a su casa, donde dormí en el cuarto de sus hijos, que eran mis amigos. Era don Marcos Paz, Presidente, entonces, de la República y uno de los hombres más puros y bondadosos que ha nacido en suelo argentino.

Varios enemigos de Jacques quisieron explotar mi expulsión violenta y vieron a mi madre para intentar una acción criminal contra él. Mi madre, sin más objetivo que mi porvenir, resistió con energía, vio a Jacques, que ya había devuelto desgarrada una solicitud del Colegio entero para nuestra readmisión (Calle había seguido mi suerte) y después de muchas instancias, consiguió la promesa de admitirme externo, si en mis exámenes salía regular. La suerte y mi esfuerzo me favorecieron y habiendo obtenido ese año, que era el primero, el premio de honor, volví a ingresar en los claustros del internado.



  -50-  

ArribaAbajo- XI -

Nada mortificaba más a Jacques que ver un alumno dormido durante sus explicaciones; el desdichado tenía siempre un despertar violento. Los cuchicheos, la novela debajo del banco, leída a hurtadillas, lo ponían fuera de sí. Entraba en la clase con su paso reposado y durante media hora, con un enorme pedazo de tiza en la mano, que solía limpiar negligentemente en la solapa de la levita, explicaba la materia con su voz grave y sonora. A medida que se animaba, sacaba un cigarrillo de papel, lo armaba y lo colocaba sobre la mesa. Pero mientras buscaba fósforos, se olvidaba del cigarro, sacaba otro y así sucesivamente hasta que, agotada su provisión, se dirigía a uno de nosotros y nos pedía uno que nos apresurábamos a darle, encendido el rostro, pero sin hacerle la menor indicación hacia los que estaban enfilados sobre la mesa.

Luego nos dictaba nuestros cuadernos, pero con una rapidez tal de palabra, que, siendo casi imposible seguirlo, habíamos adoptado con mi   -51-   vecino del primer banco y amigo Julián Aguirre, hijo de Jujuy y actualmente magistrado distinguido, un sistema de signos abreviativos. Así, las voces largas, como circunferencia, perpendicular, etc., eran reemplazadas por el signo del infinito, ∞, las letras griegas a, w, etc. -Un día, habiéndose interrumpido para reñir a alguno, me tocó la mala suerte de que eligiera mi cuaderno para reanudar el hilo de la exposición. -Aquel galimatías de signos lo puso furioso y me tiró con mi propio manuscrito.




ArribaAbajo- XII -

Otra vez, Corrales... no puedo resistir al deseo de presentar a mi condiscípulo Corrales. Es uno de esos tipos eternos del internado que todo aquel que haya pasado algunos años dentro de los muros de un colegio, reconocerá a primera vista. -Es el cabrión, el travieso, el mal estudiante, el reo presunto de todas las contravenciones, faltas y delitos. -De un espíritu lleno de iniciativa, inventando a cada instante una treta   -52-   nueva para burlarse del maestro o procurarse alguna satisfacción, gritando como veinte en el recreo, dejando gravado su nombre en todas las mesas, gracioso, chispeante en la conversación, llena de la sal gruesa de colegio, es al mismo tiempo incapaz de aprender, de asimilarse una noción científica cualquiera. -Corrales inventaba trampas, aparatos para robar uvas, lazos corredizos admirables para tomar delicadamente del cuello, desde una altura de diez metros, las botellas simétricamente colocadas sobre una mesa en el patio del cura de San Ignacio, sobre el que daban las ventanas de algunos dormitorios, botellas que su dueño destinaba a festejar la fiesta del patrono. -Corrales sabía abrirse la puerta del encierro sin fractura visible; pero Corrales jamás pudo comprender ni creer que el valor de los ángulos se midiera por el espacio comprendido entre los lados y no por la longitud de éstos.

Las matemáticas, como toda noción racional por lo demás, eran para él abismos sin fondo en los que su cráneo de chorlo se marcaba. Era feísimo, picado de viruelas, con un pelo lacio, duro y abundante, obedeciendo sin trabas al impulso   -53-   de veinte remolinos. Sus libros, jamás abiertos, eran los más sucios y deshechos del colegio. Algunas veces, cuando la cosa apuraba, venía a que le explicáramos un teorema, con claridad, sin prisa y dándole el derecho de preguntar, sin límites. Era inútil; no tenía la noción del ángulo recto. -En clase, pasaba el tiempo en tallar su banco, que se iba convirtiendo en un escaño antiguo del Berruguete, en fumar a escondidas, a favor de su facultad envidiada de retener el humo en el pecho durante cinco minutos, en hacer flechas, cuerdas de goma de botín que, fijadas en el índice y el pulgar, lanzaban al techo una bola de papel mascado que se adhería a él, sosteniendo por un hilo un retrato de perfil del profesor; en fabricar gallos perfectos, navíos primitivos, y en mil otros pasatiempos igualmente conexos con el curso. -No había casi día, en la clase de Jacques, que Corrales escapara a las vigorosas arremetidas del sabio. -Pero Corrales, familiarizado ya con ese procedimiento, había resuelto emplear en su defensa una de sus artes más estudiadas: Corrales canchaba maravillosamente. Un pie adelante, con el cuerpo encorvado,   -54-   durante los recreos, ni los grandes conseguían tocarle el rostro; tenía la agilidad, la vista del compadrito y sus mismos dichos especiales. -Así, cierto día que Jacques nos explicaba que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, Corrales, oyendo como el ruido del viento la explicación, desde los últimos bancos de la clase, estaba profundamente preocupado en construir, en unión con su vecino el cojo Videla, que lo ayudaba eficazmente, un garfio para robar uvas de noche. De pronto, Jacques se detiene y con voz tonante exclama: «Corrales, tú eres un imbécil y tu compadre Videla otro: ¿cuánto valen los dos juntos?» -«¡Dos rectos!» contestó Corrales que tenía en el oído esas dos palabras tan repetidas durante la explicación y sin darse cuenta, en su sorpresa, de la pregunta de Jacques. Este se le fue encima y nos fue dado presenciar uno de los combates mas reñidos del año.

Corrales se echó para atrás, enroscó el cuerpo, hundió la cabeza entre los hombros y mirando a su adversario con sus ojos chiquitos, llenos de malicia, esperó el ataque con las manos en postura. -Jacques debutó por un revés, que fue   -55-   hábilmente, parado; una finta en tercia, seguida de un amago al pelo, no obtuvo mayor éxito. Entonces Jacques, despreciando los golpes artísticos, comenzó lisa y llanamente a hacer llover sobre Corrales una granizada de trompadas, bifes, reveses, de filo, de plano, de punta, todo en confuso e inextricable torbellino. -El calor de la lucha enardeció a Corrales; su multiplicaba, se retorcía y a cada buena parada, decía con acento jadeante; «¡Diande!», «¡Cuando, mi vida!» y otros gritos de guerra análogos. Jacques, más irritado aún, hizo avanzar la artillería y una nube de puntapiés cayó, sobre las extremidades del intrépido agredido. -Corrales, que no sabía canchar con las piernas, se puso de rodillas sobre el banco; esta simple evolución hizo efímeros los estragos del cañon y el combate al arma blanca continuó. -Pero Corrales era un simple montonero, un Paez, un Güemes, un Artigas; no había leído a César, ni al gran Federico, ni las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón, ni los libros de Jomini. -Su arte era instintivo y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia.

  -56-  

Tal así, los persas valerosos no supieron defender sus empalizadas contra los atenienses de Platea. -El banco de la batalla había sido abandonado por los vecinos de Corrales; Jacques vio la ventaja de tina una mirada y amagando una carga violenta, Corrales, en el movimiento defensivo, perdía un tanto el equilibrio, su adversario, de un golpe enérgico dio en tierra con el banco y con Corrales. -Antes que éste pudiera levantarse, Jacques lo asió del cuello de la camisa, no saltando el botón correspondiente por la costumbre inveterada en Corrales, de no usarlo nunca. -No brilló en manos del vencedor la daga de misericordia, pero si sonó, uno solo, soberbio bofetón.

Así concluyó aquel memorable combate, que habíamos presenciado silenciosos y absortos, a la manera de los indios de Manco Capac las batallas de Almagro y de Pizarro, como luchas de seres superiores al hombre!...



  -57-  

ArribaAbajo- XIII -

Jacques llegaba indefectiblemente al Colegio a las nueve de la mañana; averiguaba si había faltado algún profesor, y en caso afirmativo, iba a la clase, preguntaba en que punto del programa nos encontrábamos, pasaba la mano por su vasta frente como para refrescar la memoria y en seguida, sin vacilación, con un método admirable, nos daba una explicación de Química, de Física, de Matemáticas en todas sus divisiones, Aritmética, Álgebra, Geometría descriptiva o analítica, Retórica, Historia, Literatura, hasta latín! El único curso, de todo aquel extenso programa, que no le he visto dictar por accidente, era el de inglés, dado por mi buen amigo David Lewis, que nos hacía leer a Milton y a Pope, a Adisson y a todos los buenos prosistas del «Spectator».

Debe estar fija en la memoria de mis compañeros aquella admirable conferencia de M. Jacques sobre la composición del aire atmosférico. -Hablaba hacía una hora, y ¡fenómeno inaudito en los fastos del Colegio! al sonar la campana de   -58-   salida, uno de los alumnos se dirigió arrastrándose hasta la puerta, la cerró para que no entrara el sonido y por medio de esta estratagema, ayudado por la preocupación de Jacques, tuvimos media hora mas de clase. -Había venido de buen humor ese día y su palabra salía fácil, elegante y luminosa. -En ciertos momentos se olvidaba y nos hablaba en francés, que todos entendíamos entonces. ¡Qué pintura inimitable de ese maravilloso fenómeno de la vegetación, de aquellas plantas con corazón de madre, absorbiendo el letal carbono de la atmósfera y esparciendo a raudales el oxígeno, la esencia de la vida! ¡Cómo nos hablaba de la bajeza miserable del hombre que pisotea una planta o abate un árbol para coger un fruto! Aún suena en mis oídos su palabra, y al recordarla, aún se apodera de mi alma aquella emoción nueva e inexplicable entonces para mí!

Cuando empezó a dictar el curso de filosofía, que debía concluir tan brillantemente Pedro Goyena, dio como testo el Manual en colaboración con Simón y Saisset. En la primera conferencia, dijo bien claro que aquélla era la filosofía ecléctica;   -59-   más tarde añadió a algunos compañeros: «el día que yo escriba mi filosofía, comenzaré por quemar ese manual».

No ha dejado nada al respecto; pero sí es posible rehacer sus ideas personales con el estudio de su naturaleza intelectual y sus opiniones científicas, no es arriesgado afirmar que, discípulo directo de Bacon, pertenecía a la escuela positivista, que hasta entonces no había tenido divulgadores como Littré, pero que, antes de haberla formulado Augusto Comte, ha sido la filosofía de los hombres de ciencia, realmente superiores, en todos los tiempos.

Adorábamos a Jacques a pesar de su carácter, jamás faltamos a sus clases, y nuestro orgullo mayor, que ha persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos. A más, su historia, conocida por todos nosotros y pintorescamente exagerada, nos hacía ver en él, no sólo un mártir de la libertad, como lo fue en efecto, sino un hombre que había luchado cuerpo a cuerpo con Napoleón, nombre simbólico de la tiranía.



  -60-  

ArribaAbajo- XIV -

Una mañana vagábamos en el claustro, asombrados que hubiese pasado un cuarto de hora del momento infalible en que M. Jacques se presentaba. De pronto un grito penetrante hirió nuestros oídos; conocí la voz de Eduardo Fidanza, uno de los discípulos más distinguidos del Colegio. Corrí a la portería y encontré a Fidanza pálido, desencajado, repitiendo como en un sueño: «M. Jacques ha muerto!». La impresión fue indescriptible; se nos hizo un nudo en la garganta y nos miramos unos a otros con los rostros blancos, lívidos, como en el momento de una desventura terrible.

El portero había recibido orden de no dejarnos salir; lo echamos violentamente a un lado y muchos sin sombrero, desolados, corrimos a casa de M. Jacques.

Estaba tendido sobre su cama, rígido y con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible. -La muerte lo había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de la apoplejía lo derribó vestido, sin   -61-   darle tiempo para pedir ayuda. -Pendía su mano derecha fuera de la cama; uno por uno, por un movimiento espontáneo nos fuimos arrodillando y posando en ella nuestros labios, como un adiós supremo a aquel a quien nunca debíamos olvidar.

Su espíritu liberal, abierto a todas las verdades de la Ciencia, libre de preocupaciones raquíticas, ha ejercido su influencia poderosa sobre el de todos sus discípulos.

Lo llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes.

Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos, sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarlo con el respeto profundo de los grandes cariños.



  -62-  

ArribaAbajo- XV -

El retiro del doctor Agüero no mejoró la disciplina interna del Colegio. -Estala reservada esa difícil tarea a don José M. Torres, que, con mano de hierro y cargando con la más franca y abierta odiosidad que es posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos domó a fuerza de castigos, transformando el encierro en la morada habitual de algunos de nosotros, privándonos de salida, levantando en alto, en fin, el principio de autoridad. De un carácter desgraciado, pues a la primer contradicción se ponía fuera de sí, dudo que haya tenido apetito un solo día durante su permanencia en el colegio; oíamos a cada instante su voz de trueno rebotar en el eco de los claustros, vibrante e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contribuido no poco a hacerle la vida amarga y le pido humildemente perdón, por que sin su energía perseverante, no habría concluido mis estudios y sabe Dios si el ser inútil que bajo mi nombre se agita en el mundo, no hubiera sido algo peor.

  -63-  

Pero antes de su ingreso, el colegio fue regido algún tiempo por un sacerdote de quien tengo forzosamente que hablar tan mal, que me limito a designarlo sólo por iniciales. Don F. M. era extranjero e ignoro por qué circunstancias un2 hombre como él, sin moralidad, sin inteligencia y desprovisto de ilustración, había conseguido hacerse nombrar vicerrector del Colegio Nacional.

Antes de su entrada, las pasiones políticas que habían agitado la República desde 1852, se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos, cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.

Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad en el internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos modestamente el último tercio; eran más fuertes, pero nos vengábamos ridiculizándoles y remedándoles a cada instante. -Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana en la mano: «¡Agora no más la voa derramar!» y el otro que contestaba en voz de tiple: ¡No la derramis!».   -64-   Lo convertimos en un estribillo que los ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea del don Quijote.

Eran mucho más graves, serios y estudiosos que nosotros. -Con igualdad de inteligencia y con menor esfuerzo por nuestra parte, obteníamos mejores clasificaciones en los exámenes. El fenómeno consistía simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación, desparpajo natural y facilidad de elocución. -Recuerdo que Pedro Goyena, hablando de un joven correntino, Carlos Harvey, dotado de una inteligencia sólida y profunda, de una laboriosidad incomparable, repetía las palabras de Sainte-Beuve, aplicándoselas: «le falta la arenilla dorada». Esa arenilla dorada constituía nuestra superioridad. -Dábamos una conferencia de historia, filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras ellos, en general, poseyendo la materia tal vez mejor que nosotros, se limitaban a una exposición sucinta, pálida y difícil. Había, por ejemplo, otro bohemio en el Colegio, enorme, pesado, indolente, pero de una inteligencia clara y meditativa, Era un joven Aberastain, de San Juan, hijo del mártir del Pocito; yo me había ligado   -65-   a él, porque nuestros padres fueron amigos y le había aplicado el mismo apodo de «buey» que el suyo había recibido en la Universidad Goyena, que era nuestro profesor de filosofía se había empeñado en hacerle hablar, porque en dos o tres contestaciones en clase, le llamó la atención la claridad con que comprendía ciertos puntos oscuros. Al fin hubo de renunciar, vencido por la apatía invariable de aquel carácter. -El pobre Aberastain fue una de las primeras víctimas del cólera de 1867.

He nombrado a uno, nombraré otro, el primero de todos, Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre amarilla, cuando era ya conocido por su inteligencia extraordinaria, unida, lo que no es común, a una laboriosidad perseverante y tenaz. Era el primer discípulo de, su clase; hablaba con maravillosa facilidad, era espiritual, chispeante y, como estudiaba enormemente, sus exámenes fueron siempre aclamados. -Jacques le tenía gran cariño, sentimiento que habíamos descubierto, no por manifestaciones externas, sitió por un fenómeno negativo: jamás le reprendió. -Patricio se entretenía en decir negligentemente, delante de mi amigo   -66-   Valentín Balbin, hoy ingeniero distinguido, que la noche anterior había estudiado hasta tal punto -y le señalaba medio tomo de un enorme tratado de física y matemáticas. -Valentín, animado de una emulación digna y de un gran orgullo, volvía al día siguiente pálido y con las ojos marchitos, habiendo estudiado hasta el punto indicado, tragándose un centenar de páginas que Patricio no había ni aun recorrido.

La muerte de Sorondo fue una pérdida real para el país; habríamos tenido en él un hombre de estado, liberal, lleno de ilustración y con un carácter firme y recto.




ArribaAbajo- XVI -

Estudiábamos seriamente en el Colegio, sobre todo los tres meses que precedían los exámenes, en los que el gimnasio y los claustros perdían su aspecto bullicioso, para no dejar ver sino pálidas caras hundidas en el libro, pizarras llenas de fórmulas algebraicas, y en los rincones, pequeños Sócrates ocupados en discutir con los ateos venidos,   -67-   no ya de la Jonia, sino de los Andes o del Anconquija. Los exámenes eran duros y sabíamos que serían tomados por profesores de la Universidad.

Ahora bien, entre el Colegio y la Universidad existía el mismo antagonismo, la misma lucha que entre los discípulos de Guillermo de Champeaux y los de Abelardo, la misma emulación que entre Oxford y Cambridge. Despreciábamos esos petimetres que iban paquetes al aula una vez por mes, a hacer barullo en las clases de Larsen o Gigena y que no leían sino el Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos alimentábamos de la médula de león del eclectismo (!). -A más, ¿por dónde la Universidad era capaz de presentar un cuadro de aventuras, de diabluras, como las que ilustraban los anales del Colegio? -De tiempo en tiempo nos llegaba la noticia de un aparato que, regido por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas de Larsen, Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse, -la transformación de una galera profesional en acordeón silencioso, etc. Pero acogíamos esa materia parva con la benévola sonrisa de los magos   -68-   de Faraón ante los primeros milagros de Moisés. -Una cosa nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de una manera completa y exclusiva. Habríamos dado algo por verle renunciar su cátedra de Física en la Universidad.

En los primeros tiempos, quise reaccionar un tanto contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar en el Colegio, había pasado un año en la Universidad, intenté iniciar, sin éxito, la política de conciliación. Y sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos universitarios. Para ingresar a la clase de primer año de latín, debí rendir un impalpable examen de gramática castellana, en el que fui ignominiosamente reprobado por la mesa compuesta de Minos, Eaco y Radamanto, bajo la forma de Larsen, Gigena y el doctor Tobal. Me dieron un trozo de la Eneida, traducción Larsen, para analizar gramaticalmente; era una invocación que empezaba por: «¡Diosa!» -«¡Pronombre posesivo!» dije, y bastó; porque con voz de trueno, Larsen me gritó: «¡Retírate, animal!».

Esto era en diciembre; en marzo arremetí de nuevo, pasé regular, con recomendación de mayor estudio para el año venidero e ingresé en   -69-   la famosa clase de latín donde Pirovano hacía sus raras y memorables apariciones. Nada más soberbio que los diálogos que se entablaban entre él y Larsen.

Era en vano que Larsen interrogara a Pirovano sobre el I, II, IV o VI libro de la Eneida, sobre el De Viris o el Epítome; Pirovano sabía un solo verso de memoria, ordenado y traducido, que amaba con pasión y que lanzaba con una voz eufónica cada vez que Larsen pulsaba su erudición: ¡Amor insano Pasiphae!

De ahí no salía, sino a la calle. -Es al doctor Larsen a quien el pueblo de Buenos Aires debe el tener ese médico que le honra. Harto de Pirovano y para verse libre de él, le hizo pasar contra viento y mareo en el examen de primer año, en el que hubiera quedado eternamente, tal era su afición al Nebrija.



Indice Siguiente