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OTRAS PÁGINAS ARGENTINAS

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TUCUMANA

     La hacienda del «Arrayán» dista de Tucumán poco más de doce leguas, esto es, unas buenas diez horas de marcha. Al abandonar el valle, es necesario acudir a la mula o al caballo habituado a la montaña. Así se asciende lentamente, se cruzan los cuadros más bellos que pueden contemplarse en suelo argentino; cuadros cuyo aspecto va cambiando de carácter a medida que los caprichos de la ruta conducen a una garganta de la que, más que verse, se adivina el fondo, o llevan a una cúspide desde la cual se abarca un paisaje dilatado. Jamás la nieve cubrió esos montes, vírgenes del helado abrigo bajo el cual se cobija la tierra en los duros climas del Norte. La naturaleza desnuda, siempre alegre, viviendo sin cesar, arroja en todas las formas su savia desbordante. A veces, cuando el sol vibra sobre ella con tal intensidad que el suelo se entreabre, la acción generosa de los bosques que cubren los cerros como un manto real, acumula las nubes y prepara la lluvia, que empieza en largas y anchas gotas, se acelera, se enardece con el estruendo del trueno, se hace frenética, cae a torrentes, amenaza, va a herir... y se disuelve en una sonrisa de verano. El que no conoce esas fantasías del trópico no puede darse cuenta de la vida intensa y expresiva de la naturaleza...

     El «Arrayán», propiedad de Don Juan Andrés Segovia, ocupaba un extenso y lujoso valle completamente rodeado por colinas y de poca elevación que lo defendían como una cadena de baluartes. Bien patrimonial, había quedado abandonado hasta 1860, a la merced de todo el que quería llevar allí su rebaño vagabundo. Sólo cuando la nacionalidad se [90] constituyó y que la paz hizo nacer la esperanza, en ese momento digno de estudio en nuestro país, cuando el pueblo argentino, como al despertar de un largo sueño, empezó a palparse, a darse cuenta de las necesidades de la vida y a estudiar los recursos de nuestro suelo admirable, sólo entonces Segovia, uno de los precursores en su provincia de la implantación de la industria que debía hacer su riqueza, comprendió el inmenso valor del «Arrayán» y ensayó un pequeño plantío de caña de azúcar. Poco a poco el campo del arado se extendió y la tierra, atónita de recibir semilla de mano del hombre, gozosa de la aventura, rindió opulenta el préstamo parsimonioso.

     Al rancho de paja sucedió bien pronto una habitación de material, que cinco años más tarde cedió el sitio, no a un palacio, sino a uno de aquellos vastos y cómodos edificios, sin arte ni belleza, pero que el instinto del hombre más ignorante sabe construir de acuerdo con las exigencias del clima. Sobre una pequeña altura, una masa cuadrada, flanqueada por anchos corredores, y en el centro un patio enorme, cubierto de naranjales, limoneros, palmeras, arrayanes y laureles rosa.

     Del mismo modo, el viejo trapiche primitivo había desaparecido ante la enorme maquinaria moderna, esa maravilla de mecánica que toma el verde tronco de la caña, y lanzando el jugo que le extrae a su peregrinación fantástica, lo transforma en oro.

     El ingenio, propiamente dicho, se levantaba a trescientos metros de la habitación, y a su pie, una pequeña aldea se había formado, con sus casitas limpias, cuidadas, rodeadas de árboles y flores, morada de los ingenieros y empleados extranjeros, y sus ranchos casi abiertos, hogar transitorio del criollo. En el centro, una pequeña iglesia levantaba su campanario blanco, frente a la escuela modesta. Los dos edificios parecían mirarse con cariño en su humildad recíproca; la una exigía una fe serena y tranquila, y la ciencia que en la otra se enseñaba, era bien tímida para levantar la cabeza. Los peones miraban con envidia a sus hijos ir a la escuela y pasaban largas horas de la tarde, al concluir las [91] faenas, haciéndose enseñar los insondables misterios del alfabeto por los niños, encantados de lucir su ciencia ante sus padres.

     Segovia tenía predilección por su hacienda del Arrayán; no sólo era la base principal de su fortuna, sino que encontraba dulce la vida allí, rodeado de su familia y entregada el alma a esa profunda satisfacción moral que da la conciencia de ocupar útilmente el tiempo. Parecía que al descender al valle, todas las contrariedades volaban de su espíritu para dar lugar a un contento sereno e igual. El día de su llegada era caro; todos los necesitados, todos los que habían comido anticipadamente el beneficio de la estación, todos los que se habían visto cortar el crédito por el implacable pulpero, acudían a él y rara vez volvían descontentos. Lo que le había costado más implantar era el régimen moral. A medida que su hija Clara crecía, Segovia comprendía los inconvenientes de aquel estado social perfectamente primitivo, en el que las teorías más avanzadas del free love americano habían recibido una vigorosa aplicación inconsciente. Rara era la pareja que había pasado por otro altar que el de la naturaleza antes de consumar su unión. Segovia constataba que los resultados podían luchar con éxito con los productos más canónicos de las sociedades cultas y que esos muchachos rollizos y vigorosos, concebidos al azar de una noche de verano, bajo un cielo estrellado y la callada protección de un naranjo dormido, nada tenían que envidiar al pillete lívido de las ciudades, venido al mundo con un pertrecho completo de sacramentos y actos oficiales. En tanto que Clara fue pequeña, Segovia sostuvo impávido su teoría contra los enérgicos asaltos de su hermana, devota combatiente, y los más flojos de su mujer; pero más tarde comprendió que debía ceder y cedió. Fue entonces que se levantó la capilla y que la aldea del Arrayán presenció respetuosa la entrada solemne del señor don Isidoro, nombrado capellán del establecimiento y encargado de poner un poco de orden en aquel pequeño mundo que hasta entonces había crecido bajo la mirada directa del Señor, sin intervención de su santa iglesia. [92]

     Era don Isidoro un mocetón de veintiséis o veintiocho años, bien plantado, alto, robusto y hecho a torno. Visto de espaldas, parecía un granadero disfrazado, un hombre de acción y de pasiones. De frente, el problema se resolvía: jamás una cara más plácida, dulce, naturalmente tranquila y alegre, había reflejado un alma más alejada de las concepciones turbadoras de la vida. Inocentes a veces hasta el exceso, se salvaba siempre, no sólo de las dificultades, sino del ridículo mismo, por su bondad profunda y sana. Era español; muy niño, vino con su humilde familia a Buenos Aires, se educó en el seminario y más tarde fue familiar de un prelado que le tomó cariño, le dio las órdenes y trató de ayudarle. Segovia le conoció en uno de sus viajes, rió un poco de su inocencia, le intrigó ese rarísimo fenómeno de perfecta pureza y concluyó por llevárselo a Tucumán. Al mes de vida íntima le trataba con afección paternal; pero jamás pudo privarse de la clásica broma que hacía poner rojo a don Isidoro y que consistía invariablemente en empezar por mirarle, analizar sus formas atléticas, suspirar y lanzar un eterno «¡Qué lástima!». Don Isidoro se ruborizaba, murmuraba un «¡Sr. D. Juan Andrés!...» y sonreía incómodo. Lo que daba lástima a Segovia era el desperdicio de un hombrón semejante, que habría hecho tan feliz a una mujer y dado tan vigorosa prole.

     Lo que don Isidoro casó y bautizó en los primeros tiempos no está escrito. Al principio quiso hacer una amonestación por separado a cada pareja; pero eran tantas que al fin resolvió casar de 10 a 12 a. m. y luego proclamar por secciones de veinte. Aunque don Isidoro tenía su casita junto a la capilla, comía siempre en la mesa de Segovia durante la permanencia de éste en la hacienda. A más de él había dos comensales invariables: el ingeniero principal, Mr. Barclay, un americano que había pasado casi toda su vida en La Habana y que un mal azar de fortuna arrojó al Plata. Tenía 50 años sonados, era silencioso, trabajador y no se le conocían sino dos pasiones: la música y Clara, o más bien sólo la primera, que para él se encarnaba en la segunda. [93] Luego, don Benito Morreon, español, maestro de primeras letras, soltero, cuarenta años, rubio descolorido, con anteojos, apasionado por la filología, pero sin hablar jota de francés, ni de alemán, ni de inglés, ni de nada, en una palabra, aunque hacía diez años, según afirmaba, que se había entregado al estudio de los idiomas eslavos, para empezar por lo más difícil. Su sistema consistía en llevar un libro enorme en el que copiaba, junto a la voz española, la correspondiente en bohemio, en croata, en serbio, en rutheno, o en ruso, echando el alma en la transcripción de los caracteres gráficos de cada idioma, sin avanzar jamás en su conocimiento. El sueño de don Benito era llegar a tener discípulos capaces de comprender el curso de bello ideal, como llamaba a la literatura, curso que pretendía dar, así que su pan intelectual hubiera fortificado el espíritu de sus educandos. Pero éstos, tan pronto como sabían leer, escribir y contar, tomaban el machete y se iban a cortar caña. Don Benito presentaba sus quejas a Segovia, quien le demostraba pacientemente que un peón no debe jamás tener una educación superior a su posición en el mundo. Don Benito no se desanimaba y esperaba con calma la explosión de un genio entre los chinitos descalzos que poblaban su escuela. Católico ferviente, ayudaba invariablemente la misa de don Isidoro, con quien mantenía excelentes relaciones.

     Luego venía Toribio, el hombre de confianza de Segovia, capataz del establecimiento en su ausencia, pero sin jurisdicción sobre Barclay, rey y señor allá, en sus máquinas. Toribio no comía en la mesa; peón había sido, peón había quedado. Decía a Clara «niña Clarita», amansaba él mismo los caballos destinados a su silla, se sacaba el sombrero delante de don Isidoro o don Benito y trataba a los peones como amigos, lo que no impedía que de tiempo en tiempo demoliera uno o dos de un puñetazo. La hacienda, durante las faenas, contaba más de doscientos hombres entre los cortadores de caña y los adscriptos a las máquinas, con otras tantas mujeres y un sinnúmero de chiquillos. Manejar todo ese mundo no era cosa sencilla y se necesitaba, a más de los puños [94] de Toribio, su aureola de soldado valeroso, como lo atestiguaban las medallas que lucía su pecho, en las grandes fiestas de iglesia.

     Como Segovia, su mujer y Clara amaban la hacienda. No sólo encontraban allí una vida de paz y tranquilidad, sino también aquel secreto halago que tan profundamente han de haber sentido nuestros padres y que para nosotros se ha desvanecido por completo, arrastrado por la ola del cosmopolitismo democrático: la expresión de respeto constante, la veneración de los subalternos como a seres superiores, colocados por una ley divina e inmutable en una escala más elevada, algo como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano. ¿Dónde, dónde están los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes? ¿Dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupación que servir bien y fielmente?... El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, que se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor. Pero en las provincias del interior, sobre todo en las campañas, quedan aún rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se piensa...

     De pie con el sol, Segovia recorría la hacienda a caballo, vigilaba el corte, charlaba con Toribio; rara vez, al volver, dejaba de encontrar a Clara, habituada también a esos paseos matinales deliciosos, en los que el aire puro de los campos entra a raudales a vigorizar los pulmones. Padre e hija se daban los buenos días, buscaban espacio para galopar un momento y volvían contentos y pidiendo a voces el almuerzo. Durante el día, Clara ponía un poco de orden a sus numerosas preocupaciones de caridad, cosía ropa para los chiquillos, visitaba los enfermos, [95] celebraba conferencias con don Isidoro, instándole para que se armara de los rayos de la iglesia contra el peón Silvano, que bebía, contra Ruperto, que había estado tres días ausente sin decir nada a su mujer, o contra Santiago que no enviaba sus hijos a la escuela. El momento de la comida era la hora grata por excelencia. Parecía increíble que la monotonía de aquella vida suministrara tanto tema de conversación. Un observador habría podido constatar que cada uno de los interlocutores decía siempre la misma cosa; pero como todos se encontraban en igual caso, nadie lo notaba. Cada uno, con la persistencia tenaz de la pasión, pero sin salvar los límites de las conveniencias, procuraba llevar la conversación al terreno grato a su alma. Don Isidoro hacía un viaje al paraíso cada vez que Clara, por satisfacerle, recomenzaba la narración de su recepción en Roma por el papa; Barclay daba giros de veinte leguas para hacerle repetir sus impresiones en las óperas de Wagner y don Benito trabajaba como un benedictino por traer a colación el viaje a Rusia, en el que encontraba conexiones con su estudio favorito. Clara le había traído gramáticas y diccionarios de casi todas las lenguas eslavas; el día que los recibió, don Benito sintió un nudo en la garganta, rompió a llorar y estuvo a punto de caer a sus pies. Desde entonces, miraba a Clara con una veneración profunda. Después de comer, Segovia hacía su eterna partida de bésigue con su mujer, ésta asesorada por don Isidoro, y su marido por el maestro de escuela. Barclay ocupaba un sillón, no lejos del piano e inmóvil, silencioso, oía con recogimiento a Clara, asombrado de encontrar bello todo lo que tocaba, sin darse cuenta muchas veces de que Clara tocaba precisamente lo que él encontraba bello.

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     Esa noche, la alegría general producida por los huéspedes queridos había determinado una fiesta magna.

     Los dos amigos, de regreso de su largo paseo, encontraron en el corredor, sobre el que daban las ventanas del salón, tranquilamente sentado, al capataz Toribio, en actitud de impaciente espera. [96]

     -Hola, amigo, ¿qué hace por aquí? -dijo Pepe.

     -Nada, doctor; la niña Clara me ha dicho que don Benito va a tocar el paine y he venido a ver cómo es.

     Todo estaba ya organizado en la sala cuando los dos amigos entraron. Clara al piano, a su lado su María, llegada esa mañana con los huéspedes; Barclay en posesión de su sillón; Segovia, la señora y el cura al lado de la mesa de bésigue, pero sin jugar, y en la pieza contigua, sin duda don Benito, porque se oía a cada instante una voz que decía: «¿Ya?», como si se tratara de hacer partir a un tiempo diez caballos o de disparar las armas en un duelo. En las ventanas que daban al patio, una multitud de cabezas, cubiertas de pañuelos de colores, dejando escapar trenzas de cabello negro como el ébano y cubriendo fisonomías sonrientes e iluminadas por ojos llenos de vida. Eran las chinitas que se habían aglomerado para oír también a don Benito tocar el paine, invención de Clara, a falta de otro instrumento; todo aquel pequeño mundo estaba alborotado por esa prodigiosa aplicación de tan humilde utensilio.

     -Es la primera vez que el público hace esperar a los artistas -dijo Clara-. Vamos, colóquense ustedes bien y prepárense a gozar. ¡Atención, don Benito!

     -¡Ya! -gritó el aludido desde la región ignota donde procuraba convertirse en eco lastimero.

     -¡No, hombre! Oiga bien el piano y entre en el acorde que le hemos indicado.

     -Perdón -dijo don Benito asomando la cabeza por la puerta del cuarto y teniendo en las manos el famoso peine envuelto en papel de seda-. Perdón; ¿pero no sería posible hacerme saber, por algún medio visible, cuál es el acorde indicado? Hay muchos que se parecen y me puedo confundir. Además, de donde me han puesto no alcanzo a verlas, y...

     -¿Pero no le queda el oído? Todos los eslavos son músicos de nacimiento, señor Morreon, y usted, por simpatía, debe tener oído.

     El argumento pareció convencer a don Benito, [97] que desapareció asegurando que pescaría el acorde.

     Clara dibujó la melodía en el piano y María empezó el triste recitativo de la serenata de Braga con su vocecita débil pero afinada y simpática. Todo el mundo había hecho silencio, y el público menudo de la ventana retenía el aliento para no perder una nota. En el momento oportuno, justo después del acorde indicado, don Benito, puntual bajo la excitación hecha a su honor panslavista, rompió denodadamente el fuego con bastante precisión. La cosa no era muy fácil, porque la voz llevaba una melodía y el piano acompañaba, mientras don Benito debía esgrimirse por su cuenta, concurriendo con el elemento principal al conjunto. Había empezado bien; pero en el cambio de tono, le era necesario llegar a un si bemol que había sido uno de los primeros obstáculos en el ensayo, hasta que María consiguió hacer apretar los dientes al pedagogo sobre la parte unida del peine y llegar así, por un esfuerzo que las venas del cuello revelaban, al si bemol deseado. Don Benito, todo a su tarea, apretó con tal frenesí, que la nota salió vibrante, no muy justa, pero potente de sonoridad.

     -¡Mirá el paine! -exclamó Toribio, sin poderse contener, con medio cuerpo dentro de la ventana.

     Todos soltaron la carcajada, María la primera, que interrumpió el canto. Toribio se puso como una flor de amapola, y no sabiendo qué hacer, sonrió humildemente, mientras don Benito asomaba la cabeza con aire agitado, preguntando:

     -¿Me he equivocado?

     -Al contrario, señor Morreon, merece usted un bravo -dijo la señora-. Ha sido un acceso de entusiasmo en el público.

     -Da capo, da capo! -gritó Pepe.

     La serenata por fin se ejecutó a la satisfacción general, sobre todo del maestro de escuela que, agobiado por las felicitaciones y vislumbrando un porvenir de gloria, preguntó a María muy serenamente si no había música escrita para el peine. La alegre criatura le aseguró que sí, prometiéndole hacer venir la partitura de una ópera de Rubinstein, transcripta para ese amable instrumento. [98]

     Luego vino el esperado dúo de Don Juan, por María y Barclay. Barclay conocía la música y allá en sus tiempos debía sin duda haber cantado. La verdad es que, con su voz sin timbre, pero sumamente afinada, supo dar al «la ci darem la mano» una expresión tan característica y personal, que Clara lo miró asombrada. Algo le revelaba que en aquel corazón silencioso y solitario pasaban cosas que la calma aparente de la vida no dejaba ver. La música es el lenguaje universal de todo lo que siente y sufre; ella sola puede traducir con la vaguedad necesaria para no profanarlos, los sentimientos más ocultos y profundos que se mueven en el fondo del alma humana. Además, Mozart tiene este rasgo característico, que la excelencia de su interpretación no depende exclusivamente del arte, sino de la inteligencia. A un artista sin talento se le puede enseñar bien una ópera cualquiera, siempre que tenga voz y sepa usarla. Eso no basta para Mozart, o mejor dicho, Mozart, el único, puede pasarse de esos elementos. Fuera de Faure, a nadie he oído la serenata de Don Juan como a un hombre de mundo, casi sin voz, que la murmuraba de una manera exquisita para las ocho o diez personas que rodeaban el piano...

     Así corrían las noches, en la alegría, como los días en la serenidad.

     1884. [99]



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EN EL FONDO DEL RÍO

     (18)El último día de cuarentena tocaba a su término. Había a bordo un bullicio insólito. El piano, golpeado con más rigor que en las melancólicas noches de la última semana, exhalaba sus quejidos ásperos con tan buena voluntad, que se creía adivinara próximo el momento del reposo. Se había instalado un nueve animadísimo en una de las mesas del comedor, y los maltratados en la travesía trataban de rehacerse, tentando la suerte del último día, postrera esperanza, engañosa como todas. Un coro de señoras, un tanto enrojecidas por la labor interna de la digestión, rodeaban el piano, donde una escuálida criatura de veinte años batía las teclas sin piedad, mientras su hermana o algo así, soñaba en voz alta, más o menos afinada, con bosques sombríos claros de luna, citas de amor y mal de ausencia. Los corchos de cerveza y limonada gaseosa, con su falso ruido de champagne, saltaban a cada instante. Los sirvientes, al pasar, solían poner la mano en el hombro a algunos pasajeros y les deseaban, con un aire de superioridad incontestable, buena suerte en el piquet(19).

     Arriba, sobre el puente, la luna, el espacio tranquilo, el Plata dormido, meciendo sus olas pequeñas y numerosas, que se extinguían sin rumor contra [100] los flancos del navío. A lo lejos, al frente, en el confín del horizonte, una faja rojiza tenue, como el resplandor lejano de un incendio, visto a través de una atmósfera cargada de vapores leves. A la derecha, también distantes, los faros de las costas y la imperceptible raya negra que el espíritu adivinaba, más de lo que los ojos veían. En medio del río, vasto como un mar, multitud de luces que oscilaban lentamente en lo alto de los mástiles. De tiempo en tiempo, el eco triste de una campana que daba las horas, como si recordaran al que soñaba sobre el puente que aun en el seno de esa paz silenciosa, la vida corría y las tristezas con ella.

     Estaba solo en cubierta, tendido sobre un banco, el brazo apoyado sobre la baranda y la cabeza sostenida en la mano. La luna bañaba de lleno su rostro de facciones regulares, joven aún, pero fatigado. Miraba al astro velado por la niebla ligera con la persistencia de los soñadores y la vaga expresión de sus ojos anunciaba que su alma recorría el pasado.

     Las horas corrían así, lentas e iguales. En el comedor se había hecho el silencio; a popa, un grupo que hablaba en voz baja, sólo revelaba su presencia por el intermitente resplandor de los cigarros.

     Varias veces ya, un hombre había aparecido en lo alto de la escalera que daba al puente, y luego de mirar con interés cariñoso al joven inmóvil, había descendido. Al fin, en una de sus últimas subidas, se acercó suavemente con un «plaid» en el brazo y lo tendió al joven, diciéndole en francés, con respetuoso acento:

     -La humedad de la noche puede hacerle mal, señor. He traído este abrigo, por si el señor piensa no recogerse todavía.

     -Gracias. No descenderé aún; no podría dormir. Tráigame un poco de coñac con agua, y cigarros.

     El criado reapareció un momento después; el joven encendió un tabaco, se envolvió en la manta y quedó mirando con una expresión de cariñosa tristeza a su servidor.

     -Mañana concluye la cuarentena, Pedro.

     Pedro se inclinó. [101]

     -Y empiezan los días amargos de que le he hablado -añadió el joven sonriendo.

     -Yo estoy bien en todas partes donde el señor quiera tenerme consigo.

     -Sí, pero usted no conoce la vida de nuestros campos, sobre todo adonde vamos. Es el desierto, la soledad y el silencio constantes. Tendrá usted poco o nada que hacer allí y el fastidio puede engendrar la nostalgia. Le repito, pues, mis palabras de París; no hay compromiso ninguno entre nosotros. En el momento en que lo desee, regresará usted a Europa o se instalará en Buenos Aires, a su elección.

     -El señor es siempre bondadoso conmigo; sólo le pido que me lleve consigo donde vaya y que me acepte a su lado mientras mis servicios le sean útiles.

     -Bien, bien; tenemos tiempo de hablar. Prepare todo para descender mañana temprano. ¿No ha habido nuevos curiosos?

     -No, señor; desde Río me dejan tranquilo.

     El joven hizo un gesto de fastidio mientras el criado se retiraba. El hecho es que desde Burdeos había vivido a bordo en una asechanza constante, en una insoportable persecución de la curiosidad ajena. Su retraimiento sistemático, sus respuestas monosilábicas, dadas con glacial corrección a los que intentaban abrir charla con él, su silencio en la mesa, el imperioso deseo de soledad que revelaba su aspecto, le habían señalado al mundo de a bordo como un personaje original, orgulloso primero, enigmático después; sospechoso más tarde. Entre los pasajeros había pocos argentinos; la mayor parte eran familias de extranjeros radicados en el país y sin contacto con la alta sociedad porteña. Así, había duda hasta sobre el nombre del joven, que figuraba en sus maletas, en la lista de pasajeros, que no importaba misterio alguno, pero que el deseo de crear historias rodeaba de sombras en el ánimo de esa buena gente. No pudiendo sacar nada del amo, se dio el asalto contra el criado, llevando la voz los que hablaban francés, porque Pedro no entendía una palabra de castellano. Pero, o Pedro tenía un [102] natural poco comunicativo o cumplía instrucciones terminantes, el hecho es que tres o cuatro respuestas secas, dadas con su aire de ceremonia, pusieron en derrota a los más audaces.

     Sólo se supo a punto fijo que el joven se llamaba Carlos Narbal, que pertenecía a una distinguida familia de Buenos Aires, que tenía fortuna y que había estado muchos años ausente. Y esto gracias a tres o cuatro cocottes que venían a Río, contratadas para el Alcázar, según decían, que se daban suntuosos aires de artistas, pero que el comisario de a bordo, que debía conocerlas a fondo, amenazaba a enviarlas a perorar sur le guaillard d'avant cada noche que el alboroto promovido por las ninfas se hacía insoportable. Cuando se les pasó el mareo del Golfo, y entrando en las aguas más tranquilas del Océano, empezaron a recibir los galanteos de la gente de a bordo, que en general ofrecía poco porvenir, sus miradas no tardaron en dirigirse sobre Carlos, cuyo aspecto auguraba un hombre de mundo. Si en alguna parte las mujeres tienen conciencia de su fuerza, es indudablemente sobre la cubierta de un buque. Caras que no se han apercibido en el momento del embarque, adquieren cierto atractivo a los ocho días de navegación, y a los quince, a menos de ser unos monstruos, pasan con facilidad por bellezas acabadas. El fenómeno se produce a favor de un sinnúmero de circunstancias, de las que cuentan en primera línea el aire vivificante del mar, la fuerte alimentación, la inacción forzosa y la ausencia absoluta de puntos de comparación. Pero todo esto parecía hacer poco efecto sobre el hombre, único tal vez, que no hacía avances. El repertorio estaba agotado, las miradas tiernas, la pantalla caída a propósito, el «Mon Dieu, qu'il fait chaud!» en los trópicos, el insinuante y audaz «est-ce que vous connaissez Rio, monsieur?» todo el arsenal de escaramuzas femeninas. Una de ellas, más crâne que las demás había hecho jugar la gruesa artillería, y una noche, antes de llegar a Bahía, cuando ya hacía rato que habían sonado las doce y que los corredores estaban desiertos, se entró sencillamente al camarote que ocupaba Carlos, que, a [103] causa del calor, había dejado sólo la cortina corrida. Carlos, que no dormía, se sentó en la cama. Entonces, una voz queda, pero muy queda, cuya entonación procuraba infiltrar la persuasión de que los vecinos no se despertarían, murmuró: «Pardon, monsieur, je me suis trompée de cabine». Carlos refunfuñó algo, se dejó caer sobre el lecho, y la poco orientada artista declaró al día siguiente que aquello, con el aspecto de un hombre, y même pas mal, no era tal.

     Luego, el aislamiento, las largas horas pasadas con los libros amigos, con el Dumas que no cansa y que se relee con el placer que da la evocación de las impresiones de la primera lectura, los buenos y sanos libros de historia, las revistas científicas, las narraciones de viaje que llevan el espíritu a regiones remotas. Y por la noche, el panorama de los cielos llenos de estrellas, del mar que las refleja con cariño, de la estela que se desvanece lentamente como un sueño, la blanca espuma que se apaga murmurando, la caprichosa fosforescencia de las aguas que se abrillantan por instantes como el espíritu del que sufre, con un reflejo de esperanza, para caer en seguida en la sombra...

     La última noche, pero frente a la patria, cuyo amor se levanta espléndido sobre todas las ruinas morales. Ahí estaba; bajo el crepúsculo incierto del horizonte, dormía la ciudad madre, cuna de su cuerpo, nodriza de su alma, fuente también sin duda de todas las amarguras de su vida. Miraba, miraba intensamente el reflejo lejano, y a medida que su espíritu leía el pasado en la memoria, sus ojos se impregnaban de lágrimas o adquirían una dureza de acero. Luego pasaba la mano por la frente y se quedaba inmóvil.

     Un dolor profundo o un error inmenso pesaba sobre el alma de este hombre; o se había estrellado contra una desventura sin remedio, de las que rompen la armonía interna y velan el porvenir, o bajo un fastidio colosal, el origen de su mal se había desenvuelto e invadido todo el ser moral.

     ¿Quién, quién sabe las ideas que pasan por el cerebro de un hombre joven que sueña bajo los vientos [104] dormidos, sin más horizonte a su mirada que las aguas silenciosas y monótonas?...

     La campana de proa daba las dos de la mañana, cuando el criado avanzó resueltamente y con cierto aire de autoridad y un «Je vous en prie, monsieur» insistente y suave, pidió a Carlos que se recogiera. El joven descendió; la luna continuaba brillando a través de la niebla húmeda que se aumentaba por momentos, el círculo amarillento que la rodeaba se extendía y las aguas comenzaban a moverse con más rapidez en la superficie del estuario inmenso.

     A la mañana siguiente, al alba, la inquieta expectativa del desembarco animaba a todo el mundo. Parecía que la felicidad, abiertos sus cariñosos brazos, esperara en tierra a los que tanto ansiaban pisarla. La mayor parte, sin embargo, iban a cambiar la vida libre de a bordo con la exigua existencia detrás de un mostrador o la ingrata tarea del jornalero. Los trajes nuevos habían hecho su aparición; por todas partes cajas de sombreros, jaulas con antipáticos loros dentro, maletas de viaje, gorras, bultos.

     Por fin, llegaron los vapores de desembarco, se llenaron las formalidades sanitarias y pronto el buque quedó solo con su tripulación, y allá en la proa, los emigrantes apiñados, mirando con ojos de ingenua curiosidad cuanto pasaba a su alrededor y sintiendo pesar sobre su alma esa impresión de abandono que gravita sobre el extranjero al pisar por primera vez las playas de una tierra desconocida. Pronto la atmósfera fácil y cómoda de nuestra patria iba a borrar la nube de tristeza e iluminar la vida de esos desgraciados con las perspectivas de un porvenir seguro.

     Carlos había bajado sencillamente en el vapor de la agencia, seguido de Pedro, silencioso siempre y grave en su levita abotonada hasta el cuello. Cumplidas las formalidades de aduana, Carlos hizo avanzar un carruaje, y media hora después se encontraba alojado en un cuarto del hotel de Provence. A su llegada se le habían entregado cinco o seis cartas, que en ese momento leía con atención. Una de ellas, tres renglones escritos con una letra de una [105] pulgada y con una ortografía capaz de hacer rugir de espanto a un académico español, parecía haberle causado una viva satisfacción. Traducida, decía así:

     «Desde el martes, estoy con los caballos en el Azul, esperándole».

                                                                                                                Tobías.

     Las otras cartas eran puramente de intereses, cuentas, etc.

     Carlos comió solo en su cuarto, y al caer la noche, encendió un cigarro y salió, después de indicar a un sirviente hiciera acompañar a Pedro al teatro de Variedades.

     Carlos tomó la calle de Reconquista, llegó a la plaza, la cruzó diagonalmente, entró por Victoria hasta Perú, dio algunos pasos a la derecha, pero retrocediendo, tomó resueltamente hacia la izquierda. A cada instante, a pesar de la confianza que tenía en no ser conocido, por el cambio completo operado en su fisonomía en los últimos cinco años, ocultaba el rostro al pasar junto a alguna de sus antiguas relaciones. Iba agitado por el tumulto interior de sus sensaciones; echó una mirada vaga a los balcones iluminados del Club del Progreso, sus ojos se llenaron de sombras, inclinó la cabeza y siguió marchando lentamente. Así vagó cuatro horas, deteniéndose en un punto, mirando con atención una casa, impregnando la mirada con el espectáculo de la ciudad que tanto había querido y en la que marchaba hoy como un desconocido. A las 11 de la noche se encontraba en el Retiro, frente al río sereno y resplandeciendo bajo la luna. Uno que otro carruaje volvía de Palermo o tomaba la calle de Charcas; a veces una explosión de alegría llegaba a oídos del solitario.

     Bien solo, por cierto. Esa alma debía estar enferma, rendida por una lucha sostenida tal vez sin energía, pero no por eso menos agobiadora. Y así marchando en los sueños íntimos, llegó tristemente a su hotel, se tendió en un sofá, tomó un libro quo pronto cayó de sus manos y quedó inmóvil, con la mirada fija en el techo. Su cara fue perdiendo la expresión adusta, sus ojos se llenaron de lágrimas [106] y un sollozo ahogado pasó por su garganta. La reacción fue violenta, se puso de pie, enjugó el rostro, sonrió con desprecio de sí mismo, se paseó largo rato por la pieza y luego llamó a Pedro.

     -El tren sale a las 7, Pedro. Que todo esté pronto.

     Luego se acostó y empezó para él el infierno cotidiano de los que han perdido el dulce sueño, reparador de la vida...

     Corría el tren por los campos iguales y monótonos. En el vagón que ocupaba Carlos iban dos o tres personas desconocidas entre sí, lo que no impidió que a partir del almuerzo trabaran una larga conversación, sobre los temas eternos de la vida de campo, la lluvia que hacía falta, porque los pastos estaban flojos, el cardo que tardaba, las barbaridades de los jueces de paz de los partidos respectivos a que pertenecían los viajeros y, por fin, la política, vista al microscopio, las profesiones de fe grotescas, una estrechez de espíritu inconcebible. Carlos oía con cierta atención la insípida charla; como los campos que atravesaba le traían la perdida nota impresional de la patria, así el palabreo que llegaba a sus oídos hacía revivir en su memoria el mundo normal en cuyo seno pasó su juventud. Luego sus ojos se perdían en la dilatada llanura, extensa como el mar y como él generadora de tristezas.

     Pedro, solo y grave en un vagón de segunda, miraba con asombro nuestros campos, buscando en ellos el cultivo, la subdivisión, el canal de riego, el bosque, el aspecto europeo, en una palabra. Una sensación indefinible le oprimía y a veces sacaba la cabeza por la portezuela, ansioso, en la expectativa de un cambio que no se producía.

     Por fin, a la caída del día, el tren llegó al Azul; Carlos se dirigió a la posada. En la puerta del gran patio donde llegaban las diligencias, carruajes y gente de a caballo, se encontraba un hombre recostado en un poste. Tendría de cuarenta a cincuenta años; alto, delgado, barba canosa, ojos negros, serenos. Su traje era el de nuestros gauchos: chiripá, poncho, un modesto tirador viejo ya, un sombrero de felpa entrado en años y unas fuertes botas de [107] baqueta, nuevas, compra sin duda de la víspera. A pesar de haber visto a Carlos, no hizo un movimiento. Éste avanzó sonriendo hacia él y le puso la mano en el hombro.

     -¿No me reconoces, Tobías?

     -Niño Carlos...

     No pudo decir más; se sacó el sombrero, empezó a darle vueltas entre las manos y se quedó mirando a Carlos con tamaños ojos de asombro.

     -Sí, mi buen Tobías, estoy muy cambiado. Además, hace como diez años que no nos vemos. ¿Y cómo va la salud? ¿Y los hijos?

     -Buenos todos, señor; los muchachos andan en tropa. Anselmo salió anteayer con una punta y Gregorio debe llegar mañana o pasado.

     -¿Y quiénes hay en la Quebrada?

     -Manuel Tabares, cuatro peones y la vieja Nicasia.

     -¿Aún(20) vive Nicasia?

     -Cuando ha sabido que el niño iba a venir se ha puesto como loca.

     -Bueno; tenemos tiempo de hablar. ¿Cuántos caballos has traído?

     -Cuatro por si acaso, aunque ninguno hemos de tener que cambiar.

     -¿Y el carro?

     -Llegará mañana a la tarde. ¿Cuándo nos vamos, señor?

     -Mañana bien temprano, para llegar con día.

     -Saliendo a las seis, estamos a las cinco en la Quebrada.

     -Tobías, este hombre (y señalaba a Pedro, que, con un saco de noche en la mano, correcto e inmóvil, había presenciado el diálogo sin entender una palabra), este hombre es mi sirviente, pero no habla español. Dice que aunque no es muy de a caballo, quiere ir montado, en vez de esperar el carro. Dale uno de buen andar y manso.

     -El moro, señor.

     -Vaya por el moro. A las cinco me recuerdas con todo listo.

     Desfiló el clásico menú de los hoteles de campaña en nuestra tierra. ¿Un buen puchero? ¿Un buen [108] asado? ¡Jamás! Frituras, guisos pseudo-franceses, combinaciones de un chef que, para elevarse al arte, cree deber salirse de la naturaleza. Carlos recorrió la lista, recordó su experiencia pasada y pidió un ingenuo bife con dos de a caballo, una botella de cerveza inglesa y queso. ¡Ay de aquel que sale de ese régimen higiénico!

     El cansancio del ferrocarril le dio algunas horas de sueño. Pero cuando a las cinco de la mañana Tobías vino a golpear su puerta, le encontró vestido y pronto a montar.

     Así que dejaron el pueblo y que el espacio abierto se presentó, Carlos sintió esa sensación deliciosa, que sólo los argentinos sabemos apreciar, cuando, sobre un buen caballo, se galopa por los campos en la mañana. Una leve brisa, fresca, con un olor sano e intenso, venía de oriente, donde el sol se elevaba ya, pugnando por abrir camino a sus rayos a través de un grupo de nubes. Las estancias esparcidas en la extensión de la llanura, como islas en un mar inmenso, manchaban con sus tonos oscuros la sabana de verde pálido en la que la vista se perdía hasta el confín del horizonte. Los caballos, contentos y briosos, resoplaban con energía, levantando sobre el camino resecado una nube de polvo, que iba a disolverse a la espalda en fugitivos remolinos. Un grupo de ovejas, que comía al borde de la ruta, se precipitaba al lado opuesto, y detrás iba la majada, desatentada, como si corriera un peligro inmenso. Cuatro o cinco corderos quedaban rezagados, con la colita entre las piernas enclenques, temblorosas bajo su cuero desnudo y arrugado, balando con un quejido lastimoso. Diez o doce madres habían dado vuelta la cara y respondían al llamado sin cesar, como sacando la voz de las entrañas para que sus hijos las reconocieran. Un perro, girando a la carrera, alrededor del rebaño, ladraba furioso al pasar junto al grupo de jinetes, cuyos caballos agachaban las orejas e hinchaban ligeramente el lomo. Luego, una manada de yeguas que sale a escape, se detiene a cincuenta varas y queda inmóvil, las orejas rectas, los ojos grandes e ingenuos. El sultán está a la cabeza, soberbio con su larga crin y opulenta [109] cola. Brilla su pelo inmaculado como un tejido de acero. Un potrillo más audaz se acerca, hace una cabriola, rompe a la carrera, se detiene al pie de la madre y se pone tranquilamente a mamar. Las vacas son más reposadas; algunas levantan la cabeza, pero pronto la inclinan sobre la tierra y continúan rumiando. Uno que otro toro espléndido se cuadra noblemente, escarba el suelo y mira con arrogancia.

     Los teros atruenan el aire; parecen la bocina del derecho indio, clamando eternamente sobre la pampa contra la conquista europea. Avanzan audaces, cruzan a dos varas de los jinetes como una saeta y se pierden a lo lejos, dando la voz de alarma, que hace poner en fuga a los patos que reposan en la próxima laguna, rica en juncos y pobre en agua. La lechuza, inmóvil sobre una vizcachera o en la punta de un palo de alambrado, abre el pico como un resorte mecánico, lanza su grito gutural, que en la noche inquieta los espíritus más serenos, deja caer sus párpados amarillentos, que tienen más expresión que sus ojos mismos y queda en su postura egipcia. Multitud de pequeñas aves saltan a cada instante de entre el pasto; por momentos, una perdiz hiende el aire con su silbido característico y el ruido estridente de sus alas al batir precipitadas; otras se agachan, se disuelven entre los tonos grises de la tierra y quedan inmóviles. De tiempo en tiempo, Tobías les lanza su rebenque, no siempre sin resultado, ante el asombro de Pedro, que contempla atónito el nuevo sistema cinegético.

     Y así avanzan en silencio, Carlos perdido en sus reflexiones, el sirviente un tanto dolorido ya, Tobías con la indiferencia suprema del gaucho por todas las cosas de la vida. Cada media hora, Tobías da la señal de reposo deteniendo su caballo y poniéndolo a un trote suave, pero que rinde camino. Según él, el secreto para llegar pronto no está en andar ligero, sino en andar seguido. Tobías nombra las estancias que aparecen a lo lejos, a medida que se avanza y que las copas de álamos que se veían suspendidas en el aire se unen a sus troncos al cesar el miraje. A las doce se hace alto junto a un jagüel rodeado de algunos sauces y paraísos que ofrecen una sombra [110] suficiente. Carlos no ha querido ir a una pulpería que está a diez cuadras, en una estancia donde indudablemente habría sido muy bien recibido, pero en la que habrían tardado tres horas en matar algunos pollos y donde habría tenido que hablar sobre cuanto Dios crió. Tobías, que se ha avanzado, después de manear cuidadosamente los dos caballos de repuesto, vuelve a la media hora con un carnero muerto y degollado, pan, vino y sal, hace fuego, fabrica un asador con una rama de sauce y a los veinte minutos se presenta con un asado color de oro, chisporroteando aún y chorreando de jugo.

     Diez, veinte años de París, comiendo en Bignon, cenando en el café Anglais, no alcanzan jamás a borrar en nosotros el tinte criollo, la tendencia indígena, el amor a las cosas patrias... y el gusto por el cordero al asador. Se quema uno los dedos, es cierto, queda en la boca cierto saber empâté, pero es ésa una sensación posterior, altamente compensada por las delicias del primer momento.

     La charla de sobremesa animó a Tobías, que aprovechó una buena ocasión para echar fuera lo que sin duda le estaba trabajando hacía tiempo.

     -Dígame, señor, ¿viene por mucho tiempo a la Quebrada?

     -Por mucho tiempo, Tobías; no pienso moverme de allí hasta que vuelva a Europa.

     -¡Pero cómo va a vivir en esos ranchos, señor! ¿Cómo no se ha ido más bien a las Tunas?

     -¿Te incomoda mi visita, mi buen Tobías?

     -¡Por dónde, señor!

     -Entonces, no hay que hablar.

     Tobías se rascó la nuca, ensilló de nuevo los caballos y pronto la partida estaba en marcha. Fue ése el momento duro para Pedro. Al principio, el buen galope del moro recomendado por Tobías le había seducido; pero pronto le dolió la cintura, las rodillas le empezaron a arder en la parte que frotaban la silla, y cuando, después del reposo del almuerzo, volvió a su postura de centauro, todo el cuerpo protestó en un estremecimiento. Se dominó, sin embargo; sonrió a Carlos y partió heroicamente al galope. [111]

     A las tres de la tarde, poco después de atravesar el arroyo de Chapaleofú, algunas gotas de agua empezaron a caer. El cielo se había cubierto por completo y pronto un aguacero tremendo cayó sobre los viajeros. La tierra parecía revivir bajo la onda; un olor de humedad se desprendía del suelo. El horizonte se había estrechado y los montes de las estancias más próximas se iban disolviendo entre la bruma. La lluvia redoblaba de violencia a cada instante y los viajeros estaban empapados hasta la carne. Así marcharon dos horas, lentamente, al paso, porque el suelo se había hecho resbaladizo. Carlos, rebelde a la fatiga física, había recibido con placer la lluvia. En cuanto a Pedro, sólo Dios y él saben lo que pasó en esos momentos por su alma y la opinión que formó de nuestra tierra argentina y de sus modos de vialidad.

     A las siete de la noche, profundamente oscura, bajo la lluvia, un violento aullar de perros se hizo oír y una voz mortecina apareció a unos cien pasos.

     -Llegamos, señor -dijo Tobías.

     El viejo capataz se avanzó, gritó a los perros, que callaron al reconocer su voz, y dio los caballos a dos o tres hombres que habían salido de la cocina. Una viejecita, con la cabeza descubierta bajo la lluvia, se avanzó mirando a uno y otro lado, y cuando hubo reconocido a Carlos, lo ayudó a bajar, repitiendo sin cesar: «¡Niño Carlitos! ¡Dios se lo pague!»

     Carlos cortó el torrente de las expansiones y ganó rápidamente la casa, seguido de Pedro, rígido como un autómata. Cambió de ropa, comió, y con inmensa delicia se tendió en la cama.

     A la mañana siguiente se levantó temprano, tuvo su conferencia con Nicasia, a quien pronto despachó a la cocina y dio un vistazo sobre su morada. He aquí lo que vio.

     Una pequeña casa de material, con techo de hierro de media agua, ocupaba el fondo de un cuadrado. A la derecha un rancho, cocina y cuarto de peones. A la izquierda, la habitación de Nicasia, sin duda, un pequeño rancho de paja. Al frente, un palenque para atar caballos y en el centro del patio, un ombú raquítico que se había ido en raíces. Las [112] tres piezas de su apartamiento consistían en un dormitorio casi desnudo de muebles, un comedor por el estilo y un gran cuarto donde había algunas viejas sillas de montar, bolsas, una romana, una pila de cueros secos en un rincón, diarios viejos, barricas de azúcar, una bolsa de sal, y en una pared un retrato del general Mitre en 1860. Allí había dormido Pedro.

     Carlos sacó una silla al corredor, puso sobre otra las piernas y cayó en profunda meditación. El día estaba espesamente nublado y la lluvia caía por momentos. Un silencio de muerte reinaba sobre los campos y el horizonte concluía a cien varas. A lo lejos, el eco amortiguado de un cencerro o el apagado ladrido de un perro. Contra un pilar del corredor, el criado fiel, perdido en ese mundo nuevo para él, dejaba vagar su mirada sobre el cielo gris. Carlos sintió que el corazón se le oprimía; temió que la paz tan buscada no estuviera allí, comprendió que mientras durase la tormenta intensa, era inútil buscar la tranquilidad de las cosas para darla a su espíritu conturbado y pasó la mano por su frente. De nuevo miró a su alrededor; un recuerdo pasó por su memoria, una amarga noche en que inclinaba ya su cuerpo sobre el Sena, en París, para buscar la calma en la muerte. La lluvia caía, monótona, triste, sepulcral; la llanura parecía envuelta en una mortaja. Carlos inclinó la cabeza llena de sombras, murmurando:

     -Heme en el fondo del río, con una piedra al cuello.

     1884. [113]



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DE CEPA CRIOLLA

     Carlos Narbal pertenecía a una familia de larga data en tierra argentina y a la que no habían faltado las ilustraciones patrióticas de la independencia ni los mártires de las luchas civiles. Su abuelo, el primer Narbal criollo, fue sorprendido a los veinticinco años por la tormenta de 1810. De la tranquila vida colonial, un momento interrumpida por el rechazo de las invasiones inglesas, en el que había tomado una parte honorable como oficial subalterno, se vio de pronto envuelto en el torbellino de la revolución, al que le empujaban más sus amistades y vinculaciones con las cabezas calientes de la juventud patricia, que sus inspiraciones propias. Rico, relativamente a la época, hacendado y por lo tanto fanático por D. Mariano Moreno, bastó la presencia de su ídolo en la Primera Junta para determinar el partido a que había de afiliarse. Gritó ¡abajo Cisneros! el 25 de Mayo, sin ponerse ronco; formó parte de un grupo que arrancaba carteles; aplaudió a Passo; hizo una crítica razonable contra el discurso de recepción de Saavedra, y luego, entrada la noche, como hacía frío y lloviznaba, abrió su paraguas y se fue tranquilamente a su casa, donde contó la jornada a su vieja madre con la misma sencillez con que hubiera narrado una corrida de sortijas. No se daba cuenta de la importancia del movimiento, no tenía ambiciones ni imaginación. Era, pues, un hombre feliz de la colonia, el tipo más completo de la especie que haya vivido sobre la tierra. Una noche, en una sobremesa del café de Mallcos, en que se había apurado más de lo habitual el Valdepeñas y el Jerez, varios de sus amigos declararon la intención [114] de ir a reunirse al ejército del coronel Balcarce, que operaba en el alto Perú, aprovechando la partida de Castelli, el fugaz Saint-Just de nuestra revolución. No sé cómo vendría la cosa, pero nuestro hombre juró, se arrepintió un poco a la mañana siguiente, se consoló al mediodía, arregló su equipo a la noche, partió con los compañeros, se unió a Balcarce la víspera de Suipacha, se batió dignamente y se disgustó por completo del oficio el día de la ejecución de Córdoba, Nieto y Paula Sanz. En la primera ocasión regresó a Buenos Aires, habiendo pagado su deuda a la patria, se casó y pronto dos hijos le dieron el corte definitivo del hombre de hogar. El primogénito creció en aquella atmósfera ruidosa y vehemente de la revolución, tan lejos hoy de nosotros, que cada año transcurrido parece un siglo. Los cuentos de los viejos sirvientes de la casa, que todos habían servido, respiraban olor a combates. La nota tosca del heroísmo, la habitud de la idea de lucha se hundía en el cerebro del niño. Luego las guerras civiles, los amargos momentos del año veinte, el hogar inquieto, el padre meditabundo, la madre llorosa. Tenía catorce años el día de Ituzaingó y era ya un pequeño patricio, exaltado, entusiasta, sediento de acción, la antítesis del padre a quien sólo debía la vida, pues su alma era hija directa de la revolución. Cuando abrió los ojos a la luz y con la virilidad llegó la dignidad, vio a su padre consumirse lentamente en la agonía moral de la dictadura, bajo el peso del oprobio y la vergüenza. Rosas imperaba y la juventud se estremecía. Muerto su padre, casada su hermana con un hombre de la situación, que protegería a la madre, logró una noche embarcarse y pasó a Montevideo. La revolución del Sur le contó entre sus soldados; batidos, deshechos, pocos lograron salvar del desastre. Narbal escapó, se unió a Lavalle, luego a Paz y de nuevo se encerró en Montevideo con la ilusión perdida y el alma resuelta. ¡Cuán largos han sido para nuestros padres esos días, esos años de eterna expectativa, en que cada nueva luna traía la noticia de un nuevo desastre, fijos los ojos en la dictadura granítica que del otro lado del Plata se levantaba sombría, desafiando [115] el tiempo y el esfuerzo humano! ¡En el día, la batalla estéril en la que se pierde la vida sin esperanza de que el tiempo fugitivo traiga la libertad; en la noche, el insomnio que causa la conciencia del porvenir perdido y la amargura infinita de la patria deshonrada!

     Tarde ya, pasados los treinta años, Narbal unió su suerte a la de la hija de un proscripto como él, dulce criatura que había crecido atónita dentro de un infierno de odios y de sangre. Carlos nació en 1850 y desde ese día la fisonomía de su padre se hizo más oscura aún. El porvenir de su hijo, sin patria desde la cuna, sin fortuna (sus bienes habían sido confiscados por Rosas), le aterraba. Por fin brilló el bendecido momento de Caseros. Los que en ese instante grabaron el nombre del Libertador en el alma, no lo olvidaron jamás. Caseros lava la vida entera de Urquiza, como Ituzaingó la de Alvear. No se da libertad a un pueblo ni se salva la independencia de la patria, sin que la historia olvide las debilidades humanas y consagre el tipo de los hombres en el momento trágico de su vida.

     Narbal volvió a su patria, y al ensanchar sus pulmones, al empezar la vida a los cuarenta años, como si su organismo moral se hubiera renovado, de nuevo al destierro, empujado por muchos de los que había combatido cuando doblaban la cabeza servil bajo Rosas y por la agitación insensata de una juventud ávida de ruido, sin conciencia del pasado y sin visión del porvenir. El golpe fue rudo y la tierra extraña más sola que en los amargos días de la lucha. Una melancolía profunda se apoderó de él, perdió la esperanza que un momento había brillado ante sus ojos, y se extinguió en silencio, en brazos de su fiel compañera, oprimiendo la mano de su hijo.

     Carlos volvió a la patria; los bienes de su familia le habían sido restituidos. Su primera educación fue la de todos nosotros, superficial, arrancada a trozos a la debilidad de la madre, con sus largas estadas en el campo predilecto, los numerosos años recomenzados en el curso universitario, y la adolescencia, la vida vagabunda, un tanto compadre, que [116] hoy se ha perdido felizmente por completo. Las hazañas de medianoche, las asociaciones para el escándalo nocturno, el prurito del valor en las luchas contra el infeliz sereno, el asalto a los cafés, a los bailes de los suburbios, el contacto malsano de las bajas clases sociales, cuyos hábitos se toman, el lento desvanecimiento de las lecciones puras del hogar. Los que han pasado en esa atmósfera su primera juventud y han conseguido rehacerse una ilusión de la vida y una concepción recta del honor, necesitan haber tenido de acero los resortes fundamentales del alma. La guerra del Paraguay fue, en ese sentido, un beneficio inmenso para nuestro país. Por afición a las armas, por admiración a muchos oficiales de la época, pendencieros, decidores, eternos arrastradores de poncho, tal vez un poco por el palpitar de la fibra salvaje que jamás se extingue por completo, muchos jóvenes de 18 a 25 años, de los que entonces hacían esa vida ignominiosa, partieron a campaña y se rehabilitaron cayendo noblemente en los campos de batalla o ilustrando su nombre por el valor y la buena conducta.

     Carlos era muy joven aún. Por otra parte, su índole recta y generosa, cierto amor dilettante al estudio, sobre todo a la lectura y, por último, un largo viaje para terminar su educación en Europa, que su madre, bien aconsejada, le hizo hacer, le salvaron del peligro de una vida que habría destruido su porvenir. Pasó tres años en un colegio inglés, anexo a la Universidad de Oxford, y allí se operó la transformación radical de su organismo moral.

     Nada como la atmósfera inglesa para regularizar este conflicto eterno que se llama el alma de un latino, y más aún, el alma de un sudamericano. Sea tradición de raza, atavismo revolucionario o simple influencia etnográfica, el tipo general de nuestros jóvenes se combina moralmente de excesos y depresiones curiosas en sus diversos elementos. La imaginación ocupa un espacio inmenso y su constante acción determina una insoportable prisa de vivir, de llegar, de gozar de entrada la plenitud del objetivo. Al mismo tiempo y por la misma influencia, el objetivo es vago e indefinible para los mismos [117] que lo persiguen. El valor nos sobra, el valor instintivo, el valor de empuje momentáneo, pero la voluntad persistente nos falta. Entre nosotros, todo el que ha querido, ha llegado. Además, la vida de «Gran Aldea», el círculo relativamente circunscripto de nuestro mundo social, las amistades de la infancia, que se perpetúan en el contacto tenaz y obligado de una vida común, las extensas vinculaciones de sangre que son apoyos inconscientes, determinan en nuestra juventud la atrofia de la individualidad, la pérdida de la iniciativa propia y de esa reserva legítima que aconseja hacer un fondo inviolable, personal, de fuerzas morales, en vista de la dura lucha que se prepara.

     Como el gaucho de otros tiempos, que vivía indolente en la seguridad de la subsistencia, vivimos tranquilos, unos reposando en la fortuna heredada, otros en el empleo infalible, los más en los recursos de la política. Nos apoyamos unos a otros, vamos rodando en común y muchas veces una fuerza individual que estalla en plena juventud con carácter de alguien, se desilusiona en el primer esfuerzo ante la necesidad de ceder a la apatía general para no marchar solo e imponente.

     Tal era el corte moral de Carlos; la atmósfera inglesa pasó sobre él como una pesada máquina de nivelación. Los fuertes ejercicios físicos desenvolvieron y dieron fuerza a su cuerpo, más aún, si se quiere, acentuaron sus necesidades animales, en saludable detrimento de sus crisis morales perpetuas. El limitado trabajo intelectual de la educación inglesa permitió a su espíritu el lento y progresivo desarrollo, tan raro entre nosotros, donde la inteligencia marcha a saltos y procede por aglomeraciones de difícil digestión que congestionan el órgano. Luego, en aquella vida libre del estudiante inglés, confiado a sus fuerzas, a sus recursos, aprendió el valor de su propia individualidad, adquirió el aspecto serio que oculta la prudente reserva y se hizo un hombre de reflexión y de voluntad. Al mismo tiempo, recuperó la pureza moral de la adolescencia, y cuando llegó a la edad de los cariños, se encontró con el [118] alma preparada para querer, y querer profundamente.

     No es cierto que la juventud sea idéntica en todas partes, como la mañana no es igual en todo el orbe. Hay en los jóvenes ingleses un reposo que nos es desconocido, un residuo de infancia que a los veinte años ha ido a reunirse, entre nosotros, con los cuentos de la nodriza y los juegos de la gallina ciega. La precocidad con que se obtienen los honores viriles, la falta de un aprendizaje en todo, la improvisación de competencias que acaba por comunicar al que las alcanza una alta opinión de sí mismo, son elementos desconocidos en Inglaterra, donde la vida se desenvuelve lenta y regular.

     Llegado a los diecisiete años a Oxford, Carlos se encontró en un mundo nuevo que le sorprendió sin atraerle. Sus placeres no eran los mismos a que veía entregarse a sus compañeros. Su ingénita aristocracia latina repugnaba al ejercicio muscular constante y violento que era el fondo de la ocupación de sus fellows. Pero bien pronto la emulación, cierto prurito patriótico (¿dónde no va a meterse?) le determinaron a esforzarse, a trabajar, a querer, y tras largas y terribles horas pasadas al sol, inclinado sobre el remo o jadeante en el campo del cricket, fue un día admitido a ocupar un puesto en la canoa de honor.

     Pronto tomó gusto a la vida independiente del estudiante inglés, tuvo su apartamiento, su servicio, su caballo, su valet de chambre hábil y correcto, invitó a lunchs, entró por las formidables wines partys y, como era generoso y sus medios le permitían ser espléndido, conquistó su carta de ciudadanía en el difícil mundo estudiantil, en el que se requiere un tino exquisito para no ser demasiado obsequioso con un hijo de Lord o seco en demasía con el triste vástago de un cura de campaña.

     Introducido por sus compañeros o por medio de cartas venidas de Londres en el seno de algunas familias, sus ideas artificiales sobre la mujer, formadas en los bailes de suburbios en Buenos Aires o en sitios más característicos aún, empezaron a transformarse en un respeto instintivo. La atmósfera [119] de pureza moral que respira un hogar inglés le penetró por completo, y pronto, al ser tratado como un hombre de honor por un padre que le confiaba su hija, comprendió que no es necesaria una lucha tenaz con el instinto bestial que inspira infamias, para vencerlo con nobleza. Así, lentamente, sus facultades de raza, aquellas que no debemos envidiar a pueblo alguno de la tierra se elevaron por la conciencia de sí mismas y acercaron a Carlos al ideal de un hombre, esto es, el hombre sereno, correcto, leal y reservado, cómodo en la vida, preparado por la reflexión para el porvenir, como la fortaleza prepara para la desgracia. El rasgo fundamental de su carácter fue la profundidad inalterable de sus afecciones. Quería a pocos, pero quería bien. Era un amigo de novela latente; más de una tarde, sólo, pensando en la patria lejana, sonreía al ver pasar por su espíritu la imagen seductora del sacrificio en obsequio de un amigo. Todo lo habría hecho en caso necesario. Con una concepción semejante de la amistad, los pequeños rasguños duelen como heridas profundas.

     ¿Amores? El ligero flirtation del estudiante, la cinta recibida en una suave presión de mano para adornar su pecho en la regata, dos ojos azules palpitantes de júbilo el día de triunfo en el cricket, los paseos por la tarde o la lectura romántica del Tennyson. Pero ninguna impresión honda ni duradera.

     A los veinte años, el primer rayo de la tormenta cayó sobre su alma serena. Un telegrama lo llamó a Buenos Aires, al lado de su madre gravemente enferma. Era su única familia, su mundo, su idolatría. Buena y dulce, no pudiendo habituarse a la separación, pero con esa fuerza de sacrificio en la que las madres concentran toda su energía, su cuerpo se fue debilitando hasta que el primer accidente la encontró sin vigor para la lucha.

     Carlos llegó a tiempo para pasar dos días al pie de su lecho y recostar en su seno la cabeza querida en el último momento.

     Una desesperación honda y callada se apoderó de él. En esos instantes, los amigos no bastan. El alma alivia al dolor con una voluntad persistente e [120] invencible. La vida de la ciudad se le hizo insoportable y fue a pasar sus horas de amargura en uno de los establecimientos de campo que formaban su patrimonio.

     Su vida de dos años, con raras apariciones en la ciudad, pasada en la atmósfera serena y monótona de los campos, borró la impresión aguda, dejando sólo la melancolía del recuerdo que jamás se olvida, pegado al corazón hasta la tumba. Ese aislamiento voluntario tiene el peligro del embrutecimiento, si no hay voluntad para resistir la inerte tendencia animal que empuja a la vegetación, al acuerdo inconsciente de todo lo que vive y muere alrededor. La música, la lectura, las visitas de sus amigos, la larga correspondencia subjetiva, salvaron a Carlos. Un incidente le determinó a venir a Buenos Aires. En una campaña electoral, uno de sus amigos fue candidato a la diputación nacional. El comité, conociendo las relaciones de éste con Carlos y deseando atraer un hombre que en tres partidos de campaña podría presentar quinientos electores perfectamente alineados, a caballo y con facón, sin más voluntad que la de Don Carlitos, nombró secretario a Narbal. Este, a pesar de no tener grande afición a la política, aceptó en el acto, en obsequio de su amigo. Además, la plataforma de la lucha del momento era la cuestión clerical. En este terreno, Carlos, hombre de ideas liberales y tolerantes hasta el extremo, opinaba, como toda la gente razonable, que lo mejor es no meneallo. Pero como cuando hay dos que pueden menear algo, no basta que uno solo no quiera hacerlo, resultó que los clericales menearon de tal manera que fue necesario salirles al encuentro. Como siempre, el público, el pueblo, quedó indiferente. Pero la emulación intelectual, los pinchazos por la prensa, la polémica que arrebata, acabaron por comunicar a los combatientes la falsa convicción de que se encontraban en presencia de uno de los más graves problemas que se hubiera presentado desde el «día de la organización». Un artículo cualquiera fue atribuido a Carlos por una hoja clerical. Como el artículo no era bueno, la réplica fue sabrosa, sin que faltara la alusión «a la gente que mide su competencia [121] por el número de vacas que posee» o que cree «que basta saber inglés para entender de todo». En seguida, toda la guerrilla guaranga de los sueltistas que, a pesar de tener una idea muy vaga y difusa de lo que significa patronato y que a veces dicen cañones por cánones, se tratan unos a otros de gran batata, monigote y demás gentilezas de un gusto perfecto.

     Carlos se irritó. En su vida había publicado nada, pero tenía los cajones de su escritorio repletos de todas esas cosas que se escriben, en la juventud: «Sueños», más o menos fantásticos, «Recuerdos», conatos de novela, biografías de próceres, versos, etc. La pluma no le era un instrumento desconocido ni la cuestión tampoco, a cuyo estudio había dedicado el último año de su vida de campo. Replicó; la polémica se hizo más extensa y levantada. Creyó tener por adversarios, bajo el anónimo de la prensa, a hombres del valor de Goyena y de Estrada, y, con el respeto de sí mismo que jamás le abandonaba, resolvió suspender la improvisación del momento, que a veces desvirtúa la idea, esparciendo los argumentos, y después de un mes de laborioso esfuerzo publicó un nutrido folleto, titulado «La Iglesia ante la sociedad política».

     El libro hizo efecto; escrito en un estilo simple y elevado, con una cultura no desmentida y un verdadero respeto a la religión, quitó en la réplica a sus adversarios el derecho a la invectiva, sin la cual un escritor clerical de la buena escuela no hace nunca nada que valga la pena. El nombre de Carlos, hasta entonces desconocido o poco menos, tomó cierta celebridad. En la memoria del pueblo se reavivó el recuerdo de su padre y de su abuelo, hombres dignos y que habían servido bien a su país, y pronto sintió Carlos que se abría ante él un porvenir que no había sospechado.

     A los veintitrés años se encontró en una de las posiciones más envidiables que es posible alcanzar en nuestra tierra y en muchas otras: un nombre respetado, una fortuna sólida que crecía todos los días en el movimiento progresivo del país, con la estimación general y el cariño profundo de sus amigos, [122] inteligente e ilustrado, y todo esto acompañado de una figura elegante.

     Alto, delgado, grandes ojos pensativos y de mirar abierto y franco, culto y correcto, sin aquella afectación inglesa que es la caricatura del género, un tanto callado, haciendo poco o nada por divertir la rueda, pero apreciando como el que más los buenos rasgos de espíritu, con buenas costumbres por exceso de lujo, su entrada en nuestra sociedad porteña fue sembrada de flores.

     Hay hombres que, apenas llegan a la plenitud de su fuerza moral, no tienen más pensamiento fijo que el de encontrar una compañera para la gran ruta de la vida. Carlos era uno de ellos; allá en el fondo, había resuelto casarse, sin comunicar su proyecto ni aun a sus más íntimos amigos, por temor, no sólo del combate diario contra las presuntas suegras, sino sobre todo de perder, en la caza implacable de que sería víctima, todas sus ilusiones y esperanzas.

     Naturaleza seria y reposada, sentía una repugnancia instintiva por todas esas pueriles escaramuzas del amor, tan comunes en nuestra tierra.

     -¿Pero qué tiene eso de particular, Carlos? -le decía una noche uno de sus amigos, joven elegante, sin más pensamiento que la mujer, de eterna buena fe en sus entusiasmos, creyéndose sinceramente enamorado de la última con quien hablaba, escéptico contra el matrimonio, predestinado por lo tanto a casarse con una contralto cualquiera-. ¿Qué tiene de particular que, en vez de hablar de nimiedades en un salón, se cante a una mujer joven y linda la canción soñada, cuya música adivina sin que la letra haya llegado a su oído? Hay una especie de convención social que sonríe ante esos amores primaverales y no les da importancia alguna. A más, la pureza sale sin mancha de esa esgrima del sentimiento que sirve para conocerse a sí mismo y no tomar por un afecto profundo la veleidad de un atractivo pasajero.

     -Te equivocas -replicaba Carlos tristemente-. Esa convención social, en cuya protección buscas la impunidad, no existe ni puede existir. Por lo que [123] la mujer toca, ¿no comprendes que en eso que has llamado la esgrima del sentimiento pierde toda la inmaculada inocencia que hacía su encanto? ¿No has oído mil veces a tus amigos, en esas largas charlas del club, fijar su ideal de esposa en una criatura que hubiera abierto para él solo y único la virginidad del alma? ¿Quieres un ejemplo? Hace un año, en un gran baile sumamente fastidioso, te dio a ti mismo que me hablas, por enamorar a esa hermosa y buena criatura que se llama Julia X... Como de costumbre, esa noche te enamoraste perdidamente, lo que no impidió que a la mañana siguiente te hubieras olvidado por completo de tu campaña. Tres meses después, Jorge tuvo la inspiración de proceder a la misma esgrima en circunstancias análogas. ¡Cuántas veces les he oído entregarse a la eterna broma de las reconvenciones recíprocas y tacharse, riendo, de deslealtad! ¿No crees que ese incidente bastaría para detener a un hombre caviloso que hubiera pensado seriamente en hacer de Julia la compañera de su vida? No es, por cierto, porque la pobre criatura haya desmerecido, ni que su pureza sea sospechada; pero la fuerza de las cosas es así. El escepticismo fundamental de ustedes en materia de mujeres sólo puede ser vencido por la fuerza de la inocencia absoluta, indiscutible. Una mujer que ha tenido amores con un hombre, por más ideales y castos que hayan sido, parece conservar sobre sus labios, a los ojos extraños, el rastro de un beso furtivo. Me dirás que un beso es nada; a veces es un abismo.

     -Pero no se llega siempre al beso, Carlos.

     -¿Quién lo sabe? ¿Quién va a preguntarlo? ¿Quién creerá si niegas, como es tu deber? La duda basta. Además, por ustedes mismos, ¿qué necesidad tienen de ir a buscar en el mundo donde se reclutan nuestras madres, que será el de nuestras hijas, esas vanas satisfacciones del amor propio que con un poco de dinero y audacia, se obtienen tan fácilmente en otra parte?

     -¿Quieres hacer, entonces, de nuestra sociedad un convento?

     -No; quiero sólo una concepción vasta y completa del honor, he ahí todo. Para ustedes, la altura [124] desinteresada en materia de dinero y la susceptibilidad exquisita que pone la espada en la mano por una nimiedad constituyen el código completo. El engaño de una mujer joven y candorosa, que cree cuanto le dices, porque no tiene razones para dudar, el desgarramiento moral que sucede a la desilusión, el compromiso de la felicidad de su vida entera, ¿no te parece un acto tan reprochable como el de dejar de pagar tres o cuatro mil pesos a uno de esos barbones del Club, que apoyándose en su experiencia y sangre fría, te ganan todas las noches al bésigue?

     -¿Es decir que no debemos ni aun ser sociables?

     -¡Es curioso! ¡Parece que pretendieran ustedes serlo! ¡Sociables! ¡Pero si ni idea tienen de lo que es la sociedad! Pasan ustedes la vida en el Club; jamás una visita, jamás esas atenciones cordiales que son el encanto de la vida. En el teatro, o metidos en el fondo de la avant-scène, fumando como en un café, o paseándose en el vestíbulo en los entreactos. Viene un baile; a amar con la primera que cae -cuestión de tener a quien clavar los anteojos en el Colón-. Por el contrario, les pediría más sociabilidad, más solidaridad en el restringido mundo a que pertenecen, más respeto a las mujeres que son su ornamento, más reserva al hablar de ellas, para evitar que el primer guarango democrático, enriquecido en el comercio de suelas, se crea a su vez con derecho a echar su manito de Tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles. No tienes idea de la irritación sorda que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya madre fue amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos clavarse bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega en su inocencia... Mira, nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido, que es hoy la base de nuestro país. ¿Quieren placeres fáciles, cómodos o peligrosos? Nuestra sociedad múltiple, confusa, ofrece campo vasto e inagotable. Pero honor y respeto a los restos puros de nuestro grupo patrio; cada día, los argentinos disminuimos. Salvemos [125] nuestro predominio legítimo, no sólo desenvolviendo y nutriendo nuestro espíritu cuanto es posible, sino colocando a nuestras mujeres, por la veneración, a una altura a que no llegan las bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Cerremos el círculo y velemos sobre él.

     -¡El cuadro de la aristocracia austríaca!

     -No la critiques, que tiene su razón de ser. Es la defensa de la naturaleza. Tú conoces mis ideas y sabes que sólo acepto las aristocracias sociales. En las instituciones, en los atrios, en la prensa, ante la ley, la igualdad más absoluta es de derecho. Pero es de derecho natural también el perfeccionamiento de la especie, el culto de las leyes morales que levantan la dignidad humana, el amor a las cosas bellas, la protección inteligente del arte y de toda manifestación intelectual. Eso se obtiene por una larga herencia de educación, por la conciencia de una misión, casi diría providencial, en ese sentido. Tal es la razón de ser de la aristocracia en todos los países de la tierra, tenga o no títulos y preocupaciones más o menos estrechas. Entre nosotros existe, y es bueno que exista. No lo constituye, por cierto, la herencia, sino la concepción de la vida...

     Con semejantes ideas, no era extraña, por cierto, la reputación de aristócrata que Carlos adquirió. Sonreía y dejaba decir, observándose con una rigidez implacable para poner de acuerdo sus actos con sus principios.

     1884. [126]



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A LAS CUCHILLAS

A Eugenio Garzón.                   

I

     La idea de volver a la patria se había presentado al espíritu de Narbal inseparable de la de no vivir en Buenos Aires. ¿Por qué? No lo discutía, no lo analizaba. Era una aprensión nerviosa y tenaz, que le hacía considerar el retorno a la existencia de otro tiempo, como una fuente de amarguras insoportables. Además, el grupo simpático se había disuelto por los azares de la vida y era muy tarde ya para pensar en crearse nuevos cariños. Lorenzo se había casado hacía cinco años, y los tres hijos deliciosos que encantaban su hogar le habían convertido en el burgués pacífico, trabajador y tranquilo, que era a sus ojos, en épocas pasadas, el tipo perfecto del embrutecimiento humano. Muchos, la mayor parte de sus antiguos camaradas, habían seguido el mismo camino, aunque algunos sin transformarse, continuando bajo la cadena conyugal, bien ligera para ellos, sus viejos hábitos de club, de sport, de juego y todo lo que acompaña la vida fácil. A veces, Carlos, solo, por las mañanas, mecido por el paso lento e igual de su caballo, evocaba el recuerdo de los compañeros de juventud y comparaba su vida actual a la que se presentaba ante él. Uno había abrazado con pasión la carrera militar, y acallando sus gustos sociales, su amor a los placeres, vivía perdido, pero no olvidado, allá en la remota frontera, batallando oscuramente con los indios, conquistando palmo a palmo comarcas enteras para entregar a la civilización, [127] soldado y explorador, desenvolviéndose en la vida militar moderna, concebida con inteligencia. ¡Feliz él, que veía la ruta recta y luminosa abrirse ante sus pasos! Otro, en un acto de energía, se había arrancado a la patria y la servía con toda la fuerza de su espíritu y el amor de su alma, allá en lejanas tierras americanas, donde el nombre argentino estaba olvidado y que él hacía sonar perseverante y respetuoso. Aquél, joven, brillante, por quien Narbal había sentido siempre una vivísima simpatía, dejaba correr la vida insensiblemente, como algo que le fuera extraño, después de haber bebido también su cáliz y buscado la muerte honrosa del combate... Perdía, recorriendo así el pasado, la noción del tiempo; las figuras se borraban en una penumbra indecisa y le parecía que esos hombres habían vivido largos, muy largos años atrás y que él mismo sobrevivía a un viejo mundo desvanecido. A veces, una figura delicada, esbelta, cruzaba su memoria e, involuntariamente, detenía su montura y entrecerraba los ojos buscando el nombre de la visión fugaz..., que ya había pasado, y otra la reemplazaba. La asociación de recuerdos, bajo la actividad del espíritu, le hacía por momentos recorrer su vida entera en un relámpago. Empezaba la evocación sonriendo y concluía en un quejido.

     Narbal había buscado la existencia vegetativa y la sentía a cada instante alejarse de él. Los trabajos del campo, a que se entregó con vehemencia, le fatigaron al cabo de un mes. Muerta la curiosidad intelectual, los libros no le decían nada, la pluma le inspiraba repulsión, un cansancio mortal le oprimía. Vencido a mediodía por el sueño, se preparaba largas noches de insomnio, de las que salía profundamente quebrantado. A la verdad, el corte definitivo estaba ya adquirido, hasta el punto que, si un milagro hubiera hecho desaparecer el pasado, el estado moral de ese hombre no se habría modificado. Más que insoportable, la vida se había hecho indiferente para Narbal: todo le era igual, nada le atraía. No hablaba, cesó de montar a caballo y los interminables días de la campaña corrían lentos sin [128] que se moviera de su cama, en la que, tendido, fumando, dormitando, pasaba las horas muertas.

     Quince días después de su llegada había recibido una larga y afectuosa carta de Lorenzo, en la que éste se quejaba con cariño de la conducta de Carlos a su respecto. Narbal contestó, sin disculparse. Una correspondencia seguida se estableció. Lorenzo, que al principio no había querido hablar de su mujer, de sus hijos, por un sentimiento de exquisita delicadeza, abordó el tema con franqueza un día. «Ven -le decía-, mi hogar será el tuyo; estoy seguro de que las caricias de mis hijos te calentarán el corazón. Hay entre ellos un personaje de tres años, rubio, alegre, preguntón, con unos ojos llenos de malicia que, si recuerdo bien tu amor a las criaturas, te va a conquistar. Figúrate que te apasiones por ese muchacho; la salud moral no está lejos». Era tarde ya.

     Hacía tres meses que Narbal se encontraba en la Quebrada, cuando recibió una carta de Lorenzo, que produjo en él la primera impresión violenta desde largo tiempo atrás. ¿La había escrito el amigo en un momento de sincera indignación, o ensayaba, bajo esa forma, estremecer las fibras anestesiadas del corazón de Carlos? Tal vez, ambas cosas. La carta decía así:

     «Mi querido Carlos: Te escribo en un momento de profunda agitación para todos nosotros. Los diarios adjuntos te impondrán de lo que acaba de pasar en Montevideo. Las instituciones han sido pisoteadas, los poderes constituidos derribados por un motín de cuartel, el degüello, el viejo degüello salvaje, reaparecido en las calles, y, como siempre en ese desgraciado pedazo de tierra, la barbarie ha triunfado de la civilización. Los hombres de pensamiento y de honor, viejos y jóvenes, que no han sido asesinados o metidos en un calabozo, han tomado el camino del destierro. La mayor parte han conseguido pasar a Buenos Aires y se encuentran aquí sin recursos de ningún género, y, por todo bagaje, con aquella enorme altivez que les conoces y que les impide aceptar el menor auxilio. Nuestra prensa, felizmente, ha condenado unánime el atentado. Nadie [129] lo dice, porque sería absurdo, pero está en todos los corazones el deseo de que el gobierno, por los mil medios indirectos que tiene a su alcance, intervenga de una manera favorable a la causa de la justicia. No se trata aquí de blancos ni de colorados. La cuestión es entre los herederos de las hordas semibárbaras de un López o un Carrera y los hijos de aquellos que combatieron contra Rosas al lado de nuestros padres. ¡O el año veinte o la marcha adelante!...

     »Anoche reuní algunos amigos en casa; no había sino un oriental, Castellar, con quien, como sabes, me liga una vieja amistad. Llegó antes de ayer, herido. Parece que ha salvado la vida milagrosamente y que el cónsul inglés le embarcó por la noche. No tiene más que un pensamiento: organizar una expedición. Es un carácter entusiasta y generoso, que vive en la obediencia de un espíritu soñador y visionario. Cree y afirma, con una convicción profunda que se comunica, que bastará la presencia de doscientos hombres bien armados, en un punto cualquiera del litoral oriental, para determinar un levantamiento del país entero. Todos ellos, es decir, unos cincuenta jóvenes, están resueltos a tentar la aventura, y Castellar hablaba en su nombre anteanoche. Ellos, que por nada aceptarían una invitación a comer, en la imposibilidad de devolverla, han jurado, si es necesario, ir de puerta en puerta, por las calles de Buenos Aires, para mendigar con el sombrero en la mano, pero la frente levantada, un fusil para sus manos inermes. No tienes idea del efecto que nos produjo la palabra inflamada de Castellar. Al principio, esa declamación, natural a los orientales en el estilo y en la oratoria, que nos parece una falta de gusto, trajo sonrisas sobre muchos labios. Pero cuando se empezó a sentir el calor real que los animaba, cuando Castellar habló de mujeres insultadas, de ancianos asesinados, del porvenir de toda una generación roto en esa bacanal de sangre y robo, cuando dijo, sencillamente esta vez, que todos ellos preferían morir a la vida con el cuadro constante de esa depresión profunda de la patria, cuando se puso de pie, pidiéndonos armas, a nosotros, los felices, que habíamos salido para siempre [130] del lodo, te aseguro que las sonrisas habían cesado, y fue con viril emoción que todos lo estrechamos entre nuestros brazos, como si en ese instante representara su pobre tierra escarnecida.

     »Por lo pronto, tenemos por base los cincuenta rémington que hace tres años reunimos para defendernos del famoso golpe de mano anunciado y que felizmente nunca tomó forma. Cada uno de nosotros va a ponerse en campaña, y no dudamos reunir en una semana doscientos o trescientos fusiles. El embarque puede ofrecer dificultades; pero Jaramillo, que acaba de ser gobernador de La Rioja, que ha llegado hace un mes de senador al Congreso y que asistió a la reunión, nos ha tranquilizado al respecto. Es amigo particular y político de los ministros de Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina, y no cree difícil obtener de ellos, ayudado por otra parte por el sentimiento público, que no se fijen mucho si los subalternos hacen la vista gorda.

     »Pero no es eso todo; hay gastos indispensables y no hay un peso. Se trata de equipar unos cien hombres, y lo más serio, de fletar un vapor por un precio que haga aceptar al armador todos los riesgos de una empresa semejante. Hemos iniciado una lista de subscripción y tenemos ya cerca de dos mil duros reunidos. No dudando que tú me enviarás algo, pero deseando ponerte en guardia contra ti mismo, te he apuntado por doscientos duros, que te ruego des orden a tu apoderado para que me los remita.

     »No puedo ser más largo, porque tengo la casa llena. Mi mujer está asustada, y anoche me ha hecho jurar, sobre la cabeza de mis hijos, que no pienso tomar parte en la expedición. Me eché a reír, pero la verdad es que respiramos una atmósfera que predispone a todas las locuras imaginables. Por lo pronto, dos o tres de los muchachos (¡los muchachos!, ¡si vieras qué mal empieza a sentarnos el nombre!) irán en la expedición, unos por curiosidad, otros por hastío. Hubo un momento en que Jaramillo, ¡un venerable padre de la patria!, casi se compromete a acompañarlos. Me costó un triunfo disuadirlo; quería a toda costa poner un reemplazante; pero Castellar ha declarado que no quieren gente mercenaria [131] y que, por otra parte, lo que va a sobrar son hombres, así que pisen el suelo oriental.

     »Excuso decirte que los huéspedes forzados son los leones del día; la mecha de Eugenio está más irresistible que nunca, cubriendo la frente sombría y fatal del proscripto. Ha hecho la conquista de nuestro Vespasiano, a quien las graves ocupaciones curules no impiden por cierto mariposear, como en los tiempos en que se levantaba una bailarina del Colón, como un atleta, cien kilos.

     »Te escribo a la carrera y nervioso; la expectativa de la acción nos electriza. ¡Puedes figurarte con qué ansiedad vamos a esperar los sucesos!

     »Cariños de mi mujer y un beso de mis hijos.

                                                                                Lorenzo».

     «P. S. -¿Qué has hecho del Wínchester de repetición que tenías antes de tu partida a Europa? Si lo dejaste en Buenos Aires, ordena que me lo entreguen. Jamás la sangre que derrame correrá más justamente.

                                                                                                     V.»

     La tarde empezaba a caer cuando Narbal concluyó de leer los diarios que le había remitido Lorenzo. Nacido en Montevideo -conservaba por su cuna casual ese afecto orgánico que liga al hombre como a la bestia al punto en que viene a la vida-, sentía en su alma, ásperamente, la ignominia de ese gentil pedazo de suelo, tan bello, tan atrayente, tan hecho por la naturaleza para ser hogar de un pueblo libre y feliz... Pasó la mano por su frente, hizo ensillar su caballo y se echó a vagar por la llanura. El cielo, de una claridad admirable, empezaba a tachonarse de chispas brillantes, y una calma profunda reinaba sobre los campos que se preparaban para el sueño. Y él, con la mirada perdida en ese portento de paz, pensaba en las familias que, a la misma hora, en el duelo y el llanto, temblaban por el hijo perseguido, por el viejo padre prisionero, o lloraban sin esperanza el hermano bárbaramente sacrificado. Levantó la frente; una expresión viril se pintó en [132] su rostro, que una ráfaga interior iluminó, y a lento paso volvió a su triste rancho.



II

     Lorenzo decía la verdad; los sucesos de Montevideo habían producido una intensa agitación en Buenos Aires. Una fibra del corazón común había sufrido y las otras se estremecían. La política, los partidos, los antagonismos personales, todo había desaparecido ante la brutalidad de los hechos, que hacía revivir, en la memoria de los viejos, los cuadros sangrientos del pasado e inflamaban el espíritu de los jóvenes, ardientes por probar, como los mayores, que también ellos amaban la libertad y eran capaces de sacrificarse por ella.

     No se hablaba de otra cosa; los diarios se habían pasado la voz, los corrillos no salían del tema obligado, y hasta la rueda de la Bolsa, en los momentos de reposo, parecía moverse, como un trípode espiritista, al eco de palabras generosas y maldiciones elocuentes, a las que por cierto no estaba acostumbrada. El momento era propicio y convenía batir el hierro mientras estaba caliente. Así lo comprendió Castellar.

     Era el tipo completo del oriental, con todas sus aberraciones y sus virtudes. Inteligencia clara, tal vez un poco superficial, pero abarcando con el extraordinario aplomo que da la iniciación prematura en la vida pública todas las cuestiones susceptibles de determinar una opinión; fogoso, paradojal, armado de juicios hechos, definitivos y casi ásperos en su forma intransigente, bravo, lírico a fuerza de exaltado, girondino en la palabra, digno del cenáculo en el estilo, a tres mil leguas de la evolución positivista del espíritu moderno, leyendo y citando de buena fe los libros de Pelletan, encantado del «París en América» de Laboulaye, que acababa de leer y que hoy huele a moho; entusiasta por Artigas, sobre cuya acción real estaba muy vagamente informado, pero que la tradición de su país le presentaba como la encarnación de la nacionalidad; colorado fanático, [133] pero orgulloso de la noble defensa de Paysandú; adorando a Juan Carlos Gómez, pero atribuyendo a una ofuscación del espíritu de su héroe la concepción de la patria grande, tal era el corte intelectual del joven que probaba por primera vez las amarguras de la proscripción. Entre sus compañeros, había, por cierto, hombres de autoridad considerable y de pensamiento reposado; pero ellos mismos habían comprendido que lo que se necesitaba en esos momentos no era demostraciones lógicas de que asesinar la gente y derrocar gobiernos a lanzadas es una barbaridad, sino corazones calientes que, comunicando la indignación, supieran utilizarla. Por otra parte, viejos aguerridos de la política, diez veces desterrados, diez veces batidos en empresas de reivindicación armada, su preocupación principal era ocultar a los jóvenes, llenos de entusiasmo, su invencible y fundamental desesperanza.

     Cómo y por qué la elección de jefe militar de la expedición cayó en el coronel Galindo, sería cuestión difícil de resolver. En esos momentos de exaltación, el deseo ardiente de encontrar un caudillo favorable, hace que cada uno, por una complicidad inconsciente y generosa, adorne al elegido con todas las virtudes ideales a que aspira. Galindo «era un bravo, tenía una inmensa popularidad en los departamentos de las costas(21) del Uruguay, conocía palmo a palmo el terreno de las futuras operaciones, era un hombre seguro, sobre el que nada podrían ni las amenazas ni las promesas de los que mandaban en Montevideo, tenía íntimas relaciones con muchos de los principales jefes del ejército argentino, inspiraba confianza, etcétera». Tal lo pintaban los diarios que, con la indiscreción propia del oficio y yendo contra los intereses de la causa por la que manifestaban tanta simpatía, daban cuenta diariamente de todos los preparativos de la expedición, poniendo en serios apuros al Ministerio de Relaciones Exteriores y sirviendo de bomberos inconscientes a la gente que en Montevideo tenía la escoba por el mango. Galindo mismo, que al(22) principio leía con asombro todos esos datos que, refiriéndose a él, ignoraba por completo, acabó por convencerse de su importancia. En realidad, su vida, si bien confusa, era insignificante. [134] Había servido en la guerra del Paraguay como teniente, se había batido bien; luego, en la patria, en una y otra revolución, había llegado a coronel, hasta que, después de la última, salvado a uñas de buen caballo por la frontera del Brasil, cinco años atrás, vino a caer a Buenos Aires. Naturalmente, al cabo de tres meses, abrió su correspondiente escritorio de comisiones, gestión de asuntos ante los dos gobiernos, despacho de aduana, órdenes de Bolsa, remates, etc., pero cuyo resultado positivo fue embrutecer por completo al joven dependiente que pasaba las horas muertas cebando mate y oyendo, dentro de una intolerable atmósfera de tabaco negro, eternas discusiones políticas, en las que tomaban parte cotidiana, a más del coronel y su socio, un rematador de Buenos Aires, fundido, todos los vagos de ambas orillas del Plata que el azar empujaba hacia la calle de San Martín, ubicación del famoso escritorio de Galindo y Cía.

     A los tres meses, Galindo, agobiado por el peso del alquiler, se vio obligado a sacar las tablillas. Un cobro imposible al gobierno nacional se arrastraba como antes de que la sociedad lo tomara en mano, y el jefe de una casa inglesa que, por una recomendación de Montevideo, había ido al escritorio de Galindo a darle una comisión, regresó de la puerta asustado por el tumulto. El bravo coronel fue a aumentar el número de despojos que flotan en las aguas turbias de la Bolsa, pescando, aquí y allí, una pequeña comisión, dada por un especulador en ansia de despistar al adversario, practicando la multa con circunspección y asiduidad, atando, en fin, los hilos de fin de mes con tanto esfuerzo como necesitaba Fígaro para vivir. La palabra francesa vivoter explica muy bien ese vaivén inestable de la fortuna, esa angustia perenne al principio, pero que pronto degenera (las pacientes dicen se regenera) en una indiferencia mezclada con la desconfianza indolente en una estrella, de poco brillo, pero que no se extingue nunca. Así vivoteó cinco años el coronel Galindo, y en esa situación le encontraron los sucesos de Montevideo. Castellar, que le conocía de larga data, pero que sufría a su respecto [135] la aberración del momento, vio en él al hombre de las circunstancias y le propuso ponerse al frente de la expedición. Galindo, pronto a todas esas aventuras por naturaleza, educación e instintos, aceptó en el acto, poniendo, por la forma, algunas condiciones referentes a la disciplina, a la absoluta independencia en la dirección de las operaciones militares, que acabaron por cimentar la confianza que se había resuelto depositar en él. Originario de Fray Bentos, aprovechó el azar para sostener sus extensas relaciones en la costa. Pidió doscientos hombres bien armados, un vapor a sus órdenes y completa latitud de acción.

     A pedido de Castellar, Lorenzo facilitó el salón de su casa, el mismo en que había tenido lugar la reunión de que hablara a Narbal, para celebrar todas las que fueran necesarias. Lo hacía con placer, porque en realidad estaba profundamente indignado. Además, ese movimiento, esa actividad ajena a sus monótonas ocupaciones diarias, le había galvanizado, haciéndolo volver a los viejos tiempos en que andaba siempre por los extremos, pensando en soluciones violentas a todas las cuestiones de la vida. Su casa había tomado el aspecto de un cuartel electoral, para desesperación de su mujer, que veía fusiles en todos los rincones, a los chiquitos jugando con sables o arrastrando cartucheras, al par que la descomponía el olor frío de tabaco, pegado a las cortinas y a los muebles. No comprendía bien ese patriotismo por asuntos de tierra extraña, pero con una confianza absoluta en la nobleza de los sentimientos de su marido, se resignaba, poniendo al mal trance la mejor cara posible. Jaramillo, que comía todos los domingos allí y quien tenía la viva simpatía que el abierto riojano inspiraba generalmente, le repetía que los orientales le deberían una buena parte de su libertad y la exhortaba a bordar con sus propias manos la bandera del cuerpo expedicionario. Herminia, desarmada, sonreía. [136]



III(23)

     La reunión que se celebraba esa noche tenía una importancia capital, porque, a más de recapitular los elementos de que se disponía, Castellar pensaba proponer la realización inmediata de la empresa. Cada uno debía dar cuenta de la comisión que le fuera encomendada, y el coronel Galindo, por primera vez, sometería su plan de campaña.

     La reunión tenía lugar en el comedor, más vasto, y sobre todo, por la disposición de la casa, más aislado que el salón. Estaban reunidas unas veinte personas, entre las que se encontraban cinco o seis personajes de Montevideo, otros tantos jóvenes, algunos militares y sólo tres argentinos, esto es, Lorenzo, Jaramillo y un amigo del primero, que debía dar cuenta de su trabajo en el sentido de obtener un vapor. Todos estaban más o menos exaltados, pero la expresión era diferente. Lorenzo hablaba poco, pero se movía mucho; Jaramillo se movía y hablaba con abundancia; los jóvenes orientales dominaban mal su impaciencia; los viejos procuraban poner cara de palo, y Galindo, como los oficiales que le acompañaban, se sentían incómodos.

     Castellar habló primero.

     -El caballero -dijo- que nos da la hospitalidad, y cuyo nombre recordaremos siempre los orientales como el de uno de los más generosos y desinteresados entre los amigos de nuestro país, va a exponer a ustedes el estado de las cosas. Debo declarar, porque así me lo ha repetido con frecuencia, que en todos aquellos de sus compatriotas a quienes ha acudido, ha encontrado una acogida simpática, que se ha traducido en hechos. Eso nos prueba una vez más -añadió, no sin echar una rápida mirada a un hombre de hermosos cabellos plateados y fisonomía abierta y expresiva, que lo miraba con sus ojos claros y dulces- que el destino ha hecho a nuestros dos países para marchar y desenvolverse en armonía, cada uno según su índole y las exigencias, de su historia, pera unidos por los mil vínculos [137] en que el pasado nos liga y el porvenir estrechará. Como se verá dentro de un momento, podemos pensar ya en la realización inmediata de nuestra empresa. Cada día que pasa es una vergüenza más para nuestra patria y un peligro, porque el tiempo sanciona lentamente los hechos consumados. Los elementos necesarios están reunidos, tenemos confianza en el éxito y estamos dispuestos a dar la vida con júbilo. Por mi parte, si en la empresa la pierdo, estoy recompensado por la confianza que no sólo mis amigos, sino también los hombres venerables que me escuchan, han depositado en mí. Sólo me resta presentar a ustedes a nuestro futuro jefe, el coronel Galindo, un patriota probado, cuyo valor y experiencia son una garantía de éxito.

     -A mi vez, agradezco a Castellar sus palabras de gratitud -dijo Lorenzo-. No las merecemos, porque es difícil obrar bajo la idea de que los orientales nos son extranjeros. Por lo pronto, declaro que siento los dolores de su patria de ustedes como los de la mía propia. Es un deber recíproco de ayudarnos en las horas amargas, en nombre de la solidaridad de la civilización. Tendámonos las manos, pues; guardemos en el fondo del alma el sentimiento que nuestros actos nos inspiren y obremos.

     Luego tomó algunos papeles, y continuó:

     -He aquí lo que hemos podido reunir hasta este momento: ciento sesenta rémington, cuarenta carabinas, éstas como los primeros con su correaje correspondiente, ochenta sables y otras tantas lanzas. Se han adquirido veinte mil cartuchos. Todo está depositado en un corralón de mi propiedad. La subscripción, contando con lo gastado en las municiones, ha producido, por nuestra parte, 7.500 pesos fuertes.

     -Agregue usted 5.000 más que he recibido de una subscripción privada, hecha en Montevideo(24) -dijo uno de los venerables, como les había llamado Castellar.

     Hubo un murmullo de satisfacción. Lorenzo iba a continuar, cuando alguien golpeó a la puerta del comedor. Lorenzo abrió, y un criado le entregó una tarjeta. Apenas echó los ojos sobre ella, sintió una [138] emoción violenta, se puso pálido y dio un paso hacia la puerta. Dos o tres personas corrieron hacia él, inquietas. Lorenzo se detuvo, y, haciendo un esfuerzo, se serenó rápidamente.

     -Pido a ustedes disculpa, señores. Pero un amigo, el mejor de mis amigos, el hombre que más estimo y quiero sobre la tierra y a quien no veía hace cinco años, que para él han sido muy amargos, acaba de llegar y me envía esta tarjeta de al lado de la cuna de uno de mis hijos: «Llego en este momento y sé que tienes una reunión referente al noble propósito sobre el que me escribiste. Te ruego pidas en mi nombre a esos caballeros me concedan el honor de combatir en sus filas por la dignidad del país en cuyo suelo nací.» ¿Quieren ustedes permitirme, señores, presentar a Carlos Narbal?

     Todos asintieron calurosamente, y antes(25) que Lorenzo hablara, Jaramillo, que estaba fuera de sí, se precipitó hacia la puerta. El riojano había conservado un culto por Carlos; el alejamiento silencioso de éste, sus propias preocupaciones políticas, le habían impedido mantener correspondencia con Narbal, como lo hubiera deseado. Pero jamás le olvidó, y quedó en su recuerdo como la personificación del hombre elegante, generoso, aristocrático de gustos, robusto de ascendencia moral, que era su tipo ideal, realzado aún por la circunstancia de haber sido su introductor en el mundo porteño. Cuando, guiado por el sirviente, se halló de pronto frente a Carlos, que hablaba con Herminia teniendo en sus rodillas un delicioso muchacho de tres años, que acababa de despertarse y que le había tendido los brazos como a un viejo amigo, Jaramillo tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar la emoción que el cambio de Carlos le producía. Se echó en sus brazos con un ímpetu de cariño tan sincero que Narbal lo estrechó con verdadera afección. Un instante después entró Lorenzo. Largo tiempo, en silencio, sus corazones latieron unidos; cuando Lorenzo apartó a Carlos para mirarle, teniéndole de las manos, sus ojos estaban húmedos. Herminia lloraba sencillamente, y el niño, con los ojos muy abiertos, miraba la escena con asombro. Un nuevo afecto que echa su noble [139] raíz en el corazón o un viejo cariño que se despierta con energía aumentan la intensidad de todas nuestras afecciones, como, en el suelo tropical, la soberbia robustez de un árbol aumenta la lozanía de las plantas que lo rodean, protegiéndolas con su sombra y dando a la tierra un impulso de vida. Lorenzo oprimió las manos de Herminia, besó a su hijo, dio un vigoroso «shakehands» a Vespasiano, que lloraba como un becerro, y tomando a Carlos del brazo, le dijo:

     -Vamos; nos esperan.

     Narbal comprendió, y siguió a su amigo en silencio.

     Un momento antes de abrir la puerta del comedor, Lorenzo, casi inconscientemente, se detuvo.

     -¿Es cosa resuelta? -dijo.

     Carlos sonrió tristemente. Lorenzo sintió la puerilidad de su pregunta y abrió la puerta con resolución.

     Narbal fue acogido con respetuosa simpatía. Los viejos habían conocido a su padre, y para los jóvenes tenía ese atractivo curioso que los contrastes serios de la vida dan a los hombres. Respondió a las manifestaciones cariñosas de que era objeto y fue a colocarse silenciosamente en una silla al lado de Jaramillo, que hacía esfuerzos enormes, pero fructuosos, para no hablar de cosas que tenían una conexión sumamente remota con los sucesos orientales.

     Lorenzo continuó:

     -Reuniendo, pues, las sumas obtenidas hasta hoy, se puede disponer, a más de lo gastado, de diez mil patacones. He declarado ya a mi amigo Castellar que mi intervención no tenía más alcance que la reunión de fondos y elementos y que esperaba que el sentimiento que me dictaba esta línea de conducta fuera bien comprendido. Es necesario no dar a los adversarios la enorme ventaja de acusar a ustedes de apelar al extranjero. Sé que sería un absurdo; pero nada hay más terrible que el absurdo cuando toma una forma definitiva y neta. Sólo me resta rogar a nuestro amigo Martínez quiera dar cuenta de la comisión que tuvo a bien aceptar. [140]

     -El vapor Urano -dijo el interpelado- está a nuestra disposición, mediante cinco mil duros y los gastos de seguro. Es un buen buque, no muy grande, pero que puede fácilmente trasportar trescientos hombres. Lo manda un italiano, el capitán Lamberti, que parece un hombre digno de confianza. Como el seguro ofrece muy serias dificultades, tal vez insuperables, he propuesto, salvo rectificación de parte de ustedes, que los propietarios mismos se encarguen de asegurarlo. Esto importaría un gasto considerable.

     -¿Han aceptado?

     -Sí, pero piden diez mil duros.

     -No será difícil encontrarlos -dijo Lorenzo.

     -Bien. Ahora, ocupémonos un poco del plan general -dijo Castellar-. ¿Qué piensa el coronel Galindo?

     El bravo coronel era un hombre de fisonomía simpática y esencialmente criolla. A primera vista, se notaba la ausencia del golpe de cepillo social, pero, en cambio, se veía el valor. Algo bajo y grueso, el pelo bastante largo, bigote y pera entrecana, brazos cortos y pies anchos. Se levantó, pero, al hablar, juzgó sin duda que así era más difícil y se volvió a sentar.

     -Conozco dos o tres puntos en que el desembarque será fácil -dijo-. Escribiendo unos días antes a los amigos de la costa, estoy seguro que nos esperan quinientos hombres con caballada suficiente. Luego se lanza el manifiesto, entramos en campaña y...

     -¿Qué manifiesto? -dijo uno de los ancianos.

     -¡Pues... el manifiesto..., el manifiesto que se lanza siempre! -dijo Galindo mirando con asombro al que le interrumpía.

     -Es necesario ponernos de acuerdo sobre ese documento -dijo el viejo formulista.

     -Cuatro líneas bastarán, señor -contestó Castellar-. Una vez presentados los hechos en toda su brutalidad, no creo necesario agregar una palabra más.

     -Sí, pero creo conveniente, creo indispensable determinar de una manera fija el objetivo de la [141] expedición y anunciar el uso que se piensa hacer del triunfo.

     -Es precisamente lo que pienso que debe evitarse -dijo Castellar con cierta impaciencia-. Mi pensamiento es éste: el manifiesto no debe ser ni blanco ni colorado...

     -Sin embargo -replicó el tenaz anciano-, el atentado inicuo ha sido hecho en nombre del partido colorado...

     Castellar iba a replicar, tal vez sin suficiente calma, cuando Narbal le previno:

     -Puesto que se juzga necesario un manifiesto, ¿no creen ustedes, señores, que el llamado a dirigirlo al pueblo oriental sea el presidente constitucional de la República, que acaba de ser depuesto de una manera violenta? Nadie puede tener mayor autoridad que él. Una palabra suya pondrá las cosas en su lugar: ellos, los revolucionarios; nosotros, los defensores del orden legal.

     El silencio que siguió no era sólo consideración por Narbal. Dos o tres personas sonrieron irónicamente, y la fisonomía de Castellar se oscureció.

     -A mí me parece que el señor tiene razón -dijo Galindo con franqueza.

     -Conviene que usted sepa lo que sucede, señor Narbal -dijo Castellar con tristeza-, puesto que tan noblemente nos trae su concurso. El doctor Erauzquin, presidente de la República Oriental es un hombre esencialmente inerte, sin ambiciones, sin resolución para ser enérgico, teniendo todos los elementos para conseguirlo y que llevamos al poder haciendo violencia a su voluntad. En su derrocamiento sólo vio su liberación y el medio de volver a la vida privada. Se encuentra actualmente en el Brasil, donde su fortuna le permitirá vivir tranquilamente, si es que no pasa a Europa en breve. Se le ha escrito, se le ha instado, se han tocado todas las cuerdas que suponíamos vibraran aún en él para decidirle a venir a ponerse a nuestro frente. Nos ha contestado ofreciéndonos dinero para ayudar a los compatriotas proscriptos que se encuentran sin recursos, pero añadiendo que por ningún motivo tomaría parte en ningún movimiento político. Es inútil [142] contar con él. Me es doloroso hablar así, no sólo porque comprendo la falta que nos hará su adhesión moral, sino porque soy amigo particular del doctor Erauzquin.

     Había algo de súplica en las últimas palabras de Castellar; todos lo comprendieron.

     Un hombre viejo, el último de su grupo, no había abierto aún sus labios. Cuando el coronel Galindo habló, algo como una expresión de ira o de desprecio pasó por su cara. Al concluir Castellar, no pudo contenerse.

     -Quieran los jóvenes aquí presentes -dijo- prestar un poco de atención a un hombre cargado de años y de experiencia. He estado encerrado ocho años en Montevideo, durante el sitio, que es y será nuestra página de gloria nacional. Desde 1852 hasta la fecha, he tomado parte activa en la política del Río de la Plata, con los vencedores pocas veces, muchas con los vencidos. No es ésta la primera vez que me encuentro en una reunión semejante. Como ustedes, he sido joven, me he indignado, me he batido, he quedado tendido en los campos de batalla, he evitado el golpe de los asesinos, conozco bien nuestra triste vida nacional. Hoy, ante el derrumbe de todas mis ilusiones, ante la realidad repugnante que destruye en un minuto tantos años de esfuerzo, siento que hablar es un deber, aunque vaya a chocar contra el noble sentimiento que anima a ustedes. Pero ustedes son nuestros hijos, ustedes son la esperanza única del país y no puedo conformarme en silencio al sacrificio estéril que van a imponerse. No, coronel Galindo, no encontrará usted quinientos hombres al desembarcar; encontrará usted mil, dos mil semibárbaros, guiados por caudillos locales que sostendrán frenéticamente el nuevo régimen de Montevideo, porque importa la derogación de toda ley y sujeción. Aunque no lo quiera, tendrá usted que hacer pie firme y presentar combate, pues sus soldados se lo exigirán. Y este puñado de jóvenes, lo más noble, lo más digno del país, el grano del porvenir, caerán uno a uno, luchando contra gauchos salvajes, cuya existencia sólo tiene importancia vegetativa. Robustecidos por un triunfo fácil e [143] inevitable, los hombres de Montevideo se afirmarán en el poder ¡y toda esperanza de volver a la libertad y al decoro se alejará por muchos años!...

     Castellar había oído mordiéndose los labios.

     -¡No puedo suponer que usted nos aconseje la aceptación de los hechos consumados! -dijo.

     -Lo que propongo a ustedes es el único temperamento que la historia de todos los pueblos, que han cruzado épocas análogas, señala como eficaz: la expectativa, la perseverancia. Los lobos acaban siempre por devorarse entre ellos; nuestros dictadores crían siempre serpientes en su seno, y en ese mundo moral la traición es elemento normal. Esperemos: dentro de seis meses, esos hombres se separarán en dos bandos. Entonces llevaremos nuestra fuerza intelectual, nuestra autoridad, ¡qué digo!, toda la autoridad de la sociedad culta, a aquel de ambos que ofrezca probabilidades de reacción contra la barbarie. Y así, lentamente, favoreciendo a unos contra otros, inoculando con paciencia nuestras ideas, hemos de ver, verán ustedes seguramente, el orden definitivo imperando, porque se basará sobre el cimiento de granito de una evolución pacífica y no sobre la sangre, que en nuestra tierra marea y enloquece...

     -¡No! -exclamó con voz vibrante el hombre de ojos claros y largos cabellos plateados, a quien Castellar había mirado con intención al hablar de la independencia oriental-. ¡No!; también soy viejo, también mi vida ha transcurrido en la lucha, también he conocido la proscripción, puesto que vivo en ella hace veinte años. Respeto el móvil de mi digno amigo; pero no puedo consentir en silencio el que nuestras canas nos dan derecho para venir a ahogar esa explosión de viril indignación que inflama hoy el alma de los jóvenes orientales. ¿Por qué ese horror de la sangre? Es el rocío sagrado sin cuyo riesgo jamás un pueblo llegó a nada grande. Luchamos contra bárbaros, luchamos contra fieras, y la palabra es inútil. Un pueblo que acepta silenciosamente la opresión y que busca la redención en combinaciones bizantinas es un pueblo que abdica. Ustedes, jóvenes, son hoy el pueblo oriental, [144] llevan en su corazón el depósito de su dignidad y en sus brazos el estandarte de su gloria. El movimiento que les impulsa a la lucha es la obediencia a la voz de la patria que llama e implora. ¿Seréis vencidos? Y bien, queda el ejemplo. No se pierden jamás los rastros de la sangre derramada por una causa santa, y como el polvo de los Gracos engendró a Mario, así la sangre vertida en las hecatombes del año 40 clamó al cielo y Caseros fue...

     De pie, con su elegante figura, con los ojos chispeantes, todos le contemplaban bajo una atracción misteriosa. Habló largo rato, con palabra de fuego, colorida, poco lógica, pero irresistible. El argumento flameaba como una bandera de guerra, y él mismo creía sentir el olor del combate.

     ¿Cómo rebatir esas cosas? ¿Cómo hacer oír la razón cuando el corazón late a reventar? Las manos se estrecharon en un movimiento impetuoso que hizo acallar todas las dudas y la resolución suprema se adoptó. El porvenir podía ser oscuro, los negros vaticinios del anciano realizarse, el esfuerzo ser inútil, pero, en el fondo, jamás un grupo de hombres tuvo la conciencia más pura en el momento de aceptar el sacrificio. Allá, a lo lejos, en el seno de las sociedades secularmente organizadas, hay una eterna sonrisa para nuestras asonadas americanas, y, sin embargo, ¡cuánta virilidad, cuánta altura de pensamiento importan muchas veces! Esta fatalidad histórica es nuestra cruz; llevémosla sin desesperar, porque, en el fondo del caos aparente, se mueven ya los elementos de la reorganización definitiva.

     1884.

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